VIII. LOVECRAFT Y SU PAISAJE
por Angela Carter
Como el ámbito geográfico de Lovecraft es el de los sueños, tiene la
extraña precisión de los sueños. Sobre el libro de su mundo sabemos
bastante más de lo que nunca hubiésemos conocido del mundo real,
precisamente porque el propio Lovecraft lo inventó todo sobre aquel
mundo y conoció todo lo que hay que conocer sobre él. La horrenda
planicie de Leng; los bosques de Nueva Inglaterra, tan frecuentados;
la Arkham visitada por brujas; las ciudades de sueño o de pesadilla,
o de sueño sutilmente modulado de pesadilla, cuyas huellas azules se
formaron sin la ayuda de la geometría euclidiana.
Cualquier
cartógrafo competente podría trazar el mundo de H. P. Lovecraft con
precisión microscópica. Pero no del todo. Lovecraft se mueve con
total soltura entre pintorescos conjuntos de construcciones en el
espacio y el tiempo, y aunque estos paisajes son básicamente una
proyección o unos modelos de estados mentales, adoptan una
ambigüedad muy especial.
La misma precisión con que Lovecraft describe la estructura de
formaciones rocosas, la edad y el tipo del marco de una ventana, o
las dimensiones de una plaza alucinatoria, es la minuciosa precisión
de la paranoia. Las retorcidas formas de los árboles en los bosques
que hay sobre Arkham son emanaciones de la amenaza que evocan:
amenaza y angustia, perturbación y pavor. Las mismas ciudades, ya
sean las de la antigua Nueva Inglaterra o las que se extienden más
allá de las puertas de los sueños, presentan el espantoso enigma de
un laberinto, siempre tortuoso y siempre con el Minotauro en su
centro. Ahí yace lo inenarrable bajo alguna forma o estado
especialmente vil e informe; lo inenarrable, un miedo sin nombre,
innominable.
El paisaje de Lovecraft es expresionista, de un terror
inminente; su verdadero mundo es hostil al hombre. Pero estos
paisajes, nunca cómodos para el hambre, pueden, cono él, enfermar y
morir. Peor aún, pueden volverse locos. Incluso las estrellas que
hay encima de ellos se presentan bajo condiciones humanas.
“Silenciosamente, la Estrella Polar mira hacia abajo con malicia
desde su sede en la negra bóveda, parpadea horriblemente como un ojo
loco y vigilante que se esfuerza en enviar algún mensaje; pero no
recuerda nada, salvo que una vez tuvo un mensaje por enviar”.
En los paisajes de Lovecraft hay por doquier un terror generalizado;
también hay un horror específico, regional, que él sitúa en lugares
llenos ya de ecos de antigua paranoia: la Nueva Inglaterra de los
primeros colonizadores u, ocasionalmente, en la Montañas Catskill,
en el interior del Estado de Nueva York, una región bastante salvaje
dadas sus credenciales literarias como lugar sobrenatural, según el
largo informe de Rip Van Winkle.
La Nueva Inglaterra de Lovecraft procede también en parte de fuentes
literarias; si el fantasma de Poe acecha desde su Boston, también
hay mucho de Nathaniel Hawthorne {nacido en el Salem de los juicios
de brujas) en aquellas ciudades coloniales con techos de estilo
holandés y, especialmente, en los bosques situados sobre Arkham,
aquellos mismos bosques enmarañados y oscuros, en los que los
protagonistas de The Scarlet Letter tenían sus citas con los
emisarios de Satanás. Este es el escenario de la América virgen a la
que Lovecraft se refiere en su ensayo On Supernatural Horror in
Literature, la vasta y tenebrosa selva virgen en cuya luz
crepuscular muy bien podrían esconderse todos los temores.
