Sin embargo, las huellas de ríos desecados desde hace milenios, y los depósitos de sal, inducen a pensar que, a fines del pleistoceno o principios del período posglacial, este continente desolado gozaba de un clima más benigno, y que la vegetación verdeaba en las áridas extensiones hoy pobladas de termites.
Cuando, en 1788, desembarcaron allí los blancos para arrojar a sus penados en aquellos páramos lunares, no encontraron el menor vestigio de templo o de pirámide, ni huellas de antiguas civilizaciones; sólo trescientos mil aborígenes errantes, a razón de un ser humano por milla cuadrada, en los valles del Este o en la costa, y de uno por treinta o cuarenta millas en el resto de la isla.
A pesar de la diferencia entre la región húmeda y la inmensidad reseca, no se percibía ninguna adaptación particular al medio, ni rastro de agricultura; sólo caza, pesca, recolección de frutos silvestres, nomadismo. El misterio de aquellas tierras mudas dio origen a muchas fantasías. Erle Cox se imaginó una esfera de oro, enterrada en las profundidades, donde dormían, desde tiempos muy remotos, un hombre y una mujer, testigos de una civilización desaparecida.
Lovecraft soñó en bibliotecas y laboratorios subterráneos, abandonados por visitantes no humanos. A partir de 1929, un poco de arqueología sustituyó a la interrogación poética. Tal vez, en el futuro, una arqueología abundante devolverá su valor a esta interrogación.
Ciertas excavaciones efectuadas en los últimos años por D. J. Mulvaney, en la región de Fromm's Landing, sitúan su aparición en el tercer milenio antes de J. C. Y es el dingo el que, juntamente con el hombre cazador, hizo desaparecer numerosas especies, como el «planga de Tasmania» y el «lobo de Tasmania». Durante millares de años, los únicos cambios en la ecología fueron sin duda producidos por el hambre del dingo y del hombre cazador.
En lo más profundo, encontraron puntas de proyectil de piedra; encima, huesos de escasa longitud, afilados en los dos extremos, y que muy bien podían ser anzuelos; por último, en la superficie, utensilios primitivos, de hueso o de piedra, utilizados por los aborígenes locales. Según una muestra de carbón, la antigüedad de la capa inferior es, aproximadamente, de tres mil años.
En general, y hasta los trabajos de Mulvaney, se aceptó, en nuestra última década, la teoría de Tindale y Hale. Había habido tres «culturas»: la de los útiles de piedra, la de los útiles de hueso, y la de los primitivos actuales, que emplean simultáneamente la piedra y el hueso. Durante aquellos tres mil años, había habido diversas poblaciones, ya que había diferentes «culturas». Era, evidentemente, una suposición no contradicha por ningún rastro de migración hacia Australia.
A saber: no hubo «culturas» ni poblaciones diferentes, sino una evolución, no determinada por el paso de la piedra al hueso, sino del utensilio sin mango al utensilio con mango. Durante once mil años, los ignorados hombres de Australia desconocieron el uso del mango. En las capas correspondientes a unos tres mil años atrás, se encuentran mangos o empuñaduras, resina de fijación, vestigios de cintas, correas de tripas o de cabellos.
Hubo, pues, un singular estancamiento durante una decena de milenios, seguido de un brusco progreso tecnológico, que se acelera en el último milenio, en que vemos aparecer útiles de piedra más finamente trabajados, cuchillos y laminitas, hojas de tijeras y gubias, como si se hubiese levantado un «entredicho» y el hombre se hubiese liberado de una obligación o de una fatalidad de permanencia.
Existe una importante cantidad de informaciones, de tradiciones orales, recogidas por los primeros colonizadores europeos. Sin embargo, las leyendas, las costumbres y la tecnología embrionaria, observada con más o menos seriedad, son insuficientes como elementos de interpretación del pasado prehistórico.
¿En qué fecha puede fijarse la aparición de los primeros hombres en Australia?
