La Atlántida y los científicos


Aristóteles, que fue alumno de Platón y luego fundó una escuela filosófica en competencia con la de éste, tomó el abrupto final del relato platónico acerca de la Atlántida como prueba concluyente de que la isla sumergida sólo había existido en la imaginación del filósofo, y observó sucintamente: “Aquel que la creó la ha destruido...”


A partir de entonces, Aristóteles se convirtió en el primero de una larga lista de escépticos respecto a la existencia del continente perdido, en una polémica que se ha prolongado durante siglos e incluso milenios.


La comunidad académico-histórica oficial y, en menor grado, el mundo científico, han observado desde hace tiempo el problema de la Atlántida con escepticismo, incredulidad e incluso hilaridad. Los historiadores, como es natural, muestran muy poco entusiasmo por la “historia intuitiva”, basada en “memorias de raza”, que es la base de una gran parte de la literatura que se ha vertido acerca de la isla de Platón. Además, cualquier examen serio de la teoría atlántica, incluso si estuviera fundamentado en lo que ya ha sido descubierto, echaría por tierra muchos de los dogmas existentes acerca de la civilización primitiva y obligaría a una reelaboración de nuestra historia antigua. Sin embargo, gracias a las nuevas técnicas de investigación arqueológica, en la tierra o en pantanos o bajo el mar, de restauración y especialmente de precisión de fechas históricas, gran parte del misterio debe quedar resuelto en un futuro no muy lejano.


Acepte uno la teoría de la Atlántida o no, el estudio del problema tiene un efecto casi hipnótico, no sólo en aquellos interesados en demostrar la existencia de la isla, sino también en quienes se han dedicado a demostrar que se trata de un sueño o una falsedad. Por ejemplo, uno de los mejores y más completos libros sobre la materia escritos en español concluye que el estudio del problema es una pérdida de tiempo, pese a los años que el propio autor le ha dedicado. Algunas veces, obras “anti-atlánticas” como ésta han proporcionado inadvertidamente nuevas pruebas que refuerzan la teoría atlántica, tras hacer un examen detallado de las distintas-fuentes y estudios.


No obstante, el hecho cierto es que el mundo oficial de la investigación y la historia sigue sin convencerse, debido a la falta de pruebas más concretas. Pero los modernos partidarios de la Atlántida tienen una respuesta para ello en la obra del gran autor del siglo XIX, Donnelly, cuando dice:

Durante mil años se creyó que las leyendas de las ciudades enterradas de Pompeya y Herculano eran mitos. Se hablaba de ellas como de “las ciudades fabulosas” y, durante mil años también, el mundo de la cultura no dio crédito a las narraciones de Heródoto acerca de las maravillas de las antiguas civilizaciones del Nilo y de Caldea. Le llamaron “el padre de los mentirosos” e incluso Plutarco se burló de él. Ahora, ...cuanto más profundas y completas se hacen las investigaciones modernas, mayor es el respeto que se siente por Heródoto...

Donnelly anota también que la circunnavegación de África por los egipcios, en tiempos del faraón Ne-cao, merecía dudas, debido a que los exploradores informaron que el Sol estaba al norte de ellos tras cierto período de navegación a lo largo de la costa, dando a entender que habían cruzado el Ecuador. En otras palabras, la prueba misma de su viaje fue la causa de la posterior incredulidad. (Sin embargo, ahora nos demuestra que los navegantes egipcios anticiparon en más de dos mil cien años el descubrimiento del cabo de Buena Esperanza por Vasco de Gama.)


Podrían agregarse numerosos ejemplos de incredulidad a éste que nos proporciona Donnelly: la negativa a creer en la existencia del gorila y el okapi antes de que se encontrasen ejemplares de estos animales “míticos”. Recientemente, se hallaron también los “dragones” de Komodo. En el campo de la ciencia, recordemos sólo una de las muchas creencias refutadas: la posibilidad de transmutar metales, algo que es posible, según ha demostrado la ciencia moderna, y que ha resultado digno de los esfuerzos realizados durante todas las épocas por los alquimistas.


En arqueología, además de los casos de Pompeya y Herculano, en que los descubrimientos reivindicaron la leyenda, habría que señalar también las dudas muy generalizadas que existían acerca de los informes sobre “ciudades indígenas perdidas” en la jungla de América Central antes de su descubrimiento en el siglo XIX y antes del verdadero furor arqueológico que los hallazgos desencadenaron. Por otra parte, durante mucho tiempo se creyó que las inscripciones persas, babilónicas y asirías del Oriente Medio eran elementos decorativos, y no signos de un lenguaje escrito, hasta que fueron descifradas y proporcionaron una historia detallada de una zona que los habitantes nativos de la época habían ignorado u olvidado por completo.


Tal vez la más notable de todas las evidencias obtenidas en arqueología fue la de Heinrich Schliemann, quien, en 1871, descubrió Troya, o al menos una serie de ciudades superpuestas en Hissarlik, Turquía, el lugar donde se supone que se hallaba emplazada. Y, durante mucho tiempo, Troya también había sido considerada un mito. Cuando era joven, Schliemann se vio influido por un litograbado de la guerra troyana que mostraba las enormes murallas de la ciudad. Su tamaño le llevó a creer que era imposible que hubiese desaparecido por completo.

 

Mientras desarrollaba una brillante carrera como hombre de negocios, prosiguió sus estudios sobre la época homérica, hasta que finalmente abandonó su carrera en 1863, en busca de Troya, cosa que consiguió basándose fundamentalmente en los escritos clásicos de que disponía. Su descubrimiento sirvió para dar un enorme impulso a la arqueología moderna. Posteriormente hizo importantes descubrimientos en Micenas y en otros lugares.

 

Algunos especialistas le han criticado por su excesiva prisa por afirmar que sus hallazgos —sin duda importantes— correspondían en realidad a lo que buscaba, al objeto de su investigación. Por ejemplo, la hermosa máscara de oro de Agamenón, en Micenas, es sin duda máscara de alguien, pero no se ha demostrado aún que fuera la de Agamenón.


Debido a una serie de circunstancias muy curiosas, las actividades de un nieto de este famoso e intuitivo arqueólogo han acarreado un considerable desprestigio a la teoría de la Atlántida. En un artículo escrito para los periódicos de la cadena Hearst, en 1912, Paul Schliemann sostuvo que su abuelo, que durante mucho tiempo había estado interesado en el tema de la isla sumergida, escribió poco antes de su muerte, en 1890, una carta sellada que debía ser abierta por un miembro de su familia, el cual habría de dedicar su vida a las investigaciones que en ella se señalaban.


Paul afirmó también que una hora antes de su muerte, su abuelo agregó un post-scriptum abierto con las siguientes instrucciones: “Rompa el cántaro con la cabeza en forma de búho. Examine su contenido. Se refiere a la Atlántida”. Según él, no abrió la carta, que estuvo depositada en un banco francés hasta 1906. Cuando finalmente la abrió, supo que su abuelo había encontrado durante sus excavaciones en Troya un cántaro de bronce que contenía algunas tabletas de barro, objetos metálicos, monedas y huesos petrificados.

 

El cántaro tenía una inscripción en que se leía en escritura fenicia:

“Del rey Cronos de la Atlántida”.

Según Paul Schliemann, su abuelo había examinado un vaso de Tiahuanaco y encontrado en el interior restos de cerámica de la misma composición química, y objetos metálicos de una aleación idéntica, compuesta de platino, aluminio y cobre. Llegó a la convicción de que estos diversos objetos estaban relacionados por medio de un punto central de origen: la Atlántida.

