La Atlántida: un recuerdo persistente
La tradición de la gran inundación, tal como aparece en el Génesis,
es común a los babilonios, persas, egipcios, a las ciudades-estado
de Asia Menor, Grecia e Italia y a otras situadas en torno al
Mediterráneo y al Mar Caspio, en el Golfo Pérsico e incluso en la
India y China.
Resulta verosímil que los relatos sobre una gran inundación y sobre
la supervivencia de seres elegidos por Dios o los dioses para
continuar la civilización mediante la construcción de un barco de
salvamento antes de la irrupción de las aguas se difundieran por
Asia a lo largo de las grandes rutas caravaneras. Más difícil
resultaría, sin embargo, explicar la similitud entre las antiguas
leyendas célticas y noruegas. Pero, ¿cómo explicar que los indios
americanos del Nuevo Mundo tengan sus propias leyendas, completas y
análogas, sobre la inundación, en las que se afirma frecuentemente
que su salvación se debió a que llegaron a sus nuevas tierras
navegando desde Oriente?
De ahí que, al estudiar estas leyendas, surge un hecho evidente y
extraordinario:
todas las razas parecen contar la misma historia. Es concebible que
los pueblos
mediterráneos hayan conservado una tradición acerca de un desastre
común, pero ¿cómo
habrían llegado los indios de los continentes americanos a conocerla
y a poseer leyendas
casi idénticas? Por ejemplo, según los antiguos documentos aztecas,
escritos en
jeroglíficos, el Noé de los cataclismos mexicanos fue Coxcox,
también llamado Teocipactli,
o Tezpi. El y su mujer se salvaron en un bote o balsa fabricado con
madera de ciprés.
Se han descubierto pinturas que narran el diluvio
de Coxcox entre los aztecas, miztecas, zapotecas, tlascalanos y
otros pueblos. La tradición de estos últimos muestra coincidencias
todavía más asombrosas con la historia que conocemos a través del
Génesis y de fuentes caldeas. Cuenta cómo Tezpi y su mujer se
embarcaron en un espacioso navio, junto a diversos animales y con un
cargamento de granos cuya conservación era esencial para la
supervivencia de la raza humana. Cuando el gran dios Tezxatlipoca
dispuso el retiro de las aguas, Tezpi mandó un buitre volando desde
la balsa y el ave, que se alimentó de los cadáveres con que estaba
cubierta la tierra, no regresó. Tezpi envió a otros pájaros y el
único que volvió fue el colibrí, que trajo una rama muy frondosa en
su pico.
Viendo entonces que el campo comenzaba a cubrirse de vegetación,
dejó su balsa en la montaña de Col-huacán.
El Popol Vuh es una crónica maya-quiché escrita en jeroglíficos
mayas. El original fue quemado por los españoles en la época de la
conquista, pero luego el texto fue transcrito de memoria al alfabeto
latino. Esta leyenda maya dice:
“Luego las aguas fueron agitadas por
voluntad del Corazón del Cielo (Hurakán) y una gran inundación se
abatió sobre las cabezas de estas criaturas... Quedaron sumergidas,
y desde el cielo cayó una sustancia espesa como resina... la faz de
la Tierra se oscureció y se desencadenó una lluvia torrencial que
siguió cayendo día y noche... Se escuchó un gran ruido sobre sus
cabezas, un estruendo como producido por el fuego. Luego se vio a
hombres que corrían y se empujaban, desesperados, querían trepar
sobre sus casas y las casas caían a tierra dando tumbos, trataban de
subir a las grutas (cavernas) y las grutas se cerraban ante ellos...
Agua y fuego contribuyeron a la ruina universal, en la época del
último gran cataclismo que precedió a la cuarta creación...”
Los primeros exploradores de América del Norte consiguieron
transcribir la siguiente leyenda de las tribus indígenas que vivían
en torno a los grandes lagos:
“En épocas pasadas, el padre de las
tribus indígenas vivía en dirección al sol naciente. Cuando le
advirtieron en un sueño que iba a desencadenarse un diluvio sobre la
tierra, construyó una balsa, en la que se salvó junto a su familia y
todos los animales. Estuvo flotando de esta manera durante varios
meses. Los animales, que en esa época podían hablar, se quejaban
abiertamente y murmuraban contra él. Por fin apareció una nueva
tierra, en la que desembarcó con todos los animales, que desde aquel
momento perdieron el habla, como castigo por sus murmuraciones
contra su salvador”.
George Catlin, uno de los primeros estudiosos de los indios de los
Estados Unidos, cita una leyenda cuyo principal protagonista es
conocido como “el único hombre” que “viajaba” por la aldea, se
detenía frente a cada vivienda y gritaba hasta que el propietario
salía y preguntaba qué ocurría. Entonces, el visitante respondía
relatando “la terrible catástrofe que se había abatido sobre la
Tierra, debido al desbordamiento de las aguas” y decía que era la “
única persona que se había salvado de la calamidad universal”, que
había atracado su gran canoa junto a una gran montaña situada al
Oeste, donde ahora vivía, que había venido para instalar una tienda
a la que cada uno de los dueños de las casas de la tribu debía
llevar una herramienta afilada con el objeto de destruir la tienda,
ofreciéndola como sacrificio a las aguas, ya que con herramientas
afiladas se construyó la gran canoa y si no se hiciera así, habrá
otra inundación y nadie se salvará.
Uno de los mitos de los hopi describe una tierra en la que existían
grandes ciudades y en la que florecían las artes. Pero, cuando las
gentes se corrompieron y se volvieron belicosas, una gran inundación
destruyó el mundo.
“La tierra fue batida por olas más altas que las
montañas, los continentes se partieron y se hundieron bajo los
mares”.
La tradición de los iroqueses sostiene que el mundo fue destruido
una vez por el agua y que solamente se salvaron una familia y dos
animales de cada especie.
Los indios chibchas, de Colombia, conservan una leyenda según la
cual el diluvio fue causado por el dios Chibchacun, a quien Bochica,
el principal dios y maestro civilizador, castigó obligándole a
llevar para siempre la tierra sobre las espaldas. Los chibchas dicen
también que los terremotos se producen cuando Chibchacun pierde el
equilibrio. (En la leyenda griega, Atlas soportaba sobre sus
espaldas el peso del cielo y ocasionalmente también el del mundo.)
En la leyenda chibcha sobre la inundación existe otra notable
analogía con la leyenda griega. Con el fin de liberarse de las aguas
que inundaron la tierra después del diluvio, Bochica abrió un
agujero en la tierra, en Tequendama, algo semejante a lo que ocurrió
con las aguas de la inundación de la leyenda griega, que
desaparecieron por el orificio de Bambice.
Estas leyendas son en general tan similares a las nuestras, que
resulta difícil pensar que eran habituales antes de la llegada del
hombre blanco al Nuevo Mundo. Los invasores españoles del Perú
descubrieron que la mayoría de los habitantes del imperio inca
creían que había habido una gran inundación, en la que perecieron
todos los hombres, con excepción de algunos a quienes el Creador
salvó especialmente para repoblar el mundo.
Una leyenda inca acerca de uno de esos sobrevivientes señala que
conoció la proximidad de la inundación al observar que sus rebaños
de llamas miraban hacia el cielo fijamente y con gran tristeza.
Avisado por estas señales, pudo trepar a una alta montaña, donde él
y su familia se pusieron a salvo de las aguas. Otra leyenda inca
afirma que la duración de las lluvias fue de sesenta días y sesenta
noches, es decir, veinte más que los que se mencionan en la Biblia.
En la costa oriental de Sudamérica, los indios guaraníes conservan
una leyenda que dice que, al comenzar las lluvias que habrían de
cubrir la tierra, Tamenderé permaneció en el valle, en lugar de
subir a la montaña con sus compañeros. Cuando se elevó el nivel de
las aguas, trepó a una palmera y se dedicó a comer fruta mientras
esperaba. Pero las aguas siguieron subiendo, la palmera fue
arrancada de raíz y él y su familia navegaron sobre ella mientras la
tierra, el bosque y finalmente las montañas desaparecían. Dios
detuvo las aguas cuando tocaron el cielo y Tamenderé, que ahora
había flotado hasta la cumbre de una montaña, descendió al escuchar
el ruido de las alas de un pájaro celestial, señal de que las aguas
se estaban retirando y comenzó a repoblar la tierra.
