Bajo el Potala había ocultos unos túneles misteriosos, túneles que quizá
guardasen la clave de la historia del mundo. Me interesaban y fascinaban
y quizá sea interesante contar una vez más lo que vi y aprendí allí,
pues, al parecer, son conocimientos que no poseen los pueblos
occidentales.
Recordé que por entonces era yo un monje muy joven en el comienzo
de mi preparación. El Dalai Lama había utilizado en el Potala mis
servicios
de clarividencia y había quedado satisfecho. Como recompensa me autorizaron a recorrer aquel lugar. Mi Guía el Lama Mingyar Dondup me hizo
llamar un día.
• Lobsang -me dijo-, he estado pensando mucho en ti y en tu evolución y
he llegado a la conclusión de que has alcanzado ya una edad y un estado
de desarrollo mental suficientes para que puedas estudiar conmigo los
escritos de las cuevas ocultas. ¡Ven!
Se levantó y me llevó por largos corredores e interminables escaleras
cruzando junto a los monjes que trabajaban en sus tareas cotidianas
atendiendo a la economía doméstica del Potala. Ya en el interior de la
Montaña entramos en una pequeña habitación situada a la derecha de un
corredor. Las ventanas apenas dejaban pasar la luz. Fuera, las banderas
ceremoniales ondeaban en la brisa.
• Entraremos aquí, Lobsang, y llevaremos lámparas para poder explotar
las regiones a las que sólo tienen acceso muy pocos lamas.
En la pequeña habitación cogimos una lámparas que había en unos estantes
y las preparamos. Luego, como precaución, toma mos otra de reserva.
Llevábamos encendidas las dos lámparas principales y seguimos hacia
abajo por el corredor. Mi Guía, delante de mí, me indicaba el camino.
Descendíamos continuamente, hasta que, al final del corredor, llegamos a
una habitación. A mí me pareció el final de un viaje. Aquella habitación
parecía un almacén. Contenía extrañas figuras, objetos sagrados,
mercancías extranjeras, regalos de todo el mundo. Allí era donde el
Dalai Lama guardaba los obsequios que le sobraban y que no podía usar
inmediatamente.
Miré a mi alrededor con intensa curiosidad. Me parecía sin sentido haber
caminado tanto sólo para llegar a aquella habitación. Había creído que
íbamos a explorar y aquello no era más que un almacén.
• Ilustre Maestro -dije-, ¿no nos hemos equivocado de camino y hemos
venido a parar aquí?
El Lama me miró y, sonriendo benévolo, exclamó:
• Lobsang, Lobsang, ¿acaso crees posible que yo pierda mi camino?
Y, sin dejar de sonreír, se volvió hacia una lejana pared. Es tuvo un
momento mirando en torno suyo y luego hizo algo. Me pareció que estaba
manejando algo que había en la pared, algo que sobresalía y que parecía
ser de yeso. Seguramente lo había hecho alguna mano desaparecida hacía
mucho tiempo. De pronto se oyó un gran ruido como si hubieran caído unas
piedras, lo cual me alarmó, creyendo que se hundía el techo. Mi Guía se
rió:
• Oh, no, Lobsang, estamos completamente seguros. No temas. Aquí es
donde empezamos nuestro viaje. Aquí está el umbral de otro mundo. Un
mundo que pocos han visto. Sígueme.
Lo miré estupefacto. Un gran trozo de la pared se había deslizado y
dejaba al descubierto un oscuro boquete. Pude distinguir, sin embargo,
que de la habitación salía una senda polvorienta que desaparecía en una
tétrica negrura. Aquello me dejó inmóvil de asombro.
• ¡Pero, Maestro! -exclamé-. Ahí no había la menor señal de puerta.
¿Qué ha ocurrido?
• Esta entrada la hicieron hace siglos -dijo riendo-. El secreto ha
estado bien guardado. Es imposible encontrar y abrir esta puerta si no
se está informado y, por mucho que se busque, no hay ni la menor señal.
Pero ven, Lobsang, que perdemos el tiempo, pues no hemos venido aquí a
discutir sobre los misterios de la edificación. Es te sitio lo verás con
frecuencia.
