La Caverna

Extracto de " La Caverna De Los Antepasados"

Capitulo V

 

por Tuesday Lobsang Rampa
 

Un par de semanas después de mi conversación con el Lama Mingyar Dondup, nos dispusimos a partir. Nos esperaba un largo viaje entre las montañas, a través de senderos rocosos y de oscuros abismos. Como en la actualidad los comunistas han invadido el Tibet, la situación de la Caverna de los Antepasados se ha mantenido en secreto, ya que la posesión de sus misterios y de sus máquinas les permitiría conquistar el mundo entero.

 

Por ello, todo cuanto relato es auténtico, y lo único que me veo obligado a silenciar es el lugar por donde pasa realmente el camino que conduce a la Caverna. Los mapas y las indicaciones oportunas para determinar su situación exacta fueron depositados en un lugar secreto, con el objeto de que, cuando llegue el momento fijado, las fuerzas de la «libertad» puedan dar con ella.


Lentamente, descendimos por el sendero de la lamasería de Chakpori y recorrimos el Kashya Linga, tras de lo cual llegamos hasta el río, donde nos esperaba el barquero, con su lancha rodeada de vejigas de yak, hinchadas como globos, destinadas a asegurar la travesía. Éramos siete en total. Por ello, al atravesar el río -el Kyi Chu- nos demoramos un poco, pero al fin nos reunímos los siete en la otra orilla. Nos dirigimos hacia el sudoeste, cargados con nuestros paquetes de ropas y alimentos, las cuerdas; algunas herramientas y un manto de recambio para cada uno.

 

Proseguimos nuestra marcha hasta que el sol se puso y las sombras se agigantaron, impidiéndonos continuar. Después, envueltos en la oscuridad, hicimos una modesta comida de «tsampa» y nos tendimos a dormir entre las rocas. El sueño me venció en seguida. Muchos lamas tibetanos, siguiendo las prescripciones de su estado, duermen sentados. Yo , y otros muchos, dormíamos acostados, pero, también de acuerdo con las reglas, solamente podíamos dormir así, si nos tendíamos exclusivamente sobre el costado derecho. Lo último que vi, antes de quedarme dormido; fue la silueta del Lama Mingyar Dondup, recortándose contra el oscuro cielo nocturno, lo mismo que si se tratara de una estatua.


Nos despertamos con las primeras luces del amanecer y tomamos un ligero desayuno. Luego, cargamos de nuevo nuestros bártulos y proseguimos la marcha. Caminamos así durante dos días. Después de atravesar las colinas, llegamos a las verdaderas montañas. Muy pronto nos vimos obligados a atarnos unos a otros, en fila, enviando delante al hombre más ligero -¡yo!- con el objeto de que sujetara las sogas en las piedras más seguras, facilitando con ello el acceso de los demás. De esta forma, fuimos escalando la montaña, lenta, pero progresivamente. Por fin, cuando nos hallábamos ante una inmensa roca casi desprovista de salientes donde poder apoyar los pies y las manos, mi Maestro dijo:

• Debemos trepar a esta roca y, por el otro lado, descender hasta el valle.

En el otro extremo del valle, encontraremos la ladera donde está situada la entrada de la Caverna.


Inspeccionamos la base de la roca buscando un lugar adecuado para iniciar el ascenso. Todo parecía indicar que la erosión había limado, durante muchos años, los salientes y las hendiduras.


Después de haber perdido casi todo el día en la búsqueda, encontramos un estrecho «cañón», por el que pudimos trepar, apoyando las manos y los pies en las rocas de un muro y la espalda en el otro muro. Jadeando y respirando aquel aire enrarecido, trepamos hasta la cima y miramos hacia abajo. Ante nosotros teníamos por fin el valle. Aunque observamos con gran atención la ladera del otro extremo, no nos fue posible percibir ninguna cueva ni siquiera ninguna grieta en la suave superficie rocosa. El valle estaba sembrado de piedras y -lo que es peor- estaba atravesado por un veloz torrente.


Adoptando todas las precauciones necesarias, descendimos hasta el valle y nos acercamos a las aguas embravecidas hasta llegar a un lugar donde las rocas parecían facilitar el paso, si éramos capaces de dar un largo salto. Yo, como era todavía demasiado pequeño, no tenía las piernas suficientemente largas para ello.