Los Noés del Mediterráneo, de Europa y del Oriente Medio nos son más
conocidos, gracias a documentos escritos. Por ejemplo, Ut-Napshtim,
de Babilonia; Baisbasbate, el sobreviviente de la inundación de que
se habla en el Mahabarata, de la India; Yima, de la leyenda persa, y
Deucalión, de la mitología griega, que repoblaron la tierra
arrojando piedras que se convirtieron en hombres. Aparentemente, no
hubo un solo Noé sino muchos, cada uno de los cuales, según la
tradición, ignoraba la existencia de los otros. En todos estos
casos, la razón por la que se produjo el diluvio es casi siempre la
misma: la Humanidad se tornó malvada y Dios decidió destruirla.
Pero, al mismo tiempo, resolvió que una buena pareja o una familia
volvieran a empezar.
Este recuerdo común acerca del gran diluvio sería sin duda
compartido por los pueblos de ambos lados del Atlántico, si la
Atlántida se hubiese hundido en la catástrofe descrita por Platón.
No sólo habrían crecido las mareas en el mundo entero, sino que las
tierras bajas habrían quedado sumergidas y las tormentas,
tempestades, vientos desatados y terremotos habrían llevado a los
observadores a creer que estaba llegando realmente el fin del mundo.
Y el capítulo séptimo del Génesis ofrece un testimonio
particularmente vivido del fenómeno conjunto del incremento del
nivel del agua y las lluvias:
“El mismo día se rompieron todas las
fuentes de la gran profundidad y se abrieron las ventanas del
cielo...”
Representación azteca de Aztlán, la patria original,
según aparece
dibujada en un manuscrito ilustrado posterior a la conquista.
Estas leyendas compartidas por tantos pueblos, acerca de una gran
inundación podrían aludir al hundimiento de la Atlántida o al
desbordamiento del Mediterráneo, o tal vez a ambos. Sin embargo,
además de esas tradiciones comunes, debemos tener en cuenta la
cuestión del nombre mismo, es decir, los nombres que se atribuyen al
paraíso terrenal o al lugar de origen de la nación o tribu, que
resultan especialmente asombrosos en las tradiciones de los indios
de América del Norte y del Sur, como hemos visto en los casos de
Aztlán y Atlán, Tollán y muy notables al otro lado del Atlántico.
Allí encontramos la similitud de los nombres de las tierras
perdidas, como Avalon, Lyonesse, Ys, Antilla, la isla atlántica de
las siete ciudades y en el antiguo Mediterráneo, Atlántida,
Atalanta, Atarant, Atlas, Auru, Aalu y otras que hemos detallado en
el capítulo I. Todas estas leyendas se refieren a un territorio
hundido bajo el mar.
Reviste gran importancia la consideración de que incluso algunas de
esas razas conservan tradiciones en las que se afirma que son
descendientes de los atlantes o al menos que sus antecesores se
vieron culturalmente influidos por ellos. Esto es así especialmente
en el caso de los vascos del Norte de España y de la Francia
sudoccidental, cuyas lenguas no guardan relación con las demás
lenguas europeas. Los bereberes todavía conservan tradiciones acerca
de un continente situado en Occidente y su lenguaje tiene ciertas
similitudes con el vasco.
En Brasil, Portugal y en parte de España, está muy extendida la
creencia acerca de la existencia de la Atlántida, lo que resulta
lógico cuando uno piensa que, si la islacontinente verdaderamente
existió, la parte occidental de la Península Ibérica fue la zona de
Europa más cercana a ella.
La Atlántida, de Jacinto Verdaguer, publicada en 1878, largo poema
que se ha convertido en uno de los clásicos catalanes, es sólo una
de las numerosas creaciones literarias de autores que se consideran
directa o indirectamente descendientes del continente perdido.
Tiene cierto encanto, por ejemplo, leer en un periódico portugués de
nuestros días que el Jefe del Estado ha hecho una visita a “os
vestigios da Atlántida” (los vestigios de la Atlántida). Con ello se
alude, naturalmente, a las islas Azores. En las Azores existen
tradiciones acerca de la isla-continente, pero, sin duda, fueron
transmitidas por los portugueses, que encontraron las Azores
deshabitadas. Los habitantes de las islas Canarias eran una raza
blanca primitiva, como señalaron los primeros exploradores españoles
—que conocían la escritura— y que contaban con tradiciones que les
señalaban como sobrevivientes de un imperio isleño anterior. Su
supervivencia concluyó con su redescubrimiento, ya que fueron
exterminados en una serie de guerras con los invasores españoles. A
consecuencia de ello se ha perdido lo que podría haber sido un
fascinante y tal vez único vínculo directo entre la Atlántida y
nuestra época.
Los pueblos celtas del oeste de Francia, Irlanda y Gales guardan
recuerdos de antiguos
contactos con las gentes de las tierras del mar. En Bretaña existen
muy antiguas
“avenidas” de menhires, colosales piedras verticales que descienden
hasta el borde del Atlántico y continúan bajo el mar. Si bien ni
siquiera los más entusiastas “atlantólogos” han sugerido que estos
“caminos” submarinos pueden conducir a la Atlántida, lo más probable
es que realmente llevasen a los campamentos galos cercanos a la
costa y que ahora están sumergidos, ya que la costa francesa ha
retrocedido considerablemente desde que fue colonizada. Sin embargo,
en un sentido espiritual, podríamos tener razón al considerar que
esos caminos llevan, efectivamente, a la Atlántida, ya que señalan
una dirección que nos conduce a un lugar que existe en el recuerdo y
llaman nuestra atención sobre los territorios perdidos bajo el mar.
Si existió la Atlántida, y si su civilización fue realmente
destruida, ¿por qué no se organizaron operaciones de búsqueda más
completas para averiguar lo que había ocurrido? Tal vez para quienes
vivieron en aquella época era como si hubiera sobrevenido el fin del
mundo y por tanto, pensaban que se debía evitar aventurarse por el
Atlántico.
Por los conocimientos de que disponemos ahora, los fenicios, a
quienes algunos especialistas consideran sobrevivientes de la
Atlántida, y sus descendientes los cartagineses fueron los únicos
antiguos navegantes que se adentraron en el Atlántico, más allá de
Gibraltar. Aquellos marinos tuvieron grandes dificultades para
mantener en secreto sus provechosas rutas comerciales y para impedir
que los romanos y otros posibles competidores “interfirieran” en su
tráfico. Se sentían muy deseosos de perpetuar la referencia
platónica a que el mar no era navegable y resultaba impenetrable en
aquellos lugares “porque hay una gran cantidad de barro en la
superficie, provocado por los residuos de la Isla ...”
Según el poeta Avieno, el almirante cartaginés Himilco hizo la
siguiente descripción de un viaje que llevó a cabo por el Atlántico
en el año 500 a.C.:
Tan muerto es el perezoso viento de este tranquilo mar, que no hay
brisa que impulse el barco... entre las olas hay muchas algas, que
retienen el barco como si fuesen arbustos... el mar no es muy
profundo y la superficie de la tierra está apenas cubierta por un
poco de agua... los monstruos marinos se mueven continuamente hacia
atrás y hacia adelante y hay algunos monstruos feroces, que nadan
entre los navios que se deslizan lentamente...
Otro de los documentos de la Antigüedad relacionado con la Atiántida
es la Descripción de Grecia, de Pausanias, donde cita a Eufemos, el
cariano (fenicio). Como podrá verse, el informe de Eufemos previene
contra cualquier viaje por el Atlántico, pero especialmente hace la
advertencia de que las mujeres no debían hacerlo de ninguna manera:
En un viaje a Italia fue desviado de su curso por los vientos y
llevado mar adentro, más allá de las rutas de los pescadores. Afirmó
que había muchas islas deshabitadas, mientras en otras vivían
hombres salvajes... Las islas eran llamadas Satirides por los
marineros y los habitantes eran pelirrojos y lucían colas que no
eran mucho menores que las de los caballos. En cuanto avistaron a
sus visitantes, corrieron hacia ellos sin lanzar un grito y atacaron
a las mujeres del barco. Finalmente, los marineros, temerosos,
lanzaron a la costa a una mujer extranjera. Los sátiros la
ultrajaron, no sólo de la manera usual, sino también en la forma más
horrorosa...
Otro asombroso incidente contribuyó a disuadir a los investigadores
griegos del océano: después de conquistar Tiro, en Fenicia,
Alejandro Magno envió una flota al océano, para llevar a cabo la
posible conquista de otras ciudades o colonias fenicias que pudieran
hallarse más allá del Mediterráneo. La flota se adentró en el
océano... y no se volvió a saber de ella.
Los cartagineses hicieron todo lo posible por mantener en secreto
sus rutas comerciales del Atlántico, ante griegos y egipcios, pero
especialmente ante los romanos. Cuando ya no bastaron las leyendas
acerca de los monstruos para impedir la competencia, recurrieron a
menudo a medidas más resolutivas. La historia nos relata incidentes
en que los barcos cartagineses eran deliberadamente hundidos, para
no revelar su destino, cuando los barcos romanos los seguían más
allá de Gibraltar.
