5 -
EL EFECTO ISAÍAS
El misterio de la montaña
En los textos bíblicos modernos, las primeras visiones sobre el
futuro son las descritas por el profeta Isaías en el Antiguo
Testamento. En los manuscritos del mar Muerto, el buen estado del
gran Rollo de Isaías nos permite ver la obra de Isaías como un
patrón para comprender las profecías apocalípticas de otras
tradiciones, así como vislumbrar nuestro futuro a través de los
profetas bíblicos. Con ello, eliminamos la tediosa tarea de examinar
a fondo cada uno de los cuatro libros mayores y los doce menores de
las profecías bíblicas.
Este enfoque generalizado hace posible
contemplar estas antiguas tradiciones desde un plano más elevado y
buscar patrones de ideas, en lugar de enfocarse en los detalles de
cada una de las visiones y en compararlas entre ellas. Cuando
hacemos esto, aparece una posibilidad interesante y quizás
inesperada.
En los capítulos anteriores insinuamos que en las profecías de
Isaías había un patrón de una época de destrucción, de cambios
catastróficos y una casi incomprensible pérdida humana, seguida de
un tiempo de paz y sanación. Los elementos de tal predicción están
claramente presentes. Una parte específica de sus profecías,
denominada el Apocalipsis de Isaías, revela todavía con mayor
amplitud la naturaleza dual de las visiones del profeta. Describe un
tiempo en su futuro en que,
«la Tierra está contaminada debido a sus
habitantes, pues han quebrantado las leyes, violado el derecho, roto
la antigua alianza... Por eso, los que moran sobre ella se consumen
y pocos sobreviven»
(Is., 24,5-6).
Isaías sigue describiendo un
violento movimiento de la Tierra, así como una conducta inusual de
la Luna y el Sol:
«Los cimientos de la Tierra temblarán. La Tierra
será quebrantada del todo, enteramente desmenuzada, la Tierra será
conmovida... La Luna se ruborizará y el Sol se avergonzará ...»
(ib., v 23).
Tras los momentos más oscuros de su visión sobre el futuro de la
Tierra, el Apocalipsis de Isaías hace un inesperado e interesante
giro. Isaías, de pronto, sin apenas dar indicios del cambio que se
va a producir, empieza a describir un tiempo muy diferente en su
visión del futuro, una época de felicidad, de paz, de vida. En la
siguiente parte de su revelación, todavía considerada de naturaleza
apocalíptica por los eruditos, describe un
tiempo en que es creada una «nueva tierra» y un «nuevo cielo».
Durante este tiempo,
«de las cosas pasadas ya no se hará más
memoria, ni recuerdo alguna Sino que habrá alegría y regocijo
eterno... Nunca jamás se oirás voces de llanto ni de lamentos»
(ib.,
65,17-19).
Y esta secuencia de acontecimientos nos hace creer que
acontecimientos felices seguirán a los trágicos, que uno ha de
preceder al otra en el orden sugerido por el texto. ¿Por qué las
profecías de Edgar Cayce, de Nostradamus, de los ancianos amerindios
y otras parecen tan contradictorias a veces, ofreciéndonos un
mensaje con una mezcla de esperanza y posibilidad junto con
aterradoras visiones de muerte, desintegración y destrucción
catastrófica para el mismo período de tiempo? ¿Cabe la posibilidad
de que estas antiguas visiones sobre nuestro futuro ofrezcan una
alternativa que confiera tanto poder y sea tan extraordinaria que ni
siquiera los profetas pudieran darse cuenta de las implicaciones de
sus propias visiones?
Esta es precisamente la impresión que nos
transmite la profecía de Daniel en uno de los últimos capítulos del
Antiguo Testamento. Tras habérsele ofrecido una rara visión de un
futuro lejano, parece como si Daniel no comprendiera plenamente lo
que le habían mostrado. Sin un marco de referencia para las cosas
que él había presenciado en su futuro, ¿cómo podía entenderlo?
Cuando ya estaba llegando al final de su excursión por el tiempo, el
guía que le ha conducido por el futuro sencillamente le sugiere:
«Pero tú anda hasta el final. Reposarás, y al final de los días te
levantarás para gozar de tu herencia»
(Dn 12,13).
Cuando Isaías compartía sus visiones, ¿estaba prediciendo
acontecimientos reales que iban a ocurrir con toda seguridad, o más
bien describía revelaciones de una posibilidad cuántica con un
significado tan inesperado que ha sido un misterio hasta el siglo
XX? Cuando contemplamos la descripción de Isaías de la vasta
cantidad de diferentes futuros para el mismo momento en el tiempo
con los ojos de nuestra nueva física, nos damos cuenta de que existe
una sorprendente correlación con las descripciones modernas de los
resultados cuánticos. En tales discusiones, los futuros visionados
por Isaías se convierten en ondas de posibilidades en lugar de
resultados fácticos. Además, la ciencia cuántica permite que las
personas que estamos viviendo actualmente cambiemos los resultados
catastróficos del futuro. La clave es comprender cuándo y cómo se
presentan las oportunidades para el cambio.
El ejemplo del capítulo 1 de la oración masiva por la paz en la
víspera de una campaña militar aérea contra Irak supone un
maravilloso ejemplo de lo que son tales opciones. Para algunos
observadores, la orden de iniciar el ataque, seguida al cabo de
unos minutos por la contraorden de abortar la misión, tenía poco
sentido, pero desde la perspectiva del fino velo entre las
posibilidades cuánticas, los acontecimientos de ese día eran
perfectamente coherentes.
Esa tarde miles de personas, en al menos 35 países de los seis
continentes, habían acordado unirse en una vigilia masiva por la Paz
que hizo eco en todo el mundo. Coordinada a través de Internet y de
la World Wide Web,' la oración fue seguida por familias,
organizaciones y comunidades como una voz de paz que trascendió las
fronteras políticas de los Gobiernos y de las naciones. La vigilia
no fue una protesta en contra del bombardeo a Iraq o de alguna
política, gobierno o situación de alguna parte del mundo. Fue una
llamada de miles de corazones y mentes a respetar lo sagrado de la
vida, que se convirtió en una opción única y unificas da para hacer
eco de un sencillo mensaje: paz en todos los mundos y naciones para
toda vida.
En cuestión de horas, el curso de los acontecimientos en Ira había
cambiado. Ese día, ante los ojos del mundo, fuimos testigos del
poder de la conciencia humana mientras esta reorganizaba las piezas
de los eventos que ya se habían puesto en movimiento. En lugar de
súplicas dispersas de personas que pedían la intervención divina en
una situación que parecía inevitable, la opción sincronizada de
muchas personas, coordinada a través del milagro de Internet, se
coló entre los velos de las posibilidades cuánticas para producir un
fruto que afirmara la vida mediante la paz.
