QUINTA PARTE
SOBRE ALGUNAS SEMICERTIDUMBRES MARAVILLOSAS

 

 

CAPÍTULO PRIMERO
LA UNIÓN LIBRE DEL SABER Y DEL HACER

Fin del viaje: a caballo sobre algunas certidumbres. - La ciencia y la tecnología pueden ser dos actividades sin ligamen ni relación; es decir, contradictorias. - Esta comprobación ilumina nuestro tiempo y el pasado. - Abundancia de pruebas. - Una ojeada sobre el mundo animal. - Los cálculos justos y las ideas falsas de los astrónomos babilonios. - Genio e impotencia de los griegos. - El Imperio de los ingenieros. - Sobre el progreso de los mogoles. - Humanizar el futuro, rehumanizando los milenios enterrados.

Hemos galopado mucho a lomos de lo interrogantes. Algunos de éstos eran vigorosos. Otros aparecían un poco desalentados. Pero en las postas hay que tomar lo que se encuentra. Lo importante, para el embellecimiento de la vida, es viajar. He aquí nuestra última etapa. Ahora hemos encontrado algunas certidumbres, que son monturas de otra clase. Son jóvenes y muy nerviosas. Procuraremos tener la espuela ligera.


La arqueología oficial hizo grandes progresos en Creta y, recientemente, importantes descubrimientos en Turquía. Cabalguemos en estas certidumbres y, de vez en cuando, espoleemos a la montura con algunas de nuestras absurdas preguntas. Pero, ¿son realmente tan absurdas? Tal vez un día, cuando algunas de las ideas o de las hipótesis que flotan en nuestros toscos libracos engendren vocaciones, alcanzarán aquéllas la dignidad de un método.


Llevamos, por ejemplo, en nuestras alforjas, una idea que, a nuestro modo de ver, merece alguna consideración. Podría servir muy bien para una comprensión más exacta del pasado y aun del presente. Ya veréis cómo la empleamos en los próximos capítulos, al hablar del mito de Dédalo y de los refinamientos de las recién desenterradas ciudades de Çatal Huyuk.

 

La idea es ésta:

cada vez que se descubren señales de técnica avanzada el tiempos muy antiguos, se produce un movimiento de estupor. Incluso de contrariedad. Es algo -se piensa- difícil de admitir, dada la presunción de que la ciencia de la época era infantil y falsa. Sólo un conocimiento exacto de las leyes permite la aplicación de la ciencia. Dicho de otro modo: parece que una civilización para ser técnica, tiene que ser científica.

Nuestra idea rechaza este principio. Rechaza, pues, el estupor y la contrariedad en presencia de vestigios técnicos.

 

Expulsa de la mente el principio-tabú que le impide seguir aquellas pistas. Pensamos, en efecto, que no siempre y necesariamente existe, en una civilización dada, una relación entre realización técnica y conocimiento general. Aunque esta civilización sea la nuestra. Este modo de ver es, ciertamente, desconcertante. Sin embargo, nos parece de acuerdo con la realidad.


Es, propiamente hablando, del orden del descubrimiento, y este descubrimiento puede servir para una mejor comprensión de nuestro tiempo y de los tiempos enterrados.

Toda nuestra educación escolar, organizada y orientada por filósofos, hombres de mentalidad literaria y pedagogos, tiende a persuadirnos de que la técnica es un producto derivado de la ciencia. El sabio descubre los principios, y el técnico se sirve de ellos para realizaciones prácticas. Según este esquema convencional, el progreso arranca de los hombres que tuvieron grandes conocimientos generales, como Euclides, Descartes, Newton, Fresnel, Maxwell, Plank y Einstein; y el papel de las inteligencias tipo Arquímedes, Roger Bacon, Galileo, Marconi o Edison se reduce a sacar deducciones del conocimiento fundamental de las leyes del Universo.

 

Hay que empezar por la comprensión, y continuar con la acción. Pero semejante esquema, sobre el que se apoya toda la reflexión contemporánea, y, por ende, toda nuestra manera de estudiar el pasado, no corresponde a la realidad.

 

Generalmente, la mayoría de las grandes construcciones del genio científico no han dado lugar a ninguna transformación del medio material en que vivimos, ni contribuido a ningún progreso material, ni al dominio del hombre sobre la Naturaleza.

 

En cambio, la mayoría de las etapas del progreso técnico, que han conducido a nuestro dominio actual de los fenómenos naturales, son resultado de actuaciones sin el menor alcance filosófico, efectuadas la mayoría de las veces por hombres carentes de verdadera cultura científica y que han realizado grandes cosas, no porque fuesen sabios, sino porque no lo eran lo bastante para saber que tales cosas eran imposibles.

 

El «cientifismo» aristocrático, que prevalece en el esquema convencional, no corresponde en absoluto a la realidad dinámica.


Con frecuencia, el hombre hace, antes de conocer las leyes que explicar correctamente los resultados que obtiene. Y el hecho de que atribuya estos resultados a los Dioses, no implica que lo que hace sea forzosamente mítico. Los altos hornos funcionaron mucho antes del nacimiento de la química industrial.

 

Antiguamente, se hundía una espada calentada al rojo en el cuerpo del prisionero sacrificado. Se imaginaban que las virtudes de la víctima templaban el acero. En realidad, el nitrógeno orgánico producía este efecto. El procedimiento era mágico; pero la técnica era correcta.

 

Cuando Fausto niega la prioridad al Verbo y, después, al Pensamiento, y se decide a escribir: «A1 principio era la Acción», empieza su aventura, se agitan «los espíritus en el pasillo» y entra Mefistóteles disfrazado de estudiante... De la misma manera, unos hombres de civilizaciones desaparecidas, disfrazados de sumos sacerdotes, con una mentalidad irracional y una visión absurda del Universo, pudieron realizar proezas técnicas que desafían nuestra comprensión y desbaratan nuestros cálculos.

 

La solución no radica en la negativa a considerar el problema, ni en la mística del paraíso perdido, de los Dioses presentes en el principio y de los Atlantes de conocimiento absoluto. Y, aunque lleguemos a suponer (suposición lícita, a nuestro modo de ver) que hubo visitas de «Grandes Galácticos» en la noche de los tiempos, éstos no transmitieron, sin duda, una ciencia intraducible, sino procedimientos, trucos, juegos de manos, que conocieron diversa suerte, a través de unos mares de olvido, de ignorancia, de indiferencia al saber.

Echemos un nuevo vistazo a nuestro propio tiempo.

 

¡Cuán poco espacio ocupa la pasión del saber! ¡Y qué extensión más grande el afán y la necesidad de saber hacer! Nuestro mundo técnico seguiría su marcha ascensional durante años, durante siglos, aunque toda nuestra ciencia se detuviese mañana en el punto alcanzado, y aunque se olvidasen los principios generales.


La ciencia intervino muy tardíamente en la técnica, y no sin encontrar resistencia, pues la impaciencia del hacer tolera mal los engorros del saber. Desde luego, el conocimiento de las leyes de la Naturaleza permite actuar sobre ésta. La ciencia delegó sus poderes en los prácticos, en ingenieros científicamente instruidos. Pero la acción sobre la Naturaleza demuestra, a veces, que aquel conocimiento es falso, o insuficiente, o más sencillamente, indiferente.

 

El inventor no pertenece al mundo de las leyes, sino al de los actos. No es una mente ilustrada. Es una mente inflamada por la voluntad de poder inmediato. Su fuego interior le impulsa a triunfar, con independencia de que la Ciencia considere realizable o irrealizable su proyecto.

 

El profesor Simon Newcomb demuestra matemáticamente, a fines del siglo XIX, que el vuelo de un objeto más pesado que el aire es una quimera. Dos reparadores de bicicletas, los hermanos Wright, construyen un avión. A principios del siglo XX, Hertz está convencido de que sus ondas no pueden servir para transmitir un mensaje a larga distancia. Un italiano ingenioso y sin títulos académicos, Marconi, establece las primeras comunicaciones inalámbricas.

 

Lo que ocurre es que confundimos con la ciencia las realizaciones de este tipo especial de mentalidad que tan pronto sigue la corriente del conocimiento como navega contra ella. Y, en nuestra época actual, el impulso fáustico, en cuanto ha sido reanimado por la ciencia pura, sumerge a ésta, la envuelve y la asfixia entre sus olas. La imagen del «gran sabio», que resplandeció durante un siglo, está perdiendo consistencia.

 

El gran sabio pertenece a una especie cada día más rara. Arrastrado por la ola, o, más estúpidamente, por los deberes administrativos, este tipo de hombre, que se entregó a una vocación casi religiosa en favor de la inteligencia pura, justamente orgulloso de su saber, absorto en ideas generales, preocupado por las consecuencias de su trabajo, está quedando anticuado.

 

Por otra parte, es significativo que, en la actualidad, se sustituya la palabra «sabio» por la de «investigador». Lo cual no es efecto de la modestia. Lo que ocurre es que el «investigador» pertenece ya a otra raza, más estrechamente especializada y orientada por entero hacia el saber hacer.


Nosotros vemos una homogeneidad del saber y el hacer, de la ciencia y la técnica, siendo así que lo que hay es coexistencia, superposición y, a veces, antinomia.


Los físicos experimentales afirman de buen grado, en privado, que las vastas síntesis de la física teórica no tienen para ellos la menor utilidad práctica. Los propios técnicos os dirán que las más formidables instalaciones nucleares representan, sobre todo, un triunfo del ingenio artesano; que son fruto de miles y miles de pequeños «trucos» agrupados por la experiencia y sin relación alguna con las teorías fundamentales.

