Prólogo
Nuestra civilización, como toda civilización, es un complot.
Numerosas divinidades minúsculas, cuyo poder sólo proviene de
nuestro consentimiento en no discutirlas, desvían nuestra mirada
del rostro fantástico de la realidad. El complot tiende a ocultarnos
que hay otro mundo en el mundo en que vivimos, y otro hombre es el
hombre que somos. Habría que romper el pacto, hacerse bárbaro. Y,
ante todo, ser realista. Es decir, partir del principio de que la
realidad es desconocida.
Si empleásemos libremente los
conocimientos de que disponemos; si estableciésemos entre éstos
relaciones inesperadas; si acogiésemos los hechos sin prejuicios
antiguos o modernos; si nos comportásemos, en fin, entre los
productos del saber con una mentalidad nueva, ignorante de los
hábitos establecidos y afanosa de comprender, veríamos a cada
instante surgir lo fantástico al mismo tiempo que la realidad.
En el fondo, esta actitud es la propia de la Ciencia, la cual no es
solamente la que la tradición universitaria del siglo XIX,
amparándose en el racionalismo, acabó por imponer, sino más bien
todo lo que la inteligencia puede escudriñar, tanto fuera como
dentro de nosotros mismos, sin desdeñar lo desacostumbrado, sin
excluir lo que parece escapar a las normas. Es imposible prever
exactamente lo que será el conocimiento en tiempos venideros, y si
éste no se apoyará en conceptos que ahora desdeñamos y cuya
importancia habrán descubierto nuestros descendientes, así como su
papel oculto en nuestras personas y en el Universo al que entonces
interrogaremos.
Las inteligencias son como los paracaídas: sólo funcionan cuando
están abiertos. Nuestro objetivo consiste en provocar una apertura
al máximo, sobre todo para abordar los campos de las ciencias
humanas, donde la conspiración es más tenaz. Haciéndolo así, nos
encontramos situados en un mundo tan maravilloso, dúctil y extenso,
como el del físico, el del astrónomo o el del matemático. Hay una
continuidad. Es estupendo.
El hombre, su pasado, su futuro, todo
esto oculta también un complejo invisible, habla de infinito, canta
la música de las esferas. Los que se ahogan, se aburren o se
desesperan en el seno de tantas rarezas sublimes y de tantos enigmas
resplandecientes, tienen un corazón ignorante y una inteligencia
carente de amor. ¡Ah! ¡El mundo es tan bello -dice un personaje de Claudel- que tendría que haber en él alguien que fuese capaz de no
dormir!
Naturalmente, nuestra manera de hacer no carece de peligros y de
inconvenientes, agravados por nuestras deficiencias. Planteamos
numerosas hipótesis arriesgadas, revolvemos una polvareda de
hechos malditos, hurgamos entre un fárrago de errores y de sueños,
para descubrir algunas verdades nuevas pero zafias. Sin embargo,
ocurre a veces que, partiendo de señales dudosas, se abren
direcciones hasta entonces insospechadas y realmente útiles.
A
nuestro modo de ver, y aunque hayamos trabajado con todo el cuidado
y con toda la seriedad de que éramos capaces, lo esencial reside en
el deseo de una visión ampliada, en el amor a las realidades
fantásticas que demuestran el empeño del hombre y del mundo a
realizarse en toda su plenitud. Parafraseando al barón de Gleichen,
podemos decir:
La tendencia a lo maravilloso, innata en todos los
hombres; nuestra afición particular a lo imposible; nuestro
desprecio por lo que ya se sabe; nuestro respeto a lo que se ignora:
he aquí nuestros móviles.
Somos hombres modestos. Sin embargo, creemos tener derecho a
presentar esta obra mal pergeñada como un «Manual de embellecimiento
de la vida». El amable lector, al aprender a emplear este Manual,
descubrirá, al propio tiempo, y aunque antes careciese de su
alegría natural, la importancia de la existencia. Y también su
emoción, desde el momento en que se despierte su
curiosidad. Y sabrá que el ejercicio de la curiosidad transforma la
vida en una aventura poética. Un amigo mío, fabricante de absoluto,
ejerce su profesión en una gran propiedad del mediodía de Francia.
El absoluto es la esencia extremadamente concentrada de una flor,
que entra en la elaboración de diversos perfumes. Mi amigo destila
absoluto de jazmín. Bonachón y artista por naturaleza, inventó,
para sus visitantes, un parque cuyos senderos están alfombrados de
plantas que uno aplasta al caminar, levantando de este modo oleadas
de un perfume perfectamente clasificado. Macizos de flores se
extienden a la sombra de los árboles.
En los lugares de descanso,
hay copas y cubos con botellas de champaña, el hielo de los cuales
es renovado por los jardineros. Nosotros quisiéramos que este Manual
convirtiese la vida intelectual de sus lectores en un viaje a través
de los tiempos humanos, pasados y venideros, parecido en cierto modo
a un paseo por aquel parque y evocador de un anfitrión que fabrica
absoluto y sortilegios.
Otro amigo mío es pediatra. Piensa que la toxicosis de los recién
nacidos, con frecuencia mortal, es en realidad un suicidio, una
inhibición psicofisiológica originada por el pánico a la soledad.
En efecto, nosotros acostamos boca arriba al bebé, entre tablas o
barrotes, bajo un techo vacío. Apenas ha sentido el calor del pecho
materno y recibido la mirada de la madre, y ya lo colocamos en la
posición de los muertos. Cierto que, al nacer, se ha desprendido de
la madre. Pero lo que se ha desprendido debe ser reanudado.
Mi
amigo patentó una cuna inclinada, que elimina el aislamiento y hace
que el niño sienta constantemente la presencia de la madre y de las
cosas de la vida. No importa que este invento reproduzca
tradiciones primitivas, si con él se pueden evitar angustias y, a
veces, muertes. De la misma manera que este médico intenta
beneficiar a los niños, nosotros quisiéramos que este Manual
ayudase a las mentes a librarse de los barrotes, de las tablas, del
techo vacío; evitarles el veneno de la separación, y devolverles al
calor del mundo.
Un propósito muy ambicioso. Pero las poderosas mentes críticas y
frías pueden perdonárnoslo sin temor. Apenas si amenaza su terreno;
no es más que una ambición nacida del amor.
El poeta ruso Valerio Brusov, contemporáneo de la Revolución de
Octubre, testigo del fin de un mundo y del comienzo de otro, se
hacía, allá por el año 1920, esta pregunta:
«Los principios de culturas tan diferentes y tan dispersas en el
espacio como las del mar Egeo, Egipto, Babilonia, etruscas, India,
mayas, Pacífico, muestran parecidos que no pueden explicarse
únicamente por la asimilación o las imitaciones. Por esto habría que
buscar, en el fondo de las culturas que creemos más antiguas, una
influencia única que explique sus notables analogías.
Habría que
buscar, más allá de las fronteras de la Antigüedad, una X, un mundo
de cultura que aún ignoramos y que puso en marcha el motor que
conocemos. Los egipcios, los babilonios, los griegos y los romanos
fueron nuestros maestros. Pero, ¿quiénes fueron los maestros de
nuestros maestros?»
Los descubrimientos acumulados en los últimos cincuenta años han
hecho retroceder enormemente en el pasado la historia de los hombres
y de las civilizaciones, y eso ha justificado aún más la pregunta de
Brusov. Este libro no da respuesta a esta pregunta, pero pone de
manifiesto el interés por ella e indica varias direcciones posibles
de investigación.
Es un trabajo de aficionados. Pero sentimos la necesidad de
emprenderlo, en la esperanza de que algún día se constituya un grupo
mejor equipado para proseguirlo. Aquella noble cuestión ha estado,
hasta hoy, pésimamente ubicada: en los camaranchones de los
especialistas, o en los asilos de alienados.
Nosotros hemos tratado
de rescatarla de los locos o los embusteros que alegan revelaciones
ocultas, y de arrancarla al desprecio o a la inquietud iracunda de
los arqueólogos. La Arqueología, observó recientemente un
corresponsal del New York Herald Tribune, es, más que una ciencia,
una vendetta. Se trata, más que nada, de vengarse del descubridor
que no ha encontrado nada por sí mismo. Hay que excavar, aunque sea
mal visto por los grandes, por los hacedores de teorías. Pero a
condición de no descubrir, al mismo tiempo, alguna idea no aceptada
sobre la historia humana.
Desplazar el paraíso en el tiempo, es lo mismo que cambiar de sitio
el mobiliario. Los tradicionalistas añoran el ayer. Los progresistas
cuentan con el mañana. Pero todos están de acuerdo en que nuestros
antepasados, vestidos de hojas y de pieles, golpearon estúpidamente
las piedras durante milenios esperando que saltara la chispa.
También convienen en la idea de que todas las civilizaciones son
mortales.
En cambio, nadie se atreve a pensar que, en el decurso de
millones de años, la inteligencia y la pericia humanas pudieron
conocer otros apogeos. No amamos la libertad ni el infinito. Nos
aferramos a un determinismo angosto y queremos que el tiempo de la
inteligencia humana ocupe solamente una parte diminuta del tiempo
de la creación.
Si somos espiritualistas, consideramos al hombre
como un animal que recibió el don de concebir lo infinito y lo
eterno..., pero desde hace poquísimo tiempo. Si somos materialistas,
pensamos que el hombre es un producto de la Historia..., pero de
una Historia muy reciente. Tampoco figura en las convenciones la
idea de que no todas las civilizaciones han necesariamente de
perecer. Sin embargo, nada sabemos de ellos. Sabemos demasiado poco
para establecer una ley.
Descubrimos algunas civilizaciones que
parecen haber resplandecido durante milenios. Pero jamás nos
permitimos hacer la justa observación de que ciertas
civilizaciones, a las que llamamos primitivas, pero que siguen
existiendo en el día de hoy, tienen todas las apariencias de la
inmortalidad.