Con estas palabras se volvió y penetró por el boquete haciéndome pasar
detrás de él. Así, iniciamos nuestro camino por el misterioso túnel que
llegaba hasta muy lejos. Yo iba muy emo cionado. Mi Guía, cuando yo hube
pasado también, manipuló algo y volvió a oírse el ruido de piedras que
se derrumban, crujidos y el arrastrarse de algo de gran tamaño. Era el
muro de roca que volvía a cerrarse ante mis ojos atónitos y que tapaba
por completo el hueco. De no haber sido por las vacilantes llamas de
nuestras lámparas de manteca, la oscuridad hubiera sido absoluta. Mi
Guía se me adelantó en el túnel y sus pasos resonaban curiosamente en
los laterales de roca produciendo un eco incesante. Yo lo seguí.
Caminábamos sin hablar. Cuando habíamos recorrido más de kilómetro y
medio, mi Guía se detuvo repentinamente, sin habérmelo anunciado, de
modo que tropecé con él y lancé una exclamación de asombro.
• Aquí -me dijo- es donde tenemos que llenar de nuevo nuestras lámparas
y ponerles otros pabilos de mayor tamaño. Ahora vamos a necesitar buena
luz. Haz lo mismo que yo y luego continuaremos nuestro viaje.
Teníamos ya mejor luz para seguir adelante y de nuevo reanudamos la
marcha. Caminamos tanto que me empezaba a sentir cansado y nervioso.
Entonces noté que el pasadizo se hacía más ancho y su techo más alto.
Era como si fuésemos por un embudo y nos acercásemos al extremo más
ancho. Entonces lancé una exclamación de asombro. Ante mis ojos se
extendía una enorme caverna. Del techo y de los lados surgían
innumerables puntos de luz dorada, luz que era un reflejo de nuestras
lámparas. La caverna parecía ser inmensa. Nuestra débil iluminación sólo
servía para hacer ver la inmensidad y las profundas tinieblas de aquel
lugar.
Mi Guía se dirigió hacia una hondonada al lado izquierdo del camino
y tiró, hasta sacarlo, de lo que parecía ser un gran cilin dro de metal
que produjo un chirrido al salir de donde estaba incrustado. Parecía
tener la mitad de la altura de un hombre corriente y, desde luego, era tan ancho
como
el cuerpo de un hombre. Era redondo y en su extremo superior tenía un
dispositivo que yo no entendía. Venía a ser algo así como una pequeña
red blanca. El lama Mingyar Dondup estuvo manipulando en aquel aparato y
luego tocó el extremo superior con su lámpara de grasa. Inmediatamente
surgió una brillante llama blanco-amarillenta que me permitió ver con
toda claridad. La llama producía un silbido, como a consecuencia de una
fuerte presión interna. Mi Guía apagó entonces nuestras lámp aras.
• Tendremos suficiente luz -dijo-. Lobsang, nos lo llevaremos con
nosotros.
Quiero que sepas algo de la historia de los eones.
Siguió avanzando mientras tiraba del cilindro-lámpara que iba sobre una
especie de trineo y se transportaba así con facilidad.
Descendíamos
continuamente y yo creía que ya debíamos de estar en las entrañas de la
Tierra. Por fin, nos detuvimos. Estábamos ante una gran pared negra
sobre la cual relucía un gran panel de oro y en ese oro había miles de
grabados. Luego miré al otro lado y vi una gran extensión de brillante
negrura como si hubiera allí un espacioso lago.
• Lobsang -dijo mi Guía -, préstame atención. Ya sabrás más tarde qué es
esto. Ahora quiero contarte algo del origen del Tibet, un origen que en
años venideros podrás confirmar cuando vayas en una expedición que ya
estoy pensando organizar. Cuando salgas de nuestro país encontraras
personas que no nos conocen y te dirán que somos unos incultos y
salvajes que adoran a los demonios y practican ritos que ni siquiera
pueden mencionarse. La verdad, Lobsang, es que poseemos una cultura
mucho más antigua que todas las de Occidente. Tenemos documentos bien
conservados y con los cuales puede demostrarse que desde tiempos
inmemoriales...
Se acercó a las inscripciones grabadas en el papel de oro y me señaló
varias figuras, varios símbolos. Vi dibujos que representaban a personas
y animales -por cierto, animales que hoy no conocemos- y luego me hizo
ver un mapa del cielo, pero mostraba estrellas diferentes a las que hoy
conocemo s y situadas erróneamente.
• Yo entiendo este lenguaje, Lobsang -me dijo mi Guía-. Me lo han
enseñado.