 

Cierto que tienen que confesar que su campo fue, en un principio, explorado por unos teóricos cuyos trabajos no pueden ignorarse. Y aquí reside, quizás, una gran novedad de nuestro siglo: que, para ser técnico, había que ser también un poco sabio. Esta relación es un hecho nuevo en la Historia, constituye una originalidad. Pero esta originalidad no podría fundar una ley general.

 

Los partos tecnológicos no requieren, como condición necesaria, el previo apareamiento de las dos actividades de la mente. Incluso en nuestra civilización, es ésta una unión muy libre, con sus rabietas, sus escapatorias y sus engaños. Tal vez se necesitaría una transformación de la mentalidad humana, comparable a la realizada por los griegos hace veinticinco siglos, para que nazca una nueva forma de conquista del Universo que una estrechamente el conocimiento a la acción.


Sin embargo, aquel esquema está tan profundamente arraigado en nosotros, que decimos de buen grado que nuestra civilización es científica. Y, en realidad, es tecnológica. No está en modo alguno gobernada por las virtudes del espíritu científico. Son los afanes del demonio del saber los que llevan la voz cantante.

 

Tenemos sociedades de managers y de ingenieros, de burócratas y de policías, en las que el empirismo rige las cosas y los hombres, con justificaciones ideológicas muy vagas, muy dudosas, y con peticiones de principio cuyo carácter relativo nadie ignora. Una sociedad regida por la Ciencia sigue siendo una utopía. No; el hacer no es, en circunstancia alguna, una recompensa del saber. Y nuestra visión de la historia de la mente se ve falseada por esta creencia.


El Renacimiento, por ejemplo, no es un fruto rápidamente madurado por una súbita luz. Cierto que la imprenta, la brújula, la pólvora, aparecen aproximadamente en el momento en que renace la ciencia fundamental, después de un eclipse de casi quince siglos; pero la contribución de la ciencia a los inventos y a los descubrimientos es absolutamente nula. La brújula no nació de la aplicación de las leyes del electromagnetismo, sino todo lo contrario. Los grandes navegantes españoles y portugueses precedieron en cuatro siglos a Ampère y a Maxwell. Descartes concretó las leyes de la óptica mucho tiempo después de que Galileo fabricase su primera lente y descubriese las montañas de la Luna, los satélites de Júpiter y las fases de Mercurio y de Venus.


El ejemplo más impresionante del distanciamiento entre la Ciencia y la técnica es la obra de Newton. este es sin duda con Einstein el genio más grande de los tiempos modernos. Sus trabajos inspiraron durante tres siglos, el conocimiento de las leyes del Universo.

 

Pero sería imposible citar una sola aplicación práctica de sus descubrimientos hasta el lanzamiento del primer Sputnik. Nada habría cambiado desde el siglo XVIII, en la conquista de la Naturaleza por el hombre, si las leyes de la gravitación hubiesen permanecido envueltas en la ignorancia. Ni la máquina de vapor (inventada mucho antes de que Carnot formulase su teoría), ni la electricidad, ni la química, les deben nada.


Cuando uno piensa en todo esto se siente turbado. Los más fecundos inventores modernos, los que más han contribuido a cambiar el mundo, Denis Papin, Watt, Edison, Marconi, Armstrong, De Forest, Tesla, George Claude, los hermanos Lumière, no eran lo que se ha convenido en llamar sabios. Habríamos podido vivir lo mismo que vivimos hoy, sobre un sondo teórico diferente sobre una visión del Universo y unos conceptos fundamentales no científicos, irracionales o religiosos.

 

A fin de cuentas, el nazismo era una filosofía mágica absurda, y su técnica estuvo a punto de conquistar el mundo. A fin de cuentas, nuestro racionalismo y nuestro materialismo son también opciones ideológicas, más que productos del espíritu de verdad. A fin de cuentas, el evolucionismo, sobre el que se apoya todo nuestro concepto del progreso, es un cuento de hadas.


Todo lo que llevamos dentro se rebela contra estas comprobaciones. Quisiéramos que las realizaciones fuesen recompensas de lo que tenemos por nuestro más noble deseo: el deseo de la verdad. Por esto queremos negar a nuestros antepasados la posibilidad de hacer; porque vivían en un profundo alejamiento de las verdades.

 

Y cuando descubrimos la calefacción central en las ciudades antiguas, nuestra sorpresa tiene un matiz de angustia. Es nuestro mundo mental que se tambalea. Los pequeños tenedores de madera, surgidos de la Prehistoria, pinchan nuestra mente.

 

El robot de Tales, de las costas de Creta, nos lapida. Los constructores de Stonehenge son nuestros enemigos. Dédalo nos hace dudar de nosotros misinos. El calendario maya perturba nuestras constelaciones mentales. y, sin embargo, cuando pensamos en la Ciencia y en la técnica, un solo vistazo a la Naturaleza debería desengañarnos. No hay un solo descubrimiento útil, transformador de nuestro mundo, que no haya sido realizado anteriormente por el mundo animal. La jibia y ciertos insectos esténidos se propulsan por reacción. La avispa fabrica papel.

 

El pez torpedo dispone de condensadores fijos, de pilas y de interruptores de corriente eléctrica. Las hormigas practican la ganadería y la agricultura, y tal vez conocen el uso de los antibióticos. El pez Gymnarcus niloticus lleva, cerca de la cabeza y de la cola, generadores de tensión y aparatos capaces de apreciar ínfimos gradientes eléctricos. El demonio del hacer juega todas las cartas y circula misteriosamente a través de toda la Naturaleza y, sin duda alguna, de todos los hombres de todos los tiempos.

El prestigio de la ciencia astronómica de los babilonios se mantiene después de tres milenios. En efecto, no cabe duda de que, en cierto sentido, esta ciencia fue muy lejos, más lejos que la de los griegos, e incluso, en ciertos terrenos, que la moderna astronomía hasta el siglo pasado. Hace más de dos docenas de siglos que Kidinnú calculó el valor del movimiento anual del Sol y de la Luna con una precisión que sólo fue superada en 1857, cuando Hensen obtuvo cifras con un error menor a tres segundos de arco. El error de los resultados de Kidinnú no superaba los nueve segundos.


Más extraordinaria aún es la precisión del cálculo de los eclipses lunares por el propio Kidinnú. Los actuales métodos de cálculo, perfeccionados en 1887 por Oppolzer, suponían un error de siete décimas de segundo de arco por año en la determinación del movimiento del Sol. el cálculo de Kidinnú se aproximaba más a la realidad... ¡en dos décimas de segundo!

 

Toulmin y Goodfiels, en un curso que dieron en 1957 en la Universidad de Leeds, no ocultaron su admiración por el viejo astrónomo de Mesopotamia.

«Que una tal exactitud -escribieron- pudiese alcanzarse sin telescopio, sin reloj, sin los impresionantes aparatos de nuestros modernos observatorios y sin matemáticas superiores, parecería increíble si no recordásemos que Kidinnú disponía de archivos astronómicos que abarcaban un período mucho más largo que el de sus sucesores de nuestro tiempo.»

¿Diremos que Kidinnú y sus colegas eran grandes astrónomos? ¡No! Por muy sorprendente que parezca, sus conocimientos astronómicos eran prácticamente nulos. No alcanzaban, ni con mucho, el nivel de los de un niño de nuestras escuelas primarias. Kidinnú y los otros «astrónomos» babilonios creían que los planetas eran divinidades.

 

No tenían la menor idea de las dimensiones del cielo: y la idea misma de distancia espacial, aplicada a la Luna, al Sol o a Marte, les habría parecido absurda, escandalosa, sacrílega, como les parecería a nuestros teólogos modernos cualquier cálculo trigonométrico del movimiento de los ángeles o de la distancia que separa el Cielo del Purgatorio.

Los astrónomos, que durante siglos y más siglos observaron el movimiento de los planetas desde lo alto del Gran Zigurat, eran verdaderos ingenieros en teología. Este Gran Zigurat, cuyas colosales ruinas producen aún, justificadamente, una especie de estupor sagrado en el hombre del siglo XX, no tenía nada de observatorio, y sólo una ceguera psicológica nos inclina a darle este nombre.

 

Nos acercaríamos más a la verdad si lo imaginásemos como una gigantesca sacristía, dotada de una oficina de estudios. Por lo demás, los textos «astronómicos» babilónicos reflejan perfectamente los conceptos básicos en que se apoyaban los admirables cálculos de Kidinnú.

«Entonces, Marduk (el Dios supremo) creó reinos para los Grandes dioses. Trazó su imagen en las constelaciones.


»Fijó el año y definió sus divisiones, atribuyendo tres constelaciones a cada uno de los doce meses.


»Cuando hubo definido los días del año por las constelaciones, encargó a Nibiru (el Zodíaco) que las midiese todas (... ) y situó el Zenit en el centro. Hizo a la Luna brillante señora de las tinieblas, y le ordenó que habitase la noche y marcase el tiempo. Mandó que su disco aumentase, un mes tras otro, incesantemente:


»Al comenzar el mes... brillarás durante seis días como un arco creciente, y como medio disco al séptimo día. En el plenilunio, a la mitad de cada mes, te hallarás en oposición al Sol.


»Cuando te alcance el Sol, en el Este, sobre el horizonte, te encogerás y formarás un creciente invertido... Y el día vigésimo noveno, volverás a estar en línea con el sol»

(Fragmentos del texto sagrado del Enuma Elish.).

Y así sucesivamente para los planetas, el movimiento del Sol en el Zodíaco, etcétera. El hombre moderno se siente inclinado, por sus invencibles ilusiones realistas, a interpretar estos textos como ficciones literarias, destinadas a vestir de un modo elegante unos hechos cuyo carácter material era perfectamente conocido por los calculadores del Gran Zigurat.