 

Por esa razón, me vi sometido a la terrible humillación de tener que cruzar el torrente helado arrastrado materialmente por una cuerda que habían atado a mi cintura y de la que tiraban los demás. También ayudaron a cruzar de la misma forma a un lama pequeño y regordete, otro desdichado como yo, que no se sintió capaz de saltar sobre las aguas. En un lugar apartado escurrimos nuestros mantos y nos los colocamos de nuevo. La espuma que el viento levantaba nos había empapado a los siete.


Cruzamos el valle, sorteando las piedras, y llegamos a la otra ladera. Mi Maestro, el Lama Mingyar Dondup, nos mostró una hendidura reciente en la base de una gran roca.

• Mirad -nos dijo-. Alguna roca, caída desde arriba, ha derribado el saliente que nos sirvió a nosotros para iniciar el ascenso.

Nos retiramos unos pasos, para estudiar la forma en que podríamos llevar a cabo la escalada. El primer saliente estaba a unos doce pies del suelo, pero constituía nuestra única alternativa. El lama más alto y más fuerte se irguió con los brazos extendidos hacia arriba, agarrándose a la roca, tras de lo cual el lama más ligero subió sobre sus hombros y se agarró también a la roca. Finalmente, entre todos, me ayudaron a subir sobre éste, y yo, con una cuerda atada a mi cintura, pude alcanzar el saliente con facilidad.


Debajo de mí, los monjes me daban instrucciones a gritos y yo, con lentitud, casi muerto de miedo, iba ascendiendo. Por fin, conseguí atar el extremo de la cuerda en uno de los salientes. Me hice a un lado y, uno tras otro, los lamas treparon, pasaron junto a mí y siguieron ascendiendo. Por fin, el último de ellos rodeó su cintura con la soga y siguió a los demás.

 

En seguida vi el extremo de la cuerda balanceándose ante mis ojos y escuché cómo me ordenaban gritando que me atara por la cintura. Mi estatura era insuficiente para poder trepar sin ayuda. Me sentí levantado en el vacío y, entre todos, me subieron hasta el lugar donde ellos estaban. Llenos de amabilidad y consideración hacia mi insignificante persona, me habían esperado con el objeto de que pudiéramos entrar juntos en la Caverna de los Antepasados. Confieso que me sentí conmovido ante su deferencia.

• Ya hemos subido a la Mascota -murmuró uno de ellos-. Podemos seguir adelante.
• Es cierto -le respondí-, pero el más pequeño tuvo que iniciar el ascenso o, de lo contrario, «vosotros» no habríais podido llegar hasta aquí.

Acogieron mi respuesta con una carcajada. Después, todos se volvieron a contemplar la oculta entrada. Yo miraba asombrado. Al principio, me resultaba imposible distinguir nada. Veía solamente una sombra oscura que, más que una grieta, parecía un cauce seco o una mancha producida por pequeños líquenes. Después, me di cuenta de que, realmente, las rocas estaban partidas. Uno de los lamas me empujó hacia adentro.

• Pasa tú primero -dijo de buen humor-. ¡Así podrás ahuyentar a los malos espíritus y protegernos a todos!

Así fue como yo, el más joven y el menos importante del grupo, entré antes que los otros en la Caverna de los Antepasados. Me arrastré a lo largo del estrecho túnel de piedra. Detrás de mí, podía escuchar la respiración jadeante de los demás que me seguían. Súbitamente, apareció la luz ante mis ojos y yo sentí que el terror me paralizaba. Inmóvil junto al muro rocoso, contemplé aquel fantástico espectáculo.

 

La Caverna me pareció de grandes dimensiones. El doble que la Gran Catedral de Lhasa. Pero a diferencia de la Catedral, envuelta perpetuamente en una oscuridad que las lámparas de grasa trataban en vano de disipar, allí la claridad era muy superior a la de una noche de luna llena y sin nubes. Muy superior. De eso no cabía la menor duda. Contemplé las esferas que producían aquella luz. Y los lamas, detrás de mí, también las contemplaban asombrados.

• Los archivos antiguos -dijo mi Maestro- indican que la iluminación fue mucho más intensa cuando fue instalada. Las lámparas se van agotando a medida que pasan los milenios.

