SEGUNDA PARTE
FANTASÍAS SOBRE EL GRAN LENGUAJE
 

 

 

CAPÍTULO PRIMERO
LA MÚSICA DEL BAILE DE LOS GIGANTES

Un consejo de Merlín el Encantador. -- Samuel Pepys encuentra que Stonehenge valía el viaje. - Anticuómanos y arqueólogos. - Un astrónomo en la meseta de Salisbury. - El asombroso descubrimiento de Hawkins. - Un observatorio y un calendario. - Unas grandes piedras muy turbadoras. - ¿De dónde vinieron los arquitectos? - Filólogos entre los «primitivos». - ¿Existe un contramaestre sin libreta de notas? - Sobre el conocimiento y la escritura invisible. - Hipótesis sobre la escritura desaparecida. La tradición contra la escritura. - El enigma de un lenguaje inicial.


En el siglo V de nuestra Era, Aurelius, heredero del trono bretón, quiso levantar un monumento a la memoria de sus hombres muertos por los sajones. Llamó a Merlín el Encantador, astrólogo y mago.

 

Merlín le dijo:

«Si deseas realmente honrar la sepultura de esos hombres con una obra que desafíe a los siglos, manda a buscar el Baile de los Gigantes, a Killaraus, montaña de Irlanda. Allí se levanta un monumento de piedras como nadie podría edificar en nuestros días, a menos que fuese infinitamente poderoso. Pues esas piedras son enormes, aunque jamás se vieron otras que tuviesen tantas virtudes y ocultasen tantos misterios...»

Aurelius envió un ejército. Los soldados no pudieron mover los bloques y robar el Baile de los Gigantes. Entonces, Merlín pronunció unas fórmulas mágicas, y las piedras se tornaron ligeras y fueron fácilmente transportadas hasta la costa, embarcadas y llevadas a Stonehenge, en la meseta de Salisbury, «donde permanecerán por toda la eternidad».
 

Así se menciona por primera vez, en la fantástica y maravillosa Historia de los Reyes de Bretaña, de Geoffroi de Monmouth, que data de 1140, este conjunto de piedras areniscas y calcáreas que constituye, entre Gales y Cornualles, el más asombroso de todos los monumentos megalíticos. Durante cinco siglos, se aceptó la leyenda de Geoffroi de Monmouth. En 1620, el rey Jacobo envió al arquitecto Iñigo Jones para que estudiase Stonehenge, y éste llegó a la conclusión de que se trataba de un templo romano. Samuel Pepys declara, en su Diario, que tales piedras «valían el viaje». «¡Sabe dios para qué podían servir!»


El primer investigador de Stonehenge fue John Aubrey, anticuómano y renombrado ladrón de vestigios prehistóricos, a quien debemos muchos chismes sobre la vida de Shakespeare. Él fue quien hizo los primeros descubrimientos topológicos y observó las alineaciones de agujeros y los círculos concéntricos de piedras levantadas. Según Aubrey, Stonehenge tiene un origen druídico. A la misma conclusión llegó, un siglo más tarde, otro anticuómano, el doctor Stukeley, amigo de juventud de Isaac Newton.


Las excavaciones sistemáticas empezaron en 1801. Cunnington excavó al pie de la Piedra del Sacrificio; no encontró nada, y dejó allí una botella de oporto, dedicada a los arqueólogos futuros. Exactamente cien años más tarde, el profesor Gowland descubrió, bajo la capa romana, ochenta hachas y martillos de piedra, que daban fe del origen, varias veces milenario, del Baile de los Gigantes. En 1950, el carbono 14 permitió establecer la fecha de los agujeros de Aubrey: 1848 antes de J. C.

 

¿Qué era esta construcción compleja del neolítico? ¿Para qué podía servir?, según se preguntó Samuel Pepys.


El plano completo, reconstituido por los arqueólogos, revela, a través de las ruinas y del desorden producido por los siglos, una estructura rigurosa:

Una circunferencia de 115 metros de diámetro, delimitada por un foso flanqueado por dos taludes, uno interior y otro exterior, y sin más que un pasillo para la entrada. Casi inmediatamente, y concéntrico a aquélla, un círculo de 56 agujeros, llamados «agujeros de Aubrey».

 

Incrustado en este círculo, y perpendicular a la entrada, un rectángulo delimitado en los cuatro ángulos por piedras de las que sólo subsisten dos. Un círculo de 31 metros de diámetro, compuesto de treinta piedras de 25 toneladas cada una, unidas las unas a las otras por dinteles y formando, en consecuencia, una serie continua de dólmenes.

 

Un círculo de 59 piedras. Una herradura orientada hacia la entrada y compuesta de diez bloques, cada uno de los cuales pesa unas cincuenta toneladas, y que están unidos de dos en dos por dinteles horizontales, formando, pues, cinco dólmenes. Una herradura de diecinueve piedras. Tres monolitos o menhires, uno en el centro, otro en la entrada y el tercero en el exterior del foso y colocado en medio del pasillo de acceso.

Por último, prácticamente invisibles sobre el terreno y en parte conjeturales, entre los agujeros de Aubrey y las treinta piedras de 25 toneladas, dos círculos compuestos, el uno, de 30 agujeros, y el otro, de 29.


Gerald S. Hawkins, profesor de Astronomía de la Universidad de Boston, es de origen inglés. Volvió al país hace algunos años, destinado a una base experimental de misiles, en el sudoeste inglés, en Larkill. Esto se encuentra muy cerca de Stonehenge. Lo visitó, como hacen trescientos mil turistas todos los años. Le explicaron que, si uno se coloca en el centro del monumento, en la mañana del solsticio de verano, ve levantarse el sol sobre una de las piedras colocadas en lugar separado, la Heel Stone. Lo comprobó con sus propios ojos.

 

Después, empezó a formularse preguntas. Y el astrónomo se convirtió en arqueólogo. Más tarde, Fred Hoyle verificaría los cálculos de Hawkins, quien, en una obra publicada en Nueva York en 1965, confirmó su primera intuición: aquellas hileras de piedras constituían un observatorio astronómico complejo.


Un primer examen le convenció de que había al menos un centenar de alineaciones posibles. ¿Cómo distinguir las que significaban algo?

 

Habría tardado muchos meses en descifrarlo. Hawkins buscó la ayuda de un ordenador, cariñosamente bautizado con el nombre de «Oscar», al cual proporcionó, de una parte, las alineaciones posibles de Stonnehenge, y, de otra, las posiciones clave (ortos, puestas, culminaciones, etcétera) de los principales cuerpos celestes: Sol, Luna, planetas, estrellas.


«Oscar» empezó, pues, a señalar lo que veía en el cielo, en tal mes, en tal día, a tal hora, entre tal y cual megalitos. El resultado fue sorprendente.


Si bien los planetas y las estrellas aparecían completamente desdeñados, Stonehhenge permitía, en cambio, registrar todas las posiciones significativas de la Luna y del Sol, y seguir sus variaciones estacionales. Los gráficos y cuadros establecidos por Hawkins no dejaban lugar a dudas. «Oscar» acababa de explicar para qué servían los megalitos. Pero en Stonehenge hay algo más que megalitos: los constructores que levantaron piedras, excavaron también el suelo. 56 agujeros de Aubrey. 30 agujeros. 29 agujeros, 56, 30, 29... ¿A qué podían corresponder estos números?

 

Una vez planteado el problema, los datos eran bastante sencillos: al parecer, los hombres de Stonehenge sólo habían dedicado su atención al Sol y a la Luna. Las salidas, las puestas y las culminaciones de cada uno de estos astros son, ciertamente, dignas de interés. Pero aún lo son más los espectaculares fenómenos en que el Sol y la Luna se encuentran: los eclipses. La Astronomía moderna se dedica menos a la observación de los ritmos que a la fisiología de los mecanismos. Pero Hawkins se acordó del «año metódico».

 

El astrónomo griego Metón observó que, cada diecinueve años, la Luna llena caía en las mismas fechas del calendario solar, y que los eclipses obedecían al mismo ciclo. En realidad, no son exactamente diecinueve años, sino 18,61 años, por lo que hay que suplir esta diferencia al establecer un calendario regular (como hacemos nosotros con el día complementario de los años bisiestos). Al redondear la cifra a 18 ó 19, el error se pone rápidamente de manifiesto. Pero, formando un ciclo más grande, a base de este pequeño ciclo metódico rectificado, ora a 18, ora a 19, se consigue una exactitud valedera durante siglos.

 

La aproximación más satisfactoria, según nos muestra rápidamente el cálculo, es un gran ciclo de 19 + 19 -1- 18. Sumad. Obtendréis 56. El mismo número de los agujeros de Aubrey. (Observemos, de paso, que el número 56, que vemos aparecer en esta ocasión por vez primera en la historia de la Humanidad, es el número de la alquimia, la masa del isótopo estable del hierro.) Hawkins, no contento con haber descubierto este hecho, imaginó que el círculo de Aubrey, asociado a los megalitos, permitiría, quizá, la previsión de los eclipses.

 

Se calcularon las fechas de los eclipses que tuvieron lugar en la época de la construcción de Stonehenge. «Oscar» fue puesto de nuevo a contribución. Y, una vez más, la conclusión fue positiva: un sistema de piedras desplazadas a lo largo del círculo de Aubrey permitiría prever los años de eclipses. ¿Y los días? El mes lunar es de 29,53 días. Dos meses lunares forman, pues, una cifra redonda de 59 días, que coincide con la suma de los 30 y los 29 agujeros.

 

También coincide con otro círculo, que no hemos mencionado hasta ahora porque es casi enteramente conjetural, y que se compondría de 59 piedras azules... Hawkins, especulando con los 56 agujeros de Aubrey, los 30 y los 29 agujeros, y la Heel Stone (todas las observaciones deben hacerse a base de este menhir), consiguió, no solamente encontrar las fechas exactas de los eclipses producidos en la época de la construcción, sino también calcular, por ejemplo, la fecha de nuestra fiesta movible de Pascua, supervivencia cristiana, según sabemos, de una antigua tradición pagana. Stonehenge es, pues, un observatorio y un calendario.