 

No puede creer que unos cálculos tan perfectos pudiesen ser realizados por hombres para quienes la Luna, Venus, Marte y todos los astros fuesen realmente Dioses. Pero existe un texto antiguo, perfectamente claro, que no deja lugar a dudas sobre la prodigiosa ignorancia de los astrónomos babilonios.


Allá por el año 270 antes de J. C., Beroso, de quiera hemos hablado ya a propósito de los Akpallus, emigró a la isla de Cos, en el Dodecaneso, y enseñó allí la ciencia de su país. Su enseñanza no cayó en saco roto, y, doscientos años más tarde, el romano Vitrubio hizo un resumen de ella, que ha llegado hasta nosotros.

 

Según Beroso, heredero de dos mil años de astronomía babilónica, la Tierra era plana, el Sol la sobrevolaba a altura constante y lo propio hacía la Luna, aunque a más baja altura. Ésta tenía una cara luminosa y una cara oscura, y giraba sobre sí misma, de una manera tan ingeniosa que explicaba sus variaciones mensuales, pero tan extraña que, en el momento; del plenilunio, ¡daba su cara oscura al Sol! Desde luego, la Luna y el Sol tenían que ser forzosamente Dioses, porque, después de desaparecer todas las noches por el horizonte occidental, reaparecían al día siguiente por Oriente, gracias a un milagro que sólo el gran Marduk podía explicar.

 

Pero Beroso no dejó por ello de impresionar a los griegos (que conocían desde hacía tiempo la redondez de la Tierra y, a grandes rasgos, las configuraciones celestes), por la fantástica precisión de sus efemérides y de sus predicciones de eclipses. Los griegos eran sabios. Beroso era un técnico. Los trabajos prácticos de los astrónomos babilonios no requerían ningún conocimiento teórico y no han dejado rastro alguno de una sabiduría de esta clase.

El abismo que separa la Ciencia de la técnica se pone aún más de manifiesto si recordamos que, en la época en que Beroso llega a Cos, Aristarco de Samos había descubierto ya la rotación de la Tierra sobre sí misma, su revolución anual alrededor del Sol, y las inmensas dimensiones que, partiendo de este último fenómeno, había que atribuir al espacio sideral.

 

Pero no había ninguna necesidad técnica (aquí, teológica) que obligase a Aristarco a prever los eclipses con un error de una décima de segundo de arco. Le bastaba con saber cómo ocurrían las cosas y cómo podían explicarse las apariencias, según había dicho Platón.


Por otra parte, la aventura intelectual de los griegos ilustra en cierto sentido el desarrollo independiente de la Ciencia y de la técnica, pues ellos, que fueron los primeros auténticos hombres de Ciencia, consideraron siempre la técnica como una habilidad propia de bárbaros y de esclavos, al menos hasta Arquímedes, cuyo genio revolucionario es tanto el de un ingeniero como el de un sabio.

 

Si los griegos fueron los primeros hombres de la Historia que vislumbraron la verdadera naturaleza del universo material y el orden natural que lo organiza -la palabra Cosmos, que ellos nos legaron, es, ante todo, un adjetivo que significa hermoso, elegante, ordenado-, si fueron los primeros en comprender la situación, a la vez predominante y modesta, del hombre en el seno de esta máquina enorme, no les debemos, en cambio, ninguno de los grandes inventos realizados en su época.

 

Cuando Arquímedes comprendió, al fin, que la auténtica Ciencia debía tener también el aspecto artesano de la experimentación, era ya demasiado tarde: como se sabe, Arquímedes fue asesinado por un soldado del victorioso ejército romano. Con los romanos, la técnica volvió a remplazar a la Ciencia.

Hemos citado a Vitrubio, a quien los diccionarios dan el título de arquitecto, porque él mismo se daba este nombre. Pero, en realidad, el arquitecto romano era un auténtico ingeniero, como lo fueron después los arquitectos italianos del Renacimiento.


El arquitecto romano Sergius Orata, contemporáneo de Julio César, realizó la calefacción central indirecta, en la forma que está actualmente más de moda: por el suelo. Los ingenieros romanos y galorromanos multiplicaron, hasta el final del Imperio, los pequeños inventos que transforman la vida cotidiana (como, por ejemplo, los cristales (de las ventanas), sin apelar al menor conocimiento} científico.

 

Este progreso técnico se desarrolló sobre un fondo de ignorancia científica total. En los tiempos de Augusto, los escolares seguían aprendiendo los teoremas de la geometría de Euclides pero ya no se les enseñaban las demostraciones... Pues, ¿qué utilidad tenía aprender la demostración, «si Euclides la había hecho ya»?

 

Este pequeño detalle nos muestra, mejor que otro cualquiera, hasta qué punto el genio romano, tan fecundo en el arte de transformar la Naturaleza, se había aislado de las fuentes de la inteligencia científica. Cuando recorremos los restos de un gran acueducto romano, por ejemplo el que alimentaba Cartago a través de ochenta kilómetros de llanuras y colinas, nos maravilla la exactitud del cálculo de la pendiente.

 

Pero los que efectuaron estos cálculos y las mediciones topográficas correspondientes no sabían demostrar el viejo teorema de Pitágoras y además, les importaba un bledo. Como nuestros ingenieros modernos y como los ingenieros babilonios, disponían de tablas y de baremos que resolvían todos los problemas prácticos. Y la teoría de estas tablas les era tan indiferente como útil.

Uno de los más curiosos descubrimientos de la arqueología moderna, cuya significación fue el profesor André Varagnac uno de los primeros en recalcar, es que la caída del Imperio romano se debió tanto a razones técnicas como a causas políticas. Al registrar las tumbas de los bárbaros que, a partir del siglo V, se instalaron sobre los despojos , de aquél, se comprobó, con sorpresa, que sus armas eran mejores que las de los romanos, por ser su acero de más alta calidad, así como sus armaduras, los arneses de sus caballos e incluso sus utensilios.

 

Más aún: los feroces hunos, de los que, al cabo de los siglos, conservaremos aún un recuerdo espantoso, gracias al testimonio de los últimos cronistas latinos, resulta que aportaron inventos de los que ningún pueblo europeo tenía la menor idea, y menos que nadie los griegos, tan hábiles en descifrar los secretos del Universo.


En efecto, a aquéllos y a los mogoles debemos la herradura, las guarniciones racionales de los caballos, con su collera rellena, el fieltro e incluso, indirectamente, ¡la imprenta!


En lo que atañe a la imprenta, los hechos, largos y complicados, pueden resumirse de la manera siguiente: a principios de nuestra Era, los chinos inventan el arte del grabado sobre madera; los mogoles invaden China y la India; en este último país, aprenden... el juego de naipes, distracción predilecta del soldado ocioso. Para renovar sus barajas, gastadas en las noches de guardia, utilizan la técnica china del grabado, que transmiten después a Europa.

 

Los monjes occidentales se apoderan del invento, no para fabricar barajas, sino estampas piadosas. Un holandés concibe la idea de separar, en dos objetos diferentes, el grabado que representa la imagen y el que contiene la leyenda, a fin de combinar diversas imágenes y leyendas, practicando una permuta. Después, también en Holanda y en Alemania del norte, otros inventores separan las letras unas de otras.

 

Y, por último, Gutenberg inventa los diferentes dispositivos que aún se emplean en la actualidad: la prensa, la tinta de negro animal, la aleación metálica de los caracteres. Sólo teniendo en cuenta estos dos inventos -las guarniciones modernas del caballo y la imprenta (ésta indirectamente)-, nos vemos obligados a confesar que el aporte de los mogoles a Occidente contribuyó más a la transformación de este que toda la admirable ciencia griega, al menos hasta el Renacimiento. Ahora bien, la base científica de la imprenta y de la guarnición con collera es absolutamente nula.

 

En los tiempo de la grandeza de Roma, las ocas, cuya cría constituía una especialidad de Gran Bretaña, eran transportadas a Italia por recuas que hacían el viaje a pata y eran conducidas por veinte intermediarios a través de la Galia, desde Calais hasta los Alpes, aproximadamente en un mes.

 

Con la aparición del caballo de tiro, el mismo comercio pudo realizarse en forma de pasta y de encurtidos, transportados, en parte, en embarcaciones fluviales, y en parte, en pesadas carretas que representaban el mismo papel económico que nuestros actuales ferrocarriles.

 

El caballo de sirga, al generalizar la tracción de pesados cargamentos en los ríos de curso lento de Alemania y de Flandes, abrió hasta tal punto el camino de la civilización a estos países, que su papel igualó muy pronto al de la Europa mediterránea y acabó por eclipsarlo. Fue, pues, en parte, gracias a los mogoles, que la civilización se implantó en el norte de Europa.

 

Sin embargo, ¿quién lo recuerda, y qué sitio ocupan los mogoles en la historia oficial del progreso?

Una vez establecida la idea, surgen innumerables ejemplos. Así, ningún lazo une a los abstractos de la ciencia helenística del siglo II antes de Jesucristo con los ingenieros de Alejandría, que, en la misma época, descubrieron, entre otras cosas, el motor de reacción, la famosa "bola de Herón"—, que, veinte siglos más tarde, proporcionaba a Jean Jacques Rousseau un éxito de curiosidad.


La historia de los inventos es desmesurada; la historia de la Ciencia es estrecha. La Ciencia es un río; la invención es un océano. La Ciencia es conquista y reto para la mente; la invención es la Naturaleza misma, agitándose en el hombre. La Ciencia es cálculo en relación con lo posible; la invención es victoria ciega sobre lo imposible. En este sentido, la invención es magia.

