CUARTA PARTE
SOBRE ALGUNAS INTERROGACIONES ROMÁNTICAS
CAPITULO PRIMERO
PEQUEÑO MANUAL DEL JUEGO DE LOS ENIGMAS
Cómo apostrofar al señor presidente. - Cómo no dejarse aprisionar
por los hielos. - Cómo pasearse por los Andes. - La cuestión de la
meseta de Marcahuasi. - Cómo dudar de las cronologías. - Las
tablillas de Mohenjo Daro. - Cómo conjugar el futuro anterior del
verbo «inventar». - La pila de Bagdad. - El mecanismo de Anti-Citera.
- Un poco de metalurgia. - La increíble geoda. - Cómo hurgar con la
badila del sueño.
«Caballero: usted cree en profundos misterios, porque es un
aficionado. Para un arqueólogo serio, los enigmas no existen.»
Así discurría en la televisión, una noche de 1969, el presidente de
la Asociación de Escritores Científicos Franceses. El no es
arqueólogo. Es matemático. Pero defendía cierto concepto de la
ciencia que es tradicional en nuestro país desde «el siglo de las
luces». El hombre, que desciende del mono, sólo fue verdadero animal
racional después de la muerte de Luis XVI. Actualmente, puede
explicarlo todo, o casi todo. La persona seria es ahorrativa.
La
mejor hipótesis es la que utiliza una menor cantidad de imaginación
y no destruye el concepto admitido de la mecánica de las cosas. Si
las ratas de Noruega van en tropel a ahogarse en las aguas del
océano, es porque son miopes y toman por un río el mar en que habrán
de sucumbir. ¡Ah! Esto es científico, porque nos libra de un
misterio. El hecho de entusiasmarnos con la idea de que hay muchas
cosas ocultas por descubrir equivale a hacerse cómplice del
oscurantismo. Esta paradoja es el fundamento de cierto
«racionalismo».
En él, hay más fanatismo antirreligioso que razón.
En verdad, este racionalismo es un prosaísmo insensato. La seriedad
hace carrera en esta insensatez. La inteligencia se aventura. El
hombre serio profesa una idea de la ciencia que, al rechazar lo
desconocido, desanima a la investigación. La inteligencia considera
que no se puede tener una idea de la ciencia y conformarse con ella
sin impedir, inmediatamente, su funcionamiento.
Si para un
arqueólogo serio los enigmas no existen, ¿por qué se dedica a la
Arqueología? ¡Triste oficio el suyo! ¡Que insensatez haberlo
escogido y mantenerse en él! Boucher de Perthes era un aficionado. Y
descubrió la Prehistoria. Schlieman era un aficionado. Y descubrió
Troya. Hapgood era un aficionado. Y formuló la teoría del desplazamiento
de los continentes. Hawkins era un aficionado. Y penetró el secreto
de Stonehenge.
La Naturaleza, que parece carecer de ideología,
desdeñó inscribirse en la liga racionalista. Todo induce a creer que
escribe una historia muy complicada y más bien fantástica, para el
uso de personas que son más inteligentes que serias.
Así, pues, señor presidente, ¿cree usted que conocemos todo el
pasado humano? ¿Es la Arqueología, después de unos cuantos años de
excavaciones, una ciencia completa y cerrada, como lo era la Física
en el siglo XIX? ¿No hay la menor posibilidad de una revolución en
este campo, comparable a la que produjeron, en física, la
radiactividad, la relatividad y la mecánica ondulatoria? Permítanos
algunas preguntas. ¿Quién las formula? ¡Bah! ¡Unos despreciables
aficionados! ¿Especialistas en nada? ¡Pues sí! Especialistas en
ideas generales.
Es ésta una especialidad muy desacreditada hoy en
día. Tan desacreditada, que casi no nos atreveríamos a formular
preguntas si no tuviésemos en cuenta esta verdad: el hombre que a
veces hace muchas preguntas puede parecer imbé- cil, pero el que no
hace ninguna, seguirá siéndolo toda la vida.
Primera cuestión:
Nadie sabe actualmente la causa de las glaciaciones, ni cómo
pudieron los hombres sobrevivir a ellas. Se nos dice, a priori, que
no pudo haber civilización alguna antes de las eras glaciales, sobre
cuyas fechas, por otra parte, prosigue la discusión. Como es
imposible hacer excavaciones en las regiones del Globo cubiertas
actualmente por los hielos -Antártida y Groenlandia-, el
interrogante permanece, al menos, abierto.
Se nos presenta a los hombres de hace quince o dieciséis mil años
como solamente capaces de tallar la piedra y de conservar el fuego.
Ignoraban el cultivo de los campos y la ganadería; no tenían más
medios de subsistencia que la recolección de los frutos silvestres y
la caza. Las glaciaciones sucesivas del período Würm III duraron,
probablemente, varios milenios: desde el 13000 al 8000,
aproximadamente. ¿Adónde fueron a parar, entonces, las piezas de
caza y las bayas silvestres?
Sin duda, algunos pueblos pudieron trasladarse a tierras más
cálidas, y otros habitaban ya, quizás, en ellas. Pero, en el punto
culminante de la glaciación, cuando el frío invadió Wisconsin,
Inglaterra, Francia e Italia, y los hielos sepultaron todas las
regiones del Globo habitadas por las diversas razas del Paleolítico
(en realidad, las únicas regiones en que encontramos sus huellas),
¿cómo pudieron sobrevivir estos pueblos?
La idea de «reservas» acude en seguida a nuestra mente, y, en
especial, de reservas de trigo silvestre; pues, de una parte tales
especies de trigo existieron mucho antes que la agricultura, y, de
otra, el trigo conserva sus virtudes (nutritivas, entre otras)
durante varios miles de años: los stocks de las tumbas egipcias nos
dan una prueba de ello.
Pero ni siquiera esta idea es sencilla: presupone nociones de
previsión, de anticipación. Si se acumularon reservas, esta
operación tuvo que empezar siglos antes de la invasión de los
hielos; es decir, hubo que profetizar la plaga.
Este razonamiento fue singularmente confirmado por un artículo
publicado en el N.' 6 (1965) de la revista rusa Técnica y Juventud.
Veamos los hechos: en noviembre de 1957, durante unos trabajos de
excavación para la reconstrucción de Hamburgo, dirigidos por el
ingeniero Hans Elieschlager, aparecieron unas piedras gigantescas
semejantes a cabezas humanas.
El profesor Mattes, arqueólogo alemán,
procedió a su estudio y llegó a la conclusión de que se trataba de
objetos esculpidos por la mano del hombre en fecha anterior a la
época glacial. Bajo la dirección del profesor Mattes, se encontraron
otros en capas de arcilla que tenían, al menos, esta antigüedad.
Según el profesor, no puede tratarse de un juego de la casualidad.
Mattes encontró incluso figuras con doble rostro: si se las hace
girar ciento veinticinco grados, la cara de hombre se transforma en
cara de mujer.
El arqueólogo ruso Z. A. Abramov descubrió también piedras
parecidas. El autor del artículo ruso, V. Kristly, añade:
«La
clásica imagen que reproducía figuras hirsutas, envueltas en pieles
de animales, de rostro simiesco, y frotando estúpidamente dos
pedazos de sílex, es una pesadilla de arqueólogo clásico, que nada
tiene que ver con la realidad.»
Los arqueólogos no podrán dejar de reconocer, un día, que, en el
fondo, nada saben de lo ocurrido antes de la glaciación.
Y esto nos lleva a la segunda cuestión:
La cuestión de
la meseta de Marcahuasi
Desde las primeras investigaciones de 1952, en la meseta peruana de
Marcahuasi, a 3.600 m de altura, en el corazón del macizo de los
Andes, Daniel Ruzo no ha dejado de obtener confirmaciones de la
existencia en aquella meseta de un conjunto de esculturas y de
monumentos que bien podría ser el primero y más importante del
mundo.
Este descubrimiento no se debió a la casualidad. Ya en 1925, Daniel
Ruzo había llegado a la conclusión de que habían de existir
vestigios de una antiquísima cultura qué se extendió por la América
Central y la América del Sur, principalmente entre los dos trópicos.