Te lo leeré. Te leeré esta historia de tiempos increíblemente remotos, y
más adelante, otros y yo te enseñaremos esta lengua secreta para que
puedas venir aquí a tomar tus propias notas y llegar a formarte tus
propias conclusiones. Esto requerirá muchísimo estudio. Tendrás que
venir aquí y explorar estas cavernas, pues hay muchas de ellas y se
extienden a lo largo de incontables kilómetros.
Estuvo unos momentos mirando las inscripciones. Luego me leyó parte
del pasado. Mucho de lo que él dijo entonces, y mucho de lo que yo
habría de estudiar más tarde no puede darse en un libro como éste. El
lector
medio no se lo creería, y si se lo creyese y descubriera así algunos de
esos secretos, haría como muchos otros han hecho en el pasado:
emplearían esos secretos en su propio beneficio y en hacer daño a otros,
en dominar y destruir a los demás, como las naciones que hoy se amenazan
unas a otras con la bomba atómica. Por cierto que la bomba atómica no es
un des cubrimiento de hoy. Fue descubierta hace miles de años, y causó
tremendos desastres como los causará en nuestro tiempo si la locura del
hombre no se detiene.
En todas las religiones del mundo, en la historia de todas las tribus y
naciones se habla de un Diluvio, de una catástrofe en la que las gentes
se ahogaron y en que países enteros quedaron sumergidos mientras otras
tierras emergieron y todo el mundo era un torbellino. Está en la
historia de los incas, los egipcios, los cristianos, en la de todos los
pueblos. Nosotros en el Tibet sabemos que ese diluvio lo causó una
bomba; pero permitidme que cuente aquí cómo ocurrió según las
inscripciones.
Mi Guía se sentó en la posición del loto, de cara a las inscripciones de
la inmensa roca con la brillante luz a su espalda, reluciendo con unos
resplandores dorados sobre aquellos grabados de época inmemorial. Me
indicó que me sentase también. Lo hice a su lado para poder ver lo que
me iba señalando.
• Hace muchísimo tiempo, la Tierra era muy diferente a como es ahora dijo-.
»Giraba mucho más cerca del Sol y en dirección contraria y había
otro planeta cerca, un gemelo de la Tierra. Los días eran más cortos,
por lo que el hombre parecía tener una vida más larga. Parecía vivir
centenares de años. El clima era más cálido y la flora era tropical y
lujuriante. Los animales alcanzaban un enorme tamaño y formas muy
diversas. La fuerza de gravedad era mucho menos que la de hoy porque la
Tierra giraba a un ritmo diferente, y el hombre quizá fuese de doble
tamaño al que hoy tiene, pero, aún así, resultaba un pigmeo comparado
con otra raza que vivía también en la Tierra. En efecto, en la Tierra
habitaban también hombres de un sistema diferente, unos superintelectuales que controlaban los asuntos de este mundo y enseñaban
mucho a los hombres de nuestra raza. El hombre era el discípulo de
aquellos seres, enormes gigantes que le enseñaban muchas cosas y que
frecuentemente se embarcaban en unos extraños aparatos de metal
reluciente y navegaban por los cielos. El hombre, pobre ignorante que
aún se hallaba en el umbral de la razón, no podía entender en modo
alguno aquellas maravillas, pues su intelecto apenas era mayor que el de
los monos.
»Durante muchísimo tiempo, la vida siguió plácidamente en la Tierra.
Había paz y armonía entre todas las criaturas. Los hombres podían
conversar sin necesidad de hablar. Lo hacían por telepatía. Sólo usaban la
palabra para conversaciones locales. Entonces los superintelectuales
que, como he dicho, eran mucho mayores que el hombre, se pelearon entre
ellos. Surgieron disensiones graves entre aquellos seres. No podían
ponerse de acuerdo sobre determinados puntos, lo mismo que disienten
ahora las razas. Un grupo fue a otra parte del mundo e intentó
dominarla. Hubo lucha. Algunos de los superhombres mataron a otros y
hubo guerras feroces con terribles destrucciones. El hombre, cuyos
deseos de aprender crecían, aprendió las artes de la guerra; el hombre
aprendió a matar. Y así, la Tierra, que antes había sido un sitio
pacífico, se hizo un lugar lleno de inquietudes y trastornos. Durante
algún tiempo -unos años- los superhombres trabajaban en secreto, la
mitad de ellos contra la otra mitad. Un día hubo una tremenda explosión
y toda la Tierra tembló y vaciló en su trayectoria. Brotaron espantosas
llamas que subieron a inmensa altura por el espacio, y la Tierra fue
envuelta en humo.