En fin, si la Humanidad, en el transcurso de edades
extinguidas, trató repetidas veces de subir los peldaños que
conducen a una altísima civilización inmortal, y resbaló, y cayó, ¿por
qué no podemos estar nosotros en camino de conseguir la escalada, de
construir la civilización que conocerá la inmortalidad en la Tierra
y en los cielos? Esta pregunta optimista hará sonreír a muchos, pues
hoy está de moda el desdén, el «catastrofismo» zumbón. Pero, en
primer lugar, la moda es lo que pasa de moda. Y, en segundo
término, sería una estupidez detenerse en una posada tan mezquina en
el curso de un viaje tan largo y tan hermoso en el tiempo.
El tema de este libro no es muy original. Ha sido utilizado por
muchos autores desde la publicación de
El retorno de los brujos y de
la revista Planéte, fundada por nosotros. Sin embargo, hemos creído
necesario reanudarlo a nuestro modo, a fin de limpiar nuestro propio
terreno. No es fácil levantar, Como recomendaba Nietzsche, «una
barrera alrededor de la propia doctrina para impedir que entren
los cerdos».
Él mismo, desde su tumba, debió darse cuenta de esto.
También es preciso arrojar muchos cubos de agua y barrer
furiosamente. Es lo que vamos a hacer nosotros a lo largo de estas
páginas. En ocasiones, podemos resultar un poco enfadosos, por
exceso de aplicación. Saltaos sin remilgos los capítulos pesados,
hojead, navegad a vuestro antojo; lo esencial está en el espíritu,
no en la letra.
Mientras escribíamos esta obra, descubrimos, no sin cierta
satisfacción, la existencia de un enésimo hijo de El retorno de los
brujos. Era un librito popular, pero bastante documentado,
publicado en 1968 por la editora oficial de Moscú. Su autor, Alejandro Gorbovsky, estudiaba la
hipótesis de civilizaciones
avanzadas en las edades antediluvianas. Por encima de todo, nos
satisfizo el prólogo. Había sido redactado por un investigador
oficial, el profesor Fedorov, doctor en ciencias históricas.
Oscilando entre el escepticismo y la seducción, decía
Fedorov:
«Los poetas y los escépticos son igualmente indispensables para la
investigación. Forman una combinación necesaria. El libro de
Alejandro Gorbovsky es importante porque plantea un problema
esencial de la historia de los hombres. Si el autor y los que
piensan como él tienen razón, podrán explicarse hechos hasta ahora
inexplicables. Este libro constituye una noble empresa. El autor ha
querido poner al alcance de un público muy vasto una grande y
generosa idea, una nueva visión histórica. Y lo ha conseguido.
Muchos lectores leerán esta obra con un interés rayano en el
apasionamiento: como yo.»
Nuestra satisfacción fue acompañada de un poco de disgusto al pensar
que, seguramente, no habría un solo universitario francés de cierto
renombre que nos apoyase de igual modo. Cierto que fue un disgusto
ligero, pues nos hallábamos en los momentos en los que iban a
aparecer en las paredes de la Sorbona inscripciones como éstas:
«Profesores, ¡queréis hacernos
viejos!» y «¡La Imaginación al poder!»
Nuestro «Manual de embellecimiento de la vida» se compondrá, si Dios
nos concede un poco más de tiempo, de cinco volúmenes.
-
El hombre eterno es un ensayo y una fantasía sobre el tema de las
civilizaciones desaparecidas.
-
El hombre infinito tratará de la condición sobrehumana.
-
El hombre en la cruz, de los riesgos y oportunidades de esta
civilización; de la apuesta sobre las probabilidades.
-
El hombre comprometido, del contacto con inteligencias diferentes,
en los cielos y aquí abajo.
-
El hombre y los Dioses del futuro desarrollará la idea de que es
probablemente imposible crear un mito nuevo, pero que el
advenimiento de semejante mito es indispensable.
Desde hace diez años, hemos estado reuniendo la documentación
necesaria para la composición de este Manual. En lo que atañe a este
primer volumen, y aparte de centenares de corresponsales de todo el
mundo a los que hemos expresado nuestro agradecimiento, damos
especialmente las gracias a Paul Émile Victor, director de las
expediciones polares francesas, que realizó, a petición nuestra, un
estudio sobre el enigma de
los mapas de Piri Reis, y nos autorizó a
reproducirlo aquí; a nuestro amigo y colaborador en Planéte,
Aimé
Michel, que nos permitió utilizar su artículo sobre los trabajos de
Leroi Gourhan y el arte de las cavernas, así como varias notas sobre
la ciencia y los ingenieros de la Antigüedad, y a Madame Freddy Bémont, profesor auxiliar de la
Facultad de Letras y Ciencias
Humanas de Nanterre, que nos ayudó particularmente en la redacción
de los capítulos sobre Numinor, las ciudades de Catal Huyuk y el
Imperio de Dédalo.
Este Manual no aspira a una categoría científica. Lo prudente,
incluso a escala planetaria, es limitar el propio ámbito. Nuestro
ámbito es la poesía. Pero la poesía - como también la Ciencia -
saca lo que puede de todas partes, con el fin de producir un bien
mayor. La Ciencia busca la verdad, o al menos lo intenta
sinceramente. La poesía busca lo maravilloso, o al menos lo intenta
con igual sinceridad. Y quizás hay algo de verdad en lo maravilloso.
Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica -la
cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre- me
dice: «nada maravilloso puede encontrarse en este mundo», me negaré
obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda
mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso
en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba
embotada
y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar.
L. P.
1970
Volver
al Índice
EL HOMBRE ETERNO
PRIMERA PARTE
VIAJE DE RECREO A LA ETERNIDAD
CAPÍTULO PRIMERO
DUDAS SOBRE LA EVOLUCIÓN
Tomo el té con Sir Julian. - La religión de los abuelos. - Un
conflicto pasado a pérdidas y ganancias. - El enojo de Cuvier. - Los
triunfos del transformismo. - Bergson inventa «el impulso vital». -
Un mito bien alimentado. - El maridaje de la idea de evolución con
la idea de progreso. - Un «ismo» al que hay que vigilar. - Los
apuros de la Biología. - Donde los autores tienen otro delirio, pero
moderado. - El escurridizo primer hombre. - La hipótesis de una
forma estable. - Una doctrina no aceptada: el humanismo.
En el vestíbulo del «Atheneum Club», frecuentado por ancianos
caballeros que son honra y prez de la inteligencia anglosajona,
pueden verse dos grandes retratos: el de Darwin, y el de su amigo
Thomas Henry Huxley, pintor, naturalista y filósofo del
evolucionismo.
Una hermosa tarde de junio de 1963, me hallé tomando el té, en la
biblioteca del Club, con el nieto de uno de los dos fundadores de la
religión evolucionista. Porque, efectivamente, se trata de una
religión. El nieto no andaba equivocado al afirmarlo.
Yo dije a Julian Huxley:
-Sir Julian, usted publicó, en 1928, una obra titulada
Religión sin
Revelación. Su idea se abrió camino. En 1958, treinta años después
de su publicación, este libro alcanzó una gran difusión en edición
popular. Y en el Congreso de Chicago, a raíz del centenario de la
obra de Darwin, hizo usted una declaración que tuvo enorme
resonancia. «La visión evolucionista -dijo-- nos permite distinguir
las líneas generales de la nueva religión que, con toda seguridad,
surgirá para responder a las necesidades de la próxima era.»
¿Podemos estar realmente seguros? -Sí -me respondió Sir Julian-. El mundo la espera. La Humanidad
discierne, más o menos claramente, que hay algo como una religión a
punto de manifestarse. O, más bien (si excluyo a dios o una
finalidad divina), un sentimiento exaltado de relación con el todo.
Las ciencias están ya lo bastante desarrolladas para que su
convergencia pueda producir una nueva imagen del Universo. Por eso,
el proceso de evolución, en la persona del hombre, empieza a tomar
conciencia de sí mismo. -Una conciencia cuasi-religiosa del proceso evolutivo, ¿no es así? -Oh, muchos amigos míos ponen objeciones al término religión...
Pero, en fin... Ya sabe usted que incluso los sistemas que se dicen
materialistas, como el marxismo, tienen aspectos típicamente
religiosos...
Decididamente, pensaba yo, mientras mojaba una magdalena en el té,
así como los franceses son anarquistas moderados, los ingleses son
místicos razonables. He aquí un Teilhard agnóstico. Está visto que,
en este momento y a este lado del canal de la Mancha, sopla un
viento de religiosidad sobre la frente de los viejos y honorables
científicos. Tal vez están descubriendo, en este tiempo de
inquietud, con su sólido y discreto orgullo, que sus abuelos
darwinistas propusieron efectivamente al mundo una nueva forma de
religión.
Pensé en Haldane, otro descendiente de un noble linaje de
intelectuales ingleses.
También él acariciaba ideas de religión sin revelación. Me había
escrito:
«Hay que prever la posibilidad de que nazca una nueva religión, cuyo
credo esté de acuerdo con el pensamiento moderno, o, más
exactamente, con el pensamiento de la generación precedente. Hoy,
podemos encontrar huellas de este credo en las frases de
espiritualistas eminentes, en el dogma económico del partido
comunista y en los escritos de los que creen en la evolución
creadora.»
Los que «creen»...
Observaba a Sir Julian, que revolvía tranquilamente el té con su
cuchara. Aquel hombre no había cesado de acumular honores y
riesgos. Era un monumento levantado sobre la estrecha frontera entre
la generalización idealista y la prudencia académica, entre el
misticismo de su hermano Aldous y el determinismo de su abuelo.
Después, mi pensamiento se desvió a su turbulento colega Haldane,
que había escogido también una noble e incómoda actitud. Había sido
comunista, y terminaba una brillante y poco conforme carrera
estudiando en la India la fisiología de los yoguis en éxtasis. ¡Esos
endiablados y grandes ingleses...!
Seguía una cadena de viejos caballeros. Me parecía estar viendo al
buen maestro de la psicosíntesis, el profesor Assagioli, en su
pequeño despacho de Roma.
«Existe actualmente un hecho muy
importante y significativo -decía- y es la espera de una gran
renovación religiosa...»
