extractos del libro de Javier Serra
"El Secreto Egipcio de Napoleón"
del Sitio Web
LaIslaDigital
Egipto. Giza, III
Década, Quintidi de Termidor
1
-¡ATRAPADO!
1 12 de
agosto de 1799 según el calendario republicano. Año VII de la
Revolución.
El pulso del corso se aceleró
bruscamente, golpeando sus sienes con la fuerza de una maza. Todo
sucedió en un suspiro: primero, su cuerpo se desplomó como si algo
muy pesado tirara de él hacia el centro de la Tierra. A
continuación, sus pupilas se dilataron tratando desesperadamente de
buscar una brizna de luz, al tiempo que se tensaban cada uno de sus
músculos.
• ¡...Atrapado! -murmuró otra vez,
de bruces contra el suelo-. ¡Encerrado! ¡Sepultado en vida! El
soldado, consciente de que iba a morir, tragó saliva.
Estaba solo, aislado bajo toneladas de
piedra y sin un maldito mapa que indicara el camino de salida. Y la
amarga certeza de saberse sin yesca de repuesto ni agua amenazaba
con paralizarle de terror.
¿Cómo había podido ser tan torpe? ¿Cómo él, bregado en tantos
combates, recientísimo héroe que en Abukir acababa de humillar a sus
enemigos, se había olvidado de tomar un par de precauciones como
aquéllas? Su cantimplora y sus lámparas, cuidadosamente empaquetadas
en las alforjas de su montura, estaban definitivamente fuera de
alcance. Ya era tarde para lamentarse del descuido. De hecho, era
tarde para todo.
El corso tardó un segundo más en reaccionar: dentro de aquella celda
de piedra, sumergido en un silencio que tenía algo de sacro, que era
doloroso, recordó de repente lo único que podría salvarle la vida:
confiar. Debía tener fe. Fe en la victoria, como cuando atravesó los
Alpes en dos semanas y conquistó Italia a golpe de batalla. O como
cuando derrotó a los austriacos en Puente de Arcole y Rivoli.
Debía, pues, recuperar de inmediato aquella esperanza en su propio
destino que tantas veces le había sacado de apuros.
¿Acaso no era aquella su asignatura
pendiente? ¿No era él quien tan a menudo se enorgullecía de haberse
entregado a un porvenir que creía escrito en alguna parte? ¿Por qué
no podría poner ahora su fe a prueba?
El militar, con el uniforme teñido de polvo, fue reaccionando poco a
poco. Su mente dio algunas órdenes rápidas y sencillas al cuerpo,
como mover los dedos de los pies dentro de sus botas de cuero,
apretar los dientes con fuerza o aclarar la garganta con toses
cortas y secas. Acto seguido, arrugó la nariz tratando de exprimir
algo de aire puro de aquella atmósfera secular. Estaba vivo, pero
tenía miedo.
¿Miedo? ¿Era miedo la corriente que notaba ascender en espiral por
su columna? Y de no serlo, entonces... ¿qué? ¿Iba a dejarse dominar
precisamente ahora por las supersticiones que había oído de labios
beduinos acerca de los habitantes invisibles de las pirámides?
¿Podía, como le habían advertido, llegar a perder el juicio si
permanecía dentro de una de ellas mucho tiempo? ... ¿Y cuánto le
quedaba allí dentro? ¿La eternidad?
El frío, un gélido temblor gestado en lo más profundo de su ser, se
apoderó de él clavándolo contra el empedrado. Algo -intuía- estaba a
punto de suceder. Jamás había sentido algo así. Fue como si una
miríada de finos alfileres de hielo atravesaran su uniforme y se le
clavaran despiadadamente en los huesos. La sangre había dejado de
correr por sus venas, y en sus ojos comenzaba a dibujarse un gesto
pétreo, agónico, que no miraba a ninguna parte.
Durante unos segundos ni siquiera parpadeó. Temía que su corazón se
parara.
Tampoco respiró.
Cuando la angustia se había hecho ya con el control de sus actos, en
medio del frío y del desconcierto, sus pupilas creyeron distinguir
un tibio movimiento. En la penumbra, el corso forzó la mirada.
Primero se lo negó a sí mismo. No era posible que una nube de polvo
del desierto se hubiera colado tan adentro. Pero después se aferró a
aquella quimera con fiereza.
El soldado tuvo la clara sensación de
que en el fondo de la sala se habían dibujado las siluetas de al
menos dos personas, como si una brizna de sol hubiera calado las
piedras hasta hacerlas translúcidas, revelando así una presencia
oculta durante milenios. Al corso le costó identificarlas.
Eran irreales, falsas, sin duda el
producto de una poderosa alucinación, pero tan vividas que, durante
un instante, calibró la posibilidad de echar a correr hacia ellas.
• ¿Quiénes... sois? -tartamudeó.
Nadie respondió.
Aquella visión se mantuvo estática, y luego, pausadamente, desdibujó
sus contornos hasta desvanecerse en medio de la negrura más
absoluta.
¿Se estaba volviendo loco?
¿Comenzaba a surtir efecto sobre él la maldición de la pirámide?
¿Había o no alguien más en el interior de aquel colosal sepulcro? El
soldado tomó aire, haciendo un vano esfuerzo por poner la mente en
blanco y borrar aquel ensueño de su cabeza. Tal como le habían
enseñado en Nazaret, cerró los ojos y espiró aire profundamente. Fue
en vano.
Ni por un segundo Napoleón Bonaparte, el gran general que
había liberado a Egipto del dominio mameluco, pudo sacudirse la idea
de que acababa de ser enterrado vivo. Y por primera vez en su vida,
desesperado, el temido Bonaparte se derrumbó.
¿Soñaba? ¿Estaba muerto ya?
Napoleón nunca supo el tiempo que permaneció inconsciente, tumbado
sobre las frías losas de la llamada Cámara del Rey. Cuando despertó
-ajeno aún a todo lo que se le avecinaba-, tuvo la extraña y absurda
certeza de que no estaba solo.
Nunca supo explicarlo con palabras. No pudo. Pero durante el tiempo
en que permaneció inmóvil, el granito había desarrollado una
fantasmal fosforescencia a su alrededor.
• ¡Aquí me tenéis!... -gritó
recordando a sus fantasmas-. ¡No os temo! ¡Manifestaos si os
atrevéis!
El vientre del monumento le ignoró. Su
eco era lo único vivo que había allá dentro. Napoleón comprendió que
no debía rendirse. A tientas, atrapó con el puño izquierdo sus
desordenados cabellos, los ató en una cola de caballo con el derecho
y dio un salto poniéndose en guardia. Aún estaba vivo. No podía
dejarse morir. No así. Una serie de sucesivos movimientos musculares
bien ensayados le devolvieron parte del calor perdido. Al momento
volvió a sentir que el hedor a murciélago que impregnaba toda la
pirámide se deslizaba otra vez por su garganta.
