CAPÍTULO PRIMERO
Merlín le dijo:
Aurelius envió un ejército. Los soldados no pudieron mover los
bloques y robar el Baile de los Gigantes. Entonces, Merlín pronunció
unas fórmulas mágicas, y las piedras se tornaron ligeras y fueron
fácilmente transportadas hasta la costa, embarcadas y llevadas a Stonehenge, en la meseta de Salisbury, «donde permanecerán por toda
la eternidad». Así se menciona por primera vez, en la fantástica y maravillosa Historia de los Reyes de Bretaña, de Geoffroi de Monmouth, que data de 1140, este conjunto de piedras areniscas y calcáreas que constituye, entre Gales y Cornualles, el más asombroso de todos los monumentos megalíticos. Durante cinco siglos, se aceptó la leyenda de Geoffroi de Monmouth. En 1620, el rey Jacobo envió al arquitecto Iñigo Jones para que estudiase Stonehenge, y éste llegó a la conclusión de que se trataba de un templo romano. Samuel Pepys declara, en su Diario, que tales piedras «valían el viaje». «¡Sabe dios para qué podían servir!»
¿Qué era esta construcción compleja del neolítico? ¿Para qué podía servir?, según se preguntó Samuel Pepys.
Por último, prácticamente invisibles sobre el terreno y en parte conjeturales, entre los agujeros de Aubrey y las treinta piedras de 25 toneladas, dos círculos compuestos, el uno, de 30 agujeros, y el otro, de 29.
Después, empezó a formularse preguntas. Y el astrónomo se convirtió en arqueólogo. Más tarde, Fred Hoyle verificaría los cálculos de Hawkins, quien, en una obra publicada en Nueva York en 1965, confirmó su primera intuición: aquellas hileras de piedras constituían un observatorio astronómico complejo.
Habría tardado muchos meses en descifrarlo. Hawkins buscó la ayuda de un ordenador, cariñosamente bautizado con el nombre de «Oscar», al cual proporcionó, de una parte, las alineaciones posibles de Stonnehenge, y, de otra, las posiciones clave (ortos, puestas, culminaciones, etcétera) de los principales cuerpos celestes: Sol, Luna, planetas, estrellas.
Una vez planteado el problema, los datos eran bastante sencillos: al parecer, los hombres de Stonehenge sólo habían dedicado su atención al Sol y a la Luna. Las salidas, las puestas y las culminaciones de cada uno de estos astros son, ciertamente, dignas de interés. Pero aún lo son más los espectaculares fenómenos en que el Sol y la Luna se encuentran: los eclipses. La Astronomía moderna se dedica menos a la observación de los ritmos que a la fisiología de los mecanismos. Pero Hawkins se acordó del «año metódico».
El astrónomo griego Metón observó que, cada diecinueve años, la Luna llena caía en las mismas fechas del calendario solar, y que los eclipses obedecían al mismo ciclo. En realidad, no son exactamente diecinueve años, sino 18,61 años, por lo que hay que suplir esta diferencia al establecer un calendario regular (como hacemos nosotros con el día complementario de los años bisiestos). Al redondear la cifra a 18 ó 19, el error se pone rápidamente de manifiesto. Pero, formando un ciclo más grande, a base de este pequeño ciclo metódico rectificado, ora a 18, ora a 19, se consigue una exactitud valedera durante siglos.
La aproximación más satisfactoria, según nos muestra rápidamente el cálculo, es un gran ciclo de 19 + 19 -1- 18. Sumad. Obtendréis 56. El mismo número de los agujeros de Aubrey. (Observemos, de paso, que el número 56, que vemos aparecer en esta ocasión por vez primera en la historia de la Humanidad, es el número de la alquimia, la masa del isótopo estable del hierro.) Hawkins, no contento con haber descubierto este hecho, imaginó que el círculo de Aubrey, asociado a los megalitos, permitiría, quizá, la previsión de los eclipses.
Se calcularon las fechas de los eclipses que tuvieron lugar en la época de la construcción de Stonehenge. «Oscar» fue puesto de nuevo a contribución. Y, una vez más, la conclusión fue positiva: un sistema de piedras desplazadas a lo largo del círculo de Aubrey permitiría prever los años de eclipses. ¿Y los días? El mes lunar es de 29,53 días. Dos meses lunares forman, pues, una cifra redonda de 59 días, que coincide con la suma de los 30 y los 29 agujeros.
También
coincide con otro círculo, que no hemos mencionado hasta ahora
porque es casi enteramente conjetural, y que se compondría de 59
piedras azules... Hawkins, especulando con los 56 agujeros de Aubrey,
los 30 y los 29 agujeros, y la Heel Stone (todas las observaciones
deben hacerse a base de este menhir), consiguió, no solamente
encontrar las fechas exactas de los eclipses producidos en la época
de la construcción, sino también calcular, por ejemplo, la fecha de
nuestra fiesta movible de Pascua, supervivencia cristiana, según
sabemos, de una antigua tradición pagana. Stonehenge es, pues, un
observatorio y un calendario.
Por consiguiente, se prefiere ignorar Stonehenge.
Abramos, por ejemplo, uno de los más recientes manuales de Prehistoria publicado en Francia bajo la dirección de uno de nuestros especialistas, que gozan de justo renombre. El libro consta de 350 páginas de densa tipografía. En el índice de los lugares prehistóricos que se mencionan en la obra, constan docenas y docenas de nombres. El de Stonehenge brilla por su ausencia.
