5 - EL EFECTO ISAÍAS
El misterio de la montaña


En los textos bíblicos modernos, las primeras visiones sobre el futuro son las descritas por el profeta Isaías en el Antiguo Testamento. En los manuscritos del mar Muerto, el buen estado del gran Rollo de Isaías nos permite ver la obra de Isaías como un patrón para comprender las profecías apocalípticas de otras tradiciones, así como vislumbrar nuestro futuro a través de los profetas bíblicos. Con ello, eliminamos la tediosa tarea de examinar a fondo cada uno de los cuatro libros mayores y los doce menores de las profecías bíblicas.

 

Este enfoque generalizado hace posible contemplar estas antiguas tradiciones desde un plano más elevado y buscar patrones de ideas, en lugar de enfocarse en los detalles de cada una de las visiones y en compararlas entre ellas. Cuando hacemos esto, aparece una posibilidad interesante y quizás inesperada.


En los capítulos anteriores insinuamos que en las profecías de Isaías había un patrón de una época de destrucción, de cambios catastróficos y una casi incomprensible pérdida humana, seguida de un tiempo de paz y sanación. Los elementos de tal predicción están claramente presentes. Una parte específica de sus profecías, denominada el Apocalipsis de Isaías, revela todavía con mayor amplitud la naturaleza dual de las visiones del profeta. Describe un tiempo en su futuro en que,

«la Tierra está contaminada debido a sus habitantes, pues han quebrantado las leyes, violado el derecho, roto la antigua alianza... Por eso, los que moran sobre ella se consumen y pocos sobreviven»

(Is., 24,5-6).

Isaías sigue describiendo un violento movimiento de la Tierra, así como una conducta inusual de la Luna y el Sol:

«Los cimientos de la Tierra temblarán. La Tierra será quebrantada del todo, enteramente desmenuzada, la Tierra será conmovida... La Luna se ruborizará y el Sol se avergonzará ...»

 (ib., v 23).

Tras los momentos más oscuros de su visión sobre el futuro de la Tierra, el Apocalipsis de Isaías hace un inesperado e interesante giro. Isaías, de pronto, sin apenas dar indicios del cambio que se va a producir, empieza a describir un tiempo muy diferente en su visión del futuro, una época de felicidad, de paz, de vida. En la siguiente parte de su revelación, todavía considerada de naturaleza apocalíptica por los eruditos, describe un tiempo en que es creada una «nueva tierra» y un «nuevo cielo». Durante este tiempo,

«de las cosas pasadas ya no se hará más memoria, ni recuerdo alguna Sino que habrá alegría y regocijo eterno... Nunca jamás se oirás voces de llanto ni de lamentos»

(ib., 65,17-19).

Y esta secuencia de acontecimientos nos hace creer que acontecimientos felices seguirán a los trágicos, que uno ha de preceder al otra en el orden sugerido por el texto. ¿Por qué las profecías de Edgar Cayce, de Nostradamus, de los ancianos amerindios y otras parecen tan contradictorias a veces, ofreciéndonos un mensaje con una mezcla de esperanza y posibilidad junto con aterradoras visiones de muerte, desintegración y destrucción catastrófica para el mismo período de tiempo? ¿Cabe la posibilidad de que estas antiguas visiones sobre nuestro futuro ofrezcan una alternativa que confiera tanto poder y sea tan extraordinaria que ni siquiera los profetas pudieran darse cuenta de las implicaciones de sus propias visiones?

 

Esta es precisamente la impresión que nos transmite la profecía de Daniel en uno de los últimos capítulos del Antiguo Testamento. Tras habérsele ofrecido una rara visión de un futuro lejano, parece como si Daniel no comprendiera plenamente lo que le habían mostrado. Sin un marco de referencia para las cosas que él había presenciado en su futuro, ¿cómo podía entenderlo? Cuando ya estaba llegando al final de su excursión por el tiempo, el guía que le ha conducido por el futuro sencillamente le sugiere:

«Pero tú anda hasta el final. Reposarás, y al final de los días te levantarás para gozar de tu herencia»

(Dn 12,13).

Cuando Isaías compartía sus visiones, ¿estaba prediciendo acontecimientos reales que iban a ocurrir con toda seguridad, o más bien describía revelaciones de una posibilidad cuántica con un significado tan inesperado que ha sido un misterio hasta el siglo XX? Cuando contemplamos la descripción de Isaías de la vasta cantidad de diferentes futuros para el mismo momento en el tiempo con los ojos de nuestra nueva física, nos damos cuenta de que existe una sorprendente correlación con las descripciones modernas de los resultados cuánticos. En tales discusiones, los futuros visionados por Isaías se convierten en ondas de posibilidades en lugar de resultados fácticos. Además, la ciencia cuántica permite que las personas que estamos viviendo actualmente cambiemos los resultados catastróficos del futuro. La clave es comprender cuándo y cómo se presentan las oportunidades para el cambio.


El ejemplo del capítulo 1 de la oración masiva por la paz en la víspera de una campaña militar aérea contra Irak supone un maravilloso ejemplo de lo que son tales opciones. Para algunos observadores, la orden de iniciar el ataque, seguida al cabo de unos minutos por la contraorden de abortar la misión, tenía poco sentido, pero desde la perspectiva del fino velo entre las posibilidades cuánticas, los acontecimientos de ese día eran perfectamente coherentes.


Esa tarde miles de personas, en al menos 35 países de los seis continentes, habían acordado unirse en una vigilia masiva por la Paz que hizo eco en todo el mundo. Coordinada a través de Internet y de la World Wide Web,' la oración fue seguida por familias, organizaciones y comunidades como una voz de paz que trascendió las fronteras políticas de los Gobiernos y de las naciones. La vigilia no fue una protesta en contra del bombardeo a Iraq o de alguna política, gobierno o situación de alguna parte del mundo. Fue una llamada de miles de corazones y mentes a respetar lo sagrado de la vida, que se convirtió en una opción única y unificas da para hacer eco de un sencillo mensaje: paz en todos los mundos y naciones para toda vida.


En cuestión de horas, el curso de los acontecimientos en Ira había cambiado. Ese día, ante los ojos del mundo, fuimos testigos del poder de la conciencia humana mientras esta reorganizaba las piezas de los eventos que ya se habían puesto en movimiento. En lugar de súplicas dispersas de personas que pedían la intervención divina en una situación que parecía inevitable, la opción sincronizada de muchas personas, coordinada a través del milagro de Internet, se coló entre los velos de las posibilidades cuánticas para producir un fruto que afirmara la vida mediante la paz.