Todas estas conversaciones tuvieron lugar antes de que las capitales
de Europa viesen surgir una juventud a la vez revolucionaria y
antiprogresista, ávida de cosas sagradas, mística y salvaje, con su
música sacra al revés y sus rebeldías parecidas a mímicas
litúrgicas. Tal vez tengo algo de médium. O quizá, simplemente, por
tener menos años que mis grandes ingleses, era más sensible que
ellos al futuro. Esta renovación religiosa se producirá -pensaba
yo-; esto es seguro. Pero, ¿no saltará hecho pedazos el dogma
evolucionista, que sirvió de puente a dos o tres generaciones para
cruzar los períodos de eclipse de dios?
Haldane y Huxley
retrocedían, captados en travelling hacia atrás, en su conmovedora
actitud de papaítos bonachones inclinados sobre el porvenir: «¿Los
que creen en la evolución creadora?» Bueno, esto había que
observarlo desde cerca, con dudas sobre el cómo y el porqué. Yo,
como buen hijo que era, me había aferrado a este dogma. Un dogma que
tal vez iba a fundirse, a disolverse, como mi bollo en la taza de
té.
Nuestros abuelos habían decretado la muerte de dios. Pero la
Trinidad resistió el golpe. Sólo cambiaron las palabras. El Padre se
convirtió en la Evolución; el Hijo, en el Progreso; el Espíritu
Santo, en la Historia.
Matad al Padre de una vez para siempre. Es decir, poned en duda la
Evolución. Entonces, la noción de Progreso fallará por su base;
perderá su valor de absoluto; se despojará de su naturaleza casi
religiosa. Y, en consecuencia, la Historia dejará de ser
necesariamente ascendente. Hela aquí desprovista de mesianismo,
reducida a pura crónica. Quizá sea éste el verdadero paisaje, que
permanecía oculto detrás de los tabúes. ¿Un paisaje frío? Sin duda
alguna. Un paisaje para adultos libres, salidos de la tibieza de la
matriz.
Naturalmente, hay que tratar con precaución y respeto a los
partidarios de la evolución. Durante el siglo pasado, sostuvieron un
duro combate. «dios creó todos los seres vivos, cada uno según su
especie», afirma el Génesis. La Tecnología tradicional concuerda
con la visión platónica: la Naturaleza es la encarnación de los
ideales, y la idea de caballo existió antes que el caballo, diseñada
desde toda la eternidad en los cielos espirituales. Concuerda con
la fijeza del sentido común y del lenguaje. Hace menos de cien
años, un obispo anglicano exclamaba:
«¡No! ¡Nada de evolución!
¡dios creó efectivamente en seis días el mundo, comprendidos los
fósiles!»
El «proceso de los monos» de Dayton, Estados Unidos, donde
se persiguió a unos profesores por haber enseñado el transformismo,
sólo data de 1926. En la actualidad, la Iglesia ha aceptado los
datos fundamentales de la Antropología, no sin guardarse de las
tendencias teilhardianas a una «religión de la evolución», bastante
próxima, a fin de cuentas, a la de Huxley. Después de un análisis
neodarwinista de la evolución anatómica del hombre en el curso de
las edades geológicas, leemos lo siguiente en un diccionario de
tendencia cristiana:
«Los descubrimientos de fósiles humanos que datan de las últimas
edades geológicas, es decir, del terciario y del diluviano,
suministran la prueba de que el cuerpo humano participó en la
evolución de conjunto del mundo vivo.
El cuerpo humano, en su
forma actual, es la última prolongación de este proceso evolutivo.
Los conocimientos actuales de la Ciencia permiten situar un poco
antes de la época de transición que lleva del terciario al
diluviano, es decir, hace aproximadamente un millón de años, el
momento decisivo en que, diferenciándose de un cuerpo animal muy
parecido al suyo, el cuerpo humano hizo su aparición en su forma
actual.
Fue en este momento cuando, después de una larga evolución
del mundo animal y vegetal, el ser de carne y de espíritu, llamado
hombre, nació del acto creador de Dios y pudo iniciar el camino de
su propio devenir.»
La Iglesia moderna acepta, pues, que el cuerpo del hombre es
producto de la evolución. En cuanto al alma, mantiene su posición.
En cierto momento, en la cadena de transformaciones, aparece un
animal que se nos asemeja en gran manera. Entonces, interviene Dios:
ése lo haré a mi imagen; demos el soplo decisivo y un «devenir
propio» a esa criatura privilegiada.
Como vemos, el conflicto entre «fijismo» y transformismo no está, ni
mucho menos, resuelto. Todos están de acuerdo en lo que se refiere
al iguanodonte, al pez volador o al chimpancé. Pero el cristiano
recupera el espíritu del Génesis en la última etapa de la creación.
Sin embargo, este conflicto, tan fundamental, se pasa actualmente en
silencio. La amistad entre los progresismos cristiano y ateo bien
vale que se pase por alto esta confusión sobre la evolución.
¡Chitón!, camaradas, y marchemos juntos y del brazo en el sentido de
la Historia.
Cierto que la historia de la idea de evolución es una historia de
confusiones, como demostró muy bien Emmanuel Berl en un notable y
breve ensayo: La evolución de la evolución.
Esta idea de evolución daba náuseas a Cuvier, el cual, empero,
contribuyó mucho a su futuro al fundar la Paleontología. Cuvier
pensaba poder reconstruir cualquier animal partiendo de un
huesecillo. Esto era apostar por una arquitectura natural de las
especies, por una especie de «número áureo» del diplodoco o de la
jirafa, por unos ideales arquitectónicos que el transformismo hacía
pastosos, entremezclados en una papilla evolutiva. La
multiplicación de las especies, la desaparición de ciertas formas
de vida, la aparición de otras formas, ¿son fruto de los proyectos
de algún gran arquitecto?
En cambio, el transformismo veía un
sólido encadenamiento de causas y de efectos. Las especies se
engendran según las ingeniosas necesidades naturales. El finalismo
de Lamarck, y también el de Geoffroy-Saint-Hilaire, presuponen una
acción determinante del medio. Los seres vivos se transforman
porque el medio ambiente y las condiciones de vida les obligan a
hacerlo.
La adaptación es la causa determinante. Ella da patas a
los grandes reptiles, y calienta su sangre cuando se retiran las
aguas. Una rama de su descendencia se hace pájaro: bajo la
influencia del medio, cada vez más oxigenado, los flecos membranosos
se convierten en plumas.
La Zoología, la Botánica y la naciente
Biología abrigaban grandes dudas al respecto. Por ejemplo, no se
acababa de comprender por qué el lino y el cáñamo podían adoptar
formas muy distintas en un medio idéntico. -No se comprendía cómo
las especies que, según demostraba la observación, se resistían a
mezclarse para producir híbridos, hubiesen podido copular entre
ellas de un modo tan extraño, en tiempos en que no existían los
zoólogos. A pesar de todo, el transformismo era bastante
satisfactorio para la inteligencia. Así como el hombre inventa
utensilios, la función crea el órgano.
El caracol se provee de
cuernos, de la misma manera que el ciego se suministra un bastón;
y la jirafa estira el cuello para alcanzar los dátiles. Pero Fabre
se preguntaba cómo habían vivido las abejas antes de aprender a
confeccionar la miel.
«Lamarck -escribió Cuvier, a quien aquél
tachaba de loco- es, desgraciadamente, uno de esos sabios que no
han podido resistirse a mezclar conceptos fantásticos a los
verdaderos descubrimientos con los que enriquecieron nuestros
conocimientos. La teoría de la evolución es un grande y hermoso
edificio que, desgraciadamente, se apoya sobre cimientos
imaginarios.»
Sin embargo, la teoría acabaría imponiéndose. En efecto: no se podía
negar que hubiese una historia cambiante del ser vivo. Pero, ¿se
apoyaba esta historia en alguna clase de determinismo? No se podía
tener la seguridad de que el transformismo lamarckiano fuese la
explicación acertada. Pero sí era seguro que había que buscar en el
sentido de un encadenamiento de causas y efectos.
Si dudamos de que
el efecto sigue a la causa, y de que las causas producen
necesariamente efectos, la Ciencia deja de ser metódica y pierde su
objetivo.
Como observa Emmanuel Berl:
«El transformismo tenía un
triunfo muy firme para los sabios: extendía el campo de aplicación
del determinismo (...) Esta evolución les parecía como una
declaración de los derechos del determinismo sobre la Zoología y
la Botánica (...) Las especies animales son otros tantos efectos, y
estos efectos provienen de causas que la Ciencia podrá descubrir a
lo largo de los siglos, aunque no encuentre la causa primera, que
no forma parte de su campo de estudio. Esto es absolutamente
indispensable; no hace falta nada más.»
El transformismo lamarckiano fracasa, pero Darwin reconcilia esta
noción con la idea general de evolución... proponiendo una
explicación mecanicista a la transformación de las especies. Se
acumulan mutaciones insensibles, y la Naturaleza escoge, en
función de la selección. Pero, ¿con qué prodigioso juego de
casualidades consiguió la Naturaleza crear un órgano tan perfecto
como el ojo de los vertebrados superiores? Darwin confesaba que no
podía pensar en esto sin que le acometiese la fiebre.
Por lo demás,
era un intelectual carente de fanatismo, prodigiosamente abierto y
aventurero, que hacía, sólo por ver, lo que él llamaba
«experimentos idiotas», como tocar la trompeta a unas enredaderas.
Y Wallace, tan abierto como él, fue un pionero de la Parapsicología.
Pero ni las mutaciones insensibles, ni las mutaciones bruscas de De Vries, conseguirán justificar el principio de selección natural y,
en suma, de evolución planificada.
¡Extraña historia la del reptil,
cuando empezó a salirle una punta microscópica de ala! ¡Y más
extraña aún, si una alita pequeña y verdadera le salió de un solo
golpe! ¡Qué prodigiosas coincidencias de casualidades las que, a
través de mutaciones insensibles, condujeron a un órgano tan
perfectamente elaborado como el ojo del tigre! ¡Y qué formidable
producción de monstruos enfermizos, con las bruscas mutaciones!