Los bosques que hay sobre Arkham, típicos bosques de cuentos de
hadas, están habitados por una raza
procreada por consanguinidad y genéticamente sospechosa, cuyos
antepasados tenían que huir con
frecuencia de los juicios de brujas en el Massachusetts del siglo
XVIII. Allí los fantasmas son con
frecuencia los de los indios más cruelmente desposeídos por los
recién llegados a aquellas tierras. Este es
el bosque primordial en el que el tiempo pasado domina sobre el
tiempo presente y quedará sin
modificaciones en el futuro; el hombre no tiene allí nada más que
hacer, y si decide que le interesa
visitarlo, peor para él, Lovecraft habla del “inherente carácter
misterioso de la herencia americana”; en estos paisajes de bosques
infernales; toca algo que está arraigado muy profundamente en la
conciencia de los primeros colonizadores: una escondida vena de
arcaica paranoia. Los bosques de Arkham son una imagen exacta del
miedo al país desconocido que quedaba fuera de las cercas levantadas
apresuradamente por los primeros colonizadores; la tierra que
vinieron a someter pero que, de momento, no mostraba ningún signo de
sumisión.
Existe un legendario miedo a los bosques; es el mismo pánico que el
propio Pan inspiraba a quienes penetraban en sus dominios. Las
tropas romanas, que no sentían miedo ante ningún enemigo, quedaron
sobrecogidas por un terror rígido ante su primer encuentro con los
inexplorados bosques de Germanía. Existe un miedo razonable frente a
la masiva evidencia de una agitada forma de vida que no es humana,
esto es, el mundo de los vegetales gigantes.
“Al Oeste de Arkham, los bosques son salvajes, y los que crecen en
algunos profundos valles jamás han sido talados por el hacha”.
Fluyen los arroyos que nunca han visto el ;sol; las piedras caídas
de las granjas abandonadas indican cuan mal recibido ha sido allí el
hombre al pensar, en su necedad, que podría vivir allí, y también
cuan precipitada y cuan ignominiosa fue su partida. Esta es la
residencia del Negro Macho Cabrío de los Bosques con un Millar de
Jóvenes; estas,
“sólidas y lujuriantes masas boscosas entre cuyos
árboles primarios podrían esconderse ejércitos enteros de espíritus
elementales”
(The Whisperer in Darkness)
En el momento en que es perforado por un meteorito, este paisaje se
despoja de su constante aspecto de
benevolencia superficial. Ahora la hierba es agrisada, está
marchita. Y las parras han caído de los muros
de una ruinosa granja convertida en “frágiles escombros”; mientras,
grandes árboles desnudos arañan el
cielo gris de noviembre con estudiada malevolencia” (The Colour Out
of Space). Esta tierra
antropomorfizada rezuma veneno; el terreno cultivado se ha
transformado en un baldío maldito que, de
hecho, está en trance de convertirse en otra versión de la meseta d‘
Leng, aquella meseta completamente
estéril y oscura de la mitología de Lovecraft. Aunque de forma
estilizada, es un paisaje basado en formas
reales que se va convirtiendo en una invención, e incluso en una
siniestra prefiguración de un paisaje
devastado por una explosión más verosímil que la de aquellos globos
extrañamente coloreados que
llegaban del cielo. Estamos ante un paisaje de expoliación
post-nuclear. Mircea Eliade dice:
“El bosque
es un símbolo que contiene muerte”.
El hombre está excluido de estas
regiones forestales, donde seres y
objetos, plantas y animales, entremezclan y combinan sus formas. En
los bosques de Arkham, en los
profundos bosques de Massachusetts y Vermont, pueden encontrarse
aquellas cavernas que conducen a
la mansión de lo innominable y las negras piedras grabadas con
curiosos jeroglíficos que invocan a los
Seres Mayores incluidos por Lovecraft en el folklore de la brujería
de Nueva Inglaterra. También aquí,
en la verde oscuridad, siguen viviendo los mitológicos fantasmas con
cuernos de los indios pieles-rojas
que originalmente vivían en perfecta armonía con los bosques a los
que sólo se teme cuando no se
conocen.