 

Pero estamos hasta tal punto alienados por la ideología, que creemos sinceramente que la Naturaleza permanece muda, si no tenemos sobre ella nuestras ideas actuales. Así, nuestra cultura nos separa de la realidad dinámica de los mundos desaparecidos, como nuestras ideas modernas sobre el hombre nos separan de las profundidades y de las amplitudes de la naturaleza del hombre, de las regiones oscuras en que el genio de la creación supera al genio de la reflexión, donde el hacer, indiferente al saber, se adelanta a éste.


El genio humano: si unimos a esta expresión el poder de ser causa, la asociamos a una facultad de la libertad. En este sentido, es una expresión y un concepto modernos. Los Antiguos veían el genio en los dioses, o en el recuerdo de los grandes antepasados actuando en el hombre.

 

Y considerando que la mayoría de nuestras realizaciones, si no todas, han sido efectuadas por la Naturaleza, »través de las especies vivas, diremos: el genio de la Naturaleza en el hombre pudo desarrollarse muchas veces y de diversas maneras, a lo largo de decenas de milenios enterrados.

«Tenemos en nosotros el centro de la Naturaleza -dice Paracelso- Todos estamos en creación. Somos tierra arable.»

El poder creador en bruto, lo que remueve la materia, lo que moldea la vida, pudo germinar de muchas maneras en esta tierra arable. La antigüedad del hombre retrocede sin cesar. Las excavaciones nos revelan continuamente la existencia de civilizaciones de sutileza enigmática, en un pasado que, ayer mismo, considerábamos poblado de hirsutos brutos que cascaban piedras en la húmeda oscuridad de las cavernas.

 

Si como pensaba Marx, los descubrimientos se realizan en el momento en que la Humanidad los necesita, ¿cuál es la necesidad que corresponde a estas exhumaciones aceleradas? Tal vez la de sentir que no estamos solos, aislados en una aventura de conquista de la Naturaleza y de nuestra propia máquina humana; que esta aventura pudo desarrollarse varias veces, en diversos grados de comprensión fundamental, de éxitos y de riesgos, de extensión en el espacio y en el tiempo.

 

Tal vez, también, la de llegar a un humanismo útil para el futuro, que sólo podremos alcanzar mediante la rehumanización de los tiempos enterrados, en una concepción general de la eternidad del hombre.

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CAPÍTULO II
LAS DOCE CIUDADES DE ÇATAL HUYUK

La más antigua se remonta a 9.000 años. - Trajes, joyas y espejos. - Los frescos y el símbolo de la mano. - Preguntamos urna vez más: ¿dónde está la escritura? - Los santuarios de la Diosa Madre. -- Esos tenedores que vienen de tan lejos a pinchar nuestra mente. - Los técnicos de la obsidiana y el mito de Prometeo. - Huellas evidentes de agricultura. - Cuestiones sobre el Arca. - Los descendientes, ¿de quién?

Hemos evocado en este libro muchas maravillas conjeturales. Pero si es preferible maravillarse sin conjeturas, he aquí una civilización que hace soñar, pero cuya existencia está actualmente comprobada. Cuatro de sus centros han sido definitivamente identificados. El más célebre de ellos se llama Çatal Huyuk.

 

Debemos su exhumación a James Mellaart.


El descubrimiento fortuito de un objeto de obsidiana, al sur de Turquía, intrigó a Mellaart. Pensó que su hallazgo procedía tal vez de un taller insospechado, en las cercanías de uno de los volcanes de Anatolia central. La perspectiva de determinar el origen de tantas armas, útiles y utensilios de la misma materia, exhumados en numerosos países donde no había obsidiana, no podía dejar de seducir a un arqueólogo.

 

La localización de un centro semejante demostraría que, desde el Neolítico, se efectuaban intercambios entre el Asia anterior, Mesopotamia, la meseta irania, y, probablemente; diversas regiones occidentales. El joven sabio registró, pues, la región de Konya. A cincuenta kilómetros de la ciudad y a ochenta del volcán Hassali Dagh, dos tells o colinas se abrazan en la llanura. Los resultados superaron con mucho las esperanzas de Mellaart.


Descubrió doce ciudades superpuestas, la más antigua de las cuales se remontaba a 7.000 años antes de J. C., o sea a 9.000 años antes de nuestros días. Salvo la más reciente, era indudable que estas ciudades habían sido destruidas por el fuego y reconstruidas después. Sin apelar siquiera al simbolismo, cabe pensar que esta superposición de ciudades presenta una analogía con nuestra civilización, la cual podría muy bien haber sido edificada sobre un montón de civilizaciones desaparecidas.


Pero lo que más nos choca, aquí, es el grado de cultura y de refinamiento que presuponen los hallazgos realizados en estas doce ciudades.


Estas ciudades estaban formadas por casas de ladrillos, desprovistas de puertas. Se penetraba en ellas por el tejado y con ayuda de unas escaleras. El conjunto de viviendas de un barrio estaba dispuesto en forma de colmena y constituía una fortaleza contra los eventuales asaltantes y las crecidas del río Carsamba. Los edificios se habían derrumbado casi totalmente, pero se pudo reconstruir fragmentos de muros.

 

Se descubrió que éstos estaban cubiertos de frescos en su parte interior. Sin embargo, los restauradores chocaron con un escollo: una vez expuestos a la claridad solar, los colores se alteraron. Sin duda habían sido confeccionados a base de pigmentos minerales, que se deterioran bajo la acción de la luz. Los frescos fueron inmediatamente fotografiados, para conservar Su recuerdo intacto. (Después, se realizaron diversos ensayos de revestimiento para proteger los colores. El acetato de polivinilo dio resultado satisfactorio.)


Estos frescos representaban escenas variadas: caza, juegos, ceremonias o personajes en diferentes actitudes. La hechura era de un realismo tan acusado que podemos leer los rasgos más dominantes del carácter de los personajes: la actividad desbordante y favorecida por una gran agilidad, la inteligencia sagaz y rayana en la astucia. También se reconstituyó el estilo de la indumentaria.

 

Los hombres usaban camisas de lana, túnicas y abrigos de invierno, de piel de leopardo, provistos de cinturones con hebilla de hueso. En el dobladillo de los trajes femeninos, unos aros de cobre, semejantes a los de latón que daban rigidez a los miriñaques de nuestras abuelas, impedían que se levantase la falda. Los escotes, bastante pronunciados, no se parecían, empero, al de la cretense que sirvió de modelo para la estatuilla bautizada con el nombre de «La parisiense».

 

Joyas de plomo, metal rarísimo en aquella época, o de cobre, con incrustaciones de piedras duras talladas o de piedras preciosas, completaban el atavío. Unas cajitas que contenían diferentes tintes permiten pensar que el empleo de afeites no era desconocido, y las elegantes, para comprobar el efecto de su maquillaje, disponían de espejos de obsidiana, con el mango protegido con yeso, para que no se hiriesen los dedos...

También figuran animales en estos fresco-; aves (en particular, halcones), leopardos y toros. Los toros son los más numerosos. Los símbolos abundan en estas pinturas murales: curiosas redes de líneas rojas y negras entrecruzadas; rosetas, mandalas, hachas de doble filo (que encontramos, varios milenios más tarde, entre los escitas, en Tracia y también en Creta) y cruces bastante numerosas.


Pero el símbolo más impresionante y más frecuentemente representado en Catal Huyuk es la mano humana. Imposible dejar de establecer un lazo entre éstas y las que pintaron ya los auriñacienses, varias decenas de milenios antes, en las paredes de sus cavernas; por ejemplo, en Gargas (Altos Pirineos), en Cabrerets (Lot) y en Castilic (cerca de Santander). Sin embargo, éstos empleaban un procedimiento distinto, pues aplicaban la pintura entre los dedos y alrededor de las manos, que, al ser colocadas planas, reproducían su imagen en negativo.

 

En Catal Huyuk, aparecían también coloreadas. Ciertamente, sólo se puede presumir la importancia que se les otorgaba. ¿Es posible que, recién salido del período carbonífero, el hombre prestase ya un interés particular a esa parte de su cuerpo, en la cual, según los quirománticos de tantas regiones, desde Mesopotamia a China, se dibujaban los rasgos de su carácter y los acontecimientos esenciales de su vida? ¿O hay que ver, en las series de manos que se yuxtaponen en Catal Huyuk, indicaciones numéricas, en las que cada dedo representaba una unidad?

 

Sólo cuando las manos se posan sobre unos senos, el símbolo se hace más claro, en el sentido de una invocación procreadora...


Si consideramos, de una parte, todos estos símbolos, y de otra, los sellos de arcilla cocida encontrados en gran número, resulta sorprendente la ausencia de cualquier forma de escritura. Aquellos sellos, del tamaño de los nuestros de Correos, aparecen en todas las casas.

 

Servían para marcar objetos de cerámica y se diferenciaban los unos de los otros, lo cual induce a pensar en una propiedad privada muy rigurosa y, también, en una estructura social fundada en la familia. Se podría compararlos con los blasones de nuestra Era; pero éstos son exclusivos de los nobles, mientras que aquéllos existían en todos los hogares.

 

También cabe imaginar que tales sellos servían para firmar mensajes escritos sobre materiales perecederos.

 

Pero, ¿cómo explicar que no se haya conservado el menor rastro de estos materiales, alterados e incluso en forma de polvo? ¿Y cómo explicar, también, que no figure ninguna inscripción en los frescos desenterrados hasta hoy? Sin embargo, los logros conseguidos en tantos campos no permiten presumir que los hombres de Catal Huyuk carecieran de toda forma de grafismo o de conservación de la palabra. ¿O seremos nosotros los que no sabemos identificar esta escritura, este registro sutil? ¿Nos hallaremos en presencia de los herederos de la escritura perdida de los primeros tiempos? ¿Fue, ésta, deliberadamente secreta o prohibida?

 

También podemos preguntarnos si no utilizarían una tinta criptográfica exclusivamente sensible a un revelador especial, sólo conocido por los maestros iniciados.