Pero hubo que arrancarlas del subsuelo, transportarlas, tallarlas. Todas las piedras aparecen trabajadas por la mano del hombre, sobre todo las que muestran cierta curvatura para corregir la ilusión óptica (si fueren completamente rectilíneas, se verían cóncavas). Después, hubo que levantarlas, y, por último, colocar las piedras transversales de los dólmenes. Todo ello con precisión centimétrica, si admitimos la finalidad astronómica demostrada por Hawkins. Una operación que ni siquiera hoy sería fácil. Y esto sin contar los cálculos teóricos fundados en leyes matemáticas, físicas y mecánicas.
Culturalmente, aparecen claramente subdesarrollados en relación con las grandes civilizaciones mediterráneas de la misma época. Se intentó rehacer la construcción de Stonehenge con los únicos métodos primitivos que admite la ortodoxia, y se llegó a conclusiones difíciles de aceptar: se habrían necesitado millones de jornadas de trabajo, es decir, generaciones enteras dedicadas a la edificación del monumento. Ahora bien, Stonehenge no es único, sino que forma parte de un vasto conjunto.
En un radio de una veintena de kilómetros, encontramos otros crómlechs, algunos de ellos gigantescos, como el de Avebury (el crómlech más grande conocido: 365 metros de diámetro); círculos de agujeros en los que se han encontrado vestigios de madera; un monumento concéntrico, llamado «Santuario»; túmulos funerarios enormes; un rectángulo delimitado por un foso de 2.800 metros de longitud por 90 de anchura; un promontorio artificial de 500.000 metros cúbicos; un círculo gigantesco de 450 metros de diámetro; una excavación en forma de embudo, con una profundidad de 100 metros: avenidas anchas como autopistas...
Hawkins hizo otra observación: Stonehenge se encuentra en la estrecha porción del hemisferio Norte donde los acimuts del Sol y de la Luna, en su declinación máxima, forman un ángulo de 90 grados. El lugar simétrico, en el hemisferio Sur, serían las islas Malvinas y el estrecho de Magallanes. ¿Sabían los constructores de Stonehenge calcular la longitud y la latitud?
Sabríamos, al fin, por qué unos hombres capaces de colocar verticalmente bloques de 300 toneladas, y de levantar piedras planas de 100 toneladas, no nos dejaron otras muestras de su prodigiosa habilidad. Las sagas irlandesas hablan de gigantes del mar, agricultores y constructores. La literatura griega alude a los «hiperbóreos» y a sus templos circulares, donde Apolo, dios del Sol, se aparece cada diecinueve años...
En realidad, todo lo que sabemos acerca de los megalitos y, sobre todo, del conjunto de Stonehenge, que es el más completo y más estudiado, deja entrever el paso de una civilización ajena al curso normal de la Prehistoria. Un mundo de conocimientos superiores señala su paso, durante algunos siglos, y, después, desaparece.
En fin, la palabra es, en todos los «primitivos», sinónimo de acción emprendida y clasificación de la creación. Es el hacer y el saber, la acción sobre el mundo y la visión del mundo. «Porque el mundo está impregnado de la palabra, y la palabra es el mundo, los dogones elaboran su teoría del lenguaje como una inmensa arquitectura de correspondencias entre las variaciones del razonamiento individual y los acontecimientos de la vida social.» Hay 48 tipos de palabras» descompuestas en dos veces 24, número clave del mundo.
Así, a cada palabra corresponde un acto, una técnica, una institución o un elemento de la creación. Así, en el hombre de las edades remotas, la palabra es un vasto conjunto combinatorio, un cálculo universal cargado de valores, de posibilidades de acción y de recuentos, un depósito de conocimientos revelados y un material complejo para actuar sobre la realidad.
Los bambaras sudaneses distinguen una primera palabra aún no expresada, el «ko», que forma parte de la palabra primordial de Dios, y una palabra humana, dotada de un sustrato material que es el cuerpo, el conjunto de los órganos del cuerpo, y por el cual tiene el hombre «dominio» sobre el lenguaje.
El elemento lingüístico es tan material como el cuerpo que lo produce, y los sonidos primordiales, en relación con los cuatro elementos cósmicos -agua, tierra, fuego y aire- reengendrados en las entrañas, producen el verbo que «nacerá» entre los dientes.
La escritura maya, aún no descifrada, parece haber sido propia de los sacerdotes; haber estado relacionada con los cultos y con toda una ciencia fundada en un concepto cíclico del tiempo, y formando, en su conjunto (¿jeroglífico o alfabético?), según J. E. Tompson, una «sinfonía del Tiempo». En la escritura enigmática de la isla de Pascua, quiere ver Alfred Métraux una serie de recordatorias para los cantores.
Barthel observa que los 120 signos de este sistema de escritura dan pie a 1.500 ó 2.000 combinaciones. Y, entre estos signos (personajes, cabezas, brazos, animales, objetos, plantas, dibujos geométricos), algunos constituyen verdaderas imágenes; la mujer es representada por una flor; una persona que come expresa la recitación de un poema: colmo de la reflexión sobre las funciones estéticas, mágicas, religiosas y creadoras del lenguaje.
El proceso de elaboración y de clasificación de las cuatro etapas de la escritura de los dogones nos ofrece también un turbador ejemplo de conciencia sutil del lenguaje diferenciado.
Lo cual equivale a decir que la lingüística de los pre-civilizados es una lingüística de alta civilización.
Sin necesidad de plantear la cuestión en un plano general, la simple consideración de las necesidades técnicas nos obliga a aceptar la idea de que hubo una escritura. Pues, a fin de cuentas, ¿cómo se habrían podido efectuar cálculos tan importantes, y dirigir operaciones de transporte de un material enorme y de innumerables brigadas de obreros a través de varios centenares de kilómetros, y organizar otras tan importantes, si se hubiese carecido de escritura?