En nuestra calidad de ser únicos como naciones, familias e individuos, el viernes 13 de noviembre de 1998 compartimos una experiencia común. Oculto en los recónditos parajes de nuestra memoria colectiva, como si fuera un secreto de familia, considera, do tabú durante tanto tiempo que los detalles se hubieran perdida; nuestra oración por la paz abrió la puerta a inmensas oportunidades de sanación y de cooperación internacional, y a mayores expresiones de amor para nuestros seres queridos. Esa tarde de noviembre dimos un suspiro colectivo de alivio, a la vez que rescribíamos una consecuencia que parecía inevitable. Con ello, presenciamos nuestro poder para terminar con el sufrimiento en el mundo.


¿Cómo podemos probar científicamente que durante la oración de miles de personas, una nueva posibilidad substituyó a la guerra que ya estaba en curso? Al mismo tiempo, ¿qué otro poder que no sea la paz podría haber actuado ante semejante oración? Teniendo en cuenta esto, ¿cuáles son las implicaciones de opciones similares para el futuro de nuestro mundo?

Durante casi tres milenios, los eruditos han examinado las claves que nos dejó Isaías para averiguar lo que podemos esperar para el futuro. Puesto que las culturas han cambiado, nuestra interpretación de su profecía también lo ha hecho. Las traducciones que `se hicieron durante los tiempos de la Inquisición española, por ejemplo, reflejan los rigurosos límites impuestos por la Iglesia para la interpretación mística. Hoy en día el lenguaje de la ciencia cuántica ofrece una nueva y ampliada visión de las predicciones de Isaías sobre el futuro.


Quizás el misterio de las profecías de Isaías fuera revelado en el momento en que se escribieron. Como si invitara a las gentes de un tiempo futuro a ver más allá de lo que parece obvio, escribe:

«Para vosotros todas estas revelaciones son como las palabras de un manuscrito sellado, que cuando se lo dan a alguien que sabe leer y le dicen, "léelo", éste respondería: "No puedo, está sellado"»

(Is 29,11).

En este curioso pasaje, uno de los pocos de esa índole, Isaías hace una sutil observación sobre la actitud de las generaciones venideras en cuanto a su visión del tiempo. Sabe que las gentes del futuro que «puedan leer» su profecía, podrán comprender este mensaje. Sin embargo, ellos no lo reconocen porque nunca se les ha revelado el contexto.


¿Podría suponer el «sello» de Isaías el descubrimiento de las leyes fundamentales de la creación, de la naturaleza del tiempo? Si en realidad estaba ofreciendo estas revelaciones a una generación de su lejano futuro, ¿cómo podía ser entendida la visión de Isaías sin los elementos de la física del siglo XX? Al mismo tiempo, ¿qué palabras se podían haber utilizado en sus días para transmitir tan poderoso y abstracto mensaje para las generaciones futuras? El profeta nos ofrece una clave para descifrar su aparente misterio cuando describe cómo los habitantes del lejano futuro de la Tierra puede que elijan cuál de sus visiones quieren experimentar.

 

Con ello, Isaías nos abre la puerta a una senda que puede cambiar para siempre las actitudes de la humanidad, y a su vez, conseguir nada más y nada menos que cambiar el curso de su historia.


Isaías perfila una forma de conducta que nos permite escapar de la oscuridad que ha presenciado. Empieza a referirse a una clave mística a través de la cual las personas de cualquier generación podrán cambiar los acontecimientos que se encuentran en su probable futuro. Esta clave se identifica en su visión con un «monte» (ib., 25,6-7). Dentro de ese monte Isaías describe un «refugio para los pobres, para los necesitados afligidos; cobijo para la lluvia sombra para el calor» (ib., 25,4).

 

En un pasaje especialmente interesante, el profeta habla de un tiempo que en la presencia de la montaña, «el velo que ciega a los pueblos, la malla que envuelve a todas las naciones», serán destruidos. Aquí encontramos una de las primeras pistas para esta profecía en particular. Es evidente que se está refiriendo al monte como la clave del refugio y del poder. Justamente, ¿qué es el monte de la profecía de Isaías?


Algunos investigadores creen que se refiere a un lugar físico, a un centro de poder y santuario para los afortunados que lo descubran. Otros sugieren que el monte de Isaías era algún tipo de código, un cerrojo del tiempo para asegurar que su mensaje sólo sería revelado cuando se comprendieran los principios para emplear esta sabiduría. Aunque ambas teorías pueden ser factibles, quizás el misterio de la profecía pueda ser explicado de un modo más sencillo. La identificación del monte de Isaías podría ser un maravilloso ejemplo de cómo el paso del tiempo y la evolución de las culturas ha distorsionado el contexto original hasta tal punto que el mensaje original se ha perdido, o al menos ha quedado oculto, en el proceso.


Con frecuencia, en las referencias modernas a los antiguos textos bíblicos hallamos palabras específicas marcadas con una nota a pie de página que indica que puede que existan usos, interpretaciones o significados diferentes para las mismas. Este es el caso del monte de Isaías. Además de la posibilidad de que tanto los traductores como el lenguaje indujeran a error, en este punto todavía hay otro factor que disfraza -el significado original: el uso de las metáforas y los símbolos. Los eruditos dicen que durante el tiempo en que se escribió la Biblia, la palabra monte era generalmente simbólica y se usaba para representar la «Jerusalén celestial» (ib., 25,6).

 

Más que un lugar físico -en este caso la ciudad de Jerusalén-, 10 notas a pie de página indican claramente que dicha palabra se usa en sentido metafórico. No obstante, el sentido de una «ciudad celestial» sigue siendo un tanto confuso, hasta que las investigaciones revelen alguna pista adicional. Nuestra Biblia actual es el producto de anteriores traducciones del hebreo. Si nos remitimos a esta frase con las palabras precisas en su idioma original, descubrimos un significado inesperado, aunque no sorprendente.


En hebreo, la palabra para Jerusalén es Yerushalayim. Aquí la definición se vuelve muy clara: significa «la visión de la paz». Por fin se desvela el misterioso significado del mensaje de Isaías. ¡El monte de Isaías no es un lugar físico sino una referencia al poder de la paz! Con esta aclaración, podemos leer su profecía como:

«La visión de la paz proporciona refugio a los pobres, a los necesitados afligidos; cobijo para la lluvia, sombra para el calor. Ante la presencia de la visión de la paz, el velo que ciega a los pueblos, la malla que envuelve a todas las naciones, serán destruidos».

Esta nueva comprensión de la profecía de Isaías ofrece una visión renovada del poder que encierra este antiguo mensaje. Cuando vio Isaías algunos momentos clave de nuestro futuro, fue testigo de dos posibilidades muy distintas: la de una época de sanación y la de un tiempo de destrucción. Al igual que haríamos hoy en día, el gran profeta describió su visión con las únicas palabras que conocía, y nos alertó de una posibilidad en nuestro futuro basada en cierto curso de acontecimientos. Al mismo tiempo, advirtió a quienes leyeran sus profecías que reconsideraran las decisiones que tomaran en sus vidas y, al hacerlo, evitarían el sufrimiento que él había presenciado como posible futuro.

