CAPÍTULO PRIMERO
La idea es ésta:
Nuestra idea rechaza este principio. Rechaza, pues, el estupor y la contrariedad en presencia de vestigios técnicos.
Expulsa de la mente el principio-tabú que le impide seguir aquellas pistas. Pensamos, en efecto, que no siempre y necesariamente existe, en una civilización dada, una relación entre realización técnica y conocimiento general. Aunque esta civilización sea la nuestra. Este modo de ver es, ciertamente, desconcertante. Sin embargo, nos parece de acuerdo con la realidad.
Hay que empezar por la comprensión, y continuar con la acción. Pero semejante esquema, sobre el que se apoya toda la reflexión contemporánea, y, por ende, toda nuestra manera de estudiar el pasado, no corresponde a la realidad.
Generalmente, la mayoría de las grandes construcciones del genio científico no han dado lugar a ninguna transformación del medio material en que vivimos, ni contribuido a ningún progreso material, ni al dominio del hombre sobre la Naturaleza.
En cambio, la mayoría de las etapas del progreso técnico, que han conducido a nuestro dominio actual de los fenómenos naturales, son resultado de actuaciones sin el menor alcance filosófico, efectuadas la mayoría de las veces por hombres carentes de verdadera cultura científica y que han realizado grandes cosas, no porque fuesen sabios, sino porque no lo eran lo bastante para saber que tales cosas eran imposibles.
El «cientifismo» aristocrático, que prevalece en el esquema convencional, no corresponde en absoluto a la realidad dinámica.
Antiguamente, se hundía una espada calentada al rojo en el cuerpo del prisionero sacrificado. Se imaginaban que las virtudes de la víctima templaban el acero. En realidad, el nitrógeno orgánico producía este efecto. El procedimiento era mágico; pero la técnica era correcta.
Cuando Fausto niega la prioridad al Verbo y, después, al Pensamiento, y se decide a escribir: «A1 principio era la Acción», empieza su aventura, se agitan «los espíritus en el pasillo» y entra Mefistóteles disfrazado de estudiante... De la misma manera, unos hombres de civilizaciones desaparecidas, disfrazados de sumos sacerdotes, con una mentalidad irracional y una visión absurda del Universo, pudieron realizar proezas técnicas que desafían nuestra comprensión y desbaratan nuestros cálculos.
La solución no radica en
la negativa a considerar el problema, ni en la mística del paraíso
perdido, de los Dioses presentes en el principio y de los
Atlantes
de conocimiento absoluto. Y, aunque lleguemos a suponer (suposición
lícita, a nuestro modo de ver) que hubo visitas de «Grandes
Galácticos» en la noche de los tiempos, éstos no transmitieron, sin
duda, una ciencia intraducible, sino procedimientos, trucos, juegos
de manos, que conocieron diversa suerte, a través de unos mares de
olvido, de ignorancia, de indiferencia al saber.
¡Cuán poco espacio ocupa la pasión del saber! ¡Y qué extensión más grande el afán y la necesidad de saber hacer! Nuestro mundo técnico seguiría su marcha ascensional durante años, durante siglos, aunque toda nuestra ciencia se detuviese mañana en el punto alcanzado, y aunque se olvidasen los principios generales.
El inventor no pertenece al mundo de las leyes, sino al de los actos. No es una mente ilustrada. Es una mente inflamada por la voluntad de poder inmediato. Su fuego interior le impulsa a triunfar, con independencia de que la Ciencia considere realizable o irrealizable su proyecto.
El profesor Simon Newcomb demuestra matemáticamente, a fines del siglo XIX, que el vuelo de un objeto más pesado que el aire es una quimera. Dos reparadores de bicicletas, los hermanos Wright, construyen un avión. A principios del siglo XX, Hertz está convencido de que sus ondas no pueden servir para transmitir un mensaje a larga distancia. Un italiano ingenioso y sin títulos académicos, Marconi, establece las primeras comunicaciones inalámbricas.
Lo que ocurre es que confundimos con la ciencia las realizaciones de este tipo especial de mentalidad que tan pronto sigue la corriente del conocimiento como navega contra ella. Y, en nuestra época actual, el impulso fáustico, en cuanto ha sido reanimado por la ciencia pura, sumerge a ésta, la envuelve y la asfixia entre sus olas. La imagen del «gran sabio», que resplandeció durante un siglo, está perdiendo consistencia.
El gran sabio pertenece a una especie cada día más rara. Arrastrado por la ola, o, más estúpidamente, por los deberes administrativos, este tipo de hombre, que se entregó a una vocación casi religiosa en favor de la inteligencia pura, justamente orgulloso de su saber, absorto en ideas generales, preocupado por las consecuencias de su trabajo, está quedando anticuado.