Pero la escritura sobre tablillas de arcilla era a la sazón desconocida, y los maestros de obras disponían de piedras y de madera en abundancia. Tal vez conviene más imaginar que, como dice la tradición bambara, «el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad», y que los constructores, pertenecientes a alguna casta sacerdotal, iniciados y técnicos a un mismo tiempo, realizaban mudas operaciones mentales, que se transmitían por algún medio telepático.
O que procedían a sutiles registros del pensamiento sobre materiales orgánicos o cristales especialmente preparados. O, en fin -y en correspondencia con lo que sabemos de los tabúes de lenguaje en el mundo antiguo-, que los maestros mantuvieron secretas las palabras e invisibles los signos necesarios para la edificación y el funcionamiento de aquellas colosales máquinas-templos.
Platón, en Timeo, declara:
En, Fedro, refiere una fábula egipcia contra la escritura, cuyo empleo desacostumbra a los hombres a ejercitar su memoria y les obliga a depender de los signos. Los libros, dice,
Clemente de Alejandría afirma: «Escribir todo un libro es poner una espada en manos de un niño.»
Esta idea fundamental de la remota antigüedad volvemos a encontrarla, como observa Jorge Luis Borges, en el texto evangélico:
Esta máxima es de Jesús, el maestro más grande de la enseñanza oral, que sólo una vez escribió en el suelo unas palabras que nadie leyó.
El profesor Glyn Daniel, en un artículo publicado en el Observer de septiembre de 1964, observó que el traslado de las enormes piedras de la región de Pembrokshire a la llanura de Salisbury debió plantear delicados problemas de logística, y que toda la operación debió efectuarse de acuerdo con planos, instrucciones escritas, órdenes y proyectos. -Formuló la hipótesis de mapas y planos dibujados sobre pieles o tablillas de madera. Es asombroso que, salvo Glyn Daniel, ningún prehistoriador parece haberse planteado esta cuestión.
La primera palabra que pronunciaron estos niños fue «pan», en frigio, y el rey sacó la conclusión de que el frigio era más antiguo que el egipcio y había sido la lengua ya formada que había recibido el hombre. Vemos, pues, que el enigma del lenguaje nos acosa desde siempre, desde el rey de Egipto hasta Lévi-Strauss, el cual sostiene que,
¿Hubo, pues, para todos los hombres, un gran
lenguaje original, cuyo verbo inicial reveló la naturaleza de las
cosas, su verdadero nombre y su función en la armonía universal? ¿Y
se escribió el Baile de los Gigantes sobre la música de este gran
lenguaje?
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El Señor tiene noventa y nueve nombres accesibles al entendimiento humano; noventa y nueve atributos: es justo, misericordioso, todopoderoso, etcétera. Pero tiene un centésimo nombre que brilla en los cielos. El que llega a aprenderlo, se eleva por encima de la condición humana; en él residen el pensamiento y el poder infinitos; él es el Maestro del Nombre.
Una larga cadena de Maestros del Nombre -dice Israel Baal Shem- liga los siglos a la revelación original, desde el inmemorial Melquisedec hasta nuestros días.
Eliezer de Worms aseguraba que el Nombre está escrito en una espada, y que, cuando el Judío Errante la ve, tiene que reanudar inmediatamente su camino... En una narración muy notable de Jorge Luis Borges, el mago Tzinacán, sacerdote sacrificador de la pirámide de Qaholom, se ve encerrado en una profunda cárcel, donde tiene que morir, por haberse negado a revelar a los españoles el escondrijo de un tesoro. Será devorado por un jaguar, que espera al otro lado del muro.
Tzinacán busca el nombre, la fórmula de la escritura absoluta, de la eternidad.
Dios la escribió el primer día de la creación.
Y así fue como Tzinacán, mudo, indiferente a sí mismo y a su fin,
Todas las tradiciones, primitivas, gnóstica, cabalística, dicen que hay un Nombre supremo, clave de todas las cosas. Pero también enseñan que cada cosa y cada criatura tienen su nombre verdadero, que contiene y expresa su naturaleza esencial, su situación y su papel en la armonía universal. Esta idea se encuentra ya en las antiguas civilizaciones. El verdadero nombre de Roma era guardado en secreto, y Cartago fue destruida -según se dijo- cuando los romanos se enteraron, por una traición, de su nombre oculto.
Hasta el punto de que la mayoría de los sistemas mágicos se fundan en un tratamiento de la palabra considerada como fuerza realmente activa. Hay palabras secretas, demasiado poderosas para ser manejadas por los no iniciados; existen prohibiciones de usar ciertas palabras; hay palabras que son instrumentos eficaces del hechizo o del exorcismo. En la lengua acadia, «ser» y «nombrar» son sinónimos.
En su célebre libro, El ramo de oro, Frazer observa que, en muchas tribus primitivas,
Para el indio de América del Norte, su nombre es una parte de su cuerpo; quien maltrate a su nombre, atenta contra su vida.
Los celtas consideraban los nombres como sinónimos del "alma" y del "aliento". Entre los yuins de Nueva Gales del Sur, en Australia, y en otros pueblos, siempre según Frazer, el padre revelaba su nombre a su hijo en el momento de la iniciación, pero muy pocas personas lo conocían.
En Australia, se olvidan los nombres, y se llama a la gente "hermano, primo, sobrino...". Los egipcios tenían también dos nombres: el pequeño, que era bueno y se empleaba en público, y el grande, que se disimulaba.
Tales creencias, referidas al nombre propio, se encuentran también entre los kru del África Occidental, en los pueblos de la Costa de los Esclavos, entre los wolofs de Senegambia, en las Islas Filipinas, en las Islas Burrú (Indias Orientales), en la isla de Chiloé (frente a la costa meridional de Chile), etcétera.