 

Según el mismo Paul Schliemann, su abuelo prosiguió sus muy productivas investigaciones, encontrando diversos papiros manuscritos en San Petersburgo referentes a la prehistoria de Egipto. Uno de ellos hablaba de una expedición por mar realizada por los egipcios en busca de la isla-continente. Estos trabajos fueron realizados en secreto (cosa que, en realidad, sería bastante impropia de Heinrich Schliemann) hasta su muerte.


El joven Schliemann escribió que había realizado sus propias investigaciones antes de regresar a París y rompió el cántaro con la cabeza en forma de búho, en el que encontró un disco metálico blanco, mucho más ancho que el cuello del cántaro “en uno de cuyos costados había grabados extraños signos y figuras que no se parecen a nada que yo haya visto, en escrituras o jeroglíficos”. En el otro lado había una inscripción fenicia arcaica:

“...Procedente del templo de las murallas transparentes”. Entre otras piezas de la colección de su abuelo, Paul afirmó haber encontrado un anillo de aleación desconocida, una estatuilla de elefante labrada en un hueso petrificado y un mapa que había utilizado un navegante egipcio que andaba a la búsqueda de la Atlántida. (¿Sería posible que lo hubiese obtenido en préstamo en el museo de San Petersburgo durante sus investigaciones?) Prosiguiendo sus propias pesquisas en Egipto y África, Paul Schliemann halló otros objetos del misterioso metal que le llevaron a pensar que había reunido cinco eslabones de una cadena: “Las monedas de la colección secreta de mi abuelo, la moneda del cántaro de la Atlántida, las monedas del sarcófago egipcio, la moneda del cántaro de América Central y la cabeza (metálica) de la costa de Marruecos”.

Un observador neutral podría equiparar la preocupación de Paul Schliemann por encontrar monedas misteriosas con un deseo muy comprensible de ganar más dinero moderno, especialmente porque primero ofreció su historia a una cadena de periódicos y luego ninguno de sus hallazgos resistió una investigación seria. Las palabras finales de su artículo acerca de sus descubrimientos fueron: “Si quisiera decir todo lo que es, se acabaría el misterio”.


Esta es sin duda una de las declaraciones más insólitas de la historia de la investigación científica. Si las afirmaciones de una persona están respaldadas por reliquias o utensilios que pueden tocarse y examinarse, no hay duda de que están dentro de un terreno sobre el cual las instituciones oficiales, históricas y científicas, poseen autoridad para rechazarlas o aceptarlas como verdaderas.

 

Pero gran parte de la investigación atlántica se ha orientado en otras direcciones, como la de una memoria colectiva de raza, los recuerdos basados en la reencarnación, los recuerdos heredados e incluso el espiritismo. Tales investigaciones están necesariamente fuera, tanto del alcance como del campo propio del trabajo académico. Estas formas espirituales o incorpóreas de abordar la cuestión de la Atlántida desde varias fuentes han suscitado una gran variedad de información. Parte de ella coincide con las teorías atlánticas generales, pero otra es sorprendentemente distinta.


Edgar Cayce constituye un ejemplo de lo que acabamos de decir. Profeta clarividente e investigador en psiquiatría, murió en 1945, pero su colección de “entrevistas psíquicas” se ha convertido en la base de la fundación que lleva su nombre y que también se llama Asociación para la Investigación y la Cultura. Esta institución tiene su sede en Virginia Beach y cuenta con centros en diversas ciudades norteamericanas y en Tokio, y presenta las características de un movimiento en el que la Atlántida ocupa un lugar importante.


Las entrevistas de Gayce son el resultado de sus recuerdos personales acerca de encarnaciones anteriores propias y las de otros individuos “leídas” por él. Alrededor de setecientas de las entrevistas concedidas por este vidente a lo largo de varios años, para responder a preguntas que se le formulaban mientras se hallaba en trance, se refieren específicamente a acontecimientos de la historia ocurridos en la época de la Atlántida y a predicciones que aún deben cumplirse, como en el caso del templo “atlántico” submarino, frente a las costas de las Bimini. Un hallazgo futuro particularmente interesante ha de ser el de una cámara sumergida que contiene documentos atlánticos, que se producirá como anticipación de la nueva emersión de la isla-continente. La cámara sellada será descubierta siguiendo las líneas de las sombras proyectadas por el sol de la mañana al caer sobre las patas de la esfinge.


En las conferencias de Cayce, la isla de Platón se sigue desde sus orígenes hasta su edad de oro, con sus grandes ciudades de piedra provistas de todas las comodidades modernas, como medios de comunicación de masas, transporte aéreo, marítimo y terrestre, y algo que aún no hemos alcanzado, como es la neutralización de la gravedad y el control de la energía solar por medio de cristales eléctricos o “piedras de fuego”.


El mal uso de estos cristales provocó dos de los cataclismos que acabarían por destruir la Atlántida. A diferencia de lo que ocurre en nuestra época, existía una conexión entre las invenciones materiales y la fuerza espiritual, así como una mayor comprensión y comunicación con los animales, hasta que el materialismo y la perversión pusieron fin a la edad de oro.


El deterioro de la civilización atlántica hizo que su destrucción resultara segura, de acuerdo con los relatos de Cayce. El descontento de la población, la esclavitud de los obreros y las “mezclas” (productos de cruces de hombres y animales), el conflicto entre los “hijos de la Ley de Uno” y los depravados “hijos de Belial”, los sacrificios humanos, el adulterio y la fornicación generalizados y el mal uso de las fuerzas de la naturaleza, especialmente la utilización de “piedras de fuego” para el castigo y la tortura, fueron algunos de los elementos que contribuyeron al desastre.


Otros investigadores en ciencias ocultas y psiquiatría, como W. Scott Elliot, Madame Blavatsky y Rudolph Steiner, se basan en el ocultismo para obtener su información. Su opinión general es que la Atlántida provocó su propia destrucción, porque se dejó ganar por el mal. Esta es una opinión que comparten no sólo Spence y el historiador ruso Merezhowski, sino también Platón y los autores del Génesis y de las leyendas de inundaciones cuando describen la perversidad del mundo anterior a la inundación.


En cuanto al relato de Cayce acerca del deterioro o autodestrucción de la Atlántida, basta sustituir las palabras “maldad” por “materialismo” y “los cristales” o las “piedras de fuego” por “la bomba” y se obtiene un mensaje muy interesante, que proviene de una época anterior al comienzo de la era atómica, pero que resulta aplicable a nuestro tiempo. Las profecías de Cayce sobre el resurgimiento de la Atlántida serían muy dudosas bendiciones si se cumplieran, ya que la ciudad de Nueva York “desaparecerá en su mayor parte”, y la costa oeste “será destrozada” y casi todo Japón “se hundirá en el mar”.

 

No es extraño, pues, que los neoyorquinos, californianos y japoneses tengan el mayor interés en que Cayce se equivoque, aunque hemos de decir que sus anteriores predicciones sobre disturbios raciales, asesinatos de presidentes y terremotos en el valle del Mississippi, resultaron inquietantemente correctas.


La investigación psíquica no se considera todavía fuente fiable para establecer la verdad histórica, de manera que el voluminoso material psíquico acerca de la Atlántida representa solamente una parte de la literatura especializada que, en el mejor de los casos, merece un calificativo de “sin comentarios” de parte de la comunidad científica o arqueológica.


Todos aquellos que comparten la creencia en la existencia de la isla-continente y el deseo de comprobarla han formado organizaciones, cuyas actividades han servido algunas veces para debilitar, en lugar de fortalecer, la aceptación generalizada de la Atlántida como un ente histórico. En Francia este tipo de instituciones florecieron durante el período transcurrido entre las dos guerras mundiales.