En cuarenta santuarios desenterrados se han encontrado numerosas esculturas y diversos objetos de culto. Estos elementos permiten reconstituir, en parte, la religión de los primeros ciudadanos del mundo (hasta que se demuestre lo contrario). Estos santuarios parecen haber estado todos ellos consagrados a la Diosa Madre.

 

La presencia de esta Diosa parece indicar que, en los albores de la Humanidad, existía un lazo entre todos los cultos. ¿Acaso no figura entre las estatuillas del período solutrense, descubiertas en Vilendorf (Austria), en Brassenpouy (Landas) y en la gruta Grimaldi de Menton? ¿No la encontramos en los esquimales tchukchi?

 

Allí se la denomina, a veces, Madre del Muerto, y otras veces se le da nombres diferentes, pero todos ellos referidos a la calidad esencial de la fecundidad.

  • Y, en Siberia, ¿no invoca el chamán a la Señora de la Tierra, que sirve de intermediaria con la Señora del Universo, para obtener la autorización de cazar con lazo los animales de que depende su subsistencia?

  • ¿No se han desenterrado en Parmo rudimentarias estatuillas de la Diosa, que tienen casi 9.000 años de antigüedad?

  • ¿Y no era adorada en Eshmún, Mesopotamia, y en Baalbek?

En Egipto, se identifica con Maat. En Caldea, se la representa, ora esbelta como una ninfa, ora grávida. ¿Y no es ella la que aparece simbolizada por madres que amamantan a sus hijos, en las figuritas de tierra cocida de Tell-Obeid? Se ha creído reconocerla en Mohenjo Daro, en el valle del Indo, y, desde la época védica, ocupa un lugar destacado en el Panteón indio.

 

La Reina del Agua, en México (del agua, fuente de la vida), y la Reina de la Fecundidad de los minoicos, primero grávida y después esbelta, ora desnuda, ora vestida y engalanada, se identifican con ella. En Luristán, encontramos diversas representaciones de ella, de unos 5.500 años de antigüedad.

 

Y en Anatolia sigue estando presente después de 4.000 años de la desaparición de Çatal Huyuk. Faltan eslabones, pero uno se siente tentado a encontrarla de nuevo en el culto de Maya, la madre del Gautama Buda. ¿permanencia de esta Diosa-Madre del Universo?


En las estatuas encontradas en Catal Huyuk es exclusivamente fecunda. En una de ellas, aparece representada en el momento de parir un toro (¿prefiguración del culto de Mitra?). Ciertas pinturas murales indican que tenía el poder de resucitar a los muertos. Su color, como el de la vida, era el rojo. El de la muerte, el negro.


En los frescos, encontramos también motivos en color de rosa, blanco, púrpura, raras veces azul e, inexplicablemente, nunca verde. En varios frescos se pueden descubrir escenas referentes a la muerte de alguien y que indican la creencia en un mundo futuro. Los cadáveres eran desnudados y expuestos, sin duda en un lugar elevado, a merced de los buitres.
Se puede establecer un parangón con los mazdeístas. En efecto, en los tiempos de Aqueménides, éstos enterraban aún íntegramente los cadáveres; pero; después de la reconquista del Imperio por los partos, se extendió el empleo de las torres del silencio, que prosiguió entre los parsis de la India.


En Çatal Huyuk, cuando de un cuerpo no quedaba más que el esqueleto, se enterraba éste después de revestirlo con las ropas del muerto. En la sepultura, se colocaban sus armas y útiles, si se trataba de un hombre; joyas y varios utensilios, si el muerto era una mujer, y juguetes, si era un niño.

En las tumbas se han descubierto fragmentos de tejidos apenas deteriorados, todos ellos de excelente calidad, sobre todo los de lana, que han permitido identificar tres tipos de tejidos. Había también telas de pelo de cabra y de fieltro. Son hasta hoy, los tejidos más antiguos de nuestro planeta.

 

Dos circunstancias favorecieron su conservación: el hecho de que no estuviesen en contacto con la carne en descomposición, y las condicione, higrométricas del aire. Pero también podría ser, que el suelo tuviese cualidades particulares, como el de Ispahán. Ningún estudio pedológico lo ha confirmado aún.


Entre los objetos usuales dejados a disposición; de los difuntos, parece interesante mencionar unos tenedores de madera y de hueso. Este objeto no se encuentra en ningún otro pueblo de la Prehistoria ni de la protohistoria, y su empleo era ignorado en Occidente antes de los últimos siglos.

 

Y, junto a estos tenedores, se encuentran platos, fuentes, cubiletes, vasos y copas, de cerámica muy fina.

El examen de los esqueletos descubiertos hasta hoy no ha permitido determinar la raza dominante. Se encuentran tipos modernos de mediterráneos y también anatolios. Pero las excavaciones prosiguen, y no sabemos las sorpresas que nos tienen reservadas. En cambio, los etnólogos han podido fijar, aproximadamente, el promedio de edad: treinta y dos años para los hombres, y treinta para las mujeres.

 

Cabe presumir que una maternidad excesiva, como ocurría antaño en la India, provocaba esta ligera diferencia. Aparte de esto, no cabe duda de que la mujer ocupaba la primera fila en aquella sociedad.


Así lo sugiere un detalle, independientemente de la importancia que se otorgaba a la mujer en materia religiosa. Las tumbas eran excavadas debajo del lugar que habían ocupado los lechos de les difuntos. Los de los hombres eran simples literas.
 

El ama de casa tenía derecho a una cama muy grande, casi majestuosa.

 

Tal vez un día se descubrirá una relación entre las diferentes civilizaciones, esparcidas en el tiempo y en el espacio, que practicaron el matriarcado: predecesores de los indoeuropeos en diversas regiones del Asia Occidental y tribus indonesias o malasias, por citar solamente unos pocos ejemplos.


Sin demasiado temor a equivocarnos, podemos pensar que, incluso siendo jerárquicamente inferiores a las sacerdotisas, únicas depositarias del ritual, hubo una cofradía de sacerdotes (o magos), sabios y técnicos, que supo sacar espléndido partido de la obsidiana, principal recurso de Catal Huyuk. Había tres yacimientos de obsidiana, cerca del volcán hoy apagado. Y este material servía para la fabricación de casi todos los utensilios: hoces, hachas, raspadores para la limpieza de la lana, punzones, armas diversas y puntas de lanza o de flecha.


Ahora bien, técnicamente, la obsidiana es un cristal: duro y negro. ¿Por qué los sabios de esta .ciudad no habían de intentar el invento de variedades de diferentes colores y no habían de ser los primeros en fabricar el vidrio, cosa que se atribuye a los fenicios y a los egipcios?


Y las expediciones de estos técnicos a las proximidades de los volcanes de Hassan Dag, Karaqa Dag y Nekke Dag, ¿no pudieron dar origen, mucho antes de la civilización helénica, a la leyenda de Prometeo? Cierto que nada viene a confirmar esta hipótesis. Ni siquiera podemos apoyarnos en una leyenda que, nacida en la región como fruto de un hecho real, fuese transmitida a través de las edades a las primeras generaciones de la era histórica.

 

Pero las condiciones geográficas de Grecia y de Creta no eran las más adecuadas para el nacimiento de éste mito. Entonces, ¿por qué no buscar su origen alrededor de unos cráteres antaño incandescentes?

Pero, en Çatal Huyuk, la misma realidad inclina a soñar. Entre los utensilios, Mellaart observó en seguida los morteros, que servían para moler el grano. Los granos dejaron, a veces, su huella, y otras, se conservaron casi intactos. Y los investigadores tuvieron que rendirse muy pronto a la evidencia (gracias a los estudios genéticos del profesor danés Hans Helbart): los habitantes de la ciudad neolítica no se limitaban a cortar espigas de trigo silvestre, sino que cultivaban tres variedades.

 

También sembraban cebada y lentejas, y cultivaban plantas oleaginosas y medicinales, almendros y alfóncigos.
Sabemos que unos sabios americanos descubrieron, igualmente, en las grutas de Mazanderán, a orillas del Caspio, granos de trigo cuya antigüedad pudieron determinar por el carbono 14: unos 10.000 años. Por otra parte, un poco antes que aquéllos, en 1948, Robert J. Braidwood había descubierto, en el curso de sus excavaciones en Jarmo (Irak), muelas y hornos de cocer galletas.

 

Y estos objetos se remontaban a 6.750 años antes de J. C. Mellaart opina que los hombres, sin dejar de ser cazadores, pero habiéndose convertido también en pastores y agricultores, debieron comprender la necesidad de abandonar sus moradas dispersas en los flancos de las montañas, para agruparse en los llanos, a fin de facilitar las operaciones agrícolas y, seguramente, la ganadería.


Después de los trabajos de Maurits van Loot en Mureybat, Siria septentrional, se alargó la escala de las edades en lo que atañe a las comunidades agrícolas: se dijo que éstas existían en el octavo milenio antes de J. C. Pero en el momento actual no podemos arriesgarnos a establecer cronologías con el dogmatismo de los arqueólogos y los etnólogos del pasado. Cada año, en algún lugar del Globo, un nuevo descubrimiento pone en tela de juicio la antigüedad de una civilización.


Aquel lugar de Siria dejó de parecer la primera aglomeración cultural cuando, recientemente, se descubrieron en Irán vestigios de una aldea que se remonta a 8.500 años antes de nuestra Era. Tal vez muy pronto se descubrirán otras más antiguas.

La clasificación de Tunay Akoglu tiene, naturalmente, a Catal Huyuk como punto de partida. Después de una laguna de varios milenios, aparece en segundo lugar Tell Hala, descubierto por Oppenheimer en 1911, y que se remonta a 3.800 ó 3.500 años antes de J. C. Pero esta tabla, en la que figuran a continuación Uruk, los hatitas, los hititas y los hurritas, parece muy precaria, a pesar de su rigor científico.