El Dios egipcio Ra, al ser mordido por una serpiente, se lamenta:
Pero acabó por revelar su nombre a Isis, que se hizo, por ello, todopoderosa. También pesan tabúes sobre palabras que designan grados de parentesco.
Nosotros, los «civilizados», establecimos una dicotomía entre espíritu y materia, realidad y lenguaje, y nuestra concepción general dualista nos induce a considerar el lenguaje como una función separada, la lingüística como una ciencia distinta, el «hecho lingüístico» como procedente de una visión puramente formal, abstracta. Un filólogo como Boas lleva esta visión aislante hasta el extremo de negar toda relación entre el lenguaje de una tribu y su cultura.
Ahora bien, no sólo existe, como opina Malinovsky, una relación entre el lenguaje y el contexto cultural y social, sino que, quizás, hay una relación, en «la magia que funciona», entre la palabra, el aliento, el sonido, la posición, el momento, el lugar, la disposición de la asamblea en que aquélla es pronunciada con acompañamiento rítmico, y la acción efectiva que se emprende.
Todavía sabemos muy poco acerca de las virtudes del sonido, de que
nos hablan las civilizaciones mágicas y espiritualistas. Todavía no
hemos estudiado sistemáticamente el aliento y su articulación como
«máquina», como medio de acción, sobre el psiquismo, sobre la
Naturaleza. Es posible que la lingüística, en el sentido moderno de
esta disciplina, sea una ciencia de la corteza, y que haya una
ciencia de la pulpa, que tal vez, un día, descubriremos o
redescubriremos. La idea de que existen «palabras-maestras», que serían claves de la realidad, se expresa en diversos grados en las mentalidades «primitivas» y en las metafísicas de corriente gnóstica. Cada cosa, cada ser, tiene su nombre misterioso inscrito en el repertorio del conocimiento absoluto. Dios dio nombre a su creación, en un lenguaje que los elegidos serán llamados a comprender.
Simón el Mago empieza así su gran Revelación (Apophasis):
Existe, pues, según los antiguos, un lenguaje revelado, en el cual los nombres no serían el símbolo transmisor de las cosas, sino la expresión y la realidad de la estructura última de las cosas. y nuestras lenguas no serían más que el recuerdo esfumado de este lenguaje original divino. En ocasiones, una palabra parece ligada aún, por un sólido lazo, a su raíz divina. Su ambivalencia ilustradora, o su complejo contenido numérico, parecen evocar su relación con alguna enciclopedia de las verdades primordiales.
Así, la palabra Phos significa, en griego, según la acentuación, hombre o luz. Así, en las sectas gnósticas cristianas del Imperio Romano, se utilizaban como signo de reconocimiento unas gemas que llevaban grabada la palabra mágica Abraxas o Abrasax.
Y, según observa Serge Hutin (Los gnósticos),
Toda palabra, en la «lengua verdadera», sería saber y magia, es decir, revelación de la estructura de la cosa nombrada y poder absoluto sobre esta cosa, depósito de sus significados últimos en su correspondencia con la armonía universal.
Esta interpretación presupone la existencia de un Gran Lenguaje original. Hay que buscar la explicación -nos dice- en el origen cabalístico de la palabra, más que en su raíz literal.
Dicho en otros términos: existe una lingüística esotérica que es la verdadera lingüística estructuralista.
¿Qué pensar de estas afirmaciones reiteradas en todas las grandes tradiciones, y de su eco en las magias verbales de los «primitivos»? Nuestro camino no es la adhesión supersticiosa. Pero podemos preguntarnos, con ánimo abierto, si no tendría base razonable una investigación orientada en este sentido.
Según Sapir, el lenguaje es «formalmente completo» desde el «principio», y, desde que hay hombres, hay lenguaje. Para Leroi-Gourhan, las huellas más antiguas de un lenguaje y del simbolismo gráfico se remontan a finales del musteriense y se hacen abundantes unos 35.000 años antes de nuestra Era. El lenguaje no habría tenido prehistoria, sino que habría sido «dado» de algún modo, y sería, en cierto modo, «eterno».
También empezamos a preguntarnos si el neandertalense, al que tuvimos hasta hace pocos años por el antepasado del hombre, no sería un producto de cruzamiento que coexistió, hace cincuenta milenios, con un homo habilis infinitamente más viejo El prehistoriador americano Alexander Marshak, en numerosas comunicaciones presentadas en 1964, insistió en unos signos, sobre guijarros, que revelaban vestigios de matemáticas paleolíticas. Estos signos parecían corresponder a un calendario lunar de 35.000 años de antigüedad.
La confección de un calendario semejante hace suponer la existencia de notables conocimientos matemáticos o, en todo caso, de anotaciones de periodicidad. Si se trata de restos de una cultura desaparecida, anterior al neandertalense, ¿nos hallamos en presencia de un gran lenguaje primordial? Podemos imaginarnos también un tiempo en las cavernas en que hubiesen coexistido los supervivientes de una civilización con los neandertalianos, como coexisten, en nuestra era de cohetes espaciales, los ingenieros de la NASA con los indios coghis.
Nuestra inmersión en el abismo del tiempo nos revela un creciente retroceso de la edad del hombre y de las civilizaciones, y los filósofos del siglo XXI podrán, tal vez, recoger eficazmente esta hipótesis y ampliarla a los tiempos antediluvianos.