 

Les Amis d’Atlantis (Los amigos de la Atlántida), fundada por Paul Le Cour, publicaba también una revista con el nombre de la isla platónica. Otro grupo, la Societe d’Études Atlantéennes (Sociedad de Estudios Atlánticos) tuvo un revés moral y físico cuando una de sus reuniones en la Sorbona fue interrumpida por el estallido de bombas lacrimógenas arrojadas por algunos miembros que aparentemente preferían estudiar la cuestión atlántica en forma intuitiva y no científica.

 

El presidente de la sociedad, Roger Dévigne, admitió en un informe posterior que la sociedad “está afectada por el descrédito que legítimamente se han ganado estos sueños, a los ojos del mundo científico”, y luego menciona la “prudente desconfianza” que inspiraba el aspecto de algunos socios que “usaban emblemas atlánticos en sus solapas, en su camino hacia picnics atlánticos...”


Sin embargo, los escritos de otros atlantólogos han sido objeto de un minucioso y generalmente reprobador examen por los microscopios de la “institucionalidad”. El estilo imaginativo y visionario de los libros sobre el tema resulta de por sí molesto para los arqueólogos, que prefieren teorías concretas, sin el agregado de la poesía. El “Continente Perdido” es un tema tan romántico que los poetas se han inspirado en él muchas veces, y como no dejan de citarse en la mayoría de los libros sobre la isla sumergida, el tema de la Atlántida da más una impresión de fantasía que de realidad.


Aunque son neutrales en cuanto a la poesía atlántica, los autores contrarios a la tesis de la isla-continente suelen ser tan rotundos a la hora de negar la posibilidad de que haya existido, como sus partidarios al apoyarla. Como ejemplo de estas posiciones negativas, se puede citar el informe del doctor Ewing, de la Universidad de California, que “pasó trece años explorando la cordillera del Atlántico central” y “no encontró rastro alguno de ciudades sumergidas”. ¿No es éste uno de esos casos en que se dice: “la busqué y no pude encontrarla, así que obviamente no existe”?


Si los palacios y templos de la Atlántida yacen destrozados y arruinados en los terrenos de la Atlántida, deben estar cubiertos por una gran cantidad de sedimentos y lodo, de manera que resultaría difícil encontrarlos e identificarlos, después de miles de años, sirviéndose tan sólo de un sistema de “verificación parcial”. Algo parecido ocurriría si los viajeros del espacio, después de lanzar redes al azar sobre la Tierra desde sus platillos volantes y durante sus viajes nocturnos, sin ver dónde las echaban, las recogieran y, al comprobar que no habían caído en ellas ni animales ni personas, concluyesen que no existe vida sensorial en el planeta.


Incluso las ciudades submarinas del Mediterráneo han sido descubiertas en épocas comparativamente recientes y en aguas relativamente poco profundas. La elevación general del nivel del mar que ha venido produciéndose desde la época clásica, ha provocado la desaparición bajo las aguas de amplios sectores de ciudades muy conocidas en la historia y que en la actualidad deben ser estudiadas mediante excavaciones y utilizando nuevas técnicas especialmente desarrolladas por la arqueología submarina.


Entre estas ciudades o sectores de ciudades sumergidas se encuentra Baiae, una especie de Las Vegas de la Antigüedad, y muchas otras situadas en la costa occidental de Italia, en los alrededores de Nápoles, en la costa adriática de Yugoslavia y también en sectores de Siracusa, en Sicilia, Leptis Magna, en Libia, Cencrea, el puerto de Corinto, en Grecia, y los viejos muelles de Tiro y Cesárea, por mencionar solamente algunos.


Sin duda que aún quedan muchos hallazgos arqueológicos por descubrir. Los campos que Aníbal utilizó como zona de adiestramiento, antes de su invasión de Roma, yacen bajo aguas poco profundas, frente a Peñíscola, en la costa oriental de España. Cousteau nos habla de su hallazgo de una carretera pavimentada en el fondo del océano, mar adentro en el Mediterráneo, por el cual nadó hasta verse obligado a volver a la superficie, pero que luego no pudo volver a encontrar. Helike se hundió frente al golfo de Corinto, en un terremoto, pero permaneció visible en el fondo durante cientos de años.

 

En realidad, era una atracción turística para los visitantes romanos de Grecia, que pasaban sobre el lugar en sus embarcaciones, admirando las ruinas visibles en el agua transparente, sobre todo la estatua de Zeus, que aún podía verse de pie en el fondo del mar. Esta ciudad se está buscando de nuevo en la actualidad y tal vez yace bajo los sedimentos, en las profundidades del golfo, o se halla sepultada bajo tierra, debido a fenómenos sismológicos.


No todas las ciudades sumergidas, reales o imaginarias, están en el Mediterráneo. Ni mucho menos. En la India, frente a Mahabalipuram, en Madras, existen restos que ahora están siendo sometidos a investigación, y en el golfo de México, cerca de Cozumel, hay edificios submarinos presumiblemente de origen maya. En la Unión Soviética hay una ciudad sumergida en la bahía de Bakú, y se han extraído fragmentos de paredes decoradas con bajorrelieves de grabados de animales e inscripciones.


La tradición bretona sitúa la ciudad sumergida de Ys bastante cerca de la costa francesa. El hundimiento de Ys fue aparentemente provocado por Dahut, la hija de Gradlon, rey de los Ys, que abrió las compuertas de la ciudad con una llave robada, durante una borrachera con su amante y para ver qué ocurriría. El rey fue advertido y pudo ponerse a salvo en las tierras altas, galopando en su caballo, perseguido por las aguas.

 

Aparte de su significado en cuanto a la existencia de la delincuencia juvenil en la época primitiva, hace referencia probablemente a casos reales de establecimiento de colonos en la costa francesa que fueron luego cubiertos por el mar. Hace muchos años se produjo un importante reflujo de las aguas frente a la costa de Bretaña y durante un corto lapso quedaron a la vista en el fondo del mar unos amontonamientos de rocas que aparentemente eran construcciones. Sin embargo, las aguas volvieron a cubrirlas y el mar volvió a su nivel normal.
 

Estas ciudades perdidas y sumergidas en el Mediterráneo pueden presentar perspectivas muy interesantes, pero ¿cuál es su relación con la Atlántida? Existen varios elementos de contacto indudables. Un escritor que ha dedicado muchas energías a rebatir la tesis de Platón ha sugerido que durante la época civilizada no se han producido considerables hundimientos de terreno en el Mediterráneo. Lo cierto es, sin embargo, que las investigaciones realizadas en el fondo del Mediterráneo demuestran lo contrario. Un arqueólogo, dedicado a la búsqueda de los brazos de la Venus de Milo en el área próxima a Melos, en el mar Egeo, dio inesperadamente con las ruinas de una ciudad sumergida a unos 130 metros bajo la superficie, con caminos que salían hacia destinos ignotos y que descendían a una profundidad aún mayor.


Las ruinas submarinas que yacen en el fondo del Pacífico, frente a la costa del Perú y que fueron descubiertas por el doctor Menzies en 1966, a 200 metros de profundidad, aportarán pruebas más concluyentes cuando sean estudiadas -si alguna vez lo son-, acerca de la extensión de los hundimientos de terreno, en el período histórico en que el hombre ha tenido el suficiente nivel de civilización como para construir ciudades.


Quienes critican la teoría de la Atlántida creen que los que la sustentan no son otra cosa que visionarios o irresponsables; que la Atlántida nunca existió, que la tierra no se hundió en épocas históricas hasta el punto de hacer desaparecer un continente, y por último, de acuerdo con la “teoría de los desplazamientos continentales”, que nunca pudo existir porque no había lugar para ello, dada la forma de los continentes.

