17. VINIERON DE EGIPTO
Dos mil años después de que Jesús, Juan y María vivieran sus vidas
extrañamente significativas en una remota provincia del Imperio
romano, millones de personas siguen creyendo en la crónica de los
Evangelios. Para ellas, Jesús era Hijo de Dios y de una virgen, y
sucedió que encarnó como judío; Juan el Bautista fue su precursor e
inferior espiritual, y María Magdalena una mujer de dudosa
reputación a quien Jesús sanó y convirtió.
Nuestra investigación ha descubierto un panorama muy diferente.
Jesús no era el Hijo de Dios, ni fue de religión judaica aunque tal
vez sí étnicamente judío. Todo apunta a que predicó un mensaje
foráneo en el país donde montó su campaña e inició su misión. Desde
luego sus contemporáneos vieron en él a un adepto de la magia
egipcia, criterio que también expresa el Talmud de los judíos.
Quizá no eran más que rumores maliciosos, pero varios eruditos y en
particular Morton Smith admiten que los milagros de Jesús guardan
notable parecido con el repertorio habitual del típico mago egipcio.
Además fue entregado a Pilato bajo la acusación concreta de ser «un
malhechor», es decir en términos jurídicos romanos, uno que echaba
maleficios.
Juan no reconoció a Jesús como Mesías. Quizá lo bautizó, puesto que
era uno de sus discípulos, y tal vez éste ascendió de entre las
filas hasta convertirse en el segundo de a bordo. Algo salió mal,
sin embargo: Juan cambió de parecer y nombró segundo y sucesor a
Simón el Mago. Poco después Juan fue muerto.
María Magdalena era una sacerdotisa que fue compañera de Jesús en
una pareja ritual, lo mismo que Helena lo fue de Simón el Mago. La
naturaleza sexual de su relación queda explícita en muchos de los
textos gnósticos que la Iglesia no permitió fuesen incluidos en el
Nuevo Testamento. Era también «Apóstol de Apóstoles» y una
prestigiosa predicadora, que incluso fue capaz de reanimar a los
decaídos discípulos después de la Crucifixión. Pedro la odió porque
odiaba a todas las mujeres, y ella tal vez huyó a las Galias porque
temió lo que él pudiese hacerle. Y aunque no podamos saber con
exactitud cuál era el mensaje, lo cierto es que debió de tener poco
que ver con el cristianismo tal como ahora lo conocemos. Magdalena
fue cualquier cosa menos una predicadora cristiana.
La influencia egipcia en el relato evangélico es innegable: aunque
Jesús se ajustase conscientemente al rol profetizado de Mesías judío
con tal de ganar apoyo popular, todo indica que él y María
representaban al mismo tiempo el mito de Isis y Osiris,
probablemente a fines iniciáticos.
La magia egipcia y los secretos esotéricos estaban en el trasfondo
de su
misión, y su maestro fue Juan el Bautista. Dos de cuyos discípulos,
el sucesor Simón el Mago y la ex prostituta Helena, eran el calco exacto de
Jesús y la
Magdalena. Tal vez debía ser así. El conocimiento subyacente era de
tipo sexual: el
de la horasis o iluminación por medio del acto sexual sacro con una
prostituta,
concepto familiar en todo el Oriente y también al otro lado de la
frontera, en Egipto.
Pese a lo que ha pretendido la Iglesia, la mano derecha de Jesús no
fue Pedro, que ni siquiera formaba parte del círculo interior como
se echa de ver por su reiterada incapacidad para entender las
palabras del maestro. Si Jesús tuvo un sucesor designado, debió de
ser la Magdalena. (Debe recordarse que predicaban activamente las
enseñanzas y las prácticas del antiquísimo culto de Isis, no una
variante herética del judaísmo como se cree con frecuencia.) María
Magdalena y Simón Pedro emprendieron caminos separados; el uno fundó
la Iglesia de Roma, la otra logró transmitir sus misterios a las
generaciones de quienes supieron entender el valor del principio de
lo Femenino, los «heréticos».
Juan, Jesús y María estaban indisolublemente unidos por su religión
(la del antiguo Egipto), que adaptaron a la cultura judía, lo mismo
que hicieron Simón el Mago y Helena, aunque éstos prefirieron
concentrar sus actividades en Samaria. Y desde luego no formaban
parte de este círculo interior de misioneros egipcios Simón Pedro ni
el resto de los Doce.
María Magdalena fue reverenciada por la corriente clandestina en
Europa porque había fundado su propia «Iglesia», no un culto
cristiano en el sentido generalmente admitido de la palabra, sino
basado en la religión de Isis/Osiris. Algo muy parecido a lo que
predicaron tanto Jesús como Juan.
Éste fue venerado por la misma tradición de los «heréticos»,
descendientes directos en lo espiritual de quien fue su «monarca
sacrificial» y protomártir de una causa agostada en flor. Cuya
muerte causó conmoción por las circunstancias atroces que la
rodearon, las dudas en cuanto a la responsabilidad y lo que se
percibió como una manipulación poco escrupulosa de discípulos de
Juan por parte de su ex rival.
