16. LA GRAN HEREJÍA
No se nos oculta que mucho de lo expuesto en los capítulos
precedentes puede escandalizar a numerosos lectores, en especial los
que no hayan seguido la evolución reciente de los estudios bíblicos.
Afirmar que el Nuevo Testamento confunde la situación adrede cuando
representa al Bautista como servidor de Jesús, y que el sucesor
oficial de Juan fue un gnóstico y practicante de la magia sexual
como Simón, choca con el relato «tradicional» a tal punto, que
parece completamente inventado. Pero ya hemos visto que muchos y
destacados estudiosos del Nuevo Testamento han llegado a esas
conclusiones con independencia los unos de los otros; aquí nos hemos
limitado a recopilarlos y comentarlos.
La mayoría de los modernos especialistas bíblicos admite que Juan el
Bautista fue un destacado dirigente político cuyo mensaje religioso
amenazaba con desestabilizar de algún modo la situación de
Palestina. Y también se sabe desde hace tiempo que Jesús fue un
personaje similar. Pero ¿cómo relacionaremos esa dimensión política
de su misión con lo que hemos averiguado acerca de su formación en
una escuela mistérica egipcia?
Recordemos que religión y política eran lo mismo antiguamente, y que
cualquier dirigente carismático capaz de movilizar masas era
observado por el
poder establecido, quienquiera que fuese, como un peligro. Si la
multitud hacía
caso de sus palabras, no tardaría en pedirle orientación, y eso era
para inquietar a
las autoridades en toda eventualidad. La amalgama de lo religioso
con lo político
se manifestaba en conceptos como el de monarca reinante «por la
gracia de Dios»,
o la divinización de los césares.
En Egipto el faraón devenía dios
en el instante mismo de la sucesión; empezaba como Horus encarnado
—el vástago mágico de Isis y Osiris—, y tan pronto finalizaban los
sagrados ritos funerarios se convertía en Osiris. E incluso durante
su época de reino tributario del Imperio romano, cuando mandaba en
Egipto la dinastía griega de los Tolomeos —cuyo representante más
conocido es la reina Cleopatra—, éstos tuvieron buen cuidado de
mantener la tradición del dios-faraón. La Reina del Nilo se
identificaba estrechamente con Isis y la retrataban a menudo con los
atributos de esta diosa.
La realeza es precisamente una de las
nociones que se han vinculado a la persona de Jesús con asiduidad.
Para la mayoría de los cristianos la expresión «Cristo Rey» es
equivalente a la de «Nuestro Señor», y aunque se entienda en sentido
simbólico prevalece la idea de que era, en algún sentido, de linaje
real.
El Nuevo Testamento es formal en este punto: Jesús era descendiente
directo del rey David, si bien hoy no podemos verificar la exactitud
de tal aseveración. Pero el punto crucial no está allí, sino en
saber si el mismo Jesús creyó ser de linaje real, o le interesaba
que sus discípulos lo creyeran. En todo caso es indudable que afirmó
ser el rey legítimo de todo Israel.
A primera vista, eso choca con nuestra proposición de que Jesús era
de religión egipcíaca. ¿Habrían admitido los judíos a un monarca no
judío, ellos que ni siquiera escuchaban a ningún predicador que no
fuese de su religión? Pero tal como hemos comentado en el
capítulo
13, muchos de los seguidores de Jesús creyeron que era judío,
seguramente porque él consideró que eso formaba parte indispensable
de su plan. Queda sin resolver esta pregunta, sin embargo: ¿qué
motivos tendría para desear ser rey de los judíos? Claro está que si
tenemos razón con nuestra hipótesis y venía a restaurar la que él
creía religión verdadera del pueblo de Israel., ¿qué mejor
procedimiento para conquistar los corazones y las cabezas del
pueblo, sino establecerse como su legítimo soberano?
Jesús quiso el poder político. Tal vez eso explica qué era lo que
esperaba conseguir cuando se sometió al rito iniciático de la
Crucifixión y a la «Resurrección» subsiguiente con la ayuda de su
sacerdotisa y pareja en las nupcias sacras, María Magdalena. Quizá
creyó de veras que al «morir» y, resucitar se convertiría en el
mismo dios-rey Osiris, a la manera tradicional de los faraones. Una
vez inmortal y divinizado, podría esgrimir un poder temporal sin
límites. Es evidente que algo salió pero que muy mal.
Como rito potenciador la Crucifixión se saldó con un fracaso,
probablemente porque no se materializó el influjo de energía mágica
que se esperaba. Según hemos comentado, Hugh Schonfield y otros
estudiosos creen muy improbable que muriese en la cruz, ni como
consecuencia directa del martirio sufrido. Quizá tardó más de lo
previsto en restablecerse, o quedó incapacitado de alguna manera,
pues aparte de que no se materializó el gran clímax político
previsto, además María Magdalena abandonó el país y acabó por
desembarcar en lo que hoy es Francia. Cabe suponer que privada del
apoyo de Jesús, su protector, se viese expuesta a la hostilidad de
los antiguos rivales, Simón Pedro y sus adláteres.
La idea de que ningún judío quisiera prestar oídos a un caudillo no
judío parece sumamente improbable a primera vista; pero el supuesto
no es imposible, como lo demuestra el hecho de que sucedió.
Josefo ha contado en su Guerra judía cómo unos veinte años después
de la Crucifixión un personaje conocido para la Historia únicamente
como «el egipcio» entró en Judea y consiguió levantar un
considerable ejército de judíos con intención de derribar a los
romanos.
