CUARTA PARTE
SOBRE ALGUNAS INTERROGACIONES ROMÁNTICAS
 

 

 

CAPITULO PRIMERO
PEQUEÑO MANUAL DEL JUEGO DE LOS ENIGMAS


Cómo apostrofar al señor presidente. - Cómo no dejarse aprisionar por los hielos. - Cómo pasearse por los Andes. - La cuestión de la meseta de Marcahuasi. - Cómo dudar de las cronologías. - Las tablillas de Mohenjo Daro. - Cómo conjugar el futuro anterior del verbo «inventar». - La pila de Bagdad. - El mecanismo de Anti-Citera. - Un poco de metalurgia. - La increíble geoda. - Cómo hurgar con la badila del sueño.

«Caballero: usted cree en profundos misterios, porque es un aficionado. Para un arqueólogo serio, los enigmas no existen.»

Así discurría en la televisión, una noche de 1969, el presidente de la Asociación de Escritores Científicos Franceses. El no es arqueólogo. Es matemático. Pero defendía cierto concepto de la ciencia que es tradicional en nuestro país desde «el siglo de las luces». El hombre, que desciende del mono, sólo fue verdadero animal racional después de la muerte de Luis XVI. Actualmente, puede explicarlo todo, o casi todo. La persona seria es ahorrativa.

 

La mejor hipótesis es la que utiliza una menor cantidad de imaginación y no destruye el concepto admitido de la mecánica de las cosas. Si las ratas de Noruega van en tropel a ahogarse en las aguas del océano, es porque son miopes y toman por un río el mar en que habrán de sucumbir. ¡Ah! Esto es científico, porque nos libra de un misterio. El hecho de entusiasmarnos con la idea de que hay muchas cosas ocultas por descubrir equivale a hacerse cómplice del oscurantismo. Esta paradoja es el fundamento de cierto «racionalismo».

 

En él, hay más fanatismo antirreligioso que razón. En verdad, este racionalismo es un prosaísmo insensato. La seriedad hace carrera en esta insensatez. La inteligencia se aventura. El hombre serio profesa una idea de la ciencia que, al rechazar lo desconocido, desanima a la investigación. La inteligencia considera que no se puede tener una idea de la ciencia y conformarse con ella sin impedir, inmediatamente, su funcionamiento.

 

Si para un arqueólogo serio los enigmas no existen, ¿por qué se dedica a la Arqueología? ¡Triste oficio el suyo! ¡Que insensatez haberlo escogido y mantenerse en él! Boucher de Perthes era un aficionado. Y descubrió la Prehistoria. Schlieman era un aficionado. Y descubrió Troya. Hapgood era un aficionado. Y formuló la teoría del desplazamiento de los continentes. Hawkins era un aficionado. Y penetró el secreto de Stonehenge.

 

La Naturaleza, que parece carecer de ideología, desdeñó inscribirse en la liga racionalista. Todo induce a creer que escribe una historia muy complicada y más bien fantástica, para el uso de personas que son más inteligentes que serias.


Así, pues, señor presidente, ¿cree usted que conocemos todo el pasado humano? ¿Es la Arqueología, después de unos cuantos años de excavaciones, una ciencia completa y cerrada, como lo era la Física en el siglo XIX? ¿No hay la menor posibilidad de una revolución en este campo, comparable a la que produjeron, en física, la radiactividad, la relatividad y la mecánica ondulatoria? Permítanos algunas preguntas. ¿Quién las formula? ¡Bah! ¡Unos despreciables aficionados! ¿Especialistas en nada? ¡Pues sí! Especialistas en ideas generales.

 

Es ésta una especialidad muy desacreditada hoy en día. Tan desacreditada, que casi no nos atreveríamos a formular preguntas si no tuviésemos en cuenta esta verdad: el hombre que a veces hace muchas preguntas puede parecer imbé- cil, pero el que no hace ninguna, seguirá siéndolo toda la vida.

Primera cuestión:

Nadie sabe actualmente la causa de las glaciaciones, ni cómo pudieron los hombres sobrevivir a ellas. Se nos dice, a priori, que no pudo haber civilización alguna antes de las eras glaciales, sobre cuyas fechas, por otra parte, prosigue la discusión. Como es imposible hacer excavaciones en las regiones del Globo cubiertas actualmente por los hielos -Antártida y Groenlandia-, el interrogante permanece, al menos, abierto.


Se nos presenta a los hombres de hace quince o dieciséis mil años como solamente capaces de tallar la piedra y de conservar el fuego. Ignoraban el cultivo de los campos y la ganadería; no tenían más medios de subsistencia que la recolección de los frutos silvestres y la caza. Las glaciaciones sucesivas del período Würm III duraron, probablemente, varios milenios: desde el 13000 al 8000, aproximadamente. ¿Adónde fueron a parar, entonces, las piezas de caza y las bayas silvestres?


Sin duda, algunos pueblos pudieron trasladarse a tierras más cálidas, y otros habitaban ya, quizás, en ellas. Pero, en el punto culminante de la glaciación, cuando el frío invadió Wisconsin, Inglaterra, Francia e Italia, y los hielos sepultaron todas las regiones del Globo habitadas por las diversas razas del Paleolítico (en realidad, las únicas regiones en que encontramos sus huellas), ¿cómo pudieron sobrevivir estos pueblos?


La idea de «reservas» acude en seguida a nuestra mente, y, en especial, de reservas de trigo silvestre; pues, de una parte tales especies de trigo existieron mucho antes que la agricultura, y, de otra, el trigo conserva sus virtudes (nutritivas, entre otras) durante varios miles de años: los stocks de las tumbas egipcias nos dan una prueba de ello.


Pero ni siquiera esta idea es sencilla: presupone nociones de previsión, de anticipación. Si se acumularon reservas, esta operación tuvo que empezar siglos antes de la invasión de los hielos; es decir, hubo que profetizar la plaga.


Este razonamiento fue singularmente confirmado por un artículo publicado en el N.' 6 (1965) de la revista rusa Técnica y Juventud. Veamos los hechos: en noviembre de 1957, durante unos trabajos de excavación para la reconstrucción de Hamburgo, dirigidos por el ingeniero Hans Elieschlager, aparecieron unas piedras gigantescas semejantes a cabezas humanas.

 

El profesor Mattes, arqueólogo alemán, procedió a su estudio y llegó a la conclusión de que se trataba de objetos esculpidos por la mano del hombre en fecha anterior a la época glacial. Bajo la dirección del profesor Mattes, se encontraron otros en capas de arcilla que tenían, al menos, esta antigüedad. Según el profesor, no puede tratarse de un juego de la casualidad. Mattes encontró incluso figuras con doble rostro: si se las hace girar ciento veinticinco grados, la cara de hombre se transforma en cara de mujer.


El arqueólogo ruso Z. A. Abramov descubrió también piedras parecidas. El autor del artículo ruso, V. Kristly, añade:

«La clásica imagen que reproducía figuras hirsutas, envueltas en pieles de animales, de rostro simiesco, y frotando estúpidamente dos pedazos de sílex, es una pesadilla de arqueólogo clásico, que nada tiene que ver con la realidad.»

Los arqueólogos no podrán dejar de reconocer, un día, que, en el fondo, nada saben de lo ocurrido antes de la glaciación.

Y esto nos lleva a la segunda cuestión:

La cuestión de la meseta de Marcahuasi

 

Desde las primeras investigaciones de 1952, en la meseta peruana de Marcahuasi, a 3.600 m de altura, en el corazón del macizo de los Andes, Daniel Ruzo no ha dejado de obtener confirmaciones de la existencia en aquella meseta de un conjunto de esculturas y de monumentos que bien podría ser el primero y más importante del mundo.