Este relato tiene una derivación distinta, sin embargo. Como hemos
mencionado, en tiempos corrieron rumores de que Jesús practicó la
magia negra con el Bautista muerto. Tal como han señalado en sus
obras Carl Kraeling y Morton Smith, desde luego Herodes Antipas
estaba convencido de que Jesús había esclavizado el alma de aquél (o
su conciencia) para obtener poderes mágicos, siendo cosa convenida
entre magos griegos y egipcios que el alma de un hombre asesinado
era presa fácil de cualquier hechicero, y en particular de quien
pudiese disponer de una parte de su cadáver.
No sabemos si Jesús
ofició una ceremonia mágica de este género o no, aunque los rumores
en el sentido de que el espíritu de Juan estuviese sometido al poder
de su rival no habrían perjudicado en ningún sentido al movimiento
de Jesús. Al contrario, dada la mentalidad mágica de la época habría
servido para que la mayoría de los discípulos de Juan se pasaran al
bando de Jesús en vista de la superioridad de los poderes milagrosos
de éste. Y como Jesús había contado ya a sus seguidores que Juan fue
la reencarnación del profeta Elías, su autoridad debió de quedar
reforzada de cara a las masas.
Sin embargo, y pese a la peculiar noción de que Jesús hubiese
controlado las almas de otros dos profetas por lo menos, los
secretos de la tradición clandestina no hacen gran caso de él. O
mejor dicho, los heréticos reverencian a Juan y a la Magdalena en
tanto que sujetos de la realidad histórica pero considerándolos como
representantes de un sistema de creencias anterior a ellos mismos.
Es decir, lo que importaba era lo que representaban, en tanto que
Sumo Sacerdote y Suma Sacerdotisa del Reino de Luz.
Las dos tradiciones —la centrada en el Bautista y la que veneró a
la Magdalena— no se distinguen en realidad sino hacia el siglo XII,
cuando aparecieron
los cátaros en el Languedoc, por ejemplo, y los
templarios alcanzaron el pináculo de su poder. Hay un vacío en la
transmisión de esas tradiciones, que parecen sumidas en un agujero
negro entre los siglos IV y XII. Fue hacia el año 400 cuando alguien
escondió en Egipto los
textos de Nag Hammadi, que destacan el rol de
la Magdalena.
En Francia persistían ideas sorprendentemente
parecidas, que luego tuvieron alguna influencia sobre los cátaros. Y
si bien la Iglesia de Juan desapareció, según todas las apariencias,
después del 50 poco más o menos, se deduce que siguió existiendo por
las condenas que los Padres de la Iglesia no dejaron de fulminar
contra los sucesores de Juan —Simón el Mago y Dositeo— durante otros
doscientos años. Una vez más esa tradición resurge en el siglo XII y
adopta la forma de veneración mística de los templarios por Juan.
Es imposible decir con ningún grado de certeza lo que pudo suceder
con ambas tradiciones en el intervalo, aunque después de realizar
nuestra investigación creemos hallarnos en condiciones de aventurar
una conjetura. El «linaje» de la Magdalena continuó en el sur de
Francia, aunque cualquier documento que lo corroborase debió de
quedar destruido, seguramente, durante la devastación sistemática de
la cultura languedociana que acompañó a la cruzada contra los
albigenses. Pero los ecos de esa tradición han llegado hasta
nosotros, a tenor de las creencias cátaras sobre la relación entre
la Magdalena y Jesús y también por el opúsculo de influencia cátara
Schwester Katrei, algunas de cuyas ideas derivan claramente de los
textos de Nag Hammadi.
Es probable que la tradición sanjuanista sobreviviese
independientemente en Oriente Próximo gracias a los antepasados de
los mandeos y los nusayríes. Sea como fuere, sabemos que apareció en
Europa siglos más tarde. Pero ¿cómo llegó a Europa? ¿Quién supo
entender su valor y decidió mantener en secreto esas creencias? Una
vez más encontramos la respuesta en aquellos monjes-soldados cuyas
operaciones militares en el Próximo Oriente no fueron sino el
pretexto para una búsqueda orientada a la consecución del
conocimiento esotérico.
Los templarios llevaron a Europa la
tradición juanista para unirla con la de la Magdalena, con lo cual
completaban el sentido de los que durante algún tiempo debieron de
parecer misterios separados, el femenino y el masculino. No
olvidemos que los nueve templarios fundadores eran oriundos de la
cultura languedociana, alma y corazón del culto a la Magdalena. Ni
que según la tradición ocultista aprendieron sus secretos «de los
sanjuanistas de Oriente».
En nuestra opinión, no es de creer que fuese coincidencia esta unión
de las dos tradiciones a cargo de los freires. Al fin y al cabo, la
meta principal de éstos fue buscar y utilizar los conocimientos más
arcanos. Hugo de Payens y sus ocho cofrades fueron a los Santos
Lugares con un designio, el de conquistar el poder que puede
conferir el conocimiento. Tal vez perseguían también un objeto de
gran valor, el cual no sería meramente monetario. Todo indica que
los templarios no salieron a buscar la tradición juanista como
ciegos que andan a tientas; sabían lo que buscaban, aunque hoy no
sea posible decir cómo llegaron a saberlo.
