El Misterio de la Atlántida
La Atlántida constituye el misterio más grande de la historia. La
más completa serie de referencias a la Atlántida que existe en la
Antigüedad aparece en los Diálogos Timeo y Critias, de
Platón, bajo
la forma de una serie de acontecimientos comunicados al ateniense Solón por los sacerdotes griegos de Sais y que son un misterio en sí
mismos. ¿Para qué escribió Platón estos diálogos? ¿Para ilustrar la
concepción de un Estado perfecto o como propaganda pro-ateniense?
En
todo caso, sus descripciones de la islacontinente son las más
detalladas y completas existentes en los documentos antiguos,
exceptuando tal vez los de Egipto, si existieran y fuesen
encontrados. Además, Platón no era dado a discutir fábulas, sino que
se especializó en filosofía, y se preocupó muy especialmente de
precisar que el tema de estos diálogos no era ficción, sino realidad.
La primera referencia a la Atlántida aparece en el diálogo llamado
Timeo:
CRITIAS.— Escuchad pues Sócrates, una historia muy singular, pero
absolutamente verídica, sobre lo que dijo cierta vez Solón, el más
sabio de los siete sabios. Era, por de pronto, pariente de Orópides,
mi bisabuelo, y muy amigo suyo, como dijo él mismo varias veces en
sus versos. El contó a Critias, mi abuelo, según ese último en su
vejez gustaba de recordar delante de mí, que una gran cantidad de
hazañas grandes y maravillosas llevadas a cabo por esta ciudad
habían caído en el olvido debido al paso del tiempo y de la muerte
de los hombres. Y de estas hazañas había una que era la mayor de
todas. Quizá será conveniente recordarla para rendiros gracias y, a
la vez, para agasajar dignamente a la diosa en estos días de fiesta,
tanto como si le cantáramos un himno de alabanza.
SÓCRATES.- Eso está bien dicho. Pero ¿cuál es esta hazaña que
Critias contó, no como una simple ficción, sino como un hecho
realmente llevado a cabo por esta ciudad en tiempos antiguos, según
lo refiere Solón?
CRITIAS.- ...Es verdad, Amynandro; si Solón no hubiera hecho sus
versos sólo como pasatiempo, si se hubiera aplicado a ello como
otros y si hubiera concluido el relato que se había traído de Egipto,
si no se hubiera visto forzado por las sediciones y las otras
calamidades que a su vuelta encontró aquí a olvidar totalmente la
poesía, según mi opinión ni Hesíodo, ni Homero, ni otro poeta
alguno hubiera jamás llegado a ser más célebre que él.” “¿Y cuál era
ese relato, Critias?”, dijo Amynandro. “Trataba — respondió Critias—
de la hazaña más grande y más merecedora de consideración de todas
las que esta ciudad ha realizado nunca. Pero, debido al efecto del
tiempo y a la muerte de los actores que en ella intervinieron, el
relato no ha podido llegar hasta nosotros.” “Vuelve a contárnoslo
desde el comienzo — dijo Amynandro-; ¿qué era, cómo se realizó y de
quién lo recibió Solón para contarlo como verídico?”
“Hay en Egipto —dijo Solón—, en el Delta, hacia cuyo extremo final
el curso del río se divide, un cierto nomo llamado Saítico, cuya
principal ciudad es Sais. De allí era el rey Amasis. Los naturales
de esta ciudad creen que la fundó una diosa: en lengua egipcia su
nombre es Neith, pero en griego, según ellos dicen, es Atenea. Esas
gentes son muy amigas de los atenienses y afirman ser de alguna
manera parientes suyos. Solón contó que, una vez llegado a casa de
ellos, adquirió entre éstos una gran consideración y que, habiendo
interrogado un día a los sacerdotes más sabios en estas cuestiones
acerca de las tradiciones antiguas, había descubierto que ni él
mismo, ni otro griego alguno, había sabido de ello prácticamente
nada. Y una vez, queriéndoles inducir a hablar de cosas antiguas, se
puso él a contarles lo que aquí sabemos como más antiguo.
Les habló
de Foroneo, ese a quien se llama el primer hombre, de Níobe, del
diluvio de Deucalión, de Pyrra y de los mitos que se cuentan acerca
de su nacimiento, y de las genealogías de sus descendientes. Y se
esforzó por calcular su fecha, recordando los años en que ocurrieron
esos acontecimientos. Pero uno de los sacerdotes, ya muy viejo, le
dijo: “Solón, los griegos sois siempre niños: ¡Un griego nunca es
viejo! “ A lo que replicó Solón: “¿Cómo dices esto”? Y el sacerdote:
“Vosotros sois todos jóvenes en lo que a vuestra alma respecta.
Porque no guardáis en ella ninguna opinión antigua, procedente de
una vieja tradición, ni tenéis ninguna ciencia encanecida por el
tiempo. Y ésta es la razón de ello. Los hombres han sido destruidos
y lo serán aún de muchas maneras.
Por obra del fuego y del agua tuvieron lugar las más graves
destrucciones. Pero también las ha habido
menores, ocurridas de millares de formas diversas. Pues eso que
también se cuenta entre vosotros de
que, cierta vez, Faetón, hijo de Helios, habiendo uncido el carro de
su padre, pero incapaz de dirigirlo por
el camino que seguía su padre, incendió cuanto había sobre la Tierra
y pereció él mismo, herido por un
rayo, se cuenta en forma de leyenda. La verdad es ésta: a veces en
los cuerpos que dan vueltas al cielo,
en torno a la Tierra, se produce una desviación o “paralaje”.
Y, con
intervalos de tiempo muy espaciados,
todo lo que hay sobre la Tierra muere por la superabundancia del
fuego. Entonces todos los que habitan
sobre las montañas, en los lugares elevados y en los que son secos,
mueren, más que los que viven en
lugares cercanos a los ríos y al mar. A nosotros, en cambio, el Nilo,
nuestro salvador, igual que en otras circunstancias nos preserva
también en esta calamidad, desbordándose. Por el contrario, otras
veces, cuando los dioses purifican la Tierra por medio de las aguas
y la inundan, sólo se salvan los boyeros y los pastores en las
montañas, mientras que los habitantes de las ciudades que hay entre
vosotros son arrastrados al mar por los ríos.
En este país, en
cambio, ni entonces, ni en otros casos descienden las aguas desde
las alturas a las llanuras, sino que siempre manan naturalmente de
debajo de tierra. Por este motivo, se dice, ocurre que se hayan
conservado aquí las tradiciones más antiguas. Sin embargo, la verdad
es que, en todos los lugares en que ni un frío excesivo ni un calor
abrasador pueden hacer perecer la raza humana, siempre existe ésta,
unas veces más numerosa, otras veces menos. Y por eso, si se ha
realizado alguna cosa bella, grande o digna de nota en cualquier
otro aspecto, bien sea entre vosotros, bien aquí mismo, bien en
cualquier otro lugar de que hayamos oído hablar, todo se encuentra
aquí por escrito en los templos desde la Antigüedad y se ha salvado
así la memoria de ello.