En tal caso, no habría que olvidar la siguiente pregunta, aparentemente extravagante:
Otra vía de acceso al hipotético Gran Lenguaje podría ser el
análisis de las escrituras mágicas. El arqueólogo inglés S. F. Hood,
al estudiar unas tablillas encontradas en el yacimiento prehistórico
de Tartariz., Rumania, pudo establecer correlaciones con Creta, el
Irak, Egipto y los Balcanes. Parece ser que, hace más de seis mil
años, se empleó
También el especialista rumano N. Vlassa, adscrito al Museo de Cluj, recogió, entre las cenizas de lo que parece haber sido un altar, unas tablillas en las que se veían aquellos signos, parecidos a los descubiertos en Vinra, cerca de Belgrado; en Tordos, Rumania; en Troya, y en la isla de Melos, en el mar Egeo. Hood opina que este sistema único de notaciones debió de propagarse partiendo del Irak. Pero falta interpretarlo. El descifrado de escrituras mágicas, incluso mucho más recientes, no ha comenzado aún.
Las diversas interpretaciones esotéricas son poco convincentes. Numerosos alfabetos mágicos han llegado hasta nosotros, y A. E. Waite publicó varios de ellos. En realidad, el misterio que encierran permanece oculto por entero. Según la mayoría de los especialistas, presentan signos más complejos que los ideogramas chinos, y tienen, probablemente, un contenido muy rico en información. Una cosa nos llama la atención, y es que, con frecuencia, tienen un extraño parecido con los diagramas de los circuitos impresos.
Sabemos lo que son, por ejemplo, los circuitos impresos de los transistores. Se trata de circuitos electrónicos realizados con tintas resistentes... conductoras y magnéticas. Esta idea puede ser una locura. No será un caso único en este libro. Unas líneas trazadas sobre un pergamino pueden ser instrumentos de telecomunicación o receptáculos de energía. En todo caso, convendría partir de ideas de esta naturaleza pluridisciplinaria para proseguir los trabajos esbozados por John Dee sobre la escritura mágica.
Este manuscrito se halla en venta, por 160.000 dólares, en casa de Hans P. Kraus, en Nueva York. Se presenta como un manuscrito iluminado de la Edad Media. Consta de 204 páginas. Según la numeración, faltan 28 de ellas. Su redacción se atribuye a Roger Bacon. Se trata, bien de una lengua desconocida, bien -y esto parece más probable- de una obra escrita en clave.
Allá por el año de 1580, el duque de Northumberland, que había saqueado un número considerable de monasterios, lo envió al mago John Dee, el cual, después de un estudio del que nada sabemos, lo regaló al emperador Rodolfo II, alquimista, astrónomo y protector de Tycho Brahe y de Kepler. Más tarde, en el siglo XVII, pasó a manos de Marci, rector de la Universidad de Praga.
Una carta de 19 de agosto de 1666 acompaña su envío a Atanasio Kirscher, cuyos esfuerzos resultaron vanos. Después de su fracaso, Kirscher depositó el manuscrito en poder de la Orden de los jesuitas. En 1912, el anticuario Wilfred Voynitch lo compró a la Universidad jesuita de Mondragone Frascati (Italia) y repartió copias por todo el mundo.
Se creyó descubrir, en las iluminaciones, nebulosas espirales, plantas desconocidas y el cielo alrededor de Aldebarán y de las Híadas. En 1921, William Newbold, decano de la Universidad de Pensilvania, asesor del centro de espionaje americano en materia de criptografia, creyó haber descifrado una parte del manuscrito, algunas de las primeras páginas. Pero la clave cambiaba después. Según Newbold, Bacon debió tener conocimientos superiores a los nuestros; pero su traducción es discutida en la actualidad. Newbold murió en 1926; Voynitch, en 1930; su mujer, en 1960, y los herederos cedieron el indescifrable manuscrito a Kraus, el cual espera la oferta de alguna fundación.
Pero añade a continuación:
Es evidente que el descubrimiento de unas matemáticas superiores probaría la existencia de altas civilizaciones extinguidas, a su vez, «como una vela al ser soplada», y arrojaría una viva luz sobre el Gran Lenguaje. Sin embargo, las altas matemáticas exigen una estructura mental particular. Los números y los cálculos no aparecen por sí solos. Su relación con el mundo real es imposible de captar.
Si existe algún vestigio de ellas en los documentos de que disponemos, sólo podría ser descubierto por matemáticos cuyo violín de Ingres fuese la Arqueología, o por equipos pluridisciplinarios que no han sido aún constituidos sistemáticamente. Por supuesto, nosotros somos optimistas. Nuestra mayor satisfacción sería presenciar el estallido de bombas como la que sueña Kahn. Y, sin prejuzgar nada, estamos alerta en todas partes: ante el pórtico de Notre-Dame; entre los megalitos; en las ruinas de Babilonia, e incluso en casa de Kraus, en Nueva York...
Con esto expresaba, ingenuamente, dos certidumbres profundas que se agitan en nuestras almas: a saber, que las cosas sólo existen para nosotros cuando han sido nombradas, y que existe, desde la eternidad, un nombre que corresponde a cada cosa, la contiene y la expresa por entero.
Esta idea, ¿es añoranza, o comprobación de una insuficiencia eterna? ¿Hemos inventado el mito de un Gran Lenguaje para mitigar nuestra angustia de lo inexpresable? Sin embargo, la tradición se refiere a él con insistencia, y las sectas gnósticas, por ejemplo, afirman poseer la verdad de libros cuyo origen es alógeno, extraño y superior a este mundo.