En nuestra calidad de ser únicos como naciones, familias e
individuos, el viernes 13 de noviembre de 1998 compartimos una
experiencia común. Oculto en los recónditos parajes de nuestra
memoria colectiva, como si fuera un secreto de familia, considera,
do tabú durante tanto tiempo que los detalles se hubieran perdida;
nuestra oración por la paz abrió la puerta a inmensas oportunidades
de sanación y de cooperación internacional, y a mayores expresiones
de amor para nuestros seres queridos. Esa tarde de noviembre dimos
un suspiro colectivo de alivio, a la vez que rescribíamos una
consecuencia que parecía inevitable. Con ello, presenciamos nuestro
poder para terminar con el sufrimiento en el mundo.
¿Cómo podemos probar científicamente que durante la oración de miles
de personas, una nueva posibilidad substituyó a la guerra que ya
estaba en curso? Al mismo tiempo, ¿qué otro poder que no sea la paz
podría haber actuado ante semejante oración? Teniendo en cuenta
esto, ¿cuáles son las implicaciones de opciones similares para el
futuro de nuestro mundo?
Durante casi tres milenios, los eruditos han examinado las claves
que nos dejó Isaías para averiguar lo que podemos esperar para el
futuro. Puesto que las culturas han cambiado, nuestra interpretación
de su profecía también lo ha hecho. Las traducciones que `se
hicieron durante los tiempos de la Inquisición española, por
ejemplo, reflejan los rigurosos límites impuestos por la Iglesia
para la interpretación mística. Hoy en día el lenguaje de la ciencia
cuántica ofrece una nueva y ampliada visión de las predicciones de
Isaías sobre el futuro.
Quizás el misterio de las profecías de Isaías fuera revelado en el
momento en que se escribieron. Como si invitara a las gentes de un
tiempo futuro a ver más allá de lo que parece obvio, escribe:
«Para
vosotros todas estas revelaciones son como las palabras de un
manuscrito sellado, que cuando se lo dan a alguien que sabe leer y
le dicen, "léelo", éste respondería: "No puedo, está sellado"»
(Is
29,11).
En este curioso pasaje, uno de los pocos de esa índole,
Isaías hace una sutil observación sobre la actitud de las
generaciones venideras en cuanto a su visión del tiempo. Sabe que
las gentes del futuro que «puedan leer» su profecía, podrán
comprender este mensaje. Sin embargo, ellos no lo reconocen porque
nunca se les ha revelado el contexto.
¿Podría suponer el «sello» de Isaías el descubrimiento de las leyes
fundamentales de la creación, de la naturaleza del tiempo? Si en
realidad estaba ofreciendo estas revelaciones a una generación de su
lejano futuro, ¿cómo podía ser entendida la visión de Isaías sin los
elementos de la física del siglo XX? Al mismo tiempo, ¿qué palabras
se podían haber utilizado en sus días para transmitir tan poderoso y
abstracto mensaje para las generaciones futuras? El profeta nos
ofrece una clave para descifrar su aparente misterio cuando describe
cómo los habitantes del lejano futuro de la Tierra puede que elijan
cuál de sus visiones quieren experimentar.
Con ello, Isaías nos abre
la puerta a una senda que puede cambiar para siempre las actitudes
de la humanidad, y a su vez, conseguir nada más y nada menos que
cambiar el curso de su historia.
Isaías perfila una forma de conducta que nos permite escapar de la
oscuridad que ha presenciado. Empieza a referirse a una clave
mística a través de la cual las personas de cualquier generación
podrán cambiar los acontecimientos que se encuentran en su probable
futuro. Esta clave se identifica en su visión con un «monte» (ib.,
25,6-7). Dentro de ese monte Isaías describe un «refugio para los
pobres, para los necesitados afligidos; cobijo para la lluvia sombra
para el calor» (ib., 25,4).
En un pasaje especialmente interesante,
el profeta habla de un tiempo que en la presencia de la montaña, «el
velo que
ciega a los pueblos, la malla que envuelve a todas las naciones»,
serán destruidos. Aquí encontramos una de las primeras pistas para
esta profecía en particular. Es evidente que se está refiriendo al
monte como la clave del refugio y del poder. Justamente, ¿qué es el
monte de la profecía de Isaías?
Algunos investigadores creen que se refiere a un lugar físico, a un
centro de poder y santuario para los afortunados que lo descubran.
Otros sugieren que el monte de Isaías era algún tipo de código, un
cerrojo del tiempo para asegurar que su mensaje sólo sería revelado
cuando se comprendieran los principios para emplear esta sabiduría.
Aunque ambas teorías pueden ser factibles, quizás el misterio de la
profecía pueda ser explicado de un modo más sencillo. La
identificación del monte de Isaías podría ser un maravilloso ejemplo
de cómo el paso del tiempo y la evolución de las culturas ha
distorsionado el contexto original hasta tal punto que el mensaje
original se ha perdido, o al menos ha quedado oculto, en el proceso.
Con frecuencia, en las referencias modernas a los antiguos textos
bíblicos hallamos palabras específicas marcadas con una nota a pie
de página que indica que puede que existan usos, interpretaciones o
significados diferentes para las mismas. Este es el caso del monte
de Isaías. Además de la posibilidad de que tanto los traductores
como el lenguaje indujeran a error, en este punto todavía hay otro
factor que disfraza -el significado original: el uso de las
metáforas y los símbolos. Los eruditos dicen que durante el tiempo
en que se escribió la Biblia, la palabra monte era generalmente
simbólica y se usaba para representar la «Jerusalén celestial» (ib.,
25,6).
Más que un lugar físico -en este caso la ciudad de
Jerusalén-, 10 notas a pie de página indican claramente que dicha
palabra se usa en sentido metafórico. No obstante, el sentido de una
«ciudad celestial» sigue siendo un tanto confuso, hasta que las
investigaciones revelen alguna pista adicional. Nuestra Biblia
actual es el producto de anteriores traducciones del hebreo. Si nos
remitimos a esta frase con las palabras precisas en su idioma
original, descubrimos un significado inesperado, aunque no
sorprendente.
En hebreo, la palabra para Jerusalén es Yerushalayim. Aquí la
definición se vuelve muy clara: significa «la visión de la paz».
Por fin se desvela el misterioso significado del mensaje de Isaías.
¡El monte de Isaías no es un lugar físico sino una referencia al
poder de la paz! Con esta aclaración, podemos leer su profecía como:
«La visión de la paz proporciona
refugio a los pobres, a los necesitados afligidos; cobijo para
la lluvia, sombra
para el calor. Ante la presencia de la visión de la paz, el velo que
ciega a los pueblos, la malla que envuelve a todas las naciones,
serán destruidos».
Esta nueva comprensión de la profecía de Isaías ofrece una visión
renovada del poder que encierra este antiguo mensaje. Cuando vio
Isaías algunos momentos clave de nuestro futuro, fue testigo de dos
posibilidades muy distintas: la de una época de sanación y la de un
tiempo de destrucción. Al igual que haríamos hoy en día, el gran
profeta describió su visión con las únicas palabras que conocía, y
nos alertó de una posibilidad en nuestro futuro basada en cierto
curso de acontecimientos. Al mismo tiempo, advirtió a quienes
leyeran sus profecías que reconsideraran las decisiones que tomaran
en sus vidas y, al hacerlo, evitarían el sufrimiento que él había
presenciado como posible futuro.