Pero, entre vosotros y entre las demás
gentes, siempre que las cosas se hallan ya un poco organizadas en lo
que toca a la recensión escrita y a todo lo demás que es necesario a
los Estados, he aquí que nuevamente, a intervalos regulares, como si
fuera una enfermedad, las olas del cielo se echan sobre vosotros y
no dejan sobrevivir de entre vosotros más que a gente sin cultura e
ignorantes. Y así vosotros volvéis a ser nuevamente jóvenes, sin
conocer nada de lo que ha ocurrido aquí, ni entre vosotros, ni en
los tiempos antiguos. Pues estas genealogías que acabas de citar,
¡oh Solón!, o que al menos acabas de reseñar aludiendo a los
acontecimientos que han tenido lugar entre vosotros, se diferencian
muy poco de los cuentos de los niños. En principio, vosotros no
recordáis más que un diluvio terrestre, siendo así que anteriormente
ha habido ya muchos de ésos.
Luego tampoco sabéis vosotros que la
raza mejor y la más bella entre los humanos ha nacido en vuestro
país, ni sabéis que vosotros y toda vuestra ciudad descendéis de
esos hombres, por haberse conservado un reducido número de ellos
como semilla. Lo ignoráis porque, durante numerosas generaciones,
han muerto los supervivientes sin haber sido capaces de expresarse
por escrito. Sí, Solón; hubo un tiempo, antes de la mayor de las
destrucciones de las aguas, en que la ciudad que hoy en día es la de
los atenienses era entre todas la mejor en la guerra y de manera
especial la más civilizada en todos los aspectos. Se cuenta que en
ella se llevaron a cabo las más bellas hazañas; allí hubo las más
bellas realizaciones políticas de entre todas aquellas de que oímos
hablar bajo el cielo.”
Habiendo oído esto, Solón dijo que se quedaba sorprendido y, lleno
de curiosidad, rogó a los sacerdotes le contaran exactamente y por
orden toda la historia de sus conciudadanos de otros tiempos.
El sacerdote respondió: “No voy a emplear ninguna clase de
reticencia, sino que en tu gracia, ¡oh Solón!, en la de vuestra
ciudad y más aún en gracia de la diosa que ha protegido, educado e
instruido vuestra ciudad y la nuestra, os la voy a contar. De
nuestras dos ciudades es más antigua la vuestra en mil años, ya que
ella recibió vuestra semilla de Gaia y Hefesto. Esta nuestra es más
reciente. Ahora bien: desde que ese país se civilizó han
transcurrido, según dicen nuestros escritos sagrados, ocho mil años.
Así pues, os voy a descubrir las leyes de vuestros conciudadanos de
hace nueve mil años, y de entre sus hechos meritorios os voy a
contar el más bello que ellos llevaron a cabo.
Para atender al
exacto detalle de todo, lo recorreremos seguidamente otra vez,
cuando tengamos tiempo disponible para ello, tomando los mismos
textos. Ahora bien, comparad en principio vuestras leyes a las de
esta ciudad. Numerosas muestras de las que entonces existían entre
vosotros las hallaréis aquí aún hoy en día... Numerosas y grandes
fueron vuestras hazañas y las de vuestra ciudad: aquí están escritas
y causan admiración. Pero, sobre todo, hay uno que aventaja a los
otros en grandiosidad y heroísmo. En efecto, nuestros escritos
cuentan de qué manera vuestra ciudad aniquiló, hace ya tiempo, un
poder insolente que invadía a la vez toda Europa y toda Asia y se
lanzaba sobre ellas al fondo del mar Atlántico.
“En aquel tiempo, en efecto, era posible atravesar este mar. Había
una isla delante de este lugar que
llamáis vosotros las Columnas de Hércules. Esta isla era mayor que
la Libia y el Asia unidas. Y los
viajeros de aquellos tiempos podían pasar de esta isla a las demás
islas y desde estas islas podían ganar
todo el continente, en la costa opuesta de este mar que merecía
realmente su nombre. Pues, en uno de
los lados, dentro de este estrecho de que hablamos, parece que no
había más que un puerto de boca
muy cerrada y que, del otro lado, hacia afuera, existe un verdadero
mar y la tierra que lo rodea, a la que
se puede llamar realmente un continente, en el sentido propio del
término.
Ahora bien: en esta isla
Atlántida, unos reyes habían formado un imperio grande y maravilloso.
Este imperio era señor de la isla
entera y también de otras muchas islas y partes del continente. Por
lo demás, en la parte vecina a
nosotros, poseía la Libia hasta el Egipto y la Europa hasta la
Tirrenia. Ahora bien, esa potencia,
concentrando una vez más todas sus fuerzas, intentó, en una sola
expedición, sojuzgar vuestro país y el
nuestro, y todos los que se hallan a esta parte de acá del estrecho.
Fue entonces, ¡oh Solón cuando la
fuerza de vuestra ciudad hizo brillar a los ojos de todos su
heroísmo y su energía. Ella, en efecto,
aventajó a todas las demás por su fortaleza de alma y por su
espíritu militar.
Primero a la cabeza de
todos los helenos, sola luego por necesidad, abandonada por los
demás, al borde de los peligros
máximos, venció a los invasores, se alzó con la victoria, preservó
de la esclavitud a los que nunca habían
sido esclavos, y sin rencores de ninguna clase, liberó a todos los
demás pueblos y a nosotros mismos que
habitamos el interior de las Columnas de Hércules. Pero, en el
tiempo subsiguiente, hubo terribles
temblores de tierra y cataclismos. Durante un día y una noche
horribles, todo vuestro ejército fue tragado
de golpe por la tierra, y asimismo la isla Atlántida se abismó en el
mar y desapareció. He aquí por qué
todavía hoy ese mar de allí es difícil e inexplorable, debido a sus
fondos limosos y muy bajos que la isla,
al hundirse, ha dejado.”
He aquí algunos párrafos del segundo diálogo, relativo a la
Atlántida y llamado Critias
o La Atlántida.
...Ante todo, recordemos lo esencial. Han transcurrido en total
nueve mil años desde que estalló la guerra, según se dice, entre los
pueblos que habitaban más allá de las Columnas de Hércules y los que
habitaban al interior de las mismas. Esta guerra es lo que hemos de
referir ahora desde su comienzo a su fin. De la parte de acá, como
hemos dicho, esta ciudad era la que tenía la hegemonía y ella fue
quien sostuvo la guerra desde su comienzo a su terminación. Por la
otra parte, el mando de la guerra estaba en manos de los reyes de la
Atlántida.
Esta isla, como hemos ya dicho, era entonces mayor que la
Libia y el Asia juntas. Hoy en día, sumergida ya por los temblores
de tierra, no queda de ella más que un fondo limoso infranqueable,
difícil obstáculo para los navegantes que hacen sus singladuras
desde aquí hacia el gran mar. Los numerosos pueblos bárbaros, así
como las poblaciones helenas existentes entonces, irán apareciendo
sucesivamente a medida que se irá desarrollando el hilo de mi
exposición y se los irá encontrando por su orden. Pero los
atenienses de entonces y los enemigos a quienes ellos combatieron es
menester que os los presente al comienzo ya y que os dé a conocer
cuáles eran las fuerzas y la organización política de los unos y los
otros. Y de entre esos dos pueblos hemos de esforzarnos primero por
hablar del de la parte de acá.
Mapa de la Atlántida sugerido por P. Kampanakis, investigador y
escritor griego, que acepta la tradición platónica sobre la
isla-continente. España aparece en el extremo superior derecho.