 


EL EFECTO ISAÍAS
Está claro que entramos en una nueva era de entendimiento de las ciencias interiores de la oración, de la profecía, y de los agentes de cambio que Isaías y otros reconocían en sus escritos. Engañosamente simples, las profecías de Isaías nos recuerdan dos cosas.

  • Primero, a través de la ciencia de la profecía podemos vislumbrar las futuras consecuencias de lo que hacemos en el presente.

  • Segundo, representamos el poder colectivo para elegir qué futuro queremos experimentar.

Mediante el respeto hacia los demás en nuestra vida cotidiana, podremos encajar las experiencias que traerán el futuro que deseamos. Este es el efecto Isaías, la expresión de una antigua ciencia que afirma que podemos cambiar el resultado de nuestro futuro a través de las decisiones que tomamos en el presente.


Ahora, la física cuántica nos brinda el lenguaje que da sentido a esta sofisticada tecnología en nuestras vidas. Con ello, conferimos poder a nuestras familias, comunidades y seres queridos con el sencillo y eficaz mensaje de respetar la vida en nuestro mundo. Si elegimos la paz en nuestra vida, aseguramos la supervivencia de nuestra especie y el futuro del único hogar que conocemos. Ya hemos sido testigos del poder del efecto Isaías. Sabemos que funciona. Ahora, la pregunta es: ¿cómo ponemos en práctica este principio cuántico de la elección en nuestra vida cotidiana como una familia global?

Cuando se utiliza la oración y la meditación en lugar de confiar en nuevas invenciones que crean más desequilibrio, entonces también ellos [la humanidad] hallarán el verdadero camino.

ROBERT BOISSIERE MEDITATIONS WITH THE HOPI.

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6 - ENCUENTRO CON EL ABAD
Los esenios en el Tíbet


En mis estudios de las tradiciones esotéricas del Perú, Tíbet, Egipto, Tierra Santa y del suroeste de América del Norte, destaca un tema que es fascinante y curioso a la vez. Las profecías de cada una de estas culturas parecen maleables, como arcilla tierna en las manos de un escultor. Al igual que la forma final de la arcilla de un escultor viene determinada por el gusto y el movimiento del artista, el tema de estas antiguas tradiciones da a entender que somos nosotros los que estamos dando forma al fruto y al destino final de la humanidad en cada momento de nuestras vidas.


Curiosamente, he descubierto algunas de las referencias más claras a estas tradiciones en documentos de Oriente Próximo, concretamente en los rollos de Qumrán de la zona del mar Muerto. Las referencias hablan de un linaje de sabiduría tan antiguo que ya era viejo en los tiempos del Egipto clásico, hace más de tres mil años. Siempre he pensado que si existía semejante información, qué mejor lugar para guardarla que en los remotos retiros espirituales de una tierra a la que todavía no ha llegado la tecnología moderna.

 

Seria en un lugar así donde las tradiciones perdidas en Occidente hace mucho tiempo puede que todavía se conservaran en la forma de los rituales cotidianos de sus habitantes. Aislados del mundo exterior hasta 1980, los apartados monasterios de la meseta tibetana parecían proporcionar justamente ese entorno.


En el mes de abril de 1998, tuve el privilegio de organizar una peregrinación a las altas montañas del Tíbet en busca de tales tradiciones. Irónicamente, no fue hasta que regresé del viaje que mi sospecha fue confirmada por escrito. Al cabo de unos días de haber llegado a casa en Estados Unidos, recibí un manuscrito de los nazireos, una secta de los antiguos esenios, que había sido traducido recientemente. Este texto decía que los recipientes de información, al igual que antiguas cápsulas del tiempo, habían sido estratégicamente escondidos por los esenios durante el siglo i, a fin de conservar su sabiduría para las generaciones futuras. Entre los lugares que se mencionaban claramente como depositarios de tales textos se encontraban los remotos monasterios y conventos de monjes y de monjas tibetanos.


Con la ayuda de un experto en culturas asiáticas que conocí en Inglaterra hace cuatro años, nuestro grupo fue hábilmente conducido por el paisaje tibetano hasta adentrarse en los pueblos aislados, los monasterios ocultos y los templos de cientos de años de antigüedad. Durante veintiún días estuvimos inmersos en la presencia del pueblo tibetano, en el halo sagrado que envuelve sus vidas y en la abrupta magnificencia de su tierra. Cruzamos ríos poco profundos sobre balsas de madera, recorrimos caminos desgastados y experimentamos la euforia de los pasos de montaña a más de 5.000 metros de altitud por encima del nivel del mar. Durante dos tercios del camino incluso tuvimos que abandonar la seguridad de nuestro autocar y trasladamos a un camión de fruta abierto que nos esperaba al otro lado de un corrimiento de tierra de unos cuatro pisos de altura.


Casi un tercio del viaje transcurrió a través de la zona montañosa de la meseta, por los pueblos, conventos y monasterios remotos que rara vez han visto personas de fuera de Asia, donde la gente vive como hace cientos de años, respetando las tradiciones de sus antepasados. Cada vez que entrábamos en el patio de un complejo de templos, era como si hubiéramos penetrado en una imagen congelada hace siglos de las tradiciones tibetanas. A cada paso de nuestro viaje éramos acogidos con una apertura y calidez que excedía todo lo imaginable en el entorno de la extraña belleza que impregnaba esa desolación. El propósito de nuestra peregrinación era presenciar, experimentar y aportar pruebas de ejemplos vivos de una tecnología interna que sospecho que se perdió en Occidente hace casi dos mil años. Hoy en día conocemos fragmentos de esta ciencia denominada tecnología interna de la oración.

 


BENDECIDOS POR EL ABAD
Un rayo de luz asomaba por algún lugar situado bastante por encima del suelo del templo. Este rayo único tenía una curiosa cualidad tridimensional, como si pudiera rodearlo con mis manos y trepar hasta su fuente. El rayo cortaba con precisión el frío y húmedo aire, denso por el humo de las innumerables lámparas de manteca y por el incienso. Giré la cabeza para ver de dónde procedía la luz. Seguí el rayo desde el punto donde contactaba con el resbaladizo y oleoso suelo hasta su fuente, y pude ver una apertura bastante por encima de nuestras cabezas.

 

A través de una pequeña ventana cuadrada podía vislumbrar el cielo tibetano de un color azul intenso. Salvo por la pequeña linterna que había sacado de mi mochila, este rayo del sol directo de la mañana era la única luz en el laberinto de intrincados pasillos y corredores sin salida. Me grabé mentalmente la apertura que había por encima de mi cabeza. Esta sería mi referencia con el exterior en caso de que no hubiera otros corredores que condujeran hacia el lugar de donde veníamos.