Entre las tierras que frecuentaron estos antiguos marinos en el
Atlántico figuró, según
informa Aristóteles, la isla de Antilla, que tenía un nombre similar
al de Atiántida. Los
cartagineses tenían tal afán de mantener el secreto sobre su
existencia, que la sola
mención de su nombre fue castigada con la pena de muerte. Se cree
que conquistaron
Tartessos, una rica y civilizada ciudad de la costa occidental de
España, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, que era tal vez
la Tarshish mencionada en la Biblia por Ezequiel, quien dijo,
“Tarshish fue vuestro comerciante, en razón de la multitud de toda
clase de riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo que ofrecían en
vuestras ferias...”
En todo caso, Tartessos y su cultura
desaparecieron en el siglo VI a.C. Si como se ha sugerido fue una
colonia de la Atiántida, su destrucción significa la pérdida de otro
posible vínculo con la isla sumergida y sus memorias, ya que, según
se dice, conservaba documentos escritos de una antigüedad de seis
mil años.
Los mitos acerca de los territorios e islas desaparecidas que
cultivaron los pueblos que poblaban las costas del Atlántico
oriental hacen referencia a lugares con nombres que suelen evocar
recuerdos de la Atiántida, como es el caso de Avalon, Lyonesse,
Antilla y otros muy distintos, como la isla de san Brandan y el
Brasil. En otros casos se les describe simplemente como “la isla
verde bajo las olas”.
Hasta tal punto creyeron los irlandeses en la existencia de la isla
de san Brandan, que enviaron media docena de expediciones a buscarla
durante la Edad Media y se firmaron acuerdos por escrito
determinando su división, una vez que hubiere sido hallada.
Antilla, que es el mismo nombre —si no la misma isla— que los
cartagineses con tanto afán procuraron mantener en secreto, fue
considerada por los pueblos hispánicos como el lugar de refugio
durante la conquista de España por los árabes. Se cree que los
refugiados que escapaban de ellos navegaron hacia Occidente,
conducidos por un obispo, y llegaron sanos y salvos hasta Antilla,
donde construyeron siete ciudades. En los antiguos mapas se la sitúa
generalmente en el centro del Océano Atlántico.
Los esfuerzos de fenicios y cartagineses por cerrar el Atlántico a
otros pueblos marineros dieron como resultado la perpetuación de la
idea de que el Atlántico era un mar condenado. Sin embargo, la
Humanidad nunca olvidó las Islas Afortunadas y otros territorios
perdidos. En los mapas anteriores a Colón aparecen una y otra vez,
ya sea cerca de España o en el borde occidental del mundo:
Atlántida, Antilla, las Hespérides y las “otras islas”. Como dijo
Platón, “y desde las islas se podría pasar hacia el continente
opuesto, qué bordea el verdadero océano”.
Mientras la Humanidad recuerda la Atlántida a través de las
leyendas, algunos animales, pájaros y criaturas marinas parecen
haber conservado también un recuerdo instintivo de la isla
continente. El leming, un roedor noruego, se conduce de una manera
muy curiosa. Cada vez que se produce un exceso en la población de
estos animales y por consiguiente se produce un problema de escasez
de alimentos, se reúnen en manadas y se precipitan a través del
país, cruzando los ríos que encuentran en el camino, hasta que
llegan al mar. Luego, penetran en el agua y nadan hacia Occidente,
hasta que todos se ahogan. Las leyendas confirman lo que los
atlantólogos sugerirían: que la manada de turones trata de nadar
hacia un territorio que solía encontrarse hacia Occidente y donde
podían encontrar comida cuando se les agotaban las provisiones
locales.
En las bandadas de aves migratorias que procedentes de Europa,
cruzan anualmente el océano en dirección a Sudámerica se ha
observado un comportamiento aún más notable, motivado tal vez por un
instinto conservado en la memoria. Al aproximarse a las Azores, las
aves comienzan a volar en grandes círculos concéntricos, como si
buscasen un territorio donde descansar. Cuando no lo encuentran,
prosiguen su camino. Más tarde, en el viaje de regreso repiten la
maniobra.
No ha podido establecerse si los pájaros buscan tierra o comida. El
aspecto más interesante de este hecho es que el hombre atribuye a
las aves su propia convicción, lo que es sin duda una actitud muy
imaginativa, digna de la época de la leyenda, cuando hombres y
animales intercambiaban sus pensamientos mediante el habla.
Hay otra muestra de memoria animal que resulta aún más sorprendente,
aunque no constituye una prueba definitiva. Es la relativa al ciclo
vital de las anguilas europeas. Aunque resulte extraño, Aristóteles,
tan escéptico frente al relato de Platón sobre la Atlántida, aparece
envuelto en esta cuestión que a menudo se citaba como demostración
de la existencia de la isla sumergida.
Aristóteles, interesado como estaba en todos los fenómenos
naturales, fue el primer naturalista que se sabe que planteó el
problema de la multiplicación de las anguilas.
¿Dónde se reproducen? Aparentemente, en algún lugar situado en el
mar, ya que
abandonan sus estanques, arroyos y ríos cada dos años y nadan a lo
largo de los grandes ríos que desembocan en el mar. Esto era todo lo
que se sabía acerca del lugar en que se reproducían las anguilas,
desde que Aristóteles planteó la cuestión, hace más de dos mil años.
No se pudo llegar a determinar el lugar hasta hace veinte años, y
resultó ser el Mar de los Sargazos, una masa de agua llena de algas,
situada en el Atlántico Norte, que rodea las Bermudas y que tiene
una extensión equivalente aproximadamente a la mitad de los Estados
Unidos.
La travesía de las anguilas, bajo la forma de un enorme cardumen
migratorio, ha podido conocerse con exactitud gracias al vuelo de
las gaviotas que lo siguen y a los tiburones que nadan junto a él y
que se alimentan de anguilas a medida que la migración se hace
mayor. El cardumen tarda más de cuatro meses en cruzar el Atlántico.
Después de desovar en el Mar de los Sargazos, a una profundidad de
más de 500 metros, las anguilas hembras mueren y las jóvenes
emprenden el viaje de regreso a Europa, donde permanecen durante dos
años, para luego volver a repetir el fenómeno.
Se ha sugerido que esta migración de las anguilas podría tener una
explicación en el instinto de desove que las mueve a retornar a su
hogar ancestral, que tal vez era la desembocadura de un gran río que
fluía a través de la Atlántida hasta llegar al mar, como el
Mississippi en su travesía por los Estados Unidos. Dicho instinto
podría compararse en cuanto a su dificultad con el del salmón de
Alaska, que debe remontar los ríos contra la corriente, sorteando
represas, ya que la anguila debe seguir el curso de un río que ya no
existe y que alguna vez fluyó a través de un continente que se
hundió hace miles de años.
Muchos han dicho que el Mar de los Sargazos constituía el
emplazamiento de la Atlántida o el mar que se hallaba al Occidente
de la isla sumergida. Un estudio del fondo de dicho mar podría
demostrar válida una de las dos teorías, ya que una parte de los
Sargazos cubre las enormes profundidades de las llanuras abisales de
Hattaras y Nares, mientras otra se extiende sobre el promontorio de
las Bermudas, con sus islas y montañas marinas.
Los fenicios y cartagineses contaban que ciertas algas marinas del
Atlántico se desarrollaban de tal manera que entorpecían el uso de
los remos de las galeras y retenían a los barcos. Si hacían
referencia al actual Mar de los Sargazos, no hay duda que eran
capaces de navegar durante largas distancias. Sin embargo, las algas
de este mar no son lo bastante densas como para retener un barco y
parece, pues, que los fenicios hubieran inventado semejante historia
como otro recurso para disuadir a sus competidores.
Sea que las algas del Mar de los Sargazos constituyan restos de la
vegetación sumergida de la Atlántida o no, lo cierto es que dicho
mar en sí mismo, y sobre todo su ubicación, son temas fascinantes
para la especulación.
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Hacia el abismo del Océano
Si queremos determinar con certeza si la Atlántida existió alguna
vez, ¿por qué no examinar hasta donde nos sea posible el fondo del
océano, cerca del lugar donde se supone que se hundió la
isla-continente?