Este descubrimiento no se debió a la casualidad. Ya en 1925, Daniel Ruzo había llegado a la conclusión de que habían de existir vestigios de una antiquísima cultura qué se extendió por la América Central y la América del Sur, principalmente entre los dos trópicos. El estudio de la Biblia y de las tradiciones y leyendas de la Humanidad, y el análisis de los relatos de los cronistas españoles de la Conquista, le habían llevado a esta convicción.

 

En 1952, al enterarse de la existencia de una roca excepcional en la meseta de Marcahuasi, organizó una expedición y pudo ver que se trataba, no de una piedra aislada, sino de un conjunto de monumentos y esculturas distribuido en una superficie de tres kilómetros cuadrados. Después, daría el nombre de «Masma» al presunto pueblo de escultores, En efecto, desde tiempo inmemorial se conocen con este nombre un valle y una población de la región central del Perú, donde habitaron los huancas hasta la llegada de los españoles.


Lo primero que chocó a Ruzo fue la existencia de un sistema hidrográfico artificial, destinado a recoger el agua de las lluvias y distribuirla por toda la región circundante durante los seis meses de sequía. De doce antiguos lagos artificiales, sólo dos continúan en estado de servicio, pues los diques de los otros fueron destruidos por la acción del tiempo.

 

Unos canales servían para conducir el agua hasta 1.500 metros más abajo, irrigando de este modo los vastos campos agrícolas escalonados entre la meseta y el valle. Hoy podemos ver aún un canal subterráneo que termina en una abertura, a media altura de la meseta. Estos vestigios atestiguan la prosperidad de una región aislada que debía de alimentar a una población muy numerosa.


Para la defensa de este centro hidrográfico vital y de esta rica comarca, toda la meseta había sido convertida en fortaleza. En un punto, dos enormes rocas fueron profundamente ahuecadas en su base, a fin de hacer imposible la escalada directa, y, por su parte de atrás, fueron enlazadas con un muro de grandes piedras. Nos encontramos frente a una inmensa fortificación, cuya técnica revela la experiencia militar de sus constructores.

 

Encontramos restos de caminos cubiertos y bien protegidos, e incluso, en ciertos lugares, fortines cuyos techos han desaparecido. Podemos ver también las grandes piedras que formaban el muro, y la columna central que sostenía el techo. En todos los puntos que dominan los tres valles, podemos ver aún los puestos de observación para los centinelas. En algunos de ellos, afloran del suelo una especie de grandes dientes de piedra, que nos hacen pensar en antiguas máquinas de guerra concebidas para arrojar bloques de piedra sobre los asaltantes.


Poco a poco, Daniel Ruzo descubrió, en el recinto fortificado, una importante cantidad de esculturas, de monumentos y de tumbas. Los cuatro centros más interesantes, cada uno de los cuáles está dominado por un altar monumental, aparecen situados en los cuatro puntos cardinales.


Los altares levantados al Este, están orientados hacia Levante. Frente a ellos, hay un campo lo bastante vasto para contener un ejército o la población entera de la comarca; cerca de allí, una pequeña colina fue modificada para que pareciese, si se la mira desde un ángulo determinado, un rey o un sacerdote, sentado en un trono, con las manos juntas y rezando.


Hacia el Sur, a una altura de unos 50 ó 60 metros, se levantan, por todos lados, figuras esculpidas. Un altar, orientado hacia el Este, sobresale 15 metros del nivel del llano circundante. Partiendo de su base, y descendiendo hasta el llano, hay una pendiente de superficie lisa, que parece haberse realizado con alguna especie de cemento.


Esta pendiente, parecida a la de los otros altares, está cruzada por unas rayas que permiten conjeturar que el revestimiento se efectuó por partes, para prevenir los efectos de la dilatación. El cemento, que imita la textura de la roca natural expuesta a los elementos, parece revestir también ciertas figuras. Al levantar una primera capa de este material, los investigadores descubrieron que, inmediatamente debajo de ella, había unos botones redondos y salientes, que parecen haber sido colocados al objeto de impedir el deslizamiento de aquella capa durante el tiempo necesario para su endurecimiento.


Dos esculturas, a cierta distancia una de otra, representan la Diosa Thueris, protectora de las parturientas en Egipto. Era la Diosa de la fecundidad y de la perpetuación de la vida. Su aspecto es muy original: un hipopótamo hembra, de pie sobre las patas traseras y con una especie de casco redondo en la cabeza.

 

Con su morro prominente, su panza enorme y el signo de la vida en la mano derecha, es imposible que esta figura convencional fuese reproducida por casualidad en Marcahuasi. Después del descubrimiento de varias figuras parecidas a esculturas egipcias, una de ellas a medio ejecutar, Daniel Ruzo opina que se puede considerar la posibilidad de antiquísimos contactos entre las dos culturas.


En el borde oeste de la meseta, a unos cien metros del abismo, un conjunto de enormes rocas forma un altar orientado hacia Poniente. Se llama a este lugar «las mayoralas», nombre moderno que se aplica a las jóvenes que cantan y bailan, siguiendo la tradición, en las fiestas rituales que se celebran durante la primera semana de octubre. El nombre antiguo de este grupo de cantoras era «Taquet», y también se aplica a la masa rocosa. Sin duda alguna, se trata de un altar construido con vistas a cánticos religiosos y dispuesto en forma de concha acústica con objeto de amplificar el sonido.
 

La fiesta comienza cerca de San Pedro de Casta, en la carretera que sube a la meseta, y en un lugar llamado Chushua, a los pies de un gran animal de piedra, parecido a los animales fabulosos creados por la imaginación de los artistas asiáticos: el huanca Malco. Siguiendo la tradición, los hombres solos, una noche de primeros de octubre, antes de que empiece la estación de las lluvias, celebran la primera ceremonia alrededor de la escultura, inaugurando la semana de fiestas en honor de Huarí.

 

Las otras fiestas se celebran, con el concurso de las mujeres y de las cantantes, en los alrededores y en el recinto de la ciudad. Estas festividades son testimonio, incluso hoy en día, de la asombrosa vitalidad de los sentimientos religiosos de la antigua raza, conservada a través de los siglos, a pesar de las encarnizadas persecuciones y del olvido de la fuente religiosa original.


En el extremo norte de la meseta, dos enormes sapos aparecen sentados sobre un altar semicircular orientado hacia el Oeste. Una vez al año, en el solsticio de junio, los sacerdotes veían elevarse el Sol exactamente sobre la figura central.


Este altar pertenece a un conjunto casi circular de monumentos que tienen en su centro un mausoleo, en muy mal estado, pero en el cual un centenar de fotografías, tomadas en diferentes épocas del año, revelaron la estatua de un hombre yaciente, viejo, velado por dos mujeres, y de algunas figuras de animales, que tal vez representan los cuatro elementos de la Naturaleza.


La proyección directa, en la pantalla, del negativo de una de estas fotografías, hizo aparecer una segunda figura. Vemos, en el sitio donde se encuentra la cabeza del primer personaje, el rostro esculpido de un hombre joven, con los cabellos caídos sobre la frente, que nos contempla con noble y orgullosa expresión. ¿Cómo explicar este misterio escultórico, que solamente descubre la fotografía?


El monumento más importante, por la perfección del trabajo, es una doble roca de una altura de más de 25 metros. Cada una de sus partes parece representar una cabeza humana. En realidad, hay al menos 14 cabezas de hombre esculpidas, que representan cuatro razas diferentes.

 

Su nombre más antiguo es «Peca Gasha» (la cabeza del colador). Hoy la llaman, en la comarca, «La cabeza del inca». Como no se parece en nada a la cabeza de un inca, es probable que le diesen este nombre para situarla en los tiempos «más antiguos».

 

Considerando los relatos de los cronistas españoles de la Conquista, y de acuerdo con sus observaciones personales, podemos afirmar:

  • Que las esculturas antropomórficas y zoomórficas de piedra existieron en diferentes regiones del Perú, y que el inca Yupanqui tuvo conocimiento de esas esculturas.