Evidentemente andaba en juego mucho más que unos vagos ideales
religiosos. Los templarios eran hombres de mentalidad eminentemente
práctica; les interesaba la adquisición del poder material y además,
se exponían al castigo inconcebiblemente horrible que la época
reservaba a los mantenedores de creencias ocultas. Pero repitámoslo
una vez más, esas creencias no eran sólo unas ideas espirituales que
alguien decidiese abrazar por la salvación de su alma. Se trataba de
secretos mágicos y alquímicos que, como poco, les habrían asegurado
una ventaja decisiva desde el punto de vista de lo que hoy
llamaríamos «la ciencia».
Ciertamente la superioridad de sus
conocimientos en materias tales como la geometría y la arquitectura
sacra halló su expresión en las catedrales góticas que hoy todavía
podemos contemplar como otros tantos libros de piedra donde
plasmaron los frutos de su excursión por los mundos de lo esotérico.
En su exploración de todos los saberes, los templarios procuraron
aumentar su dominio de la astronomía, la química, la cosmología, la
navegación, la medicina y las matemáticas, las ventajas de cuya
posesión no es necesario ponderar.
Pero no limitaron a esto sus ambiciones en la búsqueda del
conocimiento oculto: también persiguieron las respuestas a los
grandes y eternos problemas. En la alquimia encontraron quizá la
respuesta a algunos de ellos. Esta ciencia misteriosa que ellos
abrazaron revelaba los secretos de la longevidad, según se ha creído
en todo tiempo, o tal vez los de la inmortalidad física. Pues los
templarios no se limitaron a desear una extensión de sus horizontes
filosóficos o religiosos: también ambicionaron el poder definitivo,
ser los amos del tiempo, vencer la tiranía de la vida y la muerte.
A ellos les sucedieron generación tras generación de «heréticos» que
recogieron el guante y continuaron la tradición con fervor no
disminuido. Muy grande fue la atracción de esos secretos, sin duda,
para que tantas personas estuvieran dispuestas a arriesgarlo todo
con tal de poseerlos, pero ¿en qué consistían? ¿Qué tenían las
tradiciones de la Magdalena y de Juan el Bautista para provocar
semejante celo y devoción?
No se puede contestar a preguntas de este género, pero cabe apuntar
tres posibles soluciones.
La primera es que las peripecias de la Magdalena y de Juan el
Bautista, puestas en relación nos ofrecen el secreto de lo que
muchos creyeron ser la verdadera «cristiandad», la misión auténtica,
antes de que aquélla se convirtiese en otra cosa muy diferente.
Mientras en derredor se deterioraba la condición de la mujer y se
degradaba la sexualidad, quedando en manos de clérigos las llaves de
los cielos y de los infiernos, los heréticos buscaban consuelo e
iluminación en los secretos de Juan y de la Magdalena. Por la
mediación de esos dos «santos» podían unirse en secreto a la
sucesión ininterrumpida de los adeptos gnósticos y paganos que se
retrotraía al antiguo Egipto (y tal vez más atrás todavía): tal como
enseñó Giordano Bruno, la religión egipcia era muy superior al
cristianismo en todos los aspectos. Y como hemos mencionado, al
menos un templario rechazó el símbolo fundamental del cristianismo,
la cruz, por ser «demasiado joven».
-
En vez del severo patriarcado del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
(para entonces ya masculinizado), los seguidores de esa tradición
secreta hallaban el equilibrio tradicional de la antigua trinidad
Padre, Madre e Hijo.
-
En vez de sufrir los remordimientos de la
propia sexualidad, sabían por experiencia propia que ésta era una
puerta de comunicación con Dios.
-
En vez de permitir que un sacerdote
les dijera cuál era la situación de su alma, buscaban la propia
salvación directa por medio de la gnosis o conocimiento de lo
divino.
-
Todo eso ha venido castigándose con pena de muerte durante
la mayor parte de los 2.000 años transcurridos, y todo proviene de
las tradiciones secretas del Bautista y de la Magdalena.
Como se ve,
tenían motivos sobrados para guardarlas en clandestinidad.
La segunda razón del permanente atractivo de estas tradiciones fue
que los heréticos mantenían vivo el conocimiento. Hoy tendemos a
subestimar el poder que significaron las ciencias en el decurso de
la Historia: un solo invento, el de la imprenta, bastó para
revolucionar todo un mundo, e incluso que la gente y especialmente
las mujeres supieran leer y escribir era poco habitual y se
contemplaba con la mayor desconfianza por parte de la Iglesia.
En
cambio aquella tradición clandestina fomentaba activamente el afán
de conocimientos incluso entre las féminas: los alquimistas, hombres
y mujeres, trabajaron largas horas a puerta cerrada movidos por el
deseo de conocer grandes secretos que superaban las fronteras entre
la magia, la sexualidad y la ciencia... no sin descubrir algunos de
ellos, según todas las apariencias.
El linaje ininterrumpido de esa tradición clandestina abarca los
constructores de las pirámides, tal vez incluso los que erigieron la
Esfinge, y los artífices que usaron los principios de la geometría
sagrada y cuyos secretos hallaron expresión en la sublime belleza de
las grandes catedrales góticas. Ésos fueron los forjadores de la
civilización, preservada por ellos a través de la tradición secreta.
(No por casualidad, sin duda, se creía que Osiris había transmitido
a la humanidad los conocimientos necesarios para la cultura y la
civilización.)