EL EFECTO ISAÍAS
Está claro que entramos en una nueva era de entendimiento de las
ciencias interiores de la oración, de la profecía, y de los agentes
de cambio que Isaías y otros reconocían en sus escritos.
Engañosamente simples, las profecías de Isaías nos recuerdan dos
cosas.
-
Primero, a través de la ciencia de la profecía podemos
vislumbrar las futuras consecuencias de lo que hacemos en el
presente.
-
Segundo, representamos el poder colectivo para elegir qué
futuro queremos experimentar.
Mediante el respeto hacia los demás en
nuestra vida cotidiana, podremos encajar las experiencias que
traerán el futuro que deseamos. Este es el efecto Isaías, la
expresión de una antigua ciencia que afirma que podemos cambiar el
resultado de nuestro futuro a través de las decisiones que tomamos
en el presente.
Ahora, la física cuántica nos brinda el lenguaje que da sentido a
esta sofisticada tecnología en nuestras vidas. Con ello, conferimos
poder a nuestras familias, comunidades y seres queridos con el
sencillo y eficaz mensaje de respetar la vida en nuestro mundo. Si
elegimos la paz en nuestra vida, aseguramos la supervivencia de
nuestra especie y el futuro del único hogar que conocemos. Ya hemos
sido testigos del poder del efecto Isaías. Sabemos que funciona.
Ahora, la pregunta es: ¿cómo ponemos en práctica este principio
cuántico de la elección en nuestra vida cotidiana como una familia
global?
Cuando se utiliza la oración y la
meditación en lugar de confiar en
nuevas invenciones que crean más desequilibrio, entonces también
ellos [la humanidad] hallarán el verdadero camino.
ROBERT BOISSIERE MEDITATIONS WITH THE HOPI.
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6 -
ENCUENTRO CON EL ABAD
Los esenios en el Tíbet
En mis estudios de las tradiciones esotéricas del Perú, Tíbet,
Egipto, Tierra Santa y del suroeste de América del Norte, destaca un
tema que es fascinante y curioso a la vez. Las profecías de cada una
de estas culturas parecen maleables, como arcilla tierna en las
manos de un escultor. Al igual que la forma final de la arcilla de
un escultor viene determinada por el gusto y el movimiento del
artista, el tema de estas antiguas tradiciones da a entender que
somos nosotros los que estamos dando forma al fruto y al destino
final de la humanidad en cada momento de nuestras vidas.
Curiosamente, he descubierto algunas de las referencias más claras a
estas tradiciones en documentos de Oriente Próximo, concretamente en
los rollos de Qumrán de la zona del mar Muerto. Las referencias
hablan de un linaje de sabiduría tan antiguo que ya era viejo en los
tiempos del Egipto clásico, hace más de tres mil años. Siempre he
pensado que si existía semejante información, qué mejor lugar para
guardarla que en los remotos retiros espirituales de una tierra a la
que todavía no ha llegado la tecnología moderna.
Seria en un lugar
así donde las tradiciones perdidas en Occidente hace mucho tiempo
puede que todavía se conservaran en la forma de los rituales
cotidianos de sus habitantes. Aislados del mundo exterior hasta
1980, los apartados monasterios de la meseta tibetana parecían
proporcionar justamente ese entorno.
En el mes de abril de 1998, tuve el privilegio de organizar una
peregrinación a las altas montañas del Tíbet en busca de tales
tradiciones. Irónicamente, no fue hasta que regresé del viaje que mi
sospecha fue confirmada por escrito. Al cabo de unos días de haber
llegado a casa en Estados Unidos, recibí un manuscrito de los nazireos, una secta de los antiguos esenios, que había sido
traducido recientemente. Este texto decía que los recipientes de
información, al igual que antiguas cápsulas del tiempo, habían sido
estratégicamente escondidos por los esenios durante el siglo i, a
fin de conservar su sabiduría para las generaciones futuras. Entre
los lugares que se mencionaban
claramente como depositarios de tales textos se encontraban los
remotos monasterios y conventos de monjes y de monjas tibetanos.
Con la ayuda de un experto en culturas asiáticas que conocí en
Inglaterra hace cuatro años, nuestro grupo fue hábilmente conducido
por el paisaje tibetano hasta adentrarse en los pueblos aislados,
los monasterios ocultos y los templos de cientos de años de
antigüedad. Durante veintiún días estuvimos inmersos en la presencia
del pueblo tibetano, en el halo sagrado que envuelve sus vidas y en
la abrupta magnificencia de su tierra. Cruzamos ríos poco profundos
sobre balsas de madera, recorrimos caminos desgastados y
experimentamos la euforia de los pasos de montaña a más de 5.000
metros de altitud por encima del nivel del mar. Durante dos tercios
del camino incluso tuvimos que abandonar la seguridad de nuestro
autocar y trasladamos a un camión de fruta abierto que nos esperaba
al otro lado de un corrimiento de tierra de unos cuatro pisos de
altura.
Casi un tercio del viaje transcurrió a través de la zona montañosa
de la meseta, por los pueblos, conventos y monasterios remotos que
rara vez han visto personas de fuera de Asia, donde la gente vive
como hace cientos de años, respetando las tradiciones de sus
antepasados. Cada vez que entrábamos en el patio de un complejo de
templos, era como si hubiéramos penetrado en una imagen congelada
hace siglos de las tradiciones tibetanas. A cada paso de nuestro
viaje éramos acogidos con una apertura y calidez que excedía todo lo
imaginable en el entorno de la extraña belleza que impregnaba esa
desolación. El propósito de nuestra peregrinación era presenciar,
experimentar y aportar pruebas de ejemplos vivos de una tecnología
interna que sospecho que se perdió en Occidente hace casi dos mil
años. Hoy en día conocemos fragmentos de esta ciencia denominada
tecnología interna de la oración.
BENDECIDOS POR EL ABAD
Un rayo de luz asomaba por algún lugar situado bastante por encima
del suelo del templo. Este rayo único tenía una curiosa cualidad
tridimensional, como si pudiera rodearlo con mis manos y trepar
hasta su fuente. El rayo cortaba con precisión el frío y húmedo
aire, denso por el humo de las innumerables lámparas de manteca y
por el incienso. Giré la cabeza para ver de dónde procedía la luz.
Seguí el rayo desde el punto
donde contactaba con el resbaladizo y oleoso suelo hasta su fuente,
y pude ver una apertura bastante por encima de nuestras cabezas.
A
través de una pequeña ventana cuadrada podía vislumbrar el cielo
tibetano de un color azul intenso. Salvo por la pequeña linterna que
había sacado de mi mochila, este rayo del sol directo de la mañana
era la única luz en el laberinto de intrincados pasillos y
corredores sin salida. Me grabé mentalmente la apertura que había
por encima de mi cabeza. Esta sería mi referencia con el exterior en
caso de que no hubiera otros corredores que condujeran hacia el
lugar de donde veníamos.