Cerca de Melbourne, en las canteras de piedra arenisca de Keilor, fue descubierto, en 1940, un cráneo humano. Una prueba con carbono 14, efectuada en un pedazo de carbón encontrado cerca de aquél, dio una antigüedad de dieciséis mil años. Pero es imposible saber si el tal carbón procedía de un fuego de campamento o tenía un origen natural, a pesar de que en las cercanías se desenterraron también instrumentos de piedra.
En 1965, se descubrió en la misma región un esqueleto en buen estado de conservación, y se obtuvo una antigüedad idéntica. La rareza de fósiles humanos es extraordinaria, al menos en el estado actual de las investigaciones. Una última indicación fue proporcionada por la comparación con cráneos encontrados en Wadjak y en Saraxvak, en la isla de Java, a los que se atribuye una antigüedad de cuarenta mil años.
Si pensamos en la extensión del continente y en el ínfimo número de exhumaciones realizadas desde hace tan poco tiempo, comprendemos la prudencia un poco triste de Mulvaney:
El dibujo de una mano humana, en la roca que domina la caverna de Ken Niff, es obra reciente de los aborígenes. Ocupaban esta caverna, donde se refugiaban sus antepasados, desde hace quince o cuarenta mil años.
Excavamos en las arenas del sueño, en el país de los canguros...
A fines del siglo XIX no quedaba ni uno. Nosotros mismos cegamos toda fuente de información. Algunas excavaciones han puesto de manifiesto proyectiles de cuarzo tallado. Ni rastro de utensilios con mango. ¿Cómo cruzaron los aborígenes el estrecho de Bass? Ciertos estudios del fondo del mar permiten conjeturar que, en el pleistoceno, Tasmania estaba unida al continente. Pero el mapa de la prehistoria australiana y tasmania sigue siendo una inmensidad en blanco.
Nada puede explicar aún este
extraño estancamiento tecnológico y cultural. Nada, en fin, permite
imaginar que los primeros australianos vinieron de Nueva Guinea, tan
considerable es la diferencia de nivel y de actividad culturales
entre ambas poblaciones.
El centro de la ciudad está dominado por un enclave rodeado de alambre espinoso; los cuarteles de Murray. El Señor Jefe de la Administración, que nada ha olvidado de los duros tiempos de las guerras de tribu y de la gran inseguridad, opina que el país no está preparado para la independencia y mantiene el espíritu represivo del tiempo de la antropofagia (que aún no ha pasado del todo, hay que confesarlo) y de los cazadores de cabezas.
Es un antiguo criador de caballos de carreras y granjero de Queensland, ultraconservador, y que no siente interés particular por la etnografía. Su ayudante es un antiguo enfermero. El país ha cambiado un poco. Se han pacificado las tribus y se han abierto nuevas tierras, que eran completamente salvajes hace veinticinco años. Los servicios de sanidad y los misioneros han trabajo de firme. Aunque con dificultad, ha surgido una pequeña élite indígena: hay quinientos estudiantes en la Universidad. Pero siguen siendo indeseables.
El espíritu del colonizador no ha cambiado. Sus «bondades» suenan a falso. Si se quiere proteger a un joven líder porgaiga, «para que aprenda nuestra lengua y pueda transmitir a los nativos las ventajas de la civilización», se le hace boy de un funcionario. Los contactos con las tribus de los bosques han servido de poco al hombre blanco, ignorante de la lengua, indiferente a las realidades humanas y culturales particulares. Para los administradores, los aborígenes son «monos de los roquedales», o bien «Oli». Esta palabra pidgin significa «no importa quién».
Si la independencia se produce pronto, apresurada por los odios y los equívocos, sin un período intermedio suficiente en un pueblo despreciado, el bosque volverá a cerrarse sobre sus misterios. Las tribus olvidarán el breve paso de los blancos y volverán a su eternidad, hundiéndose, a través de la blanca niebla, con sus pelucas en forma de bicornio napoleónico, sacudidos por una tos constante, hacia los valles arcillosos de los Highlands, a preparar, sobre piedras calentadas y envueltos en hojas de plátano, los cuerpos de los últimos misioneros -meritísimos, por cierto-, tal como hacen con los casuarios.