El hombre está excluido de los bosques, pero los indios
pieles-rojas no porque ellos no son
humanos; quizá antes de que viniesen los europeos vivían como
ángeles, aunque ahora alguna caída
luciferina los ha convertido en seres de le oscuridad. De forma
similar, la tribu de brujas de
Salem/Arkham puede encontrar un hogar en los bosques que no son los
de antes de la creación ni una
sede de la inocencia, sino bosques después de la Caída, reinos
concebidos por una naturaleza
enloquecida, cuya vida instintiva ha extinguido a la razón. Los
indios Narangasset suelen ser evocados
por Lovecraft como sirvientes de los sabios y nigrománticos del
siglo XVIII cuyos descendientes están
forzados a soportar viles herencias de maldición en la era del motor
de combustión interna. Los propios
indios pieles-rojas existen en el siglo XX como fantasmas o como
nombres de lugares, de ríos... el
Miskatonic o el Pawtuxet es un largo río “que discurre por muchas
regiones colonizadas en las que
abundan los cementerios” (The Case of Charles Dexter Ward).
La misma
ausencia de pieles-rojas de sus
propios bosques expresa el alejamiento de esta extraña tierra.
Oscuramente satánicos, están aliados con
el propio Satanás, que no es más que una metáfora de los Seres
Mayores o de lo innominable. No son
hombres, sino una parte del paisaje, seres de la misma sustancia que
los retorcidos y malignos árboles, que el agresivo follaje, del cual
podrían brotar flores carnívoras en cualquier momento. El mal forma
parte de la estructura de “aquellas antiguas, secretas e
inquietantes colinas”, “las salvajes y encantadoras colinas detrás
de la vieja Arkham condenada por los brujos”.
Pero la magia negra de
dichas colinas no es la de Sabbath, aunque Lovecraft se refiere a
menudo a Cotton Mather; aquellos arcos esculpidos. en las
profundidades del bosque (véase The Case of Charles Dexter Ward) son
las “puertas que ciertos hombres audaces y aborrecibles han
condenado totalmente con titánicos muros entre el mundo y el
exterior absoluto” (Through the Gates of Silver Key). Los antiguos
sabios empleaban métodos cabalísticos para escapar del tiempo, hacia
el reino infernal de la mitología Cthulhu; el bosque guarda estos
secretos en su laberinto vegetal. Porque el bosque es una especie de
laberinto. Pero un laberinto sensible; tiene un “alma terrible” (The
Tomb).
El bosque es un voraz y multiforme ser capaz de sentir
pasiones, y las expresa con el movimiento inesperado y sin motivo de
las ramas y con los remolinos de un viento que mueve las hojas pero
que no podríamos sentir en nuestros rostros. Los panoramas
ciudadanos de Lovecraft también son laberintos. Un laberinto es una
estructura arquitectónica, aparentemente sin objetivo alguno; su
diseño es tan complejo que, una vez en su interior, es imposible o
muy difícil salir de él. Algunos antiguos laberintos parecen haber
sido diseñados como trampas para demonios. Una vez las malignas
criaturas han sido atraídas a su interior, quedan atrapadas lo mismo
que un genio en una botella. Para comprender mejor los misteriosos
laberintos de Lovecraft, Waldemar Fenn cree que algunos laberintos
prehistóricos deberían interpretarse como imágenes de los
movimientos aparentes de los cuerpos astrales.
En De Groene Leeuw
hay una ilustración de Goose van Wreewyk (Amsterdam, 1672) que
representa el santuario de la piedra de los alquimistas rodeada de
paredes que son las órbitas de los planetas, sugiriendo de esta
manera un laberinto cósmico. Como un laberinto es un símbolo
efectivo de la angustia existencial, la presentación de innumerables
elecciones de las cuales sólo una es o puede ser la acertada, las
laberínticas ciudades, pueblos y catacumbas de Lovecraft,
transportadas a una escala cósmica, sugieren la posibilidad de un
pánico eterno e infinito. El laberinto es el símbolo de la
interioridad, de la esencia profunda,. del atormentado viaje hacia
el centro del inconsciente, el núcleo de la oscuridad. En esta
oscuridad, la ceguera es una claridad: “Las más profundas cavernas
no son para la comprensión de los ojos que ven”, cita Lovecraft del
Necronomicon del loco árabe. Uno de los primeros relatos de
Lovecraft empieza así:
“Estaba absolutamente perdido, perdido sin
esperanza en el laberíntico nicho de la Cueva de Mammoth” (The Beast
in the Cave).