»Por fin se pacificó la situación, pero al cabo de muchos meses se vieron
en el cielo extraños signos que llenaron de terror a las gentes de la
Tierra. Se iba acercando un planeta que rápidamente se fue haciendo
mayor.
Era evidente que chocaría con la Tierra.
Se produjeron grandes mareas y vientos fortísimos, y los días y las
noches eran barridos por una rugiente furia tempestuosa. El amenazante
planeta parecía llenar todo el cielo y estar a punto de chocar con la
Tierra. Al acercarse éste aún más, las inmensas mareas inundaban
territorios enteros. Los terremotos hacían vibrar continuamente la
superficie del Globo y en un momento desaparecían continentes enteros.
La raza de los super-hombres renunció a sus peleas, se apresuraron a
montar en sus relucientes aparatos, se elevaron en el espacio y huyeron
de la catástrofe de la Tierra. Pero en ésta seguían los terremotos; las
montañas se elevaban y el fondo del mar subía a la vez que aquéllas; las
tierras se hundían y se inundaban. Las gentes huían aterrorizadas,
convencidas de que aquello era el fin del mundo y los vientos soplaban
con ferocidad creciente. El estruendo y el clamor eran incesantes y
trastornaban los nervios de los hombres, poniéndolos frenéticos.
»El planeta invasor estaba cada vez más cerca y más grande, hasta que
por fin se produjo un choque tremendo y una chispa eléctrica vivísima,
seguida
por continuas descargas que incendiaron los cielos. Se formaban en
el cielo nubes negrísimas que convertían al día en una incesante noche
de
terror. Parecía como si el propio Sol se hubiera inmovilizado con tanto
horror entre aquella calamidad, pues, según los documentos, durante
muchísimos
días la roja bola del sol estuvo parada y lanzando grandes lenguas
de fuego. Después, las nubes negras se cerraron y la noche fue completa.
Los vientos eran helados y luego ardientes. Miles de personas morían por
el cambio de temperatura. El alimento de los dioses, que algunos
llamaban maná, caía del cielo. Sin él, los pueblos de la Tierra y los
animales todos, habrían muerto de hambre con la destrucción de las
cosechas y la privación de todos los demás alimentos.
»Los hombres y las mujeres vagaban de un sitio a otro en busca de
refugio tratando de encontrar algún lugar donde pudieran reposar sus
agotados cuerpos, sacudidos por las tormentas y torturados por tantas
desventuras. Todos rezaban para que por fin hubiera calma y con la
esperanza de salvarse. Pero la Tierra temblaba, las lluvias torrenciales
no dejaban de caer y todo el tiempo llegaban del espacio exterior las
descargas eléctricas. Con el paso del tiempo, mientras las pesadas nubes
negras se alejaban, el Sol se fue haciendo más pequeño. Parecía ir
retrocediendo y las gentes lanzaban alaridos de miedo. Creían que el
dios del Sol, el que otorgaba la vida, huía de los hombres. Pero aún era
más extraño que el Sol hubiera empezado a moverse en el cielo de Este a
Oeste en vez de ir del Oeste al Este.
»El hombre había perdido todo punto de referencia para saber el tiempo.
Al oscurecerse el Sol, no tenía medio de saber cuándo se ocultaba y
cuándo habían ocurrido todos aquellos acontecimientos. Y se vio otra
cosa muy extraña en el cielo: un mundo de gran tamaño, amarillo, giboso,
que también parecía ir a precipitarse sobre la Tierra. Era lo que hoy
conocemos con el nombre de Luna, que apareció en aquel tiempo como resto
de la colisión entre los dos planetas. Mucho más tarde, los hombres
encontraron una gran depresión en una zona de Tierra -Siberia-, donde
quizá hubiese quedado dañada la superficie de nuestro mundo por la
proximidad de aquel otro planeta o quizá sería el sitio donde se había
desprendido la Luna.
»Antes del choque había habido ciudades y grandes edificios donde se
albergaba el gran saber de la raza poderosa de los superintelectuales.