Pero los jóvenes responsables del país, aunque tropezando con inmensas dificultades, sabrán quizás interpretar mejor que los australianos a sus hermanos, comprender su rechazo de nuestro mundo y revelarnos su alma. Cierto que volverán a sus bosques y a su magia, y que volverán a la caza del ave del paraíso (que sólo puede derribarse con lanza y con flecha, pues el fusil es tabú para este hermoso pájaro); y que serán los mismos que vinieron (¿irónicamente?) a escuchar al Señor Administrador en la inauguración del nuevo aeródromo de Koroba, con el cuerpo embadurnado de grasa de cerdo o de pintura blanca, como aquel que llevaba un bolígrafo en la nariz, o aquel otro que, desnudo, se había ceñido la frente con una cremallera, o como aquel chiquillo que llevaba, por todo vestido, un par de gafas pintadas...
Se hablan quinientas lenguas diferentes, o sea la décima parte de las que se hablan en todo el mundo, y algunas de ellas resultan sumamente complicadas. La lengua duna, por ejemplo, que clasifica las criaturas vivas en categorías (las que vuelan, las que caminan y las inferiores, las que se arrastran: los cerdos y las mujeres), posee un vasto vocabulario cuyas variantes son de tono, como en chino.
La diversidad de indumentaria, de decoración, de costumbres y de tradiciones culmina en este pueblo, que ignora el concepto de unidad y que es, sin duda, el más igualitario y el más independiente del planeta. Sin soberanos, sin caudillos hereditarios, sólo elige un jefe en caso de conflicto, para que les dirija en el combate.
Si debe empuñar un día las riendas del poder en su país, se opondrá al desarraigo de sus hermanos, a la emigración a las ciudades frías y artificiales, y procurará que la civilización y la tradición se emparejen en el mundo real, en las pequeñas aldeas, en los claros del bosque, donde se cultiva la batata. Una tierra sólida, una naturaleza y unos hombres borrachos de colores y de libertad. En el bosque fresco, los árboles rezuman continuamente. Al amanecer, los valles de los Highlands son como ríos de niebla lechosa, en los que nadan los porteadores.
En las alturas, cuando aparece el sol, el suelo se cubre de mariposas amarillas y negras, que extienden sus alas para secarlas. ¿Qué diálogo podría establecerse entre los blancos, ávidos y abstractos, con su hormigón y sus gráficos, y esos hombres sumergidos en paisajes dalinianos, que dibujan flores sobre sus piernas y se tocan con plumas de loro y de ave del paraíso? Un mes de agosto, hace diez años, los blancos organizaron, en Mount Hagen, una exposición de animales de corral y de máquinas agrícolas.
Se tenía el proyecto de celebrar esta feria cada dos años. Los indígenas tuvieron noticia de ella y fueron a ver lo que pasaba. Las tribus salieron de los bosques, con sus trajes de fiesta. Cuando la feria siguiente, eran tan numerosos que tomaron la delantera a los granjeros australianos y holandeses, organizando la única y formidable «bienal de la prehistoria» del mundo. Después, no hubo más remedio que dejarles hacer.
Y cada año, en agosto, acuden para mostrar a los blancos, y a ellos mismos, lo que son. Tribus que antes no se trataban, se reúnen, bailan, cantan y lanzan sus gritos de guerra, blandiendo lanzas, arcos y flechas. Son veinte mil en el ruedo; la tierra tiembla, y los turistas fotógrafos se exponen a ser pisoteados. Los asaros, los kandeps, los chimbusn, los hewas y los laiagaps, han caminado días y noches enteros, cruzando valles y bosques -en los que el viajero no suele encontrar más de cien hombres en varias semanas-, para conmemorar, frente a los blancos, el mundo antiguo.
Y allí están los hombrecillos del río Asaro, que son los más extraños y repelentes, enteramente embadurnados de barro ocre y gris, con toscas máscaras confeccionadas con el mismo barro; personajes de los orígenes, desmañados, terroríficos, dolorosos... Pero hay que vender los tractores y las vacas de concurso.
Por la tarde, los organizadores
de la feria blanca reúnen a viva fuerza a estos millares de testigos
de la eternidad mágica, para que el señor ministro pueda pronunciar
su discurso, y desfile el Ejército, y se celebre el partido de polo.