Por otra parte, es significativo que, en la actualidad, se sustituya la palabra «sabio» por la de «investigador». Lo cual no es efecto de la modestia. Lo que ocurre es que el «investigador» pertenece ya a otra raza, más estrechamente especializada y orientada por entero hacia el saber hacer.
Cierto que tienen que confesar que su campo fue, en un principio, explorado por unos teóricos cuyos trabajos no pueden ignorarse. Y aquí reside, quizás, una gran novedad de nuestro siglo: que, para ser técnico, había que ser también un poco sabio. Esta relación es un hecho nuevo en la Historia, constituye una originalidad. Pero esta originalidad no podría fundar una ley general.
Los partos tecnológicos no requieren, como condición necesaria, el previo apareamiento de las dos actividades de la mente. Incluso en nuestra civilización, es ésta una unión muy libre, con sus rabietas, sus escapatorias y sus engaños. Tal vez se necesitaría una transformación de la mentalidad humana, comparable a la realizada por los griegos hace veinticinco siglos, para que nazca una nueva forma de conquista del Universo que una estrechamente el conocimiento a la acción.
Tenemos sociedades de managers y de ingenieros, de burócratas y de policías, en las que el empirismo rige las cosas y los hombres, con justificaciones ideológicas muy vagas, muy dudosas, y con peticiones de principio cuyo carácter relativo nadie ignora. Una sociedad regida por la Ciencia sigue siendo una utopía. No; el hacer no es, en circunstancia alguna, una recompensa del saber. Y nuestra visión de la historia de la mente se ve falseada por esta creencia.
Pero sería imposible citar una sola aplicación práctica de sus descubrimientos hasta el lanzamiento del primer Sputnik. Nada habría cambiado desde el siglo XVIII, en la conquista de la Naturaleza por el hombre, si las leyes de la gravitación hubiesen permanecido envueltas en la ignorancia. Ni la máquina de vapor (inventada mucho antes de que Carnot formulase su teoría), ni la electricidad, ni la química, les deben nada.
A fin de cuentas, el nazismo era una filosofía mágica absurda, y su técnica estuvo a punto de conquistar el mundo. A fin de cuentas, nuestro racionalismo y nuestro materialismo son también opciones ideológicas, más que productos del espíritu de verdad. A fin de cuentas, el evolucionismo, sobre el que se apoya todo nuestro concepto del progreso, es un cuento de hadas.
Y cuando descubrimos la calefacción central en las ciudades antiguas, nuestra sorpresa tiene un matiz de angustia. Es nuestro mundo mental que se tambalea. Los pequeños tenedores de madera, surgidos de la Prehistoria, pinchan nuestra mente.
El robot de Tales, de las costas de Creta, nos lapida. Los constructores de Stonehenge son nuestros enemigos. Dédalo nos hace dudar de nosotros misinos. El calendario maya perturba nuestras constelaciones mentales. y, sin embargo, cuando pensamos en la Ciencia y en la técnica, un solo vistazo a la Naturaleza debería desengañarnos. No hay un solo descubrimiento útil, transformador de nuestro mundo, que no haya sido realizado anteriormente por el mundo animal. La jibia y ciertos insectos esténidos se propulsan por reacción. La avispa fabrica papel.
El pez
torpedo dispone de condensadores fijos, de pilas y de interruptores
de corriente eléctrica. Las hormigas practican la ganadería y la
agricultura, y tal vez conocen el uso de los antibióticos. El pez Gymnarcus niloticus lleva, cerca de la cabeza y de la cola,
generadores de tensión y aparatos capaces de apreciar ínfimos
gradientes eléctricos. El demonio del hacer juega todas las cartas y
circula misteriosamente a través de toda la Naturaleza y, sin duda
alguna, de todos los hombres de todos los tiempos.
Toulmin y Goodfiels, en un curso que dieron en 1957 en la Universidad de Leeds, no ocultaron su admiración por el viejo astrónomo de Mesopotamia.
¿Diremos que Kidinnú y sus colegas eran grandes astrónomos? ¡No! Por muy sorprendente que parezca, sus conocimientos astronómicos eran prácticamente nulos. No alcanzaban, ni con mucho, el nivel de los de un niño de nuestras escuelas primarias. Kidinnú y los otros «astrónomos» babilonios creían que los planetas eran divinidades.
No
tenían la menor idea de las dimensiones del cielo: y la idea misma
de distancia espacial, aplicada a la Luna, al Sol o a Marte, les
habría parecido absurda, escandalosa, sacrílega, como les parecería
a nuestros teólogos modernos cualquier cálculo trigonométrico del
movimiento de los ángeles o de la distancia que separa el Cielo del
Purgatorio.
Nos acercaríamos más a la verdad si lo imaginásemos como una gigantesca sacristía, dotada de una oficina de estudios. Por lo demás, los textos «astronómicos» babilónicos reflejan perfectamente los conceptos básicos en que se apoyaban los admirables cálculos de Kidinnú.