Hasta ahora, y que nosotros sepamos, nadie ha rebatido la tesis de Hawkins. Por otra parte, el cálculo de probabilidades indica que sólo hay una probabilidad entre diez millones de que aquellas significativas alineaciones sean pura coincidencia. A pesar de todo, el enigma de Stonehenge no está resuelto; sino que los problemas materiales y culturales que plantea la construcción de este monumento, de una parte, y las características heterodoxas del fenómeno megalítico del que forma parte Stonehenge, de otra, resultan sumamente embarazosos para los prehistoriadores.

 

Por consiguiente, se prefiere ignorar Stonehenge.

 

Abramos, por ejemplo, uno de los más recientes manuales de Prehistoria publicado en Francia bajo la dirección de uno de nuestros especialistas, que gozan de justo renombre. El libro consta de 350 páginas de densa tipografía. En el índice de los lugares prehistóricos que se mencionan en la obra, constan docenas y docenas de nombres. El de Stonehenge brilla por su ausencia.


Las rocas que componen el monumento no fueron extraídas del subsuelo inmediato. Las piedras azules, que pesan, por término medio, cinco toneladas cada una, provienen de una mina situada a unos cuatrocientos kilómetros. El transporte debió hacerse por mar y por tierra, y cruzando algunos ríos. Pero, ¿por qué medios? Otros bloques pesan de 25 a 50 toneladas. Las canteras de las que fueron extraídos están más próximas a Stonehenge.

 

Pero hubo que arrancarlas del subsuelo, transportarlas, tallarlas. Todas las piedras aparecen trabajadas por la mano del hombre, sobre todo las que muestran cierta curvatura para corregir la ilusión óptica (si fueren completamente rectilíneas, se verían cóncavas). Después, hubo que levantarlas, y, por último, colocar las piedras transversales de los dólmenes. Todo ello con precisión centimétrica, si admitimos la finalidad astronómica demostrada por Hawkins. Una operación que ni siquiera hoy sería fácil. Y esto sin contar los cálculos teóricos fundados en leyes matemáticas, físicas y mecánicas.


Hoy se da por cierto que Stonehenge fue construido en varias veces, durante un período comprendido entre los años 2000 y 1700 antes de J. C., aunque la primera implantación pudo ser aún más remota. Ahora bien, la Prehistoria pretende conocer perfectamente a los hombres que poblaban en aquellos tiempos las islas anglosajonas. Son los de la Edad de Piedra, que pronto conocerán el cobre y el bronce, y que empiezan a practicar la ganadería y la agricultura.

 

Culturalmente, aparecen claramente subdesarrollados en relación con las grandes civilizaciones mediterráneas de la misma época. Se intentó rehacer la construcción de Stonehenge con los únicos métodos primitivos que admite la ortodoxia, y se llegó a conclusiones difíciles de aceptar: se habrían necesitado millones de jornadas de trabajo, es decir, generaciones enteras dedicadas a la edificación del monumento. Ahora bien, Stonehenge no es único, sino que forma parte de un vasto conjunto.

 

En un radio de una veintena de kilómetros, encontramos otros crómlechs, algunos de ellos gigantescos, como el de Avebury (el crómlech más grande conocido: 365 metros de diámetro); círculos de agujeros en los que se han encontrado vestigios de madera; un monumento concéntrico, llamado «Santuario»; túmulos funerarios enormes; un rectángulo delimitado por un foso de 2.800 metros de longitud por 90 de anchura; un promontorio artificial de 500.000 metros cúbicos; un círculo gigantesco de 450 metros de diámetro; una excavación en forma de embudo, con una profundidad de 100 metros: avenidas anchas como autopistas...


Existen megalitos en todo el mundo. Ninguno de los cinco continentes carece de ellos. Se ha querido ver en todos ellos una intención funeraria. Y, ciertamente, hay numerosas sepulturas. Cierto, también, que, incluso en Stonehenge, se han encontrado cenizas y osamentas entre los crómlechs o las otras alineaciones. Pero el hecho de que haya cementerios junto a las iglesias no quiere decir que las iglesias sean, por ello, sepulcros.


Los megalitos aparecen extrañamente repartidos: en grupos separados, desligados unos de otros, nunca lejos de las costas, dotados de características semejantes. El fenómeno parece haberse producido únicamente durante la primera mitad del segundo milenio antes de nuestra Era, y haber cesado bruscamente, sin dejar más huellas que leyendas que aún perduran en nuestros días.

 

Hawkins hizo otra observación: Stonehenge se encuentra en la estrecha porción del hemisferio Norte donde los acimuts del Sol y de la Luna, en su declinación máxima, forman un ángulo de 90 grados. El lugar simétrico, en el hemisferio Sur, serían las islas Malvinas y el estrecho de Magallanes. ¿Sabían los constructores de Stonehenge calcular la longitud y la latitud?


Parece como si unos «misioneros», portadores de una idea y de una técnica, partidos de un centro desconocido, hubiesen recorrido el mundo. El mar habría sido su ruta principal. Estos «propagandistas» habrían establecido contacto con ciertas poblaciones, y no con otras. Esto explicaría los «huecos» o zonas de menor densidad en el reparto, así como el aislamiento de ciertos focos megalíticos. Esto explicaría también cómo y por qué se superponen los monumentos megalíticos a la civilización neolítica. Y daría, asimismo, explicación a todas las leyendas que atribuyen la construcción a seres sobrenaturales.

 

Sabríamos, al fin, por qué unos hombres capaces de colocar verticalmente bloques de 300 toneladas, y de levantar piedras planas de 100 toneladas, no nos dejaron otras muestras de su prodigiosa habilidad. Las sagas irlandesas hablan de gigantes del mar, agricultores y constructores. La literatura griega alude a los «hiperbóreos» y a sus templos circulares, donde Apolo, dios del Sol, se aparece cada diecinueve años...

 

En realidad, todo lo que sabemos acerca de los megalitos y, sobre todo, del conjunto de Stonehenge, que es el más completo y más estudiado, deja entrever el paso de una civilización ajena al curso normal de la Prehistoria. Un mundo de conocimientos superiores señala su paso, durante algunos siglos, y, después, desaparece.


El problema de Stonehenge, como el de todos los monumentos megalíticos, no termina aquí. Nadie duda, en la actualidad, de que estos monumentos son estructuras complejas, bases e instrumentos de conocimiento. Como nadie duda de que el arte parietal (lo veremos en el curso de esta obra) expresa una metafísica.


En fin, todo lo que sabemos del lenguaje en los pueblos primitivos nos invita a considerar éste como una función a la que la mente humana, incluso la «no civilizada», atribuye un valor privilegiado. Geneviève Calame Griauie, en su estudio sobre los dogones (Ethnologie et Langage: La Parole chez les Dogons, 1965), población del sudoeste del Níger, observa que, para este pueblo, la palabra «so», con que se designa el lenguaje, significa también,

«la facultad que distingue al hombre del animal, la lengua en el sentido exclusivista del término, la lengua de un grupo humano distinta de la de otro, la palabra a secas, el razonamiento y sus modalidades».

En fin, la palabra es, en todos los «primitivos», sinónimo de acción emprendida y clasificación de la creación. Es el hacer y el saber, la acción sobre el mundo y la visión del mundo. «Porque el mundo está impregnado de la palabra, y la palabra es el mundo, los dogones elaboran su teoría del lenguaje como una inmensa arquitectura de correspondencias entre las variaciones del razonamiento individual y los acontecimientos de la vida social.» Hay 48 tipos de palabras» descompuestas en dos veces 24, número clave del mundo.

 

Así, a cada palabra corresponde un acto, una técnica, una institución o un elemento de la creación. Así, en el hombre de las edades remotas, la palabra es un vasto conjunto combinatorio, un cálculo universal cargado de valores, de posibilidades de acción y de recuentos, un depósito de conocimientos revelados y un material complejo para actuar sobre la realidad.

 

Los bambaras sudaneses distinguen una primera palabra aún no expresada, el «ko», que forma parte de la palabra primordial de Dios, y una palabra humana, dotada de un sustrato material que es el cuerpo, el conjunto de los órganos del cuerpo, y por el cual tiene el hombre «dominio» sobre el lenguaje.

 

El elemento lingüístico es tan material como el cuerpo que lo produce, y los sonidos primordiales, en relación con los cuatro elementos cósmicos -agua, tierra, fuego y aire- reengendrados en las entrañas, producen el verbo que «nacerá» entre los dientes.


En su obra sobre El lenguaje, ese desconocido, Julia Joyaux refiere una leyenda melanesia sobre el origen del lenguaje y su relación con el cuerpo visceral: El Dios Gomawe estaba paseando cuando tropezó con dos personajes que no sabían responder a sus preguntas, ni siquiera expresarse. Pensando que esto se debía a que tenían el cuerpo vacío, fue a cazar dos ratas, a las que arrancó las entrañas. Volvió junto a los dos hombres, les abrió el adbomen y metió allí los intestinos, el corazón y el hígado de las ratas. Inmediatamente, los dos hombres empezaron a hablar. «¿Cuál es tu vientre?» significa «¿Cuál es tu lengua?».


Conviene retener dos ideas. La primera, que el lenguaje se concibe, en su expresión a través del hombre, como una realidad material, y que lanzar una palabra es un acto tan transformador como arrojar una flecha o una piedra. La segunda, que el Verbo-Idea preexiste al lenguaje-víscera; que hay una palabra primordial de Dios. De suerte que, por ejemplo, para los bambaras, el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad. Lo cual, en esta concepción, no significa ausencia de lenguaje, sino conocimiento y comunicación sin sustrato sensible.


Además, encontramos en numerosos «primitivos» teorías extraordinariamente refinadas y detalladas sobre las correlaciones gráficas de la palabra. Descubrimos, en civilizaciones desaparecidas, sistemas gráficos que dan testimonio de una reflexión sutil sobre el lenguaje, de una distancia entre el signo y la cosa representada, que presupone un simbolismo sumamente desarrollado.

 

La escritura maya, aún no descifrada, parece haber sido propia de los sacerdotes; haber estado relacionada con los cultos y con toda una ciencia fundada en un concepto cíclico del tiempo, y formando, en su conjunto (¿jeroglífico o alfabético?), según J. E. Tompson, una «sinfonía del Tiempo». En la escritura enigmática de la isla de Pascua, quiere ver Alfred Métraux una serie de recordatorias para los cantores.