La visión de aquel brillo verdusco, breve, le había devuelto algunas
fuerzas. Aunque no recordaba habérselas visto antes con una
oscuridad semejante, jamás la ausencia de luz le había intimidado
tanto.
¿Qué hacía allí? ¿Por qué, de repente, le asustaba tanto aquel
lugar? ¿No era acaso esa la misma pirámide a la que había dedicado
tantos elogios en presencia de sus generales? ¿No era ese el
monumento con cuyos bloques él podría construir un muro de un metro
de alto que rodeara toda Francia?
Mientras tanteaba a su alrededor buscando una pared en la que
apoyarse, el corso repasó su situación. Bien pensado, su temor tenía
una única razón de ser: todo allá adentro, incluso el preciso
instante en que la última llama de su tea chisporroteó hasta
consumirse, parecía haber sido preparado a conciencia.
El crujido agónico del fuego, el aroma
del humo ascendiendo hasta el techo plano de granito que gravitaba
sobre su cabeza, incluso el impenetrable silencio que había llenado
la estancia un segundo después de hacerse la oscuridad, obedecía a
una meticulosa maniobra de los ancianos guardianes de Giza. O lo
parecía.
¿Acaso había caído el Sultán Kebir2
en una trampa?
2 Los
beduinos llamaron así a Napoleón al final de su estancia en Egipto.
Significa El Señor del Fuego, lo que, dadas las circunstancias,
terminó resultando muy adecuado.
El corso gruñó.
No. No era eso. Los políticos del Directorio en París le habían
enseñado a estar preparado para una eventualidad tan humana como la
deslealtad. La voracidad por el poder de aquel puñado de hombres y
su probada falta de escrúpulos le habían entrenado para distinguir
los corazones falsos de los nobles.
Tampoco se engañaba al desconfiar de los amables gestos de
aquiescencia de los imanes de El Cairo, cuando días atrás aceptaron
con abierta sonrisa sus poco creíbles pretensiones religiosas. Él
mismo, al regreso de su campaña contra Tierra Santa, se había
presentado a los líderes religiosos de la ciudad como la encarnación
del ser superior profetizado por el Corán. Aquel que había de llegar
de Occidente para continuar con la obra del Profeta... ¿Y si le
habían llevado allí para castigar su blasfemia?
Napoleón quiso hacer memoria: Elías Buqtur, el hábil
intérprete copto que le había servido de guía desde su desembarco en
Egipto, le había conducido a las lindes del desierto con la promesa
de revelarle algo extraordinario. El Nilo acababa de desbordarse,
esparciendo su generoso limo por los campos del Delta. El pueblo
celebraba la bendición de su río, y el peso de los dátiles en sus
palmeras llenaba de vida todo el valle. Pero a Elías, un varón con
cara de palo, aquello parecía darle igual. Insistió en llevarle ese
ocaso a las afueras de la ciudad, al interior de la más grande de
las pirámides de Giza, e iniciarle en sus arcanos secretos.
«Quien domine la pirámide, dominará
el Universo», le anunció de camino.
En cierto modo, Napoleón estaba seguro
de que aquello era una gran verdad. Quizá, la verdad. Tan extraña
invitación, formulada en el despacho que Bonaparte había instalado
cerca del lago Azbakiya, llevaba horas obsesionándole. Elías,
sobrino predilecto de su fiel general Jacob Tadrus, cabecilla
con honores de la Legión Copta del ejército francés, no tendría por
qué engañarle en algo tan aparentemente inofensivo.
¿O sí?
Napoleón lo recordaba perfectamente: con su mirada astuta, su piel
blanquísima, brillante, y su barbita afilada cubriéndole un mentón
anguloso y fuerte, Elías le advirtió que su asistencia al rito de la
pirámide era fundamental.
«Nadie debe saber que venís», dijo
muy serio.
«Sólo por vuestra insistencia, el
general Kléber tiene la bendición necesaria de los dioses para
serviros de escolta, siempre que se mantenga a una distancia
prudencial de vos. Pero si decidís desoírme, puedo aseguraros
que lo que ha de revelarse no se manifestará.»
Napoleón, insólito en él, se fió. Ni
siquiera prestó atención a la alusión de su intérprete a los dioses.
Elías -eso pensaba- era un copto estricto. Pero ¿qué era lo que
había de manifestársele en la Gran Pirámide? ¿Se refería a la muda
visión que acababa de presenciar? Y en ese caso, ¿cómo podía saber
Buqtur... ?
Escoltado por un pequeño grupo de hombres, cuatro pollinos cargados
de mantas, agua y bananas, Napoleón atravesó en una gran barcaza la
aldea de Nazlet el-Sammam a la puesta del sol. Después de remontar
la depresión en la que descansa la Esfinge, se dirigió a caballo
hacia la mayor de las pirámides del lugar. Eran auténticas montañas
artificiales, diseñadas por arquitectos de un mundo perdido que
pretendían desafiar al tiempo.
Aquel atardecer de verano, solemne como
ninguno en Giza, el astro rey teñía de oro viejo las ruinas
milenarias.
• Mi general-dijo Buqtur en un
francés exquisito, en cuanto lo condujo a la cámara más elevada
del monumento a través de una serie de angostos pasajes- antes
de revelaros lo que vos tanto anheláis, debéis vaciar vuestra
alma y dejársela pesar al eterno celador de este lugar. Y eso,
señor, lo haréis solo.
• ¿Solo?
Elías asintió muy serio.
• Siempre ha sido así. Desde la
época de los faraones hasta la llegada de los musulmanes. Es la
ley.
Así lo hicieron César o Alejandro el
macedonio, y ambos llegaron a convertirse en señores de Egipto. Así
lo debéis hacer vos.
Y el general, sin entender muy bien lo que quería decirle su
intérprete, aceptó una vez más.
¿Cómo había podido ser tan temerario?, se reprendía ahora.
Bonaparte podía aún adivinar en las negras pupilas de Buqtur cierto
temor supersticioso. Quizá el mismo que había llevado a los
mamelucos derrotados en El Cairo a llamarle Bunabart el Diabólico,
imaginándoselo como una especie de djinn, de espíritu
maléfico, provisto de uñas largas y afiladas, capaz de petrificar a
sus enemigos con sólo mirarlos. El circunspecto Elías, pese a haber
tratado de cerca durante meses a Napoleón, seguía sin estar del todo
seguro de si aquella impresión de los viejos señores de La Madre del
Mundo3 fuera nada más
que una fantasía.