Durante mucho rato, nos mantuvimos inmóviles, silenciosos, como si temiéramos despertar a los que dormían allí desde hacía tanto tiempo. Después, como impulsados por una misma fuerza, avanzamos sobre el sólido piso de roca en dirección a la primera máquina que se erguía ante nosotros. Nos agrupamos en torno a ella, temiendo tocarla, aunque llenos de curiosidad por descubrir para qué servía. Parecía estar empañada como consecuencia de un largo período de inacción, pero daba la impresión de que es taba dispuesta para entrar inmediatamente en funcionamiento, suponiendo que alguien hubiera sabido cómo se ponía en marcha.

 

También nos llamaron la atención otros aparatos, pero con el mismo resultado. Aquellas máquinas resultaban demasiado avanzadas para nosotros. Me dirigí hacia una pequeña plataforma cuadrada de unos tres pies de lado, pegada a un muro y rodeada por una barandilla. Un largo tubo de metal se extendía desde allí hasta el aparato más cercano. Me acerqué preguntándome qué objeto tendría aquella plataforma y por poco me muero del susto porque ésta vibró y se elevó de pronto en el aire. Y en mi desesperación, me agarré a ella con fuerza, elevándome también.


Debajo de mí, los seis lamas me contemplaban consternados. El tubo se había erguido y parecía empujar la plataforma hacia una de las esferas luminosas. Asustado miré a mi alrededor. Estaba ya a unos treinta pies del suelo y seguía ascendiendo. Temía que aquel manantial de luz me incendiara de pronto, igual que a una mariposa que se acerca a una llama. Se escuchó un «clic» y la plataforma quedó inmóvil en el aire.

 

Alargué mi mano, lleno de temor, y me di cuenta de que la esfera luminosa estaba fría como el hielo. Ya me sentía más tranquilo. Observaba cuanto me rodeaba. De pronto, me asaltó un pensamiento terrible. «¿Cómo iba a bajarme de allí?» Me agité en todas direcciones intentando encontrar una salida, pero todo fue inútil. Intenté alcanzar el tubo con el propósito de descender por él, pero estaba demasiado lejos. Cuando ya empezaba a desesperar, la plataforma vibró nuevamente y empezó a descender. ¡Apenas tocó el suelo salté y escapé! ¡No podía correr el riesgo de que empezara a subir nuevamente!


Una gran estatua agazapada estaba apoyada contra el muro. Mirándola sentí que un escalofrío me recorría la médula. Tenía el cuerpo de gato y la cabeza y los hombros de mujer. Sus ojos parecían estar vivos. La expresión de su rostro, torcido en una mueca entre burlona e inquisitiva, me aterró.


Uno de los lamas se había arrodillado en el suelo y examinaba atentamente unos signos extraños.

• Mirad -dijo -, este ideograma muestra a los hombres y a los gatos conversando. Sin duda alguna representa a un espíritu que abandona el cuerpo y vaga errante por el inframundo.

Ardía en su propio celo científico inclinándose sobre las figuras del suelo -a las que llamaba «jeroglíficos»-, con la esperanza de que los demás compartieran su entusiasmo. Era un hombre muy culto que había aprendido, sin la menor dificultad, los idiomas antiguos. Pero los otros seguían afanándose en torno a aquellos extraños aparatos intentando descubrir para qué servían. De pronto, un grito nos hizo volver el rostro aterrados. El lama alto y delgado se hallaba en un extremo del muro y había acercado su cara a una oscura caja de metal, que la ocultó casi por completo. Dos hombres se precipitaron hacia él con el deseo de librarlo de aquella trampa. Pero cuando consiguieron arrancarlo de allí, soltó un juramento y volvió otra vez a colocarse en el mismo sitio.

«¡Qué lugar tan extraño! -pensé-. ¡Hasta el más tranquilo y culto de los lamas pierde aquí la razón!»

Cuando el lama alto y delgado se apartó, le imitó un segundo lama.