Europa habría estado unida al África, y el desierto del Sahara está
representado en forma de mar, unido al verdadero océano.
...Hubo diluvios numerosos y terribles en el transcurso de esos
nueve mil años —tal es, en efecto, el intervalo de tiempo que separa
la época contemporánea de aquellos tiempos—. En el transcurso de un
período tan largo y en medio de esos accidentes, la tierra que se
deslizaba desde los lugares elevados no dejaba, como en otras partes,
sedimentos notables, sino que rodando siempre, acababa de
desaparecer en el abismo. Y tal como podemos advertir en las
pequeñas islas, nuestra tierra ha venido a ser, en comparación con
la que fuera entonces, como el esqueleto de un cuerpo descarnado por
la enfermedad.
...Los manuscritos mismos de Solón estaban en casa de mi abuelo;
actualmente se hallan todavía en mi casa, y yo los he estudiado
mucho en mi juventud.
...He aquí ahora cuál era aproximadamente el comienzo de este largo
relato.
Según se ha dicho ya anteriormente, al hablar de cómo los dioses
habían recurrido a echar a suertes
la tierra entre ellos, ellos dividieron toda la tierra en partes,
mayores en unas partes, menores en otras. Y
ellos instituyeron allí, en su propio honor, cultos y sacrificios.
Según esto, Poseidón, habiendo recibido
como heredad la isla Atlántida, instaló en cierto lugar de dicha
isla los hijos que había engendrado él de
una mujer mortal. Cerca del mar, pero a la altura del centro de toda
la isla, había una llanura, la más
bella según se dice de todas las llanuras y la más fértil. Y cercana
a la llanura, distante de su centro como
una cincuentena de estadios, había una montaña que tenía en todas
sus partes una altura mediana. En
esta montaña habitaba entonces un hombre de los que en aquel país
habían nacido originariamente de la
tierra. Se llamaba Evenor y vivía con una mujer, Leucippa.
Tuvieron
una hija única, Clito. La muchacha
tenía ya la edad núbil cuando murieron sus padres. Poseidón la deseó
y se unió a ella. Entonces el dios
fortificó y aisló circularmente la altura en que ella vivía. Con
este fin, hizo recintos de mar y de tierra,
grandes y pequeños, unos en torno a los otros. Hizo dos de tierra,
tres de mar y por así decir, los
redondeó, comenzando por el centro de la isla, del que esos recintos
distaban en todas partes una
distancia igual. De esta manera resultaban infranqueables para los
hombres, pues en aquel entonces no
había aún navíos ni se conocía la navegación. El mismo Poseidón
embelleció la isla central, cosa que no le
costó nada, siendo como era dios. Hizo brotar de bajo tierra dos
fuentes de agua, una caliente y otra fría,
e hizo nacer sobre la tierra plantas nutritivas de toda clase en
cantidad suficiente.
Allí engendró y educó él cinco generaciones de hijos varones y
mellizos. Dividió toda la isla Atlántida en diez partes. Al
primogénito de los dos más viejos le asignó la morada de su madre y
la parcela de tierra de su contorno, que era la más extensa y la
mejor. Lo estableció en calidad de rey sobre todos los demás. A
éstos los hizo príncipes vasallos de aquél y a cada uno de ellos le
dio autoridad sobre un gran número de hombres y sobre un extenso
territorio. Les impuso nombres a todos; el más viejo, el rey,
recibió el nombre que sirvió para designar la isla entera y el mar
llamado Atlántico, ya que el nombre del primer rey que reinó
entonces fue Atlas.
Su hermano mellizo, nacido luego de él, obtuvo en heredad la parte
extrema de la isla, por la parte de las Columnas de Hércules, frente
a la región llamada hoy día Gadírica, según este lugar; se llamaba
en griego Eumelos, y en la lengua del país, Gadiros. Y el nombre que
se le dio se convirtió en el nombre del país. Luego, de los que
nacieron en la segunda generación, llamó a uno Amferes y al otro
Evaimon. En la tercera generación el nombre del primogénito fue
Mneseas, y el del segundo fue Autóctono. De los de la cuarta
generación llamó Elasippo al primero y Mestor al segundo. Y en la
quinta, el que nació primero recibió el nombre de Azaes, y el que
nació luego el de Diaprepés.
Todos estos príncipes y sus
descendientes habitaron el país durante numerosas generaciones. Eran
también señores de una gran multitud de otras islas en el mar, y
además, como ya se ha dicho, reinaban también en las regiones
interiores, de la parte de acá de las Columnas de Hércules, hasta
Egipto y Tirrenia. De esta forma nació de Atlas una raza numerosa y
cargada de honores. Siempre era rey el más viejo y él transmitía su
realeza al primogénito de sus lujos. De esta forma conservaron el
poder durante numerosas generaciones.
Habían adquirido riquezas en tal abundancia, que nunca sin duda
antes de ellos ninguna casa real las poseyera semejantes y como
ninguna las poseerá probablemente en el futuro. Ellos disponían de
todo lo que podía proporcionar la misma ciudad y asimismo el resto
del país. Pues si es verdad que les venían de fuera multitud de
recursos a causa de su imperio, la mayor parte de los que son
necesarios para la vida se los proporcionaba la isla misma. En
primer lugar, todos los metales duros o maleables que se pueden
extraer de las minas.
Primero, aquel del que tan sólo conocemos el
nombre, pero del que entonces existía, además del nombre, la
sustancia misma, el oricalco. Era extraído de la tierra en diversos
lugares de la isla; era, luego del oro, el más precioso de los
metales que existían en aquel tiempo. Análogamente, todo lo que el
bosque puede dar en materiales adecuados para el trabajo de
carpinteros y ebanistas, la isla lo proveía con prodigalidad.
Asimismo, ella nutría con abundancia todos los animales domésticos o
salvajes. Incluso la especie misma de los elefantes se hallaba allí
ampliamente representada. En efecto, no solamente abundaba el pasto
para todas las demás especies, las que viven en los lagos, los
pantanos y los ríos, las que pacen en las montañas y en las llanuras,
sino que rebosaba alimentos para todas, incluso para el elefante, el
mayor y el más voraz de los animales.
Por lo demás, todas las
esencias aromáticas que aún ahora nutre el suelo en cualquier lugar,
raíces, brotes y maderas de los árboles, resinas que destilan de las
flores o los frutos, las producía entonces la tierra y las hacía
prosperar. Daba también los frutos cultivados y las semillas que han
sido hechas para alimentarnos y de las que nosotros sacamos las
harinas —sus diversas variedades las llamamos nosotros cereales—.
Ella producía ese fruto leñoso que nos provee a la vez de bebidas,
de alimentos y de perfumes, ese fruto escamoso y de difícil
conservación, hecho para instruirnos y para entretenernos, el que
nosotros ofrecemos, luego de la comida de la tarde, para disipar la
pesadez del estómago y solazar al invitado cansado. Sí, todos esos
frutos, la isla, que estaba entonces iluminada por el sol, los daba
vigorosos, soberbios, magníficos, en cantidades inagotables.
Así, pues, recogiendo en su suelo todas estas riquezas, los
habitantes de la Atlántida construyeron los templos, los palacios de
los reyes, los puertos, los arsenales, y embellecieron así todo el
resto del país en el orden siguiente.