Su familia llevaba generaciones guiando a los iniciados hasta las
entrañas del Templo de Saurid4,
pero nunca su padre o su abuelo le habían hablado de un candidato de
rasgos tan poderosos como aquél.
• ¿Dónde me esperarás, Elías? -le
increpó el corso al intuir que iba a dejarle solo allá dentro.
3 Así se
conoce a El Cairo desde que el cuento del médico judío de Las mil y
una noches se refiriera de ese modo a la ciudad de las pirámides.
4 Los árabes llamaban de este modo a la
Gran Pirámide, atribuyéndola a cierto rey Saurid del que afirmaban
no conocer nada. Los antiguos egipcios, en cambio, la llamaban El
Horizonte Luminoso de Jufu, esto es, del mismo monarca que los
griegos rebautizarían más tarde como Keops. Los coptos siempre
guardaron silencio al respecto...
• Afuera, señor.
• ¿Vos también, Auguste?-dijo después mirando al general Kléber
bajo la inestable luz de su antorcha.
• También, mi general.
Dicho y hecho. Cuando la raída galabeya
negra del guía y la casaca azul de su general se perdieron por el
pasadizo que les había conducido hasta allí, Napoleón apenas tuvo un
par de minutos para situarse. Pasado ese tiempo, como si lo hubieran
calculado todo con precisión de relojero, su antorcha murió.
Bonaparte se estremeció. Fue como si las puertas de la pirámide se
hubieran cerrado de golpe y para siempre.
La oscuridad cubrió el recinto sin miramiento: la entrada al lugar,
las dos pequeñas aberturas cuadradas practicadas en las paredes
norte y sur de la sala que se perdían muro adentro con destino
incierto, así como el gran cofre de granito que presidía la
estancia, se sumergieron en una noche repentina y densa.
Todo había quedado cubierto por aquel
espeso velo negro. De hecho, el arcón era lo único que había llamado
su atención. Se trataba de un tanque suficientemente holgado como
para recibir a un hombre en su interior.
¿Era allí donde debía vaciar su alma? ¿A
oscuras? ¿Sería en ese lugar donde se determinaría su «peso»? Y en
ese caso, ¿cómo?
• La pirámide os guiará -le había
advertido Elías Buqtur horas antes, sin anunciarle que le
abandonaría a su suerte-. Dejaros llevar por el sagrado poder
que legaron a la posteridad los antiguos señores de Egipto. No
os resistáis. No tratéis de comprender. Aceptad sólo lo que os
llegue.
Napoleón a duras penas podía imaginar
que un cofre tan simple hubiera albergado alguna vez el cadáver de
un rey. Y que una habitación tan austera hubiera sido en tiempos el
sepulcro de un faraón. Fue un error. Perfectamente rectangular y
construida con grandes bloques de piedra milimétricamente encajados
entre sí, la grandeza del lugar necesitaba cierto tiempo y capacidad
de observación para ser apreciada en su justa medida.
La perfección de sus formas, su acabado
armonioso y sencillo, la ausencia de inscripciones o adornos
superfinos, parecían propios del santuario de una poderosa divinidad
dormida, abandonado mucho antes de que el gran Alejandro llegara al
Nilo, y probablemente saqueado una y mil veces antes de la visita
del corso.
La idea le inquietó.
Con meditada suavidad, casi por instinto, palpó el extremo izquierdo
de su fajín en busca de la empuñadura del sable. El mango frío le
tranquilizó. Si le salía al paso algún imprevisto, sabría
defenderse.
Pero ¿defenderse de quién? ¿O de qué?
¿Acaso no le había advertido Elías que su peor enemigo allá dentro,
acaso el más terrible de sus adversarios, sería él mismo? ¿No era
aquella una más de las pruebas que le tenía reservada la misteriosa
hermandad en la que militaban su intérprete y - ya no lo ponía en
duda- su propio general Kléber? ¿O quizá se había confiado demasiado
al acompañarlos solo, sin escolta, hasta la peligrosa meseta de Giza,
donde ningún extranjero se atrevía a adentrarse sin una fuerte
protección militar?
Y decidido, el joven general buscó a tientas el tacto liso y gélido
del granito. Tras localizar los perfiles del tanque exactamente
donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos, tumbándose a
todo lo largo que era en su interior. No podía perder nada. Estaba
dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se sucedieran sin su
intervención y resolver aquella embarazosa situación por la más
pasiva de las vías.
• ¿Qué quiso decir Elías con que
vaciara aquí mi alma para dejármela pesar? -se preguntó mientras
apoyaba su espalda contra el fondo del tanque.
Fue entonces cuando Napoleón
Bonaparte, el líder de las tropas de ocupación de Egipto, hizo
un descubrimiento terrible: aquel ataúd tenía exactamente sus
medidas...
XXIX
III Década, Quintidi de Termidor
A primera hora de la mañana
El viaje hasta Giza se hizo a bordo de una enorme barcaza,
engalanada con la bandera tricolor de la República. Al subir a bordo,
Napoleón recordó lo vanos que habían sido sus esfuerzos por
implantar aquella enseña entre los egipcios. Éstos rechazaban todo
lo que oliera a infiel, incluyendo las festividades republicanas y
los pomposos desfiles galos. Sobre la cubierta aguardaban el general
Kléber, una escolta de veinticinco hombres con sus mosquetes
cargados, Elías Buqtur, el capitán de la embarcación y cuatro asnos
con sus alforjas cargadas de agua y víveres.
Atento, el capitán informó al corso que atravesarían El Cairo
navegando plácidamente
entre los antiguos canales de regadío del Nilo hasta alcanzar Giza.
El desbordamiento
anual de sus aguas permitía en esas fechas una experiencia única:
parte de la ciudad se
convertía en una especie de Venecia oriental, inundando casas,
mezquitas, calles y
almacenes. No importaba. Para los egipcios, aquello llevaba siglos
siendo señal de
bendición y de fertilidad.
El país tenía garantizado otro año de
abundantes cosechas y
riqueza. Incluso -advirtió- no sería extraño encontrar en el camino
a muchas familias
cairotas celebrando en los tejados de sus casas que las sagradas
aguas del Nilo habían anegado todo cuanto poseían.
• Si me lo permitís, debo haceros una pregunta, mi general.
Auguste Kléber había esperado a que el responsable del barco
terminara con sus ceremoniosas explicaciones antes de dirigirse, a
solas, a Bonaparte.