 

Barthel observa que los 120 signos de este sistema de escritura dan pie a 1.500 ó 2.000 combinaciones. Y, entre estos signos (personajes, cabezas, brazos, animales, objetos, plantas, dibujos geométricos), algunos constituyen verdaderas imágenes; la mujer es representada por una flor; una persona que come expresa la recitación de un poema: colmo de la reflexión sobre las funciones estéticas, mágicas, religiosas y creadoras del lenguaje.

 

El proceso de elaboración y de clasificación de las cuatro etapas de la escritura de los dogones nos ofrece también un turbador ejemplo de conciencia sutil del lenguaje diferenciado.

«Esta participación del lenguaje en el mundo, en la Naturaleza, en el cuerpo, en la sociedad -de la que está, empero, prácticamente diferenciada- y en sistematización compleja, constituye tal vez -escribe Julia Joyaux- el rasgo fundamental de la concepción del lenguaje en las sociedades llamadas "primitivas"...»

Lo cual equivale a decir que la lingüística de los pre-civilizados es una lingüística de alta civilización.


Y ahora se plantea una cuestión. Stonehenge, como otros monumentos megalíticos, fue una construcción compleja, expresión e instrumento de conocimientos matemáticos y cosmogónicos, testimonio de una cultura. Siendo así, ¿cuál fue el lenguaje de esta cultura? ¿Cabe presumir que careciese de escritura, de correlativo gráfico, si nos dejó un vestigio tan evidente de correlativo arquitectónico?

 

Sin necesidad de plantear la cuestión en un plano general, la simple consideración de las necesidades técnicas nos obliga a aceptar la idea de que hubo una escritura. Pues, a fin de cuentas, ¿cómo se habrían podido efectuar cálculos tan importantes, y dirigir operaciones de transporte de un material enorme y de innumerables brigadas de obreros a través de varios centenares de kilómetros, y organizar otras tan importantes, si se hubiese carecido de escritura?


Pero, ¿cómo no queda de ella algún vestigio? Tal vez las huellas se borraron en el curso de los siglos, ante la absoluta indiferencia de los habitantes de aquellas regiones. Atkinson presume que los instructores-constructores vinieron de Creta. ¿Utilizaron, quizá, para fijar los signos, materiales perecederos?

 

Pero la escritura sobre tablillas de arcilla era a la sazón desconocida, y los maestros de obras disponían de piedras y de madera en abundancia. Tal vez conviene más imaginar que, como dice la tradición bambara, «el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad», y que los constructores, pertenecientes a alguna casta sacerdotal, iniciados y técnicos a un mismo tiempo, realizaban mudas operaciones mentales, que se transmitían por algún medio telepático.

 

O que procedían a sutiles registros del pensamiento sobre materiales orgánicos o cristales especialmente preparados. O, en fin -y en correspondencia con lo que sabemos de los tabúes de lenguaje en el mundo antiguo-, que los maestros mantuvieron secretas las palabras e invisibles los signos necesarios para la edificación y el funcionamiento de aquellas colosales máquinas-templos.


Pero aunque las palabras y la escritura de los maestros permaneciesen ocultas, la ejecución de los trabajos debió de requerir signos, una escritura secundaria, una escritura visible que se ha desvanecido. Si ésta existió, fue tal vez empleada por los arquitectos corno una simple necesidad de intendencia, como un producto inferior del conocimiento secreto, el cual carecía de vehículo visible de comunicación.


Bernard Shaw, en una de sus obras, pone en escena a César. La Biblioteca de Alejandría está ardiendo. Un personaje dice que la memoria de la Humanidad va a desaparecer. «Déjala arder -responde César-. Es una memoria llena de infamia.» El amo del mundo no expresa, con estas palabras, desprecio del conocimiento, sino más bien una idea, de los Antiguos, según la cual, el lenguaje escrito no era más que un sucedáneo del verdadero saber registrado en las regiones superiores de la mente, depositado en la silenciosa memoria de los iniciados.

 

Platón, en Timeo, declara:

«Ardua tarea es descubrir al autor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible darlo a conocer a todos los hombres.»

En, Fedro, refiere una fábula egipcia contra la escritura, cuyo empleo desacostumbra a los hombres a ejercitar su memoria y les obliga a depender de los signos. Los libros, dice,

«se asemejan a los retratos, que perecen vivos pero son incapaces de responder una palabra a las preguntas que se les formulan».

Clemente de Alejandría afirma: «Escribir todo un libro es poner una espada en manos de un niño.»

 

Esta idea fundamental de la remota antigüedad volvemos a encontrarla, como observa Jorge Luis Borges, en el texto evangélico:

«No deis las cosas santas a perros ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las pisoteen y revolviéndose os destrocen.»

Esta máxima es de Jesús, el maestro más grande de la enseñanza oral, que sólo una vez escribió en el suelo unas palabras que nadie leyó.


¿Es Stonehenge el monumento de una cultura superior, primordial y, por ello, independiente de todo vehículo visible, carente de signos gráficos de comunicación? La escritura podría representar una caída en el exoterismo, un producto secundario del lenguaje del conocimiento, un vehículo de enseñanzas accesorio para uso del común de los mortales. Sin embargo, la escritura visible fue necesaria para aquellas grandes obras.

 

El profesor Glyn Daniel, en un artículo publicado en el Observer de septiembre de 1964, observó que el traslado de las enormes piedras de la región de Pembrokshire a la llanura de Salisbury debió plantear delicados problemas de logística, y que toda la operación debió efectuarse de acuerdo con planos, instrucciones escritas, órdenes y proyectos. -Formuló la hipótesis de mapas y planos dibujados sobre pieles o tablillas de madera. Es asombroso que, salvo Glyn Daniel, ningún prehistoriador parece haberse planteado esta cuestión.


Podríamos fundar otra hipótesis en los «quipus», o cuerdas anudadas que fueron descubiertas en el Perú y que, según se cree actualmente, servían para la transmisión de indicaciones numéricas. Unos nudos complejos pueden servir para representar números e ideas. Sabemos muy poco acerca de estas cuerdas anudadas, como tampoco de las «escalas de hechiceros» del sur de Italia o de sus semejantes de los Países Bajos, que, según la tradición mágica, servían para «anudar o desligar el viento». Si la escritura práctica de Stonehenge fue de este tipo, la tierra húmeda de Salisbury debió de destruir sus huellas desde hace miles de años.


Por último, podemos imaginar una escritura que fuese demasiado pequeña o demasiado grande para ser percibida: algo parecido al micro-punto que empleamos para los mensajes secretos, o a signos inmensos trazados en el paisaje.
¿Una manera de saber hacer sin saber decir? ¿Encontraremos un día algún vestigio de la escritura perdida y nos remontaremos, gracias a ella, al gran lenguaje de los orígenes? Heródoto refiere un experimento de Psamético, rey de Egipto, que hizo criar a dos niños, desde su nacimiento, sin el menor contacto con lenguaje alguno.

 

La primera palabra que pronunciaron estos niños fue «pan», en frigio, y el rey sacó la conclusión de que el frigio era más antiguo que el egipcio y había sido la lengua ya formada que había recibido el hombre. Vemos, pues, que el enigma del lenguaje nos acosa desde siempre, desde el rey de Egipto hasta Lévi-Strauss, el cual sostiene que,

«el lenguaje sólo pudo aparecer de golpe..., efectuándose un paso brusco de una fase en que nada tenía sentido, a otra, en que todo lo tenía».

¿Hubo, pues, para todos los hombres, un gran lenguaje original, cuyo verbo inicial reveló la naturaleza de las cosas, su verdadero nombre y su función en la armonía universal? ¿Y se escribió el Baile de los Gigantes sobre la música de este gran lenguaje?
 

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CAPITULO II
EL CENTÉSIMO NOMBRE DEL SEÑOR

Sobre la piel de un jaguar. - La magia del nombre entre los primitivos y entre los egipcios. - Cómo domesticar al oso. - Los secretos del sonido. - La gnosis y el lenguaje revelado. - Fulcanelli y la lengua de los pájaros. - Hipótesis sobre las escrituras mágicas. - La asombrosa historia del manuscrito Voynitch. - El río de Padirac. - El libro del gran Set.

«Un judío, llamado Gustav Meyrinck, fue circuncidado, sabe por qué lo fue, y conoce el Nombre en todos sus aspectos.»

El Señor tiene noventa y nueve nombres accesibles al entendimiento humano; noventa y nueve atributos: es justo, misericordioso, todopoderoso, etcétera. Pero tiene un centésimo nombre que brilla en los cielos. El que llega a aprenderlo, se eleva por encima de la condición humana; en él residen el pensamiento y el poder infinitos; él es el Maestro del Nombre.

 

Una larga cadena de Maestros del Nombre -dice Israel Baal Shem- liga los siglos a la revelación original, desde el inmemorial Melquisedec hasta nuestros días.

 

Eliezer de Worms aseguraba que el Nombre está escrito en una espada, y que, cuando el Judío Errante la ve, tiene que reanudar inmediatamente su camino... En una narración muy notable de Jorge Luis Borges, el mago Tzinacán, sacerdote sacrificador de la pirámide de Qaholom, se ve encerrado en una profunda cárcel, donde tiene que morir, por haberse negado a revelar a los españoles el escondrijo de un tesoro. Será devorado por un jaguar, que espera al otro lado del muro.

 

Tzinacán busca el nombre, la fórmula de la escritura absoluta, de la eternidad.

 

Dios la escribió el primer día de la creación.

«La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdura secreta, y que la leerá un elegido... Quizás en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del Dios

Y así fue como Tzinacán, mudo, indiferente a sí mismo y a su fin,

«dejando que me olviden los días, acostado en la oscuridad», descifró en la piel de la fiera «los ardientes designios del Universo».