Josefo le califica de «falso profeta» y dice:
Cuando llegó al país ese hombre, un impostor que se hacía pasar por
visionario, reunió a
unos 30.000 engañados y conduciéndolos a través de los páramos
vecinos al Monte de los
Olivos se dispuso a forzar la entrada en Jerusalén para expulsar la
guarnición romana y
hacerse con el poder supremo sirviéndole de guardia personal sus
compañeros de correrías.1
Este ejército fue deshecho por los romanos bajo las órdenes de Félix
(el gobernador que sucedió a Pilato), aunque el egipcio consiguió
escapar y con eso desaparece por completo de la crónica.
Aunque hubo colonias judías en Egipto, de manera que el cabecilla
forastero
bien pudo ser judío, el episodio no deja de ser instructivo por
cuanto demuestra
que un supuesto egipcio podía, no obstante, enrolar un no pequeño
número de judíos en el propio país de éstos. Pero hay otro indicio
en el sentido de que aquel caudillo no fue un judío, pues debe de
ser el mismo personaje que menciona el libro de los Hechos (21, 38).
Cuando los judíos del Templo persiguen a Pablo con intención de
lincharlo, los soldados romanos lo encierran como medida de
«protección», aunque no están muy seguros de su identidad. Es
entonces cuando el comandante de la fortaleza le pregunta:
¿Es que no eres tú el egipcio que hace unos días amotinó a cuatro
mil guerrilleros2 y se fue al desierto con ellos? A lo que Pablo responde: «Yo soy judío, ciudadano de Tarso»,
etcétera.
Este episodio plantea varias preguntas interesantes: ¿Por qué se
molestaría un egipcio en acaudillar una insurrección palestina
contra los romanos? Y la que quizá sea más pertinente, ¿por qué los
romanos relacionaban a Pablo, un predicador cristiano, con el
egipcio que tenía sublevada a la plebe? ¿Qué podían tener en común?
Además hay otro punto significativo: la palabra que aquí hemos
traducido por «guerrilleros» (y que aparece en otras versiones como
«salteadores»), en realidad dice sicarii,3 que era el nombre, de la
fracción más militante del nacionalismo judío, célebre por sus
prácticas terroristas. El hecho de que se pusieran a las órdenes de
un forastero en esta ocasión demuestra que Jesús no carecía de
posibilidades de conseguir lo mismo.
Nuestra investigación sobre María Magdalena y Juan el Bautista ha
arrojado una nueva luz sobre Jesús. Ahora lo percibimos radicalmente
distinto del Cristo tradicional. En el volumen de información que
hemos rescatado creemos que destacan dos líneas principales: la que
le pone en relación con un trasfondo no judaico, es decir egipcio
para ser concretos, y la que le presenta como rival de Juan. ¿Qué
imagen resulta si las combinamos ambas?
Los Evangelios tienen por preocupación principal la de representar
la naturaleza divina de Jesús; por consiguiente todos los demás,
incluido Juan, necesariamente debían ser inferiores a él en lo
espiritual. Pero una vez hemos aprendido a distinguir lo meramente
propagandístico, toda la trama argumental cobra sentido. La primera
diferencia importante con respecto al relato comúnmente aceptado es
que Jesús, preconcepciones aparte, no estuvo caracterizado desde el
principio como el Hijo de Dios, ni su nacimiento fue anunciado por
huestes angélicas.
En realidad la narración de su milagrosa
Natividad es mito innovado, en parte, y lo demás tomado «en
préstamo» al relato (no menos mítico) del nacimiento de Juan.
Según los Evangelios la vida pública de Jesús comenzó cuando lo
bautizó Juan, y sus primeros discípulos se reclutaron de entre los
seguidores del Bautista. Es también a título de discípulo de Juan
que figura Jesús en las escrituras de los mandeos.
Con todo, resulta muy probable que Jesús fuese miembro del círculo
interior del Bautista, y aunque nunca ocurrió la proclamación de
aquél como Mesías esperado, es posible que el episodio haya recogido
alguna recomendación auténtica por parte de Juan. Quizá fue
realmente, y durante algún tiempo, el sucesor designado, hasta que
ocurrió algo que debió de ser lo bastante grave para que Juan
reconsiderase su decisión y prefiriese luego a Simón el Mago.
En efecto parece que hubo en el grupo de Juan un momento preciso de
ruptura; es de suponer que fuese el mismo Jesús quien encabezó el
cisma. Los Evangelios registran el antagonismo entre uno y otro
grupo de discípulos, y sabemos que el movimiento de Juan prosiguió
después de la muerte de éste y con independencia del movimiento de
Jesús. Es indudable que hubo algún tipo de disputa seria, o lucha
por el poder entre los dos dirigentes, con participación de los
discípulos de uno y otro bando. Lo testimonian las dudas de Juan
acerca de Jesús estando aquél en la cárcel.
Cabe imaginar dos desarrollos diferentes. El cisma pudo producirse
antes del prendimiento de Juan, y con carácter de ruptura formal;
algo de eso da a entender el Evangelio de Juan en 3, 22-36. Pero no
los demás evangelistas (que una vez bautizado Jesús se desentienden
bastante del otro personaje). O pudo ocurrir que hallándose Juan en
la cárcel, Jesús intentase hacerse con la jefatura del grupo, sea
por iniciativa propia, sea en su calidad de segundo de a bordo. Pero
por alguna razón, no todos los seguidores de Juan lo aceptaron.