 

Entre la fecha del último Çatal Huyuk, alrededor del año 5600 antes de J. C. y las expediciones de que habla Tashin Ozguk, realizadas por los sumerios para la adquisición de cobre, ¿qué ocurrió en esta región, donde se desarrollaron tantos acontecimientos desde el principio de la era histórica y que, durante largo tiempo, se creyó que estaba desorganizada, incluso en comunidades muy primitivas, del período neolítico?

 

Los intercambios entre sumerios y anatolios son posteriores en más de veinte siglos a la misteriosa desaparición de la última ciudad desenterrada por Mellaart. ¿Cómo llenar esta laguna?


En una época más reciente, los asirios instalaron en la misma región un importante centro comercial: Kanesh. Fue aquí donde, en 1963, Tashin Ozguk (actualmente director de la sección arqueológica de la Universidad de Ankara) y sus colaboradores descubrieron 14.000 tablillas grabadas. Todavía no se ha empezado a descifrarlas. ¿Contendrán indicaciones relatïvas a Çatal Huyuk?


En 1967, Tashin Ozguk descubriría, en Altin Tepé, los vestigios de una ciudad, con una ciudadela y una necrópolis. El lugar, que se encuentra en la región oriental del actual Estado turco, pertenecía al Urartu que se edificó en los alrededores del Ararat. Incluso antes de que se iniciaran las excavaciones en la zona de este vasto imperio que se derrumbó en el siglo IV antes de J. C., poseíamos ya, gracias a unos textos asirios, mucha información a su respecto.

 

Habiendo empezado como un pequeño Estado en el segundo milenio, el Urartu había alcanzado su apogeo en el siglo VIII antes (y no después) de nuestra Era. En aquella época los lidios lo consideraban como mucho más poderoso e inquietante que Asiria. Al Norte, se extendía hasta más allá del Cáucaso; al Oeste, rebasaba el Éufrates. Al Este, había convertido en sus vasallos a los indoeuropeos de la región del lago Urmiah.

 

La residencia más frecuentemente citada de sus soberanos, y cuyo emplazamiento exacto seguimos ignorando, era Toprak Kaleh, a orillas del lago de Van. Desconocemos el origen de los moradores, aunque se sabe que eran asiáticos y no semitas. Ignoramos, pues, el lazo que existía entre ellos y los ciudadanos de Çatal Huyuk. Pero no podemos dejar de sentirnos intrigados por diversas semejanzas.


El descubrimiento de dos tumbas en la «Colina de Oro» (Altin Tepé), en 1938 y 1956, incitó a la Fundación Histórica y al Departamento de Antigüedades del Gobierno turco a realizar excavacíones. Estas permitieron reconstituir la vida cotidiana, las técnicas, el arte y la religión del pueblo. Los muros del recinto y los de la ciudadela tenían un grosor de más de diez metros, y la técnica empleada para su construcción revela una gran habilidad.

 

Una parte de los textos ya descifrados nos da indicaciones sobre la manera en que eran manejados los bloques de granito de 40 toneladas, elevados y ajustados por los ingenieros a más de 60 metros de altura. Sin embargo, aunque se explique el procedimiento, nos parece asombroso que pudiese realizarse semejante hazaña en Altin Tepe de la misma manera que nos quedamos estupefactos ante las losas de Baalbek, preguntándonos de dónde vinieron y cómo pudieron ser transportadas y colocadas en su sitio.


Se ha conseguido también descifrar algunos textos relativos a la contabilidad y a las reservas. Uno de ellos nos dice que se almacenaban 375.000 litros de vino para el consumo del rey y de los nobles. Cuando se llegue a descifrar los demás textos, obtendremos, sin duda, una gran cantidad de nuevos datos.

 

Pero, ya en la actualidad, algunos objetos nos proporcionan valiosas informaciones: como aquel disco de oro, cuyos motivos, minuciosa y artísticamente grabados, nos permiten establecer singulares comparaciones. Pues, ¿no vemos allí a un Dios vestido con larga túnica y montado en un caballo alado, predecesor de los de la mitología griega?


Las tumbas son copias reducidas de las casas, como ocurrirá más tarde en la necrópolis de Nagheh-e-Rustem. También aquí los cadáveres son suntuosamente ataviados antes de enterrarlos, y, como en Çatal Huyuk, se colocan armas en las tumbas de los hombres, y joyas en las de las mujeres.


El lujo superaba en mucho al de la ciudad neolítica: los muebles tenían adornos de oro y de plata; las patas de bronce de las mesas y de las camas presentaban la forma de pezuñas de caballo o de macho cabrío. Cabezas de toro decoraban los calderos. Para ejecutar el minucioso dibujo de los frescos, los artistas disponían de reglas y compases.

Todos estos elementos fragmentarios no bastan para reconstituir una sólida cadena. Faltan demasiados eslabones, y el esparcimiento de aquéllos en el espacio da lugar a que se multipliquen las hipótesis. Si sabemos, por ejemplo, cómo desapareció Catal Huyuk, destruido (probablemente por los escitas) a mediados del sexto milenio antes de nuestra Era, ignoramos, en cambio, los motivos que llevaron a la primera edificación de esta ciudad.


Difícilmente podemos admitir que se tratase de un ensayo, ya que se consiguió una obra maestra de urbanismo. Por otra parte, el monopolio de la obsidiana no basta para explicar este logro. Unas técnicas tan complicadas como la consistente en practicar en una bola de dura piedra un orificio más fino que la más fina aguja, no pueden surgir espontáneamente. Si se trata de un invento, éste presupone un ingenio desconcertante.

 

Pero, ¿no se trataría más bien de algo heredado? Cuesta mucho imaginar que el arte de Catal Huyuk fuese prolongación normal del del paleolítico superior, a fines de la última era glacial. Y esto puede aplicarse igualmente a la civilización de sacerdotes técnicos recientemente descubierta en el Cáucaso, en una región ciertamente en contacto con la ciudad neolítica, que tenía, como ya hemos dicho, una importante red comercial.


¿Primera civilización urbana completa? Nacida, ¿cómo? ¿Por brusca aparición? En otro caso, ¿cuál fue su filiación? ¿Cuál fue su herencia? ¿Representó un progreso, en relación con un pasado que ignoramos, o fue recuerdo de alguna civilización más alta?


Tal vez los habitantes de Çatal Huyuk ignoraban o negaban la existencia de sus predecesores, de la misma manera que los de Altin Tepé desconocían la de los suyos. Cuando se descifre su escritura, es posible que leamos:

«Sólo un loco podría pretender que en un pasado remoto hubo hombres tan adelantados como nosotros.»

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CAPÍTULO III
EL IMPERIO DE DÉDALO

Santorín, los Atlantes y la Creta de Minos. - Las relaciones con Asia. - Los reyes del mar y de los metales. - Historia del oricalco. - Las instalaciones sanitarias y el urbanismo. - Las elegantes de Cnossos. - Lineal A, Lineal B y disco de Festos. - Los fabulosos inventos de Dédalo. - ¿Una corporación de Dédalos? - Mito o realidad de Talos, el robot. - La nafta y la herida de Talos. - La balanza para pesar las almas. - Infundir humanidad a la historia humana.

«Me dirijo a vosotros desde el tiempo del Toro, que acaba de terminar. A través de más de tres mil años, os envío un mensaje; a vosotros, que vivís en la conjunción de Piscis y Acuario. En vuestra época, habéis realizado cosas que yo empecé, y algunas de mis realizaciones técnicas parecen, al lado de las vuestras, triviales y acaso infantiles. Sin embargo, he hecho cosas que nadie había hecho antes que yo, y he realizado maravillas que nadie era capaz de hacer antes de mi advenimiento. Mi hijo y yo cruzamos el cielo, donde nadie había estado antes de nosotros.»

Así nos habla Dédalo, en un mensaje imaginario con que empieza el magnífico libro de ficción de Michael Ayron, pintor y escultor inglés...


El imperio de Dédalo tenía por centro a Creta. Es muy probable que se confunda con el que sobrevivió en la leyenda con el nombre de Atlántida.


No sabemos nada cierto con respecto a la Atlántida, y numerosos autores le atribuyen otro emplazamiento. Platón la situaba al este de las Columnas de Hércules o, dicho de otro modo, del estrecho de Gibraltar. Y se partió de esta teoría para buscar sus huellas en el Atlántico. Pero, según parece, los hundimientos en esta región se produjeron muy lentamente, y se remontan a más de 500.000 años.

 

Ahora bien, la Antigüedad afirma que la desaparición de la Atlántida fue brusca. Solón oyó hablar de ella durante su estancia en Egipto. Los sacerdotes de Sais decían que la Atlántida era tan vasta como Lidia y Asia juntas. Esto es, sin duda, una exageración; por otra parte, los pueblos civilizados de las orillas del Mediterráneo ignoraron durante largo tiempo las dimensiones de Asia.

 

Platón habla, en Critias, de una guerra que estalló, nueve mil años antes de su época, entre los soberanos de la Atlántida y los del mar Egeo. Debió tratarse, pues, de un reino mucho más antiguo que el Imperio cretense. Pero, como ninguna hipótesis ha sido, hasta hoy, confirmada o rebatida, podemos formular otras.

 

Por ejemplo, la siguiente: un pueblo que, en el período neolítico, vivía en una isla del Atlántico, inculcó, antes de desaparecer, a los primeros cretenses las bases de su civilización; y es también permisible imaginar que una sola catástrofe fue causa de la desaparición de la Atlántida (fuese cual fuere su emplazamiento) y la destrucción de las ciudades de la Creta minoica.