La exposición del Libro Sagrado del Gran Espíritu Invisible se inicia con estas solemnes frases:
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Se llamaba John Wilkins. Nacido en 1614 y muerto en 1672, Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Ciencias, de la que era fundador su amigo Elias Ashmole. Ese Ashmole era un singular y estupendo personaje, que había de legar también a Oxford un museo rico en documentos sobre la alquimia y sobre los orígenes de la masonería. Miembro de una secta Rosacruz, fue discípulo del alquimista William Backhouse.
Leemos en su Diario, con fecha 13 de mayo de 1653:
Backhouse no murió aquel día, sino nueve años más tarde. Pensaba que había llegado el momento de transformar una ciencia secreta en ciencia abierta. Esta actitud mental fue seguida por Ashmole y por Wilkins, y había de dar origen a la Royal Society, motor del conocimiento moderno. Aquellos hombres tuvieron una amplitud de conceptos y una curiosidad extraordinarias.
Pero esta raza se ha extinguido, se nos dirá... Jorge Luis Borges, que hizo un penetrante estudio de Wilkins, cita, entre las materias que apasionaron a éste, la Teología, la Música, la fabricación de colmenas transparentes para la observación de las abejas, la existencia de un planeta invisible en el sistema solar, la construcción de astronaves para comunicaciones regulares con la Luna, y, en fin, el establecimiento de un lenguaje universal.
Este «Colegio Invisible» se incorporó a la Royal Society, que recibió su título del rey Carlos II, en 1662, y que, dedicada al estudio experimental, tomó como divisa una frase de Horacio: Nullius in verba. En 1666, Colbert, celoso de las ventajas que sacaría Inglaterra de los trabajos de la Royal Society, fundó la Academia de Ciencias de París.
En la actualidad, nosotros conocemos 108. Trabajando con transmutaciones según la enseñanza alquímica, envió a Newton polvos de proyección. Los miembros del «Colegio Invisible» unían, a un conocimiento profundo de los secretos antiguos, una seria pasión por el control y la experimentación, y el convencimiento de abrir a la Humanidad el camino de nuevos poderes sobre la Naturaleza. En esta atmósfera de entusiasmo y en un medio agitado por la idea de que eran posibles grandes empresas, hay que situar, pues, la obra lingüística de Wilkins. Tal vez existió un Gran Lenguaje. Tal vez algún día sería encontrado.
Pero también se podía emprender la tarea de crearlo de nuevo para la época y de ofrecer a los hombres una lengua universal, descriptiva de la realidad de sus leyes. Wilkins trabajó cuatro años en esto, desde 1664 hasta 1668. Su obra, An Essay toward a Real Character and a Philosophical Language, publicada en 1668 y compuesta de seiscientas páginas en cuarto, permanece hoy en el más completo olvido.
Jorge Luis Borges, en su obra Otras inquisiciones, sobre las grandes empresas lingüísticas, observa:
La ambición de Wilkins fue crear una lengua universal, cada una de cuyas palabras, definiéndose a sí misma, proporcionase un conocimiento completo de la cosa representada y la situase en una de las categorías de lo real. Para ello, empezó por dividir el Universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles, a su vez, en especies. Asignó a cada género un monosílabo de dos letras; a cada subgénero, una consonante, y a cada especie, una vocal.
Alrededor de 1850, el español Bonifacio Sotos Ochando intentó- algo parecido.
Los niños podrían asimilar esta lengua sin conocer su artificio. Más tarde, en el colegio, descubrirían poco a poco que, además de una lengua, es una clave universal y una enciclopedia secreta. La palabra salmón no nos dice nada. En la lengua de Wilkins, el vocablo zana nos dice que se trata de un pez escamoso, fluvial y de carne rojiza.
Léon Bloy escribió, en El alma de Napoleón:
Esta gran idea bullía sin duda en Wilkins, aunque éste tuvo la ambición más modesta, aunque también insensata, de darnos una escritura que transmitiese el conocimiento de cada cosa nombrada, en relación con nuestro conocimiento provisional del Universo. Semejante tentativa choca, naturalmente, con la dificultad de dividir en clases todos los elementos de nuestro universo. Depende, pues, de la idea que nos forjemos del mundo en un momento dado, y esta clasificación tiene que ser, forzosamente, arbitraria y conjetural.
Una antigua enciclopedia china, El mercado selecto de los conocimientos bienhechores, divide los animales en la forma siguiente: pertenecientes al emperador, domesticados, que se agitan como locos, dibujados con un pincel muy fino de piel de camello, que acaban de romper el cascarón, que de lejos parecer, moscas, etcétera. Wilkins, como hombre de ciencia de su tiempo, propone una clasificación racional, pero que hoy nos parece insuficiente, ligera.
Así, en la octava categoría, que es la de las piedras, distingue: piedras comunes (sílex, arena gruesa, pizarra), medianamente caras (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda, arsénico). Nosotros hemos progresado mucho en la denominación y la ordenación. Pero también hemos aprendido que, cuanto más se afina el conocimiento de lo real, más ambigüedades surgen.
Por ejemplo, ¿habría que incluir la luz en la categoría onda o en la categoría corpúsculo? Sin embargo, quisiéramos que un Wilkins de nuestro tiempo reanudase el intento, y, después, que esta nueva lengua universal fuese sometida al ordenador, que, examinando el conjunto de combinaciones posibles, haría surgir las palabras que faltasen. Estas últimas palabras corresponderían sin duda a objetos inexistentes o imposibles, como un triángulo de cuatro lados, o a lagunas del Universo, como, por ejemplo, el elemento estable cuyo núcleo contuviese cinco partículas.