No existe ningún laberinto que no tenga un minotauro
como secreto central. Uno debe perderse para encontrarse a sí mismo;
el bosque, el laberinto y los apiñados barrios bajos de las grandes
ciudades sirven para la misma función: son confusos paisajes de
hormigón en los que, con el más viejo y poderoso de los miedos, uno
puede perderse a sí mismo completamente. El laberinto es el camino
hacia dentro; fuera, a la luz del día, en la Sala Común de los
alumnos de últimos cursos de la Universidad Miskatonic, dice, no hay
nada que temer.
La descripción de la ciudad de Providence, Rhode Island, en The Case
of Charles Dexter Ward, ofrece una específica desviación de la
exterioridad, del seguro mundo público, y un descenso hasta el
peligroso laberinto. El joven Ward vive en una gran mansión
georgiana, construida en la edad de la razón. Está en la cima de una
colina, en el claro aire inmaculado a la vista de todos; es un
paisaje exteriorizado y, por tanto, seguro. Los Estados Unidos,
desde el punto de vista político hijos de la Ilustración Francesa,
con su convicción de que la virtud era inherente al hombre, crearon
en Providence la arquitectura de su propia ilustración con unas
proporciones clásicas; una ciudad que estaría libre de los fantasmas
del pasado que se escondía en los abigarrados rincones de las
ciudades europeas. Pero la Providence de Ward, que desde las
ventanas de su laberíntica mansión tiene el aspecto de las
encantadoras ciudades de los sueños de Lovecraft con sus
“arracimadas agujas, cúpulas y tejados”, está en gran parte
configurada encima de la colina. Descendamos más abajo. Dejemos la
ciudad pública, la sede de la exterioridad.
Pongámonos frente a la “exquisita Primera Iglesia 8aptista de 1775,
lujosa, con su incomparable
campanario Gibbs, y las terrazas georgianas y las cúpulas
cerniéndose a su alrededor”. Bajemos por las
pequeñas calles antiguas, “espectrales en su puntiagudo arcaísmo”,
descendamos al “derroche de incandescente decadencia” del barrio
marítimo con sus podridos muelles, su políglota vicio y su mugre.
Como en un grabado de Piranesi, las lúcidas líneas de la
arquitectura palladiana se transforman mediante un proceso de
progresiva paranoia en un laberinto de ignorancia y angustia. Red
Hook, en Brooklyn, “es un laberinto de viejo mugre cecea del antiguo
barrio marítimo”, “una maraña de podredumbre material y espiritual”
donde, como en Providence, la presencia del océano – engendrador de
monstruos, “mansión abismal”, residencia de Dagon y de los
misteriosos anfibios de Lovecraft – sugieren el horror de lo
informe.
Nueva York sufre la misma decadencia en He. Vista por un recién
llegado que la pisa por primera vez, desde un puente y a la puesta
del sol, la ciudad parece el Eldorado, una fabulosa ciudad de sueño
con “sus increíbles picos y pirámides elevándose delicadamente como
flores desde unos charcos de niebla violeta”. Pero un mejor
conocimiento revela una ciudad,
“completamente muerta, con su cuerpo
caído, imperfectamente embalsamado e infestado por extrañas cosas
inanimadas que, a diferencia de cuando estaba con vida, no tienen
nada que hacer con él”.
El nigromante, el “él” del título, retrocede
con el narrador en el tiempo hasta una inocente ciudad del pasado
colonial y entonces le revela, en un espejo mágico, la ciudad del
futuro.
“Vi los cielos plagados de extrañas cosas volantes, y debajo de
ellas una infernal ciudad negra de gigantes terrazas de piedra con
impías pirámides elevándose sin orden ni concierto hacia la Luna, y
luces brillando diabólicamente desde innumerables ventanas. Y
hormigueando repugnantemente sobre galerías aéreas vi las gentes
amarillas y bizcas de aquella ciudad, horriblemente vestidas de
naranja y rojo, bailando alocadamente con el batir de enfebrecidos
timbales... “.