Después, los curiosos emprenden el regreso a Port-Moresby, dominado
por su prisión. Y las tribus se marchan también, para diluirse en
las lejanas tierras pobladas de mariposas...
Todos ellos guardan relación con los «tiempos del Sueño», eternamente presentes y fuente de toda vida, reino de los héroes celestes creadores, padres del chamanismo, que moraban en el Cielo, en un lugar en que abundaban el agua fresca y los cristales de cuarzo. Éstos son los Dioses que rigen la procreación y la muerte, cosas sobrenaturales ambas. Otro héroe, que ora parece sabio, ora tonto, fue el mediador entre los Dioses y los hombres, a los que aportó rudimentos de conocimiento, de técnica y de medicina mágica.
En todos estos mitos, recogidos vagamente de la tradición oral, parece flotar un tabú contra el cambio y la evasión, como si esta inmensidad aislada estuviese destinada al confinamiento.
Sin embargo, la revista soviética, de gran difusión, Teknika Molodeji, que dedica una sección regular a los hechos inexplicados, comentados por personas autorizadas, se hizo eco de esta noticia y publicó fotografías de las piezas desenterradas. Si se confirmase este descubrimiento, que, como es natural, debe ser considerado con suma prudencia por el arqueólogo, se plantearían enormes interrogantes.
Resultaría difícil imaginar una expedición egipcia a Australia, dado que conocemos sus medios de navegación. ¿Qué viajero, exploradores del mundo hace cuatro mi) años, habrían ido a depositar aquel caudal en suelo australiano? Lo cual nos lleva de nuevo a nuestra hipótesis: ¿Fue tradicionalmente este continente un lugar de depósito, un inmenso escondrijo, utilizado por visitantes del exterior o por una raza desconocida, que organizó también una deportación de hombres mantenidos en la ignorancia?
Evidentemente, esto no es más que una
interrogación romántica, sobreañadida al misterio de la población
original de Australia, que creíamos reciente, pero que las escasas
excavaciones practicadas desde hace diez años hacen remontar al
paleolítico. Esperemos que una investigación más sistemática revele
los secretos de esta tierra «olvidada por el tiempo», como decía Borroughs.
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al Índice
La ascensión del joven Bingham. - Machu Picchu. - El enigma de
Tiahuanaco. - Las balizas del llano de Nazca. - Fenicios en el
Brasil. - Coincidencias de lenguaje y de objetos. - Un viaje de
Benvenuto Cellini. - Japoneses en el Ecuador. - ¿Una ciudad en
Amazonia? - El coronel Faucett y el explorador Varrill. - El cristal
desconocido. Una cárcel misteriosa.
Los hombres prosiguen su escalada, agarrándose a los árboles que brotan de la pared cortada a pico, y descubren unas terrazas rematadas por un dédalo de admirables ruinas de pálido granito. Bajo la vegetación, aparece la formidable ciudadela sin nombre, dominada por los imponentes picachos del Huayna Picchu y del Machu Picchu.
Según él, se trata del Tampu Tocco del que habla el sacerdote español Fernando Montesinos, en su Historia del Perú antes de la Conquista. Montesinos fue el primer historiador de los peruanos, y le debernos los primeros trabajos sobre los recursos mineralógicos de los Andes. Murió en 1562. Según el padre Montesinos, la dinastía de los Amautas reinó en los Andes mucho tiempo antes de los incas, y, durante el reinado del sexagésimo segundo Amauta, unas hordas bárbaras invadieron el Imperio.
En el año 500, varios soldados del derrotado ejército llevaron los restos de su rey a un refugio llamado Tampu Tocco, donde construyeron una ciudadela, de la que hacia el año 1300, bajaría un Amauta, Manco Cápac, para apoderarse de Cuzco y fundar el Imperio inca.
Hay fósiles que atestiguan la presencia de mastodontes en estas tierras. Al sudeste del lago Titicaca, se levantan los testigos de la más asombrosa cultura prehistórica, Tiahuanaco. En varias hectáreas de terreno, vemos pirámides truncadas, montículos artificiales, hileras de monolitos, plataformas, cámaras subterráneas, pórticos de dos pilares y dintel, tallados en la dura piedra.