Mi esposa y yo habíamos cruzado con un grupo de veinte personas el
escarpado territorio de la zona montañosa tibetana, sorteado caminos
de piedra y tierra por los que escasamente pasaba un todoterreno,
hasta llegar a este lugar. Durante años de investigación personal
sobre las tradiciones antiguas he observado que éstas hacían alusión
a un linaje de sabiduría olvidada en las sociedades occidentales.
Las enseñanzas de las escuelas de misterio, órdenes sagradas y
sectas esotéricas perdidas después de los tiempos de Cristo,
señalaban un linaje común de sabiduría olvidada aproximadamente hace
mil setecientos años. Quizá la evidencia más clara de estas
tradiciones se encuentre hoy en día en el legado de las misteriosas
comunidades descritas en los primeros capítulos, los antiguos
esenios.
Las constantes referencias a los esenios terminaron por conducirme a
una serie de viajes en busca de pruebas directas y tangibles de sus
enseñanzas y de su importancia en nuestro mundo actual. A mediados
de los ochenta estuve en los desiertos de Egipto, hice senderismo
por los altos Andes peruanos y bolivianos y pasé numerosas estancias
en los desiertos del sudoeste de América del Norte en busca de
pruebas actuales de su sabiduría perdida. Mi lógica era que una
enseñanza tan universal tenía que haber dejado más de un texto o
manuscrito aislado, al estilo de los manuscritos del mar Muerto. Por
significativos que puedan ser los manuscritos antiguos, las pruebas
reales las hallaremos en la historia, en las enseñanzas y en las
tradiciones de las propias personas. Quizá las posibilidades sean
tan obvias que en los últimos tiempos se han pasado por alto.
En lugar de especular sobre textos de dos mil años de antigüedad y
sobre aquello a lo que puedan estar haciendo referencia las
traducciones, en presencia de los pueblos indígenas que viven la
sabiduría perdida, pudimos ser testigos de sus prácticas en la
actualidad. Durante el tiempo que estuvimos juntos, pudimos perfilar
nuestras preguntas y comprobar nuestras respuestas con una claridad
que hasta ahora no había sido posible
en las traducciones de las paredes de los templos y de los arrugados
manuscritos. Además aumentó nuestro respeto por los guardianes de
nuestra sabiduría perdida, adquirimos una nueva comprensión de su
cultura y de sus vidas.
La clave de esta sabiduría está en encontrar documentos bastante
precisos que hayan sido conservados durante mucho tiempo por algún
pueblo y estén prácticamente intactos y sin alterar. Si había un
lugar así, si todavía existe hoy en día, el Tíbet me pareció un buen
sitio para empezar. Aislado como ha estado del resto del mundo hasta
1980, muchas de las enseñanzas y archivos se han conservado
precisamente en el mismo lugar donde se colocaron hace siglos.
Escondida en el «techo del mundo», en monasterios y conventos
construidos hace 1.500 años, la sabiduría del linaje de los esenios
debería estar a la vista, conservada en los rituales y en la vida y
costumbres de las gentes del lugar. Allí estábamos en su búsqueda,
arrastrando los pies a través de uno de los oscuros pasillos de uno
de esos monasterios.
Aunque nos habíamos aclimatado durante más de catorce días, el
rápido movimiento de mis ojos de un lado a otro todavía me producía
un efecto de mareo. Hice un esfuerzo por inhalar profundamente en
cuanto me di cuenta de que mi respiración se había vuelto
superficial y rápida. Sin dar tiempo a mis ojos a que se adaptaran,
di un paso hacia delante con cuidado hacia una tenue luz cerca del
final del pasillo cargado de humo. A mi lado había unas inmensas
figuras que parecían acecharnos, y la luz de mi linterna creaba un
tenue camino hacia la apertura. Sin detenerme, primero giré hacia un
lado y luego hacia el otro, para iluminar las formas humanas
esculpidas en proporciones gigantescas. El brillo de mi linterna
descubrió grandes pinturas detrás de cada figura, murales que se
perdían en la oscuridad hacia un techo que sólo podía adivinar que
estaba allí.
De pronto mi atención se apartó de las siniestras figuras para
centrarse en un apagado y familiar sonido que venía de lejos. Como
un zumbido grave de muchos sonidos relacionados, las notas se
fundían en un tono continuo. Parecía que venía de todas partes a la
vez. Proseguí pisando con cuidado el terroso suelo, resbaladizo por
los seiscientos años de derramarse el aceite sobre él. Los monjes
que se apresuraban por este corredor con sus urnas de manteca de yak
lo habían convertido en un camino peligroso. Era el único acceso a
la estancia más sagrada del monasterio. Cuando crucé un umbral de
madera con relieves, el sonido fue aumentando de intensidad. Al
pisar el frío suelo, tuve que volver a dejar que mis ojos se
adaptaran.
Las tres paredes de esta diminuta cámara me rodeaban con el parpadeo
de pequeñas llamas. Cientos de velas de manteca de yak en
deslustradas lámparas de latón iluminaban la habitación con un
resplandor casi surrealista. Aunque cada lámpara era pequeña, el
calor que producían todas ellas en conjunto hacía que la habitación
resultara considerablemente cálida. Un joven monje se sentó delante
de mí, marcando rítmicamente un sonido en un estado como de trance,
mientras cantaba un canto del libro de oraciones que tenía delante.
La voz de Xjinla, nuestro traductor, me susurró al oído (En
tibetano, el sufijo -la se añade al final de un nombre como señal de
respeto. De ahí que el nombre de «Xjin» se convierta en «Xjinla».)
-Esta es la sala de los protectores -dijo Xjinla. Y adelantándose a
mi pregunta, antes de que se la formulara, prosiguió-: Los
protectores son las deidades que invocamos para alejar a las fuerzas
de la oscuridad que puede que intenten adentrarse en la siguiente
habitación.
* Se han cambiado los nombres de nuestros guías y traductores para
respetar su intimidad.
Siguiendo las normas del monasterio, respetuosamente pasamos por la
izquierda, dejamos atrás al monje y nos dirigimos a la puerta de la
siguiente estancia. Yo fui el segundo en entrar, después de nuestro
guía. De poco más del tamaño de un pequeño cubo, el espacio parecía
estar aún más reducido por una viga de refuerzo que se encontraba
justo en el medio.
Allí, al pálido reflejo de aproximadamente media docena de velas,
estaba la razón de haber recorrido medio mundo, viajado por dos
continentes, cruzado diez husos horarios y habernos adaptado a uno
de los aires más rarificados de la Tierra. Sentado con sus piernas
hábilmente colocadas sobre gruesos cojines de lana debajo de sus
hábitos estaba el abad del monasterio, el anciano guía espiritual de
esta secta de monjes. Me sentí muy honrado de tener la oportunidad
de estar unos pocos y valiosos momentos en presencia de este hombre.