Aunque vamos descubriendo que las motivaciones de Jesús pudieron ser
complejas, de momento parece innegable que representó
conscientemente dos dramas politico-religiosos principales, el uno
esotérico y el otro exotérico. A saber, la peripecia de Osiris y el
rol profetizado de Mesías judío. Su vida pública sugiere una
estrategia definida y desarrollada en tres actos:
-
primero, ganarse a
las masas con milagros y curaciones
-
segundo, y una vez obtenido un
seguimiento, dirigirle discursos con promesas de una edad de oro, el
«Reino de los Cielos», y de una vida mejor
-
por último, hacerse
reconocer como Mesías
Teniendo en cuenta la hipersensibilidad de
las autoridades frente a posibles subversiones, esa pretensión
mesiánica se formularía en términos velados, no como reivindicación
expresa.
Son muchos los que hoy creen que Jesús tenía un móvil político, pero
éste
suelen juzgarlo todavía secundario en relación con las enseñanzas.
Nos dimos
cuenta de la necesidad de situar nuestras hipótesis en cuanto a su
carácter y
ambiciones en el contexto de lo que predicaba. La creencia de que
postuló un
coherente sistema ético basado en la compasión y el amor se halla
tan difundida,
que suele aceptarse sin discusión. En todo el mundo, prácticamente,
y cualquiera
que sea la religión de nuestros interlocutores, nos dirán que Jesús
fue el epítome de
la caridad y la bondad.
Y aunque, como ocurre a menudo hoy día, no
crean que
Jesús fuese el Hijo de Dios, admitirán sin duda que fue un
pacifista, un defensor de
los desfavorecidos y un amante de los niños. Los cristianos, y
también muchos no
cristianos, perciben a Jesús casi como el inventor de la compasión,
la caridad y el
altruismo. Es obviamente inexacto, prescindiendo de que siempre han
existido
personas buenas bajo todas las culturas y religiones, pero aquí no
se trata de eso. En su época, concretamente, la religión de Isis
atribuía gran importancia a la responsabilidad y la moralidad
personales, el mantenimiento de los valores familiares y el respeto
al prójimo.
Un examen objetivo de los relatos evangélicos refleja una persona
bastante distinta del maestro que expone una doctrina moral
coherente, que es como siempre se nos ha presentado a Jesús. Aunque
quieran ser textos de propaganda a su favor, los Evangelios pintan
del hombre y de sus enseñanzas una imagen inconsistente y reticente.
En una palabra, las doctrinas de Jesús según las describe el
Nuevo
Testamento son contradictorias. Por un lado les dice a sus
seguidores que «presenten la otra mejilla», que perdonen a sus
enemigos y que cuando alguien quiera quitarles la túnica, le dejen
también el manto,4 pero por otro lado declara «no he venido a traer
la paz, sino la espada».5 Declara vigente el mandamiento de honrar
padre y madre,6 pero luego dice:
Si alguno de los que me siguen no
aborrece a su padre y a su madre, y a la mujer, y a los hijos, y
a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser
mi discípulo.7
Sus discípulos quedan invitados a aborrecer la propia vida, pero al
mismo tiempo se les dice que amen al prójimo como a sí mismos.
Los teólogos tratan de explicar estas discrepancias afirmando que
estas palabras unas veces han de tomarse en el sentido literal, y
otras veces como metáforas. Lo malo es que la teología se inventó
precisamente para despejar tales contradicciones. Los teólogos
cristianos parten del supuesto de la naturaleza divina de Jesús, con
lo cual tenemos el terreno abonado para una petición de principio:
lo dice Dios puesto que es verdad, y es verdad porque lo ha dicho Dios.
Faltando esa creencia, sin embargo, la argumentación fracasa y
no hay más remedio que examinar a la cruda luz del día esas
contradicciones en las palabras que se le atribuyen.
Los cristianos de hoy tienden a creer que la imagen de Jesús ha
permanecido invariable durante estos 2.000 años. En realidad la
manera en que se le percibe hoy difiere no poco de la vigente,
digamos, hace sólo dos siglos, cuando se prefería destacar su
aspecto de juez insobornable. Siempre ha cambiado de una época a
otra y de unos lugares a otros.
Jesús como juez supremo fue el
concepto que justificó atrocidades como la cruzada contra los
cátaros o la caza de brujas, pero después de la época victoriana ha
venido predominando la imagen del Jesús que perdona y que ofrece
mansamente la otra mejilla al enemigo. Son posibles unas nociones
tan contradictorias porque en sus enseñanzas, según las reflejan los
Evangelios, hay para todos los gustos.
Es curioso, pero esa misma vaguedad contiene quizá la clave para el
entendimiento de las palabras de Jesús. Los teólogos tienden a
olvidar que se
dirigía a unos oyentes reales que vivían en un ambiente político
real. Por ejemplo
sus discursos pacifistas quizá trataban de disipar la desconfianza
de las
autoridades, por si venía a soliviantar multitudes.
La época era de
malestar político; toda asamblea numerosa estaría seguramente
plagada de espías, y era preciso tener cuidado con lo que uno
decía.8 (Al fin y al cabo, Juan fue apresado cuando el monarca
sospechó que tal vez pretendía acaudillar una rebelión.) Jesús
maniobraba dentro de un margen muy estrecho: por una parte, era
preciso ganar apoyo popular; por otra, tenía que presentarse como
inofensivo para el status quo... al menos, hasta que hubiese llegado
su hora.
Siempre hay que prestar atención al contexto de cada una de las
palabras de Jesús. Por ejemplo la conocida frase «dejad que los
niños se acerquen a mí»,9 aceptada casi universalmente como una
magnífica demostración de su bondad, accesibilidad y amor a los
inocentes. Prescindamos ahora de que los políticos hábiles siempre
han sido muy aficionados a «retratarse» besando niños.