¿Cómo puede actuar la selección natural en estas condiciones?
«Firmemente resueltos a no poner en duda la evolución -escribe Berl-
Bergson y toda la ciencia de su tiempo reconocen que no tienen la
menor idea de los mecanismos por medio de los cuales se produce
esta evolución. El golpe teatral más estupendo es la conclusión de
Bergson: ya que no podemos explicar la evolución de los fenómenos,
es necesario y suficiente explicar los fenómenos por la evolución.
Atribuir a ésta un poder creador, un "impulso vital" que empuje a
los seres evolutivos, aunque no encontremos en éste rastros de
aquélla. Si no comprendemos cómo pudo formar la evolución el ojo del
hombre, razón de más para decir: la evolución ha formado este ojo.
Huelgan los mecanismos determinantes, puesto que la evolución
determina por sí sola.
»Al padre Teilhard le bastará con seguir este camino real; lo
encontró trazado por entero. »Por un extraño movimiento de regreso,
la evolución, que antaño se decía hija del determinismo y
pretendía proceder de él y ser su consecuencia necesaria, se vuelve
contra él, lo niega, reniega de él con un desdén que muy pronto ni
siquiera tratará de disimular. No afirma que los efectos tengan
causas; no quiere afirmarlo. Lo esencial es que corrobora y confirma
el progreso, un progreso de la Naturaleza hacia la Inteligencia, de
la Historia hacia la Justicia, de la Humanidad hacia lo
Sobrehumano.»
El transformismo, que, quiérase o no, está en la base de la idea de
evolución, es abandonado como mecanismo coherente, como
encadenamiento de casualidades. Existe una causa final, que produce
efectos a lo largo de la historia de los seres vivos. Es un
determinismo invertido, y los fenómenos inexplicables de la
evolución se explican por el solo Hecho de que son resacas del
futuro.
Y, si la genética descarga un golpe mortal al transformismo, no por
ello destruye la idea de evolución ascendente. Porque esta idea ha
pasado del nivel de la explicación científica al nivel de mito
necesario para una civilización.
La teoría de los cromosomas de Weisman y las leyes de Mendel
destruyeron las tesis sobre las mutaciones que habían venido en
apoyo del transformismo. Al afirmar que los caracteres transmitidos
son invariables,. y que no puede haber transmisión de los caracteres
adquiridos, ya que la herencia actúa, no de organismo a organismo,
sino de germen a germen estable, la genética no dice nada en
absoluto a favor del evolucionismo.
Cuando Lyssenko y los
mitchurinianos de la época estalinista se pronuncian a favor de la
evolución y contra la genética, lo hacen con plena conciencia de la
contradicción en que incurren. Pero necesitan apoyos «científicos»
para el mito necesario.
En nombre de la verdad científica, envían a
los geneticistas a presidio; pues, para ellos, la Ciencia no es
solamente la verdad, sino la verdad más la esperanza; la esperanza
de ser causa, de poder modificar y mejorar la naturaleza del hombre
por un cambio del medio que dé al transformismo la posibilidad de
ejercer sus virtudes. Cierto que era una crueldad inútil enviar a
los sabios a la muerte. Pero aquellos materialistas no tenían
suficiente confianza en el mito. Ni siquiera hubiese sido necesario
el silencio. El mito de la evolución ascendente vive muy bien y
engorda con las contradicciones, que le sirven de suero.
Los transformistas de principios del siglo XIX consideraban más que
suficiente el haber sustituido el arbitrio del Creador por una
hipótesis que implicaba cierto determinismo. No se pronunciaban
sobre un sentido cualquiera de la evolución. Las causas engendraban
efectos, la acción del medio y la selección natural hacían que se
modificasen las especies, las formas de vida se desplegaban,
obedeciendo a necesidades implacables, desde la amiba hasta el
hombre.
Se guardaban muy mucho de pronunciarse sobre una cuestión
que, por lo demás, les habría parecido desprovista de espíritu
científico: ¿tiene la evolución un sentido? El transformismo no era
pesimista ni optimista. Se negaba a dar una intención y una
dirección a un fenómeno natural. En esto, se avenía bastante bien
con el espíritu de la época, que mantenía un equilibrio bastante
desmañado entre la esperanza y la desesperación, con una ligera
preferencia por la lucidez amarga.
Julio Verne era contemporáneo de
unos filósofos que profetizaban el Apocalipsis, y Baudelaire
exclamaba:
«¡El mundo se acaba!»
Por otra parte, la Física de la
época tiene negra la color. La entropía generalizada condena al
Universo a la extinción. Nietzsche encuentra, en el determinismo que
preside la evolución de las especies, algo con que alimentar su
visión trágica. Se pasma sombriamente ante la dureza implacable de
la selección natural y al ver aparecer el hombre sobre un inmenso
cementerio de especies enterradas. Los biólogos, que «no vieron a
dios en sus probetas», se encogerían de hombros, bajo su levita
negra, si se asignase un sentido cualquiera a los fenómenos
naturales.
Sólo los determinismos fisicoquímicos se hallan en
juego. Y los propios psicólogos se colocan a su lado: la
inteligencia y las virtudes son productos, como el alcohol y el
azúcar. En cuanto al hombre, desciende del mono. El propio verbo
excluye toda idea de una ascensión cualquiera del ser vivo, de una
dirección positiva del «impulso vital». El Génesis nos hacía nacer
del polvo y nos decía que volveríamos a él. El dogma afirmaba que
éramos barro animado por Dios. No somos este producto de la
voluntad del Señor, sino, simplemente, un primate que evolucionó
por el juego de causalidades ciegas y fue arrojado a una Naturaleza
que no tiene ningún fin y que, por lo demás, está condenada a la
extinción por la termodinámica.
Si, por una extraordinaria circunstancia, los descubrimientos de la
genética moderna se hubiesen realizado antes del advenimiento de la
civilización industrial, los partidarios del fijismo habrían
llevado la mejor parte. Como dice acertadamente Emmanuel Berl,
estos descubrimientos habrían «entusiasmado a los filósofos más
obsesionados por lo Eterno, más indiferentes a la Duración».
No se
habría hablado de «impulso vital», ni, con mayor razón, de
“evolución creadora” .
Los principios de majestuosa inmutabilidad de la Naturaleza habrían
triunfado, y toda nuestra visión del ser vivo, de la historia del
hombre y sus sociedades, de nuestra propia civilización, se habría
modificado.
Pero, mientras tanto, la idea de evolución se había emparejado con
la idea de progreso. Con la civilización industrial y sus primeros y
espectaculares logros, se extinguió el concepto de que la edad de
oro había quedado atrás. La máquina de vapor y la electricidad
desplazaban el paraíso desde atrás hacia delante. Íbamos a
«triunfar sobre la Naturaleza», a cambiar las cosas y, por
consiguiente, a cambiar el hombre. El transformismo volvía a
recobrar el pelo de la dehesa; la industria, que transformaba el
medio, transformaría la Humanidad. La «marcha hacia delante» es
«irreversible». «Es imposible detener el progreso»; la Humanidad
puede confiar en descubrir un sentido a la Historia.
Hegel elabora la metafísica del progreso, y Marx, su antropología.
El impulso fáustico que se desarrolla en la fábrica y en el
laboratorio enlaza con el mítico «impulso vital», y es este último
mito el que dará carácter de absoluto a un hecho de civilización muy
limitado en el tiempo.
El medio determina la transformación, y la función crea el órgano:
he aquí el fondo de lamarchismo que volveremos a encontrar en el
«socialismo científico». Y cuando Marx declara que la Humanidad
realiza sus descubrimientos en el momento en que le son necesarios,
es también Lamarck quien habla. Las implacables leyes de la
«evolución económica» tienen mucho de transformismo, y el principio
de la lucha de clases es primo hermano de la selección natural.
La idea de evolución creadora, que es un invento de la mente para
dar cuenta de una historia general del ser vivo cuyo mecanismo no
puede explicarse, servirá para justificar plenamente los
sacrificios que en nombre del progreso exige la naciente
civilización industrial. ¿Es el progreso una noción relativa? ¡No,
y no! El progreso radica en la naturaleza de la evolución. Participa
del impulso que eleva al ser vivo en el decurso de los tiempos. Es
correlativo a la evolución.
«Con el apareamiento de la evolución y
el progreso -dice Berl-, la evolución (es decir, la idea de
evolución creadora, que era mucho más mítica que científica)
adquiere dignidad política, y el progreso (que no era más que una
constante bastante dudosa, prendida en una estrecha coyuntura del
tiempo) cobra dignidad científica.»
Pero desde el momento en que el progreso adquiere esta dignidad y
se erige en rey del mundo, le conviene rechazar todo el pasado y
sumirlo en una noche de prolongados, torpes y balbucientes
esfuerzos. El progreso es el magnífico heredero de toda la
evolución, el producto resplandeciente, definitivo, de tres mil
millones de años de vida y de esfuerzos por conseguir esta entidad
espléndida. El progreso ilumina el mundo. Antes, el mundo estaba a
oscuras. En realidad, el hombre no conocía la luz del día. Esto es
lo que significa el término «siglo de las luces».
Es el siglo que ve
nacer la idea del progreso. Con él, llega nuestro tiempo, el tiempo
de los hijos del tiempo. Surgimos al fin, y tomamos por nuestra
cuenta las riendas de la evolución; nosotros, que hasta entonces
habíamos estado ligados a una lenta evolución de la materia, a un
tímido avance, sofocante y terrorífico, sometido a la mordedura de
las inclemencias químicas, de los organismos nocivos que vegetaban
en las encharcadas aguas del Devónico.
A partir de entonces, tenemos la seguridad de que el progreso está
justificado por la evolución y de que la Historia tiene, en
consecuencia, un carácter mesiánico. Pero debemos considerar si
esta certeza deriva de los imperativos de nuestra civilización
industrial y técnica, más que de una realidad científicamente
revelada. Emmanuel Berl tiene muchísima razón cuando habla, a este
respecto,
«de la presión ejercida (sobre los defensores de la
evolución creadora) por la civilización que les rodea».