Para mi sorpresa, esos primeros momentos serían el inicio de una
audiencia que duraría casi una hora.
Las formalidades fueron lo primero. Todos llevábamos un chal de
color blanco para ofrecérselo en señal de respeto. Nos habían dado
instrucciones para doblar cuidadosamente el chal, que se llama bata,
llevárselo al abad y entregárselo. Tras recibir
su presente, el abad o acepta el chal como regalo o te lo devuelve
bendecido. Si los guarda, recuerdo haberme preguntado: ¿qué hará
este hombre con veinticuatro chales en su diminuta habitación?
Xjinla fue el primero en ofrecer su bata, y con ello nos enseñó cómo
hacerlo: se arrodilló al nivel del hombre de aspecto frágil sentado
sobre cojines. Inclinando su cabeza, este tibetano presentó su chal
en señal de respeto con las manos abiertas y mirando hacia arriba.
El abad lo aceptó, se lo puso y se lo volvió a sacar bendiciéndolo,
para después devolvérselo a Xjinla colocándoselo alrededor del
cuello mientras este todavía estaba inclinado ante él. Yo fui el
siguiente.
Al acercarme, al abad, de pronto sentí una extraordinaria sensación
de eternidad, ese sentimiento que tiene lugar en un momento en que
el mundo parece ir a cámara lenta. Muy lentamente, me incliné con
respeto, presenté mi bata y esperé a que el abad me lo devolviera.
Parecía que habían pasado muchos segundos, con seguridad más de los
que debería haber durado el ritual. En un acto de curiosidad,
levanté la cabeza justo en el momento en que el abad se inclinaba
hacia mí. Levantó los brazos para colocarme el chal alrededor del
cuello, sostuvo gentilmente mi cabeza entre sus manos y tocó su
frente con la mía.
Al momento sentí una afinidad con este hombre a quien había visto
por primera vez hacía tan sólo unos minutos. La afinidad de pronto
se convirtió en confianza: levanté la vista y me atreví a mirarle
directamente a los ojos. Lo que sé es que esos segundos fueron
eternos. Consciente de que había violado la costumbre de mantener la
cabeza inclinada durante la ceremonia de ofrecimiento, no estaba
seguro de cómo iba a ser recibida mi mirada. La incomodidad fue muy
breve. El abad demostró su dominio substituyendo la inseguridad del
momento con gracia y soltura. Con su gesto de apertura, supe que mi
tiempo para la ceremonia había terminado. También supe que algo se
había abierto, una oportunidad para explorar los recuerdos de este
hombre y la experiencia de sus enseñanzas. Era el turno de la
siguiente persona.
EL SECRETO DE LA ORACIÓN
Tras veinte bendiciones similares, el abad se recostó en silencio
sobre su asiento, cerró los ojos y se concentró en nuestro
encuentro. Este era el momento
que todos esperábamos. Había solicitado una audiencia con este
hombre santo con el fin de conectar con su antiguo linaje de
sabiduría. Si realmente los esenios habían emigrado al Tíbet después
de la muerte de Cristo, en los rituales tibetanos actuales se
podrían reconocer elementos de la tradición esenia.
Bajo la guía de Xjinla, le hice las preguntas por las que había recorrido medio
mundo.
-Xjinla, por favor, pregúntale al abad sobre las oraciones que hemos
escuchado en los monasterios -comencé-. ¿Nos podría describir qué
entraña la oración y cómo se consigue? -Xjinla me miró, como esperando el resto de la pregunta. -¿Algo más?
-preguntó-. Quizás es que no entiendo la pregunta.
Hay muchas palabras en tibetano que no tienen una correspondencia
directa en inglés. Para comunicar conceptos, suele ser necesario
crear una frase u oración breve en inglés para hacer una descripción
equivalente en tibetano. Me di cuenta de que ese era uno de esos
momentos. Reorganicé mis pensamientos y volví a formular la pregunta
en el inglés más sencillo que pude sin cambiar el sentido de mi
pregunta:
-Concretamente, cuando vemos los cantos, los tonos, los mudras y los
mantras desde fuera -pregunté-, ¿qué le está sucediendo
interiormente a la persona que está orando?
Xjinla se dirigió al abad, que esperaba pacientemente mi pregunta, y
comenzó el proceso. A veces, el abad cerraba sus ojos durante varios
minutos como respuesta a una frase pronunciada por Xjinla. En otras
ocasiones, murmuraba una breve respuesta acompañada por un gesto o
un suspiro. Xjinla hacía todo lo posible por convertir la
explicación del abad de una experiencia sutil en su equivalente en
inglés antes de compartir la traducción. Al escuchar nuestra
pregunta corregida, el abad me miró dibujando una leve sonrisa en su
cara. Hay sonidos que no necesitan traducción.
-¡Aaaah! -exclamó en un tono pensativo.
Por su tono de voz supe que nuestra pregunta había dado directamente
en el clavo de lo que se estaba practicando en su monasterio y en
otros en los que habíamos estado durante el viaje. Su incipiente
sonrisa se convirtió en una sonrisa abierta mientras apretaba los
labios y emitía un sonido diferente.
-¡Uuuum! -Observé cómo sus ojos se
enrollaban hacia el techo que estaba oscurecido por el hollín de
las innumerables lamparillas que habían ardido durante cientos
de años. Fijó su mirada en un lugar invisible por encima de él.
Utilizando el lugar en el techo como punto de enfoque, el abad buscó
las palabras para reconocer la esencia de mi pregunta. Recuerdo
haber pensado que mi pregunta era como pedirle a alguien que
describiera el sentido de la vida en veinticinco palabras o menos.
Este hombre, que no sabía nada sobre mi educación, evolución
espiritual, tendencia religiosa o intenciones, intentaba hallar una
forma de hacer honor a mi pregunta. Estaba buscando por dónde
empezar.
«Ahora empezamos a entendemos», pensé para mis adentros. «¿Qué puedo
hacer para facilitarle al abad mi pregunta?»
Recordé las
traducciones de los manuscritos esenios del mar Muerto y pensé en el
lenguaje que se utilizaba hace dos mil quinientos años para
describir la tecnología perdida de la oración. Los textos se
centraban en los elementos de la oración: pensamiento, sentimiento y
cuerpo. Lo último que pretendía hacer era sugerirle una respuesta al
abad. Volví a formular mi pregunta con cuidado.
-Xjinla -pregunté, interrumpiendo por un momento el Curso del
pensamiento del abad-, lo que me interesa es cómo se crea la
oración. Cuando vemos las expresiones externas de los oradores en
las salas de canto, ¿cuál es el resultado? ¿Adónde les llevan las
oraciones?
El abad miró, ansioso por escuchar la traducción de Xjinla de mi
reformulada pregunta. Eso fue lo que hizo Xjinla con rapidez y con
una frase notablemente corta. Yo sabía que nuestra insistencia nos
estaba llevando a alguna parte. Sin tan siquiera detenerse a pensar,
el abad exclamó una sola palabra. Entonces la repitió, seguida de un
estallido de sonidos tibetanos muy distintos de las frases que había
estudiado en los libros de texto. Enseguida desistí de mis intentos
de entenderle directamente.