Sobre los brazos circulares de mar que rodeaban la antigua ciudad
materna construyeron al comienzo puentes y abrieron así un camino
hacia el exterior y hacia la morada real. Este palacio de los reyes
lo habían levantado desde el comienzo en la misma morada del dios y
sus antepasados. Cada soberano recibía el palacio de su antecesor y
embellecía a su vez lo que éste había embellecido. Procuraba siempre
sobrepasarle en la medida en que podía, hasta el punto de que quien
veía el palacio quedaba sobrecogido de sorpresa ante la grandeza y
la belleza de la obra.
Comenzando por el mar, hicieron un canal de tres
plethros de ancho,
cien de profundidad y cincuenta estadios de longitud, y lo hicieron
llegar hasta el brazo de mar circular más exterior de todos. De esta
manera dispusieron una entrada a los navíos venidos de alta mar,
como si fuera un puerto. Practicaron en ella una bocana suficiente
para que los mayores navíos pudieran también entrar en el canal.
Luego, también en los recintos de tierra que separaban los círculos
de agua abrieron pasadizos a la altura de los puentes, de tal tipo
que sólo pudiera pasar de un círculo a otro un sólo trirreme, y
techaron estos pasadizos, de manera que la navegación era
subterránea, pues los parapetos de los círculos de tierra se
elevaban suficientemente por encima del mar.
El mayor de los recintos de agua, aquel en que penetraba el mar,
tenía tres estadios de ancho, y el
recinto de tierra que le seguía tenía una anchura igual. En el
segundo círculo, la cinta de agua tenía dos
estadios de ancho y la de tierra tenía aún una anchura igual a ésta.
Pero la cinta de agua que rodeaba
inmediatamente a la isla central no tenía más que un estadio de
anchura. La isla, en la que se hallaba el
palacio de los reyes, tenía un diámetro de cinco estadios. Ahora
bien, la isla, los recintos y el puente -que
tenía una anchura de un plethro— los rodearon totalmente con un muro
circular de piedra. Pusieron torres y puertas sobre los puentes, en
todos los lugares por donde pasaba el mar. Sacaron la piedra
necesaria de debajo la periferia de la isla central y de debajo de
los recintos, tanto al exterior como al interior.
Había piedra
blanca, negra y roja. Y al mismo tiempo que extraían la piedra,
vaciaron dentro de la isla dos dársenas para navíos, con la misma
roca como techumbre. Entre las construcciones, unas eran enteramente
simples, en otras entremezclaron las diversas clases de piedra y
variaron los colores para agradar a la vista, y les dieron así una
apariencia naturalmente atractiva. El muro que rodeaba el recinto
más exterior lo revistieron de cobre en todo su perímetro circular,
como si hubiera sido untado con alguna pintura. Recubrieron de
estaño fundido el recinto interior, y el que rodeaba a la misma
Acrópolis lo cubrieron de oricalco, que tenía reflejos de fuego.
El palacio real, situado dentro de la Acrópolis, tenía la
disposición siguiente. En medio de la Acrópolis se levantaba el
templo consagrado en este mismo sitio a Clito y Poseidón. Estaba
prohibido el acceso a él y estaba rodeado de una cerca de oro. Allí
era donde Poseidón y Clito, al comienzo, habían concebido y dado a
luz la raza de los diez jefes de las dinastías reales. Allí se
acudía, cada año, desde las diez provincias del país, a ofrecer a
cada uno de los dioses los sacrificios propios de la estación.
El santuario mismo de Poseidón tenía un estadio de longitud, tres
plethros de ancho y una altura proporcionada. Su apariencia tenía
algo de bárbaro. Ellos habían revestido de plata todo el exterior
del santuario, excepto las aristas de la viga maestra: estas aristas
eran de oro. En el interior estaba todo cubierto de marfil y
adornado en todas partes de oro, plata y oricalco. Todo lo demás,
los muros, las columnas y el pavimento, lo adornaron con oricalco.
Colocaron allí estatuas de oro, el dios en pie sobre su carro
enganchado a seis caballos alados, y era tan grande que la punta de
su cabeza tocaba el techo. En círculo, en torno a él, cien Nereidas
sobre delfines —ése era el número de las Nereidas, según se creía
entonces—. También había en el interior gran número de estatuas
ofrecidas por particulares.
En torno al santuario, por la parte
exterior, se levantaban, en oro, las efigies de todas las mujeres de
los diez reyes y de todos los descendientes que habían engendrado, y
asimismo otras numerosas estatuas votivas de reyes y particulares,
originarias de la misma ciudad o de los países de fuera sobre los
que ella extendía su soberanía. Por sus dimensiones y por su trabajo,
el altar estaba a la altura de este esplendor, y el palacio real no
desdecía de la grandeza del imperio y de la riqueza del ornato del
santuario.
Por lo que respecta a las fuentes, la de agua fría y la de agua
caliente, las dos de una abundancia generosa y maravillosamente
adecuadas al uso por lo agradable y por las virtudes de sus aguas,
las utilizaban, disponiendo en torno a ellas construcciones y
plantaciones adecuadas a la naturaleza misma de las aguas. En todo
su derredor instalaron estanques o piscinas, unos al aire libre y
otros cubiertos, destinados éstos a los baños calientes en invierno;
existían separadamente los baños reales y los de los particulares,
otros para las mujeres, para los caballos y las demás bestias de
carga, y cada uno poseía una decoración adecuada. El agua que
procedía de aquí la condujeron al bosque sagrado de Poseidón.
Este
bosque, gracias a la calidad de la tierra, tenía árboles de todas
las especies, de una belleza y una altura divinas. Desde ahí
hicieron derivar el agua hacia los recintos de mar exteriores, por
medio de canalizaciones instaladas siguiendo lo largo de los puentes.
Por esta parte se habían edificado numerosos templos dedicados a
muchos dioses, gran número de jardines y gran número de gimnasios
para los hombres y de picaderos para los caballos. Estos últimos se
habían construido aparte en las islas anulares, formadas por cada
uno de los recintos. Además, hacia el centro de la isla mayor habían
reservado un picadero para las carreras de caballos; tenía un
estadio de ancho y suficiente longitud para permitir a los caballos
que, en la carrera, recorrieran el circuito completo del recinto.
En
todo el perímetro, de un extremo al otro, había cuarteles para casi
todo el efectivo de la guardia del príncipe. Los cuerpos de tropa
más seguros estaban acuartelados en el recinto más pequeño, el más
próximo a la Acrópolis. Y aún para los que se señalaban entre todos
por su fidelidad, se les habían dispuesto alojamientos en el
interior mismo de la Acrópolis, cerca del palacio real. Los
arsenales estaban llenos de trirremes y poseían todos los aparejos
necesarios para armarlos; todo estaba estibado en un orden perfecto.
Así estaba todo dispuesto en torno a la morada real.
Al atravesar los puertos exteriores, en número de tres, había una
muralla circular que comenzaba en el mar y distaba constantemente
cincuenta estadios del recinto más extenso. Esta muralla acababa por
cerrarse sobre sí misma en la garganta del canal que se abría por el
lado del mar. Estaba totalmente cubierta de casas en gran número y
apretadas unas contra otras. El canal y el puerto principal
rebosaban de barcos y mercaderes venidos de todas partes. La
muchedumbre producía allí, de día y de noche, un continuo alboroto
de voces, un tumulto incesante y diverso.