Donnelly, que contribuyó no poco a que renaciera el interés popular
por la Atlántida, desde 1880 hasta nuestros días, escribió un
informe acerca de los sondeos marinos de su época, en el contexto de
lo que le sugería su propio estudio sobre el problema de la
Atlántida. Supo expresar sus puntos de vista con una fuerza y
convicción que no dejaron lugar a dudas:
Supongamos que hallamos frente al Mediterráneo y en medio del
Atlántico, en las proximidades de
las Azores, los restos de una inmensa isla sumergida, de 1600
kilómetros de anchura y 3200 o 4800 de
longitud ¿No significaría eso la confirmación de las afirmaciones de
Platón de que más allá del estrecho
donde se encuentran las Columnas de Hércules existía una isla mayor
que Asia (Menor) y Libia juntas, llamadas Atlántida?
Y supongamos
que descubrimos que las Azores eran las cumbres de las montañas de
esta isla sumergida, destrozadas y partidas por terribles
convulsiones volcánicas, que alrededor de ellas y en dirección al
mar encontrásemos grandes capas de lava y que toda la superficie de
la tierra hundida estuviese cubierta por miles de kilómetros de
restos volcánicos, ¿No nos veríamos entonces obligados a confesar
que todos esos hechos eran pruebas muy consistentes de la veracidad
de la afirmación de Platón de que “durante un día y una noche
fatales acaecieron fortísimos terremotos e inundaciones que hicieron
desaparecer aquel vigoroso pueblo? La Atlántida desapareció bajo el
mar y luego el océano se hizo inaccesible, debido a la cantidad de
lodo que quedó en lugar de la isla”.
Todo esto ha sido demostrado en forma concluyente por las últimas
investigaciones. Barcos de distintas nacionalidades han efectuado
sondeos a gran profundidad: el Dolphin, de Estados Unidos, la
Grazelle, una fragata alemana y los británicos Hydra, Porcupine y
Challenger han trazado el mapa del fondo del Atlántico y el
resultado ha sido la revelación de un gran promontorio, que se
extiende desde un punto en la costa de las islas británicas hacia el
Sur, hasta las costas de Sudámerica, hasta Cape Orange, luego hacia
el Sudeste, hasta las playas de África y por fin hacia el Sudoeste,
hasta Tristán de Acuña... La tierra sumergida... se eleva a unos
tres mil metros desde las grandes profundidades atlánticas que la
rodean, y en las Azores, en las Rocas de San Pablo, la Ascensión y
Tristán de Acuña alcanza hasta la superficie del Océano...
Perfil oceánico según Donnelly en que se describe la altura del
fondo del océano,
desde las Bermudas hasta las islas Madeira.
He aquí, pues, la columna vertebral del antiguo continente que
alguna vez ocupó la totalidad del océano Atlántico y desde cuyas
orillas se construyeron Europa y América. Las zonas más profundas de
este mar, que alcanzan unas 3500 brazas, son las áreas que se
hundieron antes; a saber, las llanuras al Este y al Oeste de la
cadena montañosa central; algunas de las más altas cimas de esta
cordillera, como las Azores, San Pablo, La Ascensión, y Tristán de
Acuña, están aún sobre el nivel del mar, mientras que la gran masa
de la Atlántida yace a una profundidad de unos centenares de brazas
de agua.
En esta cadena de montañas vemos la senda que alguna vez
existió entre el Nuevo y el Viejo Mundo, a través del cual se
trasladaban de un continente a otro las plantas y los animales y que
sirvió también para que los hombres negros se desplazaran desde
África hacia América y los rojos (los indios) desde América hasta el
África.
Tal como he señalado, la misma gran ley que provocó el descenso
gradual del continente atlántico y levantó las tierras situadas a
Oriente y Occidente de él, está vigente todavía: la costa de
Groenlandia, que podría ser el extremo Norte del continente
sumergido, está hundiéndose tan rápidamente que los viejos edificios
construidos sobre las bajas islas rocosas están ahora sumergidos y
los habitantes han aprendido por experiencia propia que no deben
volver a construir cerca del borde del agua. Puede advertirse la
misma depresión a lo largo de la costa de Carolina del Sur y
Georgia, mientras el norte de Europa y la costa atlántica de
Sudamérica se están levantando rápidamente. En estas últimas se ha
advertido el surgimiento de costas de 1.888 kilómetros de largo y de
alturas que van desde los 30 hasta los 390 metros.
Cuando estas cordilleras se prolongaban desde América hasta Europa y
África, impedían el flujo de las aguas tropicales del océano hacia
el Norte y no existía la Corriente del Golfo. La tierra encerraba el
océano, que bañaba las playas del Norte de Europa y era intensamente
frío. El resultado fue el período de las glaciaciones. Cuando la
barrera de la Atlántida se hundió lo suficientemente como para
permitir la expansión natural de las aguas calientes de los trópicos
hacia el Norte, el hielo y la nieve que cubrían Europa
desaparecieron gradualmente; la Corriente del Golfo fluyó alrededor
de la isla-continente y aún conserva el movimiento circular que
adquirió originalmente debido a la presencia de la Atlántida.
Los oficiales del Challenger hallaron la totalidad de la superficie
de la cordillera atlántica cubierta de residuos volcánicos, que eran
los restos del barro que, según nos cuenta Platón, hicieron
imposible atravesar el mar, después de la destrucción de la isla.
De esto no se desprende que las cordilleras que la conectaban con
América y África se elevaran sobre el nivel del mar en la época en que la Atlántida quedó
definitivamente sumergida. Es posible que se deslizaran gradualmente hacia el mar, o que se desplomaran debido a
cataclismos semejantes a los que se describen en los libros centroamericanos. La Atlántida de Platón
puede haberse reducido a la
“Cordillera del Delfín” de nuestra época.
El barco norteamericano Gettysburg también ha realizado algunos
descubrimientos notables en un área vecina...
“El descubrimiento de
un banco de sondeos localizado en los puntos N. 85° O., y a una
distancia de 209 kilómetros del cabo San Vicente, anunciado
recientemente por el comandante Gorringe, del Gettysburg, de los
Estados Unidos, y que fue realizado en su última travesía del
Atlántico, puede relacionarse con los sondeos previamente obtenidos
en la misma región del Atlántico Norte.
“Dichas pruebas sugieren la probable existencia de una plataforma o
cordillera submarina que conecta la isla de Madeira con la costa de
Portugal y la probable conexión de la isla, en tiempos
prehistóricos, con el extremo sur-occidental de Europa...”
Sir C. Wyville Thomson descubrió que los ejemplares de la fauna de
la costa brasileña eran similares a los de la costa occidental de la
Europa meridional. Esto se explica por la existencia de cordilleras
que unen Europa con Sudamérica.
Un miembro de la tripulación del Challenger opinó, poco después del
término de la expedición, que la gran meseta submarina no es otra
cosa que los restos de “la Atlántida perdida”.
Cuando escribió estas líneas, Donnelly no conocía los últimos
descubrimientos realizados en este campo. De haberlos conocido, su
convicción habría sido aún mayor, si cabe.
Desde la época de Donnelly, el fondo del mar ha sido estudiado con
mucha mayor precisión, gracias al sonar y a la investigación
submarina. Durante este período se ha descubierto también alguna
información muy curiosa acerca de la plataforma continental de ambos
lados del Atlántico. Dicha plataforma es el territorio próximo a la
costa que aún forma parte, geológicamente, del continente, antes de
deslizarse hacia las profundidades del mar para luego reaparecer en
lo que se llama la llanura abisal. Un examen de las profundidades de
los zócalos continentales reveló que los lechos de los ríos que
fluyen hacia el Atlántico prolongan su curso a lo largo de la
plataforma y que algunas veces atraviesan por cañones, de la misma
forma en que los ríos erosionan la roca y la tierra.
Esto ocurre con
los ríos de Francia, España, el Norte de África y Estados Unidos,
que desembocan en el Atlántico Norte y prosiguen por el fondo del
mar, a lo largo de valles sumergidos, hasta alcanzar una profundidad
de 2500 metros. El fenómeno es particularmente notable en el caso
del cañón del Hudson, que extiende el lecho de dicho río a través de
barrancos submarinos y a lo largo de unos 300 kilómetros, hasta el
borde del zócalo continental. Ello parecería indicar que estos
cursos fluviales que ahora se hallan a miles de metros bajo el mar
fueron excavados cuando aquella parte de la plataforma continental
era tierra firme y que, o bien la tierra se ha hundido, o bien ha
aumentado el nivel del agua, provocando esta inundación de los
lechos de los ríos.
Al referirse a estos cañones fluviales submarinos, un boletín de la
Sociedad Geológica de los Estados Unidos (1936) sugería que dichas
“subidas y descensos mundiales del nivel del mar ...que equivalen a
más de 2500 metros, deben haberse producido desde fines de la era
terciaria...” En otras palabras, el período llamado plioceno, o sea,
la era de la aparición del hombre.