• Os escucho, Auguste. • Habéis aceptado someteros a un ritual mágico, cuyo alcance último
desconocemos todos nosotros. Vamos a cruzar una zona potencialmente
hostil, y no quisiera que nos viéramos envueltos en una emboscada.
Además, sabéis tan bien como yo que la magia de este pueblo es
poderosa. Muy poderosa. • No debéis preocuparos por eso. Voy protegido. • Eso precisamente quería preguntaros: ¿es ese talismán que lleváis
colgado del cuello toda vuestra protección?
El corso bajó la mirada hasta su pecho, viendo que el
wadjet, u Ojo
de Horus que colgaba del cuello, era perfectamente visible.
• Así es. ¿Os extraña precisamente a vos, general?
Kléber no supo responder.
• ¿No formáis parte de la misma logia masónica en la que mi padre y
mi hermano mayor, José, fueron iniciados? ¿No sois vosotros los que
creéis en el poder de los talismanes, y confiáis a ellos vuestra
seguridad personal? • Sí. Eso es cierto. • ¿Entonces de qué os extrañáis? Un Ojo de Horus como este se
colocaba siempre en el cuello de los faraones antes de iniciar su
camino al más allá.
El gigante Auguste se alarmó.
• ¿Qué queréis decir con eso? ¿Que vais a colocaros en peligro de
muerte? • Quien muere vive para siempre, Auguste. Quien se aferra a esta
vida, muere eternamente. • No os comprendo. • Fue lo que me mostraron «los azules», Auguste. Tampoco yo alcanzo
a comprenderlo del todo. Quizá hoy... • Permitidme que desconfíe, mi general -dijo Kléber, mientras perdía
su mirada en la espuma que formaba la quilla de la barcaza en su
avance-. En Europa conocemos algunos casos de personas que
alcanzaron la inmortalidad, como Nicolas Flamel o el conde de Saint-Germain... • Conozco esos relatos. • ...Y nunca se dijo que hubieran tenido que morir para vivir. • Pero en París se rumoreaba que, al menos Saint-Germain, acudía a
una pirámide de la Costa Azul para regenerarse. Tal vez sea eso lo
que hoy me muestren. Tal vez, querido Auguste, hoy accedamos a
alguna antigua ciencia de la vida que ponga a nuestros pies algo
mucho más valioso que el poder o el dinero.
La mirada del corso relampagueaba de emoción.
• ¿Y si ello implicara que tuvierais que permanecer en Egipto?
Al oír aquello, Napoleón se escamó:
• ¿Qué insinuáis? Estoy en Egipto por mi voluntad. Si debo
permanecer aquí, lo haré. Si tuviera que abandonar esta tierra
después de más de un año en ella, lo haría.
El gigante no preguntó
más. Los dos permanecieron callados durante un buen rato, sin que
tampoco Elías o ninguno de los miembros de la tripulación se
atrevieran a acercárseles. El corso hundió sus pensamientos en la
extraña noche que había pasado con Nadia. No recordaba haberla
poseído, pero tampoco no haberlo hecho. Sus recuerdos se reducían a
colores, olores y un sabor dulzón y espeso que aún tenía en la boca.
Jamás le había ocurrido una cosa así. Nunca había estado en la misma
cama con una mujer sin haberla hecho suya. ¿Tendría tiempo de volver
a verla?
La navegación fue plácida y se desarrolló sin contratiempos.
Llegaron a Giza sobre las cuatro y media de la tarde, a tiempo de
ver cómo el disco solar iba cayendo poco a poco hacia el oeste, en
dirección al desierto más profundo, por detrás de la pirámide más
pequeña del lugar.
• ¡Bienvenidos a Rostau! -exclamó Elías nada más poner pie en la
arena, a apenas ochocientos metros de la meseta sobre la que se
alzaban las pirámides. • ¿Bienvenidos a... qué? • A Rostau, mi general -respondió a Bonaparte-. Así llamaban los
antiguos egipcios a este lugar. Significa El Reino de Osiris porque
creían que era la copia terrestre del Lugar del Más Allá a donde van
las almas de los muertos. • ¿Copia terrestre? • Los egipcios, señor, creían que su tierra nació como un reflejo
del paraíso. Cada cosa que ellos levantaron sobre el suelo era para
imitar algo que estaba en ese reino del más allá. Y estas pirámides
son el mejor ejemplo de ese deseo.
A Napoleón le extrañó no ver a nadie en toda la meseta.
Instintivamente vinieron a su
memoria las imágenes de una Nazaret desolada, vacía, en la que
aparecieron misteriosamente, sin cabalgaduras ni equipaje, «los
sabios azules». Pero no estaban allí.
Ni se veía un alma cruzar
aquel desierto plano y ocre en diez kilómetros a la redonda. El
capitán, con ayuda de algunos soldados, procedió a instalar un
raquítico puente de tablas cerca de la proa de la barcaza, por donde
desembarcaron los animales. No había mucho que temer allí. Sin
árboles ni casas cerca, era prácticamente imposible que un ejército
hostil se escondiera. A no ser, claro, que estuviera agazapado
detrás de alguna de aquellas pirámides.
Media hora más tarde, habían alcanzado la base de la Gran Pirámide,
y seguían sin ver a nadie en los alrededores. La colosal Esfinge,
enterrada hasta la mitad del pecho, con sólo los lomos al
descubierto, había quedado atrás con su impertérrita mirada
vigilando el este. Tampoco en sus inmediaciones encontraron a nadie.
Tras rodear la mayor y más perfecta de aquellas montañas
artificiales y alcanzar su cara norte, Buqtur ordenó que el convoy
se detuviera.
• Es una obra de titanes -dijo, mirando a Napoleón absorto. • Se entra por este lado, ¿verdad?
Buqtur sonrió. El corso tenía buena memoria. Había visitado por
primera y última vez la pirámide hacía ya casi un año, exactamente
después de derrotar a los mamelucos en la que él mismo bautizaría
como Batalla de las Pirámides.
• Así es, general. Hay dos entradas en este lado: una, la original,
está a la altura de la decimoquinta hilera de bloques. Otra, abierta
por el califa Al Mamún para saquear sus tesoros, se encuentra un
poco más abajo, en la quinta hilera.
• Parece vacía. • Sí. Lo parece.
Kléber localizó rápidamente los dos huecos en la colosal pared
caliza del monumento a los que se refería el intérprete. Envió una
avanzadilla para que exploraran las dos bocas y se aseguraran de que
no había nadie en ellas, e informó cumplidamente del resultado al
corso. A las seis de la tarde, con el sol muy bajo y la luz diurna
mitigada, Napoleón, Kléber y Buqtur tomaron la decisión de entrar.