Sobre la ciudad y sobre la antigua morada de los reyes, lo que
acabamos de contar es prácticamente
todo lo que la tradición nos conserva. Vamos a intentar ahora
recordar cuál era la disposición del resto
del país y de qué manera estaba organizado. En primer lugar, todo el
territorio estaba levantado según
se dice, y se erguía junto al mar cortado a pico. Pero, en cambio,
todo el terreno en torno a la ciudad era
llano. Esta llanura rodeaba la ciudad y ella misma a su vez estaba
cercada de montañas que se
prolongaban hasta el mar. Era plana, de nivel uniforme, oblonga en
su conjunto; medía, desde el mar
que se hallaba abajo, tres mil estadios en los lados y dos mil en el
centro.
Esta región, en toda la isla,
estaba orientada de cara al Sur, al abrigo de los vientos del Norte.
Muy alabadas eran las montañas que
la cercaban, las cuales en número, en grandeza y en belleza
aventajaban a todas las que existen
actualmente. En estas montañas había numerosas villas muy pobladas,
ríos, lagos, praderas capaces de
alimentar a gran número de animales salvajes o domésticos, bosques
en tal cantidad y sustancias tan
diversas que proporcionaban abundantemente materiales propios para
todos los trabajos posibles.
Ahora bien, esta llanura, por acción conjunta y simultánea de la
Naturaleza y de las obras que realizaran en ella muchos-reyes,
durante un período muy largo, había sido dispuesta de la manera
siguiente. He dicho ya que tenía la forma de un cuadrilátero, de
lados casi rectilíneos y alargado. En los puntos en que los lados se
apartaban de la línea recta se había corregido esta irregularidad
cavando el foso continuo que rodeaba a la llanura. En cuanto a la
profundidad, anchura y desarrollo de este foso, resulta difícil de
creer lo que se dice y que una obra hecha por manos de hombres haya
podido tener, comparada con otros trabajos del mismo tipo, las
dimensiones de aquélla. No obstante, hemos de repetir lo que hemos
oído contar.
El foso fue excavado a un plethro de profundidad: su
anchura era en todas partes de un estadio, y puesto que había sido
excavado en torno a toda la llanura, su longitud era de diez mil
estadios. Recibía las corrientes de agua que descendían de las
montañas, daba la vuelta a la llanura, volvía por una y otra parte a
la ciudad y allí iba a vaciarse al mar. Desde la parte alta de este
foso, unos canales rectilíneos, de una longitud aproximada de cien
pies, cortados en la llanura, iban luego a unirse al foso, cerca ya
del mar.
Cada uno de ellos distaba de los otros cien estadios. Para
el acarreo a la ciudad de la madera de las montañas y para
transportar por barca los demás productos de la tierra, se habían
excavado, a partir de esos canales, otras derivaciones navegables,
en direcciones oblicuas entre sí y respecto de la ciudad. Hay que
hacer notar que los habitantes cosechaban dos veces al año los
productos de la tierra; en invierno utilizaban las aguas del cielo;
en verano, las que daba la tierra dirigiendo sus corrientes fuera de
los canales.
Respecto de los hombres de la llanura buenos para la guerra y sobre
el número en que se tenían éstos, hay que decir esto: se había
determinado que cada distrito proporcionaría un jefe de destacamento.
El tamaño del distrito era de diez estadios por diez, y en total
había seis miríadas de ellos. En cuanto a los habitantes de las
montañas y del resto del país, sumaban, según se decía, un número
inmenso, y todos, según los emplazamientos y los poblados, habían
sido repartidos entre los distritos y puestos bajo el mando de sus
jefes.
Estaba mandado que cada jefe de destacamento proporcionaría para la
guerra una sexta parte de carros de combate, hasta reunir diez mil
carros, dos caballos y sus caballeros, además de un tiro de dos
caballos, sin carro, junto con un combatiente llevado, armado de un
pequeño escudo, y el combatiente montado encargado de gobernar a los
dos caballos, dos hoplitas, dos arqueros, dos honderos, tres
infantes ligeros armados de ballestas, otros tres armados de dardos
y, finalmente, cuatro marinos para formar en total la dotación de
mil doscientos navíos. Esa era la organización militar de la ciudad
real. En cuanto a las otras nueve provincias, cada una tenía su
propia organización militar y sería necesario un tiempo demasiado
largo para explicarlas.
En cuanto a la autoridad y los cargos públicos, se organizaron desde
el comienzo de la siguiente manera. De los diez reyes, cada uno
ejercía el poder en la parte que le tocaba por herencia, y dentro de
su ciudad, gobernaba a los ciudadanos, hacía la mayoría de las leyes
y podía castigar y condenar a muerte a quien quería. Pero la
autoridad de unos reyes sobre los otros y sus mutuas relaciones
estaban reguladas según los decretos de Poseidón. La tradición se
los imponía, así como una inscripción grabada por los primeros reyes
sobre una columna de oricalco, que se hallaba en el centro de la
isla, en el templo de Poseidón.
Allí se reunían los reyes periódicamente, unas veces cada cinco años,
otras veces cada seis, haciendo alternar regularmente los años pares
y los años impares. En estas reuniones deliberaban sobre los
negocios comunes y decidían si alguno de ellos había cometido alguna
infracción de sus deberes y lo juzgaban. Cuando habían de aplicar la
justicia, primero se juraban fidelidad mutua de la manera que sigue.
Se soltaban toros en el recinto sagrado de Poseidón.
Los diez reyes, dejados a solas, luego de haber rogado al dios que
les hiciera capturar la víctima que le habla de ser agradable, se
ponían a cazar, sin armas de hierro, solamente con venablos de
madera y con cuerdas. Al toro que cogían lo llevaban a la columna y
lo degollaban en su vértice, como estaba prescrito. Sobre la columna,
además de las leyes, estaba grabado el texto de un juramento que
profería los peores y más terribles anatemas contra el que lo
violara. Así, pues, luego de haber realizado el sacrificio de
conformidad con sus leyes y de haber consagrado todas las partes del
toro, llenaban de sangre una crátera y rociaban con un cuajaron de
esta sangre a cada uno de ellos.
El resto lo echaban al fuego, luego
de haber hecho purificaciones en torno a toda la columna.
Inmediatamente, sacando sangre de la crátera con copas de oro, y
derramándola en el fuego, juraban juzgar de conformidad con las
leyes escritas en la columna, de castigar a quien las hubiera
violado anteriormente, de no quebrantar en el futuro conscientemente
ninguna de las fórmulas de la inscripción y de no mandar ni obedecer
más que de acuerdo con las leyes de su padre. Todos tomaban este
compromiso para sí y para toda su descendencia. Luego cada uno bebía
la sangre y depositaba la copa, como un exvoto, en el santuario del
dios. Después de lo cual cenaban y se entregaban a otras ocupaciones
necesarias.
Cuando llegaba la oscuridad y se había ya enfriado el
fuego de los sacrificios, se vestían todos con unas túnicas muy
bellas de azul oscuro y se sentaban en tierra, en las cenizas de su
sacrificio sagrado. Entonces, por la noche, luego de haber apagado
todas las luces en torno al santuario, juzgaban y eran juzgados, si
alguno de entre ellos acusaba a otro de haber delinquido en algo.