Es ésta,
sigue diciendo,
«la que, sin duda alguna, confiere a las ideas de
evolución y de progreso un valor que no guarda proporción con los
fenómenos efectivamente comprobados. Es ella quien orienta las
investigaciones en el sentido conveniente, anulando las
prevenciones contra palabras que significan e insinúan mucho más de
lo que expresan; la que incita a confundir una teoría, verosímil
pero discutible, como todas las teorías, con un conjunto de hechos
establecidos.
Estos hechos pueden revelar situaciones pretéritas,
sucesiones, causalidades; pero no pueden, evidentemente, revelar
finalidades y, menos aún, el sentido último de unos procesos que no
han finalizado y cuyo término es imprevisible.
»No conocemos, ni podemos conocer, el desenlace de los combates que
la vida entabla contra sí misma y contra la materia inanimada. Los
biólogos no podían prever la bomba atómica, ni saben qué nuevos
virus podrán, mariana, diezmar nuestra especie. Su evolucionismo
implica, pues, un acto de fe; un acto de fe que ni siquiera se apoya
en una revelación y que se hace aún más difícil desde el momento en
que excluimos la transmisión de los caracteres adquiridos.
Al
profesar el evolucionismo, creen dominar y dirigir la Sociología,
cuando en realidad no hacen más que someterse a ella. Pues es la
Sociología, y no la Biología, la que presta a la evolución el
prestigio y el atractivo que ejerce sobre nosotros. Es el progreso
del hombre, y no el de las especies animales y vegetales, el que
rige nuestro trabajo y nuestras ideas.
»Y, si nos sentimos inclinados a pensar que todo va de mejor a mejor
en el mundo, es porque vemos aumentar el poder que el hombre ejerce
sobre él. Montaigne se burlaría de esta idea. Pero, se mire como se
mire, en la actualidad todos saldríamos ganando si considerásemos
la evolución con mayor desconfianza y si empleásemos esta palabra
con más cautela y con mayor rigor.
El evolucionismo se volvió contra
el determinismo, después de haberse confundido con él; se volvió
devoto, si no ortodoxo, después de haber sido ardientemente
librepensador. ¿Cómo saber a qué causas servirá mañana? Ni siquiera
podemos afirmar que asegure el bienestar de sus adeptos: los poetas
nos enseñaron, hace mucho tiempo, que se puede torturar con la
esperanza, y los historiadores, que los jefes de los pueblos pueden
hacer más atroz la vida presente, en nombre del porvenir mejor que
les prometen.
Las peores tiranías se hacen excusables, e incluso se
justifican, cuando damos por cierto que el mundo, sometido a una
fatalidad dichosa, camina hacia un estado paradisíaco. Si, pase lo
que pase, todo tiende al bien, el mal deja de existir; una enorme
carnicería no detendría el curso de la evolución; algunos pueden
incluso alardear de que la aceleraría y de que una pequeña sangría
de novecientos millones de hombres facilitaría a los
supervivientes, el acceso a la sociedad sin ciases a la que aspira
el socialismo; de la misma manera, los nazis se jactaban de que,
eliminando las razas inferiores, harían más rápido y seguro el
juego bienhechor de la selección natural. El evolucionismo no está
más exento de delirio que todos los otros "ismos". Incluso es
preciso vigilarlo de cerca, sobre todo si se quiere defenderlo».
A decir verdad, no me siento inclinado --y tampoco Bergier- a
«defender el evolucionismo». ¿Y si la evolución fuese como una de
esas muñecas debajo de cuya falda aparecen otras varias muñequitas
enteramente formadas? ¿Si hubiese habido, por ejemplo, varias
apariencias del hombre, y varias tentativas hermanas de dominar la
Naturaleza? ¿No habría entonces, en esta creencia positiva, un
optimismo que no iría acompañado de la fe en un «impulso vital»
ascendente, ni del rechazo de todo el pasado de la Creación en una
oscuridad fangosa?
Habría habido varias tentativas, y la actual
sería la buena. Naturalmente, también esta idea es delirante. Pero
el retroceso incesante, durante los últimos años, del campo de
observación de la historia humana, proporciona buenos puntos de
apoyo a este delirio.
Los biólogos modernos -advierte André Bouthoui en su obra
Variaciones y mutaciones sociales- se inclinan a creer que, durante
el último período geológico, la Naturaleza dejó de crear nuevas
especies animales. Cuénot (La evolución biológica) calcula que,
hace unos quinientos millones de años, después de la aparición de
los pájaros, el verbo creador de la Naturaleza pareció agotarse.
Ninguna estructura nueva surgió después de los primates y del
hombre.
Y, no obstante, parece que no varió la densidad media de radiación,
que nada cambió sensiblemente en nuestro medio físico. Entonces,
¿qué pensar de la evolución como proceso continuo?
«Las
observaciones de la Biología moderna -sigue advirtiendo Bouthoul-
hacen dudosa la aparición de mutaciones que den origen a especies
nuevas.»
Morgan sometió a ciertos insectos a los tratamientos más
variados, comprendido el bombardeo con rayos correspondientes a las
condiciones físicas de las épocas geológicas más antiguas, sin
obtener resultados probatorios.
Sin embargo, la especie humana modifica, en muy pocos siglos, sus
posibilidades de acción, sus modos de existencia. Aquí, para no
perder el hilo del evolucionismo (confundido en nuestras mentes con
la noción de progreso), recuperamos acrobáticamente la idea de las
mutaciones, declarando que «la creación de las máquinas y de las
técnicas constituye verdaderas mutaciones biológicas de la especie
humana», y que, si la evolución ascendente no ha afectado al homo en
general, sí que ha influido en el homo sapiens y en sus sociedades.
Como si la Naturaleza, bruscamente fatigada, o la evolución
progresiva, al sufrir una avería, hubiesen delegado sus funciones
en el homo sapiens.
Y, en nuestro empeño de ser evolucionistas a
pesar de todo, volvemos al puro y simple acto de fe de un Padre de
la Iglesia, san Clemente de Alejandría:
«Una vez definitivamente
terminada la Creación, el hombre fue encargado de regir los destinos
de la Naturaleza.»
A menos, que, en nuestra búsqueda de huellas de una evolución, las
encontrásemos efectivamente. Pero ésta debería actuar exclusivamente
en el hombre. Y, en este caso, tendríamos que hacernos a la idea de
que el hombre es una criatura excepcional, perteneciente a una
especie privilegiada; de que el hombre es objeto y producto de
determinadas fuerzas:
«Algunos biólogos opinan en la actualidad que
las mutaciones espontáneas, visiblemente terminadas en las especies
animales, siguen produciéndose en el encéfalo humano,
principalmente en las zonas corticales, de suerte que las
modificaciones de las mentalidades no serían más que el aspecto psicosociológico de aquellas mutaciones espontáneas, de origen
misterioso y tal vez cósmico»
(Bouthoul)
Situados en estas
perspectivas, contrarias a la teoría general de la evolución, no
tendríamos más remedio que declarar que el hombre es un animal
fuera de serie, que constituye una forma viva ajena al proceso
global. He aquí una declaración que nos sentirnos fuertemente
tentados a hacer, por nuestra cuenta y riesgo. Pues bien, dejémonos
tentar.
Planteadas así las cosas, tenemos que añadir que esa forma
viva, que escapa al proceso general, podría muy bien aparecer, no
al final de una lenta evolución, sino de manera acelerada, y cada
vez que le resulta posible. En la historia de nuestro planeta, el
hombre pudo aparecer varias veces durante los millones de años que
quedaron atrás.
De suerte que, considerado a la escala de nuestras
vidas y de la duración de nuestras civilizaciones, podríamos decir
que el hombre es eterno. Esta hipótesis no es mística. No presupone
un Dios testarudo y vigilante, que crea al hombre cada vez que las
condiciones se lo permiten. Es una hipótesis natural. Así como el
azar no interviene en la química, tampoco influiría en la evolución.
Así como existen moléculas estables, habría al menos una forma de
vida, el hombre, que se manifestaría con constancia, cada vez que se
presentase la ocasión; que pasaría por muchas vicisitudes,
avatares, altibajos, degeneraciones y en una eterna tentativa de
realizarse; con plenitud.
Cada nuevo descubrimiento hace retroceder la fecha de nacimiento del
primer hombre. En septiembre de 1969, un congreso de antropólogos y
paleontólogos, reunidos en la sede parisiense de la UNESCO, rechaza
la idea de que el hombre de Neandertal fuese nuestro antepasado, y
admite que, hace más de dos millones de años, existía un, hombre que
confeccionaba útiles y practicaba un culto a los muertos. Pero esto
resulta ya insuficiente. Las excavaciones del Chad revelan una
Humanidad cuya antigüedad se remonta a seis millones de años.
Esta
pista podría seguir indefinidamente y hacernos pensar que, a
nuestra escala, hablar del primer hombre es lo mismo que hablar del
extremo del Universo.
No pretendemos lanzar la idea de que el nacimiento del hombre
podría ser sincrónico de la formación de la vida sobre la Tierra,
hace más de tres mil millones de años. Pero es posible que, en diez
millones de años, surgiese la especie humana, desapareciese a causa
de ciertos cataclismos y volviese a aparecer, de la misma manera
que renace la vida en las islas convertidas en improductivas por
erupciones volcánicas.
«La explicación darviniana de la transformación de las especies por
mutaciones lentas y graduales es, en la actualidad, difícilmente
aceptable. Una propiedad que no ha tenido tiempo de afirmarse, que
sólo existe en estado embrionario, tiene muy pocas probabilidades de
alcanzar jamás el estado adulto: con frecuencia, no es más que un
obstáculo en la lucha por la vida, y, por esta propia
circunstancia, está condenada a desaparecer. ¿Cómo pudo, en estas
condiciones, desarrollarse, fase por fase, esa totalidad constituida
por un ser completamente nuevo?»