Hay que
recordar que Jesús se complacía en representarse como enemigo de
convencionalismos, tanto así que andaba en compañía de mujeres de
moralidad dudosa y de publicanos, es decir recaudadores de tributos.
Cuando sus discípulos intentaron apartar a las mujeres y a los
niños, él intervino en seguida para solicitar que se acercasen. Pudo
ser un ejemplo más de anticonvencionalismo, o sencillamente de hacer
entender a los discípulos quién mandaba.
De manera similar, cuando Jesús dice refiriéndose a los niños:
Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos
que creen en mí, más
le valdría que le ataran
al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar.10
Por lo general se interpreta esta frase como una nueva declaración
de su amor (y del amor de Dios) por los niños. Pocos se fijan en la
determinación que creen en mí. No todos los niños son amados, por
tanto, sino únicamente los que figuran entre sus seguidores. En
realidad la frase juega con el contraste «pequeñuelos», y viene a
decir en realidad «hasta el más pequeño de mis seguidores es
importante». El énfasis no recae en la pequeñez, sino en la
importancia que se atribuye el que habla.
Como hemos visto en el caso del Padrenuestro, las palabras más
conocidas y estimadas de Jesús son paradójicamente las más abiertas
a todo género de interpretación. «Padre nuestro que estás en el
cielo» no es una forma de apóstrofe inventada por Jesús, pues parece
que también usaba la fórmula el Bautista por aquel entonces, y en
cualquier caso tiene un precedente en la oración a Osiris/Amón. Así
ocurre también con el Sermón de la Montaña: como ha señalado
Bamber
Gascoigne en The Christians,
«no hay en el Sermón de la Montaña nada
que sea exclusivamente de Cristo».11
Una vez más hallamos que Jesús
dice palabras atribuidas antes a Juan el Bautista. Por ejemplo en el
Evangelio de Mateo (3, 10) dice Juan «todo árbol que no dé buen
fruto será cortado y arrojado al fuego». Más adelante, en el mismo
Evangelio (7, 19-20) y durante el Sermón de la Montaña, Jesús repite
literalmente la metáfora y agrega: «Por sus frutos los conoceréis».
Aunque es poco probable que Jesús pronunciase de una sola vez el
largo
discurso doctrinal que reproduce el capítulo citado, sí admitiremos
que éste
representa los puntos clave de sus enseñanzas, al menos tal como las
entendieron los evangelistas. Aunque ya hemos dicho que uno de los
temas aludidos corresponde a Juan, el Sermón es indiscutiblemente un
discurso complejo, que contiene postulados éticos, espirituales... e
incluso políticos. Merece un análisis pormenorizado.
Abundan los indicios de que Jesús tuvo una motivación política. Una
vez se tiene esto en mente, algunas de las expresiones más difíciles
de entender cobran súbita claridad. Desde el punto de vista formal,
el Sermón de la Montaña consta de una serie de proposiciones
enunciadas cada una en una frase, de tal manera que transmite un
poder de convicción enorme y la autoridad del que habla, como en
«dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». El
lector escéptico tal vez verá sólo una colección de lugares comunes,
y en algunos casos promesas bastante absurdas («dichosos los
afables, porque ellos heredarán la tierra»).
Al fin y al cabo, todos
los revolucionarios que en el mundo han sido quisieron reclutar
partidarios entre las gentes del pueblo y se dirigieron
especialmente a los insatisfechos y desposeídos, así como el
político moderno tal vez prometerá solventar el problema del
desempleo. Con esto volvemos a la cuestión de sus intenciones
políticas: los reiterados ataques contra los ricos son parte
esencial del mensaje destinado a ganar apoyo popular, puesto que los
ricos siempre han sido blanco de los descontentos.
Queda como hecho innegable, de todas maneras, que el mensaje de
Jesús «amad a vuestros enemigos... dichosos los misericordiosos...
dichosos los que trabajan por la paz» parece corresponder a una
persona auténticamente compasiva, caritativa y preocupada por los
demás. Fuese o no fuese Hijo de Dios es obvio que se trata de una
personalidad muy notable y si a veces expresamos aquí cierto
escepticismo en cuanto al hombre y sus móviles, ello se debe a que
los indicios lo justifican. Porque en primer lugar, y como ya hemos
dicho, las palabras de Jesús según han quedado recogidas en
los
Evangelios con frecuencia resultan ambiguas, y en ocasiones incluso
contradictorias. También hemos visto que algunas no eran suyas sino
de Juan el Bautista.
Pero incluso teniendo esto en cuenta puede parecer que nuestras
proposiciones también son contradictorias: por una parte ponemos en
tela de juicio los motivos de Jesús y su integridad; por otra lo
alineamos decididamente dentro del culto compasivo y amoroso de
Isis. Sin embargo, no hay contradicción en eso: en el decurso de la
Historia, muchos hombres y mujeres se han sentido atraídos por
diferentes sistemas religiosos o políticos y han pasado del fervor
inicial de los conversos a la manipulación puesta al servicio de los
propios intereses, tal vez incluso dentro de la convicción de que
así servían mejor a la causa común.
Y la misma Historia nos enseña
que la cristiandad —pese a proclamarse la religión de la compasión y
el amor al prójimo— ha producido hijos e hijas cuyas vidas fueron
cualquier cosa menos ejemplares. Tampoco la religión de Isis, al
paso de los siglos, se habrá sustraído a la depredación propia de la
naturaleza humana.