Hecha justicia, grababan las sentencias, al llegar el día, sobre una
tablilla de oro, que ellos consagraban como recuerdo, lo mismo que
sus ropas.
Por lo demás, había otras muchas leyes especiales sobre las
atribuciones propias de cada uno de los
reyes. Las más notables eran: no tomar las armas unos contra otros;
socorrerse todos entre sí, si uno de
ellos había intentado expulsar en una ciudad cualquiera una de las
razas reales; deliberar en común como sus antepasados; cambiar sus
consejos en cuestiones de guerra y otros negocios, orientándose
mutuamente, dejando siempre la hegemonía de la raza de Atlas. Un rey
no podía dar muerte a ninguno de los de su raza, si éste no era el
parecer de más de la mitad de los diez reyes. Ahora bien: el poder
que existía entonces en aquel país, con su inmensa calidad y su
grandeza, el dios lo dirigió contra nuestras regiones, por lo que se
cuenta, y por alguna razón del tipo de la que vamos a dar aquí.
Durante numerosas generaciones y en la medida en que estuvo sobre
ellos la naturaleza del dios dominándolo todo, los reyes atendieron
a las leyes y permanecieron ligados al principio divino, con el que
estaban emparentados. Sus pensamientos eran verdaderos y grandes en
todo, ellos hacían uso de la bondad y también del juicio y sensatez
en los acontecimientos que se presentaban y eso unos respecto de
otros. Por eso, despegados de todo aquello que no fuera la virtud,
hacían ellos poco caso de sus bienes, llevaban como una carga el
peso de su oro y de sus demás riquezas, sin dejarse embriagar por el
exceso de su fortuna, no perdían el dominio de sí mismos y caminaban
con rectitud.
Con una clarividencia aguda y lúcida, veían ellos que
todas esas ventajas se ven aumentadas con el mutuo afecto unido a la
virtud y que, por el contrario, el afán excesivo de estos bienes y
la estima que se tiene de ellos hacen perder esos mismos bienes, y
que la virtud muere asimismo con ellos. De acuerdo con estos
razonamientos y gracias a la constante presencia entre ellos del
principio divino, no dejaban de aumentar en provecho de ellos todos
estos bienes que hemos ya enumerado. Pero cuando comenzó a disminuir
en ellos ese principio divino, .como consecuencia del cruce repetido
con numerosos elementos mortales, es decir, cuando comenzó a dominar
en ellos el carácter humano, entonces, in capaces ya de soportar su
prosperidad presente, cayeron en la indecencia.
Se mostraron
repugnantes a los hombres clarividentes, porque habían dejado perder
los más bellos de entre los bienes más estimables. Por el contrario,
para quien no es capaz de discernir bien qué clase de vida
contribuye verdaderamente a la felicidad, fue entonces precisamente
cuando parecieron ser realmente bellos y dichosos, poseídos como
estaban de una avidez injusta y de un poder sin límites. Y el dios
de los dioses, Zeus, que reina con las leyes y que, ciertamente,
tenía poder para conocer todos estos hechos, comprendió qué
disposiciones y actitudes despreciables tomaba esa raza, que había
tenido un carácter primitivo tan excelente. Y quiso aplicar un
castigo, para hacerles reflexionar y llevarlos a una mayor
moderación.
Con este fin, reunió él a todos los dioses en su mansión
más noble y bella: ésta se halla situada en el centro del Universo y
puede ver desde lo alto todo aquello que participa del devenir. Y
habiéndolos reunido, les dijo...
No existen pruebas de que Platón terminara
el segundo diálogo sobre
la Atlántida ni de que escribiera un tercero, sobre el mismo tema,
puesto que probablemente lo habría anunciado, y si lo escribió, se
ha perdido. El poema Atlantikos, atribuido a Solón, ha desaparecido
también, en el discurrir de los siglos.
La versión platónica recibió pláceres y críticas desde el mismo
momento en que la escribió. Algunos estudiosos sostienen que después
de la visita de Solón, el propio Platón viajó a Egipto y corroboró
personalmente la información, lo mismo que Krantor, uno de sus
discípulos. Afirman también que todos ellos pudieron “ver la prueba”.
En todo caso, esta obra de Platón ha tenido considerable influencia
en el pensamiento del hombre a lo largo de los siglos y la tiene
todavía hoy. Algunos críticos de la teoría de la Atlántida han
sugerido que la isla-continente es recordada gracias, únicamente, a
las referencias de Platón. Sin embargo, considerando el creciente
interés por el tema a lo largo de los siglos, ¿no puede ser que haya
ocurrido exactamente lo contrario, al menos en la concepción
popular?
Aristóteles (384-322 a.C), que fue discípulo de Platón, aparece como
uno de los primeros escépticos frente a la teoría de la Atlántida,
aunque él mismo escribió acerca de una gran isla situada en el
Atlántico, que los cartagineses llamaban Antilia. Krantor (siglo IV
a.C.), seguidor de Platón, escribió que él también había visto las
columnas en las que se conservaba la historia de la Atlántida según
la había relatado Platón. Otros escritores de la Antigüedad
describieron un continente que existía en el Atlántico y al que
algunas veces llamaron Poseidonis, por Poseidón, dios del mar y
señor de la Atlántida.
Plutarco (46-120 d.C.) describió un continente llamado Saturnia y
una isla llamada Olygia, que se hallaban a unos cinco días de
navegación hacia el Occidente de Gran Bretaña. Hornero también
menciona el nombre de Olygia como el de la isla donde habitaba la
ninfa Calipso.
Marcelino (330-395 d.C.), un historiador romano que escribió que la
intelectualidad de
Alejandría consideraba la destrucción de la Atlántida como un hecho
histórico, describió
cierto tipo de terremotos “que, repentinamente, en medio de una
violenta conmoción
abrieron grandes bocas por las que desaparecieron ciertas partes de
la tierra. Así ocurrió
en el océano Atlántico, en la costa europea, donde una gran isla
quedó sumergida ...”
Proclo (410-485 d.C.), miembro de la escuela neo-platónica, afirmaba
que no lejos del oeste de Europa, había algunas islas cuyos
habitantes conservaban todavía el recuerdo de una gran isla que en
una época los dominó y que luego fue tragada por el mar.
Comentando la teoría de Platón escribió:
...Es evidente que una isla tan grande como aquélla existió, según
lo dicho por algunos historiadores acerca del mar exterior. Según
ellos, en dicho mar existían siete islas consagradas a Persépona y
otras tres de gran tamaño, una de las cuales fue consagrada a Pluto,
otra a Amón y otra a Poseidón. Esta última tenía una extensión de
mil estadios. Dicen también que los habitantes de esta isla
consagrada a Poseidón conservan la memoria de sus antecesores y de
la isla atlántica que existió allí y que era realmente maravillosa y
que había dominado durante siglos todas las islas del océano
Atlántico. También fue consagrada a Poseidón...
En La Odisea, Homero (siglo VIII a.C.) pone estas palabras en boca
de la diosa Atenea:
“Nuestro padre, hijo de Cronos, preclaro
gobernante... mi corazón está destrozado por el sabio Odiseo, hombre
desgraciado, que abandonó hace tanto tiempo a sus amigos y que vive
tristemente en una isla situada en el centro mismo del mar. En esta
isla boscosa habita una diosa, hija del habilidoso Atlas, que conoce
la profundidad de cada mar y conserva los altos pilares que separan
el cielo de la tierra...”