Mientras observaba al abad y fijaba en
él mi mirada, mi atención se centró en Xjinla. Casi podía ver el
proceso en su mente. En lugar de traducir todas las palabras del
abad al inglés, escuchaba el tema de la idea que estaba comunicando
y luego transmitía los puntos más importantes.
-¡Sentimiento! -dijo Xjinla-. El abad dice que el objeto de cada
oración es alcanzar un sentimiento. -El abad asentía con la cabeza
como si comprendiera la traducción de Xjinla-. Los movimientos
exteriores que ves son un despliegue de movimientos y sonidos que
nos ayudan a conseguir ese sentimiento -prosiguió Xjinla-. Nuestros
antepasados los han utilizado durante siglos.
Ahora la sonrisa iluminaba mi rostro. Aunque ya imaginaba que la
nebulosa fuerza del «sentimiento» era el factor de las oraciones
tibetanas, por primera vez se confirmaba mi sospecha. El abad nos
decía que el sentimiento era algo más que un factor en la oración.
Hizo hincapié en que el sentimiento era el centro de cada oración.
Al momento, mi mente se trasladó a los textos esenios. En el
lenguaje de sus tiempos, esos antiguos escritos describen
brillantemente una experiencia que hoy en día consideramos como una
forma de oración. Al igual que las enseñanzas de los esenios ha-cían
referencia a las fuerzas creativas de nuestro mundo como ángeles, al
lenguaje que empleaban para hablar con los ángeles lo llamaban
«comunión». Hoy en día a ese mismo lenguaje lo llamamos «oración».
Los textos perdidos de los esenios nos recuerdan que a través de
nuestra comunión con los elementos de este mundo, se nos abre la
puerta a los grandes misterios de la vida.
«Sólo a través de la
comunión con los ángeles del Padre Celestial aprenderemos a ver lo
invisible, a escuchar lo inaudible y a expresar lo inefable.»
El silencio envolvió la pequeña habitación, mientras reflexionábamos
en las palabras del abad. Una monja o un monje necesitaría años de
formación, de erudición y experiencia directa antes de que se le
permitiera tener semejante conversación. El abad parecía algo
sorprendido con las preguntas que le hacíamos. Como si hubiera leído
mis pensamientos, Xjinla habló antes de que formulara mi siguiente
frase.
-Tus preguntas son muy distintas de las de otros visitantes que han
llegado a este monasterio -dijo. -¿De verdad? -respondí, un tanto sorprendido-. Si otros se han
tomado la molestia de viajar desde Occidente a Lhasa, aclimatarse a
estar a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar durante una
semana más o menos, respirar interminables nubes de polvo por
senderos de montaña esculpidos al borde del abismo para encontrar
este monasterio a 4.500 metros de altitud en el Himalaya, ¿qué otras
preguntas se pueden hacer?
Xjinla se rió ante la intensidad de mi pregunta. El sonido de su voz
rompió el silencio, a la vez que su risa hacía eco en las paredes y
reverberaba por las numerosas capillas que se encontraban en el
pasillo contiguo a nuestra estancia.
-Normalmente las preguntas que nos hacen son respecto a la
antigüedad del monasterio, lo que comen los monjes o la edad del
abad.
Ambos nos reímos y miramos al abad, calculando automáticamente su
edad en nuestra mente. Yo pensé: «Este hombre no tiene edad.
Simplemente es». Volví a mirar a Xjinla. Tras nuestro último
intercambio de palabras, el abad había permanecido en su posición,
sentado con las piernas recogidas debajo de su pesado hábito. El
aire de la habitación era frío, aunque yo tenía calor por el
entusiasmo que me provocaba nuestra conversación.
Miré el termómetro
miniatura que colgaba del cierre de la cremallera de la mochila de
mi esposa. Marcaba 55 grados Fahrenheit (13 °C). Me preguntaba si
era correcto.
Un asistente aprovechó la oportunidad del silencio para volver a
encender los conos de incienso que disimulaban el olor picante de la
manteca de yak requemada que ardía en las lámparas y los platos. Me
metí la mano por debajo de la chaqueta y toqué las tres capas de
ropa que llevaba desde que había salido del autocar. Me quedé
sorprendido. ¡Mis camisetas estaban empapadas!
Cada día en el Tíbet
es como un verano y un invierno: verano durante las horas solares, e
invierno a la sombra, por la noche y dentro de los monasterios. Miré
detrás de mí justo a tiempo para ver cómo una ráfaga de viento
soplaba por el pasillo apenas iluminado, formando montoncitos de
paja y de polvo en los rincones.
Me llevé la mano a los ojos para secarme el sudor mientras le
planteaba a Xjinla la siguiente pregunta. Empecé a explicarle la
razón por la que habíamos ido al monasterio y le habíamos hecho esa
pregunta. Mirando directamente al abad concluí con una sola
pregunta.
-Si hubiera un mensaje que quisiera compartir con las personas de
este planeta -empecé-, ¿qué es lo que le gustaría al abad que
transmitiéramos del Tíbet en su nombre?
Incluso antes de que Xjinla hubiera terminado de traducir, el abad
empezó a hablar desde su apretada posición al fondo de nuestro mal
iluminado santuario. Sentía la intensidad de Xjinla, quien a veces
rayaba en la frustración cuando buscaba palabras en inglés para
transmitir lo que ese hombre sin edad intentaba decir. En varias
ocasiones tuve que pedirle que repitiera o que aclarara las
palabras.
Con frecuencia, yo recomponía la traducción con mis
propias palabras, siempre dejándome ayudar por la experiencia de Xjinla para evitar cualquier error. Sus ojos puestos en mí revelaban
lo que estaba pasando en su interior. Sentí que Xjinla era muy
consciente de su responsabilidad de comunicar las palabras del abad
con exactitud. Los tres juntos trabajamos para asegurarnos de lo que
el abad estaba intentando transmitir.
-Cada vez que rezamos individualmente -dijo el abad-, hemos de
sentir nuestra oración. Cuando oramos, sentimos en nombre de todos
los seres, de todas partes. -Xjinla hizo una pausa mientras el abad
proseguía con su respuesta-. Todos estamos conectados -dijo-. Todos
somos expresiones de una misma vida. No importa dónde estemos,
nuestras oraciones serán oídas por todos. Todos formamos una misma
unidad.
En lugar de responder directamente a mi pregunta, sentí que el abad
estaba preparando el camino, sentando las bases para su respuesta.
Al asentir con la cabeza, mi lenguaje corporal transmitía lo que mis
conocimientos de tibetano no podían: le había escuchado, le había
comprendido, y estaba preparado para el resto de la respuesta.