Así pues, Jesús fue un taumaturgo que congregaba multitudes porque
daba espectáculo. Las expulsiones de demonios sin duda serían
espectaculares, y garantizaban que se siguiera hablando del
exorcista durante muchos meses después de que éste hubiese
abandonado la aldea. Una vez conquistada la atención de las masas,
Jesús empezó a promulgar sus enseñanzas con intención de perfilarse
como el Mesías.
Pero según hemos dicho, al principio Jesús era discípulo de Juan, lo
cual plantea la pregunta: ¿tuvo el Bautista las mismas ambiciones?
Por desgracia y con la escasa información disponible apenas podemos
hacer otra cosa sino especular. Y aunque la imagen que tenemos de
Juan dista de ser la de un político mundano y maniobrero, recordemos
que nuestra noción de ese personaje riguroso es la transmitida por
los agentes de la propaganda de Jesús, es decir, los evangelistas.
Por una parte, Herodes Antipas hizo encarcelar a Juan (según el
testimonio de Josefo, que nos parece más imparcial) juzgándolo un
posible agitador político, aunque ésa pudo ser una medida de policía
preventiva, no una reacción a nada que él hubiese dicho o hecho en
realidad. Por otra parte, los seguidores de Juan, contando entre
éstos también a los mandeos, no parece que reconozcan en su maestro
ninguna ambición política. Pero quizá fue encarcelado sin darle
ocasión a revelar su jugada... o tal vez ellos desconocían,
sencillamente, las motivaciones secretas del fundador.
El evento que marca el instante en que Jesús pasa a la acción se
diría que es la multiplicación de los panes y de los peces. Los
Evangelios pintan el acontecimiento como una especie de merienda
campestre milagrosa durante la cual el anfitrión maravilló a los
cinco mil asistentes dándoles de comer con sólo cinco panes y dos
peces. Es un milagro, pero al mismo tiempo su significado profundo
parece escapárseles a los narradores. Como prodigio es totalmente
distinto de los demás que obró Jesús cara al público en general, que
fueron curaciones de un tipo u otro.
En segundo lugar, los propios
Evangelios sugieren un significado que ellos mismos no comprenden y
Jesús corrobora esa impresión al decir misteriosamente:
«No me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis
comido pan hasta hartaros».12
Es curioso, pero en el Evangelio de
Marcos, al menos, el suceso no maravilla a nadie, lo cual comenta A.
N. Wilson en estos términos:
El milagro o signo tiene que ver con la comida en común y no con la
multiplicación del pan.
O mejor dicho, llama la atención en el relato de Marcos que nadie
manifieste la más pequeña
extrañeza por el incidente. Cuando Jesús limpia a un leproso o
devuelve la vista a un ciego,
el caso suele ser suficiente para dejar «asombrados» o
«maravillados» a cuantos alcanzan a
tener noticia de él. Ningún asombro se trasluce en la narración de
Marcos.13
El significado de que se alimentase a toda una multitud no reside en
la naturaleza paranormal del suceso; incluso es posible que los
autores de los Evangelios inventasen la parte milagrosa del relato
porque entendían la necesidad de destacarlo por alguna razón, aunque
ésta no fuese conocida por ellos.
El punto clave es que, según los Evangelios, la multitud era de
cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños, que tal vez
estuvieron allí también, pero eso es irrelevante para la narración
en este caso.14 Ésta empieza diciendo tal vez que la multitud era de
cinco mil, pero luego especifica que ésos eran los hombres. Lo cual
reviste su importancia especial, como se echa de ver cuando Jesús
les ordena que se sienten juntos.
Como dice A. N. Wilson:
¡Que se sienten los hombres! ¡Que se sienten los esenios! ¡Que se
sienten los fariseos! Que se
siente el Iscariote [...] y que se siente Simón el Zelote con su
banda terrorista de guerrilleros
nacionalistas. ¡Sentaos, hombres de lsraeI!15
En efecto, se trata de que Jesús hizo que se sentaran juntos los
miembros de facciones enemigas, para compartir pacíficamente un
ágape ritual. Según la argumentación de A. N. Wilson fue
literalmente una asamblea de clanes, una gran reunión de gentes
anteriormente enemistadas pero luego unidas, al menos con carácter
provisional, bajo Jesús el ex discípulo de Juan el Bautista.
Marcos (6. 39-40) emplea un lenguaje muy sugerente de una
concentración militar:
Les mandó que hiciesen sentar a todos sobre la hierba verde,
divididos en cuadrillas. Así se sentaron repartidos en cuadrillas de
ciento en ciento, y de cincuenta en cincuenta.
Según el Evangelio de Juan, la consecuencia directa del reparto de
los «panes de cebada» fue que el pueblo quería llevarse a Jesús para
hacerle rey. Es innegable que el acontecimiento fue grande, pero
tiene más significado que el aparente a primera vista, porque sucede
inmediatamente después de la decapitación de Juan.
Siguiendo el relato según Mateo (14, 13):
Al saber esto [la muerte de Juan], Jesús se fue de allí en una barca
a un lugar tranquilo y solitario; la gente, al enterarse, lo siguió
a pie desde las ciudades.
Es de creer que la aflicción de Jesús fuese tan intensa al conocer
la noticia de la muerte de Juan, que buscase la tranquilidad del
desierto, por desgracia rota casi en seguida por la llegada de una
gran multitud de gentes deseosas de escuchar su predicación. Tal vez
querían recibir la seguridad de que los ideales de Juan no habían
muerto, sino que hallarían continuación a través de la persona de
Jesús.