También podemos preguntarnos si las regularidades de semejante lengua sintética no corresponderían a algún misterio fundamental de los números y de las palabras. En fin, una eliminación de los conceptos sin contenido de información haría que el empleo de esta lengua fuese una gimnasia completamente nueva, profundamente transformadora del pensamiento y, en particular, del pensamiento político... Pero volvamos a nuestro querido Wilkins. Su prodigioso esfuerzo se inscribe en el movimiento de las ideas de su siglo, bisagra entre la tradición y la ciencia naciente. Es un lugar de convergencia de las corrientes intelectuales de la época.
La corriente intelectual que animaba el «Colegio Invisible» estaba alimentada, simultáneamente, por la alquimia y por el modernismo. Tenía que orientar las investigaciones hacia un lenguaje establecido por los sabios para los sabios, ya que el latín resultaba insuficiente. La idea universalista del Renacimiento, enriquecida al propio tiempo por la influencia de la Rosacruz y por el auge del pensamiento científico, hacía soñar a una verdadera Internacional de hombres de saber y de poder, al margen y por encima de los Estados.
Para la creación de una Internacional de esta índole, era necesario un lenguaje sintético, de valor enciclopédico. Tres siglos más tarde, esta Internacional está tratando aún de constituirse.
Es una idea tenaz, que transvasada del plano místico ,al profano, hace decir a Mallarmé que,
En la tradición musulmana, el Corán, Al Kitab, el Libro, es uno de los atributos de Dios. El texto original, o Madre del Libro, se conserva en el cielo.
No es una obra de la Divinidad, sino que participa de su sustancia. Los judíos fueron aún más lejos en la mística de la escritura sagrada. Según los cabalistas, la virtud mágica de la orden de Dios: «¡Hágase la luz!», proviene de las letras mismas que la componen.
El dios de Israel creó el Universo sirviéndose de los números comprendidos entre el uno y el diez, y de veintidós letras del alfabeto.
Según los cristianos, Dios escribió dos libros, el segundo de los cuales es el Universo. Según Francis Bacon, las Escrituras nos revelan Su voluntad y el Universo; es decir, el libro de las criaturas nos revela Su poder. Y toda la creación es, efectivamente, un libro que se nos pide que descifremos, igual que la Sagrada Escritura.
Así, la mente humana alberga continuamente la idea de que hay una
clave última del lenguaje y un último lenguaje clave; de que el
Verbo le fue dado para resolver su propio enigma y el del mundo; de
que podría salir de las modulaciones del aliento humano la «palabra
maestra» de la estructura absoluta, y de que nuestro lenguaje,
incluso en sus sabias combinaciones, no es más que la sombra,
proyectada y deformada, de un Gran Lenguaje enterrado o por venir,
o, quizás, al mismo tiempo, enterrado y por venir.
Tal vez la aprendimos de los Visitantes y la olvidamos después. Hoy, la estamos buscando. Wilkins, que no sospechaba que los hombres llegarían un día a la Luna, quería dotarles de un lenguaje que les permitiese inventariar su propio mundo, de un vocabulario que sería una enciclopedia universal. El bagaje completo del terrícola. Hoy nos sentimos apremiados a establecer un lenguaje que permita transmitir el siguiente mensaje a la inmensidad de los cielos:
Nos preguntamos, en suma, qué alfabeto tenemos que utilizar para conseguir, como dijo Fred Hoyle en la Universidad de Columbia durante el curso de 1969, «nuestra inscripción en el anuario telefónico galáctico». Y así prosigue, en planos diferentes, en grados diversos de necesidad y de ambición, la búsqueda de un Graal lingüístico, de una Escritura de lo Absoluto.
La antigua mística de la Sagrada Escritura conduce al cabalista Adolf Grad a sostener que la lengua hebrea, de origen divino, es la estructura última de toda comunicación, sean cuales fueren las formas de inteligencia del Cosmos. Líbrenos Dios de burlarnos. Sin embargo, preferimos prestar nuestra atención a nuevas tentativas, a algunas soluciones balbucientes, pero en cierto modo maravillosas, propuestas por hombres de imaginación y por investigadores científicos.
Diremos, pues, unas palabras sobre tres de estas tentativas: el lenguaje acelerado imaginado por el escritor Robert Heinlein; el Loglan, o lenguaje lógico, propuesto por un grupo de semánticos americanos, y, por último, el Lincos, lingua cósmica, que intenta establecer el lógico holandés Hans Freudenthal.
Tal es la primera observación de Heinlein. La mente pierde una gran parte de su sustancia al rozar con las palabras. Toda expresión es, en pequeña parte, mensaje de la inteligencia, y, en su mayor parte, efecto de la lucha de ésta contra los obstáculos. Heinlein imagina, pues, un vocabulario-música, reducido, pero rápido y sutil: acentos y vocales que multiplican el número relativamente limitado de sonidos que puede emitir la garganta humana; algo como una composición musical partiendo de las siete notas.
Este lenguaje, al que bautiza con el nombre de «rapipalabra» (speedtalk), permitiría, al expresarnos más de prisa, pensar con mayor rapidez, y, en definitiva, vivir mas, es decir, aumentar nuestro tiempo consciente. De un cuatrocientos a un ochocientos por ciento, dice. Una diferencia más grande que la existente entre el lector corriente y el lector prodigio, tipo Bergier. Este. lenguaje podría ser cómodamente registrado por máquinas electrónicas, que imprimirían los signos dictados con aquella aceleración.
Además, afirma Heinlein, la «rapipalabra» sería una lengua sin paradojas, ya que éstas nacen del conflicto que se produce entre la mente, infinitamente ágil, dúctil y capaz de actuar en varios planos, y las estructuras lineales y dualistas de nuestros modos de expresión escritos y hablados. Sería un lenguaje adaptado a la estructura real del mundo y del espíritu, que, tomarla de las matemáticas la velocidad y la ductilidad, y de la música su infinidad de modulaciones.