Mi esposa y yo habíamos cruzado con un grupo de veinte personas el escarpado territorio de la zona montañosa tibetana, sorteado caminos de piedra y tierra por los que escasamente pasaba un todoterreno, hasta llegar a este lugar. Durante años de investigación personal sobre las tradiciones antiguas he observado que éstas hacían alusión a un linaje de sabiduría olvidada en las sociedades occidentales. Las enseñanzas de las escuelas de misterio, órdenes sagradas y sectas esotéricas perdidas después de los tiempos de Cristo, señalaban un linaje común de sabiduría olvidada aproximadamente hace mil setecientos años. Quizá la evidencia más clara de estas tradiciones se encuentre hoy en día en el legado de las misteriosas comunidades descritas en los primeros capítulos, los antiguos esenios.


Las constantes referencias a los esenios terminaron por conducirme a una serie de viajes en busca de pruebas directas y tangibles de sus enseñanzas y de su importancia en nuestro mundo actual. A mediados de los ochenta estuve en los desiertos de Egipto, hice senderismo por los altos Andes peruanos y bolivianos y pasé numerosas estancias en los desiertos del sudoeste de América del Norte en busca de pruebas actuales de su sabiduría perdida. Mi lógica era que una enseñanza tan universal tenía que haber dejado más de un texto o manuscrito aislado, al estilo de los manuscritos del mar Muerto. Por significativos que puedan ser los manuscritos antiguos, las pruebas reales las hallaremos en la historia, en las enseñanzas y en las tradiciones de las propias personas. Quizá las posibilidades sean tan obvias que en los últimos tiempos se han pasado por alto.


En lugar de especular sobre textos de dos mil años de antigüedad y sobre aquello a lo que puedan estar haciendo referencia las traducciones, en presencia de los pueblos indígenas que viven la sabiduría perdida, pudimos ser testigos de sus prácticas en la actualidad. Durante el tiempo que estuvimos juntos, pudimos perfilar nuestras preguntas y comprobar nuestras respuestas con una claridad que hasta ahora no había sido posible en las traducciones de las paredes de los templos y de los arrugados manuscritos. Además aumentó nuestro respeto por los guardianes de nuestra sabiduría perdida, adquirimos una nueva comprensión de su cultura y de sus vidas.


La clave de esta sabiduría está en encontrar documentos bastante precisos que hayan sido conservados durante mucho tiempo por algún pueblo y estén prácticamente intactos y sin alterar. Si había un lugar así, si todavía existe hoy en día, el Tíbet me pareció un buen sitio para empezar. Aislado como ha estado del resto del mundo hasta 1980, muchas de las enseñanzas y archivos se han conservado precisamente en el mismo lugar donde se colocaron hace siglos. Escondida en el «techo del mundo», en monasterios y conventos construidos hace 1.500 años, la sabiduría del linaje de los esenios debería estar a la vista, conservada en los rituales y en la vida y costumbres de las gentes del lugar. Allí estábamos en su búsqueda, arrastrando los pies a través de uno de los oscuros pasillos de uno de esos monasterios.


Aunque nos habíamos aclimatado durante más de catorce días, el rápido movimiento de mis ojos de un lado a otro todavía me producía un efecto de mareo. Hice un esfuerzo por inhalar profundamente en cuanto me di cuenta de que mi respiración se había vuelto superficial y rápida. Sin dar tiempo a mis ojos a que se adaptaran, di un paso hacia delante con cuidado hacia una tenue luz cerca del final del pasillo cargado de humo. A mi lado había unas inmensas figuras que parecían acecharnos, y la luz de mi linterna creaba un tenue camino hacia la apertura. Sin detenerme, primero giré hacia un lado y luego hacia el otro, para iluminar las formas humanas esculpidas en proporciones gigantescas. El brillo de mi linterna descubrió grandes pinturas detrás de cada figura, murales que se perdían en la oscuridad hacia un techo que sólo podía adivinar que estaba allí.


De pronto mi atención se apartó de las siniestras figuras para centrarse en un apagado y familiar sonido que venía de lejos. Como un zumbido grave de muchos sonidos relacionados, las notas se fundían en un tono continuo. Parecía que venía de todas partes a la vez. Proseguí pisando con cuidado el terroso suelo, resbaladizo por los seiscientos años de derramarse el aceite sobre él. Los monjes que se apresuraban por este corredor con sus urnas de manteca de yak lo habían convertido en un camino peligroso. Era el único acceso a la estancia más sagrada del monasterio. Cuando crucé un umbral de madera con relieves, el sonido fue aumentando de intensidad. Al pisar el frío suelo, tuve que volver a dejar que mis ojos se adaptaran.

Las tres paredes de esta diminuta cámara me rodeaban con el parpadeo de pequeñas llamas. Cientos de velas de manteca de yak en deslustradas lámparas de latón iluminaban la habitación con un resplandor casi surrealista. Aunque cada lámpara era pequeña, el calor que producían todas ellas en conjunto hacía que la habitación resultara considerablemente cálida. Un joven monje se sentó delante de mí, marcando rítmicamente un sonido en un estado como de trance, mientras cantaba un canto del libro de oraciones que tenía delante. La voz de Xjinla, nuestro traductor, me susurró al oído (En tibetano, el sufijo -la se añade al final de un nombre como señal de respeto. De ahí que el nombre de «Xjin» se convierta en «Xjinla».)

-Esta es la sala de los protectores -dijo Xjinla. Y adelantándose a mi pregunta, antes de que se la formulara, prosiguió-: Los protectores son las deidades que invocamos para alejar a las fuerzas de la oscuridad que puede que intenten adentrarse en la siguiente habitación.
 

* Se han cambiado los nombres de nuestros guías y traductores para respetar su intimidad.

Siguiendo las normas del monasterio, respetuosamente pasamos por la izquierda, dejamos atrás al monje y nos dirigimos a la puerta de la siguiente estancia. Yo fui el segundo en entrar, después de nuestro guía. De poco más del tamaño de un pequeño cubo, el espacio parecía estar aún más reducido por una viga de refuerzo que se encontraba justo en el medio.
 

Allí, al pálido reflejo de aproximadamente media docena de velas, estaba la razón de haber recorrido medio mundo, viajado por dos continentes, cruzado diez husos horarios y habernos adaptado a uno de los aires más rarificados de la Tierra. Sentado con sus piernas hábilmente colocadas sobre gruesos cojines de lana debajo de sus hábitos estaba el abad del monasterio, el anciano guía espiritual de esta secta de monjes. Me sentí muy honrado de tener la oportunidad de estar unos pocos y valiosos momentos en presencia de este hombre. Para mi sorpresa, esos primeros momentos serían el inicio de una audiencia que duraría casi una hora.