Habían esperado un tiempo prudencial por si se aproximaba algún
comité de «los sabios azules», como en Nazaret, pero nadie parecía
interesado aquel día en pisar Giza. El corso y su fiel intérprete no
querían mostrar su decepción, y, forzando su entusiasmo, animaron al
gigante a que tomara algunas antorchas y les acompañara hasta el
vientre del monumento.
Auguste aceptó encantado.
• La entrada original a la pirámide era un pasadizo de ciento
ochenta metros de largo, de apenas metro y medio de alto y poco más
de uno de ancho -explicó Buqtur antes de comenzar a trepar, mirando
con lástima la estatura del gigante-. Creo que la abertura de Al
Mamún será más cómoda y rápida para acceder a las cámaras
interiores.
El alivio de Auguste Kléber duró poco. Tras encaramarse por encima
de unas piedras lisas como espejos, situadas en la base del
monumento, los tres accedieron al interior de un pasadizo en el que
el gigante rozaba peligrosamente el techo.
Los tres encendieron casi
de inmediato sus respectivas antorchas, provocando una estampida de
murciélagos que casi les tumbó en el suelo. Un olor ácido,
insoportable, provocado por las deyecciones de miles de estos
mamíferos voladores, les apestó sin contemplaciones.
• Todos los corredores aquí dentro tienen un ángulo de veintiséis
grados de inclinación - comentó Elías al alcanzar el final del
pasillo de Al Mamún-. Están hechos de roca pulida, así que deberéis
cuidaros de no resbalar.
El corso adelantó su antorcha por el hueco que se abría ante ellos.
Un camino oscuro como la boca del lobo, cuadrado y estrecho como una
chimenea, ascendía hacia el infinito, perdiéndose pirámide adentro.
Sintió un temblor extraño, mitad terror mitad excitación, que le
animó a ponerse en cuclillas y adaptarse a las escuetas dimensiones
de aquel canal.
• ¿Tienes idea de por qué han fallado esta vez a su cita «los sabios
azules», Elías? -soltó a quemarropa, nada más comenzar su ascenso. • Tal vez nos esperen allá arriba, señor.
El eco de Buqtur trepó a toda velocidad por aquel infecto pasadizo
inclinado. Kléber, que cerraba el grupo, maldecía en voz baja a los
antiguos arquitectos de aquella especie de broma pesada. Elías,
mientras tanto, continuaba hablando, tal vez para mitigar la
opresiva sensación de saberse rodeado por tres millones de piedras
pesadas, macizas y oscuras:
• Algunos creen que la pirámide imitaba el recorrido que las almas
deben hacer en su ruta al más allá. Dicen que dejaban solo al faraón
aquí dentro para que recorriera a oscuras estos pasajes, y fuera
acostumbrándose a lo que le esperaría al morir... • ¿Solo? • Sí, general. Que es exactamente lo que «los azules» esperan de
vos.
El corso, con la antorcha sujeta entre sus mandíbulas, apretó el
ritmo de ascensión, ignorando aquel último comentario. Casi sin
darse cuenta, el opresivo corredor terminó bruscamente, dejándole
sobre un suelo plano. La llama de la tea creció, indicándole que el
techo también había desaparecido. Se había elevado lo suficiente
como para permitirle estar de pie.
Animado por el hallazgo, tendió la mano a Buqtur y al gigante, que
agradecieron también salir de aquella especie de ratonera. Sin
embargo, cuando juntaron sus antorchas para examinar el lugar en el
que se encontraban, los dos franceses soltaron un bufido de
admiración.
No era para menos. Frente a ellos, como por arte de magia, se alzaba
una bóveda de casi nueve metros de altura, a dos aguas, y
extraordinariamente empinada. Bajo ella, delante de los extremos de
sus botas, nacía otro estrecho corredor, y encima de éste otra
rampa, «a cielo abierto», trepaba en ángulo hasta una puerta elevada
que apenas se adivinaba a la luz del fuego.
• La estancia más sagrada está allá arriba -dijo Elías.
Aquel lugar parecía el interior de un enorme mecanismo de relojería.
No había ni un adorno, ni un jeroglífico sobre sus paredes, nada de
nada. Cada pocos pasos, un pequeño nicho, de uso inextricable, se
hundía unos centímetros en el suelo. Y gravitando sobre ellos, como
los voladizos de un tejado, siete cornisas de gran longitud
atravesaban de parte a parte el recinto.
• Subamos, pues.
Napoleón parecía extasiado. Había olvidado a «los sabios azules», e
incluso Buqtur dudaba que recordara qué era lo que había venido a
buscar aquí dentro. Las tripas de la pirámide le habían hechizado.
• ¿Qué hay allá arriba, Elías? -preguntó ya a media rampa. • La cámara real, mi general. • ¿Cámara real? • Sí. La que alberga el sarcófago del faraón. • ¿Estuvo enterrado alguien en este laberinto? • No lo sabemos a ciencia cierta. Nunca se encontró ninguna momia.
Ni cuando Al Mamún profanó la pirámide y entró aquí por primera vez,
habló de cuerpo alguno o de tesoros. El lugar estaba como ahora. • ¡Suban!
El gigante resbaló un par de veces antes de descubrir cómo había de
colocar sus botas sobre aquella superficie pulida para no caer. Una
vez entrenado, ascendió como un gato hasta la cumbre, y tras
recorrer otro pasillo de escasa altura, accedió a la cámara de la
que hablaba Buqtur.
En verdad, aquella habitación era aún más impresionante que el
resto. Sus paredes eran más oscuras, pero los gránulos de mica y
feldespato de las paredes relumbraban como diamantes a la luz de las
teas. El recinto era un salón de unos diez metros de largo por cinco
de ancho, con grandes losas en suelo, paredes y techo, pulidas
extraordinariamente. Y en el fondo, un sarcófago rosado, roto en una
de sus esquinas y sin tapa, aguardaba olvidado por los siglos.
• El lugar de iniciación -murmuró Elías- El eje de la celebración
del rito Sed. • ...Y vacío - añadió el corso. • Sí. Vacío. • ¿Y por qué crees que nadie nos ha esperado aquí, Elías?
El copto, que pese a su galabeya había arruinado definitivamente su
blusa de algodón con el polvo y el estiércol de murciélago,
respondió sin vacilar:
• Es fácil, general. En realidad, el convocado sois vos. Si así lo
deseáis, aquí recibiréis la iniciación, pero deberá ser sin nuestra
presencia. En la soledad que le garantiza el lugar.
Buqtur tragó saliva y miró muy serio al corso:
• Ha llegado el momento de dejaros solo, general. Nosotros sobramos
en la ceremonia que ha de venir. Además, antes de revelaros lo que
vos tanto anheláis, debéis vaciar vuestra alma y dejársela pesar al
eterno celador de este lugar.