Y tal como han revelado los libros recientes de Robert Bauval y
Graham Hancock,1 algunos de los conocimientos
científicos que poseyeron los antiguos egipcios aún no los ha
alcanzado nuestra ciencia moderna. Una parte inseparable de ese
linaje de científicos heréticos fueron los hermeticistas del
Renacimiento, cuya exaltación de Sophia, la búsqueda del
conocimiento y la naturaleza divina del Hombre nació, en principio,
de las mismas raíces que el gnosticismo.
Alquimia, hermeticismo y gnosticismo nos retrotraen inevitablemente
a la Alejandría de los tiempos de Jesús, que fue un extraordinario
crisol de ideas. Por eso hallamos las mismas nociones inspiradoras
en el
Pistis Sophia y el
Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto,
que luego sobrevivieron en las obras de Simón el Mago y los textos
sagrados de los mandeos.
Hemos visto cómo se relaciona explícitamente a Jesús con la magia de
Egipto y con el Bautista y sus sucesores Simón el Mago y Dositeo. A
todos ellos se les cita como «licenciados» de las escuelas ocultas
de Alejandría. Y todas las tradiciones esotéricas de Occidente
derivan de la misma raíz.
Sería un error, sin embargo, creer que el conocimiento buscado por
los templarios o los hermeticistas era sencillamente lo que hoy
llamaríamos filosofía o ciencia. Cierto que estas disciplinas eran
parte de lo que ellos anhelaban, pero la tradición secreta tiene
además otra dimensión que no sería oportuno silenciar.
Por debajo
de todas las preocupaciones arquitectónicas, científicas y
artísticas latía la búsqueda apasionada del poder mágico. ¿Por qué
era esto tan importante para ellos? Tal vez hallaríamos la clave en
los rumores sobre la «sujeción mágica» de Juan a los poderes de
Jesús. Y quizá sea significativo que los templarios, que
reverenciaban al Bautista por encima de todo, fuesen acusados de
adorar en sus ritos más secretos una cabeza cortada.
En este libro no nos planteamos el tema de la validez y la eficacia
(o todo lo contrario) de la magia ceremonial; lo importante es lo
que otros han creído durante siglos, y la trascendencia que eso haya
tenido para sus motivaciones, sus conspiraciones y los planes que
pusieron en juego.
El ocultismo fue la verdadera fuerza motriz de muchos pensadores
tenidos comúnmente por «racionalistas», como Leonardo da Vinci y sir
Isaac Newton, así como de los círculos interiores de organizaciones
como los templarios, ciertos capítulos de la francmasonería y el
Priorato de Sión. Entre esa larga filiación de magi, magos secretos,
podríamos incluir tal vez al Bautista y a Jesús.
En una de las versiones menos conocidas de la leyenda del Grial, el
objeto de la búsqueda es la cabeza cortada de un hombre, puesta en
una bandeja. ¿Aludía esto a la cabeza del Bautista, a los extraños
poderes de encantamiento que se le atribuían y que se transferían a
quien la poseyese? Una vez más, la incredulidad moderna es mala
intérprete; lo que importa es que se creyese que la cabeza de Juan
además de sagrada era mágica en algún sentido.
También los celtas tienen una tradición de cabezas embrujadas, pero
la referencia más pertinente puede ser la cabeza que tenía el templo
de Osiris en Abydos, a la que se atribuían dones proféticos.2 En
otro mito relativo a otro de los dioses que mueren y resucitan, la
cabeza de Orfeo fue llevada por la resaca a las costas de Lesbos,
donde se puso a predecir el futuro.3 (¿Sin duda no sería
coincidencia que la película más enigmática y surrealista de Jean Cocteau fuese un Orfeo?)
En su falso Sudario de Turín, Leonardo representó decapitado a su
«Jesús».
Al principio creíamos que esto no había sido más que un recurso
visual para
transmitir la idea (procedente de las heréticas opiniones juanistas
de Leonardo) de que el decapitado era moral y espiritualmente
«superior» al crucificado. Por supuesto la división entre la cabeza
y el cuerpo del desconocido difunto del Sudario es deliberada, pero
quizá Leonardo trataba de sugerir otra cosa. Quizá quiso aludir a la
idea de que Jesús era dueño de la cabeza de Juan, con lo cual
absorbía a éste en cierto sentido, convirtiéndose en un
«Jesús-Juan», como ha dicho Morton Smith. Recordemos ahora el cartel
anunciador decimonónico del Salon de la Rose + Croix que representa
a Leonardo como Custodio del Grial.
Hemos visto además que el dedo índice levantado simboliza, en la
obra de Leonardo, a Juan el Bautista. Este mismo personaje hace el
ademán en la última pintura del maestro y en la escultura que se
conserva en Florencia. Lo cual no es tan insólito, porque otros
artistas le representaron en la misma postura. En la obra de
Leonardo, sin embargo, siempre que otro personaje hace el ademán,
estamos ante un clarísimo recordatorio que remite al Bautista.
El
personaje de la Adoración de los Magos situado junto a las raíces
salientes del algarrobo (que tradicionalmente simboliza a Juan) y
apunta hacia la Virgen y el niño; Isabel, la madre de Juan, realiza
el mismo gesto ante el rostro de la Virgen en el boceto para Virgen
y Niño con santa Ana, y el discípulo que tan rudamente se encara con
Jesús en la Última Cena taladra el aire con el índice en un gesto
inequívoco. Pero además de interpretar que dice, en efecto, «los
seguidores de Juan no olvidan», podemos tomarlo como referencia a
una reliquia real: el dedo de Juan, que según se creyó figuraba
entre las más preciadas posesiones de los templarios.