Las formalidades fueron lo primero. Todos llevábamos un chal de color blanco para ofrecérselo en señal de respeto. Nos habían dado instrucciones para doblar cuidadosamente el chal, que se llama bata, llevárselo al abad y entregárselo. Tras recibir su presente, el abad o acepta el chal como regalo o te lo devuelve bendecido. Si los guarda, recuerdo haberme preguntado: ¿qué hará este hombre con veinticuatro chales en su diminuta habitación?


Xjinla fue el primero en ofrecer su bata, y con ello nos enseñó cómo hacerlo: se arrodilló al nivel del hombre de aspecto frágil sentado sobre cojines. Inclinando su cabeza, este tibetano presentó su chal en señal de respeto con las manos abiertas y mirando hacia arriba. El abad lo aceptó, se lo puso y se lo volvió a sacar bendiciéndolo, para después devolvérselo a Xjinla colocándoselo alrededor del cuello mientras este todavía estaba inclinado ante él. Yo fui el siguiente.


Al acercarme, al abad, de pronto sentí una extraordinaria sensación de eternidad, ese sentimiento que tiene lugar en un momento en que el mundo parece ir a cámara lenta. Muy lentamente, me incliné con respeto, presenté mi bata y esperé a que el abad me lo devolviera. Parecía que habían pasado muchos segundos, con seguridad más de los que debería haber durado el ritual. En un acto de curiosidad, levanté la cabeza justo en el momento en que el abad se inclinaba hacia mí. Levantó los brazos para colocarme el chal alrededor del cuello, sostuvo gentilmente mi cabeza entre sus manos y tocó su frente con la mía.


Al momento sentí una afinidad con este hombre a quien había visto por primera vez hacía tan sólo unos minutos. La afinidad de pronto se convirtió en confianza: levanté la vista y me atreví a mirarle directamente a los ojos. Lo que sé es que esos segundos fueron eternos. Consciente de que había violado la costumbre de mantener la cabeza inclinada durante la ceremonia de ofrecimiento, no estaba seguro de cómo iba a ser recibida mi mirada. La incomodidad fue muy breve. El abad demostró su dominio substituyendo la inseguridad del momento con gracia y soltura. Con su gesto de apertura, supe que mi tiempo para la ceremonia había terminado. También supe que algo se había abierto, una oportunidad para explorar los recuerdos de este hombre y la experiencia de sus enseñanzas. Era el turno de la siguiente persona.

 


EL SECRETO DE LA ORACIÓN
Tras veinte bendiciones similares, el abad se recostó en silencio sobre su asiento, cerró los ojos y se concentró en nuestro encuentro. Este era el momento que todos esperábamos. Había solicitado una audiencia con este hombre santo con el fin de conectar con su antiguo linaje de sabiduría. Si realmente los esenios habían emigrado al Tíbet después de la muerte de Cristo, en los rituales tibetanos actuales se podrían reconocer elementos de la tradición esenia.

 

Bajo la guía de Xjinla, le hice las preguntas por las que había recorrido medio mundo.

-Xjinla, por favor, pregúntale al abad sobre las oraciones que hemos escuchado en los monasterios -comencé-. ¿Nos podría describir qué entraña la oración y cómo se consigue?
-Xjinla me miró, como esperando el resto de la pregunta. -¿Algo más? -preguntó-. Quizás es que no entiendo la pregunta.

Hay muchas palabras en tibetano que no tienen una correspondencia directa en inglés. Para comunicar conceptos, suele ser necesario crear una frase u oración breve en inglés para hacer una descripción equivalente en tibetano. Me di cuenta de que ese era uno de esos momentos. Reorganicé mis pensamientos y volví a formular la pregunta en el inglés más sencillo que pude sin cambiar el sentido de mi pregunta:

-Concretamente, cuando vemos los cantos, los tonos, los mudras y los mantras desde fuera -pregunté-, ¿qué le está sucediendo interiormente a la persona que está orando?

Xjinla se dirigió al abad, que esperaba pacientemente mi pregunta, y comenzó el proceso. A veces, el abad cerraba sus ojos durante varios minutos como respuesta a una frase pronunciada por Xjinla. En otras ocasiones, murmuraba una breve respuesta acompañada por un gesto o un suspiro. Xjinla hacía todo lo posible por convertir la explicación del abad de una experiencia sutil en su equivalente en inglés antes de compartir la traducción. Al escuchar nuestra pregunta corregida, el abad me miró dibujando una leve sonrisa en su cara. Hay sonidos que no necesitan traducción.

-¡Aaaah! -exclamó en un tono pensativo.

Por su tono de voz supe que nuestra pregunta había dado directamente en el clavo de lo que se estaba practicando en su monasterio y en otros en los que habíamos estado durante el viaje. Su incipiente sonrisa se convirtió en una sonrisa abierta mientras apretaba los labios y emitía un sonido diferente.

 

-¡Uuuum! -Observé cómo sus ojos se enrollaban hacia el techo que estaba oscurecido por el hollín de las innumerables lamparillas que habían ardido durante cientos de años. Fijó su mirada en un lugar invisible por encima de él. Utilizando el lugar en el techo como punto de enfoque, el abad buscó las palabras para reconocer la esencia de mi pregunta. Recuerdo haber pensado que mi pregunta era como pedirle a alguien que describiera el sentido de la vida en veinticinco palabras o menos. Este hombre, que no sabía nada sobre mi educación, evolución espiritual, tendencia religiosa o intenciones, intentaba hallar una forma de hacer honor a mi pregunta. Estaba buscando por dónde empezar.

«Ahora empezamos a entendemos», pensé para mis adentros. «¿Qué puedo hacer para facilitarle al abad mi pregunta?»

Recordé las traducciones de los manuscritos esenios del mar Muerto y pensé en el lenguaje que se utilizaba hace dos mil quinientos años para describir la tecnología perdida de la oración. Los textos se centraban en los elementos de la oración: pensamiento, sentimiento y cuerpo. Lo último que pretendía hacer era sugerirle una respuesta al abad. Volví a formular mi pregunta con cuidado.

-Xjinla -pregunté, interrumpiendo por un momento el Curso del pensamiento del abad-, lo que me interesa es cómo se crea la oración. Cuando vemos las expresiones externas de los oradores en las salas de canto, ¿cuál es el resultado? ¿Adónde les llevan las oraciones?

El abad miró, ansioso por escuchar la traducción de Xjinla de mi reformulada pregunta. Eso fue lo que hizo Xjinla con rapidez y con una frase notablemente corta. Yo sabía que nuestra insistencia nos estaba llevando a alguna parte. Sin tan siquiera detenerse a pensar, el abad exclamó una sola palabra. Entonces la repitió, seguida de un estallido de sonidos tibetanos muy distintos de las frases que había estudiado en los libros de texto. Enseguida desistí de mis intentos de entenderle directamente.