El estudio de la Biblia y de las tradiciones y leyendas de la
Humanidad, y el análisis de los relatos de los cronistas españoles
de la Conquista, le habían llevado a esta convicción.
En 1952, al
enterarse de la existencia de una roca excepcional en la meseta de Marcahuasi, organizó una expedición y pudo ver que se trataba, no de
una piedra aislada, sino de un conjunto de monumentos y esculturas
distribuido en una superficie de tres kilómetros cuadrados. Después,
daría el nombre de «Masma» al presunto pueblo de escultores, En
efecto, desde tiempo inmemorial se conocen con este nombre un valle
y una población de la región central del Perú, donde habitaron los
huancas hasta la llegada de los españoles.
Lo primero que chocó a Ruzo fue la existencia de un sistema
hidrográfico artificial, destinado a recoger el agua de las lluvias
y distribuirla por toda la región circundante durante los seis meses
de sequía. De doce antiguos lagos artificiales, sólo dos continúan
en estado de servicio, pues los diques de los otros fueron
destruidos por la acción del tiempo.
Unos canales servían para
conducir el agua hasta 1.500 metros más abajo, irrigando de este
modo los vastos campos agrícolas escalonados entre la meseta y el
valle. Hoy podemos ver aún un canal subterráneo que termina en una
abertura, a media altura de la meseta. Estos vestigios atestiguan la
prosperidad de una región aislada que debía de alimentar a una
población muy numerosa.
Para la defensa de este centro hidrográfico vital y de esta rica
comarca, toda la meseta había sido convertida en fortaleza. En un
punto, dos enormes rocas fueron profundamente ahuecadas en su base,
a fin de hacer imposible la escalada directa, y, por su parte de
atrás, fueron enlazadas con un muro de grandes piedras. Nos
encontramos frente a una inmensa fortificación, cuya técnica revela
la experiencia militar de sus constructores.
Encontramos restos de
caminos cubiertos y bien protegidos, e incluso, en ciertos lugares,
fortines cuyos techos han desaparecido. Podemos ver también las
grandes piedras que formaban el muro, y la columna central que
sostenía el techo. En todos los puntos que dominan los tres valles,
podemos ver aún los puestos de observación para los centinelas. En
algunos de ellos, afloran del suelo una especie de grandes dientes
de piedra, que nos hacen pensar en antiguas máquinas de guerra
concebidas para arrojar bloques de piedra sobre los asaltantes.
Poco a poco, Daniel Ruzo descubrió, en el recinto fortificado, una
importante cantidad de esculturas, de monumentos y de tumbas. Los
cuatro centros más interesantes, cada uno de los cuáles está
dominado por un altar monumental, aparecen situados en los cuatro
puntos cardinales.
Los altares levantados al Este, están orientados hacia Levante.
Frente a ellos, hay un campo lo bastante vasto para contener un
ejército o la población entera de la comarca; cerca de allí, una
pequeña colina fue modificada para que pareciese, si se la mira
desde un ángulo determinado, un rey o un sacerdote, sentado en un
trono, con las manos juntas y rezando.
Hacia el Sur, a una altura de unos 50 ó 60 metros, se levantan, por
todos lados, figuras esculpidas. Un altar, orientado hacia el Este,
sobresale 15 metros del nivel del llano circundante. Partiendo de su
base, y descendiendo hasta el llano, hay una pendiente de superficie
lisa, que parece haberse realizado con alguna especie de cemento.
Esta pendiente, parecida a la de los otros altares, está cruzada por
unas rayas que permiten conjeturar que el revestimiento se efectuó
por partes, para prevenir los efectos de la dilatación. El cemento,
que imita la textura de la roca natural expuesta a los elementos,
parece revestir también ciertas figuras. Al levantar una primera
capa de este material, los investigadores descubrieron que,
inmediatamente debajo de ella, había unos botones redondos y
salientes, que parecen haber sido colocados al objeto de impedir el
deslizamiento de aquella capa durante el tiempo necesario para su
endurecimiento.
Dos esculturas, a cierta distancia una de otra, representan la Diosa
Thueris, protectora de las parturientas en Egipto. Era la Diosa de
la fecundidad y de la perpetuación de la vida. Su aspecto es muy
original: un hipopótamo hembra, de pie sobre las patas traseras y
con una especie de casco redondo en la cabeza.
Con su morro
prominente, su panza enorme y el signo de la vida en la mano
derecha, es imposible que esta figura convencional fuese reproducida
por casualidad en Marcahuasi. Después del descubrimiento de varias
figuras parecidas a esculturas egipcias, una de ellas a medio
ejecutar, Daniel Ruzo opina que se puede considerar la posibilidad
de antiquísimos contactos entre las dos culturas.
En el borde oeste de la meseta, a unos cien metros del abismo, un
conjunto de enormes rocas forma un altar orientado hacia Poniente.
Se llama a este lugar «las mayoralas», nombre moderno que se aplica
a las jóvenes que cantan y bailan, siguiendo la tradición, en las
fiestas rituales que se celebran durante la primera semana de
octubre. El nombre antiguo de este grupo de cantoras era «Taquet», y
también se aplica a la masa rocosa. Sin duda alguna, se trata de un
altar construido con vistas a cánticos religiosos y dispuesto en
forma de concha acústica con objeto de amplificar el sonido.
La fiesta comienza cerca de San Pedro de Casta, en la carretera que
sube a la meseta, y en un lugar llamado Chushua, a los pies de un
gran animal de piedra, parecido a los animales fabulosos creados por
la imaginación de los artistas asiáticos: el huanca Malco. Siguiendo
la tradición, los hombres solos, una noche de primeros de octubre,
antes de que empiece la estación de las lluvias, celebran la primera
ceremonia alrededor de la escultura, inaugurando la semana de
fiestas en honor de Huarí.
Las otras fiestas se celebran, con el
concurso de las mujeres y de las cantantes, en los alrededores y en
el recinto de la ciudad. Estas festividades son testimonio, incluso
hoy en día, de la asombrosa vitalidad de los sentimientos religiosos
de la antigua raza, conservada a través de los siglos, a pesar de
las encarnizadas persecuciones y del olvido de la fuente religiosa
original.
En el extremo norte de la meseta, dos enormes sapos aparecen
sentados sobre un altar semicircular orientado hacia el Oeste. Una
vez al año, en el solsticio de junio, los sacerdotes veían elevarse
el Sol exactamente sobre la figura central.
Este altar pertenece a un conjunto casi circular de monumentos que
tienen en su centro un mausoleo, en muy mal estado, pero en el cual
un centenar de fotografías, tomadas en diferentes épocas del año,
revelaron la estatua de un hombre yaciente, viejo, velado por dos
mujeres, y de algunas figuras de animales, que tal vez representan
los cuatro elementos de la Naturaleza.
La proyección directa, en la pantalla, del negativo de una de estas
fotografías, hizo aparecer una segunda figura. Vemos, en el sitio
donde se encuentra la cabeza del primer personaje, el rostro
esculpido de un hombre joven, con los cabellos caídos sobre la
frente, que nos contempla con noble y orgullosa expresión. ¿Cómo
explicar este misterio escultórico, que solamente descubre la
fotografía?
El monumento más importante, por la perfección del trabajo, es una
doble roca de una altura de más de 25 metros. Cada una de sus partes
parece representar una cabeza humana. En realidad, hay al menos 14
cabezas de hombre esculpidas, que representan cuatro razas
diferentes.
Su nombre más antiguo es «Peca Gasha» (la cabeza del
colador). Hoy la llaman, en la comarca, «La cabeza del inca». Como
no se parece en nada a la cabeza de un inca, es probable que le
diesen este nombre para situarla en los tiempos «más antiguos».
Considerando los relatos de los cronistas españoles de la Conquista,
y de acuerdo con sus observaciones personales, podemos afirmar:
-
Que las esculturas antropomórficas y zoomórficas de piedra
existieron en diferentes regiones del Perú, y que el inca Yupanqui
tuvo conocimiento de esas esculturas.