  • Que estas esculturas fueron atribuidas a hombres blancos y barbudos, pertenecientes a una raza legendaria.

  • Que los huancas, que cuando llegaron los españoles habitaban toda la región central del Perú, donde se encuentran Marcahuasi y Masma, fueron siempre considerados como los obreros más hábiles del Imperio inca para los trabajos en piedra.

  • Que esta antigua raza de escultores había dejado inscripciones. En Marcahuasi, dos rocas, desgraciadamente estropeadas por los años, parecen caber estado cubiertas de inscripciones.

Existen también «petrografías» diferentes de las ya conocidas: gracias a una hábil combinación de incisiones y relieves, el escultor ejecutó imágenes que deben ser contempladas desde un cierto ángulo; a veces, el efecto se consigue cuando la luz del sol incide en determinado ángulo; otra, las figuras sólo se manifiestan al mediodía.

 

El estudio de estas imágenes es muy difícil. Para captarlas bien, conviene fotografiarlas en diversas épocas del año. Entonces percibimos estropeadas reproducciones de estrellas de cinco y seis puntas, círculos, triángulos y rectángulos.


La inscripción más notable está situada en el cuello y la base del mentón de la figura principal de la «Cabeza del inca». Imaginaos unas líneas dobles y hechas con puntitos negros, grabados en la roca de manera indeleble. Parece casi increíble que estos puntos hayan podido desafiar el tiempo; quizá fueron grabados en profundidad. La inscripción reproduce la parte central de un tablero de ajedrez. Una cuadrícula análoga a la que los egipcios grababan sobre la cabeza de sus Dioses.
 

Lo mismo que las inscripciones, los recuerdos del pasado se han ido borrando poco a poco. La idea corriente, en la región, es que la meseta es un lugar hechizado. Se dice que hubo un tiempo en que los mejores hechiceros y curanderos se reunían allí, y que cada una de las rocas representa a uno de ellos. Si algunas figuras pueden ser reproducidas fotográficamente, la mayoría tienen que ser observadas sobre el terreno, en ciertas condiciones de luz y por escultores o personas familiarizadas con este trabajo.

 

Las esculturas sólo parecen perfectas cuando se miran desde un ángulo dado, partiendo de puntos bien determinados; fuera de éstos, cambian, desaparecen o se convierten en otras figuras, que tienen también sus ángulos de observación. Estos «puntos de visión» aparecen casi siempre indicados por una piedra o una construcción relativamente importante.


Para la ejecución de estos trabajos, hubo que apelar a todos los recursos de la escultura, del bajorrelieve, del grabado y de la utilización de las luces y las sombras. Algunos son visibles solamente durante ciertas horas del día, ya en cualquier día del año, ya únicamente en uno de los solsticios, si requieren un ángulo extremo del sol. Otros, por el contrario, sólo pueden apreciarse durante el crepúsculo, cuando ningún rayo de sol incide sobre ellos.


Muchos están relacionados entre sí y con los «puntos de visión» correspondientes, permitiendo trazar líneas rectas que reúnan tres puntos importantes, o más. Si prolongásemos algunas de estas líneas, señalarían, aproximadamente, las posiciones extremas de declinación del sol.


Las figuras son antropomorfas o zoomorfas. Las primeras representan, al menos, cuatro razas humanas y, entre éstas, la raza negra. La mayoría de las cabezas están descubiertas, pero algunas de ellas aparecen tocadas con un casco de guerrero o con un sombrero.


Las figuras zoomorfas ofrecen una extraordinaria variedad. Hay animales originarios de la región, como el cóndor y el sapo; animales americanos, tortugas y monos, que no podían vivir a tanta altura; especies -vacas y caballos- que trajeron los españoles; animales que no existían en el continente -y tampoco en los tiempos prehistóricos-, como el elefante, el león de África y el camello; y una gran cantidad de figuras o cabezas de perro, tótem de los huancas, incluso en la época de la Conquista.


Los escultores realizaron también sus figuras utilizando juegos de sombras, que pueden apreciarse sobre todo durante los meses de junio y diciembre, cuando el sol envía sus rayos desde los puntos extremos de su declinación. También aprovecharon las sombras cincelando cavidades en la roca, a fin de que los bordes de éstas proyectaran siluetas exactas en cierto momento del año, para formar o completar una figura.


Todo esto induce a creer en la existencia de una raza de escultores en el Perú, que hizo de Marcahuasi su más importante centro religioso y que, por esta razón, lo decoró profusamente. Podríamos comparar esta raza de escultores con los artistas prehistóricos que decoraron, con pinturas murales, las cavernas de Europa. Encontramos, además, «petrografías» obtenidas con el empleo de barnices indelebles: rojos, negros, amarillos y castaños, parecidas a otras que se descubrieron en el departamento de Lima, pero menos antiguas que las grandes esculturas.


Existe un parentesco muy próximo entre las esculturas de Marcahuasi y las que sirven de decoración, en muy gran número, a la pequeña isla de Pascua: la técnica escultórica es la misma; los escultores representan las cabezas sin ojos, tallando las cejas de manera que produzcan una sombra que, en un momento dado del año, dibuja el ojo en la cavidad.
 

Estas obras, de tipo extraordinariamente arcaico, parecen haber sido concebidas por una mentalidad humana intermedia entre la de los paleolíticos o mesolíticos antiguos -cuyo último vestigio está constituido por los australianos- y la tan conocida de los grandes imperios, cuyos rasgos más esenciales son la talla de las piedras, la geometría, la aritmética de posición, con inclusión del cero, y la construcción de las Pirámides.


Al parecer, Marcahuasi, más que centro de lugares habitados, fue lugar de reunión de los hijos de un mismo clan. El conjunto de monumentos y esculturas, en los tres kilómetros cuadrados de la meseta, constituye una obra sagrada, como las alineaciones de Carnac o las grutas de las Eysies.


Cuatro mil fotos en negro y en colores, estudios químicos sobre la piedra, comparaciones con los bajorrelieves descubiertos en Egipto y en el Brasil, demuestran que la escultura de la meseta de Marcahuasi es, quizá, la más antigua del mundo, más antigua que la de Egipto, más antigua que la de Sumer.

 

¿Qué pasó en América del Sur, entre este período y la llegada de los españoles?

La tercera cuestión se refiere, pues, a los métodos de establecimiento de las cronologías.

Los arqueólogos, cuando se les habla de América del Sur, se vuelven agresivos y cortan el diálogo, después de algunos improperios contra la «superstición», la «mentalidad prelógica», etcétera.


En cambio, los etnólogos suelen mostrarse más corteses. Por ejemplo, el profesor danés Kaj Birket-Smith, doctor en ciencias de las universidades de Pensilvania, Oslo y Basilea. Su libro The Path of Culture, traducido del danés por Karin Fennow, fue publicado por la Universidad de Wisconsin en 1965. En él encontramos, con referencia a las civilizaciones sudamericanas, la frase siguiente:

«Al parecer, nos enfrentamos con un enigma sin solución, y hay que confesar que todavía no se ha encontrado la respuesta definitiva.»

Tanto si suponemos que América del Sur fue colonizada por hombres procedentes de Polinesia, de una misteriosa Atlántida o incluso de Creta (esta última tesis se defiende en la obra de Honoré Champion, El Dios blanco precolombino), como si partimos, por el contrario, de la hipótesis de una cultura autóctona, se multiplican los enigmas y se acumulan las contradicciones.

 

Consideremos la ciudad de Tiahuanaco, en Bolivia. Comparemos dos cronologías relativas a esta ciudad: la de los arqueológicos clásicos y la de los arqueólogos románticos.


Cronología clásica:

  • 9.000 años antes de J. C.: Hombres bastante parecidos a los indios de nuestros días cazan animales actualmente desaparecidos en América del Sur.