Forma en que los continentes encajarían unos con otros, según la teoría del “desplazamiento continental” de Wegener, Esta última referencia está en relación con la teoría de Wegener sobre el desplazamiento continental.

 

Sea que se comprenda o no su significado o explicación, lo cierto es que se trata de una tesis que al menos pueda ser verificada por cualquiera que tenga a su alcance un mapa del mundo y un par de tijeras. Porque, si se corta cada uno de los continentes por los bordes! puede apreciarse que algunos coinciden exactamente! como las piezas de un rompecabezas.

 

Esto es particularmente notable en la costa oriental de Brasil y la costa occidental de África, así como en la parte oriental de África y la costa occidental de Arabia, y la costa oriental de Groenlandia y occidental de Noruega. Incluso los tipos de roca y la formación de la tierra parecen ser idénticos en uno y otro.


Este fenómeno ya había sido advertido por otros geógrafos, como Humboldt, por ejemplo, mucho antes de que Alfred Wegener basara en él su teoría del “desplazamiento continental”. Wegener (que murió en 1930, trabajando como científico en las tierras heladas de Groenlandia tratando de probar sus teorías) pensaba que, originalmente, todos los continentes habían estado unidos en una sola masa terrestre, que luego se dividió para formar los que ahora conocemos, que desde entonces se han estado separando, como enormes islas flotantes en la sima de la corteza terrestre.

 

Según se cree, algunas masas terrestres, como Groenlandia, se están desplazando con mayor rapidez que otras. Un informe señalaba que Groenlandia estaba en curso de separación hacia Occidente, a un ritmo de más de quince metros por año. Nos vienen a la memoria los roedores noruegos que hemos citado como algo notable por el recuerdo instintivo que mostraban acerca de la Atlántida en su intento suicida de nadar hacia Occidente. (¡Tal vez no intentaban otra cosa que llegar a Groenlandia!)


Si la teoría del deslizamiento continental es correcta, y si todos los continentes pueden encajar unos en otros, ¿dónde deberíamos situar la Atlántida? La respuesta es: aproximadamente donde antes, porque aunque algunos de los continentes se encajan con toda exactitud, la unión de otros dejaría espacios considerables, especialmente en la región del Atlántico en la que la cordillera meso-atlántica se ensancha. De hecho, toda ella es como un reflejo de las formas que muestran la línea del límite occidental de Europa y África y la del límite oriental del continente americano.


De ahí que, al separarse los continentes, ciertas tierras quedaron atrás y luego se sumergieron. O sea que incluso en una teoría que a primera vista parece negar la existencia de la Atlántida, su presencia viene a constituir como la pieza que falta para completar un rompecabezas o resolver un misterio.


Los detractores de la teoría atlántica se han visto auxiliados en su afán de destruirla por algunos de sus demasiado exuberantes patrocinadores, así como también por algunos errores evidentes en sus informes. Donnelly y otros, que escribieron en una época en que la antropología estaba relativamente poco desarrollada, atribuyeron afinidades raciales a pueblos distantes, que luego se han demostrado falsas. En el campo de las similitudes de lenguaje, en cambio, son más vulnerables.

 

Le Plongeon, que hablaba la lengua maya, sostuvo que esa lengua era en una tercera parte “griego puro”. ¿Quién había llevado a América el idioma de Hornero?, o ¿quién llevó a Grecia el de los mayas? Puesto que ambos son todavía lenguas vivas, aquello era y es algo fácil de rebatir. Además, como hemos visto, Le Plongeon relaciona con gran entusiasmo los sistemas de escritura maya y egipcio, en circunstancias que no tienen un vínculo aparente, salvo que en ambos se utilizan símbolos.


Algo parecido ocurre con el chiapanac de los indios de México, que según se dice está relacionado con el hebreo, tal vez como consecuencia de la emigración de las diez tribus perdidas. Y con el de los indios otomíes, que se parecía al chino (debido a sus características tonales), lo mismo que el de los mandanes, que se asemeja al gales.

 

Casi todos los escritores “atlánticos” advierten en la referencia a la lengua vasca que se encuentra en el libro Families of Speech (Familias de Idiomas), de Farrar, una prueba del puente idiomático precolombino con América que habría existido por intermedio de la Atlántida. Farrar escribió:

“Nunca ha habido duda en cuanto a que este aislado lenguaje, pese a conservar su identidad en un rincón occidental de Europa, entre dos poderosos reinos, se parece en su estructura solamente a las lenguas aborígenes del vasto continente opuesto (América)”.

En su esfuerzo por mostrar las relaciones existentes entre idiomas muy distantes en el espacio, Donnelly comparó palabras de varias lenguas europeas y asiáticas que según sabemos ahora estaban vinculadas a las similitudes entre los idiomas persa y sánscrito. Esto no debería sorprender a nadie, y tampoco tendría que ser considerado como parte del estudio de la Atlántida. Sin embargo, puesto que dichas relaciones no eran conocidas en su época, podríamos considerar a Donnelly como una especie de pionero lingüístico, aunque se equivocara con frecuencia.

 

En su búsqueda de similitudes entre el chino y el otomí, por ejemplo, citó palabras chinas que no tienen el significado que él les atribuía. Tal vez las consiguió, como el obispo Landa en el caso del “alfabeto” maya de Yucatán, de un informador muy amable pero que sencillamente no entendió sus preguntas. Esto es algo corriente tanto para los lingüistas de entonces como los de ahora.


Además, Donnelly suele colocarse en situaciones difíciles, al presentar por ejemplo la palabra “huracán”, en distintos idiomas europeos y americanos, como una prueba de la difusión precolombina. Ese término correspondía al nombre del dios de las tormentas del Caribe, Hurakán, y existe en inglés, “hurricane”; en francés, “ourigan”; en español, “huracán”; en alemán, “Orkan”, etc. Lo que no tuvo en cuenta fue que la palabra no existió en esos idiomas antes del descubrimiento de América y de las durísimas experiencias vividas por los marinos europeos durante las tormentas tropicales del Caribe. No obstante, pese a todas las conclusiones obviamente apresuradas, y a las numerosas interpretaciones erróneas que abundan, hay algunos aspectos que resulta difícil desechar.

 

Se tiene la sensación de que existe algo más profundo, un recuerdo común de tradiciones culturales y religiosas, lenguas e historia perdida; algo similar a la relación entre las nueve décimas partes del iceberg que se hallan sumergidas en el agua y la décima parte que aparece en la superficie. Esa podría ser la explicación de que, a la manera del ave fénix que renace constantemente, la leyenda atlántica siga provocando oleadas de interés de una generación a otra y sobreviva a todas las críticas.

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La Atlántida: lengua y alfabeto


¿Qué idioma hablaban los atlantes? ¿Existe algún indicio de alguna lengua aislada y de gran antigüedad que tuviese relación con otras igualmente antiguas y que pudiese haberse convertido en verdadera reliquia?


La respuesta es casi demasiado fácil, porque en efecto tal lengua existe, y los vascos de la Antigüedad se muestran muy felices y de acuerdo respecto a que son descendientes de los atlantes. En general se cree que los antiguos iberos hablaban vascuence antes de las conquistas céltica y romana. Sprague de Camp, un notable investigador moderno, especialista en la isla-continente y autor de uno de los libros más completos sobre la materia, Lost Continents (Continentes perdidos), piensa que la inscripción del “anillo de Tartessos” podría estar escrita en la lengua vasca original, anterior a que los vascos adoptaran, las letras romanas.