La ruptura de un cable submarino ocurrida en 1898, cuando se estaba
instalando el cable trasatlántico, a unos 800 kilómetros al norte de
las Azores, acarreó otro hallazgo extraordinario. Mientras se
realizaba la búsqueda del cable se descubrió que el fondo marino de
la zona estaba compuesto de ásperas salientes, cúpulas y profundos
valles que recordaban más a la tierra que el fondo del mar.
Utilizando hierros con garfios se logró recoger muestras de rocas a
una profundidad de 1700 brazas, que al ser examinadas resultaron ser
taquilita, una lava basáltica vítrea que se enfría fuera del agua
cuando está sometida a la presión atmosférica.
Según el geólogo francés Fierre Termier, que estudió del caso, si la
lava se hubiese solidificado bajo el agua habría sido cristalina en
lugar de vitrificada. Aún más, Termier supuso que la lava se había
sumergido poco después de su enfriamiento, como lo demostraba la
relativa aspereza del material recogido. Más aún, puesto que la lava
tarda en descomponerse unos quince mil años, el hecho de que las
muestras submarinas no se hayan descompuesto aún, así como el
aparente enfriamiento ocurrido sobre el agua, encajan perfectamente
con la teoría de la Atlántida, e incluso con la época en que según
Platón, habría ocurrido la catástrofe.
Termier dice además que “...toda la zona al norte de las Azores, y
tal vez la propia
zona donde se emplazan las islas —de las que podrían quedar sólo
ruinas visibles— quedó
sumergida muy recientemente, quizá durante la época que los geólogos
llaman el presente”. También recomienda “...un dragado muy cuidadoso
hacia el sur y el sudoeste de las islas”.
La arena existente en los zócalos submarinos, frente a las Azores,
algunas veces a miles de metros de profundidad, nos proporciona otra
de las piezas perdidas del rompecabezas. Aparece en aguas poco
profundas y ha sido formada por la acción de las olas sobre las
rompientes.
¿Qué sabemos hoy acerca del fondo del Océano Atlántico, cuando
tantos años han pasado y tantos descubrimientos se han hecho desde
la época de Donnelly y Termier? Mucho más, gracias al sonar, a los
cálculos de profundidad mediante el empleo de explosivos para
realizar la triangulación y la investigación del fondo del mar. Las
llanuras, mesetas, elevaciones, cañones, cordilleras, grietas
profundas, conos y las misteriosas montañas marinas han sido
descritas en mapas igual que las islas de la superficie, aun cuando
puede ocurrir que una nueva isla volcánica surja ocasionalmente del
fondo del mar para luego volver a hundirse antes de que ningún país
llegue a declarar su soberanía sobre ella.
Contamos, por ejemplo, con una carta más exacta de la cordillera del
Delfín, comúnmente llamada la cordillera del Atlántico Medio, que es
una cadena montañosa gigante con forma de doble S, una sobre la otra
y que se extiende desde Islandia hasta el extremo de Sudamérica.
Esta cordillera o meseta con montañas submarinas, flanqueada por
llanuras abisales, adquiere gran anchura en las secciones
semicirculares de la S, entre España, el Norte de África y las
Bermudas. Luego se estrecha frente a la punta de Brasil, al sur del
Ecuador, donde es cruzada por la zona de la Fractura Romanche y
luego vuelve a ensancharse entre el sur de Brasil y África. La
característica más notable de la cordillera del Atlántico Medio es
que sigue el contorno general de América del Norte y del Sur, como
si fuese un débil reflejo de los continentes americanos en el fondo
del océano.
Cuando se examinan las profundidades en torno a las islas Azores se
advierte que aunque las islas mismas se alzan verticalmente desde el
fondo, están situadas sobre una especie de doble meseta. La base de
esta meseta está ubicada en una zona que va aproximadamente desde
los 30 a los 50 grados de latitud Norte, y la parte más alta en un
área que se extiende desde los 36 a los 42 grados Norte, con una
anchura de 800 kilómetros. La profundidad, desde la llanura hasta la
meseta inferior, varía entre 1000 y 500 brazas; es decir, si la
profundidad abisal es, por ejemplo de 2400 brazas, la de la
cordillera podría ser de 1800 brazas, a menos que la cumbre
submarina de algún monte sumergido alcance 400 brazas o menos, o
emerja a la superficie como una isla, que es lo que ocurre con las
Azores.
La segunda meseta indica una elevación aún más sorprendente,
de 1420 a 400 brazas; de 1850 a 300 brazas y desde 1100 a 630
brazas. Es interesante anotar que algunos estudiosos de la teoría de
la Atlántida han pensado que el continente Atlántico se hundió por
etapas y tal vez en tres inmersiones sucesivas. La formación de una
meseta doble bajo las Azores parecería corroborar esta teoría.
Al sur de las Azores encontramos algunas importantes montañas
submarinas, que no se hallan a muchas brazas de profundidad. Dos de
ellas fueron designadas, con bastante propiedad, con los nombres de
Platón (205 brazas) y Atlántida (145 brazas).
La ruptura del cable trasatlántico que causó tanto furor en los
estudios sobre el continente de la Atlántida a comienzos de siglo se
produjo a unos 800 kilómetros al norte de las Azores y al este del
monte submarino Altair. Algunas investigaciones más recientes acerca
de dicha cordillera han aportado nuevos temas para la especulación.
Los exámenes de partículas del fondo marino o “núcleos”, tomadas en
esta cordillera en 1957 permitieron extraer plantas de agua dulce
que crecían sobre materiales de sedimentación a una profundidad de
casi tres kilómetros y medio y el examen de las arenas de la fosa de
la Romanche hizo pensar que se habían formado a la intemperie, en
ciertas partes de la cordillera que en un momento determinado fueron
proyectadas sobre la superficie.
A una distancia de 1600 kilómetros de esta meseta encontramos el
promontorio submarino de Bermuda, que culmina en las islas Bermudas,
situadas en la cima de inmensas montañas sumergidas.
Los tonos más oscuros señalan mayores profundidades
Las zonas en blanco señalan las tierras sobre el nivel del mar
Este sería el aspecto del océano Atlántico, si fuese desecado.
Frente a la Florida, en la plataforma continental americana, algunos
estudios hidrográficos realizados por el U.S. Geodectic Survey
constataron depresiones de 120 metros de profundidad a lo largo de
fondos marinos situados a 150 metros de profundidad y que “fueron
presumiblemente lagos de agua dulce situados en zonas que luego se
sumergieron”.
Directamente al este de la meseta de las Azores encontramos la
cordillera Azores-Gibraltar (con profundidades reducidas, de sólo
cuarenta a ochenta brazas) y siguiendo hacia el Sur y conectadas a
esta cadena montañosa a lo largo de la costa de África, a poca
profundidad (también aproximadamente de cuarenta brazas), hallamos
otra serie de cimas y montañas sumergidas que incluyen las islas
Madeira y Canarias. Las islas de Cabo Verde, frente a Dakar,
aparecen aisladas y sin cadenas que las conecten a otras.
Muchos de los hipotéticos “puentes de tierra firme” existentes entre
el Viejo y el Nuevo Mundo aparecen como algo perfectamente posible
cuando examinamos la información de que ahora disponemos acerca de
la configuración del fondo del mar. Por ejemplo, la plataforma
continental europea se conecta con Islandia por medio de cordilleras
y luego se une con Groenlandia a través del promontorio de
Groenlandia-Islandia. En el Atlántico Medio la cadena
Azores-Gibraltar se une con la meseta de las Azores, y una parte de
la cordillera meso-atlántica llega casi a las Bermudas, mientras
otra cadena un poco menor se abre hacia las Antillas y hacia la
parte más profunda del Atlántico: la fosa de Puerto Rico.
Otras cadenas de unión en el Atlántico Sur son: el puente que parte
desde África a través de la Sierra Leona, la cordillera
meso-atlántica que va desde las rocas de San Pedro y San Pablo hasta
Brasil, la de Walvis, que sale de Sudáfrica y cruza la cordillera
del Atlántico Medio hacia Brasil, atravesando las islas Trinidad y
Martín Vaz o el promontorio de Río Grande o la meseta de Bromley.
Las grandes transformaciones ocurridas en el fondo del Atlántico,
que fueron provocadas por perturbaciones volcánicas, permiten
suponer la existencia de conexiones entre el Viejo y el Nuevo Mundo,
en forma de puentes terrestres o islas que posteriormente quedaron
sumergidas y que podrían haber sido usadas como puntos de apoyo (lo
cual explicaría muchas curiosas similitudes en la vida animal y
vegetal, como la presencia de elefantes prehistóricos, camellos y
caballos en América).