La famosa Puerta del Sol, con sus inscripciones, hace pensar, según se ha dicho, en un calendario astronómico.
Más antigua que el reino de Chimú, que nos legó las imponentes ruinas de ChanChan, la civilización nazca, cuyo origen ignoramos, dejó sobre los llanos desérticos, sobre la arena y los pedregales, gigantescas figuras geométricas, siluetas de pájaros, de ballenas y de arañas, cuyas líneas tienen cerca de siete kilómetros de longitud y parece que fueron trazadas para ser descifradas desde el cielo, a gran altura.
Y Sprague de Camp, en su hermoso libro Ancient Ruins and Archealogy, escribe:
No volveremos, bajo un pretexto romántico, a las tesis de Horbigger, que evocamos en El retorno de los brujos. Sabemos que, según Horbigger-que conoció la gloria bajo el nazismo-, el hombre era ya civilizado en la era terciaria. Según la teoría horbiggeriana del «hielo cósmico», antes de que existiese nuestra Luna actual, seis satélites, formados por explosiones de estrellas, fueron atraídos y destruidos por la Tierra, en eras geológicas diversas. Cuando se acercaba el satélite, se desintegraba en la atmósfera, y sus fragmentos se extendían sobre nuestro planeta.
El Diluvio, la Atlántida, serían episodios de esta historia.
La «luna« del terciario cayó hace 25.000 años. Todas las tierras tropicales quedaron sumergidas, a excepción de algunas altas montañas, como las del Perú y las de Etiopía. Según los horbiggerianos, como Hans Bellamy y Arthur Posnansky, Tiahuanaco y Machu Picchu datarían de esta época. Habían sido refugios de la élite humana de la era terciaria, situados, a la sazón, al nivel del mar.
Nos limitaremos a dar un rápido vistazo, cruzando en zigzag la América del Sur, a algunos interrogantes fundados en investigaciones y descubrimientos, comprobables en todo o en parte.
En 1532, Pizarro desembarcaría en las costas del Ecuador y avanzaría hacia el Sur, cruzando el Imperio inca. Pero, cuando Huayna Cápac oyó hablar de rostros pálidos, tenía detrás de él una larga tradición que hablaba de hombres blancos venidos del mar, en la noche de los tiempos.
El padre Montesinos pretendía que los peruanos eran descendientes de Ofir, bisnieto de Noé. La única prueba de un antiguo contacto entre América del Sur y la civilización mediterránea ha sido descubierta recientemente. El profesor Cyrus H. Gordon, que enseña arqueología en la Universidad de Brandeis, EE.UU., pretende haber descifrado un mensaje fenicio en una roca de Parayba, Brasil. Esta roca, cubierta de inscripciones, fue descubierta en 1872; pero entonces se creyó que se trataba de una falsificación, ya que la gramática no correspondía a lo que se sabía de la escritura fenicia de la época.
Pero, más tarde, se encontraron numerosas inscripciones del mismo estilo en el Próximo Oriente. La autenticidad parece estar fuera de toda duda, al menos para Gordon, que observa que los barcos fenicios eran de mayores dimensiones que los de Colón y habían dado varias veces la vuelta a África. ¿Por qué no podían haber llegado al Brasil?
Naturalmente, quisiéramos saber lo que fue de estos fenicios, cuando penetraron tierra adentro, y si las leyendas indias sobre Dioses blancos no tendrían su origen en este desembarco. Si admitimos la existencia de un lazo entre los pueblos mediterráneos y la América del Sur, habría que reconsiderar toda la interpretación de la historia precolombina. He aquí un hermoso tema para nuestros sueños.
Y aún podríamos añadirle algo más: cuando estos fenicios, o sus descendientes, recorrieron las tierras misteriosas, ¿encontraron mundos más antiguos y civilizados que el suyo propio? ¿Cuáles fueron sus repercusiones? ¿Podrían encontrarse rastros de otros encuentros en el pasado de estas tierras que han sido tan poco descifradas?