 

Mientras observaba al abad y fijaba en él mi mirada, mi atención se centró en Xjinla. Casi podía ver el proceso en su mente. En lugar de traducir todas las palabras del abad al inglés, escuchaba el tema de la idea que estaba comunicando y luego transmitía los puntos más importantes.

-¡Sentimiento! -dijo Xjinla-. El abad dice que el objeto de cada oración es alcanzar un sentimiento. -El abad asentía con la cabeza como si comprendiera la traducción de Xjinla-. Los movimientos exteriores que ves son un despliegue de movimientos y sonidos que nos ayudan a conseguir ese sentimiento -prosiguió Xjinla-. Nuestros antepasados los han utilizado durante siglos.

Ahora la sonrisa iluminaba mi rostro. Aunque ya imaginaba que la nebulosa fuerza del «sentimiento» era el factor de las oraciones tibetanas, por primera vez se confirmaba mi sospecha. El abad nos decía que el sentimiento era algo más que un factor en la oración. Hizo hincapié en que el sentimiento era el centro de cada oración.


Al momento, mi mente se trasladó a los textos esenios. En el lenguaje de sus tiempos, esos antiguos escritos describen brillantemente una experiencia que hoy en día consideramos como una forma de oración. Al igual que las enseñanzas de los esenios ha-cían referencia a las fuerzas creativas de nuestro mundo como ángeles, al lenguaje que empleaban para hablar con los ángeles lo llamaban «comunión». Hoy en día a ese mismo lenguaje lo llamamos «oración». Los textos perdidos de los esenios nos recuerdan que a través de nuestra comunión con los elementos de este mundo, se nos abre la puerta a los grandes misterios de la vida.

«Sólo a través de la comunión con los ángeles del Padre Celestial aprenderemos a ver lo invisible, a escuchar lo inaudible y a expresar lo inefable.»

El silencio envolvió la pequeña habitación, mientras reflexionábamos en las palabras del abad. Una monja o un monje necesitaría años de formación, de erudición y experiencia directa antes de que se le permitiera tener semejante conversación. El abad parecía algo sorprendido con las preguntas que le hacíamos. Como si hubiera leído mis pensamientos, Xjinla habló antes de que formulara mi siguiente frase.

-Tus preguntas son muy distintas de las de otros visitantes que han llegado a este monasterio -dijo.
-¿De verdad? -respondí, un tanto sorprendido-. Si otros se han tomado la molestia de viajar desde Occidente a Lhasa, aclimatarse a estar a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar durante una semana más o menos, respirar interminables nubes de polvo por senderos de montaña esculpidos al borde del abismo para encontrar este monasterio a 4.500 metros de altitud en el Himalaya, ¿qué otras preguntas se pueden hacer?

Xjinla se rió ante la intensidad de mi pregunta. El sonido de su voz rompió el silencio, a la vez que su risa hacía eco en las paredes y reverberaba por las numerosas capillas que se encontraban en el pasillo contiguo a nuestra estancia.

-Normalmente las preguntas que nos hacen son respecto a la antigüedad del monasterio, lo que comen los monjes o la edad del abad.

Ambos nos reímos y miramos al abad, calculando automáticamente su edad en nuestra mente. Yo pensé: «Este hombre no tiene edad. Simplemente es». Volví a mirar a Xjinla. Tras nuestro último intercambio de palabras, el abad había permanecido en su posición, sentado con las piernas recogidas debajo de su pesado hábito. El aire de la habitación era frío, aunque yo tenía calor por el entusiasmo que me provocaba nuestra conversación.

 

Miré el termómetro miniatura que colgaba del cierre de la cremallera de la mochila de mi esposa. Marcaba 55 grados Fahrenheit (13 °C). Me preguntaba si era correcto.


Un asistente aprovechó la oportunidad del silencio para volver a encender los conos de incienso que disimulaban el olor picante de la manteca de yak requemada que ardía en las lámparas y los platos. Me metí la mano por debajo de la chaqueta y toqué las tres capas de ropa que llevaba desde que había salido del autocar. Me quedé sorprendido. ¡Mis camisetas estaban empapadas!

 

Cada día en el Tíbet es como un verano y un invierno: verano durante las horas solares, e invierno a la sombra, por la noche y dentro de los monasterios. Miré detrás de mí justo a tiempo para ver cómo una ráfaga de viento soplaba por el pasillo apenas iluminado, formando montoncitos de paja y de polvo en los rincones.


Me llevé la mano a los ojos para secarme el sudor mientras le planteaba a Xjinla la siguiente pregunta. Empecé a explicarle la razón por la que habíamos ido al monasterio y le habíamos hecho esa pregunta. Mirando directamente al abad concluí con una sola pregunta.

-Si hubiera un mensaje que quisiera compartir con las personas de este planeta -empecé-, ¿qué es lo que le gustaría al abad que transmitiéramos del Tíbet en su nombre?

Incluso antes de que Xjinla hubiera terminado de traducir, el abad empezó a hablar desde su apretada posición al fondo de nuestro mal iluminado santuario. Sentía la intensidad de Xjinla, quien a veces rayaba en la frustración cuando buscaba palabras en inglés para transmitir lo que ese hombre sin edad intentaba decir. En varias ocasiones tuve que pedirle que repitiera o que aclarara las palabras.

 

Con frecuencia, yo recomponía la traducción con mis propias palabras, siempre dejándome ayudar por la experiencia de Xjinla para evitar cualquier error. Sus ojos puestos en mí revelaban lo que estaba pasando en su interior. Sentí que Xjinla era muy consciente de su responsabilidad de comunicar las palabras del abad con exactitud. Los tres juntos trabajamos para asegurarnos de lo que el abad estaba intentando transmitir.

-Cada vez que rezamos individualmente -dijo el abad-, hemos de sentir nuestra oración. Cuando oramos, sentimos en nombre de todos los seres, de todas partes. -Xjinla hizo una pausa mientras el abad proseguía con su respuesta-. Todos estamos conectados -dijo-. Todos somos expresiones de una misma vida. No importa dónde estemos, nuestras oraciones serán oídas por todos. Todos formamos una misma unidad.

En lugar de responder directamente a mi pregunta, sentí que el abad estaba preparando el camino, sentando las bases para su respuesta. Al asentir con la cabeza, mi lenguaje corporal transmitía lo que mis conocimientos de tibetano no podían: le había escuchado, le había comprendido, y estaba preparado para el resto de la respuesta. Respecto a qué mensaje podíamos llevar con nosotros al mundo exterior, el abad respondió apasionadamente. Aunque sus palabras eran transmitidas por Xjinla, su tono y el lenguaje de su cuerpo eran muy claros.