La lengua vasca sigue siendo la única no clasificada, entre todas las de Europa. Cuando se estudia en profundidad no parece tampoco tener una relación muy estrecha con las de los indios de América, aunque presenta más afinidad con ellas que con las del grupo indogermánico, a las que no se parece en absoluto. En cuanto a su construcción presenta similitudes con otros idiomas aglutinantes, como el quechua (lenguaje de los incas) y los del grupo ural-altaico: finlandés, estoniano, húngaro, turco. Estos idiomas constan de palabras muy largas, incluso en el caso de los artículos y otras partes activas de la oración. Pero el vascuence también se asemeja al tipo de lenguaje polisintético, como el que hablan los indios americanos, los esquimales, etc., cuya peculiaridad lingüística radica en la existencia de palabras complejas que son realmente oraciones.


Algunas palabras vascas parecen datar de la época del hombre de Cro-Magnon y de las pinturas rupestres. La palabra correspondiente a “techo” significa literalmente “parte superior de la caverna”, mientras “cuchillo” está formada por vocablos que quieren decir “la piedra que corta”. La antigüedad de este pueblo parecería corresponder a la teoría de Spence acerca de oleadas migratorias separadas hacia España y Francia, ocurridas después de cada hundimiento parcial de la Atlántida.
Sin embargo, el vascuence no parece tener influencia visible sobre ningún otro idioma, ni estar influido por algún otro. Es una interesante reliquia de alguna otra cosa —tal vez un fósil viviente— que representa el lenguaje preglacial de Europa o, aún mejor, que constituye el sobreviviente único del idioma de la Atlántida.


Dado que, a diferencia de lo que le ocurría a Donnelly, ahora conocemos las numerosas conexiones existentes entre las lenguas indogermánicas y semíticas, no debemos asombrarnos cuando nos encontramos con palabras que se remontan hasta diversos y muy distintos lenguajes. Lo que aún nos sorprende, a pesar de todo, es el encontrar vocablos comunes allí donde no existió comunicación ni en forma de lenguaje ni ninguna otra, cual es el caso entre Europa y la América precolombina.


Como los idiomas tienen un número relativamente pequeño de unidades de sonido posibles (en lingüística se les llama fonemas), suelen producirse ciertas coincidencias sonoras en lenguas que no están relacionadas entre sí. En japonés, por ejemplo, la palabra “so” tiene el mismo significado que la inglesa “so”, cuando se utiliza como conjunción, y es un fonema autóctono y no importado después que se produjo el contacto con Occidente.


Los vocablos comunes que suelen hallarse en idiomas muy distantes indicarían cierta relación cultural o lingüística, o tal vez ambas. De ahí que resulte particularmente interesante encontrar en las lenguas indígenas americanas términos de contenido espiritual que presentan un notable parecido con otros de idiomas muy antiguos del otro lado del Atlántico.


En griego, thalassa era “el mar”, y en maya tha-llac significa “no sólido”, mientras Tlaloc, el dios del agua de los aztecas; estaba también relacionado con el mar. En la mitología caldea, Thalat era la diosa que reinaba sobre el caos. Atl significa agua en náhuatl (azteca) y lo mismo en el lenguaje beréber del norte de África.


Entre otras extrañas coincidencias podemos mencionar la que existe entre la palabra indígena americana que significa “gran espíritu” -manitu- y la hindú, manu, y entre la que identificaba a dios en náhuatl —teo (théulh)— y el término griego théos.
Hay otras similitudes de menor contenido espiritual pero que son sin embargo evocadoras. En vascuence argi es “luz”, mientras en sánscrito arq es brillante.

 

La palabra vasca correspondiente a rocío es garúa. El mismo sonido en quechua significa “llovizna” y ha sido adaptada al español a partir de esa lengua indígena. En náhuatl, tepec quiere decir colina, lo mismo que en las lenguas turcas de Asia central (tepe), y malko, término centroamericano que significa rey, se encuentra también en la lengua árabe (malik) y en hebreo (melek). Río se dice potamos en griego, y coincide con el potomac de los indios Delaware y también con el poti de los indígenas brasileños del grupo lingüístico tupoguaraní.

 

Esta era la lengua hablada por los indios del Paraguay y del sur del Brasil, y presenta coincidencias con idiomas con los que aparentemente no tiene ninguna relación. Mencionamos sólo algunos ejemplos: en guaraní oka significa “hogar”, lo mismo que oika en griego, y ama, “agua”, se parece al ame (lluvia) japonés. En quechua, el lenguaje de los incas, runa es persona, similar al rhen chino, que significa “persona” u “hombre”.

 

En el antiguo Egipto anti era “alto valle”, y en quechua, andi es “alta cumbre” o “cordillera”. Y aunque tal vez sea onomatopéyico, la palabra quechua para decir leche es ñu-ñu y en japonés, g’yu-n’yu.

 

El lenguaje de la pequeña tribu de los indios mandanes, que estuvieron emplazados en Missouri y fueron prácticamente exterminados por la viruela en 1838, muestra algunas asombrosas similitudes con el gales. He aquí algunas:

Gales      Mandan
bote        corwyg koorig
remo       rhwyfree ree
viejo        hen her
azul        glas glas
pan         barra bara
perdiz     chugjar chuga
cabeza   pen pan
grande    mawr mah

Sin embargo, la similitud entre la perdida lengua mandan y el gales podría tener una explicación más directa en la teoría de que los mandanes eran descendientes de los seguidores del príncipe gales Madoc, quien en 1170 navegó hacia Occidente desde Gales para fundar una colonia, y jamás regresó.


Pero, aunque algunas de las lenguas amerindias muestran ciertas coincidencias en cuanto a sonido y significado con otras trasatlánticas o traspacíficas, todavía no existen pruebas de que existiera una relación mucho más íntima, a excepción, desde luego, de las tribus de Alaska y Siberia, que estaban lo bastante cerca como para cruzar las fronteras naturales o construidas por el hombre.

 

En cuanto a las demás es perfectamente posible que algunas palabras fueran introducidas por exploradores precolombinos, como Ma-doc, o por viajeros que se extraviaron, como los “seres de piel colorada” que aparecieron repentinamente frente a la costa de Alemania, navegando en una larga canoa, en el siglo I a.C. y que fueron esclavizados y entregados como presentes al procónsul romano de la Galia.

 

Estos, que aparentemente eran indios, no tuvieron tiempo de hacer ninguna aportación de carácter lingüístico, pero el hecho de que para la travesía se sirvieran de una canoa parece un indicio de cómo pudieron haberse efectuado algunos contactos culturales y lingüísticos en la época anterior a Colón. Es obvio que de no haber estado el mar de por medio, habrían resultado mucho más fáciles.


Aparte de las coincidencias, deberíamos buscar una clave, una palabra incluso, que pudiese relacionar, no uno o dos, sino muchos pueblos, tribus y naciones completamente distintos y apartados entre sí, y que al mismo tiempo revelaría una difusión mayor y más temprana. Debería ser elemental, fácilmente reconocible e incluir, en lo posible, una lengua supuestamente “atlántica”, como el vascuence o alguna de las pertenecientes a los grupos lingüísticos indoamericanos o indogermánicos.

Una palabra como “mamá” cumpliría con todos estos requisitos, pero deberíamos descartarla, ya que es un sonido emitido por los niños en forma aparentemente automática para decir “madre” en casi todos los idiomas. (Siempre hay excepciones: en Ewe, África occidental se dice dada, y en georgiano, en el Cáucaso, deda, aunque allí, inexplicablemente, mama significa “padre”.)