La expedición organizada en 1969 por la Universidad de Duke, con el
fin de estudiar el fondo del mar Caribe, ha realizado un importante
descubrimiento relacionado con los continentes desaparecidos.
Gracias a la realización de algunos dragados, sacaron a la
superficie en cincuenta sitios distintos a lo largo de la cordillera
Aves, un cordón montañoso submarino que va desde Venezuela a las
islas Vírgenes, cierta cantidad de rocas graníticas. Estas piedras
ácido-ígneas han sido catalogadas dentro del tipo “continental”, que
sólo se encuentra en los continentes o en los lugares donde han
existido éstos. El doctor Bruce Heezen, del observatorio geológico
Lamont, dijo a este respecto lo siguiente:
“Hasta ahora, los
geólogos creían, en general, que las rocas graníticas ligeras, o
ácido-ígneas, quedaban limitadas a los continentes, y que la corteza
terrestre que se encuentra bajo el mar estaba compuesta de rocas
basálticas más oscuras y pesadas... De esta forma, la presencia de
rocas graníticas de color claro podría apoyar la vieja teoría de que
antiguamente existió un continente en la zona del Caribe oriental y
que estas rocas constituirían el núcleo dé un continente perdido y
sumergido”.
El lecho del Atlántico es una de las regiones más inestables de la
superficie terrestre. Se ha visto con-mocionado por perturbaciones
volcánicas a lo largo de los siglos y de hecho, sigue sufriéndolas
aún. La falla volcánica se extiende desde Islandia, donde en 1788
pereció una quinta parte de la población a consecuencia de un
terremoto a lo largo de toda la extensión de la cordillera
Atlántica. En Islandia, en 1845, la erupción del volcán Hecla se
prolongó durante un lapso de siete meses.
Islandia sufre aún en ocasiones una furiosa actividad volcánica. Una
espectacular erupción submarina, que se prolongó desde noviembre de
1963 a junio de 1966 provocó la formación de una nueva isla, que
lleva el nombre de Surtsey y se encuentra a 36 kilómetros de la
costa sudoccidental de Islandia. La lava solidificada se transformó
en tierra y en la isla, que sigue creciendo, comenzó a aparecer
vegetación permanente. Desde su emergencia, Surtsey se ha visto
acompañada por otras dos islas. La misma Islandia, como ocurre en la
descripción que de la Atlántida hiciera Platón, posee manantiales
calientes. Su altísima temperatura, que proviene de las fuerzas
termales subterráneas, permite que sean utilizadas para el sistema
de calefacción de la capital, Reykjavik.
Encontramos continuas referencias escritas respecto a movimientos
sísmicos en Irlanda y más tarde hacia el Sur, en una misma línea en
relación con las Azores, un violento terremoto sacudió Lisboa en
1775, causando la muerte de 60.000 personas en pocos minutos y
provocando un descenso en el nivel del muelle principal, mientras
los diques y el resto de los muelles se sumergían 180 metros bajo el
mar. La actividad sismológica es un fenómeno constante en la región
de las Azores, donde todavía existen cinco volcanes activos. En
1808, uno de ellos se alzó en San Jorge a una altura de varios miles
de pies, y en 1811 emergió del mar una isla volcánica, creándose una
gran superficie a la que se dio el nombre de Sambrina, durante su
breve existencia en la superficie, y antes de que volviera a
hundirse en el océano. Las islas Corvo y Flores, en el archipiélago
de las Azores, que figuran en los mapas desde 1351, han cambiado
constantemente su forma; y amplias secciones de Corvo han
desaparecido en el mar.
En otro grupo de islas, las Canarias, cuyo gran volcán central, el
Pico del Teide, entró en erupción en 1909, el índice de
perturbaciones volcánicas es muy elevado. En 1692 un terrible
terremoto hundió la mayor parte de Port Royal, arrastrando incluso a
los piratas que estaban utilizando la ciudad como refugi0, mercado y
centro de rebelión. Este hundimiento en el mar de una ciudad
pecadora mueve nuestros recuerdos hacia lo ocurrido en tiempos
históricos en el mismo océano, donde, según la leyenda, la Atlántida
se hundió “debido al disgusto divino”.
En el Caribe y dentro de la zona volcánica atlántica, se produjo un
terremoto aún
mayor, en 1902, cuando el Mont Pelee, de la Martinica, estalló con
tal fuerza que, según
se dice, causó la muerte de todos los habitantes de Saint-Pierre, la
ciudad vecina, salvo a uno (¿como la salvación de Noé?).
En 1931, la actividad volcánica produjo la aparición de dos nuevas
islas en el grupo de las Fernando de Noronha, que Inglaterra se
apresuró a reclamar, aun cuando su pretensión fue discutida por
varias naciones del vecino continente sudamericano. Los británicos
se ahorraron el tener que adoptar una decisión peligrosa gracias al
nuevo hundimiento de las islas cuando aún se estaba discutiendo su
propiedad.
En las islas cerca de Madeira, surgieron a la superficie en 1944
algunos pequeños promontorios, que eran las cimas de algunos
volcanes que se elevaron desde el fondo del mar hasta la superficie
o por sobre ella. El Atlántico ha sido una zona volcánica activa
durante siglos, desde Islandia hasta las costas del Brasil. Según el
doctor Maurice Ewing, del observatorio geográfico Lamont, ‘sus
grietas más profundas “forman el sitio de un cinturón sísmico
oceánico”. Parece lógico por ello que hace miles de años tuviera
lugar una actividad volcánica aún mayor, sobre todo porque tal
actividad se da todavía en las mismas regiones en que la leyenda ha
situado el continente de la Atlántida.
Existe un consenso general de que la Tierra ha sufrido apariciones y
desapariciones de terreno a lo largo de toda su superficie. Hay
numerosas pruebas de que el Sahara fue alguna vez un mar y que el
Mediterráneo, con sus cumbres y valles submarinos, fue antes tierra
firme. Las herramientas de la Edad de Piedra y los dientes de mamut
obtenidos del fondo del Mar del Norte indican que esa zona fue en
otra época territorio costero. En las montañas Rocosas se han
hallado fósiles de tiburones, en los Alpes, restos de peces y en las
estribaciones de los montes Allegheny, conchas de ostra. La mayoría
de los geólogos coincide en que alguna vez existió el continente de
la Atlántida, pero no están de acuerdo si existió dentro de la Era
del hombre.
Ha habido considerable especulación en torno a si la explicación de
la leyenda de la Atlántida está en otros terremotos y en las olas de
las mareas que ellos provocaron, como ocurrió en el caso de la
inundación por el mar del antiguo valle mediterráneo, o la
separación de Sicilia de Italia, la catástrofe que hundió a la isla
de Tera en el Egeo, o los terremotos de Creta que ocurrieron en la
Antigüedad. También se ha sugerido que la Atlántida estaba en el
Norte, en los zócalos continentales de escasa profundidad del Mar
del Norte, o incluso en el Sahara y en otros lugares.
K. Bilau, un científico alemán estudioso de la isla continente, que
dedicó mucho tiempo al examen del fondo del mar y de los cañones
submarinos, se muestra partidario de la tradición que sitúa la
Atlántida en el Atlántico cuando expresa en lenguaje más poético que
científico sus sentimientos acerca de la ubicación del continente
perdido:
La Atlántida reposa ahora en las profundidades de las aguas
oceánicas y sólo son visibles sus más altas cimas, bajo la forma de
las Azores. Sus manantiales fríos y calientes, descritos por los
autores antiguos fluyen todavía, como hace muchos milenios. Los
lagos de montaña se han transformado en lagos submarinos. Si
seguimos exactamente las indicaciones de Platón y buscamos el lugar
en que se hallaba Foseidón, entre las cimas semisumergidas de las
Azores, la encontraremos hacia el sur de la isla Dollabarata. Allí,
sobre un promontorio, en medio de un valle largo y comparativamente
recto, bien protegida de los vientos, se alza la capital, centro de
una cultura prehistórica desconocida. Entre nosotros y la ciudad de
la Puerta Dorada existe una extensión de agua de tres kilómetros y
medio de profundidad. Es curioso que los científicos hayan buscado
la Atlántida por todas partes y que en cambio no hayan prestado la
menor atención a este lugar, que después de todo, fue claramente
señalado por Platón.