Ésta es la pregunta que se
formula un biólogo como Heinrich Schirmbeck.
Sin embargo, y
fundándose en los resultados suministrados por la Antropología,
pone fuera de duda que el hombre,
«elemento de la Naturaleza, tiene
un pasado biológico cuyas raíces se hincan en un conjunto de
formas animales preliminares».
Al propio tiempo, otros sabios al
tropezar con la imposibilidad de explicar evolutivamente la génesis
del hombre, no han vacilado en dar un rodeo para salvar el
obstáculo, en aislar al hombre del resto del universo y en
atribuirle, desde el principio, un devenir propio. Así, Edgar Dacqué, en vez de considerar al hombre como la forma más reciente
de una larga evolución, afirma que es el «primogénito» de la
creación, cuyo centro ocupa. Según Dacqué, el hombre sería el ser
primeramente concebido en el decurso de todos los tiempos, y toda
la creación habría proliferado alrededor de este modelo inicial.
Nuestra hipótesis parece, en relación con aquélla, un poco menos
fantástica. Presupone una forma de vida estable, que aparece y
desaparece según coincidan o no las condiciones necesarias, que se
manifiesta, se extingue y reaparece en el decurso de los tiempos.
¿Es esto un «verdadero delirio utópico», como el de Dacqué? En todo
caso, y habida cuenta de que el curso de los tiempos «humanos» se
prolonga sin cesar ante nuestros ojos a medida que progresa la
investigación antropológica, tenemos perfecto derecho a buscar
explicaciones distintas de las del evolucionismo.
En 1856, cuando se descubrieron los primeros fragmentos del
esqueleto de! hombre de Neandertal, no faltaron expertos que
declarasen que el hombre no se remontaba a tiempos tan remotos y que
se trataba de restos de un salvaje o de un idiota. Pero, desde hace
un siglo, se han exhumado en muchos lugares del mundo restos de
hombres fosilizados y de hombres-monos, sin que sea fácil, frente a
formas ora indescifrables, ora humanas, establecer filiaciones y
trazar un árbol genealógico.
El neandertaliano, que tallaba los
finos útiles de la época musteriense, que construía sepulturas y se
comunicaba con el lenguaje de los conocimientos técnicos, se nos
presenta actualmente como un momento de la historia humana
(cincuenta mil años atrás) incomprensiblemente suspendido en la
noche de los tiempos. Parece como una aberración, fruto de
cruzamientos entre un homo habilis infinitamente más antiguo, o de
un homo sapiens ya aparecido, y los pitecántropos, una variedad de
cruce, como el hombre de Solo, en Java.
El doctor Leakey, que, desde hace más de cuarenta años, realiza
excavaciones en África Oriental, descubrió en Kenya, en 1948,
vestigios de uno de los primeros eslabones de la cadena que pudo dar
origen a los primates y al hombre, vestigios cuya antigüedad se
estima de unos cuarenta a veinticinco millones de años.
En 1959, el
doctor Leakey descubrió el tipo homínido más antiguo de los
conocidos hasta entonces, el zinjántropo australopiteco, que había
morado en Olduvai, Tanzania, hace de 180.000 a 800.000 años. En
1962, descubrió el kenyapiteco, cuya antigüedad se remonta a unos
cincuenta millones de años y que parece situarse también en la
línea de los antepasados homínidos.
En 1963, pensó que un nuevo
descubrimiento efectuado en Olduvai, el del homo habilis, ponía en
tela de juicio todas las teorías existentes sobre el origen del
hombre.
«El descubrimiento de una criatura que presentaba rasgos tan
parecidos a los humanos y que vivió hace un millón ochocientos mil
años, constituyó, por sí solo, una revolución -escribió Madame
Yvonne Rebevrol en Le Monde, comentando el Congreso de la UNESCO-.
Hasta entonces, la línea de los homínidos avanzaba desde el
antiquísimo australopiteco hasta el homo sapiens (es decir, el
hombre de hoy) que se suponía aparecido hace solamente unos 25.000
años.
La evolución estaba jalonada por el
pitecántropo nada por el
pitecántropo, más tardío y evolucionado que el australopiteco, y
por el hombre de Neandertal, más primitivo que el homo sapiens.
Pero he aquí que aparece una nueva criatura, tan antigua como los
australopitecos, pero que muestra chocantes analogías con el homo
sapiens.
Según el doctor Leakey, es el homo habilis nuestro único
antepasado, mientras que los otros homínidos no son más que ramas
defectuosas que no tuvieron descendencia. El australopiteco, el
pitecántropo y el homo habilis aparecieron al mismo tiempo, pero
solo el homo habilis fue punto de partida de la fructífera evolución
que condujo al homo sapiens.
Por lo demás, hay que observar que, en
diferentes lugares, pero principalmente en Gran Bretaña, Francia,
Alemania y Hungría, se han encontrado cráneos fósiles cuyas
características hacen pensar en el hombre actual, pero que proceden
de yacimientos muy antiguos. Recientemente, en el yacimiento del
río Omo (Etiopía), se han descubierto dos cráneos muy "modernos"
pero también antiquísimos. Esta dispersión de tipos sumamente
evolucionados presupone, evidentemente, una dispersión anterior
del tronco, del homo habilis. (...)
»Sin embargo, el doctor Leakey sigue opinando que el hombre "nació"
en la zona que comprende el África Oriental, Arabia y el oeste de la
India.
En la India, ha sido descubierto un mono fósil, el
ramapiteco, más
reciente pero bastante parecido al kenyapiteco, y se ha puesto
también de manifiesto una industria primitiva. Mr. Leakey está
convencido de que unas excavaciones sistemáticas en la India o en
Arabia resultarían extraordinariamente fructíferas, puesto que el
África oriental muestra incesantemente su riqueza en fósiles.
Después de los yacimientos de Tanzania y de Kenya, Etiopía reveló
el del río Omo.
La latitud y las alturas escalonadas en estas
regiones fueron extraordinariamente favorables a la aparición y a
la evolución de los homínidos primitivos. Sus tierras volcánicas
son ideales para la conservación, de los fósiles: Cuanto más se
busca, más se encuentra.
En fecha muy reciente, Mr. Leakey
descubrió, en Olduval, un cráneo de homo habilis que parece completo
o poco menos (Le Monde, 19 de agosto de 1969). El doctor Leakey
mostró un diente encontrado en territorio kenyano, al sur del lago
Rodolfo: este diente parece haber pertenecido a un homínido que
vivía hace ocho millones de años.»
Sin embargo, Leakey opina que el homo sapiens sólo pudo aparecer
cuando tuvo posibilidad de encender fuego, es decir, «la seguridad y
la tranquilidad mental necesarias para que se produjese el
pensamiento abstracto». Los útiles aparecieron muy pronto, pero no
determinan el paso del prehombre al hombre.
El hombre propiamente
dicho nació con el pensamiento abstracto, los conceptos de magia, la
religión y el arte. Según el doctor Leakey, se necesitó un período
considerable de tiempo para pasar del homo habilis al homo sapiens,
cuya antigüedad sería solamente de unos cien mil años.
Esta tesis no se apoya en nada definitivamente establecido.
Solamente jalona incertidumbres, partiendo de vagas estimaciones.
Lo único cierto es que, «cuanto más se busca, más se encuentra». Un
homo habilis de varios millones de años. Un homo sapiens de cien mil
años; y algunas suposiciones constantemente puestas en tela de
juicio, flotando en este océano del tiempo.
Pero, si vivieron
homínidos hace más de ocho millones de años, se derrumba la teoría
clásica de la evolución.
Y, si el hombre pensante existe desde hace
cien mil años, tenemos lógicamente derecho a preguntarnos si es
posible aceptar tranquilamente la idea de que sólo adquirió luces y
poder en los últimos siglos, de que hubo un único momento
privilegiado en esta larga aventura, un momento comprendido en la
última quingentésima parte del tiempo humano, surgido, a su vez, de
una noche oscura de ocho millones de años.
Y si, como opina Leakey, el homo sapiens aparece con la magia, es
decir, con el intento de dominar el mundo visible por medio de
fuerzas invisibles, podemos considerar nuestros dos siglos de
tecnología como una de las formas asumidas por la prolongada
búsqueda mágica, entre las muchas que se desarrollaron, con éxito o
sin él, en el decurso de tiempos inmemoriales. Esta manera de ver la
cuestión es, en todo caso, menos fantástica que la manera
convencional que presupone dos siglos de revelación en cien mil
años de letargo y, en resumidas cuentas, un extraordinario racismo
temporal.
Es curioso que combinemos con tanta satisfacción la idea de que la
última quingentésima parte del tiempo humano nos ha convertido en
señores de toda la Humanidad pensante, con la idea evolucionista que
liga nuestra ascensión al oscuro proceso general de lo viviente, que
hacía salir al reptil de su légamo, y a la química ciega que,
añadiendo dos pequeños balones a su débil cerebro, daba origen a los
hemisferios cerebrales.
Quizá sería útil para la mente, al menos a
modo de ejercicio, considerar las actitudes inversas: situarnos
menos excepcionalmente en la historia humana y más excepcionalmente
en la historia de lo viviente; pensar que el hombre podría ser una
forma estable, capaz de manifestarse en repetidas ocasiones, con
éxitos o catástrofes.
Este antirracismo temporal y el sentimiento de
que la Humanidad podría ser, en la Tierra y en el Universo, una
forma de emergencia estable, un punto final de las energías, la
plasmación del eterno empeño del ser en manifestarse, podría
influir en la civilización, en la sociedad y en la moral.
Que el
hombre más humilde sea un objeto de valor incalculable. Que la
totalidad de los tiempos humanos sea considerada con la mayor
predisposición al respeto, a la admiración y al asombro. Si
rebuscamos en el almacén de las doctrinas no admitidas,
encontramos una bastante adecuada: el humanismo.