(En un cuadro de Nicolas Poussin, La Peste d’Azoth, una estatua
masculina gigantesca ha perdido la mano y la barbada cabeza. Pero el
índice de la mano cortada realiza, inconfundible, «el gesto de
Juan».)
En el decurso de esta investigación hemos sabido que un supuesto
templario dijo «el que posea la cabeza de Juan será el amo del
mundo». Al principio desdeñamos esta manifestación por arbitraria o,
en el mejor de los casos, metafórica en algún sentido. Pero no hay
que olvidar que ciertos objetos míticos y al propio tiempo reales
han ejercido en todas las épocas una fascinación tremenda sobre los
cerebros y los corazones humanos. Entre ellos podríamos citar la
«Vera Cruz», el Santo Sudario, el Grial y como no, el Arca de la
Alianza.
Todos esos objetos legendarios arrastran una mística
curiosamente seductora, como si ellos mismos fuesen puertas o puntos
de confluencia donde se encuentran el mundo de lo humano y el de lo
divino, objetos reales y palpables pero que existen en dos planos de
la realidad al mismo tiempo. Si se atribuye poder mágico a un objeto
artificial como el Grial, qué no diremos de las reliquias reales y
físicas de individuos a quienes se atribuyeron en su día grandes
conocimientos ocultos y la posesión de energías sobrenaturales.
Ciertamente hemos visto cómo las reliquias de la Magdalena tienen
importancia suprema para ésos de la tradición secreta, y no
descartemos que
alguien les atribuya poderes mágicos también. En cualquier caso los
huesos de la
Magdalena serían dignos de suma veneración y, lo mismo que la
macabra reliquia
de Juan, servirían como tótemes alrededor de los cuales se
aglutinarían los heréticos. Con o sin el concepto de poder mágico,
para los de la tradición secreta sería una vivencia emocionante la
de hallarse frente a la cabeza de Juan y los huesos de la Magdalena:
imaginemos lo que supondría el ver reunidos los restos de unos seres
humanos tratados durante tantos siglos con tan despiadada y
calculada injusticia, en cuyo nombre han padecido además
innumerables «heréticos».
El tercer motivo de la atracción permanente de la tradición secreta
es la certidumbre moral que ella misma genera: los «heréticos» están
convencidos de que ellos tienen razón, y la Iglesia no. Pero no se
trataba sólo de mantener viva una religión distinta en el seno de
una cultura «ajena»; ellos mantenían lo que creían ser la llama de
los orígenes auténticos y el verdadero designio de la «cristiandad».
Pero esa convicción frente a lo que era para ellos la «herejía» de
la Iglesia cristiana sólo explica la obstinación histórica; en
nuestra época actual, con su planteamiento mucho más tolerante en
cuestiones de religión, ¿qué necesidad tendrían de seguir
manteniéndola en secreto?
Comenzábamos este trabajo por un examen del
Priorato de Sión moderno
y
sus actividades actuales. Cualesquiera que sean los verdaderos
designios de esa
organización,
Pierre Plantard de Saint-Clair ha indicado que ella
tiene un
programa concreto, un plan mediante el cual pretende obtener ciertos
cambios
definidos en el mundo en general, aunque apenas podamos hacer otra
cosa sino
especular en cuanto a su naturaleza concreta.4
Cualquiera que sea el plan maestro del Priorato, es obvio que guarda
relación con la herejía descubierta por nosotros. En realidad los
Dossiers secrets van sembrando por acá y por allá ciertas frases
nada ambiguas, en el sentido de que el Priorato asume históricamente
la misión de «eminencia gris» de la tradición secreta. Estas
afirmaciones que aluden directa o indirectamente al Priorato son las
que dicen:
«[Ellos son] los fautores de todas las herejías ...»;5
«[están] detrás de todas las herejías, pasando por los cátaros y los
templarios, hasta la francmasonería [...]»;6
[son los] agitadores secretos contra la Iglesia [...]»7
Otro documento del Priorato,
Le cercle d’Ulysse, publicado en 1977 a nombre de
Jean Delaude, incluye
las amenazadoras palabras:
¿Qué planean los del Priorato de Sión? No lo sé, pero representan
una potencia capaz de
emprenderla contra el Vaticano en días venideros.8
Y como hemos visto anteriormente, una obra que se supone inspirada
por el Priorato, Rennes-le-Château: capitale secrète de l’histoire
de France, al discutir las conexiones del Priorato con la «Iglesia
de Juan» insinúa acontecimientos que «transmutarán la Cristiandad».
Al comienzo de esta investigación considerábamos la posibilidad de
que los
del Priorato fuesen víctimas de un delirio colectivo de grandezas,
lo mismo que les
ocurre a la mayoría de las personas, no lográbamos entender qué
secreto
celosamente guardado pudiera tener una capacidad tan deletérea como
para
comprometer la existencia de esa organización tan vasta y bien
asentada que es la Iglesia de Roma. Pero ahora, después de nuestros
estudios y experiencias, nuestra opinión es que la agenda del
Priorato debe tomarse en serio, cuando menos y cualquiera que ella
sea.