Existe, sin embargo, un vocablo de gran antigüedad y que aparece en muchos idiomas, todos ellos correspondientes a países distintos e incluso que se hablan en ciertas islas. No es un sonido reflejo, sino una palabra individual. Empezando por el vascuence, nótese la similitud entre vocales y consonantes que aparece en las traducciones del término “padre”:

vascuence:          aita
quechua:             taita
turco (y otras lenguas turcas): ata
dakota (sioux):    atey (até)
náhuatl:              tata (o) tahtli
seminóla:           intati
zuni:                  tachchu (tat’chu)
maltes:              tata
tagalo:               tatay
gales:                tad
rumano:             tata
sinalés:             tata
fidjiano:             tata
samoano:          tata

Llama la atención el aspecto primitivo o antiguo de algunos de estos idiomas, así como su gran dispersión. Podría haber otras palabras, débiles rastros de una lengua antediluviana que habremos de descubrir y reconocer siguiendo en dirección descendente las ramas del árbol central del que tal vez proceden las raíces del idioma básico universal y del cual las lenguas romances, germánica, eslávica, sinítica y semítica sólo son ramas superiores.


Pero los idiomas relacionados por esta palabra particular, a excepción del turco y el rumano y tal vez de un tagalo revivido, parecen constituir islas lingüísticas, y la mayoría dan la impresión de estar retrocediendo ante la presión de las lenguas modernas y la comunicación de masas.


Si resulta difícil encontrar las palabras habladas de origen prehistórico, tal vez otras, escritas, nos proporcionarían una respuesta más concreta a la interrogante abierta sobre la difusión étnica y lingüística que tuvo lugar a través del océano Atlántico y nos permitirían referirnos de manera concreta a la existencia de un puente terrestre o a la Atlántida.

 

Sin embargo, algunos documentos escritos han significado un considerable desprestigio para los estudios atlánticos, particularmente en los casos de Paul Schliemann y su controvertida inscripción “fenicia” del cántaro con la cabeza en forma de búho; Brasseur de Bourbourg y su traducción interpretativa; y James Churchward, un norteamericano que basó su teoría sobre la isla-continente en el Atlántico y sobre otro “continente perdido”, Mu, en el Pacífico, principalmente en unas “tabletas” de la India y el Tibet a las que no tenían acceso otros estudiosos.


La escritura es el resultado de imágenes que se van simplificando o haciendo más formales, como ocurre con los jeroglíficos egipcios y chinos, o que evolucionan hasta convertirse en una especie de mezcla de dibujos y alfabeto silábico, como en el caso de la antigua escritura cuneiforme del Oriente Medio.


Todas las tribus primitivas trazaron dibujos, y en ocasiones los hicieron casi de la misma forma. Wirth, entre otros, ha llevado a cabo exhaustivos estudios sobre el uso de figuras y símbolos simples, como la cruz, la svástica, las rosetas, los círculos cruzados, etc. Todos ellos sugieren la relación existente entre la escritura a base de dibujos y los símbolos, que él llamó “la sagrada escritura primitiva de la Humanidad”.

 

Como argumento en favor de la teoría de la difusión cultural a partir de la Atlántida, que él elaboró, cita entre otros ejemplos ciertos dibujos antiguos o tallas en que se representan barcos ceremoniales. Algunos muestran similitudes asombrosas, como si los artistas que trabajaban en puertos geográficos muy distantes hubiesen visto y dibujado las mismas embarcaciones:

Representaciones prehistóricas y primitivas de barcos sagrados o “barcos del Sol”, encontrados en zonas tan distantes como Egipto, Súmer, California, España y Suecia.

Spence cita también un ejemplo del mismo fenómeno. Se trata de un dibujo de los indios primitivos americanos que muestra un búfalo con un signo escrito en su interior, que es casi idéntico a otro descubierto en una caverna de la Edad de Piedra de Europa occidental y correspondiente al período auriñaciense:

¿Constituye este signo una forma de escribir “búfalo? ¿O es el nombre personal o tribal del hombre que lo cazaba? ¿O significa tal vez “lo maté”? ¿O era un signo de encantamiento para conseguir que el cazador fuese capaz de matar a la bestia una vez que había capturado su espíritu por medio del dibujo? Lo más probable es que nunca lo sepamos y que tengamos que limitarnos a señalar la notable coincidencia simbólica o caligráfica entre la cultura amerindia y la cavernícola europea.

 

La versión auriñaciense es tan primitiva que no puede compararse de ninguna manera con otros grabados más avanzados, de las culturas de Cro-magnon, magdaleniense o auriñaciense, que hacen pensar en una avanzada cultura artística, y por consiguiente no realizan una aportación significativa a la teoría de la civilización atlántica.

 

Siguiendo su teoría de la expansión cultural a partir de la isla platónica, Spence ha hecho notar la presencia de huellas de manos en las antiguas pinturas de las cavernas, en Europa y América. Esto tampoco puede constituir una prueba demasiado concluyente, ya que el dejar una impresión de la palma de la mano en la propia obra constituía una actitud casi automática en los tiempos prehistóricos o históricos e incluso ahora (en que aparecen en el cemento fresco).

Signos encontrados en una cueva en Rocherbertier (Francia), que podrían constituir una escritura mediante dibujos, o
ser tal vez un alfabeto. Si esto último es cierto, hace unos ocho o diez mil años habría existido una forma de escritura
anterior a nuestro alfabeto actual.
 

Algunas marcas o dibujos geométricos de gran antigüedad originarios de las cavernas preglaciales de Francia y España parecen rasgos de escritura, pero podrían ser simplemente toscos escritos a base de imágenes, tallas o marcas de propiedad. Por lo demás, existe una colección de piedras pintadas provenientes de las cavernas de Le Mas d’Azil, en Francia, que tienen una antigüedad de más de doce mil años y parecen cubiertas de letras en la superficie, algo misterioso pero en desacuerdo con la teoría generalmente aceptada acerca del origen de la escritura.

 

(La cultura aziliense, según se recordará, correspondía a una tercera gran emigración a partir de la Atlántida, en la época en que se produjo el hundimiento final.)

Signos dibujados en piedrecillas coloreadas en Le Mas d’Azil (Francia).

Se ignora si estos signos son elementos decorativos o anotaciones.

 

Los jeroglíficos egipcios, una forma de escritura a base de imágenes que evolucionó hasta convertirse en ana mezcla de dibujos y sílabas, constituyen quizá la forma más antigua de escritura que hayamos encontrado hasta ahora. Los egipcios pensaban que había sido el lenguaje de los dioses, y esa creencia es frecuentemente interpretada por los atlantólogos en el sentido de que los “dioses” eran los seres del océano occidental que llevaron la civilización a Egipto.


Aparentemente, estos sistemas de escritura, primero a base de imágenes y luego por medio de dibujos o signos convencionales y sílabas, fueron inventados en distintos lugares del mundo en forma independiente. El sistema cuneiforme sumerio del antiguo Oriente Medio, que consistía en trazar rasgos lineales en arcilla húmeda mediante cuñas, comenzó también por medio de dibujos y evolucionó hasta convertirse en un sistema silábico.


Pero el verdadero alfabeto, en que un número relativamente pequeño de letras separadas sirven para componer palabras, parece que fue inventado por los fenicios, alrededor del año 2000 o 1800 a.C., para luego difundirse en todas direcciones desde el Mediterráneo. Así se formaron una gran variedad de alfabetos, todos relacionados entre sí, pese a su diverso aspecto.

 

Se cree que todos los verdaderos sistemas alfabéticos del mundo estarían vinculados al primero, que constituye la base y al que habitualmente se llama fenicio porque los mercaderes de Fenicia fueron al parecer los primeros que lo utilizaron.