Volver al Índice
CAPÍTULO II
EL DESLIZAMIENTO DE LOS CONTINENTES
Una mirada infantil al mapa del mundo. - Es un rompecabezas. - La
idea de Wegener. - Le dan la razón treinta años después. - Breve
digresión sobre el paleomagnetismo. - Einstein prologa la obra de
Hapgood. - Cómo se produciría el deslizamiento de los continentes.
- Una teoría nueva: el fondo de los océanos se mueve. Unas palabras
sobre la Atlántida. - ¿Qué fue la Antártida? - Un sueño de Hapgood.
- Viajemos en trineo, con Paul-Érnile Victor, por los senderos del
tiempo.
Vestigios de materia orgánica fueron descubiertos en dos fragmentos
de Luna traídos por sus primeros exploradores.
-
¿Son estos vestigios
de origen genuino?
-
¿O fueron incorporados por los propios
cosmonautas, a pesar de todas las precauciones?
Aún sabemos muy
poco sobre la composición de nuestro satélite. ¿Por qué la atmósfera
de Marte no ha de contener nitrógeno, si se cree observar amoníaco
en ella? Hay muchas preguntas sin respuesta. Las informaciones son
escasas y fragmentarias. Pero, ¿lo sabemos todo sobre la Tierra en
que habitamos? Ni mucho menos. Sus profundidades nos son en gran
parte desconocidas. Su historia sigue siendo enigmática.
Contemplad un mapa del mundo. ¿Es un rompecabezas cuyos pedazos
fueron separados? La costa oriental de las Américas parece haberse
despegado de la costa occidental de Europa y África. ¿Se habrá
separado poco a poco, hasta el punto ¿le convertir un estrecho en
ese Atlántico de 4.800 kilómetros de anchura?
¿Y el océano índico? ¿Y no parecen África del Sur, Madagascar, la
Antártida y Australia pedazos de un rompecabezas a la deriva? Hace
ya mucho tiempo, los geólogos se vieron sorprendidos por las
semejanzas de formaciones rocosas descubiertas en África del Sur,
el Dekkán, Madagascar y el Brasil, y algunos de ellos formularon la
hipótesis de un continente primitivo: el Gondwana. Los primeros
estudios de la geología antártica les incitaron a atribuir una
parte del continente austral al Gondwana. En diciembre de 1969, se
descubrió en la Antártida (Montes Alejandra) el cráneo de un
listrosauro.
Éste es un reptil que se supone que vivió a principios
del período secundario, hace 230 millones de años. Fósiles análogos
habían sido encontrados en África del Sur y en Australia. Existen
similitudes evidentes entre las floras fósiles de la Antártida, de
África del Sur, de Australia y de América del Sur. Y el carbón de
la Antártida procede de fósiles de grandes árboles que hacen pensar
en un clima ecuatorial.
En 1914, un alemán, el geofísico y meteorólogo Alfred Wegener, lanzó
una hipótesis global. Según su teoría, todas las tierras formaban al
principio un solo bloque. Después, debieron producirse
dislocaciones, en épocas diversas, y cada continente marchó a la
deriva. Wegener murió en 1930, durante una expedición a
Groenlandia. Y su tesis cayó en el descrédito.
«Yo mismo empecé mis investigaciones con la intención de demostrar
que la teoría de Wegener era absurda», declaró en 1969 Patrick M.
Hurley, profesor de geología del MIT.
Pero, ante el cúmulo de hechos
recientemente descubiertos, reconoció que el sabio alemán tenía
razón en lo esencial: los continentes cambian de sitio.
En efecto, a partir de 1950, una nueva serie de elementos devolvió
su fuerza a la idea de la movilidad de la corteza terrestre y del
deslizamiento de los continentes.
Vamos a verlo. Y que se nos perdone el tecnicismo de esta breve
exposición.
El paleomagnetismo es el estudio de la dirección y la intensidad
del magnetismo de las rocas. La importancia de esta magnetización
estriba en que está orientada en el sentido del campo magnético
terrestre en la época del enfriamiento. En la roca sedimentaria se
halla, pues, contenida la indicación de la orientación del campo
magnético de la Tierra en un período dado.
Al proseguir en Europa los estudios sobre formaciones rocosas cada
vez más antiguas, se descubrió que, cuanto más viejas son las
rocas, nos dan posiciones del polo magnético más alejadas de la del
polo geográfico actual. Ciertas rocas de hace cuatrocientos millones
de años nos dan un polo situado en el ecuador. Así, pues, los
polos, o los continentes, han cambiado de sitio.
El estudio de las rocas de una misma época en continentes diferentes
debería darnos igual posición para el polo. Sin embargo, los
experimentos dieron un resultado distinto. en vez de coincidir, los
polos paleomagnéticos de América del Norte se inclinan
sistemáticamente al oeste de los de Europa. Esto sólo tendría
explicación si América del Norte se hubiese desplazado hacia el
Oeste, en relación a Europa. Lo cual nos lleva de nuevo a la teoría
del deslizamiento de los continentes.
De manera parecida, los antiguos polos de los continentes australes
no coinciden con los polos del hemisferio Norte. Pero existe una
diferencia: ¡ otros elementos permiten suponer que las tierras del
hemisferio Sur se separaron más que las del hemisferio Boreal.
Las direcciones de magnetización tomadas de piedras sedimentarías de
África Central sitúan el polo Sur en la República Sudafricana.
Datos análogos observados en Australia sitúan aquel mismo polo, en
igual período, en la parte meridional de Australia.
Si estas
indicaciones proporcionadas por África y Australia sobre la posición
del polo Sur, hace trescientos millones de años, son exactas,
Australia debía encontrarse situada, en aquel entonces, un poco al
Norte y junto a la costa este de África del Sur. Eso confirmaría la
teoría de que, hace trescientos millones de años, las tierras
formaban una sola masa.
La tesis de Wegener fue adoptada por Charles H. Hapgood, con mucha
resonancia, y sostenida por Albert Einstein, abierto siempre a las
ideas nuevas.
En 1958, Einstein prologó la obra de Hapgood, en
estos términos:
«Frecuentemente recibo comunicaciones de personas que desean
consultarme sobre sus ideas inéditas. Inútil decir que raras veces
poseen estas ideas el menor valor científico. Sin embargo, la
primera comunicación que recibí de Monsieur Hapgood me electrizó.
Su idea es original, muy sencilla, y, si puede apartar nuevas
pruebas a su argumentación, de gran importancia para todo lo
relativo a la historia de la superficie de la Tierra.
»Numerosos datos experimentales indican que, en todos los puntos de
la superficie de la Tierra donde pueden realizarse estudios con
medios suficientes, se producen numerosos cambios de clima,
aparentemente súbitos. Según Hapgood, esto es explicable: la corteza
externa de la "Tierra, prácticamente rígida, sufriría de vez en
cuando considerables desplazamientos sobre las capas internas,
viscosas, plásticas y tal vez fluidas. Tales desplazamientos pueden
producirse como efecto de fuerzas relativamente débiles ejercidas
sobre la corteza y procedentes del movimiento de rotación de la
Tierra, el cual tiende, a su vez, a alterar el eje de rotación.
»En una región polar, el hielo se deposita de manera continua, pero
no se distribuye simétricamente alrededor del polo. La rotación de
la Tierra actúa sobre estas masas de hielo de manera irregular y
produce un movimiento de acción centrífuga. que se transmite a la
corteza rígida de la Tierra. Este movimiento centrífugo, que aumenta
constantemente, puede haber provocado, al alcanzar cierta fuerza,
un deslizamiento de la corteza terrestre sobre el resto del cuerpo
de la Tierra, que acercaría las regiones polares al ecuador.
»Es indudable el trecho de que la corteza terrestre es lo bastante
resistente para no hundirse bajo el peso de los hielos. La cuestión
estriba, ahora, en saber si esta corteza terrestre puede
efectivamente deslizarse sobre las capas internas.
»El autor no se ha limitado a una simple exposición de esta idea.
Presenta, de manera a la vez prudente y completa, un material
extraordinariamente rico que confirma su teoría. Yo creo que esta
idea sorprendente, y aun apasionante, merece la mayor atención de
todos los que se ocupan de los problemas de la evolución de la
Tierra.
»Quisiera añadir, para terminar, una observación que acudió a mi
mente mientras escribía estas líneas: Si la corteza de la Tierra
puede desplazarse con tanta facilidad, esto presupone que las masas
rígidas de la superficie terrestre tienen que estar distribuidas de
manera que no originen una inercia centrífuga lo bastante importante
para provocar el deslizamiento. Pienso que sería posible comprobar
esta deducción, al menos de un modo aproximado. En todo caso, este
movimiento centrífugo debe de ser más débil que el producido por
las masas de hielo depositadas.»
El prólogo de Einstein atrajo la atención sobre la idea de la
movilidad de los continentes.
Hapgood admite la existencia, bajo la corteza terrestre, de una capa
viscosa sobre la que se deslizarían los continentes, como icebergs
sobre el agua. En realidad, gracias a indicios indirectos, y gracias
a la sismografia, creemos saber que el grueso de la Tierra está
compuesto de este modo:
-
Una corteza exterior, de 35 kilómetros de profundidad, que se
adelgaza hasta 11 kilómetros debajo de los océanos.
-
El «manto», región que va desde la parte inferior de la corteza
hasta una profundidad de 2.900 kilómetros y que se compone de una
zona rígida de 100 kilómetros (litosfera), una zona parcialmente en
estado de fusión, de varios centenares de kilómetros (astenosfera),
y una zona de rigidez considerable (mesosfera).
-
El centro, cuya temperatura se calcula en 6.000 grados
centígrados, mientras que, en su límite con el manto, es
probablemente de 4.000 grados. El calor de la litosfera es
constante, pero más elevado a lo largo de una franja estrecha en el
fondo de los océanos, que recibe el nombre de cadena medio-oceanica.
Otra característica de los fondos submarinos: una línea de
depresiones alrededor de la Tierra, con una anchura de varias
decenas de kilómetros y profundidades de 7.000 a 8.000 metros, y que
es centro de gran actividad sísmica.