El Eldorado soñado se ha convertido en una ciudad de pesadilla, de
negra roca que también se extiende más allá de los muros de la
dormición. El narrador huye de la casa del nigromante, que era el
corazón del laberinto, el espacio central en el cual se guardaba el
horroroso secreto. “Nunca intentaré volver a aquellos tenebrosos
laberintos”. Irá a casa, a una inocente Nueva Inglaterra, cuyos
callejones “son barridos por fragantes vientos marinos al
anochecer”. Sin embargo, considerando la importancia del océano en
la mitología de Lovecraft, esta inocencia es ilusoria; en cualquier
momento puede ser invadida por los informes habitantes de las
profundidades. ¿No construyó Gnorri, el barbudo y con aletas,
“singulares laberintos en el mar debajo de la ciudad de Llek-Vad?
(Through the Gates of the Silver Key).
La inocente Nueva Inglaterra,
cuyas tierras de labranza Lovecraft invoca ocasionalmente como un
símbolo de rusticidad es, no obstante, la mansión de los demonios.
Arkham, con su maraña de callejones sin pavimentar y oliendo a moho,
“la inmutable ciudad de Arkham llena de leyendas de encantamientos,
con sus arracimados tejados de estilo holandés que se inclinan
pavoneándose sobre desvanes donde las brujas se esconden de los
hombres del Rey”, es ella misma un laberinto. El secreto que esconde
este laberinto es el espectro del sacrificio humano y el
canibalismo, que parece haber fascinado a Lovecraft hasta un grado
desacostumbrado.
En la casa de Arkham donde una vez vivió una bruja, el estudiante
Gilman sueña con una ciudad infernal, una ciudad con “extraños
picos, superficies equilibradas, cúpulas, minaretes, discos
horizontales colocados sobre pináculos”, todo reluciendo bajo el
deslumbrante burbujeo de un cielo policromo. El modelo laberíntico
se traspone desde los barrios bajos de Arkham y se convierte en el
prototipo de todas las ciudades de Lovecraft, absolutamente
imaginarias, con unos nombres que parecen contener errores
tipográficos. Llek-Vad, R’lyeh, Sarnath, Ulthar, Thalarion,
“aquella. fascinante y repelente ciudad... por la que sólo andan
demonios y cosas locas, no hombres”. La carne no es la sustancia de
la que están compuestos los seres que habitan estos lugares.
Cuando observamos los majestuosos pilares de estas ciudades, sabemos
que hemos dejado bastante atrás
los terrores enraizados en el mundo real del bosque, y los barrios
bajos, y los puertos. La arquitectura es
absolutamente no-funcional, y a menudo presenta una confusión de
estilos – arcos góticos, portales renacentistas, pirámides aztecas,
cúpulas morunas – que sugieren un escudriñamiento a fondo de todas
las ciudades que existieron o pudieron haber existido.
Algunas veces, esta inhabitable arquitectura e parece a aquellas
ciudades de niebla y encajes dibujadas por Paul Klee:
“las murallas
de Sarnath eran de ladrillo barnizado y calcedonia, teniendo cada
una un jardín amurallado y su pequeño lago de cristal” (The Doom
That Came to Sarnath).
Otras tienen la sonoridad metafísica de las
perspectivas de De Chirico, como Atlantis, la ciudad bajo el mar que
aparece en The Temple: “un amplio y elaborado conjunto de edificios
en ruinas”, la mayoría de mármol, “impolutos e inviolados en la
noche y en el silencio eternos de un abismo oceánico”. Son ciudades
para ser vistas, no para ser habitadas.