 

Una terrible erupción volcánica pudo hacer desaparecer una o varias islas causando solamente la devastación de otras. En la isla de Thera (o Thira), actualmente Santorín, se ha podido demostrar que una ciudad, de la que el arqueólogo griego Spiridón Marinitos descubrió vestigios en 1961, fue destruida, por la explosión de un volcán submarino, unos 1.500 años antes de J. C. Lo cual, según el sabio, no habría sido más que un episodio de la historia telúrica, particularmente agitada en esta parte del mundo.

 

Al mismo tiempo que Santorín, situada a 120 kilómetros de Creta y a 200 de Atenas, al sur del mar Egeo, otras islas más pequeñas del mismo archipiélago pudieron sufrir las consecuencias del cataclismo, que, según el sismólogo griego Ganalopoulos, empezó por unas sacudidas sísmicas, seguidas de un maremoto y de dos erupciones. En todo el contorno del Mediterráneo oriental se han encontrado restos de lava correspondientes a aquel siglo, y ciertos papiros hablan del oscurecimiento del sol que se produjo entonces en Egipto.


Cuando, en 1902, entró en erupción el volcán de la Montaña Pelada (en Martinica), y las ciudades de Saint-Pierre y el poblado de Morne Rouge fueron destruidos por la lava, cenizas incandescentes, chorros de agua hirviente y gases asfixiantes, los habitantes de la isla vecina de Guadalupe vieron oscurecerse el cielo en pleno día, a causa de la nube de cenizas.

 

Y, más tarde, se encontraron entre los escombros de Saint-Pierre los cadáveres de familias sentadas a la mesa, de jinetes a caballo, de obreros trabajando, de la misma manera que se exhumaron en Creta los esqueletos de personas sorprendidas en su actividad cotidiana.

Sea cual fuere el origen de la destrucción de las ciudades cretenses, Ganalopoulos está absolutamente convencido de su identidad con las ciudades de los Atlantes:

«Los Atlantes y la Creta de Minos se funden, de ahora en adelante, en una sola imagen: un Estado rico, poderoso, que es teóricamente una teocracia antigua, bajo un sacerdote-rey, pero que, en realidad, es una alta burguesía, frívola e inteligente, amante de los espectáculos extraños y de los deportes, que viste con sutil elegancia, utiliza objetos de cerámica sumamente bellos y vive en la igualdad de sexos, cosa muy rara en la Antigüedad; una civilización decadente, fascinante, deliciosa y condenada ...»

¿Condenada? ¿Cómo, y por qué?


Veamos lo que sabemos actualmente de esta cultura. En muchos aspectos, podríamos calificarla de prodigiosa.
La Creta talasocráfica dominó todas las regiones vecinas. Desde la era neolítica, se producían continuos intercambios entre las islas Cícladas y el Asia. Y es probable que hubiese contactos entre el Asia central y el Asia septentrional, sobre todo en las regiones del Cáucaso y del Turquestán.

 

Ahora bien, como también se ha demostrado que existían relaciones entre estas regiones y Anatolia, todas ellas, por mediación de ésta, tenían relación con Creta.


La era de expansión de los cretenses tuvo dos fases. Durante la primera, traficaron con Grecia, Melos, Syra, Chipre, Delos y Siria, y mantuvieron relaciones permanentes con Egipto. Sus técnicos, ingenieros y arquitectos colaboraron en la edificación de las pirámides de Senusert II y de Arnenemhet III.

 

En esta época, su flota era ya importante. Ella les conferiría el título de «reyes del mar». Disponían igualmente de una marina de guerra, primera fuerza naval del Mediterráneo del Norte, y llegaron sin duda a Sicilia y a España. Es posible que no esclavizasen completamente a los pueblos, sino que se contentasen con prodigarles sus técnicas, mientras se perfeccionaban ellos mismos con el contacto.

 

Su poderío les permitió mejorar su arte y aumentar su bienestar, procurándose las materias primas de que carecían. Desde el IV milenio antes de J. C., en Tell Obeld se utilizaba el cobre, y Herzfeld nos habla, en dos obras sobre Persia, de hachas de este metal encontradas en Susa.


El oro estaba muy extendido y gozó incluso de prioridad. Se encontraba en Asia y en África, pero también en Europa: su empleo estaba, sobre todo, muy difundido en Irlanda.


Aparte de los tres metales mencionados, alrededor del año 2400 antes de J. C. hizo su aparición el estaño. Procedía de Sajonia y de Bohemia, a través del Adriático; Sicilia lo obtenía de Etruria, y el de Cornualles viajaba a través de la Galia y de Iberia.


En cambio, el empleo del hierro fue muy tardío en todas partes. Al menos, del hierro terrestre. En Egipto, sólo empiezan a explotarlo hacia el año 1400 antes de J, C. Se ha encontrado un bloque, intacto, en una pirámide del año 1600 antes de Jesucristo. En Palestina, no es trabajado hasta el 1200, aproximadamente.

 

Esto se debió a que muchos meteoritos que cayeron sin duda durante el neolítico en diversas regiones del Globo, y que son mencionados por todas las tradiciones (lluvias de fuego), contenían hierro en estado puro, lo cual hacía innecesaria su extracción de los minerales.

 

En fecha tan tardía como el siglo XII de nuestra Era, Averroes refiere que se fabricaron espadas y sables excelentes con el hierro de un bloque caído del cielo cerca de Córdoba. Y, según la leyenda, Atila, y mucho más tarde Timur Lenk (Tamerlán), debieron sus victorias a que sus armas habían sido forjadas con un metal enviado por Dios.


Su flota permitió a los cretenses trasladarse muy lejos en busca de estaño. Y poseyeron talleres de bronce. Por otra parte, el bronce no era la única aleación utilizada en los tiempos protohistóricos. Empíricamente, se combinaba el cobre con otros metaloides: con el arsénico, en Egipto; con el níquel, en Germania; con el cinc, en Sajonia, para fabricar latón. También se ha encontrado latón en Kameiros, ciudad de Rodas. Pero los que lo fabricaron debieron sin duda este invento a la casualidad, pues, en esta época, no figura en ninguna parte en las mismas proporciones óptimas.


Añadiendo al bronce un poco más de cinc o de plomo, se obtenía una pátina muy buscada en artesanía artística y en estatuaria. Además, se ha descubierto en Ur una aleación de oro y plata: el electro, que sirvió más tarde para la fabricación de monedas. Ahora bien, podemos preguntarnos si los antiguos no confundieron a veces el electro, de un brillo y matiz desacostumbrados, con el oricalco.


Los autores antiguos se refirieron a menudo a esta sustancia. Algunos creían que se trataba de un metal puro, muy raro. Otros le atribuían un origen mágico o divino. Platón alababa el brillo de fuego que daba a los objetos y a las paredes que revestía.

 

Un contemporáneo de Aristóteles habla de un cobre blanco y brillante, llamado cobre de la montaña. Los mosinoeci (que habitaban sin duda el Asia Menor) lo obtenían, dice aquél, añadiendo estaño al cobre, y también una tierra especial, recogida en las orillas del mar Negro: la calmia (de donde viene la palabra calamina). Plinio cita también esta piedra, como empleada para la fabricación del aurichalcum.

Los cretenses debieron a su notable técnica no sólo la construcción de sus admirables palacios, sino también que éstos ofreciesen comodidades de las que carecieron los pueblos occidentales hasta el siglo XIX de nuestra Era. Departamentos dispuestos alrededor de un patio central. Muros con dobles paredes isotérmicas, revestidos interiormente de mosaicos representando escenas que nos ilustran sobre la vida cotidiana.

 

Suelos embaldosados, que a veces representan acuarios de un agua tan rumorosa, por el movimiento de las plantas acuáticas, las burbujas de aire y los ágiles peces, que uno no se atreve a apoyar el pie, por miedo a caer o a despertar de su sueño al príncipe flordelisado cuya estatua impera sobre esta eternidad encantada. Pero nuestra maravilla se convierte en estupor cuando examinamos las instalaciones sanitarias.

 

Un sistema perfecto de desagüe. Acondicionamiento de aire mediante un sistema de calefacción central que se convierte, en verano, en fuente continua de aire fresco. Canalizaciones para la traída de aguas. Aparatos hidráulicos elevadores, que funcionaban por inercia. Sutil iluminación de las habitaciones y de las cámaras subterráneas.


Los sistemas de vías públicas y caminos no son menos perfectos. Los edificios están separados unos de otros por callejones. Además de los barrios de viviendas, hay talleres, almacenes y santuarios. Los caminos están embaldosados o tienen el piso de hormigón. Su anchura es apenas de un metro cuarenta, pero su infraestructura de grava aglomerada, de un metro de espesor, está sostenida, en ambos lados, por aceras elevadas, destinadas a los peatones y a los acompañantes de los convoyes.

 

Algunas calzadas tienen dos carriles paralelos que, en caso de tormenta, debían servir de canales de evacuación. En otros caminos, estos carriles servían también, quizá, para el transporte en seco de embarcaciones de un puerto a otro.


Desde principios del II milenio antes de nuestra Era, los cretenses fundaron ciudades, como Akrotiri, en todas las islas de Santorín y quizás, incluso, en la Grecia peninsular. En su propio país, edificaron, según Homero, un centenar. Durante la primera fase, la zona urbana se encontraba en la costa oriental de la isla. Después, Cnossos y Festos fueron erigidas casi en el centro; la primera, al Norte, y la segunda, al Sur.