  • 3.000 años antes de J. C.: Estos mismos hombres descubren la agricultura.

  • 1.200 años antes de J. C.: Nace la técnica, particularmente con la invención de la cerámica.

  • 800 años antes de J. C.: Aparición del maíz, como base de la alimentación.

  • Entre 700 años antes de J. C. y 100 después de J. C.: Tres civilizaciones aparecen y se derrumban.

  • 100 a 1.000 años después de J. C.: Aparición de importantes civilizaciones y construcción de la ciudad ciclópea de Tiahuanaco.

  • 1.000 a 1.200 años después de J. C.: Una laguna, en la que, bruscamente, no se encuentra ningún objeto, sin que ninguna tradición pueda ilustrarnos sobre lo ocurrido. La civilización más antigua durante este período, y cuya fecha no puede establecerse, es la de Chanapata.

     

    Alfred Métraux, arqueólogo cuya seriedad no ofrece dudas, escribirá acerca de ellas:

    • «Una cosa permanece cierta: entre esta civilización arcaica y la de los incas, cuya iniciación se sitúa alrededor del año 1.200 de nuestra Era, hay una solución de continuidad. Nada permite aún llenar este vacío».

       

  • 1.200 a 1.400 años después de J. C.: ¡Una serie de emperadores incas, que no sabemos si realmente existieron! Prudentemente, los arqueólogos serios los califican de semilegendarios.

  • 1492 después de J. C.: Descubrimiento de América.

  • 1532: Destrucción del Imperio inca por la invasión española.

  • 1583: Por decisión del Concilio de Lima, se quema la mayoría de las cuerdas con nudos, o quipus, en las que los incas habían registrado su historia y la de las civilizaciones anteriores. El pretexto de la quema fue que se trataba de instrumentos diabólicos. Así desaparece la última oportunidad de saber la verdad sobre el pasado del Perú. En la actualidad, todo lo que pueden hacer, tanto los clásicos como los románticos, es formular hipótesis.

Veamos ahora la cronología romántica:

  • 50.000 años antes de J. C.: En la meseta de Marcahuasi, nace la civilización masma, la más antigua de la Tierra.

  • 30.000 años antes de J. C.: Fundación del Imperio megalítico de Tiahuanaco.

  • De 10.000 años antes de J. C. a 1.000 años después de J. C.: Cinco grandes imperios, separados por catástrofes sucesivas.

  • 1.200 años después de J. C.: Mánco-Cápac funda el Imperio inca. A partir de aquí, la cronología romántica coincide con la clásica.

Para el profano, los argumentos sobre los que se fundan ambas cronologías parecen igualmente buenos. ¿Se puede resolver el debate, recurriendo a uno de los métodos físicos de fijación de antigüedad: radio-carbono, termoluminiscencia, relación argón-potasio, etc.? ¡Ay! Todos estos métodos son discutibles en su principio y delicados en su aplicación. En particular, el radio-carbono.


La teoría de la determinación de la antigüedad de los objetos por el radio-carbono es muy simple. La atmósfera de la Tierra es constantemente bombardeada por rayos cósmicos que vienen del espacio. Por efecto de estos bombardeos, una parte del ázoe de la atmósfera se transforma en carbono. Pero este carbono es pesado, con un peso atómico de 14, y radiactivo.

 

Este carbono radiactivo forma, con el oxígeno, un gas carbónico radiactivo que es absorbido por las plantas. Las plantas a su vez, son comidas por los animales, y en definitiva, todo organismo vivo contiene cierta proporción de carbono 14. Cuando el organismo muere, cesan los intercambios con el exterior. El carbono 14, presente en el momento de la muerte, se desintegra con una periodicidad de 5.600 años, es decir, que, en este tiempo, el objeto pierde la mitad de los átomos de carbono 14 que tenía.

 

Al cabo de otros 5.600 años, sólo quedará la mitad de esta mitad, o sea la cuarta parte de los átomos de origen. Y así sucesivamente... Con instrumentos de precisión, se pueden contar los átomos que quedan y determinar así la fecha en que un animal fue muerto, o en que un árbol fue cortado para hacer carbón vegetal, o en que una momia fue depositada en su féretro.


Tal es la teoría. Esta presupone que la radiación cósmica es igual en todas las épocas y en todos los países, que la muestra utilizada no ha sido contaminada por microbios u hongos recientes, que no hubo realmente ningún intercambio con el medio exterior. En la práctica, jamás concurren todas estas condiciones.

 

Particularmente en el Perú, ciertos fenómenos aún mal conocidos y que tal vez se deben a la altura o a la radiactividad local, alteran los datos obtenidos por el radio-carbono, hasta el punto de que el arqueólogo clásico J. Alden Mason, en su libro sobre las antiguas civilizaciones del Perú, escribió:

«De un modo general, si la fecha obtenida por medio del radio-carbono parece completamente ilógica al arqueólogo experto, y si no concuerda con los datos adyacentes, aquél tiene perfecto derecho a no aceptarla y a insistir en que se efectúen comprobaciones por otros métodos:»

Esto quiere decir que no se puede contar con el radio-carbono para solventar definitivamente el misterio peruano, y que está justificado el aceptar la cronología romántica, cuando ésta se funda en la experiencia. En lo que atañe a la meseta de Marcahuasi, Daniel Ruzo hizo algunas pruebas de envejecimiento con pedazos de granito virgen expuestos al clima de la meseta. De este modo obtuvo una fecha del orden de 50.000 años. Pero convendría observar, además, la decoloración del granito, y no a simple vista, sino con la ayuda de células fotoeléctricas.


En términos generales, la tendencia actual es aceptar el carbono 14 como medio de comprobación de una fecha ya establecida, pero no fiarse excesivamente de él cuando no hay otro recurso. Lo propio puede decirse, de momento, de los demás métodos físicos.

Por último, la cuarta cuestión se referirá, naturalmente, a la presencia de enigmáticos recuerdos y vestigios de tecnología avanzada.

H. P. Lovecraft escribió:

«Los teósofos y, de una manera general, las personas que se fundan en la tradición india, hablan de dilatadísimos períodos de tiempos pasados, en términos que helarían la sangre si no se anunciase todo con un edulcorado optimismo. Pero, ¿qué sabemos en realidad?»

Una de las obras más recientes y más serias en este campo se debe a un hombre de mentalidad universal, matemático, geneticista, numismático y arqueólogo: The Culture and Civilisation of Ancient India in Historical Outline, de D. D. Kosambi («Routledge and Kegan Paul», Londres).


¿Es la India una tierra fuera de la Historia?


Hay pocas huellas de la historia primitiva india, ningún hito en un pasado que se extiende a decenas de milenios.


Nadie ha podido descifrar aún una misteriosa escritura surgida hace cinco mil años, en el valle del Indo, alrededor de Mohenjo Daro. Lo único que sabemos con certeza es que no hay rasgos comunes entre esta lengua del Indo y las lenguas indoeuropeas que habían de sucederle.

 

Hace varios años, dos estudiantes finlandeses, uno de filología y el otro de asiriología, los hermanos Parpola, en colaboración con un joven estadístico, Seppo Koskenniemi, se empeñaron en descifrar esta lengua, que parece intermedia entre el sistema chino de los ideogramas y el sistema silábico de nuestras lenguas. El descifrado, que se apoya en la hipótesis de una posible relación con las raíces dravídicas, no ha dado todavía resultados satisfactorios, y las tablillas siguen sin «hablar».


En estas tablillas, un pueblo desconocido, reunido alrededor de Mohenjo Daro, en el tercer milenio antes de J. C., fijó sus enigmáticos recuerdos. Durante algunos siglos, o más, resplandeció allí una civilización que no puede compararse con la de Sumer y la de Egipto.