Estas ciudades de sueño a menudo empiezan como bellas visiones
trazadas en todas las hipérboles “camp” de que disponía Lovecraft;
pero el sueño pronto se hace desabrido; la paranoica complejidad de
las columnatas (que Marx Ernst habría llamado probablemente
“falustradas”), los callejones, las rampas, las torres, empiezan a
destilar su propia oscuridad. La alucinación se transforma en
delirio. Las terrazas se desmoronan; los cimientos se hunden;
percibimos el resto de la pesadilla a medida que vamos presintiendo
la inminencia de la catástrofe. Hay una oculta inquietud en los
peristilos. Al final nos vemos forzados a admitir cuán pocos,
poquísimos sueños resultan, en realidad, completamente placenteros.
En estos paisajes, un sonido acompaña siempre la transformación del
sueño en pavor: es el sonido de las flautas. La neurastenia de
Lovecraft, que le sensibilizaba a los sonidos, texturas y
temperatura tanto como al propio Roderick Usher, utiliza este
aflautado sonido una y otra vez, como preludio de una crisis de la
imaginación que sacará a los informar es seres de sus cuevas o
cambiará una tranquila mansión de Nueva Inglaterra en un lugar de
horror. Gilman, el estudiante de The Dreams in the Witch-House,
identifica el origen de este sonido como “el trono de Caos en el que
suenan estúpidamente agudas flautas”.
El sonido de las flautas anuncia el acercamiento a la puerta del
mundo interior de The Festival. En las montañas de la Antártida, las
mismas rocas emiten un agudo sonido producido por el viento que
sopla a través de ellas; son como un gran conjunto de zampoñas de
piedra.
“Rachas intermitentes del terrible viento antártico barrían
furiosamente las desviadas cimas con cadencias que algunas veces
contenían imprecisas sugerencias de un sonido musical salvaje y
vagamente sensible; con notas que se extendían en un amplio
registro, y que por alguna subconsciente y mnemotécnica razón me
parecían inquietantes y terribles”
(At the Mountains of Madness).
Este sonido, ya sea producida por flautas, por el viento, o por
ranas. mugidoras, es siempre el preludio del horror. Es
inquietantemente parecido a la atroz, aguda, y sostenida nota de
violín del cuarteto de cuerda autobiográfico de Smetana, My Life,
que ilustra el agudo y agonizante sonido anunciador de la propia
sordera del BU1’Ol’.
La Antártida de Lovecraft es el mas terrible de todos sus paisajes.
Este desolado reino de hielo y muerte, el lugar de donde le llegaban
“la niebla y la nieve” al viejo Marinero en, al mismo tiempo, una
versión realzada de la Antártida real; y una visión de la
aborrecible meseta de Leng, el techo del mundo; y la laberíntica
ciudad de los Seres Mayores. Es una estructura sinfónica de paisaje.
Según de Quincy, antes de empezar The Rhyme of the Ancient Mariner,
Coleridge planeó “un poema sobre el delirio, confundiendo su propio
escenario de sueños. con las cosas externas y entró en contacto con
la imaginería de las altas latitudes”. Con un plan similar,
Lovecraft aportó sus propios medios; tenía horror y alergia a
cualquier temperatura inferior a los veinte grados y, con
frecuencia, hacia el final de su vida, por debajo de los treinta
grados.
Si bien en el convulsivo bosque hay un exceso de vida, en cambio no
lo hay en absoluto en la tierra de la
niebla y de la nieve. Los espejismos de niebla del “gran continente
desconocido y su secreto mundo de
helada muerte” transforman los icebergs en “almenas de inimaginables
castillos cósmicos”, lugares de
perpetuo exilio. La blancura de la nieve es la infinita albura del
verdadero misterio; el descubrimiento de una cadena de montañas en
el subconsciente revela a los exploradores “el pórtico de un mundo
prohibido, un mundo de inexplorada maravilla”. Bajo un enigmático
cielo, hasta el propio paisaje se convierte en un vasto enigma que,
una vez desentrañado, revela al hombre su insignificancia en el
esquema cósmico de las cosas.
En el espectáculo de los picos montañosos,
“había una persistente
insinuación que lo impregnaba todo de un prodigioso arcano y una
potencial revelación”.
Parecen un mandala. Forman la entrada a una
caverna de oráculos.