En realidad no es tan nueva la idea de una entidad organizada y
juramentada para derribar la Iglesia. En el siglo XVIII, por
ejemplo, cundió la alarma en la Iglesia y en varios Estados europeos
cuando empezaron a aparecer sociedades secretas que reivindicaban
una ascendencia templaria. Sobre todo Francia tembló bajo la sombra
vengativa de Jacobo de Molay: ¿sería posible que los templarios
regresaran dispuestos a hacer un escarmiento? Incluso se rumoreó que
habían sido los inspiradores de la Revolución francesa.
Sin embargo, esta hipótesis de la venganza templaria no deja de
plantear varios problemas. Ninguna organización inteligente se
dedicaría a mantener vivo ese fuego durante siglos, y en contra de
todas las probabilidades desfavorables, sin más proyecto que el de
matar, por ejemplo, a un futuro rey francés y a un papa, ninguno de
los cuales tendría nada que ver con lo que hicieron sus antepasados
cientos de años atrás. Esa idea se funda en el supuesto de que la
supresión de los templarios fuese la razón de su hostilidad contra
la Iglesia, pero ¿y si esta enemistad hubiese existido desde el
principio?
(Según
el Levitikon, los templarios estaban contra la
Iglesia de Roma desde la fundación de la orden, no por la manera en
que fueron eliminados.)
En nuestra investigación hemos observado que los templarios, aparte
poseer un conocimiento secreto acerca del cristianismo, se
consideraban los legítimos y verdaderos custodios del mismo. Y no
hay que olvidar que los templarios y el Priorato de Sión siempre se
presentan inextricablemente vinculados; cualquier plan o proyecto
que tuviesen los unos seguramente habrá sido asumido por los otros.
Además tenemos en el Priorato de Sión un punto de confluencia de las
dos corrientes heréticas, la de la Magdalena y la del Bautista.
Representémonos como posible que el Priorato/templarios estuviese a
punto
de presentar a una atónita cristiandad algún tipo de prueba de las
antiquísimas
creencias de aquél, algún soporte tangible de su culto tradicional a
la diosa, y
juanista. Incluso teniendo en cuenta la evidente obsesión de
aquéllos por las
reliquias, es difícil imaginar en qué podría consistir esa prueba
concreta, ni parece - a primera vista, al menos— que pudiese representar una amenaza
contra la Iglesia digna de tenerse en cuenta.
Pero el caso del Santo Sudario nos ofrece un ejemplo de cómo las
reliquias
religiosas tienen una influencia insólita y poderosa sobre los
corazones y las
mentes. O mejor dicho, cualquier cosa a la que se atribuya una
relación con los
personajes centrales del drama cristiano está revestida de una
resonancia mágica
singular: incluso las «antirreliquias» de aquellos osarios
recientemente
descubiertos en Jerusalén se convirtieron al instante en foco de una
intensa
polémica y un multitudinario examen de conciencia entre cristianos.
Vale la pena
tratar de imaginar qué alturas habría escalado la expectación de la
gente si la
relación entre dichos osarios y la familia de Jesús hubiese sido más
demostrable. Sin duda se habrían desencadenado reacciones de
histeria colectiva, conforme la comunidad se sintiera engañada,
traicionada y espiritualmente desestabilizada.
Las gentes adoran una búsqueda, el viaje en pos de algo que se
escapa sin
dejar de parecer siempre al alcance de la mano. Es como si
tuviéramos programada
en nuestro material genético la búsqueda de un Santo Grial o un
Arca
de la Alianza
siempre a punto de ser hallados, como lo ha demostrado la entusiasta
acogida que
recibió la obra de Graham Hancock
The Sign and the Seal.
Pero al
mismo tiempo,
todo el mundo tiene conciencia de que esos objetos, aunque sea
emocionante
pensar que a lo mejor existen realmente en alguna parte, son meros
símbolos, focos
o materializaciones de tales o cuales secretos arcanos. Sea o no
cierto que el Priorato de Sión y sus aliados se disponen a revelar
alguna justificación concreta de sus creencias, nos parece que la
Historia misma —y confiamos haberlo demostrado— proporciona algunas
claves sobre la validez de esa justificación.
Esos proyectos podrán
ser muy interesantes, desde luego, pero nosotros no los necesitamos
para comprender en qué consiste la supuesta amenaza para la
Iglesia... y por extensión, para las mismas raíces de toda nuestra
cultura occidental. Muchas cosas dependen de lo que damos por
supuesto en el relato cristiano, y muchas e intensas emociones
personales se adhieren a conceptos tales como el de Jesucristo, que
fue Hijo de Dios y de la Virgen María, y un humilde carpintero que
murió por la redención de nuestros pecados, y resucitó. Su vida
humilde, tolerante y sufridora es la imagen de la perfección humana
y el modelo espiritual para millones de seres humanos.
Jesucristo, sentado a la derecha de su Padre que está en el cielo,
contempla a los humillados y desposeídos, y los consuela. ¿No fue
acaso Él quien dijo «venid a mí los afligidos, que yo os
confortaré»?
De hecho y aun siendo muy probable que Jesús pronunciase esas
palabras, simplemente no es verdad que fuesen originales suyas.