Bonaparte abrió sus ojos marrones con expresión de sorpresa:
• ¿Dónde me esperarás, Elías? • Afuera, señor. • ¿Vos también, Auguste? - dijo mirando al gigante. • También, mi general.
No dijeron nada más. Ni una palabra. Al perderse las dos antorchas
de sus compañeros por el pasillo horizontal que desembocaba en la
gran galería que habían escalado, la luz de la cámara real se
suavizó amenazadoramente.
Al cabo de un rato, su antorcha se extinguió dejando un delgadísimo
hilo de humo flotando en el ambiente. Y una terrible oscuridad, de
una densidad difícilmente imaginable, le envolvió.
Durante unos instantes, Napoleón Bonaparte tuvo la absoluta certeza
de que había llegado su hora.
XXX
La Roca de Maadi
La Roca de Maadi, al sur de las pirámides, impidió a los hombres de
Balasán adivinar qué estaba sucediendo al otro lado de la pirámide
de Keops. A Titipai, en cambio, aquello no parecía preocuparle lo
más mínimo. Sabía que el maestro Balasán y su extraño invitado
estarían en todo momento al corriente de lo que allí ocurriera. De
hecho, como fiel guardián, él había sido el responsable de
suministrarles las últimas dosis de la pomada mágica que permite al
ser interior salir del ser aparente.
A esa hora, las nueve de la noche, con el cuerpo estrellado de Nut
cubriendo majestuoso la meseta de Giza, los respectivos Kas de los
maestros debían estar volando ya hacia la cúspide de la Gran
Pirámide. Pronto se reunirían con Napoleón Bonaparte y le mostrarían
el camino al Amenti, al más allá.
Era un momento hermoso. Desde hacía más de diecisiete siglos nadie
había recibido aquella instrucción celestial directamente de sus
manos. Ningún humano había merecido el honor de recibir la ayuda de
los Depositarios de la Verdad para alcanzar la vida eterna durante
la existencia terrenal. Y todo se estaba desarrollando en paz.
Tagar, sin embargo, estaba inquieto.
• Dime, Titipai, ¿qué haremos con el copto cuando termine nuestro
trabajo?
El joven discípulo de Balasán se ajustó el turbante azul sobre su
cabeza rapada. Montaba guardia frente a la tienda en la que
reposaban los cuerpos de Cirilo de Bolonia y de su admirado maestro.
Nadie podía interrumpir aquel descanso sagrado.
• ¿Por qué te preocupa una cosa así, Tagar? • El papa Marcos ha puesto en marcha un gran dispositivo de
búsqueda. Quieren saber qué pasó con el copto. Esta mañana en El
Cairo he sabido que nos inculpan de su muerte, y que pretenden
capturarnos a toda costa.
Titipai sonrió.
• Bueno: en cierta manera tienen razón. Después de lo que Cirilo de
Bolonia ha aprendido, tanto traduciendo el evangelio del evangelista
como escuchando al maestro Balasán estos últimos días, su parte
copta ha muerto. • ¿Qué quieres decir? • Que nadie que contemple la Verdad vive más en su mundo de mentira.
Es su conciencia íntima la que, en adelante, toma las riendas de su
existencia. La sensación es casi la de volver a nacer. • ¿Es la religión copta una mentira? • No. Es sólo una parte de la Verdad, pero tan incompleta que a
veces resulta peligrosa. • ¿Y el islam? ¿Y el cristianismo? • Lo mismo. • ¿Y le va a suceder lo mismo al sultán Bunabart, al jefe de las
tropas de Occidente? • En parte, sí.
Los ojazos negros de Tagar brillaron como estrellas bajo el cielo
raso de Giza.
• ¿En parte? ¿Qué quieres decir? • Que Napoleón, a diferencia del padre Cirilo, está ya muerto. Y
bien muerto.
43 Diosa del Cielo en la mitología egipcia. Se la representa como
una mujer gigante encorvada sobre la Tierra, que cada noche devora
al Sol para volver a parirlo al día siguiente. Su cuerpo siempre se
representó moteado de estrellas.
XXXI
Cámara del Rey
... Y DECIDIDO, EL joven general buscó a tientas el tacto liso y
gélido del granito. Tras localizar los perfiles del tanque
exactamente donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos,
tumbándose a todo lo largo que era en su interior. No podía perder
nada. Estaba dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se
sucedieran sin su intervención y resolver aquella embarazosa
situación por la más pasiva de las vías.
• ¿Qué quiso decir Elías con que vaciara aquí mi alma para dejármela
pesar? -se preguntó mientras apoyaba su espalda contra el fondo del
tanque.
Fue entonces cuando Napoleón Bonaparte, el líder de las tropas de
ocupación de Egipto, hizo un descubrimiento terrible: aquel ataúd
tenía exactamente sus medidas... Tuvo que pensárselo dos veces. No
era lógico que él, con poco más de metro y medio de altura, llenara
un tanque que alcanzaba el metro noventa y nueve de largo. La
paradoja le entretuvo unos minutos: estiró sus piernas para
asegurarse de que no podían llegar más abajo de donde estaban, y
alargó el cuello rozando con su coronilla el granito del lado norte
del tanque.
Lo curioso es que de ancho tampoco estaba sobrado. Sus
brazos, dispuestos a lo largo del tronco, no podían moverse más allá
de la escasa holgura que le brindaba su casaca. Era como si allá
dentro su cuerpo se hubiera hinchado hasta llenar por completo el
sarcófago.
Pero ¿era eso posible?
Napoleón dudó. A oscuras, incapaz de ver absolutamente nada, a
decenas de metros por debajo de la superficie de la pirámide, no
podía hacerse a la idea de si algo en él estaba cambiando o no. Se
sentía extrañamente grande y liviano, como si sus extremidades se
hubieran disuelto en aquella negrura y su estómago hubiera dejado de
retorcerse como en la noche anterior.
Entonces, sin avisar, algo le dejó sin aliento.
Fue justo al relajarse. Al dejarse embriagar por aquella inesperada
sensación de bienestar. Primero le sacudió un estallido de luz
dentro de su cerebro. Tuvo la impresión de que le había alcanzado un
rayo, partiéndole por la mitad. Sus pupilas se dilataron
instantáneamente y los dedos de las manos se le crisparon por culpa
de aquella tremenda descarga. Al principio no comprendió lo que
había pasado. La luz le había aturdido, dejándole casi inconsciente
y con un fuerte dolor de cabeza.