Me pareció entender que en aquella pantalla veían máquinas en movimiento. Al final mi Maestro, compadeciéndose de mí, me alzó y me ayudó a aproximarme a aquella caja, sin duda alguna, destinada «a ser contemplada ». Siguiendo sus instrucciones, moví los controles y, en su interior, pude ver hombres y máquinas idénticas a las que había allí depositadas. Estaban funcionando. Observé que la plataforma que me había subido hasta la esfera luminosa podía ser controlada y movida a voluntad. Posteriormente, he comprendido que la mayor parte de aquellos aparatos eran similares a los que hoy se exhiben en todos los Museos Científicos del mundo.


Nos acercamos a la puerta negra de la que el Lama Mingyar Dondup me había hablado ya en una ocasión. Ante nuestra proximidad se abrió, chirriando con tanta fuerza, en medio del silencio reinante en aquel lugar, que todos nos sobresaltamos. En el interior dominaba la oscuridad más absoluta. Era como si estuviéramos rodeados por un enjambre de nubes negras. Nuestros pies seguían un pequeño canal excavado en el suelo, al final del cual nos sentamos. Después oímos una serie de sonidos metálicos y, antes de que pudiéramos tener conciencia de lo que nos sucedía, la luz desvaneció la oscuridad.

 

Estábamos rodeados de máquinas extrañas. También había estatuas y figurillas metálicas. Sin darnos tiempo a contemplar nada, la luz giró sobre sí misma y se convirtió en una esfera, colocándose en el centro de la cámara, sobre nosotros. Una oleada de colores osciló caóticamente y unas bandas luminosas, aparentemente desprovistas de toda significación, constelaron la esfera. Poco a poco, fueron surgiendo formas, confusas al principio, que se concentraron rápidamente, cobrando vida y extendiéndose sobre las tres dimensiones físicas. Y nosotros lo observábamos todo, absortos...
 

Era el Mundo de la Antigüedad más Remota, un mundo muy joven. Donde ahora hay mares había entonces montañas y las montañas actuales eran playas en aquel tiempo. Su clima era cálido y estaba poblado por extrañas criaturas. Era un mundo dominado por el progreso de la ciencia. Máquinas insólitas volaban a pocas pulgadas de la superficie de la Tierra o a una altura de muchas millas. Los grandes templos alzaban sus cúpulas hacia el firmamento como desafiando a las nubes. Los hombres y los animales podían mantenerse unidos telepáticamente. Pero no todo era dicha. Los políticos se enfrentaban unos con otros.

 

El mundo era un campo dividido en el que cada bando codiciaba los territorios del otro. Los hombres vivían a la sombra de los densos nubarrones del miedo y la sospecha. Los sacerdotes de «ambos» bandos proclamaban orgullosamente que ellos eran los únicos predilectos de los dioses. Vimos sacerdotes delirantes –como ahora-, predicando frenéticos la salvación de sus semejantes. ¡y a qué precio! Los sacerdotes de cada secta aseguraban que matar al enemigo era un «deber sagrado». Sin embargo, con el mismo apasionamiento, afirmaban también que todos los hombros eran hermanos. Y la ausencia absoluta de lógica de sus teorías ni siquiera cruzaba por sus mentos.


Presenciamos las grandes batallas de aquel mundo. Y nos dimos cuenta de que casi la totalidad de las víctimas pertenecían a la población civil. Las fuerzas armadas, protegidas gracias a sus dispositivos de defensa, solían estar fuera de todo peligro. Los ancianos, las mujeres, los niños, todos los que no podían «luchar», eran quienes en realidad sufrían los efectos de la lucha. Vimos a los científicos en sus laboratorios, buscando afanosamente armas más destructoras todavía, bacterias más terribles que pudieran ser lanzadas contra el enemigo.

 

Después vimos a un grupo de hombres pensativos y preocupados que proyectaban la creación de lo que ellos llamaban una “Cápsula del Tiempo” -la que nosotros habíamos llamado «Caverna de los Antepasados»- con el objeto de transmitir a las generaciones futuras unos modelos de sus aparatos y un archivo completo de películas relativas a su cultura, con todas sus virtudes y todos sus errores. Las excavadoras gigantescas abrieron la roca viva. Un verdadero ejército de hombres instalaron allí máquinas de todos los tipos. Vimos como colocaban en su lugar las esferas do luz fría, emanada por sustancias radiactivas inertes que tardarían en extinguirse millones de años. Eran inertes porque no dañaban a los seres humanos y activas porque su luz seguiría brillando hasta que el Tiempo terminara.