Respecto a qué mensaje podíamos llevar con nosotros al mundo
exterior, el abad respondió apasionadamente. Aunque sus palabras
eran transmitidas por Xjinla, su tono y el lenguaje de su cuerpo
eran muy claros.
Las manos del abad moviéndose hacia nosotros con el
gesto de las palmas hacia arriba a la altura de su corazón, tenían
su propio idioma. Me miró directamente, mientras yo escuchaba a Xjinla con atención.
-La paz es de suma importancia en nuestro mundo actual -prosiguió—.
Cuando no hay paz, perdemos todo lo que hemos ganado. Con la paz,
todo es posible: el amor, la compasión y el perdón. La paz es la
fuente de todas las cosas. Yo les pediría a todas las personas del
mundo que encuentren la paz en su interior, para que esta paz se
proyecte en el mundo.
Cada palabra suya se convertía en una fuente de asombro en mi
intelecto, así como en una fuente de júbilo en mi alma. ¡Las
respuestas que compartió el abad eran los mismos conceptos, en
algunos casos casi las mismas palabras, que se hallaban en los
textos esenios del mar Muerto escritos hace más de 2.500 años! En el
Evangelio esenio de la paz, por ejemplo, los esenios empiezan un
largo discurso sobre la paz con un elocuente y único pasaje. La
enseñanza comienza simplemente con la frase:
«La paz es la clave de
todo conocimiento, de todo misterio, de toda vida».
A todos los miembros del grupo les quedó claro lo importante que era
para el abad ser escuchado y comprendido. Su paciencia con nuestras
preguntas directas y a veces redundantes fue considerable. Durante
casi una hora permaneció sentado en la postura del loto, sobre el
pequeño promontorio de finos cojines marrones que le aislaban del
frío suelo de piedra del antiguo monasterio. Al final, el rápido
bombardeo de preguntas dio paso, una vez más, al silencio de la
reflexión sobre nuestra interacción. Para todos los presentes,
nuestra reunión había sido intensa y auténtica.
Nuestra audiencia con este hombre santo, que había dedicado toda su
vida a alcanzar la sabiduría en un antiguo monasterio en las
montañas del Himalaya, se convirtió en una invitación para hacer
compatible esa experiencia en nuestras vidas. Este hombre nos había
recibido con amabilidad en su diminuto aposento privado, y su
paciencia con nuestras preguntas realmente me emocionó. De nuevo el
silencio invadió la habitación. Los ojos del abad se habían cerrado.
Esta vez, sin embargo, su barbilla se inclinó hacia su pecho
mientras colocaba las manos en una posición de oración, con las
palmas y las yemas de los dedos unidas en dirección hacia el techo.
Manteniendo esta posición de las manos se tocó suavemente la frente
con los pulgares. Esta es la última imagen que recuerdo del abad.
Parecía fatigado, quizá por haber tenido que atender a estos
veintidós occidentales que se habían presentado en su monasterio sin
avisar. Como si nos hubieran dado una señal silenciosa, supimos que
nuestro tiempo con el abad había concluido. Casi al unísono,
empezamos a deshacer nuestras complicadas posturas que habían
permitido que todos los que estábamos en la habitación pudiéramos
ver a ese hermoso descendiente de tan antiguo linaje Uno a uno nos
fuimos levantando en silencio, nos estiramos y, tras expresar
nuestro respetuoso narraste, salimos en fila hacia el oscuro
corredor.
LA SALA DE LA SABIDURÍA
Mientras volvíamos por el mismo camino que nos había conducido a los
aposentos del abad, de nuevo oímos el sonido de un zumbido grave y
casi imperceptible en la lejanía. Era el ahora ya familiar sonido de
muchos monjes que estaban en una habitación resonante, que entonaban
el monótono canto utilizado en la oración tibetana. Cada persona
percibe el sonido de modo diferente. Para mi, el tono se encuentra
en el umbral de escuchar con mis oídos y de sentir el sonido en mi
cuerpo. Parece vibrar desde algún lugar en el centro de mi pecho.
Una vez que se ha oído ese sonido, es inconfundible. En este
momento, se oye muy lejos.
La luz del sol iluminaba el final del pasillo a medida que nos
acercábamos a una estrecha escalera de mano con peldaños de madera.
No había barandilla, e inmediatamente adoptamos la posición que nos
había funcionado en ocasiones similares en otros monasterios.
Sujetamos bien nuestras mochilas, cámaras, botellas de agua y otros
enseres a la espalda, para quedarnos con las manos libres y poder
bajar de espaldas por los rústicos peldaños de madera. Los escalones estaban
tan inclinados que pocos se atrevían a mirar hacia el suelo bajando
de frente.
Con estas maniobras, a veces se pierde el sentido del
ridículo. Al viajar en un grupo tan reducido en condiciones tan
precarias todos los días, el sentido del ridículo había desaparecido
con nuestra nueva amistad y se había convertido en confianza dentro
de nuestra familia virtual. Los que ya habían llegado al suelo
estiraban la mano para indicar al que todavía estaba en la escalera
un lugar seguro donde colocar el pie, con frecuencia sosteniendo
cualquier parte del cuerpo que hubiera llegado antes. Uno a uno
fuimos descendiendo ayudándonos mutuamente hasta alcanzar el suelo
de barro endurecido.
Un joven monje, de quizás unos catorce años, nos estaba esperando en
una pequeña antecámara situada detrás de la escalera. Cuando el
último del grupo llegó al suelo y se recompuso, nos dirigimos al
monje con el tradicional saludo de t'ashedelay. El monje nos
sorprendió con unas pocas frases de inglés entrecortado. Estaba muy interesado en la audiencia que acabábamos de tener
con el abad. Por lo visto nuestra visita no era muy corriente, e
incluso era difícil para los monjes que vivían allí tener la gracia
de semejante oportunidad.
A todo esto, Xjinla, que nos había seguido por la escalera, Se hizo
cargo de la conversación. Tras unas cuantas formalidades, le
pregunté si en ese monasterio había alguna biblioteca antigua. Sabía
que entre los muchos regalos que los tibetanos habían guardado a
salvo en nuestro mundo, se incluía el de ser meticulosos
archivadores. Lo más hermoso es que parecen registrar las cosas sin
juzgarlas. Quizá sea su capacidad para vivir la compasión en todo lo
que hacen lo que les permite esa imparcialidad al archivar las cosas
del mundo que les rodea. Al no juzgar los hechos que han
experimentado como «buenos» o «malos», simplemente registran lo que
han presenciado. Sospechaba que mediante sus documentos de
acontecimientos significativos en sus vidas, quizá habría algo
escrito sobre la sabiduría que el abad acababa de compartir. Estaba
particularmente interesado en el sistema de oración basado en el
sentimiento.