Se puede -comparar el sueño de Heinlein -para mejor comprender su calidad- a los trabajos de Benjamin Lee Whorf, químico cuyo violín de Ingres fue la lingüística y que descubrió una tribu india cuyo lenguaje está concebido en términos de relatividad y de quantas, más que de tiempo y de espacio: Esta lengua posee conjunciones que corresponden a un acontecimiento de espacio-tiempo. Así, una conjunción tendría tres modos, aplicada al acontecimiento hombre-barca. El modo de lo real, cuando el acontecimiento, un hombre en una barca, ha sido efectivamente observado.
El modo del sueño, cuando el narrador ha vivido en sueños la situación. El modo de lo probable, cuando el narrador no ha visto el hecho, sino que se lo han contado, y éste tiene cierto grado de probabilidad. Se ha hecho a Heinlein la observación si modulaciones su lenguaje de modulaciones presupone un oído y unos instrumentos de transmisión perfectos.
A lo cual responde Heinlein -que, por lo demás, se ha contentado con soñar este lenguaje que el solo hecho de aprender el “rapipalabra”, y de estar en condiciones de entenderlo sin equivocarse, demostraría que uno pertenece ya al homo novis que ha de suceder al homo sapiens. Sin embargo, se aferra con extraordinario tesón a este sueño, y sus ideas han estimulado a ciertos medios científicos, como el grupo de estudios del Loglan o Lenguaje Lógico. Este lenguaje, menos revolucionario que el de Heinlein, no prescinde de las raíces latina y anglosajonas; pero tiende, en su construcción, a eliminar el mayor número posible de paradojas.
En su lección inaugural del curso de Biología molecular del Collège de Franco, de 1967, Jacques Monod, premio Nobel, declaró:
De una lengua nueva, propia para activar las funciones superiores de la mente, pasamos, con el lógico Freudenthal, a un lenguaje susceptible de alcanzar la Inteligencia en el espacio galáctico. Avalado por la presencia de maestros de la lógica matemática como Brouwer, Beth y Heyting, en la serie de monografías Studies in Logic and the Foundations of Mathematics donde apareció su obra el profesor Freudenthal publicó, en 1960, su primer libro sobre el Lincos: Design of a Language for Cosmic Intercourse.
El Lincos de Freudenthal tiene, efectivamente, por objeto la comunicación con el Cosmos, e implica una estructura fundamental de la inteligencia, que sería universal, con independencia de lo que sirviese de apoyo a esta inteligencia en las lejanas estrellas. Su tentativa recuerda la ambición de Lovecraft: crear un mito «que sea comprensible, incluso para los cerebros vaporosos de las nebulosas espirales».
El lógico holandés trata de establecer un sistema de señales-radio que, a través de la noche cósmica y por medio de las matemáticas, fuese capaz de describir a la Inteligencia nuestro mundo, bajo tres formas: tiempo, espacio y comportamiento.
Freudenthal escribe:
La inteligencia matemática -presume Freudenthal- y la noción de espacio-tiempo. El Lincos se funda en emisiones de ondas largas y cortas; todo un vocabulario de señales que exprese la esencia de las matemáticas, el transcurso del tiempo y la naturaleza del espacio en nuestra región celeste. «¿Qué le pasa a usted con el tiempo?», preguntaban los surrealistas en una célebre encuesta.
Ahora se trata de hacer saber lo que pasa con el tiempo en «la mente de los abismos cósmicos». El aspecto más asombroso del trabajo de Freudenthal se refiere a la búsqueda de un lenguaje matemático esencial, capaz de transmitir indicaciones sobre lo que somos nosotros, los terrícolas: una comunidad de seres que buscan la verdad, que pueden comunicar más o menos bien entre ellos y que buscan el diálogo con el Universo. La cuarta parte de la empresa es un tratado del espacio, del movimiento y de la masa: decir a los Otros cómo medimos, las distancias y las velocidades, las variaciones de la masa en función de la velocidad, las leyes de la gravitación.
Estos mensajes, circulando en el torrente de los años luz, podrían, en el curso de los milenios, hacer saber que aquí hay inteligencia, e indicar nuestra posición.
Y prosigan sus observaciones, con fría indiferencia cuyas razones no comprendemos; pues el Universo bien podría estar, como sugiere Carl Sagan, «lleno de civilizaciones a la escucha, pero que se abstienen de emitir». Nosotros no nos libramos fácilmente de los terrores del Infinito, del espanto de la inmensidad. Bajo el cielo poblado, lanza la mente el prolongado gemido de sus limitaciones, como el perro que aúlla a la Luna.
Pero también es posible que se nos busque con amor, que cada inteligencia busque a otra para crecer con ella y descubrir el depósito de una estructura absoluta. ¿Debemos hacer todo lo posible para llamar la atención? ¿Descubriremos el Enemigo, o la universalidad de la criatura divina, como pensaban Teilhard de Chardin y C. S. Lewis, es decir, una pulsión y una iluminación últimas del espíritu, comunes a toda criatura inteligente, ya sea hombre o «cerebros vaporosos de las nebulosas espirales»?
La impotencia del lenguaje nos separa de nuestra naturaleza esencial, como nos separa de la naturaleza de los Otros en el espacio, y por esto buscamos el Gran Lenguaje que nos devuelva la comunicación con el ser del Ser, aquí abajo y en los cielos.
¡No! ¡No! No busquemos esto. Sería impío y peligroso, exclama Arthur C. Clarke, en un momento de depresión:
Pero es preciso jugar con fuego. Sólo jugando con
fuego, construyó el hombre su morada sobre la Tierra.
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