Se habían derrumbado todos estos edificios y ya sólo eran montones de
escombros que ocultaban los restos de aquella sabiduría. Pero los sabios
de las tribus sabían que toda la ciencia del mundo se basaba en aquellos
montones de escombros y por eso excavaban sin cesar para ver lo que
podía salvarse aún para poder luego aumentar su propia potencia
intelectual y material, utilizando los conocimientos de la Raza Mayor.
»A medida que fue pasando el tiempo, los días se fueron haciendo
más largos hasta que llegaron a durar casi el doble que antes de la
calamidad; y la Tierra inició su nueva órbita acompañada por su satélite, la
Luna,
resultado del choque. Pero la Tierra seguía temblando y en su interior
se
oían ruidos espantosos. Y las montañas se elevaban y arrojaban llamas,
rocas y destrucción. Grandes ríos de lava se precipitaban por las faldas
de las montañas inesperadamente, destruyendo cuanto encontraban a su
paso, pero también hacían una buena labor, pues con frecuencia envolvían
los monumentos y las fuentes de sabiduría, ya que el me tal duro sobre
el que muchos de los textos habían sido escritos, no se fundía con la
lava, sino que ésta lo protegía, conservándolo como en una arca de
piedra, una piedra porosa que en el transcurso del tiempo se iría
erosionando de modo que los documentos protegidos por ella saldrían a la
luz y llegarían a las manos de los que podrían utilizarlos. Mas para
ello habría de pasar muchísimo tiempo.
»Paulatinamente, a medida que la
Tierra se iba adaptando a su nueva órbita, el frío fue invadiendo este
mundo y los animales se morían o se trasladaban a las partes más
cálidas. El mamut y el brontosaurio murieron porque no se pudieron
adaptar al nuevo modo de vida. Caía la nieve del cielo y los vientos
eran cada vez más feroces. Había muchas nubes, mientras que, antes de la
catástrofe, apenas se veía alguna. El mundo había cambiado en gran
medida: el mar tenía mareas mientras que antes era como un lago plácido
sin más olas que los pequeños rizos que producían las leves brisas.
Ahora, en cambio, enormes olas se encrespaban y durante mucho tiempo las
mareas eran tremendas y amenazaban tragarse la tierra y ahogar a la
gente. También el cielo parecía diferente. Por la noche se veían
extrañas estrellas en vez de las archiconocidas, y la Luna estaba muy
cerca. Nacieron nuevas religiones porque los sacerdotes de aquel tiempo
trataban de conservar su poder e imponer su propia versión de los
acontecimientos. Fueron olvidando aquella Raza Mayor y sólo les
interesaba su propia importancia y no perder su influencia en las
gentes. Pero no podían decir lo que había ocurrido. Se limitaban a
achacarlo a la ira de Dios y enseñaban que el hombre había nacido en
pecado.
»Con el paso de los siglos, instalada ya la Tierra en su nueva órbita y
a medida que el tiempo se encalmaba, los hombres se fueron haciendo de
estatura cada vez más baja. El transcurso de los siglos estabilizaba a
los países. Aparecieron nuevas razas, como para ser probadas
experimentalmente.
Luchaban, fracasaban, y eran reemplazadas por otras. Por fin se
desarrolló
un tipo más fuerte y la civilización empezó de nuevo, una civilización
que
arrastraba desde los tiempos primitivos el confuso recuerdo racial de
alguna
espantosa catástrofe, y algunos de los intelectos más valiosos
investigaron
para tratar de descubrir lo que realmente ocurrió. La lluvia y el viento
estaban ya normalizados y cumplían su función. Bajo las capas de piedras
volcánicas, empezaron a aparecer documentos primitivos; y la
inteligencia humana, ya más avanzada, permitió que estos testimonios del
pasado remotísimo llegaran a manos de los sabios, los cuales, después de ímprobos
trabajos, pudieron descifrar algunos de aquellos escritos.
»Cuando ya había sido desentrañado el contenido de algunos de esos
documentos, y los hombres de ciencias empezaban a comprender su sentido
profundo, buscaron frenéticamente nuevas huellas que les permitiesen
llenar los huecos que quedaban en sus investigaciones. Se emprendieron
grandes excavaciones y salió a la luz mucho material de gran interés.