 

Después, se produjo la ruina. Una sociedad, sin duda fosilizada, se derrumba, se extingue bruscamente. ¿Inundaciones? ¿Invasiones? No lo sabemos. Y las tablillas-jeroglíficos se encuentran en las ruinas de todas las casas.


¿Cuánto tiempo tardó en florecer esta civilización de Mohenjo Daro, para agostarse después, sin ofrecer la menor resistencia a lo que la destruyó de golpe?


Posiblemente, durante el período de decadencia de Mohenjo Daro llegaron unos invasores, que incendiaron la ciudad y dieron muerte a sus habitantes. Estos invasores no dejaron el menor rastro en la Historia. Se ha pensado que algunas leyendas de los Vedas pueden referirse a ellos, pero no puede saberse con seguridad.

 

El profesor Kosambi definió a estos invasores como los primeros arios, pero él mismo reconoce que su punto de vista es discutible. Trata de identificar Mohenjo Daro con la ciudad de Narmini, descrita en el Rig Veda, pero confiesa que esto no es más que una hipótesis. En términos generales, admite de los Vedas lo que le parece técnicamente realizable en aquella época y rechaza todo lo demás, a pesar de los textos que describen con precisión unos aparatos voladores.

 

Falta saber si, con este método, no deja a un lado cierto número de cuestiones fantásticas y juiciosas. El autor considera simplemente a los arios como nómadas que asesinan a cuantos ven y destruyen todas las culturas con que se tropiezan. En las guerras descritas en los Vedas, considera mitológicas todas aquellas en que se habla de armas superiores.

 

Es, evidentemente, un punto de vista «serio». Sin embargo, también parece muy simplista. Si negamos a priori, como legendario, todo lo que se refiere a una tecnología superior a la media de la época, nos hallamos sin duda con un hermoso folklore, de una parte, y con una historia clara y vulgar, de otra.


La abundante -y en parte delirante- literatura surgida de El retorno de los brujos familiarizó al lector con los ecos de visitas extraterrestres en los antiguos textos sagrados, entre los que se encuentran precisamente los Vedas. Pero todavía no se ha hecho un análisis sistemático del conjunto de las tradiciones orales y escritas que guardan relación con este tema. Pero no es éste el único enigma que hay que resolver.

 

Si el hombre es más antiguo de lo que se creía hace veinte años; si hay que poner en tela de juicio la idea de una evolución lenta y progresiva; si la imagen del imbécil con cara de mono, frotando sus piedras de sílex, es una «pesadilla de arqueólogo clásico», el cliché de una tecnología que balbucea durante veinticinco mil años para alzarse bruscamente hace dos siglos y batir todas las marcas de velocidad, debe ser un delirio de orgullo del propio arqueólogo, decididamente neurótico.

 

La economía de las hipótesis debería implicar la hipótesis de tecnologías avanzadas en civilizaciones anteriores a la Historia. Esta hipótesis puede ser más digna del estudio experimental que la de la «magia primitiva», fruto de una interpretación subjetiva y literaria. Sin embargo, dice el arqueólogo clásico, si existieron técnicas avanzadas en el pasado, ¿por qué no dejaron huellas? Pues bien: sí que dejaron huellas. Y tal vez encontraríamos más, sí las mentes estuviesen dispuestas a buscarlas.


En 1930, un ingeniero alemán, que había venido a reparar el alcantarillado de Bagdad, encontró en los sótanos del museo de esta ciudad una caja que contenía «diversos objetos de culto» no clasificados. De este modo descubrió Wilhelm Kóning una pila eléctrica de dos mil años de antigüedad. John Campbell, en 1938, dio cierta publicidad a este asunto en su revista Analog, y entonces la Universidad de Pensilvania adquirió el extraño y pequeño objeto (su altura es de quince centímetros) y confirmó seguidamente que se trataba, en efecto, de una pila a base de hierro, cobre, un electrólito y asfalto como aislante.

 

¿Una técnica olvidada, o desechada inmediatamente después de su descubrimiento? ¿Un procedimiento de doradura empleado en los templos y desdeñado después? ¿Un instrumento de los sacerdotes para «hacer milagros»? ¿O un vestigio de conocimientos y prácticas anteriores a los hombres de hace dos mil años y que éstos echaron a la basura, por ignorancia e incapacidad?

 

Parece que, en 1967, se hicieron otros descubrimientos en el mismo museo de Bagdad. Esperamos información.


En 1901, ante la costa de la isla de Anti-Citera, del archipiélago griego, es sacada del mar un ánfora del siglo II antes de J. C. El ánfora está sellada. Se advierte que contiene un objeto metálico bastante grande y completamente oxidado. En 1946, y con objeto de recuperar materiales abandonados en los campos de batalla, se perfecciona un nuevo procedimiento de recuperación de objetos oxidados.

 

En 1960, un profesor de Oxford, Dereck de Solla Price, concibe la idea de emplear este procedimiento para descubrir la naturaleza del herrumbroso objeto contenido en el ánfora de Anti-Citera. Al ser ésta desoxidada y reconstituida, se observa que se trata de una aparato especial de bronce, destinado a calcular la posición de los planetas del sistema solar. No se puede fijar la fecha de este bronce.

 

El barco griego que se hundió hace dos mil años, ¿transportaba en esta ánfora una máquina muy antigua, cuya utilidad ignoraban? En su obra La ciencia después de Babilonia, Dereck de Solía Price considera que hay «algo espantoso» en este descubrimiento, y pide una revisión de la arqueología.

El doctor Berasoe (trabajos citados por el profesor Kaj Birket-Smith) descubrió, en 1965, una técnica de doradura, desconocida en la actualidad y que se utilizó en el Ecuador alrededor del año 1000 y hasta la llegada de los españoles. Se recubría el objeto que había que dorar con una aleación fácilmente fundible de cobre y oro. Después, se martilleaba y se calentaba. El cobre se transformaba en un óxido que se disolvía en un ácido vegetal, la savia del árbol Oxalis Pubescens. Y quedaba la capa de oro.

 

Esta técnica, que hubiese podido patentarse en 1965, es más sencilla que el método por amalgama o por electrólisis. ¿Por qué no pensar que ciertas realizaciones que a priori consideramos imposibles en el pasado, pudieron efectuarse a base de procedimientos que ignoramos? ¿Es nuestra tecnología la única eficaz? La Naturaleza, que, sin tomar partido, entrega sus secretos tanto al marxista como al capitalista, pudo muy bien favorecer al pasado «prelógico», lo mismo que a nuestro presente progresista. ¿Debemos decir, para rechazar esta turbadora hipótesis, que tales descubrimientos tecnológicos fueron producto de la casualidad?

 

En el caso de la doradura, se trata de un procedimiento complejo, con cuatro fases sucesivas de operación. Entonces, para rechazarla de otro modo, ¿habremos de apelar a bruscas inspiraciones, conseguidas en estado de éxtasis? Otro ejemplo: Robert von Heine-Geldern comprobó que las técnicas de fundición del bronce empleadas en el Perú y en Tonquín 2.000 años antes de J. C., se parecen hasta tal punto que no puede tratarse de una mera coincidencia.

 

Presume que estas técnicas pudieron llevarlas ciertos viajeros desde Tonquín al Perú. Pero nos gustaría saber cómo se desplazaban estos viajeros, y por qué llevaban consigo un manual de metalurgia. La economía de las hipótesis nos inclinaría a imaginar una fuente común. Interrogantes, interrogantes... Pero aún los hay más turbadores o estrafalarios.

El 13 de febrero de 1961, en California, a unos diez kilómetros al norte de Olancha, Mike Mikesell, Wallace y Virginia Maxey se dedicaban a recoger geodas. Las geodas son piedras esféricas u ovoides, huecas y con el interior recubierto de cristales. Las recogían para su tienda de piedras raras y de regalos. A veces, las geodas contenían piedras finas, que vendían también.