Todas las tradiciones, primitivas, gnóstica, cabalística, dicen que hay un Nombre supremo, clave de todas las cosas. Pero también enseñan que cada cosa y cada criatura tienen su nombre verdadero, que contiene y expresa su naturaleza esencial, su situación y su papel en la armonía universal. Esta idea se encuentra ya en las antiguas civilizaciones. El verdadero nombre de Roma era guardado en secreto, y Cartago fue destruida -según se dijo- cuando los romanos se enteraron, por una traición, de su nombre oculto.


Para el hombre llamado «primitivo», no hay diferencia entre la cosa y la palabra que expresa la cosa, no hay diferencia entre el aliento, principio vital, y el Verbo, formado por el aliento entre los dientes. El lenguaje es una sustancia y una fuerza material que no se concibe como una parte mental, como un proceso de abstracción, sino como un elemento del cuerpo y de la Naturaleza. Lo mismo que ocurre con la materia y el espíritu, lo real y el lenguaje, lo significado y lo que lo significa, que se confunden en la unidad del mundo exterior y el mundo interior.

 

Hasta el punto de que la mayoría de los sistemas mágicos se fundan en un tratamiento de la palabra considerada como fuerza realmente activa. Hay palabras secretas, demasiado poderosas para ser manejadas por los no iniciados; existen prohibiciones de usar ciertas palabras; hay palabras que son instrumentos eficaces del hechizo o del exorcismo. En la lengua acadia, «ser» y «nombrar» son sinónimos.

 

En su célebre libro, El ramo de oro, Frazer observa que, en muchas tribus primitivas,

«el nombre puede servir de intermediario -igual que los cabellos, las uñas u otra parte cualquiera de la persona física- para hacer actuar la magia sobre esta persona».

Para el indio de América del Norte, su nombre es una parte de su cuerpo; quien maltrate a su nombre, atenta contra su vida.


Julia Joyaux (El lenguaje, ese desconocido) observa: «El nombre no debe ser pronunciado, pues el acto de la pronunciación-materialización puede revelar-materializar las propiedades reales de la persona que lo lleva, haciéndola así vulnerable a la mirada de sus enemigos. Los esquimales adoptaban un nombre nuevo cuando se hacían viejos.

 

Los celtas consideraban los nombres como sinónimos del "alma" y del "aliento". Entre los yuins de Nueva Gales del Sur, en Australia, y en otros pueblos, siempre según Frazer, el padre revelaba su nombre a su hijo en el momento de la iniciación, pero muy pocas personas lo conocían.

 

En Australia, se olvidan los nombres, y se llama a la gente "hermano, primo, sobrino...". Los egipcios tenían también dos nombres: el pequeño, que era bueno y se empleaba en público, y el grande, que se disimulaba.

 

Tales creencias, referidas al nombre propio, se encuentran también entre los kru del África Occidental, en los pueblos de la Costa de los Esclavos, entre los wolofs de Senegambia, en las Islas Filipinas, en las Islas Burrú (Indias Orientales), en la isla de Chiloé (frente a la costa meridional de Chile), etcétera.

 

El Dios egipcio Ra, al ser mordido por una serpiente, se lamenta:

"Yo soy aquel que tiene muchos nombres y muchas formas... Mi padre y mi madre me dijeron mi nombre; permanece oculto en mi cuerpo desde mi nacimiento, para que ningún poder mágico pueda ser adquirido por quien quisiera echarme un maleficio."

Pero acabó por revelar su nombre a Isis, que se hizo, por ello, todopoderosa. También pesan tabúes sobre palabras que designan grados de parentesco.

»Entre los cafres, las mujeres tienen prohibido pronunciar el nombre de su marido y el de su suegro, así como cualquier otra palabra que tenga semejanza con aquéllos. Esto trae consigo una alteración tal en el lenguaje de las mujeres, que bien puede decirse que éstas hablan una lengua diferente. Frazer recuerda, a este respecto, que, en la Antigüedad, las mujeres jónicas no llamaban nunca a su marido por su nombre, y que, en Roma, nadie debía nombrar al padre o a una hija mientras se celebraban los ritos de Ceres.


»Los nombres de los muertos están sometidos a las leyes del tabú. Tales costumbres eran observadas por los albaneses del Cáucaso, y Frazer las advierte también en los aborígenes de Australia.
En el lenguaje de los abipones del Paraguay, se introducen palabras nuevas todos los años, pues se suprimen oficialmente todas aquellas que se parecen a los nombres de los muertos, sustituyéndolas por otras nuevas. Se comprende que tales procedimientos anulan la posibilidad de crónicas e historias; el lenguaje deja de ser depositario del pasado y se transforma con el decurso real del tiempo.


»Los tabúes afectan igualmente a los nombres de los reyes, de los personajes sagrados y de los Dioses; pero también a muchísimos nombres comunes. Se trata, sobre todo, de nombres de animales o de plantas, considerados peligrosos, y cuya pronunciación equivaldría a evocar el peligro mismo. Así, en las lenguas eslavas, la palabra que significa "oso" fue sustituida por otra más "anodina", cuya raíz es "miel" y que nos dio, por ejemplo, en ruso, el vocablo "med'ved", de "med", miel. El oso maléfico quedó remplazado por algo más eufórico.


»Estas prohibiciones parecen corresponder a "imposibilidades" naturales, y pueden ser levantadas o expiadas mediante determinadas ceremonias. Muchas prácticas mágicas se fundan en la creencia de que las palabras poseen una realidad concreta y activa, y de que basta con pronunciarlas para que ejerzan su acción. Tal es la base de muchas oraciones o fórmulas mágicas con las que se obtiene la "curación" de enfermedades, la lluvia sobre los campos, cosechas abundantes, etc.»

Nosotros, los «civilizados», establecimos una dicotomía entre espíritu y materia, realidad y lenguaje, y nuestra concepción general dualista nos induce a considerar el lenguaje como una función separada, la lingüística como una ciencia distinta, el «hecho lingüístico» como procedente de una visión puramente formal, abstracta. Un filólogo como Boas lleva esta visión aislante hasta el extremo de negar toda relación entre el lenguaje de una tribu y su cultura.

 

Ahora bien, no sólo existe, como opina Malinovsky, una relación entre el lenguaje y el contexto cultural y social, sino que, quizás, hay una relación, en «la magia que funciona», entre la palabra, el aliento, el sonido, la posición, el momento, el lugar, la disposición de la asamblea en que aquélla es pronunciada con acompañamiento rítmico, y la acción efectiva que se emprende.

 

Todavía sabemos muy poco acerca de las virtudes del sonido, de que nos hablan las civilizaciones mágicas y espiritualistas. Todavía no hemos estudiado sistemáticamente el aliento y su articulación como «máquina», como medio de acción, sobre el psiquismo, sobre la Naturaleza. Es posible que la lingüística, en el sentido moderno de esta disciplina, sea una ciencia de la corteza, y que haya una ciencia de la pulpa, que tal vez, un día, descubriremos o redescubriremos.
 

La idea de que existen «palabras-maestras», que serían claves de la realidad, se expresa en diversos grados en las mentalidades «primitivas» y en las metafísicas de corriente gnóstica. Cada cosa, cada ser, tiene su nombre misterioso inscrito en el repertorio del conocimiento absoluto. Dios dio nombre a su creación, en un lenguaje que los elegidos serán llamados a comprender.

«Muy poca gente -dice el gnóstico- puede poseer este conocimiento: uno entre mil, dos entre diez mil»

(Basilido; Ireneo, Adversus Haereses, I, 24, 6).

Simón el Mago empieza así su gran Revelación (Apophasis):

«Este es el escrito de la revelación de la Voz y del Nombre, procedente del Pensamiento y de la gran Potencia infinita. Por esto será sellado, escondido, envuelto en la morada donde la raíz del Todo tiene sus fundamentos.»

Existe, pues, según los antiguos, un lenguaje revelado, en el cual los nombres no serían el símbolo transmisor de las cosas, sino la expresión y la realidad de la estructura última de las cosas. y nuestras lenguas no serían más que el recuerdo esfumado de este lenguaje original divino. En ocasiones, una palabra parece ligada aún, por un sólido lazo, a su raíz divina. Su ambivalencia ilustradora, o su complejo contenido numérico, parecen evocar su relación con alguna enciclopedia de las verdades primordiales.

 

Así, la palabra Phos significa, en griego, según la acentuación, hombre o luz. Así, en las sectas gnósticas cristianas del Imperio Romano, se utilizaban como signo de reconocimiento unas gemas que llevaban grabada la palabra mágica Abraxas o Abrasax.

 

Y, según observa Serge Hutin (Los gnósticos),

«sumando los valores numéricos respectivos de las letras griegas de esta palabra, ya que en griego antiguo las cifras eran representadas por letras, se obtiene 365, que es también el valor de Mitra y que corresponde, a la vez, al número de círculos que el Sol parece describir y a la creencia de los basilidianos de que existen 365 cielos o universos».

Toda palabra, en la «lengua verdadera», sería saber y magia, es decir, revelación de la estructura de la cosa nombrada y poder absoluto sobre esta cosa, depósito de sus significados últimos en su correspondencia con la armonía universal.


En su célebre obra El misterio de las catedrales, Fulcanelli propone una interpretación de la expresión «arte gótico», mostrando que los grandes edificios religiosos de la Edad Media son, en realidad, libros de piedra que enseñan la ciencia de la alquimia y contienen,

«la misma verdad positiva, el mismo fondo científico que las pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas y las basílicas bizantinas».

Esta interpretación presupone la existencia de un Gran Lenguaje original. Hay que buscar la explicación -nos dice- en el origen cabalístico de la palabra, más que en su raíz literal.

 

Dicho en otros términos: existe una lingüística esotérica que es la verdadera lingüística estructuralista.

«Algunos autores perspicaces, impresionados por la semejanza que existe entre gótico y goético, pensaron que había de existir una relación estrecha entre el arte gótico y el arte goético o mágico.


»Para nosotros, arte gótico no es más que una deformación ortográfica de la palabra argótico, cuya homofonía es perfecta, de acuerdo con la ley fonética que rige, en todas las lenguas y sin tener en cuenta la ortografía, la cábala tradicional. La catedral es una obra de art goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen el argot como "una lengua particular de todos los individuos que tienen interés en comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los que les rodean". Es, pues, una cábala hablada. Los argotiers, o sea los que utilizan este lenguaje, son descendientes herméticos de los argo-nautas, los cuales mandaban la nave Argos y hablaban la lengua argótica, mientras bogaban hacia las riberas afortunadas de Cólquida en busca del famoso Vellocino de Oro (...).