-
Que estas esculturas fueron atribuidas a hombres blancos y
barbudos, pertenecientes a una raza legendaria.
-
Que los huancas, que cuando llegaron los españoles habitaban toda
la región central del Perú, donde se encuentran Marcahuasi y Masma,
fueron siempre considerados como los obreros más hábiles del Imperio
inca para los trabajos en piedra.
-
Que esta antigua raza de escultores había dejado inscripciones. En Marcahuasi, dos rocas, desgraciadamente estropeadas por los años,
parecen caber estado cubiertas de inscripciones.
Existen también «petrografías» diferentes de las ya conocidas:
gracias a una hábil combinación de incisiones y relieves, el
escultor ejecutó imágenes que deben ser contempladas desde un cierto
ángulo; a veces, el efecto se consigue cuando la luz del sol incide
en determinado ángulo; otra, las figuras sólo se manifiestan al
mediodía.
El estudio de estas imágenes es muy difícil. Para
captarlas bien, conviene fotografiarlas en diversas épocas del año.
Entonces percibimos estropeadas reproducciones de estrellas de cinco
y seis puntas, círculos, triángulos y rectángulos.
La inscripción más notable está situada en el cuello y la base del
mentón de la figura principal de la «Cabeza del inca». Imaginaos
unas líneas dobles y hechas con puntitos negros, grabados en la roca
de manera indeleble. Parece casi increíble que estos puntos hayan
podido desafiar el tiempo; quizá fueron grabados en profundidad. La
inscripción reproduce la parte central de un tablero de ajedrez. Una
cuadrícula análoga a la que los egipcios grababan sobre la cabeza de
sus Dioses.
Lo mismo que las inscripciones, los recuerdos del pasado se han ido
borrando poco a poco. La idea corriente, en la región, es que la
meseta es un lugar hechizado. Se dice que hubo un tiempo en que los
mejores hechiceros y curanderos se reunían allí, y que cada una de
las rocas representa a uno de ellos. Si algunas figuras pueden ser
reproducidas fotográficamente, la mayoría tienen que ser observadas
sobre el terreno, en ciertas condiciones de luz y por escultores o
personas familiarizadas con este trabajo.
Las esculturas sólo
parecen perfectas cuando se miran desde un ángulo dado, partiendo de
puntos bien determinados; fuera de éstos, cambian, desaparecen o se
convierten en otras figuras, que tienen también sus ángulos de
observación. Estos «puntos de visión» aparecen casi siempre
indicados por una piedra o una construcción relativamente
importante.
Para la ejecución de estos trabajos, hubo que apelar a todos los
recursos de la escultura, del bajorrelieve, del grabado y de la
utilización de las luces y las sombras. Algunos son visibles
solamente durante ciertas horas del día, ya en cualquier día del
año, ya únicamente en uno de los solsticios, si requieren un ángulo
extremo del sol. Otros, por el contrario, sólo pueden apreciarse
durante el crepúsculo, cuando ningún rayo de sol incide sobre ellos.
Muchos están relacionados entre sí y con los «puntos de visión»
correspondientes, permitiendo trazar líneas rectas que reúnan tres
puntos importantes, o más. Si prolongásemos algunas de estas líneas,
señalarían, aproximadamente, las posiciones extremas de declinación
del sol.
Las figuras son antropomorfas o zoomorfas. Las primeras representan,
al menos, cuatro razas humanas y, entre éstas, la raza negra. La
mayoría de las cabezas están descubiertas, pero algunas de ellas
aparecen tocadas con un casco de guerrero o con un sombrero.
Las figuras zoomorfas ofrecen una extraordinaria variedad. Hay
animales originarios de la región, como el cóndor y el sapo;
animales americanos, tortugas y monos, que no podían vivir a tanta
altura; especies -vacas y caballos- que trajeron los españoles;
animales que no existían en el continente -y tampoco en los tiempos
prehistóricos-, como el elefante, el león de África y el camello; y
una gran cantidad de figuras o cabezas de perro, tótem de los
huancas, incluso en la época de la Conquista.
Los escultores realizaron también sus figuras utilizando juegos de
sombras, que pueden apreciarse sobre todo durante los meses de junio
y diciembre, cuando el sol envía sus rayos desde los puntos extremos
de su declinación. También aprovecharon las sombras cincelando
cavidades en la roca, a fin de que los bordes de éstas proyectaran
siluetas exactas en cierto momento del año, para formar o completar
una figura.
Todo esto induce a creer en la existencia de una raza de escultores
en el Perú, que hizo de Marcahuasi su más importante centro
religioso y que, por esta razón, lo decoró profusamente. Podríamos
comparar esta raza de escultores con los artistas prehistóricos que
decoraron, con pinturas murales, las cavernas de Europa.
Encontramos, además, «petrografías» obtenidas con el empleo de
barnices indelebles: rojos, negros, amarillos y castaños, parecidas
a otras que se descubrieron en el departamento de Lima, pero menos
antiguas que las grandes esculturas.
Existe un parentesco muy próximo entre las esculturas de Marcahuasi
y las que sirven de decoración, en muy gran número, a la pequeña
isla de Pascua: la técnica escultórica es la misma; los escultores
representan las cabezas sin ojos, tallando las cejas de manera que
produzcan una sombra que, en un momento dado del año, dibuja el ojo
en la cavidad.
Estas obras, de tipo extraordinariamente arcaico, parecen haber sido
concebidas por una mentalidad humana intermedia entre la de los
paleolíticos o mesolíticos antiguos -cuyo último vestigio está
constituido por los australianos- y la tan conocida de los grandes
imperios, cuyos rasgos más esenciales son la talla de las piedras,
la geometría, la aritmética de posición, con inclusión del cero, y
la construcción de las Pirámides.
Al parecer, Marcahuasi, más que centro de lugares habitados, fue
lugar de reunión de los hijos de un mismo clan. El conjunto de
monumentos y esculturas, en los tres kilómetros cuadrados de la
meseta, constituye una obra sagrada, como las alineaciones de Carnac
o las grutas de las Eysies.
Cuatro mil fotos en negro y en colores, estudios químicos sobre la
piedra, comparaciones con los bajorrelieves descubiertos en Egipto y
en el Brasil, demuestran que la escultura de la meseta de Marcahuasi
es, quizá, la más antigua del mundo, más antigua que la de Egipto,
más antigua que la de Sumer.
¿Qué pasó en América del Sur, entre
este período y la llegada de los españoles?
La tercera cuestión se refiere, pues, a los métodos de
establecimiento de las cronologías.
Los arqueólogos, cuando se les habla de América del Sur, se vuelven
agresivos y cortan el diálogo, después de algunos improperios contra
la «superstición», la «mentalidad prelógica», etcétera.
En cambio, los etnólogos suelen mostrarse más corteses. Por ejemplo,
el profesor danés Kaj Birket-Smith, doctor en ciencias de las
universidades de Pensilvania, Oslo y Basilea. Su libro The Path of
Culture, traducido del danés por Karin Fennow, fue publicado por la
Universidad de Wisconsin en 1965. En él encontramos, con referencia
a las civilizaciones sudamericanas, la frase siguiente:
«Al parecer,
nos enfrentamos con un enigma sin solución, y hay que confesar que
todavía no se ha encontrado la respuesta definitiva.»
Tanto si suponemos que América del Sur fue colonizada por hombres
procedentes de Polinesia, de una misteriosa Atlántida o incluso de
Creta (esta última tesis se defiende en la obra de Honoré Champion,
El Dios blanco precolombino), como si partimos, por el contrario, de
la hipótesis de una cultura autóctona, se multiplican los enigmas y
se acumulan las contradicciones.
Consideremos la ciudad de
Tiahuanaco, en Bolivia. Comparemos dos cronologías relativas a esta
ciudad: la de los arqueológicos clásicos y la de los arqueólogos
románticos.
Cronología clásica:
-
9.000 años antes de J. C.: Hombres bastante parecidos a los indios
de nuestros días cazan animales actualmente desaparecidos en América
del Sur.