El Codex Troano nos dice que, en México, el haz de luz divina se sostenía verticalmente, con una serpiente echada a sus pies. En Bolivia, encontramos la misma serpiente, así como inscripciones parecidas a las del Próximo Oriente y hombres con turbantes. El bajorrelieve de Itacuatiara de Inga (Brasil) muestra una gran cantidad de inscripciones semejantes a las del Próximo Oriente.
El estudio sistemático del monumento de Itacuatiara de Inga muestra, no solamente una relación con el Próximo Oriente, sino también elementos comunes con la isla de Pascua, Mohenjo Daro y Harappa. ¿Revela esto un origen común? Se suele pensar que aquel monumento fue esculpido hace treinta o cuarenta mil años. ¿Y qué encontramos en sus bajorrelieves? Símbolos fálicos; mandalas en forma de flores múltiples, que se parecen curiosamente a las de la India; y un símbolo repetido, que hace pensar en el número ocho: dos serpientes, o un signo doble de infinito.
La soldadura era cosa corriente, y se conocía la fabricación del hilo metálico. El origen de estas técnicas parece que hay que buscarlo en los Andes. Pero esto no hace más que alejar el problema en el pasado. Pues, aunque los fenicios hubiesen llegado al Brasil, no habrían podido enseñar procedimientos que ellos mismos ignoraban.
Por último, hay que observar que el uraeus, símbolo de poder de los faraones egipcios, se encuentra entre los indios campas de los Andes, y advertir, a este respecto, que, hasta finales del siglo XVIII, algunos lingüistas, cuyos trabajos fueron indebidamente subestimados durante el siglo XIX, afirmaban que el egipcio era la lengua original.
Indudablemente, como dice el profesor Marcel F. Homet,
Pero tal vez algún día sabremos algo de ellas, pues el espíritu de aventura no ha fenecido en el mundo, y las tierras misteriosas son, todavía, más numerosas de lo que se cree.
El desengaño no es un producto de la cultura, sino, por el contrario, de la ignorancia. El que está deseoso de saber descubre que cada uno de sus pasos se apoya en la superficie de minas profundas, donde duermen los poderes y los conocimientos de mundos enterrados. En todas partes se guardan herméticos secretos, desde la Irlanda del Numinor céltico hasta la Australia extrañamente muda desde Lascaux hasta la isla de Pascua, desde el desierto de Gobi hasta el Amazonas.
En efecto, algunos indios habían hablado a Faucett de una ciudad que seguía viva, habitada, iluminada por la noche. Pero nadie ha entrado aún en la tierra prohibida.
Varrill, y su viuda después de él, no han dejado de afirmar que existieron civilizaciones extraordinariamente avanzadas en América del Sur, y que aún permanecen vivos restos considerables de ellos. Dado que la mayoría de las predicciones de Varrill han sido comprobadas, en particular las referentes a las inscripciones fenicias y a los métodos químicos empleados por los antiguos peruanos para el tratamiento del granito, debemos considerar con cierto respeto su más obstinada afirmación.
Un prospector de esta sociedad encontró, junto a los lindes de la tierra prohibida, un extraño cristal que el señor Miguel Cahen remitió a Jacques Bergier. Al ser examinado, este cristal resultó ser de carbonato de magnesio, dotado de una transparencia extraordinaria y de propiedades muy curiosas en el espectro infrarrojo, con radiaciones polarizadas. Ningún cristal de este tipo aparece descrito en mineralogía.
Bergier envió este cristal a la Oficina Nacional de Investigaciones Aeronáuticas de Francia. Los especialistas de esta oficina declararon que el susodicho cristal sólo podía ser de origen artificial. Y la cosa quedó así, pues «Magnesita, S, A.» no disponía de otras muestras.
En general, los que penetran en esta zona desaparecen para siempre. Pero no ocurrió así en el caso de estos nazis. Desde 1964, sus familiares residentes en Brasil reciben cartas, remitidas desde el interior. Estas cartas afirman que aquellos hombres permanecen prisioneros, pero reciben buen trato. Les está prohibido decir quiénes son sus carceleros...
¿Serán
mantenidos como rehenes en alguna de aquellas ciudades secretas de
que, con tanta fe, nos hablaba el coronel Faucett?
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