»Añadamos, por último, que el argot es una de las formas derivadas de la lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la lengua de los filósofos... Es aquella cuyo conocimiento revela Jesús a sus apóstoles al enviarles su espíritu, el Espíritu Santo. Es ella la que enseña el misterio de las cosas y descorre el velo de las verdades más ocultas.

 

Los antiguos incas la llamaban "lengua de Corte", porque era muy empleada por los "diplomáticos", a los que daba la clave de una doble ciencia: la ciencia sagrada y la ciencia profana. En la Edad Media era calificada de Gaya Ciencia o Gay (no tiene relación con la denominación actual de la homosexualidad), Saber, Lengua de los Dioses, Diosa-Botella. La Tradición afirma que los hombres la hablaban antes de la construcción de la Torre de Babel, causa de su perversión y, para la mayoría, del olvido total de este idioma sagrado.»

¿Qué pensar de estas afirmaciones reiteradas en todas las grandes tradiciones, y de su eco en las magias verbales de los «primitivos»? Nuestro camino no es la adhesión supersticiosa. Pero podemos preguntarnos, con ánimo abierto, si no tendría base razonable una investigación orientada en este sentido.


Todo nos conduce hoy en día a pensar que las lenguas no se remontan, en el tiempo, hasta los balbuceos neandertalianos. La antropología estructuralista evoca incluso la hipótesis de una aparición brusca del lenguaje:

«fuesen cuales fueren el momento y las circunstancias de su aparición en la escala de la vida animal, el lenguaje sólo pudo nacer de un solo golpe»

(Lévi-Strauss)

Según Sapir, el lenguaje es «formalmente completo» desde el «principio», y, desde que hay hombres, hay lenguaje. Para Leroi-Gourhan, las huellas más antiguas de un lenguaje y del simbolismo gráfico se remontan a finales del musteriense y se hacen abundantes unos 35.000 años antes de nuestra Era. El lenguaje no habría tenido prehistoria, sino que habría sido «dado» de algún modo, y sería, en cierto modo, «eterno».

 

También empezamos a preguntarnos si el neandertalense, al que tuvimos hasta hace pocos años por el antepasado del hombre, no sería un producto de cruzamiento que coexistió, hace cincuenta milenios, con un homo habilis infinitamente más viejo El prehistoriador americano Alexander Marshak, en numerosas comunicaciones presentadas en 1964, insistió en unos signos, sobre guijarros, que revelaban vestigios de matemáticas paleolíticas. Estos signos parecían corresponder a un calendario lunar de 35.000 años de antigüedad.

 

La confección de un calendario semejante hace suponer la existencia de notables conocimientos matemáticos o, en todo caso, de anotaciones de periodicidad. Si se trata de restos de una cultura desaparecida, anterior al neandertalense, ¿nos hallamos en presencia de un gran lenguaje primordial? Podemos imaginarnos también un tiempo en las cavernas en que hubiesen coexistido los supervivientes de una civilización con los neandertalianos, como coexisten, en nuestra era de cohetes espaciales, los ingenieros de la NASA con los indios coghis.


En fin, estamos empezando a descifrar, mediante ordenadores, ciertas lenguas antiquísimas y, al parecer, tan complejas como el sánscrito y el egipcio; tal es, por ejemplo, la escritura de las tablillas del valle del Indo. Este descifrado y el estudio de las correlaciones entre las escrituras muy antiguas pueden depararnos grandes sorpresas.

«La idea de que hubo un tiempo en que todos los hombres civilizados hablaban la misma lengua -escribe Lincoln Barnett- no es en modo alguno exclusiva del Génesis. La encontramos también en el antiguo Egipto y en los viejos escritos hindúes y budistas. Esta idea fue seriamente estudiada por varios filósofos europeos del siglo XVI.»

Nuestra inmersión en el abismo del tiempo nos revela un creciente retroceso de la edad del hombre y de las civilizaciones, y los filósofos del siglo XXI podrán, tal vez, recoger eficazmente esta hipótesis y ampliarla a los tiempos antediluvianos.

 

En tal caso, no habría que olvidar la siguiente pregunta, aparentemente extravagante:

Si hubo una lengua primordial, ¿en qué forma se conservó y transmitió? En seguida pensamos en las tablillas de arcilla y en las inscripciones sobre piedra o madera. Pero estos medios toscos, esta escritura visible -que dan, no obstante, testimonio de sociedades sorprendentemente refinadas en los antiguos milenios-, fueron, tal vez, únicamente utilizados por sociedades posteriores a una civilización más elevada.

 

Si a la idea del alto conocimiento revelado se une siempre la idea del secreto, de la comunicación exclusivamente iniciática, tenemos derecho a imaginarnos alguna escritura oculta a los ojos del público. En la actualidad, poseemos medios invisibles de registro del conocimiento, desde el disco hasta la cinta magnética, desde el microfilme hasta los cristales.

 

Tal vez un día descubriremos la escritura camuflada, depositada en objetos, en piedras del suelo o -¿quién sabe?- en nosotros mismos, en las sutiles profundidades de nuestras células... Y, en fin, aunque se trate de una escritura evidente, debemos recordar que todos los libros del mundo antiguo, reunidos en las inmensas bibliotecas de Rodas, de Cartago, de Alejandría y de otras partes, fueron destruidos; que poseemos menos del 1 por ciento de las literaturas griega y romana, y que quedaron enterradas las cenizas del genio del pasado.

 

Para terminar: si progresa el descifrado de las lenguas ignoradas, sobre todo mediante el empleo de los ordenadores, la existencia de una escritura que hubiera transmitido conocimientos de abstracciones matemáticas plantearía problemas insolubles. Todas nuestras investigaciones arqueológicas o lingüísticas se han referido siempre a civilizaciones menos avanzadas que la nuestra.

 

Si la realidad fuese a la inversa, tropezaríamos con términos que no podríamos interpretar; nos hallaríamos en situación parecida a la de un confuso estudiante del siglo XIX que hubiese debido traducir, en su ejercicio de latín, las palabras transistor o laser.

Otra vía de acceso al hipotético Gran Lenguaje podría ser el análisis de las escrituras mágicas. El arqueólogo inglés S. F. Hood, al estudiar unas tablillas encontradas en el yacimiento prehistórico de Tartariz., Rumania, pudo establecer correlaciones con Creta, el Irak, Egipto y los Balcanes. Parece ser que, hace más de seis mil años, se empleó
un sistema único de signos mágicos.

 

También el especialista rumano N. Vlassa, adscrito al Museo de Cluj, recogió, entre las cenizas de lo que parece haber sido un altar, unas tablillas en las que se veían aquellos signos, parecidos a los descubiertos en Vinra, cerca de Belgrado; en Tordos, Rumania; en Troya, y en la isla de Melos, en el mar Egeo. Hood opina que este sistema único de notaciones debió de propagarse partiendo del Irak. Pero falta interpretarlo. El descifrado de escrituras mágicas, incluso mucho más recientes, no ha comenzado aún.

 

Las diversas interpretaciones esotéricas son poco convincentes. Numerosos alfabetos mágicos han llegado hasta nosotros, y A. E. Waite publicó varios de ellos. En realidad, el misterio que encierran permanece oculto por entero. Según la mayoría de los especialistas, presentan signos más complejos que los ideogramas chinos, y tienen, probablemente, un contenido muy rico en información. Una cosa nos llama la atención, y es que, con frecuencia, tienen un extraño parecido con los diagramas de los circuitos impresos.

 

Sabemos lo que son, por ejemplo, los circuitos impresos de los transistores. Se trata de circuitos electrónicos realizados con tintas resistentes... conductoras y magnéticas. Esta idea puede ser una locura. No será un caso único en este libro. Unas líneas trazadas sobre un pergamino pueden ser instrumentos de telecomunicación o receptáculos de energía. En todo caso, convendría partir de ideas de esta naturaleza pluridisciplinaria para proseguir los trabajos esbozados por John Dee sobre la escritura mágica.


La clave de los sistemas mágicos y del Gran Lenguaje, ¿se encuentra, tal vez, en casa de un anticuario americano? Esta absurda pregunta, propia de un periódico sensacionalista, tiene, sin embargo, cierto interés.


David Kahn, uno de los más distinguidos especialistas americanos en criptografía, escribe:

«El manuscrito Voynitch es, quizás, una bomba colocada debajo de nuestros conocimientos, y que estallará el día en que se consiga descifrarlo.»

Este manuscrito se halla en venta, por 160.000 dólares, en casa de Hans P. Kraus, en Nueva York. Se presenta como un manuscrito iluminado de la Edad Media. Consta de 204 páginas. Según la numeración, faltan 28 de ellas. Su redacción se atribuye a Roger Bacon. Se trata, bien de una lengua desconocida, bien -y esto parece más probable- de una obra escrita en clave.

 

Allá por el año de 1580, el duque de Northumberland, que había saqueado un número considerable de monasterios, lo envió al mago John Dee, el cual, después de un estudio del que nada sabemos, lo regaló al emperador Rodolfo II, alquimista, astrónomo y protector de Tycho Brahe y de Kepler. Más tarde, en el siglo XVII, pasó a manos de Marci, rector de la Universidad de Praga.

 

Una carta de 19 de agosto de 1666 acompaña su envío a Atanasio Kirscher, cuyos esfuerzos resultaron vanos. Después de su fracaso, Kirscher depositó el manuscrito en poder de la Orden de los jesuitas. En 1912, el anticuario Wilfred Voynitch lo compró a la Universidad jesuita de Mondragone Frascati (Italia) y repartió copias por todo el mundo.

 

Se creyó descubrir, en las iluminaciones, nebulosas espirales, plantas desconocidas y el cielo alrededor de Aldebarán y de las Híadas. En 1921, William Newbold, decano de la Universidad de Pensilvania, asesor del centro de espionaje americano en materia de criptografia, creyó haber descifrado una parte del manuscrito, algunas de las primeras páginas. Pero la clave cambiaba después. Según Newbold, Bacon debió tener conocimientos superiores a los nuestros; pero su traducción es discutida en la actualidad. Newbold murió en 1926; Voynitch, en 1930; su mujer, en 1960, y los herederos cedieron el indescifrable manuscrito a Kraus, el cual espera la oferta de alguna fundación.