Entonces empezó verdaderamente una nueva civilización y se construyeron
ciudades y también comenzó la ciencia a manifestar su afán de
destrucción. Se ponía el mayor interés precisamente en destruir,
haciendo que el poder se concentrase en muy pocas manos, en grupos muy
reducidos. Se olvidó por completo que el hombre podía vivir en paz y que
había sido la falta de paz lo que había provocado la anterior
catástrofe.
»Durante muchos siglos, la ciencia era la que dominaba en el mundo. Los
sacerdotes se presentaron como científicos y eliminaban a todos aquellos
hombres de ciencia que no eran a la vez sacerdotes. Aumentaron su poder;
adoraban la ciencia y hacían cuanto podían para conservar el poder en
sus manos y tener inmovilizado al hombre corriente e impedirle que
pensara. Los sacerdotes-científicos se hicieron pasar por dioses y nada
podía emprenderse sin que lo sancionaran los sacerdotes. Estos se
apoderaban de todo lo que les apetecía sin que nadie los obstaculizase.
Tanto creció su poder que eran en la Tierra casi omnipotentes, olvidando
que el poder absoluto corrompe a los seres humanos.
»Navegaban por los espacios grandes naves sin alas; silenciosas, o
permanecían inmóviles en el aire, como ni siquiera pueden quedarse los
pájaros. Los hombres de ciencia habían descubierto el secreto de dominar
la gravedad, y la antigravedad, y esto les servía para ser aún más
poderosos.
Enormes masas de piedra eran trasladadas por un solo hombre al lugar que
le convenía. Le bastaba para ello un pequeño dispositivo que cabía en la
palma de una mano. No había trabajo penoso, puesto que el hombre
empleaba
para ello sus infalibles máquinas sin esfuerzo alguno. Gigantescos
aparatos sobrevolaban la superficie de la tierra con gran estruendo
mientras
que si algo circulaba sobre la superficie del mar, era sólo por placer,
pues
los viajes marítimos eran demasiado lentos y sólo agradaban a los que
deseaban
disfrutar de la combinación del viento y las olas. Todo iba por el aire, excepto en los viajes cortos, en que se prefería viajar por tierra.
Las gentes
se trasladaban de unos a otros países e instalaban colonias. Pero se
había perdido la facultad telepática desde aquella descomunal colisión.
Ya
no hablaban el mismo lenguaje; los dialectos se fueron separando cada
vez
más hasta convertirse en idiomas completamente distintos, e
incomprensible el de cada pueblo para los demás.
»Con la falta de comunicaciones y la incapacidad de comprender los unos
las lenguas de los otros y sus puntos de vista, acabaron unas razas
peleando contra otras y las guerras empezaron. Se inventaron armas
terribles. Había continuas batallas en todo el mundo. Los hombres y las
mujeres quedaban mutilados y los rayos terribles que habían inventado
los hombres de ciencia producían en la raza humana muchas mutaciones.
Pasaban los años y crecía la horrible carnicería. Estimulados por sus
gobernantes, los inventores de todo el mundo creaban armas de creciente
potencia mortífera. Se cultivaban los gérmenes de las enfermedades y se
diseminaban en los países enemigos por medio de aviones que volaban a
fantástica altura. Las bombas destrozaban los sistemas de
alcantarillado, de modo que las epidemias se extendían destruyendo
hombres, animales y plantas. Toda la tierra era una continua
destrucción.
»En una remota región que se había mantenido apartada de toda lucha, un
grupo de sacerdotes de gran visión espiritual, que no se había
contaminado por el afán de poder, cogieron unas finas placas de oro y
grabaron en ella la historia de su época con mapas de los países de este
mundo y también la descripción de los cielos. Escribieron los más
misteriosos secretos de su ciencia y severas advertencias de lo que
podría suceder a los que usaran para el mal estos conocimientos. Pasaron
años preparando estas placas; y luego, junto a las armas, los
instrumentos y las herramientas y todos los objetos útiles, las
ocultaron bajo la piedra en varios lugares, de manera que quienes
vinieran después pudieran conocer el pasado y con la esperanza de que
obtuvieran algún provecho de este conocimiento. Porque esos sacerdotes
sabían lo que iba a suceder en el futuro. En efecto, lo que habían
predicho, ocurrió. Fue creada y probada un arma nueva. Una nube
fantástica se elevó hasta la estratosfera y la Tierra tembló y volvió a
vacilar en su curso, y pareció «salirse» de su eje. Inmensas olas
barrieron las tierras y arrastraron a razas enteras. Las montañas
volvían a hundirse en el mar, mientras que surgían otras para
sustituirlas. Algunos hombres y mujeres que habían sido advertidos por
aquellos sacerdotes, lograron salvarse -con sus anima les- en barcos
herméticamente cerrados para que no penetrasen en ellos los gases
venenosos y los gérmenes que asolaban la Tierra. Otros hombres y mujeres
se salvaron porque se elevaron a una altitud tal que ya no había
peligro, mientras las montañas de sus países se hundían, y otros, menos
afortunados, fueron aplastados o ahogados por estos cataclismos.