Pero cuando logro mover sus
extremidades e intentó acercarse las manos al cráneo, una segunda
descarga le desarmó. Al igual que la anterior, ésta también explotó
dentro del cerebro, tensándole hasta el último de sus músculos. El corso, asustado, con la extraña sensación de haberse quemado por
dentro, ahogó un grito de dolor que le obligó a abrir los ojos de
par en par.
• ¿Qué demonios...? - el corso no terminó la frase.
Al principio receló.
Dudó que aquello fuera real, y pensó que su mente, la falta de
oxígeno quizá, o el exceso de polvo inhalado allá dentro, le estaban
jugando una mala pasada. Había visto ya muchos espejismos en su
estancia en Egipto, y habían sido tan reales que casi pudo tocarlos.
Sin embargo, recapacitó. Aquello era diferente. Más vivido. Más
tangible. El corso veía lo que veía.
Y había que rendirse a la
evidencia. En efecto: al abrir los ojos, la oscuridad que dominaba
el recinto había sido sustituida por una intensa luz verdosa. Fue
como si hubiera estado ciego toda su vida y viera ahora por vez
primera. Desde su posición dentro del sarcófago podía admirar
algunas de las enormes y pulimentadas losas planas que techaban la
Cámara Real de la Gran Pirámide. La sensación era de gozo.
Distinguía sus juntas - unas más separadas que otras, probablemente
por la acción de olvidados terremotos - sus minúsculas grietas y
hasta el brillo de sus impurezas. Sin embargo, no acertaba a
adivinar de dónde procedía tanta luz. Su intensidad era la misma,
mirara donde mirara. Como si fuera la propia piedra la que la
emitiera.
Sin esfuerzo, el corso se incorporó dentro del sarcófago. Aquella
repentina agilidad le sorprendió. Echó un vistazo a su alrededor, y
comprobó que toda la sala estaba bañada por aquella intensa
luminosidad verde. Incluso su piel y sus ropas parecían de ese
color. El frío también había desaparecido.
Tanto como su sensación de claustrofobia.
Hasta el hambre que había sentido minutos antes se había esfumado,
dando paso a una plenitud que no conocía.
De pronto recordó las últimas palabras de Nadia: ¿y si había cruzado
«la puerta» que ella dijo que se abriría en su interior? ¿Y si
aquella pirámide que ahora veía no era del todo real, sino el
reflejo de algo capaz de emerger de su propia alma?
• Tu intuición es acertada, sultán de Occidente.
El corso dio un respingo. Una voz suave, amable, de varón, le
sorprendió dirigiéndose a él por la espalda.
Dos siluetas verdes, muy brillantes, con una textura chispeante,
habían entrado sabe Dios cómo en el interior de aquella cámara.
• No te asustes, nosotros somos los encargados de guiarte en este
nuevo plano de tu existencia.
Napoleón, atónito, trató de adivinar
dónde había escuchado antes aquel peculiar timbre de voz. Dónde se
había sentido envuelto por parecidas palabras, dulces y
esclarecedoras, y en qué lugar se habían dirigido a él por primera
vez como sultán de Occidente. La silueta aclaró su duda al instante:
• Soy Balasán, querido Bunabart. O aún mejor, soy el verdadero
Balasán. El Ka interno de un hombre de ciento diez años, y el último
maestro de una dinastía de Depositarios de la Verdad. • ¡Balasán! ¡Al fin! • Sí, al fin - asintió - Ha llegado el momento que tanto estabas
esperando. ¿Trajiste tu wadjet?
El corso se llevó la mano al cuello, palpando su amuleto. Éste
estaba caliente, y lo notó especialmente blando.
• Dámelo - ordenó el Ka.
Tras desatarlo de su cordel, Napoleón lo tendió al segundo Ka, que
se aproximó a dos pasos de donde estaba. Le impresionó su aspecto
vagamente humano, tanto como lo difuminado de sus rasgos. Como si
aquella fosforescencia verde fuera una suerte de saco invisible
lleno de niebla.
Cuando el Ka de Balasán recibió finalmente el amuleto en sus manos,
algo crepitó en el ambiente.
• ¿Sabías, Bunabart, que los faraones al morir debían superar
distintas pruebas antes de llegar a su destino final? • No. • Una de ellas era la del wadjet. Que no es sino la llave que abre
la puerta del Amenti, del Reino del Más Allá.
El Ka hizo una extraña reverencia, dirigiéndose al techo del
recinto, y después depositó su acuosa mirada en el corso:
• Esta pirámide es un modelo a escala de ese Más Allá. Fue Toth
quien, por orden de Osiris, entregó a los reyes de Egipto los planos
de esta «máquina de la inmortalidad» para que la construyeran en
piedra y les sirviera como preparación para el viaje que tú acabas
de iniciar. • ¿Viaje? • Así es, Bunabart. El viaje hacia la eternidad.
Balasán no se entretuvo en demasiados preámbulos. Como hicieran los
dioses con los
difuntos en el Libro de los Muertos egipcio, el mismo que cada
faraón o visir ordenaba
depositar en su tumba después de morir, el Ka formuló a Napoleón una
pregunta que debería ser respondida con sinceridad:
• ¿Sabes cómo Set dio muerte a su hermano Osiris?
Napoleón, atónito, sacudió otra vez horizontalmente su cabeza.
Balasán sonrió:
• Set le invitó a una fiesta junto a otros setenta y dos huéspedes,
y les conminó uno por uno a que se introdujeran en un suntuoso
sarcófago. Aquel cuyo cuerpo coincidiera con las medidas del cofre,
sería el propietario de ese tesoro. • ¿Y qué ocurrió? • Uno a uno, todos desfilaron delante de aquel arcón, pero ninguno
se sintió cómodo allá dentro. Finalmente, Osiris se tumbó en su
interior y notó en el acto que la caja tenía exactamente sus
medidas. Set, aprovechando ese momento, cerró el sarcófago, lo lanzó
al Nilo y ahogó en él a Osiris. Fue el momento más dramático de
nuestro pasado. Por suerte, Isis lo localizó y le devolvió la vida
por primera vez.
El corso comenzaba a entender lo que aquel Ka quería decirle.
• Tú te has tumbado en ese mismo cofre, Bunabart -prosiguió-. Has
descubierto que se adaptaba a ti, y también, como hizo Osiris, has
muerto dentro de él.
Aquella última frase le paralizó.