Porque, como hemos comentado, éstas y seguramente otras muchas por
el estilo provienen de las que se atribuyeron a Chreste Isis, la
bondadosa Isis, la diosa madre suprema de los egipcios. Sin duda
fueron palabras muy familiares para Jesús, lo mismo que para
cualquier otro sacerdote de Isis.
Como hemos mencionado, el nivel de información de muchos cristianos
actuales en cuanto a los desarrollos de la crítica bíblica es
sorprendentemente bajo. Para muchos, nociones como que Jesús fuese
un mago egipcio, o la rivalidad entre Jesús y Juan el Bautista,
apenas merecerían otro calificativo que el de blasfemas... y sin
embargo, no han sido ficciones de novelistas, ni infundios de los
enemigos de su religión, sino conclusiones de estudiosos de gran
prestigio, algunos de los cuales son también cristianos. Por otra
parte, los elementos paganos de la peripecia de Jesús hace bastante
más de un siglo que están identificados.
Cuando empezamos a estudiar la cuestión, lo primero que nos
sorprendió fue el gran número de especialistas que habían
cuestionado el relato tradicional cristiano y presentaban
argumentaciones detalladas y meticulosas en favor de versiones
prácticamente irreconocibles de lo que fueron Jesús y su movimiento.
En especial nos asombró el descubrir los numerosos indicios eruditos
de que Jesús no era de religión judía en realidad, sino egipcia. Y
sin embargo, tan fuerte es el axioma cultural de que Jesús era
judío, que incluso los que habían reunido esas pruebas se abstenían
de dar el paso lógico final y de postular que hubiese sido seguidor
de la religión egipcíaca.
Son muchos, en efecto, los que han realizado grandes aportaciones a
la creación de una imagen radicalmente nueva de Jesús y de su
movimiento. En
The Foreigner,
Desmond Stewart demostró
brillantemente que Jesús estuvo influido por las escuelas mistéricas
egipcias; pero tampoco Stewart pasó de juzgar esa conexión egipcia
como un matiz que modificaba su judaísmo esencial. En cuanto al
profesor Burton L. Mack, si bien postula que Jesús no era de
religión judaica, al mismo tiempo rechaza el material de las
escuelas mistéricas que se halla en los Evangelios, achacándolo a
interpolaciones posteriores, hipótesis no sustentada por pruebas de
ningún tipo.
Incluso el profesor Karl W. Luckert ha escrito:
Esos traumas natales [del cristianismo] [...] eran, al mismo tiempo,
los verdaderos dolores de parto de su madre, la moribunda religión
del antiguo Egipto. La muerte de nuestra anciana madre egipcia
ocurrió en aquellos siglos, mientras su vigoroso retoño crecía y
empezaba a prosperar en el mundo mediterráneo. Los dolores del parto
fueron al mismo tiempo los de la agonía.
En su existencia de casi dos milenios, esa hija cristiana que le
nació a la madre egipcia ha estado relativamente bien informada en
cuanto a su ancestral tradición paternal hebrea [...]
[pero] hasta la fecha no se le había dicho nada sobre la identidad
de su difunta religión
madre [...].9
No obstante haber expuesto magníficamente las raíces egipcias del
cristianismo, también Luckert se las arregla para equivocar la
cuestión, queriendo ver en la influencia egipcia un trasunto
indirecto, lejano, de los orígenes egipcios del propio judaísmo.
Pero si Jesús enseñó un material procedente de las escuelas mistéricas egipcias, seguramente no le hizo falta ir a buscarlo tan
lejos: debió aprenderlo de primera mano, con sólo mirar al otro lado
de la frontera, sin necesidad de recomponerlo laboriosamente
juntando las fragmentarias e inseguras alusiones del Viejo
Testamento.
De todas esas autoridades, sólo una se atrevió a dar el paso lógico
decisivo. En
Jesus the Magician, Morton Smith aseveró sin más rodeos
que las creencias y las prácticas de Jesús eran las de Egipto.
Significativamente, basó su afirmación en materiales tomados de
ciertos textos mágicos egipcios.
La obra de Smith ha sido concienzudamente ignorada por muchos
comentaristas bíblicos, y recibida por otros con tímida
aprobación.10 Pero como
hemos ido viendo en el decurso de nuestras averiguaciones, el
panorama no
termina en las opiniones de la alta crítica universitaria. En el
decurso de los siglos, muchos grupos han compartido la creencia
secreta en los orígenes egipcios de Jesús y otros protagonistas del
drama del siglo I; además esos «heréticos» proporcionaron muchas
revelaciones sobre los orígenes del cristianismo. Lo interesante es
que ahora esas ideas se ven confirmadas por las revelaciones de la
crítica neotestamentaria.
Si el cristianismo hubiese sido en efecto un retoño de la religión
egipcia, y no una misión única del Hijo de Dios, ni siquiera una
derivación radical de una variante del judaísmo, entonces las
repercusiones para toda nuestra cultura serían tan enormes y
trascendentes que apenas podremos sino esbozarlas aquí.