-
3.000 años antes de J. C.: Estos mismos hombres descubren la
agricultura.
-
1.200 años antes de J. C.: Nace la técnica, particularmente con la
invención de la cerámica.
-
800 años antes de J. C.: Aparición del maíz, como base de la
alimentación.
-
Entre 700 años antes de J. C. y 100 después de J. C.: Tres
civilizaciones aparecen y se derrumban.
-
100 a 1.000 años después de J. C.: Aparición de importantes
civilizaciones y construcción de la ciudad ciclópea de Tiahuanaco.
-
1.000 a 1.200 años después de J. C.: Una laguna, en la que,
bruscamente, no se encuentra ningún objeto, sin que ninguna
tradición pueda ilustrarnos sobre lo ocurrido. La civilización más
antigua durante este período, y cuya fecha no puede establecerse, es
la de Chanapata.
Alfred Métraux, arqueólogo cuya seriedad no ofrece
dudas, escribirá acerca de ellas:
-
«Una cosa permanece cierta: entre
esta civilización arcaica y la de los incas, cuya iniciación se
sitúa alrededor del año 1.200 de nuestra Era, hay una solución de
continuidad. Nada permite aún llenar este vacío».
-
1.200 a 1.400 años después de J. C.: ¡Una serie de emperadores
incas, que no sabemos si realmente existieron! Prudentemente, los
arqueólogos serios los califican de semilegendarios.
-
1492 después de J. C.: Descubrimiento de América.
-
1532: Destrucción del Imperio inca por la invasión española.
-
1583: Por decisión del Concilio de Lima, se quema la mayoría de
las cuerdas con nudos, o quipus, en las que los incas habían
registrado su historia y la de las civilizaciones anteriores. El
pretexto de la quema fue que se trataba de instrumentos diabólicos.
Así desaparece la última oportunidad de saber la verdad sobre el
pasado del Perú. En la actualidad, todo lo que pueden hacer, tanto
los clásicos como los románticos, es formular hipótesis.
Veamos ahora la cronología romántica:
-
50.000 años antes de J. C.: En la meseta de Marcahuasi, nace la
civilización masma, la más antigua de la Tierra.
-
30.000 años antes de J. C.: Fundación del Imperio megalítico de
Tiahuanaco.
-
De 10.000 años antes de J. C. a 1.000 años después de J. C.: Cinco
grandes imperios, separados por catástrofes sucesivas.
-
1.200 años después de J. C.: Mánco-Cápac funda el Imperio inca. A
partir de aquí, la cronología romántica coincide con la clásica.
Para el profano, los argumentos sobre los que se fundan ambas
cronologías parecen igualmente buenos. ¿Se puede resolver el debate,
recurriendo a uno de los métodos físicos de fijación de antigüedad:
radio-carbono, termoluminiscencia, relación argón-potasio, etc.?
¡Ay! Todos estos métodos son discutibles en su principio y delicados
en su aplicación. En particular, el radio-carbono.
La teoría de la determinación de la antigüedad de los objetos por el
radio-carbono es muy simple. La atmósfera de la Tierra es
constantemente bombardeada por rayos cósmicos que vienen del
espacio. Por efecto de estos bombardeos, una parte del ázoe de la
atmósfera se transforma en carbono. Pero este carbono es pesado, con
un peso atómico de 14, y radiactivo.
Este carbono radiactivo forma,
con el oxígeno, un gas carbónico radiactivo que es absorbido por las
plantas. Las plantas a su vez, son comidas por los animales, y en
definitiva, todo organismo vivo contiene cierta proporción de
carbono 14. Cuando el organismo muere, cesan los intercambios con el
exterior. El carbono 14, presente en el momento de la muerte, se
desintegra con una periodicidad de 5.600 años, es decir, que, en
este tiempo, el objeto pierde la mitad de los átomos de carbono 14
que tenía.
Al cabo de otros 5.600 años, sólo quedará la mitad de
esta mitad, o sea la cuarta parte de los átomos de origen. Y así
sucesivamente... Con instrumentos de precisión, se pueden contar los
átomos que quedan y determinar así la fecha en que un animal fue
muerto, o en que un árbol fue cortado para hacer carbón vegetal, o
en que una momia fue depositada en su féretro.
Tal es la teoría. Esta presupone que la radiación cósmica es igual
en todas las épocas y en todos los países, que la muestra utilizada
no ha sido contaminada por microbios u hongos recientes, que no hubo
realmente ningún intercambio con el medio exterior. En la práctica,
jamás concurren todas estas condiciones.
Particularmente en el Perú,
ciertos fenómenos aún mal conocidos y que tal vez se deben a la
altura o a la radiactividad local, alteran los datos obtenidos por
el radio-carbono, hasta el punto de que el arqueólogo clásico J. Alden Mason, en su libro sobre las antiguas civilizaciones del Perú,
escribió:
«De un modo general, si la fecha obtenida por medio del
radio-carbono parece completamente ilógica al arqueólogo experto, y
si no concuerda con los datos adyacentes, aquél tiene perfecto
derecho a no aceptarla y a insistir en que se efectúen
comprobaciones por otros métodos:»
Esto quiere decir que no se puede contar con el radio-carbono para
solventar definitivamente el misterio peruano, y que está
justificado el aceptar la cronología romántica, cuando ésta se funda
en la experiencia. En lo que atañe a la meseta de Marcahuasi, Daniel
Ruzo hizo algunas pruebas de envejecimiento con pedazos de granito
virgen expuestos al clima de la meseta. De este modo obtuvo una
fecha del orden de 50.000 años. Pero convendría observar, además, la
decoloración del granito, y no a simple vista, sino con la ayuda de
células fotoeléctricas.
En términos generales, la tendencia actual es aceptar el carbono 14
como medio de comprobación de una fecha ya establecida, pero no
fiarse excesivamente de él cuando no hay otro recurso. Lo propio
puede decirse, de momento, de los demás métodos físicos.
Por último, la cuarta cuestión se referirá, naturalmente, a la
presencia de enigmáticos recuerdos y vestigios de tecnología
avanzada.
H. P. Lovecraft escribió:
«Los teósofos y, de una manera general,
las personas que se fundan en la tradición india, hablan de
dilatadísimos períodos de tiempos pasados, en términos que helarían
la sangre si no se anunciase todo con un edulcorado optimismo. Pero,
¿qué sabemos en realidad?»
Una de las obras más recientes y más serias en este campo se debe a
un hombre de mentalidad universal, matemático, geneticista,
numismático y arqueólogo: The Culture and Civilisation of Ancient
India in Historical Outline, de D. D. Kosambi («Routledge and Kegan
Paul», Londres).
¿Es la India una tierra fuera de la Historia?
Hay pocas huellas de la historia primitiva india, ningún hito en un
pasado que se extiende a decenas de milenios.
Nadie ha podido descifrar aún una misteriosa escritura surgida hace
cinco mil años, en el valle del Indo, alrededor de
Mohenjo Daro. Lo
único que sabemos con certeza es que no hay rasgos comunes entre
esta lengua del Indo y las lenguas indoeuropeas que habían de
sucederle.
Hace varios años, dos estudiantes finlandeses, uno de
filología y el otro de asiriología, los hermanos Parpola, en
colaboración con un joven estadístico, Seppo Koskenniemi, se
empeñaron en descifrar esta lengua, que parece intermedia entre el
sistema chino de los ideogramas y el sistema silábico de nuestras
lenguas. El descifrado, que se apoya en la hipótesis de una posible
relación con las raíces dravídicas, no ha dado todavía resultados
satisfactorios, y las tablillas siguen sin «hablar».
En estas tablillas, un pueblo desconocido, reunido alrededor de
Mohenjo Daro, en el tercer milenio antes de J. C., fijó sus
enigmáticos recuerdos. Durante algunos siglos, o más, resplandeció
allí una civilización que no puede compararse con la de
Sumer y la
de
Egipto.
Después, se produjo la ruina. Una sociedad, sin duda
fosilizada, se derrumba, se extingue bruscamente. ¿Inundaciones?