Nos dimos cuenta de que comprendíamos su idioma y, por fin tuvimos la certeza de que la explicación a ese raro fenómeno era muy sencilla:

¡Captábamos sus «conversaciones» telepáticamente! Había otras «Cápsulas de Tiempo» ocultas bajo los desiertos de Egipto, bajo una pirámide de Sudamérica y en un lugar escondido do Siberia.

Cada uno de esos lugares estaba marcado con el símbolo de aquel tiempo: la Esfinge. El origen de la Esfinge no era egipcio. Recibimos la explicación de este animal quimérico. En aquella época remota, los hombros y los animales trabajaban juntos.

 

Por su fuerza o inteligencia, el gato estaba considerado como el animal más perfecto. El propio hombre es también un animal. Por ello, los seres humanos de la Antigüedad idearon aquella figura compuesta por un cuerpo de gato, símbolo de la fuerza y de la resistencia, y un busto de mujer. La cabeza simbolizaba la inteligencia y la razón humana, mientras que los senos significaban que los hombres y los animales podían proporcionarse recíprocamente alimento mental y espiritual. En aquella época, este símbolo era tan corriente como el Buda, la Estrella de David o la Cruz en nuestra época.


Contemplamos los océanos, llenos de ciudades flotantes, que iban de un país a otro. El cielo era también cruzado por grandes naves que volaban silenciosas, capaces de detenerse en el aire y de partir de nuevo a gran velocidad, casi instantáneamente. Sobre la tierra, los vehículos corrían velozmente, algunas pulgadas por encima del suelo, suspendidos en el espacio por un procedimiento que no pudimos comprender.

 

Las ciudades estaban atravesadas en todas direcciones por puentes y líneas interminables de cables. Un gran resplandor llenó el firmamento y uno de los puentes más gigantescos se derrumbó y quedó convertido en un montón de ruinas. Después se produjo otro vivísimo relámpago y la mayor parte de la ciudad desapareció en una llamarada de gas incandescente. Sobre las ruinas, flotaba una nube diabólica, rojiza, que tenía la forma de un hongo gigantesco.


Cuando se desvaneció aquella imagen, volvimos a ver a los hombres que habían planeado las «Cápsulas de Tiempo». Estaban convencidos de quo «ya» había llegado el momento de sellarlas. Contemplamos las ceremonias y cómo colocaban los «informes filmados» en la máquina desde la cual ahora lo estábamos presenciando todo. Escuchamos el discurso de despedida que nos revelaba a nosotros los Hombres del Futuro -¡si alguna vez volvía a haber hombres sobre la Tierra!- que la Humanidad estaba a punto de destruirse a sí misma o que era muy posible que así fuera, advirtiéndonos que en,

«aquellas cavernas quedaba constancia de sus invenciones y locuras para que pudiera servir de experiencia y de enseñanza a los seres de una raza futura que tuvieran la inteligencia de descubrirlas y comprenderlas».

Después, la voz telepática enmudeció y la pantalla se quedó sin luz.


En silencio, estupefactos ante lo que acabábamos de presenciar, nos sentamos en el suelo de nuevo. Y al momento la cámara volvió a iluminarse y nos dimos cuenta de que, esta vez, la luz procedía de los muros.


Nos levantamos y nos dispusimos a inspeccionarlo todo. Había también numerosos aparatos y máquinas, maquetas de ciudades y de puentes, construidos todos ellos con un material cuya naturaleza desconocíamos. Algunos de los objetos estaban recubiertos por una capa de materia absolutamente transparente que nos intrigó. No era cristal. Ignorábamos lo que «era». Nos dimos cuenta de que estaba destinado a evitar que pudiéramos tocar los modelos protegidos en su interior.


De repente, dimos un salto de terror. Un ojo rojo y malvado nos miraba parpadeando. Me disponía a huir, cuando el Lama Mingyar Dondup se acercó a aquella nueva máquina. Se inclinó sobre ella, tocó los controles y el ojo rojo se desvaneció y fue sustituido por otra pequeña pantalla que nos mostraba otra habitación contigua al Gran Salón. Nuestro cerebros captaron un nuevo mensaje.