 

Recogieron una piedra que tomaron por una geoda, a pesar de que presentaba vestigios de conchas fósiles. Al día siguiente, cortaron la falsa geoda en dos, por medio de su sierra diamantina. La piedra no era hueca. Lo que obtuvieron fue la sección de un material de porcelana o de cerámica, extraordinariamente duro, con una brillante espiga metálica de dos milímetros en su centro.


Varios miembros de la Sociedad Charles Fort, investigadores de hechos extraños y amantes de lo insólito, examinaron con rayos Y aquel conjunto (cerámica, cobre, espiga metálica) que hace pensar en un vestigio de equipo eléctrico. Los propietarios de la «geoda» misteriosa acaban de ponerla a la venta por un precio de 25.000 dólares. Si este objeto no está, según parece, envuelto en una concreción lodosa, sino en una capa sedimentaria, nos hallamos en presencia de un formidable enigma.

Evidentemente, no referimos esta historia con la intención de desencadenar una revolución en arqueología. Queremos indicar, sencillamente, que son innumerables los interrogantes de esta índole a los que no se ha dado respuesta definitivamente satisfactoria. Pero, el día menos pensado, cualquier «hecho maligno puede venir a desacreditar para siempre una deliciosa generalización», según escribió Huxley, y la historia de los hombres se nos aparecerá bajo una nueva luz.

 

Sabemos muy bien nosotros, los pobres y curiosos aficionados, que conviene soñar sin dejar que los sueños se apoderen del mando. Pero los sueños están permitidos. E incluso podría ser que fuesen altamente recomendables para hurgar en el pasado. Es el arma principal de combate contra la profunda oscuridad de los tiempos sumergidos.

 

Y el combate contra el tiempo es la única actividad digna del hombre que siente, que sabe que hay algo eterno dentro de él.

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CAPÍTULO II
UN ESTADÍSTICO DE LAS CAVERNAS

Cuando los turistas gastrónomos observan un religioso silencio. - La Prehistoria, desde Boucher de Perthes hasta el abate Breuil. - El estupor de Altamira. - La explicación por la caza mágica. Un etnólogo que hace mecanografía. - Un repertorio estadístico de signos. - El simbolismo masculino y femenino. - La topografía de las cavernas. - Una catedral-matriz. - El extraño pudor. - Donde Leroi-Gourhan descubre a unos metafísicos.

Cuando, después de un suculento almuerzo perigordino en cualquier restaurante de Montignae o de las Eyzies, el turista sube de nuevo a su coche para ir a Lascaux, suele obedecer al rito de las etapas gastronómicas, más que a una verdadera curiosidad: no se pasa por Montignac sin visitar Lascaux. Hay que haber visto Lascaux. Se llega, pues, a la famosa pradera, y se desciende, charlando, la corta escalera que lleva a la rotonda.

 

De momento, sólo el suelo aparece iluminado. Durante unos minutos, los visitantes se apretujan alrededor del guía. Como no se ve nada, siguen charlando. Después se enciende la luz, y las pinturas surgen de la sombra, rojas y negras, sobre la admirable blancura de la pared.


Y entonces se repite, una vez más, como siempre, la misma extraordinaria escena. Hombres y mujeres, hijos del siglo xx, que, en su inmensa mayoría, no saben nada de Prehistoria, y para quienes las palabras paleolítico, magdaleniense y parietal no tienen ningún sentido, se sienten, sin excepción, embargados por un estupor sagrado. Se hace un profundo silencio. El grupo, sometido aún a los efectos de la trufa y el foie-gras, siente el peso formidable de la presencia de unos hombres que, hace 150 ó 200 siglos, vinieron aquí a expresar por medio de la pintura las más altas aspiraciones de su espíritu y de su corazón.


Una vez terminada la visita, el silencio se prolongará durante mucho rato. ¿Qué significan estas pinturas extraordinarias? ¿A qué ideas obedecieron sus autores? Con frecuencia, la visita a Lascaux despierta una sed de saber insospechada unos momentos antes. Los libreros de Montignac lo saben muy bien, pues venden mucho más después de la visita que antes de ésta.


El hecho de que Lascaux mereciese, por la belleza de sus pinturas, el nombre de «Capilla Sixtina de la Prehistoria» (y, a decir verdad, no sabemos cuál de estos dos lugares deben sentirse más alabado), y de que esta Capilla Sixtina fuese pintada hace tantísimo tiempo, plantea a toda mente reflexiva un problema de tal envergadura, que se conciben muy bien las pasiones en medio de las cuales se ha desarrollado la ciencia prehistórica.


Boucher de Perthes luchó treinta años para hacer admitir la existencia del hombre fósil: desde 1828 hasta 1859. Parece que la terquedad de estas luchas de ideas, y con frecuencia de personas, ha perseguido a la Prehistoria hasta nuestros días, como un pecado original. Aunque los descubrimientos se sucedieron sin interrupción desde la época en que Boucher de Perthes recogió, cerca de Abbeville, las primeras hachas de piedra tallada, identificándolas por lo que eran en realidad, la ciencia de la Prehistoria no había conseguido nunca, hasta hoy, actualizar los métodos de una ciencia rigurosamente objetiva e impersonal, salvo en un aspecto concreto, el del contexto estratigráfico.

 

Cuando un prehistoriador descubre un objeto enterrado describe los otros objetos encontrados al mismo nivel (a la misma profundidad) que aquél, y, sobre todo, los restos fósiles, osamentas y vestigios diversos de seres vivos, animales y vegetales. Nadie discutirá esta descripción, si está bien hecha. Hasta hoy, era ésta la única materia sobre la cual los prehistoriadores podían tener la seguridad de que la discusión de sus trabajos no se convertiría en seguida en un debate personal.

 

Esta inseguridad del prehistoriador, ya muy desagradable en el pasado siglo, cuando sólo se trataba de dictaminar sobre objetos encontrados en capas del suelo identificadas desde hacía tiempo por los geólogos, se hace obsesiva a partir de los primeros años del siglo actual, cuando ya no puede negarse la autenticidad de las cavernas decoradas de pinturas y se plantea el problema de establecer su cronología. Y es que la inmensa mayoría de las obras de arte pintadas o grabadas en las paredes de las cavernas no ofrecen nada más a la vista del que las examina, salvo ellas mismas.

 

Aquí tenemos un bisonte pintado. Es un cuadro; digamos, más bien, un fresco. ¿Cómo saber (para emplear la terminología establecida con la ayuda de los objetos encontrados en el suelo, que los prehistoriadores llaman mobiliario) si corresponde al solutrense o al magdaleniense? Si uno se equivoca, su error puede ser de diez mil años! ¿A qué métodos hay que recurrir? Lo esencial de las posibles respuestas a esta pregunta coincide prácticamente con la obra inmensa de un gigante de la Prehistoria: el abate Breuil. En el momento en que el abate Breuil empieza a estudiar sus primeras cavernas, alrededor del año 1900, la ciencia prehistórica posee ya una gran experiencia.

 

Pero, en lo tocante a las cavernas decoradas, existe un vacío total. No hay nada, o casi nada. Dotado de una formidable capacidad de trabajo y de lectura, incapaz de retroceder ante cualquier dificultad intelectual o física (con frecuencia, para llegar a la obra de arte parietal, es decir, pintada o grabada en un muro de roca subterráneo, hay que trepar... escalar, sumergirse en agua helada, etcétera), poseedor de un olfato especial para lo que pasaba inadvertido a los demás, notable dibujante, y sumando a su imaginación creadora un vivo espíritu crítico que habrán de temer sus posibles adversarios, el joven eclesiástico es, indiscutiblemente, el amo de la situación.