Los grupos de letras empleados por los fenicios y otros grupos semíticos evolucionaron desde la escritura a base de dibujos: la A mayúscula (aleph en arameo) representaba un buey (pueden apreciarse los cuernos, si se la pone cabeza abajo); la B (beth) una casa; la D (daleth) una puerta; la G (gimmel o gamel) un camello, etc. Cada vez que pronunciamos la palabra i alfabeto estamos rindiendo un homenaje a sus creadores, al repetir las dos antiguas palabras arameas que significaban “buey” y “casa”. En la misma época, alguien tuvo la idea de agrupar estos signos para formar entidades independientes, no como dibujos o sílabas, sino como letras que podrían ser usadas para decir cualquier cosa, en cualquier lengua.

 

Pero, puesto que la invención del alfabeto implica miles de años de escritura simbólica antes de llegar a la etapa superior, uno se pregunta si los fenicios, presionados por la necesidad de registrar las múltiples transacciones de su comercio “exterior”, lo inventaron repentinamente o si lo recibieron y adaptaron de alguna fuente más antigua. Si así fuera, por su condición de principales navegantes de la época primitiva, ellos habrían sido los más indicados para descubrir dicha fuente.

 

Aunque suele aceptarse generalmente que el origen del alfabeto fue Biblos, en Siria, donde se ha descubierto la escritura alfabética más antigua, en Fenicia se han desenterrado relativamente pocas inscripciones antiguas, en comparación con la gran cantidad que han aparecido en toda la cuenca del Mediterráneo, en Chipre, Malta, Sicilia, Cerdeña, Grecia, las costas de Francia, España y África del Norte, que demuestran la difusión del alfabeto fenicio, no sólo en el Mediterráneo oriental, sino también en la región occidental.


Desde luego, cuanto más hacia el Oeste, más cerca estaremos de la supuesta localización de la Atlántida, o por lo menos de la cultura avanzada que existía más allá de Gibraltar. La civilización prehistórica del sur de España, adelantada pero poco conocida, incluía la ciudad perdida de Tartessos, en la costa Atlántica sudoccidental. Se cree que en Tartessos se guardaban documentos de hasta 6000 años de antigüedad, en la época de su destrucción.

 

Sin embargo, sólo han quedado algunas “letras”: las del anillo de Schulten y algunas otras inscripciones de Andalucía y el norte de África, que podrían estar relacionadas con ella, o no. Los habitantes indígenas de las islas Canarias poseían un sistema de escritura en el siglo XIV, cuando fueron descubiertos, que puede haber tenido vínculos con el alfabeto español preibérico. Pero sus signos se desvanecieron con ellos cuando fueron trasladados y posteriormente absorbidos.


Los misteriosos etruscos, un pueblo culto y artístico que se asentó en Italia y fue conquistado y absorbido por los romanos, han sido considerados a menudo como posibles descendientes de los atlantes, debido especialmente a que Platón dijo que fueron alguna vez conquistados por ellos, cuando “sometieron partes de Europa, hasta Tirrenia...”. Aunque el alfabeto etrusco, derivado posiblemente del griego o el fenicio, ha sido descifrado, no sabemos en realidad cómo sonaba fonéticamente.


Los etruscos son misteriosos porque, salvo las inscripciones en las tumbas, no poseemos ninguno de sus documentos literarios o escritos, que resultaron destruidos junto con sus ciudades por los romanos. Sólo sabemos, por las pinturas de sus tumbas (las pintaban a la manera de los egipcios, pero con motivos más festivos), que vivieron de manera muy agitada. Hace muchos años se descubrieron tres tablillas de oro muy delgadas en unas ruinas. Dos de ellas tenían inscripciones en etrusco y la tercera incluía una traducción al fenicio.

 

Pese a este hallazgo y debido a que resultó estar relacionado con la dedicación de un templo, los etruscos continuaron inmersos en el mismo misterio de siempre en cuanto a su historia o lugar de origen. Pero si las lenguas etrusca y fenicia arcaica hubiesen estado relacionadas, tal relación podría apuntar hacia un origen común, aún más antiguo y relacionado con el punto de partida del verdadero alfabeto. En todo caso, la inscripción del anillo de Tartessos, al igual que otras de la Iberia prerromana, parece estar escrita en el mismo alfabeto, si no en el mismo idioma.


Si alguna vez llegan a encontrarse documentos o literatura etrusca, cabe esperar que arrojen alguna luz sobre la cuestión de su origen y la posible relación con otras culturas, atlánticas u orientales.


Cuando se descifraron los manuscritos de Creta minoica y se clasificaron con los nombres Lineal A y Lineal B, se esperaba también aclarar el misterio. El hecho de que Creta fuese un imperio marítimo con un sorprendente nivel de civilización, ya en épocas muy remotas, ha llevado a asociarla frecuentemente con la Atlántida, e incluso se ha llegado a afirmar que fue el emplazamiento de la isla de Platón. Cuando el sistema Lineal B fue descifrado por un joven inglés, Michael Ventris, poco después de la Segunda Guerra Mundial, no se aclaró ningún misterio especial.

 

Algunos de los materiales disponibles para traducción, por ejemplo, están relacionados con transacciones comerciales, y con cuentas de la administración estatal, suministros y pagos. Una de las cuentas detallaba incluso la cantidad de aceite de oliva y perfume que correspondía a los esclavos, lo que no deja de ser una evidencia bastante sorprendente acerca de una especie de esclavitud dotada de “seguridad social”. Obviamente, hay grandes esperanzas de que en el futuro, la traducción del manuscrito más antiguo, Lineal A, proporcione mayor información.


Durante la larga historia de la Humanidad, tribus y razas han desarrollado la escritura o consiguieron aprender una forma de escribir. Luego, por diversas razones, la olvidaron, como ocurrió en el caso de los manuscritos Lineal A y Lineal B de Creta y con la propia escritura arcaica de Grecia. En su reciente libro Voyage to Atlantis (Viaje a la Atlántida), el arqueólogo y oceanógrafo norteamericano James Mavor relacionó el curioso hecho de que el griego escrito primitivo desapareciera desde el siglo XII a.C. hasta aproximadamente el año 850 d.C., para ser sustituido por un nuevo sistema de escritura, con la más misteriosa sección de los “documentos básicos” de Platón.

 

En ella, el filósofo alude a la conversación de los sacerdotes egipcios con Solón en torno a los documentos escritos que los egipcios, a diferencia de los griegos, poseían:

“... (cuando) la corriente del cielo... deja sólo a aquellos de vosotros que estáis desprovistos de letras... tenéis que volver a empezar como niños, sin saber nada de lo que ocurrió en los tiempos antiguos...”.

Comparación de muestras de escritura del valle del Indo y de la isla de Pascua, que revelan una extraordinaria similitud, aunque los lugares en que fueron utilizadas estaban separados por miles de kilómetros.

 

Dado que, habitualmente, cuando desaparece o se eclipsa una cultura o se produce su absorción por otra, los documentos que poseen se pierden, la desaparición de la escritura griega, ocurrida hace siglos, constituye de por sí un misterio, por cuanto no se produjo ninguna interrupción de dicha civilización.


El “alfabeto” de la isla de Pascua, constituido por una serie de líneas rizadas y de dibujos sobre tablillas de madera, es un ejemplo notable de lenguaje escrito que desapareció a consecuencia de la decadencia de una cultura. Debido a la despoblación y a la conquista, los descendientes del pueblo que las escribió sabían que estaban escritas, pero no podían leerlas.


Estas tablillas no han sido aún traducidas y tal vez no lo serán hasta que se encuentre una clave o alguna referencia que pueda traducirse. No obstante, la escritura de la Isla de Pascua muestra un sorprendente parecido con la del valle de Indo, utilizada en las grandes ciudades de Mohenjo Daro y Harappa, en el actual Paquistán, hace más de 5000 años. Al compararlas se obtiene una evidencia visual bastante convincente en cuanto a que están relacionadas, pero, puesto que la del valle del Indo tampoco ha sido descifrada, el misterio de su relación y significado sigue siendo tan profundo como siempre.