En todo caso la desaparición de Juan revistió mucha trascendencia
para Jesús. Le allanaba el camino como dirigente del grupo y quizá
caudillo popular, posiblemente había asumido ya el mando del
movimiento de Juan cuando éste fue encarcelado. Y poco después,
cuando se supo la ejecución de Juan, el pueblo corrió a escuchar qué
decía el segundo de a bordo, Jesús.
Todo el episodio del encarcelamiento de Juan plantea preguntas que
han de
quedar forzosamente sin respuesta. Digámoslo una vez más: parece que
los
Evangelios nos ocultan algo. Dicen que el motivo del prendimiento de
Juan fue que
éste había condenado públicamente por ilegal el casamiento de
Herodes con Herodías; según el relato de Josefo, en cambio, Juan fue encarcelado
porque suponía un peligro posible o real para el régimen de Herodes.
En la crónica de Josefo no hay detalles sobre las circunstancias de
la ejecución de Juan ni la manera en que se le dio muerte. Luego
está lo del súbito cambio de opinión de Juan en cuanto a la
naturaleza mesiánica de Jesús; a lo mejor estando en la cárcel se
enteró de algo que suscitó sus dudas. Y como ya hemos comentado, los
motivos que se aducen para la muerte de Juan distan de resultar
convincentes. Según resulta del relato evangélico, se le tendió a
Herodes una trampa por parte de Herodías con la complicidad de
Salomé.
Esta versión evangélica de la muerte de Juan plantea varias
dificultades. Se nos cuenta que Salomé, siguiendo instrucciones de
su madre Herodías, le pidió a Herodes la cabeza de Juan el
Bautista... a lo que él accedió, aunque de mala gana. No merece
mucho crédito esa versión; según lo que hemos sabido en cuanto a la
popularidad de Juan, habría sido gran imprudencia por parte de
Herodes el hacerlo matar por un capricho tan perverso. Por muy
peligroso que le hubiese parecido el Bautista vivo, parece lógico
pensar que convertido en un mártir lo sería más todavía.
Claro está
que Herodes pudo desdeñar el riesgo prefiriendo la demostración de
autoridad, por muy numeroso que fuese el seguimiento del Bautista.
Pero en tal caso, habría ordenado la ejecución por su propia
iniciativa y de tal manera que esto fuese bien sabido por todos; es
difícil de creer que un monarca hubiese actuado en un asunto tan
grave sólo por satisfacer el sádico antojo de su hijastra. Y dadas
las circunstancias, también es extraño que no se produjese ningún
tumulto a gran escala, o tal vez una insurrección popular.
Como se
ha mencionado anteriormente siguiendo a Josefo, cuando poco después
los ejércitos de Herodes sufrieron una humillante derrota, la voz
popular dijo que era el castigo divino por la injusta muerte de
Juan. Lo cual revela que dicha tragedia dejó, como poco, un recuerdo
profundo y duradero.
Alzamiento no lo hubo, sin embargo. Lo sucedido fue que Jesús quitó
el fulminante a la carga emotiva convocando inmediatamente la
reunión de los cinco mil. ¿Lo hizo para pedir calma al pueblo?
¿Logró consolarlos por la pérdida de su amado Bautista? Es posible,
pero los Evangelios no dicen nada por el estilo. Evidentemente
muchos discípulos de Juan se quedaron con la impresión de que Jesús
había colocado sobre sus propios hombros el manto del difunto
maestro.
De manera que la versión de la muerte de Juan según los evangelistas
ofrece
poco sentido para nosotros. ¿Por qué considerarían necesario
inventar una historia
tan complicada? Al fin y al cabo, si no tenían otra intención sino
la de restar
importancia al seguimiento de Juan, bastaba con reinterpretar la
muerte de éste
convirtiéndolo en el primer mártir del cristianismo. Pero resulta
que la describen
como el resultado de una sórdida intriga palaciega: Herodes se
conformaba con
tener prisionero a Juan, así que fue necesario tenderle una trampa a
fin de que
ordenase su ejecución.
Admitido esto, ¿era necesario presentar a
Herodes como un
tipo relativamente honrado pero engañado por la astucia de las
mujeres de su
familia para obligarle a cometer una tropelía? Nos parece que esto
demuestra que
sí hubo una intriga palaciega en relación con la muerte de Juan, y
que esa circunstancia era demasiado conocida para que los
evangelistas pudieran silenciarla. Pero al modificar la versión con
arreglo a sus propios designios, sin proponérselo plantearon un
relato absurdo.
La muerte de Juan no beneficiaba en ningún sentido a Herodes Antipas; si aquél había predicado contra el matrimonio real y
muchos lo oyeron, el daño ya estaba hecho. Se diría más bien lo
contrario: la ejecución de Juan lo dejaba peor parado, incluso.
Así pues, ¿a quién beneficiaba la muerte de Juan? Según la teóloga
australiana Barbara Thiering, en la época se rumoreó que habían sido
los de la facción de Jesús.16 Por más escandaloso que nos parezca
esto a primera vista, no se sabe de ningún otro grupo que hubiese
salido más favorecido con la desaparición de Juan el Bautista. Este
argumento es suficiente para no descartar a los seguidores de Jesús,
si como sospechamos la muerte de Juan fue el resultado de una astuta
confabulación. Al fin y al cabo, sabemos quién era el rival que
suscitó sus dudas mientras estaba encarcelado, en la que
posiblemente fue la última de sus manifestaciones públicas.