 

Clasificando las superposiciones de los dibujos, comparando los estilos por sus afinidades, poniendo de manifiesto las líneas evolutivas de las formas, de los medios, de las técnicas, creará, casi totalmente, a costa de medio siglo de trabajo y reflexión, la cronología de este arte enterrado por los siglos. Para encontrar, en las ciencias de la vida, una obra parecida a la suya, tenemos que remontarnos a Cuvier o, tal vez, a Linneo.


Sin embargo, el genio mismo de Breuil no hace sino agravar el carácter subjetivo de la ciencia por él creada. Pues, ¿a qué hay que atribuir sus descubrimientos? ¿A un método? Rotundamente, no. Es su inagotable fecundidad de trabajo y de imaginación la que saca de la sombra todos estos siglos perdidos. Breuil es un empírico que posee dotes fantásticas. Enseña resultados, no un método. Para seguir sus pisadas, habría que ser como él.


Ahora bien, allá por el año 1945, un joven etnólogo , apasionado por la Prehistoria (pero que no era discípulo del abate Breuil), reflexionó sobre aquella situación de una ciencia por la que se sentía irresistiblemente atraído. André Leroi-Gourhan era, por naturaleza, la viva antítesis de Breuil: tan frío y reservado, como fogoso podía ser Breuil; tan preocupado por el curso de sus propias ideas y de las de los demás, como podía Breuil mostrarse personal. Pero ambos tenían en común la paciencia, la imaginación creadora y la probidad científica.


Alrededor de 1947, Leroi-Gourhan inició la tarea de poner en claro métodos objetivos para establecer una cronología del arte prehistórico. Sistemáticamente, año tras año, estudió minuciosamente la inmensa mayoría de las cavernas ornadas. Y, allí mismo donde Breuil había pasado años bajo tierra, trazando sobre el papel, uno a uno, millares de diseños de grabados y pinturas, Leroi-Gourlian pasó años midiendo, situando, contando.

 

Por primera vez, los datos numéricos venían a sumarse, poco a poco, a los insustituibles croquis de Breuil.

«El material que he utilizado -escribió- está compuesta por 2.188 figuras de animales, distribuidas en 66 cavernas o abrigos decorados, que estudié sobre el terreno... Por orden de frecuencia, pude encontrar 610 caballos, 510 bisontes, 205 mamuts, 176 rebecos, 137 bueyes, 135 corzas, 112 ciervos, 84 renos, 36 osos, 29 leones, 15 rinocerontes..., 8 gamos megáceros, 3 carnívoros imprecos, 2 jabalíes, 2 camellos, 6 pájaros, 9 monstruos...»

Pero mientras todos los datos estadísticos, hasta entonces despreciados, se amontonaban en los ficheros, empezaba a imponerse, poco a poco, en la mente del investigador la imagen de un orden, siempre igual, de los animales y los signos en las cavernas.


Esta imagen de un orden particularísimo de los motivos pintados arrojará una luz extraordinaria sobre nuestros antepasados de hace veinte o treinta mil años. En lo sucesivo, tendremos que dejar de considerarlos como hechiceros salvajes obsesionados por la caza, como primitivos oscuros que bailaban alrededor de los tótems de la caza. En lo sucesivo, tendremos que sentir más respeto por ellos y formularnos complicadas preguntas sobre el funcionamiento de la mente humana en las edades remotas.

 

En lo sucesivo, la revelación de una figuración infinitamente más elevada, más sutil, más rica en abstracciones, que la de simples invocaciones para la alimentación de la tribu, pondrá fin a una contradicción que hubiese debido preocuparnos desde hace mucho tiempo: la contradicción entre el arte consumado del dibujo y su alta calidad de signo gráfico elaborado, y la significación primitiva que les atribuyó la etnografía hasta nuestros días.


Todos nuestros conocimientos sobre la Prehistoria tienen que ser revisados por medio del método estrictamente objetivo e impersonal de cifras estadísticas instaurado por Leroi-Gourhan.

En 1879, Marcelino Santuola y su hija afirmaron que las cuevas de Altamira, cerca de Santander, ocultaban pinturas ejecutadas por hombres prehistóricos. Los prehistoriadores se echaron a reír a mandíbula batiente. Esta risa duró veinte años. Después, el abate Breuil y Cartailhac fueron a ver qué era aquello, y la risa dio paso al estupor. Las pinturas eran auténticas. Indudablemente, eran obra de los hombres del paleolítico. Y no eran menos bellas que la mejor pintura moderna.
 

El estupor no es una actitud científica, y los sabios sienten horror por este sentimiento. La necesidad de encontrar una explicación era tanto más apremiante cuanto que los descubrimientos de grutas decoradas se aumentaban todos los años, y Altamira no podía ser una excepción desprovista de sentido: era evidente que la caverna, y sobre todo, al parecer, la caverna profunda, la de la eterna noche, había representado una función esencial en la psicología de nuestros remotos antepasados. Fue la etnografía, ciencia a la sazón en sus albores, la que suministró la explicación.

 

Como quiera que se había visto a los primitivos del siglo XX practicar magias de caza, bailar ante representaciones de animales con fines de hechizo, pintar sobre el dibujo de un antílope o de un cebú un trazo que representaba una flecha, se presumió que el hombre paleolítico había hecho lo mismo que ellos. Y era tal la necesidad de una explicación, y de una explicación lo más inofensiva posible, que esta presunción fue aceptada inmediatamente.

 

No importó que algunos objetasen que, incluso los primitivos actuales que practican el embrujo cinegético recurren igualmente al hechizo para la guerra; que conocemos cráneos prehistóricos con evidentes señales de violencia; que nuestros antepasados combatían, pues, a veces, entre ellos, y que, a pesar de todo, casi sólo se encuentran animales en las cavernas: existía una explicación, y no iba a prescindirse de ella por tan poca cosa.

 

Hasta el punto de que, desde hace medio siglo, el sonsonete del pobre salvaje embrutecido y bestial, bailando en el fondo de las grutas ante un bisonte pintado, en la creencia de que así preparaba su victoria sobre el bisonte galopante, no ha dejado nunca de zumbar en nuestros oídos.


Que la etnografía fuese como una caja abierta, en la que bastaba hurgar un poco para encontrar, creyendo descubrirlas, las ideas que uno llevaba ya en su equipaje, fue algo que, por lo visto, no preocupó a nadie, y menos a los prehistoriadores. Poner en duda el hechizo de caza ante los mamuts de Rouffignac o los ciervos de la Pasiega, era delirar peligrosamente, buscar tres pies al gato, abrir la puerta a inquietantes fantasías.

 

Pero, mientras tanto, los etnólogos descubrían, poco a poco, al hombre contemporáneo real, primitivo o civilizado, y comprendían que no se le puede encerrar en ninguna fórmula, que es infinitamente variable y variado, que se puede esperar todo y nada de él. Y, si los hombres del siglo XX presentaban tantas diversidades, ¿no era muy aventurado tratar de explicar a sus antepasados de 20.000 años atrás partiendo de observaciones actuales?


Así, cuando Leroi-Gourhan quiso buscar un camino objetivo que le condujese al alma del paleolítico, su primer cuidado fue huir de las facilidades que le ofrecía la encrucijada del esquimal y del australiano. Con ello, no se negaba a priori a llegar a una explicación derivada de la etnografía, sino que solamente se negaba a llevar esta explicación en su maleta.


El método seguido fue el análisis estadístico de 72 conjuntos parietales estudiados en 66 cavernas, que representaban, prácticamente, todo el arte parietal europeo (existen 110 lugares ornados, pero los 44 no estudiados por Leroi-Gourhan son pobres en decoración). A base de los documentos recogidos, efectuó un cálculo sistemático, en el que intervinieron la mecanografía y los planos perforados. ¿Adónde habían de llevar estos cálculos estadísticos? Sencillamente, a destruir la teoría de la magia cinegética y a revelarnos, en el hombre de la última glaciación, un ser tan complejo como nosotros mismos.