Se trata, en general, de un modelo supuesto. No disponemos de medio
alguno para ver la sección de la Tierra, ni se ha efectuado ningún
sondeo realmente profundo. Nuestro conocimiento del interior del
Globo es, pues, muy imperfecto y en gran parte hipotético. Si algún
sistema nos permite un día «radiografiar» la Tierra, sabremos si Hapgood tiene razón.
Sin embargo, y aunque hubiese de abandonarse su teoría, la tesis del
deslizamiento de los continentes tuvo un valioso retoño en la
explicación ofrecida en 1963 por dos profesores americanos: Hess (de
Princeton) y Díez (de la «Experimental Science Service
Administration»). Hess y Díez piensan que, bajo la arruga
medio-oceánica, existen levantamientos en el manto de la Tierra.
Se formaría una nueva corteza sobre la cima de esta línea de
crestas, mientras que la antigua corteza sería absorbida por las
depresiones marinas. De este modo, el fondo del océano, situado
entre las cadenas y las depresiones, se desplazaría
progresivamente.
Si a uno le resulta difícil imaginarse este mecanismo de expansión
del fondo de los mares, puede utilizar la siguiente analogía: basta
imaginar dos de esas cintas móviles que se utilizan para el
transporte, colocadas de modo que sus extremos estén a la misma
altura, pero girando en sentido contrario. El espacio que las
separa representa la arruga medio-oceánica, y sus bordes opuestos,
el lado más próximo a las depresiones. Se colocan bloques de piedra
sobre cada cinta, en el lado de la cresta, y se pone la instalación
en marcha.
La idea de la expansión de los fondos submarinos es relativamente
reciente. Si obtuviésemos indicios en este campo, aquélla
constituiría uno de los elementos más sólidos de la larga cadena de
pruebas que tienden a demostrar la movilidad de la corteza
terrestre.
Si se crea una nueva corteza al nivel de las cadenas, es preciso
que la corteza más antigua se destruya, en alguna parte, a fin de
que la Tierra conserve siempre la misma superficie. Según la
hipótesis de la expansión de los fondos submarinos, esta corteza se
destruye en el emplazamiento de las depresiones oceánicas.
En lo que respecta a la violencia y a la frecuencia de los
temblores de tierra, el sistema de depresiones oceánicas es la zona
más activa del Globo. En estas regiones, los terremotos son
corrientes e importantes. Además, es en aquellas depresiones donde
ocurren los seísmos más profundos que conocemos, y que se producen
a una profundidad de 700 kilómetros. Los temblores de tierra
asociados a la red de depresiones se extienden en un plano que forma
un ángulo de unos 30 grados con el de la cuenca oceánica. Algunos
terremotos se producen debajo de las depresiones.
En la actualidad, no faltan pruebas de la expansión de los fondos
submarinos y de la movilidad de la corteza terrestre. Además,
ciertos estudios sísmicos nos permiten captar lo que ocurre en
nuestros días en la superficie de la Tierra.
Aparte de esto, si los continentes se desplazan al mismo tiempo que
el fondo del océano, parece inevitable que dos o más masas
continentales acabarán entrando en colisión.
La arruga medio-oceánica tiene contacto, en dos puntos, con una masa
continental: el golfo de California y el mar Rojo. En ambos casos,
esto acarrea una gran actividad tectónica. El mar Rojo se formó a
consecuencia de la separación de la península de Arabia del
continente africano. Según parece, California se está despegando a
lo largo de la fisura de San Andrés, a razón de cinco centímetros
por año. Si continúa el movimiento actual, dentro de unos millones
de años California se habrá convertido en
una isla.
En la actualidad, no conocemos la naturaleza exacta del movimiento
del manto. Tenemos que esperar el resultado de los estudios en
curso. En todo caso, la manifestación de estas fuerzas afecta
profundamente a la raza humana, y su comprensión abre nuevas y
fantásticas hipótesis sobre el pasado y el futuro.
La explicación de Hess y Díez, por la expansión de los fondos
submarinos, parece preferible a la tesis de Hapgood, que presupone
la existencia de una capa viscosa sobre la cual navegaría la corteza
terrestre. Según hemos observado, la temperatura de la linde entre
el centro y el manto es de 4.000 grados centígrados.
No se comprende
que esta temperatura pudiese provocar la formación de una
viscosidad que permitiese el rápido deslizamiento de los
continentes. Sin embargo, ignoramos muchas cosas sobre las
propiedades de la materia a temperaturas altas y combinadas con
presiones considerables.
Según Hapgood, el hecho de que se hayan encontrado fósiles
tropicales en la Antártida demuestra que hubo una época en que este
continente estuvo situado en el ecuador, y que se desplazó
posteriormente. Hace diez o quince mil años, la Antártida se
encontraba unos cuatro mil kilómetros más al Norte. Su clima era
templado. Entonces, por causas desconocidas, empezó una era glacial.
El hielo se acumuló al principio en los polos, para alcanzar después
las zonas templadas. Por efecto de las fuerzas centrífugas
producidas por los dos centros de gravedad de los casquetes polares,
la corteza terrestre empezó a deslizarse; la bahía de Hudson y
Quebec se desplazaron 4.000 kilómetros hacia el Sur; Siberia, hacia
el Norte, y la Àntártida, hacia el Sur. En unos cuantos miles de
años, la Antártida llegó al polo Sur, adquiriendo su clima actual.
Es esta cifra de sólo diez o quince mil años lo que la mayoría de
los geólogos se niegan a admitir. Sin embargo, el deshielo fue muy
súbito en América, geológicamente hablando (unos miles de años como
máximo), y lo mismo ocurrió con la congelación de Siberia.
Sea de ello lo que fuere, la geología moderna hace plausible la
hipótesis inicial de Wegener; el desplazamiento de los continentes
parece cierto, aunque sea dudoso su mecanismo, que puede haber sido
un deslizamiento de tierras sobre una capa viscosa o un
ensanchamiento del fondo de los océanos. Y, si admitimos la
posibilidad de grandes civilizaciones desaparecidas sin dejar
rastro, es indudable que estos fenómenos geológicos pueden darnos
mayores elementos para alimentar nuestra fantasía que los
continentes sumergidos,
Mú o
Atlántida, tan apreciados por los
teósofos.
A propósito de la Atlántida, permítasenos un inciso. Por nuestra
parte, compartimos de buen grado la tesis rusa, según la cual la
Atlántida no fue un continente, sino la isla Thera, colonia
cretense del Mediterráneo, destruida por la explosión del volcán
Santorín, unos 3.000 años antes de Jesucristo.
Pero volvamos a Hapgood. Uno se siente inclinado a conjeturar, con
él, que existió una civilización en Antártida, o que otras
civilizaciones tuvieron conocimiento de este continente antes del
período glacial que había de provocar su relativamente brusco
desplazamiento. Tal vez duermen vestigios bajo los hielos. Y
podemos preguntarnos si, por las mismas razones, no se albergarán
también, en el extremo Norte, otros rastros de civilizaciones
enterradas bajo los hielos de Groenlandia, país que tal vez guarda
relación con las leyendas de Thule, de Hiperbórea y de Numinor.
¿Y cuál sería la vida de los hombres, en un continente a la deriva,
en curso de dislocación? La latitud cambiaba con los siglos. Los
terremotos eran continuos; se transformaba el clima, las
perturbaciones meteorológicas debieron de ser espantosas.
A la luz
de tales hipótesis, ¿no convendría examinar de nuevo las leyendas y
las tradiciones nórdicas?
«Hay algo irresistiblemente romántico
-escribe Hapgood- en el tema de las civilizaciones desaparecidas,
de las ciudades destruidas, de los descubrimientos olvidados. Es
como si la mente del hombre se deslizase a lo largo de los
senderos del tiempo.
Parece como si, en alguna parte, en un recodo
de uno de estos senderos, tuviesen que aparecer bruscamente amplias
perspectivas: maravillosas ciudades que un día fueron florecientes,
para extinguirse después, en el mundo y en el recuerdo.»
Y, en el
vago presentimiento de un eterno retorno de las cosas, mientras
pensamos en la suerte de nuestro propio mundo actual, nuestra alma
escucha las palabras de Shakespeare:
«Llegará un día en que, lo
mismo que el edificio sin cimientos de esta visión, las torres
coronadas de nubes, los magníficos palacios, los templos solemnes,
este propio Globo inmenso y todo lo que contiene, se disolverán sin
dejar más rastro de brumas en el horizonte que la fiesta inmaterial
que acaba de desvanecerse...»
Y es que un asombroso descubrimiento había de confirmar, a los ojos
de Hapgood, su tesis sobre la Antártida. Nos referimos a la célebre
cuestión de
los mapas de Piri Reis.
Esta cuestión, señalada por vez primera en Francia por Paul-Émile
Victor, jefe de las expediciones polares francesas, fue evocada por
nosotros en El retorno de los brujos. A esto siguió una abundante
literatura, dudosa en su mayor parte. La obra del propio Hapgood,
Mapas de los antiguos mares; las sesiones celebradas en 1956 en la
Universidad de Georgetown, Washington, sobre el tema «Nuevos y
antiguos descubrimientos en la Antártida», y algunos otros trabajos,
corroboraron y profundizaron, ya que no resolvieron, el enigma
planteado por aquellos mapas.
En julio de 1966, pedimos a Paul-Émile
Victor que escribiese, para Planète, su opinión y sus informaciones
sobre el misterio de Piri Reis. Habida cuenta de que los estudios
actuales no han superado el artículo que él nos mandó a la sazón,
nos parece útil reproducirlo aquí.
«En el presente artículo
-escribió Paul-Émile Victor-, no vacilamos en seguir el camino de
las hipótesis audaces. Pero insistimos en el hecho de que no se
trata de nada más. Los verdaderos sabios son poetas y hombres de
imaginación. Sin ellos, la Ciencia no existiría. Los otros son como
contables o tenderos de ultramarinos que no descubren nada. Por lo
demás, ¡qué aburrida sería la vida sin la imaginación!»
Si bien os parece, tomad el trineo de Victor y realizad una
excursión por los «senderos del tiempo».
Volver
al Índice
|