Ahora bien, una cosa es albergar sospechas y otra muy distinta,
encontrar pruebas que las confirmen. Son 2.000 años los que han
transcurrido desde los hechos, así que no va a ser posible hallar
pistas recientes y directas que nos conduzcan a la verdad del
asunto. Lo que sí puede establecerse es un marco de referencia o
estructura de indicios circunstanciales que justifique una reflexión
más detenida. A fin de cuentas debe de existir algún motivo concreto
para que la tradición juanista contemple con tanta frialdad —por no
decir otra cosa— la figura histórica de Jesús, como ya hemos
comentado, o con verdadera hostilidad como sucede en el caso de los
mandeos. Los motivos deben buscarse sin duda en las circunstancias
que rodearon la muerte de Juan.
Un detalle curioso: si bien este episodio es seguramente uno de los
más conocidos del Nuevo Testamento, el nombre de la hija de Herodes
no aparece ahí, y lo conocemos precisamente gracias a... Josefo. Los
autores de los Evangelios se abstienen cuidadosamente de
mencionarlo, y eso que todos los demás protagonistas principales
figuran citados por sus nombres. ¿Y si prefirieron ocultarlo
deliberadamente?
Entre las discípulas de Jesús hubo una que se llamó Salomé. No
obstante, y aunque sabemos que fue una de las mujeres que estuvieron
al pie de la cruz y acudieron con la Magdalena a visitar la
sepultura según el Evangelio de Marcos, para Mateo y Lucas —quienes
utilizaron aquél como fuente— desaparece misteriosamente. Volvamos
ahora a la curiosa omisión del Evangelio de Marcos revelada por Morton Smith en
The Secret Gospel:
Fueron a Jericó. Y la hermana del joven al que amaba Jesús estaba
allí con su madre y Salomé, pero Jesús no quiso recibirlas.
A diferencia de la supresión de la resurrección de Lázaro, no se
comprende a qué viene la omisión de este incidente. Todo da a
entender que los autores de los Evangelios tienen sus motivos para
no dejar que sepamos más acerca de Salomé.
(Aunque sí aparece en el
Evangelio de Tomás, uno de los textos de Nag Hammadi, donde comparte
canapé con Jesús,17 en el perdido Evangelio de los egipcios,18 y en
el
Pistis Sophia, que la presenta como discípula y catequista de
Jesús.)
Cierto que Salomé era un nombre corriente, pero el mismo
hecho de que los evangelistas pusieran tanto cuidado en suprimirla
llama nuestra atención sobre la Salomé que era seguidora de Jesús.
Es verdad que Juan el Bautista se había convertido en una especie de
obstáculo para el escindido movimiento de aquél. Encarcelado y todo,
aún lograba transmitir al exterior sus dudas acerca de la condición
de su ex discípulo... y éstas eran obviamente tan preocupantes que
hicieron preferir a Simón el Mago como sucesor. Y luego ese profeta
carismático que tenía tantos partidarios fue muerto, según se nos
cuenta, por un capricho de la familia Herodes, que no sería tan
ingenua para subestimar la posible reacción popular.
Como hemos mencionado anteriormente, Hugh Schonfield entre otros
estudiosos ha aducido convincentes argumentos en el sentido de que
hubo un grupo en la sombra dedicado a impulsar la misión de Jesús.
Tal vez ésos consideraron prudente una eliminación definitiva del
Bautista. La Historia está llena de ejemplos de desapariciones
oportunas, desde Dagoberto II hasta Thomas à Becket, que mataron dos
pájaros de un tiro: suprimir una disidencia peligrosa y el último
obstáculo para las ambiciones de un nuevo régimen.
Quién sabe si la
ejecución de Juan el Bautista entra en esa categoría. ¿Creeremos que
ese grupo juzgó llegado el momento de que hiciese mutis por el foro
el gran rival de Jesús? También es posible que el propio Jesús no
estuviese enterado del crimen que se cometía por favorecerle a él,
de la misma manera que Enrique II nunca tuvo la intención de que sus
esbirros matasen al arzobispo Thomas à Becket.
Ese grupo que respaldaba a Jesús debió de ser adinerado e
influyente, luego
era posible que tuviese relaciones en el palacio de Herodes. Sabemos
que eso no
era imposible, porque los evangelistas nos informan de que incluso
entre los
seguidores directos de Jesús hubo al menos un contacto de ese
género: su discípula
Juana era la esposa de Cusa, administrador de Herodes.19
Cualquiera que sea la verdad del asunto, el hecho es que hubo algo,
un
conflicto serio en las relaciones entre el Bautista y Jesús, lo que
han creído los
heréticos desde hace muchos siglos y sólo ahora empiezan a admitir
los
especialistas en estudios bíblicos. Quizá no pasó de ser una
rivalidad. En todo caso
la antipatía de los heréticos tal vez deriva de la idea de que Jesús
no fue nada más
que un oportunista sin escrúpulos, que aprovechó la muerte de Juan
para
apoderarse de su movimiento con apresuramiento indecente, sobre todo
si hubiese
existido un sucesor legítimo como pudo serlo Simón el Mago. Y tal
vez el misterio
que rodea la muerte de Juan contiene la clave del énfasis, de otro
modo
inexplicable, con que los grupos comentados en el decurso de esta
investigación veneran al Bautista por encima de Jesús.
Como ya hemos mencionado, los mandeos mantienen a Juan como el «Rey
de Luz» y vilipendian a Jesús, en cambio, por falso profeta y por
descarriar al pueblo... que es exactamente la descripción del Talmud, donde además se le presenta como un hechicero. Otros grupos,
como los templarios, evidentemente adoptaron una postura no tan
extrema, aunque también veneraron a Juan por encima de Jesús. De lo
cual dejó suprema expresión Leonardo en su Virgen de las rocas,
corroborada además por los elementos de las otras obras que hemos
comentado en el
capítulo 1.