Para empezar, dejemos que hablen los números. El 91 por ciento de los bisontes, el 92 por ciento de los bueyes y el 86 por ciento de los caballos aparecen representados en la composición central de las cavernas decoradas. En consecuencia, estos animales faltan prácticamente en las otras partes. Contrariamente, la composición central sólo cuenta con el 8 por ciento de las corzas, el 20 por ciento de los renos, el 9 por ciento de los ciervos, el 4 por ciento de los rebecos, el 8 por ciento de los osos y el 11 por ciento de los felinos existentes en el conjunto de las mismas cavernas.

 

Estos primeros porcentajes nos muestran, sin equivocación posible, que algunos animales están casi siempre en la composición central y que otros no aparecen casi nunca en ella. ¿Por qué? Conseguido este resultado, el estadístico podría dejarse llevar por la especulación: el hombre paleolítico apreciaba especialmente el bisonte o el buey, o bien estos animales eran relativamente más numerosos (cosa que, por otra parte, desmienten los vestigios fósiles). Pero el calculador se niega a especular: se atiene a su método, que consiste en fiarse únicamente de los hechos que pueden expresarse en cifras.

 

Como todos sus colegas, desde que empezaron las exploraciones de las cavernas decoradas, Leroi-Gourhan observó que en éstas, aparte de las representaciones animales, abundaban ciertos signos, que siempre eran aproximadamente los mismos. Estos signos habían dado pie a infinitas suposiciones. Para unos, eran objetos más o menos esquematizados; para otros, carteles indicadores para guía del peregrino, y para otros, garabatos sin interés, o incluso la firma del artista.

 

Leroi-Gourhan se limita, de momento, a clasificarlos según sus formas, estableciendo lo que él llama su tipología. Y entonces advierte que todos estos signos, considerados estrictamente desde el punto de vista de su dibujo, derivan de algunas formas iniciales que son, esencialmente, el falo, la vulva y el perfil de una mujer desnuda. Hay, pues, signos masculinos y signos femeninos.


Muy bien. Y estos signos, ¿en qué parte de la caverna se encuentran? También aquí, la cosa es simple: basta contarlos. Y las cifras obtenidas (omitiremos el detalle de los porcentajes, habida cuenta del gran número de signos) nos muestran, sencillamente, que la casi totalidad de los signos femeninos se encuentran en la composición central y en los divertículos (o cavidades laterales de la caverna). En cambio, sólo se encuentra allí un 34 por ciento de los signos masculinos, e incluso, casi siempre, acoplados con signos femeninos.


En la caverna decorada del hombre paleolítico hay, pues, sectores con simbolismo masculino, y otros con simbolismo femenino. Y, habida cuenta de que los mismos animales tienden a figurar en los mismos sitios, el propio mundo animal se encuentra, en su conjunto, repartido en una inmensa zoogonía bisexuada. El bisonte, el buey y el caballo están cargados de un simbolismo femenino, lo mismo que el centro de la caverna en que aparecen. Pero una cierta proporción de signos abstractos machos (34 por ciento) se encuentran en el centro, con figuras femeninas.

 

Así, en las cavernas, resulta evidente que existen tres grupos de figuras de machos en la entrada, machos y hembras en el centro, y machos en el fondo. Desde el período más antiguo, las figuras humanas se esquematizan mediante la representación de los órganos de la reproducción, traducidos en símbolos gráficos más o menos abstractos. Sin embargo, su sentido sigue siendo inteligible, pues, en diversas épocas, reaparecen las representaciones completas del hombre y de la mujer.


Podemos llevar mucho más lejos el análisis del simbolismo topográfico y sexual. La caverna comprende, en general, seis tipos de localización, cada uno de los cuales tiene su sentido: la composición central, los divertículos, la galería, la entrada, los «pasadizos» y el fondo.

 

Es curioso observar que las representaciones de la mano humana generalmente obtenida en negativo, apoyando la mano en la pared y soplando pintura líquida a su alrededor, o bien ejerciendo presión, se hallan casi todas en la entrada de la gruta y en la composición central. También es chocante que casi todos los signos femeninos que no figuran en la composición central y en los divertículos, se encuentran en la entrada, acoplados con signos masculinos.
¿Qué significa todo esto?

 

Objetivamente y por encima de cualquier otra interpretación, significa que la caverna decorada está organizada en función de una metafísica desconocida, pero tan exigente en su simbolismo como la metafísica cristiana. De la misma manera que el templo católico tiene, en principio, doce pilares representativos de los doce Apóstoles; de la misma manera que los cuadros del Vía Crucis siguen siempre un mismo orden, desde la izquierda del altar hasta la entrada y desde la entrada a la derecha del altar, así la caverna prehistórica decorada se halla sometida a un ordenamiento figurativo, notablemente constante en toda la extensa zona de Europa occidental donde se encuentra, y durante los milenios en que fue habitada.
Naturalmente, esta constancia no deja de tener sus variaciones, y hay estilos de lugar y estilos de época, como tenemos, actualmente, el románico borgoñón y el jesuita español.

 

Pero la organización general sigue siendo fiel a la concepción de un mundo dividido entre dos sexos opuestos. Ciertos indicios, a veces difíciles de descifrar pero siempre turbadores, inducen a pensar que la propia caverna era considerada como un formidable símbolo natural del vientre de la mujer. Por ejemplo; los estrechos pasadizos aparecen frecuentemente embadurnados de rojo. Y la parte de gruta en que dominan los animales de la feminidad se encuentra frecuentemente marcado, ora con signos masculinos abstractos, era con manos, como para recalcar la posesión o, tal vez, la presencia humana. En fin, como hemos visto, la entrada y el fondo de la caverna están frecuentemente dedicados al simbolismo macho.

 

Pero la sola explicación por el universo del sexo y de la fecundidad resulta insuficiente. Si consideramos estos maravillosos conjuntos gráficos, no parece que nos hallemos en presencia de toscas representaciones. Las famosas «hembras grávidas» de la etnografía clásica no son más ni menos «grávidas» que los membrudos caballos sementales de la pintura china, y, en el arte parietal, parece que en parte alguna se reproduce el sexo por el sexo.

 

Lo que caracteriza este arte, aparentemente dominado por el acto reproductor, es su extraordinario pudor, su deliberada propensión al simbolismo, a la abstracción. Así como los signos sexuales abstractos están presentes en todas partes, los hombres de las cavernas, a pesar de estar dotados de un deslumbrante genio plástico, ¡no dibujaron una sola vez la menor escena de apareamiento!

 

Los escasos hombres que son representados en erección (itifalos, como dicen los prehistoriadores, por herencia puritana) aparecen esbozados sin el menor realismo. Incluso muestran, en general, como el célebre cadáver itifalo del pozo de Lascaux, rasgos animales que subrayan su carácter simbólico.


Si no se trata del sexo por sí mismo, ni del sexo por la fecundidad, ¿cuál fue la intención de los pintores? ¿Qué metafísica se encuentra implicada a través de este simbolismo? Confesemos, dice Leroi-Gourhan, que lo ignoramos en absoluto. Confesemos la modestia de nuestros conocimientos, y que esos hombres de hace dos o trescientos siglos nos dejaron la escritura indescifrable de una inteligencia compleja, sutil, cuya calidad presentimos, aunque sin saber nada de su contenido.

 

Pero tal vez el mero hecho de haber descubierto que se trata de una escritura, en cierto modo comparable a la contenida en el arte de las catedrales, y de haber realizado este estudio según métodos científicos de cálculo objetivo, es prometedor de que algún día llegaremos a descifrarla. Entonces, perderemos unos «primitivos» y encontraremos unos hermanos en los abismos del tiempo.

 

Sabremos quiénes fueron esos metafísicos, que poseían maravillosas técnicas de arte y que se hundían en lo más profundo de la Tierra para plasmar allí, con un afán de eternidad, los símbolos de su espiritualidad.

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