»Las inundaciones, las llamas y los rayos letales mataron a millones
de personas, y quedaron sólo en la Tierra unos pequeños grupos aislados
unos de otros por los azares de la nueva catástrofe mundial. Estos
supervivientes estaban medio enloquecidos por el desastre y vivían como
sobre ascuas con las continuas explosiones y otros espantosos ruidos.
Durante muchos años se ocultaron en las cuevas y en densos bosques.
Olvidaron toda la cultura anterior y cayeron en un estado semisalvaje,
como en los prime ros días de la humanidad. Se cubrían el cuerpo con
pieles de los animales que cazaban y se defendían con mazas que llevaban
incrustados trozos de pedernal. Unos se instalaron en lo que hoy es
Egipto, otros en China... Pero los que habitaron la zona costera, que
había sido muy favorecida por la primitiva raza de superhombres, se
encontraron de pronto a muchos kilómetros sobre el nivel del mar,
rodeados por las montañas eternas. Y sus tierras se enfriaron con mucha
rapidez. El aire se rarificó y esto costó la vida a miles de ellos. Los
que sobrevivieron eran los antepasados del actual habitante del Tibet,
hombre de gran resistencia física y de extraordinarias facultades
mentales. Aquél había sido precisamente el lugar donde el grupo de
sacerdotes clarividentes habían escondido las placas de oro en que las
que habían escrito sus secretos. Esas placas, con las muestras de sus
artes y oficios, seguían ocultas a gran profundidad, bajo la montaña,
donde las descubrirían mucho más tarde los miembros de otra generación
de sacerdotes. Otras reliquias de la antigua civilización quedaron
ocultas en una gran ciudad que ahora se halla en las altas mesetas del
Chang Tang, también en el Tibet.
»Sin embargo, no toda la cultura se había extinguido en la Tierra,
aunque la humanidad hubiese retrocedido a un estado salvaje. En la
superficie terrestre quedaron algunos puntos aislados donde unos
pequeños grupos de hombres y mujeres se esforzaban por mantener viva la
tradición cultural. Querían evitar que se apagase del todo la llamita
del intelecto humano en medio de tanto salvajismo. A lo largo de los
siglos siguientes, hubo muchos intentos de descubrir la verdad de lo que
había ocurrido y nacieron nuevas religiones; pero en todo ese tiempo,
continuaban bien guardados en las entrañas del Tibet, grabados en oro
incorruptible, los verdaderos testimonios del pasado y el tesoro de los
conocimientos humanos, esperando a los que supieran descifrarlos.
»Paulatinamente, volvió a desarrollarse el hombre. Las tinieblas de la
ignorancia comenzaron a desvanecerse. El salvajismo se convirtió en una
semicivilización. Hubo algunos progresos. Poco a poco, se fueron
construyendo
ciudades y volvieron a funcionar aparatos voladores, de modo que
las montañas no eran ya una barrera para la civilización. El hombre
podía
ya viajar por tierra, mar y aire, con toda comodidad y rapidez. Como
antaño,
al aumentar la ciencia y el poder del hombre, éste se hizo arrogante y
los poderosos oprimían a las clases trabajadoras. También los pueblos
débiles fabricaron máquinas de guerra y de nuevo hubo guerras, terribles
guerras que duraban años. Las armas eran cada vez más potentes y
destructoras. Cada bando trataba de descubrir el arma de mayor alcance y
destructividad, mientras que allí en el Tibet seguían escondidos, en
placas de oro, los secretos de la verdadera sabiduría. En un país que se
mantenía aislado, esperaban a ser descubiertos los secretos más valiosos
del mundo, esperaban...