 

Las manos del abad moviéndose hacia nosotros con el gesto de las palmas hacia arriba a la altura de su corazón, tenían su propio idioma. Me miró directamente, mientras yo escuchaba a Xjinla con atención.

-La paz es de suma importancia en nuestro mundo actual -prosiguió—. Cuando no hay paz, perdemos todo lo que hemos ganado. Con la paz, todo es posible: el amor, la compasión y el perdón. La paz es la fuente de todas las cosas. Yo les pediría a todas las personas del mundo que encuentren la paz en su interior, para que esta paz se proyecte en el mundo.

Cada palabra suya se convertía en una fuente de asombro en mi intelecto, así como en una fuente de júbilo en mi alma. ¡Las respuestas que compartió el abad eran los mismos conceptos, en algunos casos casi las mismas palabras, que se hallaban en los textos esenios del mar Muerto escritos hace más de 2.500 años! En el Evangelio esenio de la paz, por ejemplo, los esenios empiezan un largo discurso sobre la paz con un elocuente y único pasaje. La enseñanza comienza simplemente con la frase:

«La paz es la clave de todo conocimiento, de todo misterio, de toda vida».

A todos los miembros del grupo les quedó claro lo importante que era para el abad ser escuchado y comprendido. Su paciencia con nuestras preguntas directas y a veces redundantes fue considerable. Durante casi una hora permaneció sentado en la postura del loto, sobre el pequeño promontorio de finos cojines marrones que le aislaban del frío suelo de piedra del antiguo monasterio. Al final, el rápido bombardeo de preguntas dio paso, una vez más, al silencio de la reflexión sobre nuestra interacción. Para todos los presentes, nuestra reunión había sido intensa y auténtica.
 

Nuestra audiencia con este hombre santo, que había dedicado toda su vida a alcanzar la sabiduría en un antiguo monasterio en las montañas del Himalaya, se convirtió en una invitación para hacer compatible esa experiencia en nuestras vidas. Este hombre nos había recibido con amabilidad en su diminuto aposento privado, y su paciencia con nuestras preguntas realmente me emocionó. De nuevo el silencio invadió la habitación. Los ojos del abad se habían cerrado. Esta vez, sin embargo, su barbilla se inclinó hacia su pecho mientras colocaba las manos en una posición de oración, con las palmas y las yemas de los dedos unidas en dirección hacia el techo. Manteniendo esta posición de las manos se tocó suavemente la frente con los pulgares. Esta es la última imagen que recuerdo del abad.


Parecía fatigado, quizá por haber tenido que atender a estos veintidós occidentales que se habían presentado en su monasterio sin avisar. Como si nos hubieran dado una señal silenciosa, supimos que nuestro tiempo con el abad había concluido. Casi al unísono, empezamos a deshacer nuestras complicadas posturas que habían permitido que todos los que estábamos en la habitación pudiéramos ver a ese hermoso descendiente de tan antiguo linaje Uno a uno nos fuimos levantando en silencio, nos estiramos y, tras expresar nuestro respetuoso narraste, salimos en fila hacia el oscuro corredor.
 

 

LA SALA DE LA SABIDURÍA
Mientras volvíamos por el mismo camino que nos había conducido a los aposentos del abad, de nuevo oímos el sonido de un zumbido grave y casi imperceptible en la lejanía. Era el ahora ya familiar sonido de muchos monjes que estaban en una habitación resonante, que entonaban el monótono canto utilizado en la oración tibetana. Cada persona percibe el sonido de modo diferente. Para mi, el tono se encuentra en el umbral de escuchar con mis oídos y de sentir el sonido en mi cuerpo. Parece vibrar desde algún lugar en el centro de mi pecho. Una vez que se ha oído ese sonido, es inconfundible. En este momento, se oye muy lejos.


La luz del sol iluminaba el final del pasillo a medida que nos acercábamos a una estrecha escalera de mano con peldaños de madera. No había barandilla, e inmediatamente adoptamos la posición que nos había funcionado en ocasiones similares en otros monasterios. Sujetamos bien nuestras mochilas, cámaras, botellas de agua y otros enseres a la espalda, para quedarnos con las manos libres y poder bajar de espaldas por los rústicos peldaños de madera. Los escalones estaban tan inclinados que pocos se atrevían a mirar hacia el suelo bajando de frente.

 

Con estas maniobras, a veces se pierde el sentido del ridículo. Al viajar en un grupo tan reducido en condiciones tan precarias todos los días, el sentido del ridículo había desaparecido con nuestra nueva amistad y se había convertido en confianza dentro de nuestra familia virtual. Los que ya habían llegado al suelo estiraban la mano para indicar al que todavía estaba en la escalera un lugar seguro donde colocar el pie, con frecuencia sosteniendo cualquier parte del cuerpo que hubiera llegado antes. Uno a uno fuimos descendiendo ayudándonos mutuamente hasta alcanzar el suelo de barro endurecido.


Un joven monje, de quizás unos catorce años, nos estaba esperando en una pequeña antecámara situada detrás de la escalera. Cuando el último del grupo llegó al suelo y se recompuso, nos dirigimos al monje con el tradicional saludo de t'ashedelay. El monje nos sorprendió con unas pocas frases de inglés entrecortado. Estaba muy interesado en la audiencia que acabábamos de tener con el abad. Por lo visto nuestra visita no era muy corriente, e incluso era difícil para los monjes que vivían allí tener la gracia de semejante oportunidad.


A todo esto, Xjinla, que nos había seguido por la escalera, Se hizo cargo de la conversación. Tras unas cuantas formalidades, le pregunté si en ese monasterio había alguna biblioteca antigua. Sabía que entre los muchos regalos que los tibetanos habían guardado a salvo en nuestro mundo, se incluía el de ser meticulosos archivadores. Lo más hermoso es que parecen registrar las cosas sin juzgarlas. Quizá sea su capacidad para vivir la compasión en todo lo que hacen lo que les permite esa imparcialidad al archivar las cosas del mundo que les rodea. Al no juzgar los hechos que han experimentado como «buenos» o «malos», simplemente registran lo que han presenciado. Sospechaba que mediante sus documentos de acontecimientos significativos en sus vidas, quizá habría algo escrito sobre la sabiduría que el abad acababa de compartir. Estaba particularmente interesado en el sistema de oración basado en el sentimiento.