Todas las hipótesis están permitidas. El pesimista recordará el famoso papiro Rhind, escrito 1.800 años antes de J. C., que anuncia «el conocimiento completo de todas las cosas, la explicación de todo lo que existe, la revelación de todos los secretos», y que no contiene más que la teoría de las fracciones y su aplicación a la paga de los obreros de una obra. El optimista pensará que Roger Bacon no era hombre capaz de poner en clave cosas insignificantes. El manuscrito Voynitch puede no contener más que fórmulas anticuadas, o puede ser la clave que, como imagina David Kahn, venga a trastornar un día toda la historia de los conocimientos.


Por otra parte, esta conmoción se halla ya en curso, sobre todo en el estudio de las matemáticas antiguas. Ni siquiera un hombre como Van der Waerden, una de las más altas autoridades en este campo, rechaza la hipótesis de una ciencia antigua que habría dado origen a los conocimientos babilónico, egipcio y chino.

«Es imposible demostrar el fundamento de tales hipótesis, que, por lo demás, son ajenas a nuestro trabajo», dice.

Pero añade a continuación:

«La historia de las matemáticas griegas se extingue súbitamente, como una vela al ser soplada. ¿Cuántas otras altas ciencias murieron con la misma brusquedad, y por qué

Es evidente que el descubrimiento de unas matemáticas superiores probaría la existencia de altas civilizaciones extinguidas, a su vez, «como una vela al ser soplada», y arrojaría una viva luz sobre el Gran Lenguaje. Sin embargo, las altas matemáticas exigen una estructura mental particular. Los números y los cálculos no aparecen por sí solos. Su relación con el mundo real es imposible de captar.

 

Si existe algún vestigio de ellas en los documentos de que disponemos, sólo podría ser descubierto por matemáticos cuyo violín de Ingres fuese la Arqueología, o por equipos pluridisciplinarios que no han sido aún constituidos sistemáticamente. Por supuesto, nosotros somos optimistas. Nuestra mayor satisfacción sería presenciar el estallido de bombas como la que sueña Kahn. Y, sin prejuzgar nada, estamos alerta en todas partes: ante el pórtico de Notre-Dame; entre los megalitos; en las ruinas de Babilonia, e incluso en casa de Kraus, en Nueva York...


Una última pista podría conducir al Gran Lenguaje: el inconsciente colectivo de la especie humana. En las extrañas lenguas que inventan a veces los niños, en los lenguajes desconocidos que hace aparecer, en ciertos casos, la hipnosis profunda, ¿puede percibirse el eco de aquella «lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás», que asciende desde lo profundo de los tiempos?


Hace treinta años, visité la sima de Padirac. El barquero que nos conducía sobre las negras aguas, pronunció esta maravillosa frase:

«Este río es tan desconocido que ni siquiera se sabe su nombre...»

Con esto expresaba, ingenuamente, dos certidumbres profundas que se agitan en nuestras almas: a saber, que las cosas sólo existen para nosotros cuando han sido nombradas, y que existe, desde la eternidad, un nombre que corresponde a cada cosa, la contiene y la expresa por entero.

«El hombre -escribe Chesterton- sabe que el alma tiene matices más milagrosos, más innumerables, más indecibles aún que los colores de un bosque en otoño.

 

¿Cómo creer que todas estas realidades, en sus tonos y semitonos, en sus fusiones y sutiles correlaciones, pueden ser expresadas con exactitud por un sistema arbitrario de gruñidos y gemidos? ¿Puede un agente de Cambio y Bolsa emitir con sus labios todos los sonidos que explican los misterios de la memoria y las angustias del deseo?

 

No, no, piensa el hombre: toda lengua es insuficiente: quizá todas las lenguas no son más que degeneraciones del momento sagrado en que Adán «puso nombre a las cosas».

Esta idea, ¿es añoranza, o comprobación de una insuficiencia eterna? ¿Hemos inventado el mito de un Gran Lenguaje para mitigar nuestra angustia de lo inexpresable? Sin embargo, la tradición se refiere a él con insistencia, y las sectas gnósticas, por ejemplo, afirman poseer la verdad de libros cuyo origen es alógeno, extraño y superior a este mundo.

 

La exposición del Libro Sagrado del Gran Espíritu Invisible se inicia con estas solemnes frases:

«Aquí está el libro que escribió el gran Set (uno de los hijos de Adán). Lo depositó en altas montañas... Este libro lo escribió el gran Set, con escrituras de ciento treinta años. Lo depositó en la montaña llamada Charax, a fin de que se manifieste en los últimos tiempos y en los últimos instantes.»

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CAPÍTULO III
EN BUSCA DE UNA ESCRITURA DE LO ABSOLUTO

El «Colegio Invisible» de John Wilkins. - La primera sociedad científica. - ¿Es luna más expresivo que moon? - La lengua universal de Wilkins. - Todo el universo en letras. - «El mercado celeste de los conocimientos benévolos.» - Una idea que hay que proseguir. - El mito de una escritura santa. - Nuestra inscripción en el anuario del teléfono galáctico. - El lenguaje acelerado de Heinlein y e1 de Lincos de Freudenthal. - Para un mensaje terrestre. - El Verbo y la estructura absoluta. - Sobre la utilidad de jugar con fuego.

Sí, ¿cuál fue el saber decir? Cuando soñamos en las escrituras perdidas, siempre vuelve a nuestra mente la idea de un Gran Lenguaje original, comprensivo y expresivo del conocimiento, almacén enciclopédico de los Dioses legendarios.
Un hombre que, hace trescientos años, soñaba en conquistar la Luna, quiso brindar a sus hermanos un Gran Lenguaje nuevo.

 

Se llamaba John Wilkins. Nacido en 1614 y muerto en 1672, Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Ciencias, de la que era fundador su amigo Elias Ashmole. Ese Ashmole era un singular y estupendo personaje, que había de legar también a Oxford un museo rico en documentos sobre la alquimia y sobre los orígenes de la masonería. Miembro de una secta Rosacruz, fue discípulo del alquimista William Backhouse.

 

Leemos en su Diario, con fecha 13 de mayo de 1653:

«Mi maestro Backhouse, enfermo en su casa de Fleet Street y temiendo que iba a morir, me reveló este día, a las once de la noche, el verdadero secreto de la piedra filosofal.»

Backhouse no murió aquel día, sino nueve años más tarde. Pensaba que había llegado el momento de transformar una ciencia secreta en ciencia abierta. Esta actitud mental fue seguida por Ashmole y por Wilkins, y había de dar origen a la Royal Society, motor del conocimiento moderno. Aquellos hombres tuvieron una amplitud de conceptos y una curiosidad extraordinarias.

 

Pero esta raza se ha extinguido, se nos dirá... Jorge Luis Borges, que hizo un penetrante estudio de Wilkins, cita, entre las materias que apasionaron a éste, la Teología, la Música, la fabricación de colmenas transparentes para la observación de las abejas, la existencia de un planeta invisible en el sistema solar, la construcción de astronaves para comunicaciones regulares con la Luna, y, en fin, el establecimiento de un lenguaje universal.


Capellán del príncipe palatino Carlos Luis, rector del Wadham College de Oxford, Wilkins había creado en esta ciudad una agrupación de investigadores, el «Colegio Invisible», que contaba entre sus miembros a sabios como Sir Christopher Wren, Thomas Sydenham y Robert Boyle.

 

Este «Colegio Invisible» se incorporó a la Royal Society, que recibió su título del rey Carlos II, en 1662, y que, dedicada al estudio experimental, tomó como divisa una frase de Horacio: Nullius in verba. En 1666, Colbert, celoso de las ventajas que sacaría Inglaterra de los trabajos de la Royal Society, fundó la Academia de Ciencias de París.


Wilkins mantuvo también relación con los miembros del grupo platónico de Cambridge, animado por Newton desde 1670 hasta 1680. Este grupo reeditó textos esenciales de la alquimia, en una colección dirigida por Ashmole y titulada Teatrum Chimicum Britannicum. En la misma época, Robert Boyle publicó su obra El químico escéptico, en la que insistía sobre la necesidad de una comprobación experimental de las afirmaciones teóricas. Opinaba que los cuatro elementos fundamentales de los antiguos -agua, fuego, aire y tierra no bastaban para describir la materia, y que ésta se componía indudablemente de un número elevado de elementos.

 

En la actualidad, nosotros conocemos 108. Trabajando con transmutaciones según la enseñanza alquímica, envió a Newton polvos de proyección. Los miembros del «Colegio Invisible» unían, a un conocimiento profundo de los secretos antiguos, una seria pasión por el control y la experimentación, y el convencimiento de abrir a la Humanidad el camino de nuevos poderes sobre la Naturaleza. En esta atmósfera de entusiasmo y en un medio agitado por la idea de que eran posibles grandes empresas, hay que situar, pues, la obra lingüística de Wilkins. Tal vez existió un Gran Lenguaje. Tal vez algún día sería encontrado.

 

Pero también se podía emprender la tarea de crearlo de nuevo para la época y de ofrecer a los hombres una lengua universal, descriptiva de la realidad de sus leyes. Wilkins trabajó cuatro años en esto, desde 1664 hasta 1668. Su obra, An Essay toward a Real Character and a Philosophical Language, publicada en 1668 y compuesta de seiscientas páginas en cuarto, permanece hoy en el más completo olvido.

 

Jorge Luis Borges, en su obra Otras inquisiciones, sobre las grandes empresas lingüísticas, observa:

«Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables en que una dama, con acopio de interjecciones y de anacolutos, jura que la palabra luna es más (o menos} expresiva que la palabra moon.

 

Fuera de la evidente observación de que el monosílabo moon es tal vez más apto para representar un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible contribuir a tales debates; descontadas las palabras compuestas y las derivaciones, todos los idiomas del mundo (sin excluir el volapük de Johann Martin Schleyer y la románica interlíngua de Peano) son igualmente inexpresivos.