La referencia a Atlas y Crónos resulta especialmente interesante, en
relación a la “isla situada en el centro mismo del mar”. Hornero
sigue hablando del barco de Odiseo que alcanzó “el límite del mundo.
Allí se hallan los territorios y la ciudad de los Kimerioi, envuelta
en brumas y nubes...”
En La Odisea, el poeta griego hace referencia a Esqueria, una isla
situada muy lejos, en el océano, donde los feacios,
“viven aparte,
muy lejos, sobre la inconmensurable profundidad y en medio de las
olas —los más remotos entre los hombres...”.
También describe la
ciudad de Alanco, atribuyéndole una profusión de riqueza y
magnificencia que recuerda la descripción platónica de la Atlántida.
Aunque los nombres son distintos, esta poderosa isla de Esqueria es
otro indicio del recuerdo de una isla-continente situada más allá de
las Columnas de Hércules, en el océano occidental.
Puesto que, según Platón, su información básica acerca de la
Atlántida provenía de fuentes egipcias, cabe imaginar que otros
documentos, en forma de papiros, deberían hacer referencia también a
la isla sumergida. En este sentido se han interpretado algunas
alusiones que aparecen en documentos antiguos. Por ejemplo, cuando
se habla del “reino de los dioses”, miles de años antes de las
primeras dinastías egipcias.
Además, el sacerdote e historiador Manetho nos ilustra sobre la
época aproximada en que los egipcios cambiaron su calendario y
coincide con el mismo período en que según Platón se habría
producido el hundimiento de la Atlántida, hace 11.500 años. Se cree
que en el museo de San Petersburgo existían, antes de la revolución
rusa, otros documentos egipcios “perdidos”.
Se dice que existía un documento particularmente misterioso en el
que se relataba una expedición que había enviado un faraón de la
segunda dinastía a investigar lo que había ocurrido con la Atlántida
y a descubrir si quedaban restos de ella. Se afirmaba que había
regresado al cabo de cinco años, sin haber cumplido su misión, cosa
que resulta comprensible. Hay también documentos egipcios que hablan
de invasiones de “pueblos del mar” que llegaron “desde los confines
del mundo”, ilustrados con pinturas murales monumentales que todavía
pueden verse en Medinet-El Fayum.
Aunque la mayoría de los pergaminos egipcios debieron resultar
quemados en la destrucción de la biblioteca de Alejandría, es
posible que existan otros documentos escritos, enterrados en alguna
tumba todavía no descubierta y que se mantengan en buen estado de
conservación, gracias al clima seco que reina en Egipto.
El historiador griego Heródoto (siglo V a.C.) nos ha dejado
referencias diversas respecto a un nombre similar al de Atlántida y
a una ciudad misteriosa situada en el océano Atlántico que algunos
han considerado como una colonia de la Atlántida o incluso como la
Atlántida misma:
“Los primeros griegos que realizaron largos viajes —escribe Heródoto—,
estaban
familiarizados con Iberia (España) y con una ciudad llamada Tartesos,
“... más allá de las
Columnas de Hércules...” a la vuelta de la cual los primeros
comerciantes “obtuvieron un beneficio mayor que el conseguido por
griego alguno antes...”
(Esto último tiene un tono curiosamente
moderno, relacionando los milenios de la remota antigüedad con las
flotas mercantes de Niarcos y Onassis.)
En otro pasaje de sus obras, Heródoto habla de una tribu llamada
Atarantes y también de otra, los Atlantes,
“... que toman su nombre
de una montaña llamada Atlas, muy puntiaguda y redonda, tan
soberbia, además, que, según se dice, la cumbre nunca puede verse,
porque las nubes jamás la abandonan, ni en verano ni en
invierno...”.
Heródoto se sentía interesado tanto en la historia antigua como
contemporánea y creía que el Atlántico había penetrado en la cuenca
mediterránea como consecuencia de un terremoto que había hecho
desaparecer el istmo que era entonces el estrecho de Gibraltar.
Luego de hallar fósiles de conchas marinas en las colinas de Egipto
también especuló acerca de la posibilidad de que parte de la tierra
que en otro tiempo había sido tierra firme hubiera acabado en el mar
y, a la inversa, algunos territorios hubieran emergido de las
profundidades oceánicas.
En Las Guerras del Peloponeso Tucídides (460-400 a.C.), refiriéndose
a los terremotos escribió:
... En Orobiari, Eubea, al retirarse el mar de lo que era entonces
la línea de la costa y levantarse formando una enorme ala, cubrió
una parte de la ciudad y luego se retiró en algunos lugares. Pero en
otros la inundación fue permanente y lo que antes era tierra hoy es
mar. La gente que no pudo escapar a las tierras altas, pereció. En
los alrededores de Atalante, una isla de la costa de Opuntian Locri,
se produjo una inundación similar...
El historiador griego Timágenes, (siglo I a.C.) comentando acerca de
los pobladores de la antigua Galia, pensaba que provenían de una
tierra remota en el medio del océano.
Un manuscrito llamado Acerca del Mundo, atribuido a Aristóteles, nos
da la siguiente evidencia de que entonces se creía en la existencia
de otros continentes:
...Pero hay probablemente muchos otros continentes, que están
separados del nuestro por el mar, el cual debemos cruzar para llegar
hasta ellos. Algunos son grandes y otros más pequeños, pero todos
nos resultan invisibles, salvo el nuestro. Porque todas las islas se
relacionan con nuestro mar, de la misma forma en que el mundo
habitado tiene relación con el Atlántico y muchos otros continentes
con el océano todo, porque son islas rodeadas por el mar...
El siguiente escrito de Apolodoro (siglo II a.C.), en
La Biblioteca
contiene una desusada referencia a las Pléyades:
...Atlas y Pleyone, hija de Océano, tuvieron 7 hijas llamadas
Pléyades, que nacieron en Arcadia:
Alcione, Celena, Electra, Esterope, Taigeta y Maya..., y Poseidón
tuvo relaciones sexuales con dos de ellas, primero con Celena, que
engendró a Lykos, a quien Poseidón hizo vivir en las islas de Blest,
y luego con Alcione...
Al referirse a las islas de Blest, en el
Atlántico, Plutarco habla de brisas suaves, tenues rocíos y
habitantes “que pueden gozar de todas las cosas sin perturbaciones
ni trabajos”. Las estaciones son “templadas” y las transiciones “tan
moderadas” que se cree firmemente, incluso entre los bárbaros, que
éste es el lugar de los bienaventurados y éstos son los Campos
Elíseos celebrados por Hornero...
Diodoro Siculo (el siciliano, siglo I a.C.) describe con bastante
detalle la guerra entre las Amazonas y un pueblo llamado atlantioi.
En este caso, las Amazonas provenían de una isla de Occidente
llamada Héspera, que sitúa en el pantano de Tritonis “cerca del
océano que rodea la tierra” y de la montaña “llamada Atlas por los
griegos...” Dice además:
“...Se cuenta también la historia de que
el
pantano Tritonis desapareció durante un terremoto, cuando algunas
partes de él que se extendían hacia el océano quedaron divididas en
dos...”