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De cómo la Atlántida cambió la historia del Mundo
Considerando que se trata de un territorio que pudo o no haber
existido, la Atlántida ha tenido una repercusión considerable, tanto
en la historia como en la literatura. Cuando la cultura clásica
volvió a difundirse en Occidente, después de la caída de
Constantinopla, en 1453, tanto el relato de Platón como los demás
documentos acerca de las islas que habían existido en el Atlántico
volvieron a estimular la imaginación del hombre. Colón, que era un
ávido lector de relatos de viaje y que mantenía correspondencia con
los cartógrafos, no era el único que pensaba que el mundo era
redondo. Su verdadera circunferencia había sido calculada en
Alejandría, en épocas antiguas, con un error de sólo ochocientos
kilómetros. Sin embargo, aunque los estudiantes de la escuela
alejandrina podían medir la Tierra, nunca, que se sepa, navegaron a
su alrededor para demostrar que era redonda.
En la época de Colón existían numerosos mapas del “mundo”, aunque la
distinta información que proporcionaban y el hecho de que las líneas
de navegación se trazaran de acuerdo con la distribución de las
estrellas en el cielo nos lleva a pensar que la gran hazaña de Colón
no consistió en haberse atrevido a enfrentar la posibilidad de
encontrar los monstruos del mar, o en correr el riesgo de caerse
desde el borde del mundo, sino en dejarse guiar por los mapas que
tenía a su disposición.
Algunos de dichos mapas mostraban la Antillia, Antilla, Antilha o
Antigua, posibles nombres alternativos de la Atlántida, o de las
Fortunatas, las Hespérides y otras islas. El mapa de Toscanelli, que
era, según se cree, el que llevaba Colón en su viaje al Nuevo Mundo,
muestra Antillia. Años antes de que el descubridor hiciera su viaje,
Toscanelli le escribió sugiriéndole Antillia como un lugar donde
podría hacer escala en su viaje hacia las Indias. En su mapa, la
China y las Indias aparecían en la costa occidental del Atlántico,
mientras Antillia y otras islas constituían las etapas intermedias.
Parece razonable pensar que Colón estudió, o llevaba con él en su
viaje, el mapa de Becario, de 1435, y los posteriores de Branco
(1436), Pereto (1455), Rosseli (1468) y Bennicasa (1482). También es
probable que llevara material o sugerencias tomadas del mapa de
Benheim (1492). En todos ellos aparecía Antillia, con sus diversas
denominaciones, y generalmente la situaban en pleno Atlántico, en
línea paralela a Portugal. En este aspecto cobra sentido lógico el
nombre portugués:
Antilha (ante ilha), que significa “la isla frente
a”, “antes de” u “opuesta a” y se refiere a la gran isla situada en
medio del océano, la de las “siete ciudades”. Ya sea que ésta fuese
la verdadera razón de su nombre, o que se tratara simplemente de
otra forma de escribir Atlántida, el hecho es el mismo: la gran isla
de la que se habló a Colón y que figuraba en todos los mapas
importantes, estaba situada en la posición que el consenso general
atribuía a la Atlántida, y, pese a que se conocía la noticia de su
hundimiento, todavía se le daba la forma descrita por Platón.
También se ha sugerido que influyó en Colón un extraño pasaje de una
obra del autor romano clásico, Séneca, escrita muchos siglos antes.
La cita, tomada del acto segundo de Medea, es la siguiente:
“Llegará
una época, en la última era del mundo, en que el océano aflojará las
cadenas de lo que (ahora) contiene y la tierra aparecerá en toda su
gloria. Tetis (el mar) dejará al descubierto nuevos continentes y
Tule no será ya el fin del mundo...”
¿De dónde obtuvo Séneca la idea de los continentes sumergidos en el
Océano? ¿De su imaginación, de Platón o de otras fuentes? ¿Cuan
generalizada era esta creencia en la época clásica? Actualmente sólo
podemos hacer conjeturas, pero hay fuertes indicios de que Colón
estuvo influido por los autores clásicos en sus propias
especulaciones.
Sección del mapa de Bennicasa (1482). La Península Ibérica está en
la parte superior; el barco apunta hacia el Norte.
Hacia el costado superior derecho del barco aparecen indicadas las
“islas Fortunatas de san Brandan”, y bajo el barco,
a la izquierda, se muestra el conglomerado llamado “Isla Salvaje”y
“Antilla”.
Una de las fuentes que nos lleva a creer en esta sugerencia es
alguien que estaba personalmente relacionado con el Almirante y
conocía sus ideas: su hijo Fernando, que escribió estas palabras en
un ejemplar de Medea: “Esta profecía fue cumplida por mi padre, el
Almirante Cristóbal Colón, en 1492”.
López de Gomara, autor de la Historia General de las Indias (1552)
atribuye especialmente a Colón las hazañas de haber “leído Timeo y
Critias, de Platón, donde obtuvo información acerca de la gran isla
y de un territorio sumergido que era mayor que Asia y África”.
Fernández de Oviedo afirmó incluso que los monarcas españoles
poseían los derechos sobré las nuevas tierras americanas (Historia
General y Natural de las Indias, 1525), ya que, según él, Héspero,
un rey prehistórico español, era hermano de Atlas, gobernante del
territorio opuesto de Marruecos, y Héspero también reinaba sobre las
Hespérides, “las islas de Occidente”:
...A cuarenta días de navegación, como todavía se encuentran, más o
menos, en nuestra época... y como las halló Colón en su segundo
viaje... deben por ello ser consideradas estas Indias tierras de
España desde la época de Héspero... las cuales revirtieron a España
(por medio de Colón)...
Fray Bartolomé de Las Casas, sacerdote y escritor contemporáneo,
tenía sus razones personales para disentir de Fernández de Oviedo.
Su propósito, muy laudable, era proteger a los indios del Nuevo
Mundo, cuyo trato por parte de los conquistadores españoles estaba
desembocando en un genocidio. Las Casas objetó ese derecho de
dominio basado en las Hespérides o la Atlántida. Sin embargo, al
comentar acerca de Colón, en su Historia de las Indias (1527),
observó:
...Cristóbal Colón pudo naturalmente creer y esperar que aun cuando
aquella gran isla (la Atlántida) estaba perdida y sumergida,
quedarían otras, o por lo menos, quedaría tierra firme, que él
podría encontrar, si la buscaba...
Otro de los autores de la época del descubrimiento del Nuevo Mundo,
Pedro Sarmiento de Gamboa, escribió en 1572: las Indias de España
eran continentes al igual que la isla Atlántica, y en consecuencia,
la propia isla Atlántica, que estaba frente a Cádiz y se extendía
sobre el mar que atravesamos para venir a las Indias, el mar que
todos los cartógrafos llaman océano Atlántico, ya que la isla
Atlántica estaba en él. Y así hoy navegamos sobre lo que antes fue
tierra firme.
Cuando los invasores españoles de México supieron que los aztecas
provenían de una
tierra llamada Aztlán, llegaron a la convicción de que descendían de
los atlantes y esto vino a reforzar el derecho de los españoles a la
conquista, aunque nunca pensaron que necesitaban justificación para
llevarla a cabo. La palabra “azteca” significa gentes de Az o Aztlán
(los aztecas solían llamarse a sí mismos tenocha o nahua).
Si los invasores españoles del Nuevo Mundo se vieron influidos en
algún sentido por el recuerdo de la Atlántida o de las Hespérides,
la población india de la zona central de Sudamérica estaba
convencida, por otra razón, pero relacionada con la misma mística
histórica o legendaria, de que los españoles eran sus dioses
civilizadores o sus héroes, que habían regresado de las tierras
orientales. Tanto fue así que se vio psicológicamente incapaz de
oponerles resistencia, hasta que ya fue demasiado tarde.
Durante muchos años, los toltecas, mayas y aztecas y otros grupos
mesoamericanos, así como los chibcha, aymará y quechua, de
Sudamérica han conservado leyendas acerca de misteriosos hombres
blancos extranjeros provenientes del Este, que les enseñaron las
artes de la civilización y posteriormente partieron, diciendo que
volverían de nuevo. Según la tradición, Quetzalcóatl, el barbado
dios blanco de los aztecas, y sus predecesores, los toltecas, habían
navegado de regreso a su propio país en el mar de Oriente
—Tollán-Tlapalan— después de haber fundado la civilización tolteca.
Dijo que algún día habría de volver para gobernar nuevamente aquella
tierra. Este mismo Quetzalcóatl, “la serpiente emplumada”, era
adorado entre los mayas con el nombre de Kukulkán.
Relato gráfico azteca que muestra la confusión del emperador
Moctezuma al tratar de establecer,
mediante amuletos y
profecías, si los conquistadores eran mensajeros de Quetzalcóatl.