“Era como si estas rígidas agujas de pesadilla
señalaran los pilares de una espantosa puerta de entrada a las
esferas prohibidas de los sueños y a intrincados abismos de tiempo,
espacio y ultradimensionalidad remotos”;
estas son las montañas de
la demencia absoluta y sus vertientes más lejanas se asoman a unos
abismos finales, malditos (En la imaginería de Lovecraft, el
elemento sexual apenas necesita ser subrayado).
Este es un paisaje de abandono, de desolación, de muerte. Es el
portal de la meseta de Leng, una metáfora para la total desnudez.
Aquí encontramos una vez más un laberinto de “masas de piedra
geométricamente eurítmicas” construido en “diabólica violación de la
ley natural”. Ninguna mano humana ayudó a cincelar las piedras de
esta vasta ciudad abandonada. Y también una vez más, su arquitectura
presenta torres y puentes de enlace; Lovecraft debió haber admirado
la arquitectura futurista de Metrópolis, de Fritz Lang.
Este último rompecabezas de piedra es “una complicada maraña de
tortuosas calles y callejones; y todos ellos son profundos cañones,
casi túneles, debido a los salientes de mampostería de los
sobrecargados puentes”. La ciudad entera constituye el lugar
recóndito y rebuscado de un mundo, o antimundo, de oscuros secretos;
el horrible minotauro que hay en su corazón es una completa y hasta
ahora desconocida prehistoria de este planeta, en la cual el hombre
no tiene lugar alguno.
La arquitectura es de “de una variedad infinita, de una solidez
preternatural y un exotismo completamente extraño”; representa
conos, terrazas, columnas rotas, mientras va repitiéndose un motivo
en forma de estrella dé cinco puntas con sus insinuaciones
cabalísticas. Y esta ciudad, sus monumentos y sus murales, est5n
completamente muertos.
“Con absoluta certeza, estábamos deambulando
en medio de una muerte que había reinado, por lo menos, quinientos
mil años”.
El narrador y su compañero Danforth, los únicos supervivientes del
equipo de exploradores que partieron del mundo racional de la
Universidad Miskatonic, van a parar precisamente al laberinto. Como
Hansel y Gretel en el bosque, marcan su camino dejando caer trozos
de papel tras de sí, hasta que, por fin, llegan a un monumental
pórtico;
“cinceladas avenidas conducen al oscuro mundo interior de
cuya existencia nada habíamos sabido antes, pero en aquel momento
estábamos impacientes por recorrer”.
El laberinto los ha llevado al
portal, a una perfecta oscuridad, a una especie de pozo que
desciende vertiginosamente y que acabará conduciéndonos al borde de
un gran abismo. La única fauna de estas regiones son pingüinos
ciegos y albinos, unos seres de aspecto fetal. Este es el auténtico
paisaje de la interioridad, del arquetípico Lugar más Interior: la
matriz. La imaginería intrauterina aún se hace más sorprendente por
la presencia en este abismo de los restos ruinosos de una inmensa
torre. En este paisaje de devastada esterilidad encuentran la
evidencia concreta de una vida que no es humana: el cadáver de su
compañero de exploración, Gedney, y uno de los perros esquimales del
equipo están conservados con gran cuidado, como si fuesen
especimenes de laboratorio. Y lo son, ciertamente, para los Antiguos
que habitan estas regiones de interioridad, ese negro agujero que
hay bajo las montañas de locura; para ellos son interesantes
ejemplos de una desconocida forma de existencia.
Este elemental miedo a las formas no existentes configura las
paranoicas perspectivas de los paisajes de Lovecraft.
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IX. BIBLIOGRAFIA
-
De fragmentos del Necronomicon
y comentarios
Manuscritos
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Otras fuentes consultadas
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Zoroatre 1674
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The Aboqnazar Codex; Clavicula Salomins of Zekerboni & Aboqnaza
-
The Polygraphia of Trithemius; The Order of the Cubic Stone
Archives, Wolverhampton
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The Complete Works of H.P. Lovecraft, varias ediciones
Regresar
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