¿Invasiones? No lo sabemos. Y las tablillas-jeroglíficos se
encuentran en las ruinas de todas las casas.
¿Cuánto tiempo tardó en florecer esta civilización de
Mohenjo Daro,
para agostarse después, sin ofrecer la menor resistencia a lo que la
destruyó de golpe?
Posiblemente, durante el período de decadencia de Mohenjo Daro
llegaron unos invasores, que incendiaron la ciudad y dieron muerte a
sus habitantes. Estos invasores no dejaron el menor rastro en la
Historia. Se ha pensado que algunas leyendas de los Vedas pueden
referirse a ellos, pero no puede saberse con seguridad.
El profesor Kosambi definió a estos invasores como los primeros arios, pero él
mismo reconoce que su punto de vista es discutible. Trata de
identificar Mohenjo Daro con la ciudad de Narmini, descrita en el
Rig Veda, pero confiesa que esto no es más que una hipótesis. En
términos generales, admite de los Vedas lo que le parece
técnicamente realizable en aquella época y rechaza todo lo demás, a
pesar de los textos que describen con precisión unos aparatos
voladores.
Falta saber si, con este método, no deja a un lado cierto
número de cuestiones fantásticas y juiciosas. El autor considera
simplemente a los arios como nómadas que asesinan a cuantos ven y
destruyen todas las culturas con que se tropiezan. En las guerras
descritas en los Vedas, considera mitológicas todas aquellas en que
se habla de armas superiores.
Es, evidentemente, un punto de vista
«serio». Sin embargo, también parece muy simplista. Si negamos a
priori, como legendario, todo lo que se refiere a una tecnología
superior a la media de la época, nos hallamos sin duda con un
hermoso folklore, de una parte, y con una historia clara y vulgar,
de otra.
La abundante -y en parte delirante- literatura surgida de
El retorno
de los brujos familiarizó al lector con los ecos de visitas
extraterrestres en los antiguos textos sagrados, entre los que se
encuentran precisamente los Vedas. Pero todavía no se ha hecho un
análisis sistemático del conjunto de las tradiciones orales y
escritas que guardan relación con este tema. Pero no es éste el
único enigma que hay que resolver.
Si el hombre es más antiguo de lo
que se creía hace veinte años; si hay que poner en tela de juicio la
idea de una evolución lenta y progresiva; si la imagen del imbécil
con cara de mono, frotando sus piedras de sílex, es una «pesadilla
de arqueólogo clásico», el cliché de una tecnología que balbucea
durante veinticinco mil años para alzarse bruscamente hace dos
siglos y batir todas las marcas de velocidad, debe ser un delirio de
orgullo del propio arqueólogo, decididamente neurótico.
La economía
de las hipótesis debería implicar la hipótesis de tecnologías
avanzadas en civilizaciones anteriores a la Historia. Esta hipótesis
puede ser más digna del estudio experimental que la de la «magia
primitiva», fruto de una interpretación subjetiva y literaria. Sin
embargo, dice el arqueólogo clásico, si existieron técnicas
avanzadas en el pasado, ¿por qué no dejaron huellas? Pues bien: sí
que dejaron huellas. Y tal vez encontraríamos más, sí las mentes
estuviesen dispuestas a buscarlas.
En 1930, un ingeniero alemán, que había venido a reparar el
alcantarillado de Bagdad, encontró en los sótanos del museo de esta
ciudad una caja que contenía «diversos objetos de culto» no
clasificados. De este modo descubrió Wilhelm Kóning una pila
eléctrica de dos mil años de antigüedad. John Campbell, en 1938, dio
cierta publicidad a este asunto en su revista Analog, y entonces la
Universidad de Pensilvania adquirió el extraño y pequeño objeto (su
altura es de quince centímetros) y confirmó seguidamente que se
trataba, en efecto, de una pila a base de hierro, cobre, un
electrólito y asfalto como aislante.
¿Una técnica olvidada, o
desechada inmediatamente después de su descubrimiento? ¿Un
procedimiento de doradura empleado en los templos y desdeñado
después? ¿Un instrumento de los sacerdotes para «hacer milagros»? ¿O
un vestigio de
conocimientos y prácticas anteriores a los hombres de
hace dos mil años y que éstos echaron a la basura, por ignorancia e
incapacidad?
Parece que, en 1967, se hicieron otros descubrimientos
en el mismo museo de Bagdad. Esperamos información.
En 1901, ante la costa de la isla de Anti-Citera, del archipiélago
griego, es sacada del mar un ánfora del siglo II antes de J. C. El
ánfora está sellada. Se advierte que contiene un objeto metálico
bastante grande y completamente oxidado. En 1946, y con objeto de
recuperar materiales abandonados en los campos de batalla, se
perfecciona un nuevo procedimiento de recuperación de objetos
oxidados.
En 1960, un profesor de Oxford, Dereck de Solla Price,
concibe la idea de emplear este procedimiento para descubrir la
naturaleza del
herrumbroso objeto contenido en el ánfora de Anti-Citera. Al ser ésta desoxidada y reconstituida, se observa que
se trata de una aparato especial de bronce, destinado a calcular la
posición de los planetas del sistema solar. No se puede fijar la
fecha de este bronce.
El barco griego que se hundió hace dos mil
años, ¿transportaba en esta ánfora una máquina muy antigua, cuya
utilidad ignoraban? En su obra La ciencia después de Babilonia, Dereck de Solía Price considera que hay «algo espantoso» en este
descubrimiento, y pide una revisión de la arqueología.
El doctor
Berasoe (trabajos citados por el profesor Kaj
Birket-Smith) descubrió, en 1965, una técnica de doradura,
desconocida en la actualidad y que se utilizó en el Ecuador
alrededor del año 1000 y hasta la llegada de los españoles. Se
recubría el objeto que había que dorar con una aleación fácilmente
fundible de cobre y oro. Después, se martilleaba y se calentaba. El
cobre se transformaba en un óxido que se disolvía en un ácido
vegetal, la savia del árbol Oxalis Pubescens. Y quedaba la capa de
oro.
Esta técnica, que hubiese podido patentarse en 1965, es más
sencilla que el método por amalgama o por electrólisis. ¿Por qué no
pensar que ciertas realizaciones que a priori consideramos
imposibles en el pasado, pudieron efectuarse a base de
procedimientos que ignoramos? ¿Es nuestra tecnología la única
eficaz? La Naturaleza, que, sin tomar partido, entrega sus secretos
tanto al marxista como al capitalista, pudo muy bien favorecer al
pasado «prelógico», lo mismo que a nuestro presente progresista.
¿Debemos decir, para rechazar esta turbadora hipótesis, que tales
descubrimientos tecnológicos fueron producto de la casualidad?
En el
caso de la doradura, se trata de un procedimiento complejo, con
cuatro fases sucesivas de operación. Entonces, para rechazarla de
otro modo, ¿habremos de apelar a bruscas inspiraciones, conseguidas
en estado de éxtasis? Otro ejemplo: Robert von Heine-Geldern
comprobó que las técnicas de fundición del bronce empleadas en el
Perú y en Tonquín 2.000 años antes de J. C., se parecen hasta tal
punto que no puede tratarse de una mera coincidencia.
Presume que
estas técnicas pudieron llevarlas ciertos viajeros desde Tonquín al
Perú. Pero nos gustaría saber cómo se desplazaban estos viajeros, y
por qué llevaban consigo un manual de metalurgia. La economía de las
hipótesis nos inclinaría a imaginar una fuente común. Interrogantes,
interrogantes... Pero aún los hay más turbadores o estrafalarios.
El 13 de febrero de 1961, en California, a unos diez kilómetros al
norte de Olancha, Mike Mikesell, Wallace y Virginia Maxey se
dedicaban a recoger geodas. Las geodas son piedras esféricas u
ovoides, huecas y con el interior recubierto de cristales. Las
recogían para su tienda de piedras raras y de regalos. A veces, las
geodas contenían piedras finas, que vendían también.