Diodoro cita además el mito de los
atlantioi:
...El reino estaba dividido entre los hijos de Urano, entre los
cuales Atlas y Cronos eran los más renombrados. Atlas recibió las
regiones de la costa del océano y no sólo dio el nombre de atlantioi
a sus pueblos, sino que llamó Atlas a la montaña más grande de la
región. Se dice también que perfeccionó la ciencia de la astrología
y fue el primero en dar a conocer a la Humanidad la doctrina de la
esfera y fue por esta razón por la que se pensó que los cielos todos
se apoyaban en las espaldas de Atlas...
Diodoro habla de las hijas de Atlas y
Apolodoro y dice que,
“...yacieron con los más famosos héroes y dioses y se convirtieron
así en los primeros antepasados de la mayor parte de la raza...
Estas hijas se distinguían también por su castidad y después de su
muerte merecieron honores inmortales entre los hombres, quienes les
dieron un trono en los cielos y las llamaron Pléyades...”
Además ofrece una amable descripción de la isla atlántica:
...Porque frente a Libia, muy lejos, hay una isla de gran tamaño, y
como se encuentra en el océano, está a una distancia de varios días
de navegación de Libia, hacia Occidente. Su tierra es fértil,
montañosa en gran parte y en otra no pequeña, llana y de gran
belleza.
A través de ella fluyen ríos navegables que son utilizados
para la irrigación y encierra muchos lugares plantados con árboles
de todas las variedades e innumerables jardines atravesados por
arroyos de agua dulce; hay en ella también villas privadas muy
costosas y en medio de los jardines, rodeadas de flores, se han
construido casas de banquetes en las que los habitantes pasan el
tiempo de verano...
Hay también excelente caza, de toda clase de
animales y bestias salvajes... Y hablando en términos generales, el
clima de la isla es tan suave que produce en abundancia frutos de
los árboles y otros propios de las distintas estaciones del año, de
manera que parecería que la isla, debido a su felicidad excepcional,
es residencia de dioses y no de hombres...
Teopompo (siglo IV a.C.) relata una conversación entre el rey Midas
y un hombre llamado Sueños, en que se describe un gran continente
poblado por tribus guerreras, una de las cuales había intentado
conquistar el “mundo civilizado”.
(El valor comparativo de esta
fuente disminuye un tanto por el hecho de que Silenos era un sátiro
a quien el rey Midas capturó, emborrachándolo con vino griego.)
Tertuliano (160-240 d.C.) se refiere al hundimiento de la Atlántida
al discutir los cambios ocurridos en la Tierra,
“... que, incluso
ahora, ...está sufriendo transformaciones locales, ...cuando entre
sus islas no está ya Délos ...Samos es un montón de arena,
...cuando, en el Atlántico, se busca en vano la isla que era igual
en tamaño a Libia o Asia, cuando ...el costado de Italia, cortado en
medio por el choque estremecedor de los mares Asiático y Tirreno,
deja a Sicilia como sus reliquias...”
La referencia a la apertura de los estrechos de Sicilia es comentada
también por Filón el Judío (20 a.C.-40 d.C.) quien escribe:
Considérese cuántos territorios del continente han sido cubiertos
por las aguas, no sólo los que se hallaban cerca de la costa, sino
también los que se encontraban en el interior, y piénsese en la gran
porción que se ha convertido en mar y ahora es surcada por
innumerables barcos. ¿Quién no conoce el más sagrado estrecho
siciliano, que en épocas antiguas unía Sicilia al continente de
Italia?
Luego cita tres ciudades griegas que yacen en el fondo del mar:
Aigara, Boura y Helike (Helike es ahora buscada mediante modernos
métodos arqueológicos cerca de la actual ciudad de Corinto) y
concluye con una referencia a,
“la isla de Atlantes que, como decía
Platón... fue lanzada al fondo del mar en un día y una noche, como
consecuencia de un terremoto y una inundación extraordinarios”.
Arnobio el Africano (siglo III d.C.), un miembro de la primitiva
comunidad cristiana, se queja de que ellos eran culpados de todo y
pregunta:
¿Fuimos acaso nosotros culpables de que hace diez mil años escaparan
una gran cantidad de hombres de la isla llamada Atlántida o Neptuno,
como nos dice Platón, y arruinaran y eliminaran a innumerables
tribus?
Aeliano (Claudius Aelianus, siglo III d.C.) un escritor clásico,
hace una alusión muy
desusada a la Atlántida en su obra La Naturaleza de los Animales. Al
hablar de los
“carneros del mar” (que al parecer eran focas) dice que,
“...invernan
en los alrededores del
estrecho que separa Córcega de Cerdeña... el carnero macho tiene
alrededor de la frente
una cinta blanca. Se diría que se asemeja a la diadema de Lisímaco o
Antígono o de algún
otro rey macedonio.
Los habitantes de las costas del océano dicen
que en épocas
anteriores los reyes de la Atlántida, que descendían de Poseidón,
utilizaban en sus
cabezas, como signo de poder, la banda blanca de los carneros
machos, y que sus
esposas, las reinas, utilizaban como signo de poder las bandas
blancas de los carneros
hembras...”
Esta cita de Aeliano, que ha llegado hasta nosotros a través de los
siglos, no como descripción de la Atlántida sino como una nota
casual acerca de los adornos usados en la cabeza por los reyes de
los atlantes, presta cierto crédito a la creencia, generalmente
aceptada en la época clásica, de la existencia de la Atlántida en un
período anterior.
¿Qué puede uno inferir de estas y otras alusiones de los autores
clásicos? Algunas parecen contradictorias entre sí pese a que los
nombres y la forma de escribirlos cambien, parecen existir ciertos
puntos comunes. En el antiguo mundo mediterráneo se creía que
existían tierras firmen o tal vez un continente en el Atlántico, y
se conservaban ciertos recuerdos algo confusos respecto a los
contactos que se habían mantenido con ellos y también sobre las
hostilidades por parte de fuerzas expedicionarias procedentes de
esas tierras. También existía la tradición de que cierto territorio
o territorios se habían hundido en el océano.
Otro cristiano de la Antigüedad, Cosmas Indico-pleustes (siglo VI
d.C.) parece anticipar en varios siglos la pretensión de los rusos
de que “nosotros lo inventamos primero” cuando dice que Platón,
“expresó puntos de vista similares a los nuestros, con ciertas
modificaciones ... Menciona las diez generaciones y también la
tierra sumergida en el océano. Y en una palabra, es evidente que
todos tomaron sus ideas de Moisés y repitieron sus palabras como si
fueran propias...”
Aparentemente, Cosmas pensaba en las referencias bíblicas a las
generaciones anteriores a la gran inundación que destruyó el pueblo
de la tierra debido a su maldad. Pero la referencia bíblica a una
inundación es sólo una pequeña parte de una leyenda común a los
pueblos de todo el mundo, con excepción de la Polinesia.
Desde la óptica de un investigador moderno, entonces, la evidencia
escrita no es concluyente. Pero, ¿acaso alguna vez lo es? Debemos
recordar que los antiguos no escribían para los investigadores
modernos y que, como individuos de una época anterior a los bancos
de datos, los microfilmes e incluso la imprenta, tenían una actitud
completamente diferente acerca de la información y usaban a los
dioses y los mitos como marco de referencia para sus obras.
Las
pruebas acerca de la existencia de la Atlántida hay que buscarlas en
otras fuentes, además de en los comentarios de los escritores de la
Antigüedad.
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