Cuando los españoles llegaron a México, Moctezuma (Montezuma), el
emperador azteca, al igual que muchos de sus súbditos, creían que
Quetzalcóatl, o al menos sus mensajeros, habían reaparecido
repentinamente. Incluso llamaban a los españoles “teules” “los
dioses”, especialmente porque su llegada había sido anunciada por
numerosos portentos y profecías. Debido a la más notable
coincidencia, los españoles aparecieron en 1519, a finales de uno de
los cincuenta y dos ciclos del calendario azteca. Uno de los
aspectos de este ciclo era el relacionado con el reiterado
nacimiento de Quetzalcóatl, lo que hizo pensar a los desconcertados
aztecas que él o sus mensajeros habían vuelto en el aniversario de
su nacimiento.
Papantzin, la hermana de Moctezuma, había tenido una visión de
hombres blancos que llegaban desde el océano, que fue interpretada
por Moctezuma y los sacerdotes aztecas como un presagio del
prometido retorno de Quetzalcóatl. Moctezuma esperaba ya el regreso
del dios cuando los españoles aparecieron frente a él. El emperador
dio instrucciones a sus primeros enviados de que los recibieran con
presentes “para darles la bienvenida al hogar”, a México.
Los aztecas se sorprendieron luego, al advertir que los dioses que
regresaban al hogar
comían “alimentos terrenales” y que mostraban una preferencia muy
poco divina por las
doncellas locales, a las que querían vivas y no como víctimas
sacrificadas en su honor. La
población indígena de México que sobrevivió a la masacre española
tendría que aprender muchas más cosas aún acerca de los “dioses” en
el proceso de su conquista por dos continentes.
El bien organizado imperio de los incas, en el Perú, también
conservaba una profecía que se atribuía al duodécimo inca. Según
contó su hijo Huáscar a los españoles, su padre había dicho que
durante el reino del decimotercer inca vendrían hombres blancos
desde “el sol, nuestro padre” para gobernar el Perú. (El
decimotercer inca fue el hermano de Huáscar, Atahualpa, quien
mientras era ahorcado por los españoles, tuvo tal vez un momento
para comprender la profunda verdad que encerraba la profecía.)
En casi todos los lugares que conquistaron, los españoles se vieron
ayudados por leyendas y creencias de los propios indios acerca de
sus orígenes, el origen de su civilización y respecto al hecho de
que los dioses volverían para reinar sobre sus tierras, procedentes
del Este. En el estudio acerca de la Atlántida, las leyendas
amerindias (o indoamericanas) respecto a un origen oriental son un
tema constante a considerar, y que a menudo produce confusión.
Los antropólogos consideran, en general, que los indios procedían
(como suelen creerlo ellos mismos) de Siberia y que pasaron al
continente americano por el estrecho de Behring para descender luego
hacia el Sur. Sus características raciales —pelo liso y negro,
escaso vello en el rostro y el “punto mongólico” en los recién
nacidos— parecen confirmar esta teoría. Entonces, ¿a qué se deben
estas persistentes leyendas sobre su origen oriental y acerca de una
civilización que procedía del Este, o la leyenda común sobre una
gran inundación, que habitualmente están relacionadas con la
destrucción o el hundimiento de una tierra situada en el Este?
Una posible explicación es que una parte de la población amerindia
proceda del Este o que, por lo menos, de allí llegaron influencias
culturales importantes. Tal vez por esta razón, las tribus se
enorgullecían de esta asociación cultural que constituía el
equivalente prehistórico del orgullo de los norteamericanos actuales
respecto a sus “antepasados que llegaron en el Mayflower”.
Se han
advertido algunas trazas culturales entre los amerindios del
Atlántico, o que poseen antecedentes atlánticos, como por ejemplo la
momificación de los cadáveres atlánticos, algunas leyendas comunes y
prácticas religiosas similares a las de Europa y del antiguo mundo
mediterráneo: el uso de cruces, el bautismo, la absolución de los
pecados y la confesión, el ayuno, la mortificación de sí mismo y la
consagración de las vírgenes al culto. Estas similitudes de sus
religiones hicieron que los españoles las considerasen trampas
diabólicas.
También se encuentran analogías arquitectónicas con
Egipto —la construcción de pirámides y otras—, al igual que la
escritura en forma de jeroglíficos. En los restos arqueológicos que
se han conservado hasta ahora, estatuas y relieves, cuya época aún
no ha sido definida con exactitud, representan a elementos no
indios, blancos y negros, que a menudo están vestidos de una manera
que recuerda el mundo mediterráneo.
Por ejemplo, las enormes cabezas
de piedra que se han hallado en Tres Zapotes, cerca de Veracruz, que
muestran claros rasgos negros y otras estatuas más pequeñas,
correspondientes a la cultura olmeca y las representaciones mayas de
estatuas y cerámica halladas en La Venta, donde aparecen hombres
blancos de barba, con nariz semítica, y que usan ropas, zapatos y en
ocasiones yelmos que son completamente distintos a los de los mayas.
Los sellos cilindricos y los ataúdes de momias con anchas bases
encontradas en Palenque, Yucatán, son también característicos de
esta parte de México, más próxima al Atlántico y a la corriente
ecuatorial Norte, que fluye hacia el Oeste.
Debemos observar también que los habitantes del Nuevo Mundo han
estado aquí durante un largo período. La fecha de la aparición del
hombre en América está siendo constantemente modificada en la
historia y se sitúa actualmente entre 12.000 Y 30.000 años. Además,
todas las características indígenas no corresponden a las de las
razas del Norte de Asia, especialmente la nariz aguileña. Existen
numerosos testimonios de los primeros conquistadores y exploradores
españoles, que hablan de indios blancos y negros y de muchos matices
intermedios en el color de su piel. También describen otaros
amerindios de cabello castaño.
De este último tipo se han hallado
algunos ejemplares al examinar momias del Perú.
La afirmación de que todos los amerindios y su cultura provienen de
Asia, constituye
una simplificación excesiva. Un estudioso del tema nos ha legado un
comentario muy sugestivo acerca de este supuesto tráfico en una sola
dirección. Afirma que las tribus indígenas no llevaban consigo
animales domésticos asiáticos, en su aparente emigración desde Asia,
ya que los españoles no encontraron ninguno cuando llegaron a
América, con excepción de un perro, antecesor directo del chihuahua,
que es originario de México.
Al examinar los animales que existían
en el continente americano en la época del descubrimiento surge la
cuestión de si los indios emigrantes habrían transportado o
arrastrado lobos, panteras, leopardos, ciervos, cocodrilos, monos y
osos cuando atravesaron el estrecho o la que entonces era península
de Behring. Si estos animales no aparecieron espontáneamente en el
continente americano, ello significa, obviamente, que llegaron por
sus medios, desde Europa o África, desplazándose sobre puentes
terrestres, que actualmente se hallan sumergidos. Y si los animales
pudieron hacerlo, ¿por qué no los indios?
La Atlántida estuvo a punto de tener de nuevo cierta influencia en
la historia durante el siglo XIX, cuando Lord Gladstone, Primer
ministro británico durante el reinado de la reina Victoria, trató de
hacer aprobar una ley por el Parlamento en la que se destinarían
fondos para la búsqueda de la Atlántida. El proyecto de ley fue
derrotado por miembros del gobierno que aparentemente no compartían
el entusiasmo de Lord Gladstone.
Durante el siglo XX se han formado en Europa algunas sociedades
interesadas en la Atlántida (véase el capítulo 9), pero todavía no
han alcanzado una importancia “histórica”. Una de ellas, llamada
Principado de la Atlántida, fue organizada por un grupo de
científicos daneses y llegó a contar con muchos miles de miembros.
Como máxima figura representativa se escogió al príncipe Cristian de
Dinamarca, con el título de Príncipe de la Atlántida.
Como era
descendiente directo de Leif Ericson, marino vikingo y uno de los
primeros descubridores de territorios oceánicos, la elección pareció
muy acertada.
Aunque el tema de la isla-continente parece lejos de haber muerto,
su influencia futura en la historia adoptará tal vez la forma de una
nueva apreciación de nuestra historia y nuestros orígenes. Salvo que
ocurriesen hipotéticos conflictos entre países, acerca de las
tierras atlánteas emergidas, en caso de que se cumpliera la
predicción de Cayce. La prehistoria del hombre es llevada cada vez
más atrás a lo largo de las brumas del tiempo.
Desde la interpretación bíblica ofrecida por el obispo de Dublín,
James Usher, en el siglo XVII, según la cual el mundo comenzó en el
año 4004 a.C., hemos progresado hasta el punto en que ahora se cree
que el hombre capaz de utilizar herramientas estuvo presente sobre
la tierra desde hace varios millones de años. La arqueología está
también empeñada en el proceso de revaluar los datos respecto a la
primera aparición del hombre “civilizado”, que se considera en la
actualidad muy anterior a lo que antes se suponía. Quedan aún muchos
espacios en blanco en la historia de la Humanidad, y la Atlántida
podría ser uno de ellos.
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