• Sí, Napoleón Bonaparte. Has muerto -dijo el otro Ka, que hasta
entonces había permanecido en silencio-. Has dejado de existir al
igual que Osiris. Ahora no eres más que la esencia energética del
ser que un día fuiste. ¿Por qué si no habrías de ver en la
oscuridad? ¿Por qué si no habrías de tener esa sensación de
revisión? ¿No has revivido en estas últimas horas los momentos más
importantes de tu búsqueda de la vida eterna? • Eso, en efecto, sólo sucede con los muertos... • ¿Muerto? -balbuceó el corso, sacudiendo su cabeza-. ¿Ya estoy
muerto? • No debería preocuparte tanto tu estado, Napoleón. A fin de
cuentas, el Creador dio a los hombres un alma inmortal, que es tu
verdadera esencia. Lo único que ha muerto es tu cuerpo.
El corso tembló.
• La muerte -dijo el segundo Ka- no significa más que desprenderse
de un cuerpo gastado. El Creador te lo dio para que apreciaras la
materia que también Él creó, pero te destinó a empresas más altas.
Tu destino, como el de todos los mortales, es el de convertirte en
Dios mismo. Te integrarás en una conciencia tan grande como el
Universo, llena de infinita sabiduría y amor. • Pero ¡tan pronto! -protestó-. ¿Por qué he de morir tan pronto?
¿Por qué he de perder mi identidad? • No has de morir, Napoleón. Has muerto ya. En cuanto al tiempo,
éste no existe. Es un espejismo. El pasado no está. El futuro
tampoco. Y el presente, sencillamente, no dura. No puedes detenerlo.
¿Por qué entonces habrías de aferrarte a él? ¿Por qué te preocupas
por si es o no pronto, si el tiempo, en el estado de eternidad, es
una entelequia?
Las palabras de aquellos Kas, de aquellas energías que le hablaban
así, que habían surgido de la nada, le desarmaron. Se sentía
exactamente como cuando estuvo a punto de perder la conciencia en
los brazos de Nadia: débil, a merced de una fuerza imparable y
demoledora.
• Oh sí, Nadia -sonrió el espectro de Balasán, como si fuera capaz
de leer en su mente-. También ella ha ayudado a cerrar tu ciclo
osiriano. • ¿Mi ciclo osiriano? • Así es. Al modo de Isis, también ella te hizo morir ayer y te
rescató de la muerte. Y, como la diosa, también Nadia quedó
fecundada por tu semilla. • ¿Fecundada?
Napoleón dio un respingo. No recordaba nada de aquello. El Ka se
compadeció.
• Sí. Si no decidieras volver al mundo de los vivos, tu esencia
permanecería en la Tierra gracias al vientre de Nadia-Isis. Ese
fruto sería como el halcón Horus, el hijo de Isis y Osiris, y su
destino sería cumplir la profecía que el mago Dyedi hizo a Keops:
que sólo aquel nacido de las entrañas de una Isis
podrá acceder al cofre de Toth, escondido en esta pirámide, y
desvelar al mundo el secreto de la vida eterna. • ¿«Si no decidiera»? -el corso se escamó-: ¿Qué quiere decir eso?
¿Acaso tengo otra opción? • El muerto que ha sido pesado por Maat y ha sido hallado puro, que
ha tenido una búsqueda sincera de la vida eterna, puede dirigirse
donde quiera: o bien regresar a la tierra de los vivos, o bien
viajar a las doce regiones del mundo inferior, o incluso dirigirse
hacia las estrellas y convertirse en una de ellas, resplandeciendo
para siempre. Es lo que dice nuestro Libro de los Muertos.
Napoleón, que se sentía cada vez más ligero y a gusto consigo mismo,
comenzaba a comprender que también él era un Ka. Que su cuerpo se
había quedado atrás, dejando que su esencia primordial emergiera de
su interior y tomara la decisión, a no dudarlo, más importante de su
existencia.
• Entonces, ¿soy yo quien debe elegir mi camino? -preguntó. • En efecto. • ¿Y cuándo debo elegir? • Ahora -respondió el segundo espectro. • En ese caso... -el cuerpo energético del corso se sacudió,
emitiendo pequeñas chispas verdes a su alrededor. Trataba de ganar
tiempo-. En ese caso, creo que regresaré al mundo de los vivos. Los
dos Kas miraron asombrados a Napoleón. • ¿Decides, pues, resucitar a la carne tal como lo hicieron Osiris o
Jesús antes que tú? • Sí. • ¿Optas por retornar a la carne y volver a padecer sus carencias y
miserias? • Sí. Ése es mi deseo. Debo volver. • Tu voluntad será cumplida, sultán de Occidente -dijo el Ka
incrédulo-. Sin embargo, habrás de saber que cuando llegue tu nueva
hora, otro nuevo juicio te esperará en este lado. Otra pirámide
albergará ese supremo momento y, si lo superas, volverás a poder
elegir tu destino. • Lo asumo. Quiero volver. • Pero recuerda: siempre, siempre, serás inmortal.
La Gran Verdad es
que todos lo somos.
Y lo único que ahora te diferencia del resto es que tú ya lo sabes.
Los demás, aún no.
Post Scriptum
EL 13 DE AGOSTO de 1799, a las seis y media de la mañana en punto,
Napoleón Bonaparte salió por sus propios medios del vientre de la
Gran Pirámide de Giza. Kléber fue el primero en advertirlo y en
comprobar el lamentable aspecto que presentaba el general de los
ejércitos franceses de Oriente.
El gigante se acercó a él para
socorrerle y le hizo una pregunta que, durante los años siguientes,
muchos otros le formularían en privado:
• Mi general, ¿qué os ha sucedido?
El corso respondió entonces lo mismo que respondería hasta su exilio
y muerte en la isla de Santa Elena:
• Aunque os lo contara, no lo creeríais.
Sólo diez días después de aquello, Bonaparte abandonaba en secreto
Egipto. Lo hizo custodiado por una flotilla de dos barcos, tan
débiles como fáciles de apresar: las fragatas Muiron y Carme. Pero,
una vez más, el corso tuvo suerte. No sólo el Mediterráneo no acabó
con él, sino que los ingleses nunca se apercibieron de su insólita
fuga. Napoleón llegó a Ajaccio, su ciudad natal, el 28 de septiembre
de aquel año de 1799, y once días después desembarcaba finalmente en
Fréjus, en suelo continental francés, a apenas un centenar de
kilómetros de Niza y de la pirámide de Falicon. En realidad, el
corso era ya otro hombre. Un soldado bien distinto del que había
abandonado Francia más de un año antes.
Y es que, desde aquel 13 de agosto, Bonaparte no volvería a tener
miedo jamás, convirtiéndose en uno de los estrategas más temerarios
y con mejor baraka de la historia. A fin de cuentas, ¿qué podría
temer?
Él ya sabía que la muerte -cuando le llegara- no sería su
final...
En la Casa de José
Las Matas
enero de 2002
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