Recogieron una
piedra que tomaron por una geoda, a pesar de que presentaba
vestigios de conchas fósiles. Al día siguiente, cortaron la falsa
geoda en dos, por medio de su sierra diamantina. La piedra no era
hueca. Lo que obtuvieron fue la sección de un material de porcelana
o de cerámica, extraordinariamente duro, con una brillante espiga
metálica de dos milímetros en su centro.
Varios miembros de la Sociedad Charles Fort, investigadores de
hechos extraños y amantes de lo insólito, examinaron con rayos Y
aquel conjunto (cerámica, cobre, espiga metálica) que hace pensar en
un vestigio de equipo eléctrico. Los propietarios de la «geoda»
misteriosa acaban de ponerla a la venta por un precio de 25.000
dólares. Si este objeto no está, según parece, envuelto en una
concreción lodosa, sino en una capa sedimentaria, nos hallamos en
presencia de un formidable enigma.
Evidentemente, no referimos esta historia con la intención de
desencadenar una revolución en arqueología. Queremos indicar,
sencillamente, que son innumerables los interrogantes de esta índole
a los que no se ha dado respuesta definitivamente satisfactoria.
Pero, el día menos pensado, cualquier «hecho maligno puede venir a
desacreditar para siempre una deliciosa generalización», según
escribió Huxley, y la historia de los hombres se nos aparecerá bajo
una nueva luz.
Sabemos muy bien nosotros, los pobres y curiosos
aficionados, que conviene soñar sin dejar que los sueños se apoderen
del mando. Pero los sueños están permitidos. E incluso podría ser
que fuesen altamente recomendables para hurgar en el pasado. Es el
arma principal de combate contra la profunda oscuridad de los
tiempos sumergidos.
Y el combate contra el tiempo es la única
actividad digna del hombre que siente, que sabe que hay algo eterno
dentro de él.
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CAPÍTULO II
UN ESTADÍSTICO DE LAS CAVERNAS
Cuando los turistas gastrónomos observan un religioso silencio. - La
Prehistoria, desde Boucher de Perthes hasta el abate Breuil. - El
estupor de Altamira. - La explicación por la caza mágica. Un
etnólogo que hace mecanografía. - Un repertorio estadístico de
signos. - El simbolismo masculino y femenino. - La topografía de las
cavernas. - Una catedral-matriz. - El extraño pudor. - Donde
Leroi-Gourhan descubre a unos metafísicos.
Cuando, después de un suculento almuerzo perigordino en cualquier
restaurante de Montignae o de las Eyzies, el turista sube de nuevo a
su coche para ir a Lascaux, suele obedecer al rito de las etapas
gastronómicas, más que a una verdadera curiosidad: no se pasa por
Montignac sin visitar Lascaux. Hay que haber visto Lascaux. Se
llega, pues, a la famosa pradera, y se desciende, charlando, la
corta escalera que lleva a la rotonda.
De momento, sólo el suelo
aparece iluminado. Durante unos minutos, los visitantes se apretujan
alrededor del guía. Como no se ve nada, siguen charlando. Después se
enciende la luz, y las pinturas surgen de la sombra, rojas y negras,
sobre la admirable blancura de la pared.
Y entonces se repite, una vez más, como siempre, la misma
extraordinaria escena. Hombres y mujeres, hijos del siglo xx, que,
en su inmensa mayoría, no saben nada de Prehistoria, y para quienes
las palabras paleolítico, magdaleniense y parietal no tienen ningún
sentido, se sienten, sin excepción, embargados por un estupor
sagrado. Se hace un profundo silencio. El grupo, sometido aún a los
efectos de la trufa y el foie-gras, siente el peso formidable de la
presencia de unos hombres que, hace 150 ó 200 siglos, vinieron aquí
a expresar por medio de la pintura las más altas aspiraciones de su
espíritu y de su corazón.
Una vez terminada la visita, el silencio se prolongará durante mucho
rato. ¿Qué significan estas pinturas extraordinarias? ¿A qué ideas
obedecieron sus autores? Con frecuencia, la visita a Lascaux
despierta una sed de saber insospechada unos momentos antes. Los
libreros de Montignac lo saben muy bien, pues venden mucho más
después de la visita que antes de ésta.
El hecho de que Lascaux mereciese, por la belleza de sus pinturas,
el nombre de «Capilla Sixtina de la Prehistoria» (y, a decir verdad,
no sabemos cuál de estos dos lugares deben sentirse más alabado), y
de que esta Capilla Sixtina fuese pintada hace tantísimo tiempo,
plantea a toda mente reflexiva un problema de tal envergadura, que
se conciben muy bien las pasiones en medio de las cuales se ha
desarrollado la ciencia prehistórica.
Boucher de Perthes luchó treinta años para hacer admitir la
existencia del hombre fósil: desde 1828 hasta 1859. Parece que la
terquedad de estas luchas de ideas, y con frecuencia de personas, ha
perseguido a la Prehistoria hasta nuestros días, como un pecado
original. Aunque los descubrimientos se sucedieron sin interrupción
desde la época en que Boucher de Perthes recogió, cerca de
Abbeville, las primeras hachas de piedra tallada, identificándolas
por lo que eran en realidad, la ciencia de la Prehistoria no había
conseguido nunca, hasta hoy, actualizar los métodos de una ciencia
rigurosamente objetiva e impersonal, salvo en un aspecto concreto,
el del contexto estratigráfico.
Cuando un prehistoriador descubre un
objeto enterrado describe los otros objetos encontrados al mismo
nivel (a la misma profundidad) que aquél, y, sobre todo, los restos
fósiles, osamentas y vestigios diversos de seres vivos, animales y
vegetales. Nadie discutirá esta descripción, si está bien hecha.
Hasta hoy, era ésta la única materia sobre la cual los
prehistoriadores podían tener la seguridad de que la discusión de
sus trabajos no se convertiría en seguida en un debate personal.
Esta inseguridad del prehistoriador, ya muy desagradable en el
pasado siglo, cuando sólo se trataba de dictaminar sobre objetos
encontrados en capas del suelo identificadas desde hacía tiempo por
los geólogos, se hace obsesiva a partir de los primeros años del
siglo actual, cuando ya no puede negarse la autenticidad de las
cavernas decoradas de pinturas y se plantea el problema de
establecer su cronología. Y es que la inmensa mayoría de las obras
de arte pintadas o grabadas en las paredes de las cavernas no
ofrecen nada más a la vista del que las examina, salvo ellas mismas.
Aquí tenemos un bisonte pintado. Es un cuadro; digamos, más bien, un
fresco. ¿Cómo saber (para emplear la terminología establecida con la
ayuda de los objetos encontrados en el suelo, que los prehistoriadores llaman mobiliario) si corresponde al solutrense o
al magdaleniense? Si uno se equivoca, su error puede ser de diez
mil años! ¿A qué métodos hay que recurrir? Lo esencial de las
posibles respuestas a esta pregunta coincide prácticamente con la
obra inmensa de un gigante de la Prehistoria: el abate Breuil. En el
momento en que el abate Breuil empieza a estudiar sus primeras
cavernas, alrededor del año 1900, la ciencia prehistórica posee ya
una gran experiencia.
Pero, en lo tocante a las cavernas decoradas,
existe un vacío total. No hay nada, o casi nada. Dotado de una
formidable capacidad de trabajo y de lectura, incapaz de retroceder
ante cualquier dificultad intelectual o física (con frecuencia, para
llegar a la obra de arte parietal, es decir, pintada o grabada en un
muro de roca subterráneo, hay que trepar... escalar, sumergirse en
agua helada, etcétera), poseedor de un olfato especial para lo que
pasaba inadvertido a los demás, notable dibujante, y sumando a su
imaginación creadora un vivo espíritu crítico que habrán de temer
sus posibles adversarios, el joven eclesiástico es,
indiscutiblemente, el amo de la situación.
Clasificando las
superposiciones de los dibujos, comparando los estilos por sus
afinidades, poniendo de manifiesto las líneas evolutivas de las
formas, de los medios, de las técnicas, creará, casi totalmente, a
costa de medio siglo de trabajo y reflexión, la cronología de este
arte enterrado por los siglos. Para encontrar, en las ciencias de la
vida, una obra parecida a la suya, tenemos que remontarnos a Cuvier
o, tal vez, a Linneo.