Nos condujeron por una serie de pasillos hasta una habitación oscura que se encontraba detrás de la miríada de altares. Estatuas monumentales de Buda en sus múltiples aspectos flanqueaban los corredores y continuaban hasta otra «sala de protectores». Allí apenas podíamos ver las figuras de inmensas proporciones que se encontraban en las paredes, que resplandecían con los residuos de las lámparas de manteca. Como sabía que este monasterio tenía más de mil quinientos años, supuse que el hollín se había acumulado durante al menos varios cientos de años. En un radio de aproximadamente unos 5,50 metros, el parpadeante efecto de luz estroboscópica de cada lámpara revelaba una escena de demonios y fuerzas de la oscuridad. Si se miraba más detenidamente, se podía observar que en cada una se libraba una batalla contra las fuerzas de la luz, en antiguas metáforas que reflejaban las pruebas, los éxitos y los fracasos de la humanidad a lo largo de su vida terrenal.


Nos inclinamos para atravesar por una abertura que daba a otra habitación poco iluminada; mis ojos tuvieron que adaptarse a una escena muy distinta. De toda la belleza y experiencias que habían llenado nuestros días durante las dos semanas anteriores, lo que presencié en ese momento merecía todo el viaje. Había libros y más libros, cubiertos por una capa de polvo de varios milímetros, apilados desde el suelo hasta el techo, quizás unos nueve metros por encima de mi cabeza, perdidos en oscuros corredores y esparcidos entre los estantes. Filas y filas de libros. En algunas partes cuidadosamente apilados.

 

En otras, puestos al azar unos encima de otros, formando columnas. Muchos de ellos estaban tan mezclados y desorganizados que era imposible adivinar dónde terminaba una hilera y empezaba la otra. Al observar mi sorpresa ante el desorden, el joven monje se dirigió a Xjinla. Salvo por las exclamaciones de sorpresa y admiración, estas eran las primeras palabras que oíamos desde que habíamos entrado en la habitación. Supuse que le estaba dando una explicación. Xjinla se giró y me dijo:

-Los soldados saquearon esta habitación en busca de joyas y oro.
-¡Los soldados! -exclamé yo-. ¿Quieres decir los soldados de la revolución de 1959? Seguro que han entrado otras personas en esta habitación desde entonces. Han pasado casi cuarenta años.
-Sí -respondió Xjinla-, los soldados. Otros han entrado en estas habitaciones. No muchos. Los monjes creen que los soldados trajeron la mala suerte. Sus espíritus se han quedado aquí, controlados por los protectores.

Mis ojos empezaron a buscar algún lugar significativo por donde empezar a investigar mientras me adentraba en los corredores. Con mi linterna en alto, hasta donde mi vista podía alcanzar, pude ver cientos de manuscritos, textos impresos y atados al estilo tradicional tibetano. Los libros estaban protegidos por una cubierta inferior larga y estrecha de madera o de piel de animal. Estas tapas rígidas variaban de tamaño, con una media de unos 30 centímetros de largo por 7 a 8 de ancho. Otra cubierta similar protegía la parte superior. Las páginas se encontraban apiladas entre las dos cubiertas; eran páginas sueltas de tela, papel o piel de yak. Todo el texto estaba atado para evitar que se cayeran las páginas. Unas veces los lazos eran muy elaborados, con cintas de seda y lino de colores brillantes. Otras sencillamente estaban atados con tiras de cuero.


El joven monje movió la cabeza en señal de aprobación mientras yo intentaba alcanzar uno de esos textos. Había elegido un libro que ya estaba desenvuelto, para ocasionar el menor trastorno posible en la biblioteca. Para mi decepción, aunque no para sorpresa del monje, las páginas del libro eran tan delicadas que se arrugaron sólo al tacto. Nuestro joven guía estaba claramente conmovido ante nuestro entusiasmo por su biblioteca. Según parece, pocos conocían su existencia, y menos aún eran los que la visitaban. Me dirigí a Xjinla y le pregunté por el contenido de los libros. ¿Eran sencillamente muchas copias de un solo texto, quizá de las enseñanzas de Buda? ¿Había algo más?


Para entonces, nuestro grupo ya se había dispersado. Cada uno estaba explorando un ala distinta de la estancia, con la sensación de que en las páginas de esos antiguos libros se encontraba algo único y maravilloso. Sin girarse para mirar al monje, Xjinla repitió en voz alta mi pregunta. Sin dudar ni un momento, el joven monje sonrió. Él y Xjinla intercambiaron unas pocas palabras antes de responder a mi pregunta.

-Todo -dijo-, el monje dice que en los textos de esta habitación está todo registrado.

Me detuve para ver a Xjinla sosteniendo mi linterna de modo que pudiéramos vernos las caras para hablar.

-¿Qué quiere decir con «todo»? -le pregunté-. ¿Qué incluye ese «todo»?

Xjinla comenzó:

-En las páginas de estos textos están las enseñanzas y experiencias que han tenido los tibetanos durante siglos. Que nosotros recordemos, la sabiduría de los grandes místicos ha encontrado aquí su lugar a fin de ser preservada para las generaciones futuras. Todo está registrado aquí en los libros que nos rodean hasta donde alcanza nuestra vista.

Sabía que los monasterios constituían un grupo de escuelas bastante heterogéneo. Diseñados para conservar las tradiciones secretas, cada uno de ellos se especializaba en una forma concreta de sabiduría. Nuestro viaje ya nos había llevado a los monasterios que se centraban en las tradiciones de combate y artes marciales, por ejemplo. Otros monasterios preservaban la sabiduría de la telepatía y de los estudios de psiquismo, del razonamiento o las artes de sanar.

 

Esta escuela, en concreto, se encargaba de preservar el conocimiento. Sin prejuicios ni juicios, la información sencillamente era registrada y almacenada sobre las frágiles páginas de innumerables libros, como los que teníamos ante nuestros ojos.

«Esta es la razón por la que hemos venido», pensé para mí. Aquí hemos visto tradiciones de oración y tenemos la oportunidad de documentarlas mediante los textos escritos por quienes llevan practicándolas desde hace casi dos mil años. ¡Este momento justifica todo nuestro viaje, y estoy seguro que todavía queda más!

En sus textos, los esenios se habían referido a un modo de oración del que no dan razón los investigadores sobre la oración actuales. Aquí, en un frío monasterio situado en las remotas montañas del oeste del Tíbet, había sido testigo de esta oración y me habían enseñado las fuentes que documentaban su historia y origen.

 

A medida que continuaban las traducciones ese día, se me confirmó la sensación de que los tibetanos proseguían, al menos en parte, un linaje de sabiduría cuyos elementos eran anteriores a la historia. ¿Cómo podría compartir esta antigua y a la vez sofisticada tecnología con otras personas?

Toda materia se origina y existe sólo en virtud de una fuerza que hace vibrar las partículas de un átomo y mantiene unido al más diminuto de los sistemas solares, el átomo... Tras esta fuerza hemos de suponer la existencia de una mente consciente e inteligente. Esta mente es la matriz de toda materia.
MAX PLANCK

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