Nos condujeron por una serie de pasillos hasta una habitación oscura
que se encontraba detrás de la miríada de altares. Estatuas
monumentales de Buda en sus múltiples aspectos flanqueaban los
corredores y continuaban hasta otra «sala de protectores». Allí
apenas podíamos ver las figuras de inmensas proporciones que se
encontraban en las paredes, que resplandecían con los residuos de
las lámparas de manteca. Como sabía que este monasterio tenía más de
mil quinientos años, supuse que el hollín se había acumulado durante
al menos varios cientos de años. En un radio de aproximadamente unos
5,50 metros, el parpadeante efecto de luz estroboscópica de cada
lámpara revelaba una escena de demonios y fuerzas de la oscuridad.
Si se miraba más detenidamente, se podía observar que en cada una se
libraba una batalla contra las fuerzas de la luz, en antiguas
metáforas que reflejaban las pruebas, los éxitos y los fracasos de
la humanidad a lo largo de su vida terrenal.
Nos inclinamos para atravesar por una abertura que daba a otra
habitación poco iluminada; mis ojos tuvieron que adaptarse a una
escena muy distinta. De toda la belleza y experiencias que habían
llenado nuestros días durante las dos semanas anteriores, lo que
presencié en ese momento merecía todo el viaje. Había libros y más
libros, cubiertos por una capa de polvo de varios milímetros,
apilados desde el suelo hasta el techo, quizás unos nueve metros por
encima de mi cabeza, perdidos en oscuros corredores y esparcidos
entre los estantes. Filas y filas de libros. En algunas partes
cuidadosamente apilados.
En otras, puestos al azar unos encima de
otros, formando columnas. Muchos de ellos estaban tan mezclados y
desorganizados que era imposible adivinar dónde terminaba una hilera
y empezaba la otra. Al observar mi sorpresa ante el desorden, el
joven monje se dirigió a Xjinla. Salvo por las exclamaciones de
sorpresa y admiración, estas eran las primeras palabras que oíamos
desde que habíamos entrado en la habitación. Supuse que le estaba
dando una explicación. Xjinla se giró y me dijo:
-Los soldados saquearon esta habitación en busca de joyas y oro. -¡Los soldados! -exclamé yo-. ¿Quieres decir los soldados de la
revolución de 1959? Seguro que han entrado otras personas en esta
habitación desde entonces. Han pasado casi cuarenta años. -Sí -respondió Xjinla-, los soldados. Otros han entrado en estas
habitaciones. No muchos. Los monjes creen que los soldados trajeron
la mala suerte. Sus espíritus se han quedado aquí, controlados por
los protectores.
Mis ojos empezaron a buscar algún lugar significativo por donde
empezar a investigar mientras me adentraba en los corredores. Con mi
linterna en alto, hasta donde mi vista podía alcanzar, pude ver
cientos de manuscritos, textos impresos y atados al estilo
tradicional tibetano. Los libros estaban protegidos por una cubierta
inferior larga y estrecha de madera o de piel de animal. Estas tapas
rígidas variaban de tamaño, con una media de unos 30 centímetros de
largo por 7 a 8 de ancho. Otra cubierta similar protegía la parte
superior. Las páginas se encontraban apiladas entre las dos
cubiertas; eran páginas sueltas de tela, papel o piel de yak. Todo
el texto estaba atado para evitar que se cayeran las páginas. Unas
veces los lazos eran muy elaborados, con cintas de seda y lino de
colores brillantes. Otras sencillamente estaban atados con tiras de
cuero.
El joven monje movió la cabeza en señal de aprobación mientras yo
intentaba alcanzar uno de esos textos. Había elegido un libro que ya
estaba desenvuelto, para ocasionar el menor trastorno posible en la
biblioteca. Para mi decepción, aunque no para sorpresa del monje,
las páginas del libro eran tan delicadas que se arrugaron sólo al
tacto. Nuestro joven guía estaba claramente conmovido ante nuestro
entusiasmo por su biblioteca. Según parece, pocos conocían su
existencia, y menos aún eran los que la visitaban. Me dirigí a
Xjinla y le pregunté por el contenido de los libros. ¿Eran
sencillamente muchas copias de un solo texto, quizá de las
enseñanzas de Buda? ¿Había algo más?
Para entonces, nuestro grupo ya se había dispersado. Cada uno estaba
explorando un ala distinta de la estancia, con la sensación de que
en las páginas de esos antiguos libros se encontraba algo único y
maravilloso. Sin girarse para mirar al monje, Xjinla repitió en voz
alta mi pregunta. Sin dudar ni un momento, el joven monje sonrió. Él
y Xjinla intercambiaron unas pocas palabras antes de responder a mi
pregunta.
-Todo -dijo-, el monje dice que en los textos de esta habitación
está todo registrado.
Me detuve para ver a Xjinla sosteniendo mi linterna de modo que
pudiéramos vernos las caras para hablar.
-¿Qué quiere decir con «todo»? -le pregunté-. ¿Qué incluye ese
«todo»?
Xjinla comenzó:
-En las páginas de estos textos
están las enseñanzas y experiencias que han tenido los tibetanos
durante siglos. Que nosotros recordemos, la sabiduría de los
grandes místicos ha encontrado aquí su lugar a fin de ser
preservada para las generaciones futuras. Todo está registrado
aquí en los libros que nos rodean hasta donde alcanza
nuestra vista.
Sabía que los monasterios constituían un grupo de escuelas bastante
heterogéneo. Diseñados para conservar las tradiciones secretas, cada
uno de ellos se especializaba en una forma concreta de sabiduría.
Nuestro viaje ya nos había llevado a los monasterios que se
centraban en las tradiciones de combate y artes marciales, por
ejemplo. Otros monasterios preservaban la sabiduría de la telepatía
y de los estudios de psiquismo, del razonamiento o las artes de
sanar.
Esta escuela, en concreto, se encargaba de preservar el
conocimiento. Sin prejuicios ni juicios, la información
sencillamente era registrada y almacenada sobre las frágiles páginas
de innumerables libros, como los que teníamos ante nuestros ojos.
«Esta es la razón por la que hemos venido», pensé para mí. Aquí
hemos visto tradiciones de oración y tenemos la oportunidad de
documentarlas mediante los textos escritos por quienes llevan
practicándolas desde hace casi dos mil años. ¡Este momento justifica
todo nuestro viaje, y estoy seguro que todavía queda más!
En sus textos, los esenios se habían referido a un modo de oración
del que no dan razón los investigadores sobre la oración actuales.
Aquí, en un frío monasterio situado en las remotas montañas del
oeste del Tíbet, había sido testigo de esta oración y me habían
enseñado las fuentes que documentaban su historia y origen.
A medida
que continuaban las traducciones ese día, se me confirmó la
sensación de que los tibetanos proseguían, al menos en parte, un
linaje de sabiduría cuyos elementos eran anteriores a la historia.
¿Cómo podría compartir esta antigua y a la vez sofisticada
tecnología con otras personas?
Toda materia se origina y existe sólo en virtud de una fuerza que
hace vibrar las partículas de un átomo y mantiene unido al más
diminuto de los sistemas solares, el átomo... Tras esta fuerza hemos
de suponer la existencia de una mente consciente e inteligente. Esta
mente es la matriz de toda materia.
MAX PLANCK
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