Sin embargo, el genio mismo de Breuil no hace sino agravar el
carácter subjetivo de la ciencia por él creada. Pues, ¿a qué hay que
atribuir sus descubrimientos? ¿A un método? Rotundamente, no. Es su
inagotable fecundidad de trabajo y de imaginación la que saca de la
sombra todos estos siglos perdidos. Breuil es un empírico que posee
dotes fantásticas. Enseña resultados, no un método. Para seguir sus
pisadas, habría que ser como él.
Ahora bien, allá por el año 1945, un joven etnólogo , apasionado por
la Prehistoria (pero que no era discípulo del abate Breuil),
reflexionó sobre aquella situación de una ciencia por la que se
sentía irresistiblemente atraído. André Leroi-Gourhan era, por
naturaleza, la viva antítesis de Breuil: tan frío y reservado, como
fogoso podía ser Breuil; tan preocupado por el curso de sus propias
ideas y de las de los demás, como podía Breuil mostrarse personal.
Pero ambos tenían en común la paciencia, la imaginación creadora y
la probidad científica.
Alrededor de 1947, Leroi-Gourhan inició la tarea de poner en claro
métodos objetivos para establecer una cronología del arte
prehistórico. Sistemáticamente, año tras año, estudió minuciosamente
la inmensa mayoría de las cavernas ornadas. Y, allí mismo donde Breuil había pasado años bajo tierra, trazando sobre el papel, uno a
uno, millares de diseños de grabados y pinturas, Leroi-Gourlian pasó
años midiendo, situando, contando.
Por primera vez, los datos
numéricos venían a sumarse, poco a poco, a los insustituibles
croquis de Breuil.
«El material que he utilizado -escribió- está compuesta por 2.188
figuras de animales, distribuidas en 66 cavernas o abrigos
decorados, que estudié sobre el terreno... Por orden de frecuencia,
pude encontrar 610 caballos, 510 bisontes, 205 mamuts, 176 rebecos,
137 bueyes, 135 corzas, 112 ciervos, 84 renos, 36 osos, 29 leones,
15 rinocerontes..., 8 gamos megáceros, 3 carnívoros imprecos, 2
jabalíes, 2 camellos, 6 pájaros, 9 monstruos...»
Pero mientras todos los datos estadísticos, hasta entonces
despreciados, se amontonaban en los ficheros, empezaba a imponerse,
poco a poco, en la mente del investigador la imagen de un orden,
siempre igual, de los animales y los signos en las cavernas.
Esta imagen de un orden particularísimo de los motivos pintados
arrojará una luz extraordinaria sobre nuestros antepasados de hace
veinte o treinta mil años. En lo sucesivo, tendremos que dejar de
considerarlos como hechiceros salvajes obsesionados por la caza,
como primitivos oscuros que bailaban alrededor de los tótems de la
caza. En lo sucesivo, tendremos que sentir más respeto por ellos y
formularnos complicadas preguntas sobre el funcionamiento de la
mente humana en las edades remotas.
En lo sucesivo, la revelación de
una figuración infinitamente más elevada, más sutil, más rica en
abstracciones, que la de simples invocaciones para la alimentación
de la tribu, pondrá fin a una contradicción que hubiese debido
preocuparnos desde hace mucho tiempo: la contradicción entre el arte
consumado del dibujo y su alta calidad de signo gráfico elaborado, y
la significación primitiva que les atribuyó la etnografía hasta
nuestros días.
Todos nuestros conocimientos sobre la Prehistoria tienen que ser
revisados por medio del método estrictamente objetivo e impersonal
de cifras estadísticas instaurado por Leroi-Gourhan.
En 1879, Marcelino Santuola y su hija afirmaron que las cuevas de
Altamira, cerca de Santander, ocultaban pinturas ejecutadas por
hombres prehistóricos. Los prehistoriadores se echaron a reír a
mandíbula batiente. Esta risa duró veinte años. Después, el abate
Breuil y Cartailhac fueron a ver qué era aquello, y la risa dio paso
al estupor. Las pinturas eran auténticas. Indudablemente, eran obra
de los hombres del paleolítico. Y no eran menos bellas que la mejor
pintura moderna.
El estupor no es una actitud científica, y los sabios sienten horror
por este sentimiento. La necesidad de encontrar una explicación era
tanto más apremiante cuanto que los descubrimientos de grutas
decoradas se aumentaban todos los años, y Altamira no podía ser una
excepción desprovista de sentido: era evidente que la caverna, y
sobre todo, al parecer, la caverna profunda, la de la eterna noche,
había representado una función esencial en la psicología de nuestros
remotos antepasados. Fue la etnografía, ciencia a la sazón en sus
albores, la que suministró la explicación.
Como quiera que se había
visto a los primitivos del siglo XX practicar magias de caza, bailar
ante representaciones de animales con fines de hechizo, pintar sobre
el dibujo de un antílope o de un cebú un trazo que representaba una
flecha, se presumió que el hombre paleolítico había hecho lo mismo
que ellos. Y era tal la necesidad de una explicación, y de una
explicación lo más inofensiva posible, que esta presunción fue
aceptada inmediatamente.
No importó que algunos objetasen que,
incluso los primitivos actuales que practican el embrujo cinegético
recurren igualmente al hechizo para la guerra; que conocemos cráneos
prehistóricos con evidentes señales de violencia; que nuestros
antepasados combatían, pues, a veces, entre ellos, y que, a pesar de
todo, casi sólo se encuentran animales en las cavernas: existía una
explicación, y no iba a prescindirse de ella por tan poca cosa.
Hasta el punto de que, desde hace medio siglo, el sonsonete del
pobre salvaje embrutecido y bestial, bailando en el fondo de las
grutas ante un bisonte pintado, en la creencia de que así preparaba
su victoria sobre el bisonte galopante, no ha dejado nunca de zumbar
en nuestros oídos.
Que la etnografía fuese como una caja abierta, en la que bastaba
hurgar un poco para encontrar, creyendo descubrirlas, las ideas que
uno llevaba ya en su equipaje, fue algo que, por lo visto, no
preocupó a nadie, y menos a los prehistoriadores. Poner en duda el
hechizo de caza ante los mamuts de Rouffignac o los ciervos de la
Pasiega, era delirar peligrosamente, buscar tres pies al gato, abrir
la puerta a inquietantes fantasías.
Pero, mientras tanto, los
etnólogos descubrían, poco a poco, al hombre contemporáneo real,
primitivo o civilizado, y comprendían que no se le puede encerrar en
ninguna fórmula, que es infinitamente variable y variado, que se
puede esperar todo y nada de él. Y, si los hombres del siglo XX
presentaban tantas diversidades, ¿no era muy aventurado tratar de
explicar a sus antepasados de 20.000 años atrás partiendo de
observaciones actuales?
Así, cuando Leroi-Gourhan quiso buscar un camino objetivo que le
condujese al alma del paleolítico, su primer cuidado fue huir de las
facilidades que le ofrecía la encrucijada del esquimal y del
australiano. Con ello, no se negaba a priori a llegar a una
explicación derivada de la etnografía, sino que solamente se negaba
a llevar esta explicación en su maleta.
El método seguido fue el análisis estadístico de 72 conjuntos
parietales estudiados en 66 cavernas, que representaban,
prácticamente, todo el arte parietal europeo (existen 110 lugares
ornados, pero los 44 no estudiados por Leroi-Gourhan son pobres en
decoración). A base de los documentos recogidos, efectuó un cálculo
sistemático, en el que intervinieron la mecanografía y los planos
perforados. ¿Adónde habían de llevar estos cálculos estadísticos?
Sencillamente, a destruir la teoría de la magia cinegética y a
revelarnos, en el hombre de la última glaciación, un ser tan
complejo como nosotros mismos.