• Antes de irse, pasen a esta habitación. Allí encontrarán material para sellar de nuevo el lugar por donde hayan entrado. Si no han alcanzado el estado de evolución necesario para hacerse cargo de nuestras invenciones, vuelvan a sellar la entrada y déjenlo todo intacto para los que puedan venir más adelante.

En silencio, pasamos a la tercera habitación, cuya puerta se abrió automáticamente al acercarnos. Allí, encontramos varias vasijas herméticamente cerradas y una máquina de cine telepático que explicaba la forma de abrirlas y de sellar nuevamente la entrada.

• ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! -dijo un lama.
• No hay en todo esto nada maravilloso -dije yo insolentemente-.

Hubiéramos podido ver todas estas cosas en el Archivo Kármico. ¿Por qué no lo hacemos? De es a forma, podremos ver lo que sucedió después de que sellaron este lugar.


Los demás miraron, inquisitivos, al jefe de la expedición, el Lama Mingyar Dondup. El asintió levemente.

• Nuestro Lobsang da algunas veces muestras de inteligencia -dijo-.

Concentrémonos y veamos lo que sucedió, porque yo siento tanta curiosidad como vosotros.


Nos sentamos en estrecho círculo, uniendo nuestros dedos de la forma prescrita. Mi Maestro inició el ritmo de respiración necesario y todos le imitamos. Poco a poco nos despojamos de nuestras identidades terrenas y nos deslizamos en el Océano del Tiempo. Los que tienen el poder de introducirse en lo astral pueden ver todo lo sucedido en el pasado, regresando después a su estado normal enriquecidos con nuevos conocimientos. Todos los acontecimientos históricos, por remotos que sean, pueden ser contemplados como si estuvieran produciéndose entonces.


Recordé la primera vez que había utilizado el Archivo Kármico. Mi Maestro me había hablado de ello y yo le había dicho:

«De acuerdo, pero ¿qué “es”? ¿Cómo funciona? ¿Cómo es “posible” ponerse en contacto con las cosas que han pasado ya, que ya han terminado, que ya se han ido para siempre?»

 

«Lobsang -me respondió él-. Admitirás que tienes una memoria. Puedes recordar perfectamente lo que sucedió ayer y las cosas que sucedieron hace mucho tiempo. Si te esfuerzas y des arrollas esa cualidad, puedes recordar todo cuanto te ha sucedido en la vida. Y con un entrenamiento adecuado, te será posible incluso recordar tu propio nacimiento. También puedes conseguir lo que se llama una “evocación total’ y ello haría que tu memoria se remontara a momentos “muy anteriores” a tu nacimiento. El Archivo Kármico no es otra cosa que la “memoria” del mundo. Todo lo que ha sucedido sobre la Tierra puede ser “recordado”, de la misma manera que a ti te es posible recordar los acontecimientos de tu pasado. No hay ninguna magia en todo esto. De la magia y del hipnotismo, tan estrechamente relacionado con ella, ya hablaremos otro día.»

Por ello, gracias a nuestro especial entrenamiento, nos resultaba real-mente fácil situarnos en el momento del tiempo en que la máquina había interrumpido sus mensajes. Vimos nuevamente la gran muchedumbre de hombres y mujeres, sin duda alguna muy conocidos en aquella época. Estaban saliendo de la Caverna. Las grandes máquinas, con sus brazos gigantescos, colocaron ante la entrada un enorme bloque de roca. Las grietas y los orificios exteriores fueron cuidadosamente sellados y todos aquellos seres se marcharon.

 

Las máquinas se alejaron también y durante algún tiempo, tal vez algunos meses, todo se mantuvo tranquilo. Después vimos a un sumo sacerdote, erguido sobre los escalones de una inmensa Pirámide, exhortando a los fieles a la guerra. Las imágenes registradas en la Película del Tiempo siguieron desfilando ante nosotros y, por fin, vimos el campo de batalla. Los jefes vociferaban furiosos. El tiempo seguía su carrera. El firmamento azul quedó cruzado por numerosas estelas blancas y rectilíneas. Después, los cielos se enrojecieron. Todo el Planeta tembló y se estremeció.