De hecho, ahora el enigma es aún mayor, porque, si la Isla de Pascua fue colonizada desde el continente americano, como supone Heyerdahl, debido a la dirección de la comente del Pacífico, tal vez una forma de la escritura isleña llegó hasta la península de la India procedente de América. De no ser así, la aparición de este manuscrito del valle de Indo indicaría que una antigua civilización navegó a lo largo de miles de kilómetros por el Océano Pacífico*, para establecer una pequeña colonia en una isla que, en realidad es más bien parte de América que de Asia. Además, las ruinas que todavía existen en la isla de Pascua guardan una clara relación con las de la cultura costera del Perú. Se ha estudiado una tercera posibilidad: que la isla de Pascua sea el resto de un continente perdido en el Pacífico. Sin embargo, el examen del fondo del océano no ha corroborado esta teoría.

 

* Acerca de esta teoría, véase el libro Operación Rapa-Nui, de Antonio Ribera (Editorial Pomaire, Barcelona, 1976).
(N. del E.)
 

En todo caso, independientemente del hecho de que la escritura de la isla provenga del Este o del Oeste, su similitud con la de un antiguo manuscrito indio constituye un vínculo evidente entre dos lenguas escritas del Viejo y el Nuevo Mundo, a través del Pacífico, aunque se trate de idiomas que no pueden ser leídos ni identificados.


En el caso de los tuareg, el llamado “pueblo azul” del desierto del Sahara, en razón de que la tintura que usan en sus velos protectores colorea sus rostros de azul, la lengua escrita no coincide con la lengua hablada. Se cree que tienen vínculos idiomáticos con los pueblos púnico y libio de la Antigüedad, lo cual nos lleva de nuevo a la cultura fenicia. Pero el t’ifinagh, su idioma escrito y alfabético, distinto a la lengua que hablan, el temajegh, está siendo olvidado sin que se haya podido clasificar ni traducir adecuadamente. Esta extraña escritura perdida en el desierto constituye otro misterio lingüístico, esta vez con el añadido de ciertas tonalidades “atlánticas”.

En el continente americano encontramos constantes referencias a escrituras introducidas por dioses o maestros provenientes de Oriente o del mar oriental. Quetzalcóatl, por ejemplo, aparece como procedente desde “la tierra negra y roja”, que, según podemos deducir, es la región de la escritura, puesto que el negro y el rojo eran los colores aztecas, utilizados principalmente en su lengua escrita a base de dibujos. (“La tierra negra y roja” también encaja en la descripción que Platón hace de las ciudades de la Atlántida, construidas con piedra roja y negra.)


Sahagún, cronista español de la conquista de México, nos ha dejado una interesante descripción de un grupo de sacerdotes o sabios que habrían llevado la escritura a aquel país. Cita fuentes antiguas y dice:

“(Ellos) vinieron desde más allá del océana y desembarcaron cerca (en Veracruz)... Ancianos sabios que poseían todas las escrituras, los libros, las pinturas”.

Fernando de Montesinos, un cronista español de la historia incaica, nos informa acerca de un extraño elemento presente en la tradición histórica peruana: según la historia “hablada”, el inca Huanacauri (perteneciente a una dinastía anterior a la que exterminaron los conquistadores) fue aconsejado por los sacerdotes encargados del culto del Sol sobre la forma en que podría librarse de la plaga que estaba devastando su imperio. Lo que debía hacer era abolir la escritura. En consecuencia, impuso la pena de muerte contra quienes escribieran y mató a algunos desobedientes, y suponemos que la escritura, al igual que la plaga, desaparecieron de su imperio. ¿Cómo pudo sobrevivir el recuerdo de estos hechos, sin documentos escritos?

 

Por medio de “archivos” humanos seleccionados para memorizar la historia y literatura incas. De hecho, algunos poemas muy largos en quechua e incluso ciertas obras de teatro tradicionales, como Ollantay, han sido “recordadas” mediante la transmisión oral desde la época de los incas y luego, en la época moderna, re-escritas y puestas en escena. Los registros de población, producción y tributos del imperio inca eran conservados mediante un sistema de grandes tiras de cuerdas coloreadas y anudadas, y es posible que los archiveros entrenados para memorizar los utilizasen para refrescar la memoria, como un sustituto de los documentos escritos. Incluso hoy, no se comprende totalmente el uso que tenían los quipus, y es posible que subsistan algunos conocimientos incaicos en las aldeas andinas que hablan quechua y aymará.


Existen en el Nuevo Mundo tantas inscripciones que han resultado ser obra de indios de nuestra época, de exploradores e incluso de bromistas, que los investigadores suelen examinar con extremo cuidado las numerosas y muy “antiguas” que pueden hallarse en Venezuela, Colombia y Brasil, lo mismo que en la costa occidental. Algunas de ellas parecen escritas en griego, otras en fenicio y otras son indescifrables.


Debemos recordar que existen grandes zonas de Sudámerica que están inexploradas, y no sólo desde el punto de vista arqueológico, sino en todos los aspectos. Sólo han sido examinadas desde el aire y observando una jungla espesa que se parece mucho a un océano verde. Las numerosas inscripciones que se han hallado a lo largo de las orillas de los ríos, que podrían haber sido puertos, y en colinas que tal vez son ruinas, y las leyendas sobre ciudades perdidas y ocultas bajo el manto de los árboles, han hecho que se considere a este otro océano un posible lugar clave para las cuestiones de la Atlántida y la prehistoria. El explorador Fawcett, por ejemplo, perdió la vida allí, cuando estaba dedicado a buscar rastros de supuestas “ciudades perdidas”.


Aunque muchas de las inscripciones que se han encontrado en la zona oriental de Sudamérica han sido consideradas como falsas, parece improbable que las personas que quisieran llevarlas a cabo penetrasen con tal propósito hasta la zona más profunda del río, o que los pueblos primitivos de la jungla se hayan tomado tantas molestias, o que hayan aprendido las letras fenicias y griegas.

 

Además, parece que se ha dado con ciertas pruebas concretas que indican que llegaron visitantes desde el otro lado del océano. Por ejemplo, el tesoro en monedas romanas que apareció en una excavación en Venezuela, cuya fecha más reciente es el año 350 a.C. Es posible que al avanzar en la exploración de la selva se encuentren y estudien nuevas inscripciones, que tal vez nos proporcionarían nuevos indicios, no sólo acerca de las primeras exploraciones americanas, sino sobre quiénes eran los exploradores y qué alfabetos o sistemas de escritura utilizaban.

 

Por último, conservamos ciertas memorias lingüísticas, algunas de ellas posibles supervivencias aisladas de un lenguaje anterior a la inundación, y una cantidad de manuscritos indescifrados que cuando sean interpretados quizás aclaren el misterio (o contribuyan a hacerlo más complejo).


¿Hay algo más, desde el punto de vista lingüístico? Sí que lo hay: el nombre mismo de la Atlántida. Suponiendo que dicho continente o imperio existió realmente, es posible que sus habitantes lo conocieran con un nombre distinto del que se le da en las versiones griegas.

 

La constante aparición de los mismos sonidos A-T-L-N en diversos lenguajes para señalar el punto de origen de la raza, la antigua patria, el paraíso terrestre, el origen de la cultura, y que son utilizados por pueblos de ambas orillas del Atlántico, constituye un testimonio vivo de una tierra y una civilización que la Humanidad no ha podido olvidar, sea o no cierta su existencia.

 

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