Para empezar, dejemos que hablen los números. El 91 por ciento de
los bisontes, el 92 por ciento de los bueyes y el 86 por ciento de
los caballos aparecen representados en la composición central de las
cavernas decoradas. En consecuencia, estos animales faltan
prácticamente en las otras partes. Contrariamente, la composición
central sólo cuenta con el 8 por ciento de las corzas, el 20 por
ciento de los renos, el 9 por ciento de los ciervos, el 4 por ciento
de los rebecos, el 8 por ciento de los osos y el 11 por ciento de
los felinos existentes en el conjunto de las mismas cavernas.
Estos
primeros porcentajes nos muestran, sin equivocación posible, que
algunos animales están casi siempre en la composición central y que
otros no aparecen casi nunca en ella. ¿Por qué? Conseguido este
resultado, el estadístico podría dejarse llevar por la especulación:
el hombre paleolítico apreciaba especialmente el bisonte o el buey,
o bien estos animales eran relativamente más numerosos (cosa que,
por otra parte, desmienten los vestigios fósiles). Pero el
calculador se niega a especular: se atiene a su método, que consiste
en fiarse únicamente de los hechos que pueden expresarse en cifras.
Como todos sus colegas, desde que empezaron las exploraciones de las
cavernas decoradas, Leroi-Gourhan observó que en éstas, aparte de
las representaciones animales, abundaban ciertos signos, que siempre
eran aproximadamente los mismos. Estos signos habían dado pie a
infinitas suposiciones. Para unos, eran objetos más o menos
esquematizados; para otros, carteles indicadores para guía del
peregrino, y para otros, garabatos sin interés, o incluso la firma
del artista.
Leroi-Gourhan se limita, de momento, a clasificarlos
según sus formas, estableciendo lo que él llama su tipología. Y
entonces advierte que todos estos signos, considerados estrictamente
desde el punto de vista de su dibujo, derivan de algunas formas
iniciales que son, esencialmente, el falo, la vulva y el perfil de
una mujer desnuda. Hay, pues, signos masculinos y signos femeninos.
Muy bien. Y estos signos, ¿en qué parte de la caverna se encuentran?
También aquí, la cosa es simple: basta contarlos. Y las cifras
obtenidas (omitiremos el detalle de los porcentajes, habida cuenta
del gran número de signos) nos muestran, sencillamente, que la casi
totalidad de los signos femeninos se encuentran en la composición
central y en los divertículos (o cavidades laterales de la caverna).
En cambio, sólo se encuentra allí un 34 por ciento de los signos
masculinos, e incluso, casi siempre, acoplados con signos femeninos.
En la caverna decorada del hombre paleolítico hay, pues, sectores
con simbolismo masculino, y otros con simbolismo femenino. Y, habida
cuenta de que los mismos animales tienden a figurar en los mismos
sitios, el propio mundo animal se encuentra, en su conjunto,
repartido en una inmensa zoogonía bisexuada. El bisonte, el buey y
el caballo están cargados de un simbolismo femenino, lo mismo que el
centro de la caverna en que aparecen. Pero una cierta proporción de
signos abstractos machos (34 por ciento) se encuentran en el centro,
con figuras femeninas.
Así, en las cavernas, resulta evidente que
existen tres grupos de figuras de machos en la entrada, machos y
hembras en el centro, y machos en el fondo. Desde el período más
antiguo, las figuras humanas se esquematizan mediante la
representación de los órganos de la reproducción, traducidos en
símbolos gráficos más o menos abstractos. Sin embargo, su sentido
sigue siendo inteligible, pues, en diversas épocas, reaparecen las
representaciones completas del hombre y de la mujer.
Podemos llevar mucho más lejos el análisis del simbolismo
topográfico y sexual. La caverna comprende, en general, seis tipos
de localización, cada uno de los cuales tiene su sentido: la
composición central, los divertículos, la galería, la entrada, los
«pasadizos» y el fondo.
Es curioso observar que las representaciones
de la mano humana generalmente obtenida en negativo, apoyando la
mano en la pared y soplando pintura líquida a su alrededor, o bien
ejerciendo presión, se hallan casi todas en la entrada de la gruta y
en la composición central. También es chocante que casi todos los
signos femeninos que no figuran en la composición central y en los
divertículos, se encuentran en la entrada, acoplados con signos
masculinos.
¿Qué significa todo esto?
Objetivamente y por encima de cualquier
otra interpretación,
significa que la caverna decorada está organizada en función de una
metafísica desconocida, pero tan exigente en su simbolismo como la
metafísica cristiana. De la misma manera que el templo católico
tiene, en principio, doce pilares representativos de los doce
Apóstoles; de la misma manera que los cuadros del Vía Crucis siguen
siempre un mismo orden, desde la izquierda del altar hasta la
entrada y desde la entrada a la derecha del altar, así la caverna
prehistórica decorada se halla sometida a un ordenamiento
figurativo, notablemente constante en toda la extensa zona de Europa
occidental donde se encuentra, y durante los milenios en que fue
habitada.
Naturalmente, esta constancia no deja de tener sus variaciones, y
hay estilos de lugar y estilos de época, como tenemos, actualmente,
el románico borgoñón y el jesuita español.
Pero la organización
general sigue siendo fiel a la concepción de un mundo dividido entre
dos sexos opuestos. Ciertos indicios, a veces difíciles de descifrar
pero siempre turbadores, inducen a pensar que la propia caverna era
considerada como un formidable símbolo natural del vientre de la
mujer. Por ejemplo; los estrechos pasadizos aparecen frecuentemente
embadurnados de rojo. Y la parte de gruta en que dominan los
animales de la feminidad se encuentra frecuentemente marcado, ora
con signos masculinos abstractos, era con manos, como para recalcar
la posesión o, tal vez, la presencia humana. En fin, como hemos
visto, la entrada y el fondo de la caverna están frecuentemente
dedicados al simbolismo macho.
Pero la sola explicación por el
universo del sexo y de la fecundidad resulta insuficiente. Si
consideramos estos maravillosos conjuntos gráficos, no parece que
nos hallemos en presencia de toscas representaciones. Las famosas
«hembras grávidas» de la etnografía clásica no son más ni menos
«grávidas» que los membrudos caballos sementales de la pintura
china, y, en el arte parietal, parece que en parte alguna se
reproduce el sexo por el sexo.
Lo que caracteriza este arte,
aparentemente dominado por el acto reproductor, es su extraordinario
pudor, su deliberada propensión al simbolismo, a la abstracción. Así
como los signos sexuales abstractos están presentes en todas partes,
los hombres de las cavernas, a pesar de estar dotados de un
deslumbrante genio plástico, ¡no dibujaron una sola vez la menor
escena de apareamiento!
Los escasos hombres que son representados en
erección (itifalos, como dicen los prehistoriadores, por herencia
puritana) aparecen esbozados sin el menor realismo. Incluso
muestran, en general, como el célebre cadáver itifalo del pozo de
Lascaux, rasgos animales que subrayan su carácter simbólico.
Si no se trata del sexo por sí mismo, ni del sexo por la fecundidad,
¿cuál fue la intención de los pintores? ¿Qué metafísica se encuentra
implicada a través de este simbolismo? Confesemos, dice
Leroi-Gourhan, que lo ignoramos en absoluto. Confesemos la modestia
de nuestros conocimientos, y que esos hombres de hace dos o
trescientos siglos nos dejaron la escritura indescifrable de una
inteligencia compleja, sutil, cuya calidad presentimos, aunque sin
saber nada de su contenido.
Pero tal vez el mero hecho de haber
descubierto que se trata de una escritura, en cierto modo comparable
a la contenida en el arte de las catedrales, y de haber realizado
este estudio según métodos científicos de cálculo objetivo, es
prometedor de que algún día llegaremos a descifrarla. Entonces,
perderemos unos «primitivos» y encontraremos unos hermanos en los
abismos del tiempo.
Sabremos quiénes fueron esos metafísicos, que
poseían maravillosas técnicas de arte y que se hundían en lo más
profundo de la Tierra para plasmar allí, con un afán de eternidad,
los símbolos de su espiritualidad.
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