Contemplando todo aquello, sentimos que el vértigo se apoderaba de nosotros. La oscuridad de la noche cayó sobre el mundo. Las negras nubes se incendiaron y giraron envueltas en llamas en torno a la Tierra. Súbitamente, las ciudades ardían y desaparecían por completo.


Los mares encrespados invadieron los continentes, barriéndolo todo, y una ola gigantesca, más alta que el mayor edificio de aquella civilización, avanzó rugiendo estruendosamente y arrastró consigo los últimos vestigios de una cultura muerta. Tembló la Tierra en su agonía y se llenó de abismos enormes que lo engulleron todo y se cerraron luego como las fauces de un gigante. Las montañas se quebraron como juncos en una tormenta y se hundieron después en la sima de los océanos.

 

Emergieron las nuevas tierras del fondo de los mares y se convirtieron en montañas. La superficie del planeta se estaba transformando a través de las continuas conmociones. Algunos supervivientes aislados subieron gritando, entre millones de cadáveres, a las montañas recién aparecidas. Otros se salvaron milagrosamente en sus barcos y se escondieron en los nuevos continentes. Y hasta el Planeta quedó inmóvil, interrumpió su movimiento de rotación y, después, empezó a rodar en dirección contraria. En un instante, las selvas quedaron reducidas a cenizas.

 

La superficie de la Tierra quedó desolada, aniquilada, convertida en una negra ruina. En lo más hondo de las cuevas y en los túneles de lava de los volcanes extinguidos, un escaso puñado de seres humanos, enloquecidos ante aquella catástrofe, temblaba y lloraba de terror.


Desde el negro firmamento cayó una sustancia blanca, dulce, sustentadora de la vida.


En el curso de los siglos, la Tierra siguió cambiando. Donde antes hubo mar ahora había tierra, y las tierras antiguas dormían en el fondo de los mares. Un valle interior se abrió al empuje del océano y fue invadido por las aguas formando el mar Mediterrá neo. Otro mar cercano se hundió también en aquel valle y sus arenas quedaron secas convirtiéndose en el desierto del Sahara. Las tribus salvajes recorrían errantes el mundo y, a la luz de sus hogueras, se transmitieron de padres a hijos las antiguas leyendas del Diluvio, de Lemuria, de la Atlántida y de aquel día terrible en que el sol quedó inmóvil en el cielo.
La Caverna de los Antepasados quedó enterrada en un mundo medio sumergido.

 

Libre de intrusos, se conservó intacta, oculta bajo la superficie de la Tierra. Con el paso del tiempo, los torrentes poderosos arrastraron el lodo hasta el mar y dejaron limpias las rocas, que brillaron al sol nuevamente. Por fin, heladas de repente por una lluvia fría, en el momento en que el sol las había sometido a una elevada temperatura, las rocas se agrietaron y dejaron libre la entrada de la Caverna, permitiéndonos el paso.


Sacudimos nuestros músculos entumecidos y nos pusimos en pie con gran dificultad. La experiencia había sido demoledora. Era preciso comer y descansar. Luego, volveríamos a inspeccionarlo todo para ver si nos era posible aprender algo nuevo. Después, cuando consideráramos que nuestra misión había sido cumplida, sellaríamos nuevamente la entrada. La Caverna descansaría en paz otra vez hasta que pudieran tener acceso a ella los hombres de buena voluntad y de inteligencia superior. Me acerqué hasta la entrada de la Caverna y contemplé, allá abajo, el paisaje desolado y rocoso. Y me pregunté qué pensaría uno de aquellos hombres de la Antigüedad si pudiera levantarse de su tumba y estar allí a mi lado.


Al regresar al interior, me sentí sorprendido por un curioso contraste. Un lama intentaba, con un pedernal y una mecha, hacer arder un poco de estiércol seco de yak que llevábamos con nosotros para ese fin. Nos rodeaban las máquinas y los aparatos de una época remota, de una cultura desaparecida. Nosotros -hombres modernos- calentábamos nuestra agua sobre una hoguera de estiércol, rodeados de maravillosos instrumentos que escapaban a nuestra comprensión. Suspirando, abandoné mis pensamientos y me concentré exclusivamente en la tarea de mezclar té con «tsampa».