 

No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no pondere "el envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas de la riquísima lengua española", pero se trata de una mera jactancia, sin corroboración.»

La ambición de Wilkins fue crear una lengua universal, cada una de cuyas palabras, definiéndose a sí misma, proporcionase un conocimiento completo de la cosa representada y la situase en una de las categorías de lo real. Para ello, empezó por dividir el Universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles, a su vez, en especies. Asignó a cada género un monosílabo de dos letras; a cada subgénero, una consonante, y a cada especie, una vocal.


Así, de significa un elemento; deb es el primero de los elementos, el fuego, y deba es una fracción del fuego, a saber, una llama.


En el siglo XIX, en el ambiente utópico y generoso originado por la Icaria, de Cabet, y el Nuevo Mundo enamorado, de Fourier, un lingüista como Letellier tenía que acordarse de Wilkins y continuar su método, proponiendo un lenguaje en el que a quiere decir animal; ab, mamífero; abo, carnívoro; aboj, felino; aboje, gato; abi, herbívoro; abiv, equino; etcétera.

 

Alrededor de 1850, el español Bonifacio Sotos Ochando intentó- algo parecido.

«Las palabras del idioma analítico de John Wilkins -observa Borges- no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que la integran es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas.»

Los niños podrían asimilar esta lengua sin conocer su artificio. Más tarde, en el colegio, descubrirían poco a poco que, además de una lengua, es una clave universal y una enciclopedia secreta. La palabra salmón no nos dice nada. En la lengua de Wilkins, el vocablo zana nos dice que se trata de un pez escamoso, fluvial y de carne rojiza.

«Teóricamente -sigue diciendo Borges-, no es inconcebible un idioma donde el nombre de cada ser indicara todos los pormenores de su destino, pasado y venidero.»

Léon Bloy escribió, en El alma de Napoleón:

«No hay un ser humano capaz de decir quién es... Nadie sabe lo que ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas ni cuál es su nombre verdadero e imperecedero. Nombre inscrito en el registro de la luz.»

 

Cada cosa y cada ser son, sin que conozcamos su importancia o insignificancia particulares, la calidad de su juego en el conjunto de la composición, como un tilde o un punto, una coma, un versículo o un capítulo entero de un gran texto litúrgico, cuyos alfabeto, vocabulario y gramática permanecen ocultos para nosotros. Nosotros somos los versículos, las palabras o las letras de un libro mágico, y este libro interminable es la única cosa que existe en el mundo: dicho con mayor exactitud, es el mundo.»

Esta gran idea bullía sin duda en Wilkins, aunque éste tuvo la ambición más modesta, aunque también insensata, de darnos una escritura que transmitiese el conocimiento de cada cosa nombrada, en relación con nuestro conocimiento provisional del Universo. Semejante tentativa choca, naturalmente, con la dificultad de dividir en clases todos los elementos de nuestro universo. Depende, pues, de la idea que nos forjemos del mundo en un momento dado, y esta clasificación tiene que ser, forzosamente, arbitraria y conjetural.

 

Una antigua enciclopedia china, El mercado selecto de los conocimientos bienhechores, divide los animales en la forma siguiente: pertenecientes al emperador, domesticados, que se agitan como locos, dibujados con un pincel muy fino de piel de camello, que acaban de romper el cascarón, que de lejos parecer, moscas, etcétera. Wilkins, como hombre de ciencia de su tiempo, propone una clasificación racional, pero que hoy nos parece insuficiente, ligera.

 

Así, en la octava categoría, que es la de las piedras, distingue: piedras comunes (sílex, arena gruesa, pizarra), medianamente caras (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda, arsénico). Nosotros hemos progresado mucho en la denominación y la ordenación. Pero también hemos aprendido que, cuanto más se afina el conocimiento de lo real, más ambigüedades surgen.

 

Por ejemplo, ¿habría que incluir la luz en la categoría onda o en la categoría corpúsculo? Sin embargo, quisiéramos que un Wilkins de nuestro tiempo reanudase el intento, y, después, que esta nueva lengua universal fuese sometida al ordenador, que, examinando el conjunto de combinaciones posibles, haría surgir las palabras que faltasen. Estas últimas palabras corresponderían sin duda a objetos inexistentes o imposibles, como un triángulo de cuatro lados, o a lagunas del Universo, como, por ejemplo, el elemento estable cuyo núcleo contuviese cinco partículas.

 

También podemos preguntarnos si las regularidades de semejante lengua sintética no corresponderían a algún misterio fundamental de los números y de las palabras. En fin, una eliminación de los conceptos sin contenido de información haría que el empleo de esta lengua fuese una gimnasia completamente nueva, profundamente transformadora del pensamiento y, en particular, del pensamiento político... Pero volvamos a nuestro querido Wilkins. Su prodigioso esfuerzo se inscribe en el movimiento de las ideas de su siglo, bisagra entre la tradición y la ciencia naciente. Es un lugar de convergencia de las corrientes intelectuales de la época.


En una carta del mes de noviembre de 1629, Descartes había observado ya que, por medio del sistema decimal de numeración, podía aprenderse en un solo día a nombrar todas las cantidades hasta el infinito y a escribirlas en una lengua nueva, que es la de las cifras. Proponía la formación de una lengua análoga, general, capaz de organizar y de abarcar todas las ideas humanas. Un proyecto parecido era el que emprendería Wilkins, treinta y cinco años después de esta carta.
 

La corriente intelectual que animaba el «Colegio Invisible» estaba alimentada, simultáneamente, por la alquimia y por el modernismo. Tenía que orientar las investigaciones hacia un lenguaje establecido por los sabios para los sabios, ya que el latín resultaba insuficiente. La idea universalista del Renacimiento, enriquecida al propio tiempo por la influencia de la Rosacruz y por el auge del pensamiento científico, hacía soñar a una verdadera Internacional de hombres de saber y de poder, al margen y por encima de los Estados.

 

Para la creación de una Internacional de esta índole, era necesario un lenguaje sintético, de valor enciclopédico. Tres siglos más tarde, esta Internacional está tratando aún de constituirse.


En fin, la empresa de Wilkins tiene su raíz en el concepto religioso del lenguaje. Dios habla directamente a los hombres. Les da a conocer, de viva voz, sus órdenes y sus prohibiciones. Después, se superpone a esta idea la de un Libro Santo, la de una Sagrada Escritura.

 

Es una idea tenaz, que transvasada del plano místico ,al profano, hace decir a Mallarmé que,

«todo existe en el mundo para conducir a un libro», provoca a Flaubert a sufrir pasión y Martirio, lanza a Joyce a la aventura de Ulises y, actualmente, incita a los escritores a investigaciones fundadas en el sentimiento de que «la escritura sólo conduce a ella misma».

En la tradición musulmana, el Corán, Al Kitab, el Libro, es uno de los atributos de Dios. El texto original, o Madre del Libro, se conserva en el cielo.

«Se copia el Corán en un libro, se pronuncia con la lengua, se aprende de memoria, y, sin embargo, subsiste en el centro de Dios

No es una obra de la Divinidad, sino que participa de su sustancia. Los judíos fueron aún más lejos en la mística de la escritura sagrada. Según los cabalistas, la virtud mágica de la orden de Dios: «¡Hágase la luz!», proviene de las letras mismas que la componen.

 

El dios de Israel creó el Universo sirviéndose de los números comprendidos entre el uno y el diez, y de veintidós letras del alfabeto.

«Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las permutó, y produjo con ellas todo lo que es y todo lo que será.»

Según los cristianos, Dios escribió dos libros, el segundo de los cuales es el Universo. Según Francis Bacon, las Escrituras nos revelan Su voluntad y el Universo; es decir, el libro de las criaturas nos revela Su poder. Y toda la creación es, efectivamente, un libro que se nos pide que descifremos, igual que la Sagrada Escritura.

«No podemos comprenderlo -escribe Galileo- sin antes haber estudiado la lengua y los caracteres en que está escrito. La lengua de este libro es matemática, y sus caracteres son triángulos; círculos y otras figuras.»

Así, la mente humana alberga continuamente la idea de que hay una clave última del lenguaje y un último lenguaje clave; de que el Verbo le fue dado para resolver su propio enigma y el del mundo; de que podría salir de las modulaciones del aliento humano la «palabra maestra» de la estructura absoluta, y de que nuestro lenguaje, incluso en sus sabias combinaciones, no es más que la sombra, proyectada y deformada, de un Gran Lenguaje enterrado o por venir, o, quizás, al mismo tiempo, enterrado y por venir.

La empresa de Wilkins era el sueño de un lenguaje de la totalidad de lo real. Pero, ¿no puede existir un lenguaje, no de la totalidad, sino de lo esencial? En otras palabras, si se tratase de comunicar con una inteligencia en el Universo, fuese cual fuese su apoyo, ¿existe un Verbo mediante el cual pueda la inteligencia de aquí abajo decir «Yo soy», definir su naturaleza y el estado de su conocimiento, hacerse entender y recibir respuestas? ¿Una gran lengua para comunicar con el Infinito?

 

Tal vez la aprendimos de los Visitantes y la olvidamos después. Hoy, la estamos buscando. Wilkins, que no sospechaba que los hombres llegarían un día a la Luna, quería dotarles de un lenguaje que les permitiese inventariar su propio mundo, de un vocabulario que sería una enciclopedia universal. El bagaje completo del terrícola. Hoy nos sentimos apremiados a establecer un lenguaje que permita transmitir el siguiente mensaje a la inmensidad de los cielos:

«Aquí hay un Ser, una Inteligencia de tal o cual nivel. Respondan.»

Nos preguntamos, en suma, qué alfabeto tenemos que utilizar para conseguir, como dijo Fred Hoyle en la Universidad de Columbia durante el curso de 1969, «nuestra inscripción en el anuario telefónico galáctico». Y así prosigue, en planos diferentes, en grados diversos de necesidad y de ambición, la búsqueda de un Graal lingüístico, de una Escritura de lo Absoluto.