Por ejemplo, que cuando volvió la espalda a sus raíces egipcias la
Iglesia perdió aquella intuición fundamental de la igualdad
arquetípica entre los sexos ejemplificada por el equilibrio entre
Isis y su consorte Osiris. En principio al menos ese concepto
invitaba a respetar lo mismo a las mujeres que a los hombres, porque
Osiris los representaba a todos lo mismo que Isis a toda la
feminidad. Incluso en nuestra época secularizada sufrimos todavía
las consecuencias de esa negación del ideal egipcio. Pues si bien la
discriminación entre los sexos no es exclusiva de la civilización
occidental, las manifestaciones directas de la nuestra desde luego
deben mucho a las enseñanzas de la Iglesia sobre el lugar que
incumbe a la mujer.
Y lo que es más, al negar sus orígenes egipcios la Iglesia rechazó
también, y muchas veces con especial virulencia, todo el concepto de
la sexualidad en tanto que sacramento. Al poner el Hijo de Dios
célibe a la cabeza de un patriarcado misógino quedó pervertido el
mensaje «cristiano» originario. Porque los dioses a quienes veneró
el mismo Jesús eran una pareja sexuada, y esa sexualidad era objeto
de celebración y emulación por parte de los creyentes. Y sin
embargo, los egipcios no han quedado en la Historia como un pueblo
especialmente licencioso, pero sí dotado de una espiritualidad digna
de atención.
Las consecuencias de la actitud eclesiástica frente a
la sexualidad y el amor sexual han sido, como sabemos, terribles
para nuestra cultura:
la represión a una escala tal que no sólo ha
originado angustias íntimas y remordimientos innecesarios, sino
además incontables delitos contra las mujeres y contra los niños,
aunque por lo general las autoridades hayan preferido ignorarlos.
Con esto, sin embargo, no acabamos de cosechar los frutos amargos de
ese gran error de una Iglesia cristiana que negó sus propias raíces.
Durante siglos la Iglesia perpetró rutinarias atrocidades contra los
judíos, en la creencia de que el cristianismo y el judaísmo eran
rivales. Tradicionalmente la Iglesia consideró que los judíos
blasfemaban al negar que Jesús fuese el Mesías: pero si Jesús ni
siquiera hubiese sido judío, aún se justifican menos las
barbaridades cometidas con millones de judíos inocentes (en cuanto a
la otra acusación formulada contra ellos, la de que mataron a Jesús,
hace tiempo se reconoció como ficticia, puesto que fue ajusticiado
por los romanos).
Hay otra categoría que ha merecido especial hostilidad por parte de
la Iglesia
durante muchos siglos. En su fervor por establecerse como única
religión
verdadera, desde siempre declaró la guerra a los paganos.
En nombre
de Jesucristo arrasaron los templos, torturaron y
mataron gentes
desde Islandia hasta la Patagonia, desde Irlanda hasta Egipto.11
Pero si tenemos razón nosotros y el mismo Jesús era pagano, entonces
ese fervor cristiano ha sido una vez más, no sólo una negación de la
común humanidad, sino también la de los mismos principios de su
fundador. La cuestión no es baladí porque los paganos modernos
siguen siendo hostilizados por los cristianos en la sociedad actual.
Que nuestra cultura es judeocristiana, se ha convertido en un lugar
común, pero ¿qué pasa si nos vemos obligados a rectificar y resulta
que debería ser en realidad egipcio-cristiana? Por supuesto la
pregunta queda en el plano hipotético, aunque tal vez nos gustaría
más nuestra religión soñada y basada en la magia y el misterio de
las pirámides que la basada en
la cólera de Yahvé. Desde luego la
religión que tiene por trinidad al Padre, la Madre y el Niño siempre
ejercerá una poderosa atracción y un profundo sentido de plenitud.
Hemos reseguido la ininterrumpida filiación de la creencia
«herética» en Europa, la corriente subterránea de los misterios de
la Diosa, la alquimia sexual y los secretos que rodean a Juan el
Bautista. Creemos que los heréticos tenían la llave de la verdad en
cuanto a la Iglesia de Roma histórica. Hemos presentado el caso en
estas páginas, paso a paso, conforme nosotros mismos realizamos los
descubrimientos y vimos aparecer el panorama general de entre una
plétora de informaciones... y de desinformaciones también, por
supuesto.
Creemos que, en conjunto, los heréticos tienen una causa defendible.
Desde luego se ha incurrido en una grave injusticia con los
personajes históricos de Juan el Bautista y María Magdalena, así que
ya iba siendo hora de rectificar. Es necesario que el respeto al
Principio de lo Femenino y todo el concepto de la alquimia sexual
sean entendidos, si se quiere que la humanidad occidental inicie el
nuevo milenio con la esperanza de llegar a verse libre de
represiones y sentimientos de culpabilidad.
Si alguna enseñanza puede obtenerse del recorrido que emprendimos
con esta investigación y de los descubrimientos realizados en ella,
no será tanto que los heréticos tienen razón y la Iglesia no la
tiene. Lo que hace falta aquí no son más secretos celosamente
guardados ni más guerras santas, sino más tolerancia y
apertura a
las nuevas ideas, libre de prejuicios y concepciones previas. Si
quitamos trabas a la imaginación, quizá seremos dignos de llevar un
trecho la antorcha que mantuvieron encendida luminarias tales como
Giordano Bruno, Enrique Cornelius Agrippa y Leonardo da Vinci.
Y
quizá llegaremos a entender mejor el antiguo adagio hermético:
¿Es
que no sabéis que sois dioses?
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