Alrededor de 1750, se produce un cambio cuya naturaleza ignoramos. Una revolución, una invasión o, quizás, un fenómeno natural: seísmo o maremoto. Un poco más tarde, se construyen nuevos palacios, no solamente en Cnossos y Festos, sino también en Hagia, Tríada y Tilisos. Parece que imperó cierta rivalidad entre estas ciudades. Todas sucumbieron a mediados del siglo XV, salvo Cnossos, que durará aún cincuenta años antes del derrumbamiento final.


Las elegantes de Cnossos lanzaban las modas en las que se inspiraban las mujeres ricas de las islas vecinas o de las ciudades de Asia Menor, y las egipcias. Primero, llevaron faldas muy largas y con volantes; después, anchas y lisas. Sus corpiños se adornaban con cuellos estilo Médicis, y eran muy escotados por delante, dejando los senos al descubierto.

 

Los hombres llevaban desnudo el busto y, a veces, se tapaban con un simple suspensorio adornado o con un faldellín que recuerda el de los evzones. Su coquetería se centraba en el tocado: turbantes planos o tiaras. En cuanto a los sombreros femeninos, habrían podido rivalizar, en variedad y extravagancia, con los de las parisienses de la Belle Époque.

 

Por lo demás, parece que la mujer gozó de gran libertad. Aquí no podomos extendernos sobre todos los aspectos de la vida social. Además, sólo podemos adivinarlos través de las muestras pictóricas, pues, hasta hoy, sólo una pequeña parte de la escritura cretense ha podido ser descifrada.


El lenguaje comprende varias formas escritas, una de las cuales, la Lineal B, parece haber sido descifrada, aunque los trabajos de Ventris siguen siendo discutidos. La Lineal B indica que la destrucción de Cnossos se produjo aproximadamente 1.500 años antes de J. C. Cosa que choca a los arqueólogos, pero que parece confirmada por las pruebas geovolcánicas. Antes de la escritura Lineal B, existió la Lineal A. Antes de la Lineal A, nadie sabe lo que hubo. ¿Acaso la escritura perdida...? Nadie ha descifrado aún el famoso disco de Festos, objeto que data, probablemente, del principio mismo de la era de Minos.


Este disco fue encontrado en el palacio de Festos, en Creta, con objetos correspondientes a la época media de Minos y con una tablilla con inscripciones indescifrables de escritura Lineal A. En cuanto al propio disco, es de arcilla y contiene ideogramas y representaciones de objetos. Si es contemporáneo de los objetos, tendría que datar del siglo XVII antes de J. C. Pero es posible que sea más antiguo.


Tal vez las excavaciones de Thera nos proporcionarán un material de estudio. También es posible que el disco de Festos no sea un mensaje, sino un conjunto de caracteres destinados a ser recortados y utilizados separadamente.
 

Si se ha podido reconstituir un gran número de elementos de la vida y de la historia de los cretenses, hay puntos esenciales que permanecen en 1a sombra. Lo malo, cuando consideramos los mitos y leyendas, es que no poseemos datos sobre el nacimiento de éstos, es decir, sobre los acontecimientos que los provocaron.

 

Pues no solamente es muy probable que todos los mitos que implican hechos técnicos o históricos estén basados en la realidad, sino que nos han proporcionado ya numerosas informaciones, que inspiraron las investigaciones de exploradores como Schlieman, que redescubrió el emplazamiento de Troya, o de sabios como Victor Bérard, que reconstituyó la Odisea.


Entre los temas que permanecen oscuros y llenos de enigmas, prestándose a numerosas interpretaciones, la historia de Dédalo es uno de los más desconcertantes. Haldane, al hacer el retrato de Dédalo, le atribuye una sorprendente gama de inventos: los adhesivos, los preservativos, la inseminación artificial. También creó, según él, una máquina para horadar túneles, un horno de reverbero, una máquina voladora e incluso un robot.


Estas creaciones, si las aceptamos como tales, serían, según el mito, las de un semidiós. Un semidiós inverosímil, prodigioso ingeniero, más inverosímil aún que el propio Hércules, cuyos doce trabajos y cuyas aventuras revelan más fuerza y astucia que imaginación técnica.


¿Qué sabemos de Dédalo? Hijo del Dios Ares, vio la luz en Atenas. Practicó, simultáneamente, la mecánica, la arquitectura y la cultura, innovando constantemente en cada uno de estos campos. Tenía un sobrino y discípulo, llamado Talos. Envidioso de su habilidad, lo arrojó desde lo alto de la Acrópolis; después, se desterró él mismo a Creta. La leyenda, o él mismo, dieron más tarde aquel nombre a un robot gigantesco de su invención.


Los Dioses se habían repartido la Tierra. La Atlántida (luego Creta, según nosotros) correspondió a Poseidón (Neptuno). En esta fase, nos chocan los múltiples papeles que representan los toros en el mito. Un Dios (Zeus, según algunos historiadores) toma la forma de este animal para raptar a la joven Europa, a la que lleva a nado hasta Creta y de la que tiene tres hijos: Minos, Sarpedon y Radamante. Minos, convertido en rey de la isla, se casa con Pasifae.

 

Y ésta se enamora de un toro, como su suegra Europa. En este momento, Dédalo trabaja ya en la Corte de Minos. Como es escultor, esculpe una ternera de madera. Después vacía la estatua. Pasifae se introduce en ella y, de este modo, puede satisfacer su pasión. Desenlace: el hijo que nace de este amor tiene cuerpo de hombre y cabeza de toro. Es el Minotauro. Para ocultar a las miradas del pueblo ese hijo bastardo que le avergüenza, Minos pide a Dédalo que construya el Laberinto.


El toro seguirá representando un papel preponderante en los mitos cretenses y, después, en los griegos. Minos muere por no haber sacrificado el toro que Poseidón hizo surgir del mar. El séptimo trabajo de Hércules, que se realiza en Creta, consiste en domar un toro salvaje. Prometeo será encadenado por haberle gastado una broma a Júpiter, dándole a comer la grasa y los huesos del toro de un sacrificio.

 

También volveremos a encontrar el toro en Egipto y en la India. Pero, ¿qué hace Dédalo, escultor, mecánico, ingeniero, investigador? Se puede interpretar el mito en función de la psicología profunda. También podemos imaginarnos a Dédalo practicando experimentos de genética; buscando la manera de producir seres híbridos con el animal-dios; realizando ensayos de inseminación.

 

La musa popular bordará en seguida un relato fabuloso a base de esos hechos. Pero, mirándolo de otro modo, ¿quién es Dédalo? Así como hubo, no un soberano llamado Minos, sino todo un linaje de reyes que llevaron este nombre, ¿por qué no se puede imaginar una corporación de Dédalos, varias generaciones de Dédalos, pertenecientes a alguna hermandad de investigadores y técnicos, cuyos trabajos revisten, para los no iniciados, un aspecto mágico?


Los Argonautas, después de haber auxiliado eficazmente a Jasón en la conquista del Vellocino de Oro, quieren hacer escala en Creta, durante el trayecto de regreso. Se lo impide la intervención de un robot gigantesco, Talos, que cuida por sí solo de la protección de la isla. La recorre tres veces cada día: Descubre las embarcaciones y les lanza rocas.

 

Pero tiene un punto débil: el tobillo.. Si sufre una herida en el tobillo, se escapa por ella la savia vital. ¿Será ésta el líquido del depósito? ¿Funcionaría con nafta la máquina inventada poor los Dédalos? Los antiguos conocían la nafta. Leemos en Teofrasto que algunos pueblos quemaban piedras que desprendían vapor.

 

Este vapor, conducido por gasoductos, imprimía movimientos a ciertas máquinas. El fuego que encendían los «rinagos» zoroastrianos, y sin duda, antes que ellos, los sacerdotes de otras religiones pirólatras, en la meseta irania y en las cercanías de Mosul, procedía de la inflamación de gases naturales brotados de la tierra. En las orillas del Golfo Pérsico se recogía, desde la más remota antigüedad, el «mumyja», especie de betún solidificado, dotado de virtuides terapéuticas y dinámicas. El término «nafta»> no figura en los textos que describen el robot Talos.

 

Podemos imaginar otras fuentes de energía,. Podemos también soñar en una máquina que detecta la proximidad de los barcos y los bombardea sin fallar jamás la puntería. Medea, protectora de los Argonautas, hiere a Talos en el tobillo. La máquina queda averiada. Medea es el espía saboteador de las instalaciones de defensa.


En cuanto al mito de Icaro, es, si seguimos la misma línea, un cuento fundado en una tentativa técnica. Naturalmente, podemos imaginar que los cretenses y sus Dédalos recibieron rudimentos de ciencia y de tecnología de visitantes procedentes del exterior, tipo Akpallus.

 

También podemos, sin arriesgarnos tanto, considerar a los cretenses como depositarios de anteriores y desarrolladas civilizaciones y que el depósito se confió a la sociedad de los Dédalos. En los frescos de Cnossos encontramos representaciones de una «balanza para pesar las almas», y, en los palacios y talleres, restos de aparatos enigmáticos. ¿Acaso los Dédalos o sus vecinos, jugando a aprendices de brujos, trataron de captar la energía volcánica e hicieron saltar, por ambición, su mundo tan extrañamente conseguido?


Estas preguntas no son absurdas. Tal vez sería más absurdo, y perezoso, no formularlas, por miedo de que se crea en la permanencia de una inteligencia ingeniosa en la Historia plagada de abismos aún inexplorados.


Cuando se hayan descifrado las escrituras perdidas; cuando hayamos interrogado los mitos, con un espíritu no paternalista ni orgulloso, sino abierto a las posibilidades de anteriores éxitos de la inteligencia creadora, con un espíritu permeable a la idea de circulación de los tiempos (paso de nuestro presente en el pasado, como hay presencia del pasado en el presente), habremos infundido, al fin, verdadera humanidad a la historia humana.
 

FIN

 

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