Con los cohetes sonda, nos comunicamos a millones de kilómetros en el espacio. Recibimos señales procedentes de objetos celestes que distan millones de años luz. Tal vez se acerca el momento en que descubriremos que hay señales sistemáticas y operadores de un telégrafo estelar en alguna parte del Gran Anillo de Inteligencia con que sueña Efremov.

 

La antigua mística de la Sagrada Escritura conduce al cabalista Adolf Grad a sostener que la lengua hebrea, de origen divino, es la estructura última de toda comunicación, sean cuales fueren las formas de inteligencia del Cosmos. Líbrenos Dios de burlarnos. Sin embargo, preferimos prestar nuestra atención a nuevas tentativas, a algunas soluciones balbucientes, pero en cierto modo maravillosas, propuestas por hombres de imaginación y por investigadores científicos.

 

Diremos, pues, unas palabras sobre tres de estas tentativas: el lenguaje acelerado imaginado por el escritor Robert Heinlein; el Loglan, o lenguaje lógico, propuesto por un grupo de semánticos americanos, y, por último, el Lincos, lingua cósmica, que intenta establecer el lógico holandés Hans Freudenthal.


En los tres casos, se trata de una lengua enteramente artificial, de un conjunto lógico susceptible de expresar la esencia de la inteligencia. Si la inteligencia es, propiamente hablando, lo que pasa cuando nada impide funcionar la inteligencia, se trata aquí de hacer que se manifieste, dotándola de una expresión que no actúe de freno. Todos nuestros lenguajes son sistemas embarazosos.

 

Tal es la primera observación de Heinlein. La mente pierde una gran parte de su sustancia al rozar con las palabras. Toda expresión es, en pequeña parte, mensaje de la inteligencia, y, en su mayor parte, efecto de la lucha de ésta contra los obstáculos. Heinlein imagina, pues, un vocabulario-música, reducido, pero rápido y sutil: acentos y vocales que multiplican el número relativamente limitado de sonidos que puede emitir la garganta humana; algo como una composición musical partiendo de las siete notas.

 

Este lenguaje, al que bautiza con el nombre de «rapipalabra» (speedtalk), permitiría, al expresarnos más de prisa, pensar con mayor rapidez, y, en definitiva, vivir mas, es decir, aumentar nuestro tiempo consciente. De un cuatrocientos a un ochocientos por ciento, dice. Una diferencia más grande que la existente entre el lector corriente y el lector prodigio, tipo Bergier. Este. lenguaje podría ser cómodamente registrado por máquinas electrónicas, que imprimirían los signos dictados con aquella aceleración.

 

Además, afirma Heinlein, la «rapipalabra» sería una lengua sin paradojas, ya que éstas nacen del conflicto que se produce entre la mente, infinitamente ágil, dúctil y capaz de actuar en varios planos, y las estructuras lineales y dualistas de nuestros modos de expresión escritos y hablados. Sería un lenguaje adaptado a la estructura real del mundo y del espíritu, que, tomarla de las matemáticas la velocidad y la ductilidad, y de la música su infinidad de modulaciones.

 

Se puede -comparar el sueño de Heinlein -para mejor comprender su calidad- a los trabajos de Benjamin Lee Whorf, químico cuyo violín de Ingres fue la lingüística y que descubrió una tribu india cuyo lenguaje está concebido en términos de relatividad y de quantas, más que de tiempo y de espacio: Esta lengua posee conjunciones que corresponden a un acontecimiento de espacio-tiempo. Así, una conjunción tendría tres modos, aplicada al acontecimiento hombre-barca. El modo de lo real, cuando el acontecimiento, un hombre en una barca, ha sido efectivamente observado.

 

El modo del sueño, cuando el narrador ha vivido en sueños la situación. El modo de lo probable, cuando el narrador no ha visto el hecho, sino que se lo han contado, y éste tiene cierto grado de probabilidad. Se ha hecho a Heinlein la observación si modulaciones su lenguaje de modulaciones presupone un oído y unos instrumentos de transmisión perfectos.

«Si yo no, tengo el oído de Mozart, me expongo a entender caracola cuando usted dice cosmonauta.»

A lo cual responde Heinlein -que, por lo demás, se ha contentado con soñar este lenguaje que el solo hecho de aprender el “rapipalabra”, y de estar en condiciones de entenderlo sin equivocarse, demostraría que uno pertenece ya al homo novis que ha de suceder al homo sapiens. Sin embargo, se aferra con extraordinario tesón a este sueño, y sus ideas han estimulado a ciertos medios científicos, como el grupo de estudios del Loglan o Lenguaje Lógico. Este lenguaje, menos revolucionario que el de Heinlein, no prescinde de las raíces latina y anglosajonas; pero tiende, en su construcción, a eliminar el mayor número posible de paradojas.


Saltos en lo imaginario o trabajos de aproximación, su ambición es grande y bella: un lenguaje nuevo crearía un hombre nuevo. Observamos, aquí, un eco del sueño cabalista: la restauración de la palabra perdida volvería al hombre a su estado divino. Aparece, una vez más, el concepto sagrado del Verbo creador del Ser. Esta preocupación tradicional coincide, por otra parte, con las preocupaciones más inmediatas del saber.

 

En su lección inaugural del curso de Biología molecular del Collège de Franco, de 1967, Jacques Monod, premio Nobel, declaró:

«La aparición del lenguaje precedió, tal vez muy lejanamente, a la emergencia del sistema nervioso central propio de la especie humana, y contribuyó de hecho, y de manera decisiva, a la selección de las variantes más aptas para utilizar todos sus recursos. En otras palabras, sería el lenguaje el que habría creado el hombre, más que el hombre el lenguaje.»

De una lengua nueva, propia para activar las funciones superiores de la mente, pasamos, con el lógico Freudenthal, a un lenguaje susceptible de alcanzar la Inteligencia en el espacio galáctico. Avalado por la presencia de maestros de la lógica matemática como Brouwer, Beth y Heyting, en la serie de monografías Studies in Logic and the Foundations of Mathematics donde apareció su obra el profesor Freudenthal publicó, en 1960, su primer libro sobre el Lincos: Design of a Language for Cosmic Intercourse.

 

El Lincos de Freudenthal tiene, efectivamente, por objeto la comunicación con el Cosmos, e implica una estructura fundamental de la inteligencia, que sería universal, con independencia de lo que sirviese de apoyo a esta inteligencia en las lejanas estrellas. Su tentativa recuerda la ambición de Lovecraft: crear un mito «que sea comprensible, incluso para los cerebros vaporosos de las nebulosas espirales».

 

El lógico holandés trata de establecer un sistema de señales-radio que, a través de la noche cósmica y por medio de las matemáticas, fuese capaz de describir a la Inteligencia nuestro mundo, bajo tres formas: tiempo, espacio y comportamiento.

 

Freudenthal escribe:

«Es probable que mi lenguaje cósmico exista ya, que algunos seres lo empleen para comunicarse. Había pensado que los rayos cósmicos podían ser el vehículo de tales comunicaciones; pero he dejado de creerlo. Es posible que las ondas utilizadas sean detenidas por la atmósfera terrestre o por las capas electrizadas que nos rodean. Es posible que un puesto avanzado en el espacio detecte estas conversaciones cósmicas. Pero, si nada sabemos de seres inteligentes galácticos, ¿que puede haber de común entre ellos y nosotros?»

La inteligencia matemática -presume Freudenthal- y la noción de espacio-tiempo. El Lincos se funda en emisiones de ondas largas y cortas; todo un vocabulario de señales que exprese la esencia de las matemáticas, el transcurso del tiempo y la naturaleza del espacio en nuestra región celeste. «¿Qué le pasa a usted con el tiempo?», preguntaban los surrealistas en una célebre encuesta.

 

Ahora se trata de hacer saber lo que pasa con el tiempo en «la mente de los abismos cósmicos». El aspecto más asombroso del trabajo de Freudenthal se refiere a la búsqueda de un lenguaje matemático esencial, capaz de transmitir indicaciones sobre lo que somos nosotros, los terrícolas: una comunidad de seres que buscan la verdad, que pueden comunicar más o menos bien entre ellos y que buscan el diálogo con el Universo. La cuarta parte de la empresa es un tratado del espacio, del movimiento y de la masa: decir a los Otros cómo medimos, las distancias y las velocidades, las variaciones de la masa en función de la velocidad, las leyes de la gravitación.

 

Estos mensajes, circulando en el torrente de los años luz, podrían, en el curso de los milenios, hacer saber que aquí hay inteligencia, e indicar nuestra posición.

«Tal vez éste será un gran día para Ellos, dijo un amigo nuestro. A menos que se limiten a anotar tranquilamente en sus archivos: "Acaba de descubrirse una civilización que hace 10.000 de la enésima galaxia."»

Y prosigan sus observaciones, con fría indiferencia cuyas razones no comprendemos; pues el Universo bien podría estar, como sugiere Carl Sagan, «lleno de civilizaciones a la escucha, pero que se abstienen de emitir». Nosotros no nos libramos fácilmente de los terrores del Infinito, del espanto de la inmensidad. Bajo el cielo poblado, lanza la mente el prolongado gemido de sus limitaciones, como el perro que aúlla a la Luna.

 

Pero también es posible que se nos busque con amor, que cada inteligencia busque a otra para crecer con ella y descubrir el depósito de una estructura absoluta. ¿Debemos hacer todo lo posible para llamar la atención? ¿Descubriremos el Enemigo, o la universalidad de la criatura divina, como pensaban Teilhard de Chardin y C. S. Lewis, es decir, una pulsión y una iluminación últimas del espíritu, comunes a toda criatura inteligente, ya sea hombre o «cerebros vaporosos de las nebulosas espirales»?

 

La impotencia del lenguaje nos separa de nuestra naturaleza esencial, como nos separa de la naturaleza de los Otros en el espacio, y por esto buscamos el Gran Lenguaje que nos devuelva la comunicación con el ser del Ser, aquí abajo y en los cielos.

 

¡No! ¡No! No busquemos esto. Sería impío y peligroso, exclama Arthur C. Clarke, en un momento de depresión:

«No sabemos qué es lo que se pasea por la carretera real de las galaxias, y más vale no saberlo.»

Pero es preciso jugar con fuego. Sólo jugando con fuego, construyó el hombre su morada sobre la Tierra.

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