Al principio, cuando observamos la obsesión de Leonardo por la
supremacía de Juan el Bautista, pensamos que a lo mejor era un
capricho del artista. Pero después de pasar revista a la gran masa
de datos que apuntan a la existencia de un culto más extendido a
Juan, nos hemos visto en la necesidad de concluir que hubo tal, y lo
que es más, que siempre ha existido en paralelo con la Iglesia, al
tiempo que procuraba celar su secreto.
La Iglesia de Juan ha
presentado muchas caras a través de los siglos, como la de los
monjes-soldados de antaño y su brazo político, el Priorato de Sión.
Muchos adoraron en secreto a Juan al tiempo que doblaban la rodilla
ante «el Cristo»: por ejemplo, el Priorato, que asigna a sus Grandes
Maestres el título de «Juan» arrancando la tradición con «Juan II».
Y la explicación de Pierre Plantard de Saint-Clair no es más que un
non sequitur aparente: «Juan I» queda reservado para el Cristo.
Desde luego no es lo mismo presentar buenas pruebas de que
existieron grupos persuadidos de que Jesús fue un falso profeta, o
tal vez intervino de algún modo en la muerte de Juan el Bautista, y
demostrar que los hechos sucedieron así en la realidad. Lo cierto es
que las dos Iglesias vienen existiendo, lado a lado, desde hace dos
mil años. La de Pedro presenta a Jesús no ya como hombre perfecto,
sino como la encarnación de Dios; la de Juan halla en él todo lo
contrario. También es posible que ninguna de las dos tenga el
monopolio de la verdad; entonces, lo que vemos reflejado en las dos
facciones opuestas no sería sino la prolongación de la vieja
hostilidad entre los discípulos de uno y otro fundador.
El mero hecho de la existencia de una tradición como la de la
Iglesia de Juan nos indica que hay pendiente una reconsideración a
fondo de los personajes, los roles y los legados de Juan el Bautista
y Jesús «el Cristo». Lo que está en juego, sin embargo, es mucho más
que eso.
Si la Iglesia de Jesús está construida sobre la verdad absoluta,
entonces la Iglesia de Juan se alza sobre una mentira. Pero si
invertimos la disyuntiva nos enfrentamos a la posibilidad de una de
las injusticias más tremendas de la Historia.
Con lo cual no decimos que nuestra cultura tal vez ha adorado al
Cristo
equivocado, porque no tenemos pruebas de que Juan quisiera asumir
ese rol ni
siquiera de que éste existiese, conforme lo entendemos hoy, antes de
que lo
inventase Pablo para Jesús. Pero en cualquier caso, a Juan lo
mataron por sus
principios y creemos que éstos derivaron directamente de la
tradición en donde él
halló el rito del bautismo. Que fue la antigua religión de la gnosis
personal, de la iluminación o transformación espiritual del
individuo: los misterios del culto de Isis y Osiris.
Jesús, Juan el Bautista y María Magdalena predicaron el mismo
mensaje, en esencia... pero paradójicamente, no es el que cree la
mayoría de las personas. Aquel grupo del siglo I llevó a Palestina
su forma de intensa conciencia gnóstica de lo divino, y bautizaban a
los deseosos de acceder por sí mismos a ese conocimiento gnóstico,
iniciándolos en la antigua tradición oculta. También formaron parte
de ese movimiento Simón el Mago y su consorte Helena, cuya magia y
milagros, tal como los que se asocian con Jesús, formaban parte
intrínseca de sus prácticas religiosas. El ritual era indispensable
para ese movimiento, desde el primer bautismo hasta la celebración
de los misterios egipcios. Pero la iniciación suprema se operaba por
medio del éxtasis sexual.
Ninguna religión, sin embargo y no importa lo que profese, garantiza
una superioridad moral o ética. La naturaleza humana siempre
interfiere y crea su propio sistema híbrido; o en otros casos, la
religión degenera en un culto a la personalidad. Aquel movimiento
pudo ser de Isis en esencia, con todo el énfasis en cuanto al amor y
la tolerancia que dicha religión procuró inculcar; pero incluso en
su país natal, Egipto, se registraron muchos casos de corrupción de
los sacerdotes y sacerdotisas. Y en los días turbulentos de la
Palestina del siglo I, cuando eran tantos los que buscaban
fervientemente un Mesías, el mensaje quedó confundido en un impulso
de ambición personal. Como siempre, cuanto más exaltada la meta
mayor el riesgo de abuso de poder.
Las conclusiones y las derivaciones de esta investigación serán
nuevas para la mayoría de los lectores, y no dudamos que
escandalizarán a muchos. Pero como confiamos en haber demostrado,
esos resultados han ido surgiendo paso a paso mientras
considerábamos las pruebas. En muchos momentos las hemos visto
corroboradas por un número sorprendentemente elevado de aportaciones
de la moderna erudición. Y el panorama descubierto en último término
es muy distinto del que teníamos visto tradicionalmente.
Este nuevo panorama de los orígenes del cristianismo y del hombre en
cuyo nombre se fundó la religión conlleva las consecuencias más
asombrosamente trascendentes. Y aunque sean nuevas para muchos,
fueron admitidas ya, desde hace siglos, por un sector especialmente
tenaz de la sociedad occidental. Causa una extraña desazón el
considerar, aunque sólo sea por un instante, la posibilidad de que
los heréticos estuvieran en lo cierto.
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