Y así sucesivamente para los planetas, el movimiento del Sol en el Zodíaco, etcétera. El hombre moderno se siente inclinado, por sus invencibles ilusiones realistas, a interpretar estos textos como ficciones literarias, destinadas a vestir de un modo elegante unos hechos cuyo carácter material era perfectamente conocido por los calculadores del Gran Zigurat.
No puede creer que unos cálculos tan perfectos pudiesen ser realizados por hombres para quienes la Luna, Venus, Marte y todos los astros fuesen realmente Dioses. Pero existe un texto antiguo, perfectamente claro, que no deja lugar a dudas sobre la prodigiosa ignorancia de los astrónomos babilonios.
Según Beroso, heredero de dos mil años de astronomía babilónica, la Tierra era plana, el Sol la sobrevolaba a altura constante y lo propio hacía la Luna, aunque a más baja altura. Ésta tenía una cara luminosa y una cara oscura, y giraba sobre sí misma, de una manera tan ingeniosa que explicaba sus variaciones mensuales, pero tan extraña que, en el momento; del plenilunio, ¡daba su cara oscura al Sol! Desde luego, la Luna y el Sol tenían que ser forzosamente Dioses, porque, después de desaparecer todas las noches por el horizonte occidental, reaparecían al día siguiente por Oriente, gracias a un milagro que sólo el gran Marduk podía explicar.
Pero Beroso no dejó por ello de
impresionar a los griegos (que conocían desde hacía tiempo la
redondez de la Tierra y, a grandes rasgos, las configuraciones
celestes), por la fantástica precisión de sus efemérides y de sus
predicciones de eclipses. Los griegos eran sabios. Beroso era un
técnico. Los trabajos prácticos de los astrónomos babilonios no
requerían ningún conocimiento teórico y no han dejado rastro alguno
de una sabiduría de esta clase.
Pero no había ninguna necesidad técnica (aquí, teológica) que obligase a Aristarco a prever los eclipses con un error de una décima de segundo de arco. Le bastaba con saber cómo ocurrían las cosas y cómo podían explicarse las apariencias, según había dicho Platón.
Si los griegos fueron los primeros hombres de la Historia que vislumbraron la verdadera naturaleza del universo material y el orden natural que lo organiza -la palabra Cosmos, que ellos nos legaron, es, ante todo, un adjetivo que significa hermoso, elegante, ordenado-, si fueron los primeros en comprender la situación, a la vez predominante y modesta, del hombre en el seno de esta máquina enorme, no les debemos, en cambio, ninguno de los grandes inventos realizados en su época.
Cuando Arquímedes comprendió, al fin, que la
auténtica Ciencia debía tener también el aspecto artesano de la
experimentación, era ya demasiado tarde: como se sabe, Arquímedes
fue asesinado por un soldado del victorioso ejército romano. Con los
romanos, la técnica volvió a remplazar a la Ciencia.
Este progreso técnico se desarrolló sobre un fondo de ignorancia científica total. En los tiempos de Augusto, los escolares seguían aprendiendo los teoremas de la geometría de Euclides pero ya no se les enseñaban las demostraciones... Pues, ¿qué utilidad tenía aprender la demostración, «si Euclides la había hecho ya»?
Este pequeño detalle nos muestra, mejor que otro cualquiera, hasta qué punto el genio romano, tan fecundo en el arte de transformar la Naturaleza, se había aislado de las fuentes de la inteligencia científica. Cuando recorremos los restos de un gran acueducto romano, por ejemplo el que alimentaba Cartago a través de ochenta kilómetros de llanuras y colinas, nos maravilla la exactitud del cálculo de la pendiente.
Pero los que efectuaron estos
cálculos y las mediciones topográficas correspondientes no sabían
demostrar el viejo teorema de Pitágoras y además, les importaba un
bledo. Como nuestros ingenieros modernos y como los ingenieros
babilonios, disponían de tablas y de baremos que resolvían todos los
problemas prácticos. Y la teoría de estas tablas les era tan
indiferente como útil.
Más aún: los feroces hunos, de los que, al cabo de los siglos, conservaremos aún un recuerdo espantoso, gracias al testimonio de los últimos cronistas latinos, resulta que aportaron inventos de los que ningún pueblo europeo tenía la menor idea, y menos que nadie los griegos, tan hábiles en descifrar los secretos del Universo.
Los monjes occidentales se apoderan del invento, no para fabricar barajas, sino estampas piadosas. Un holandés concibe la idea de separar, en dos objetos diferentes, el grabado que representa la imagen y el que contiene la leyenda, a fin de combinar diversas imágenes y leyendas, practicando una permuta. Después, también en Holanda y en Alemania del norte, otros inventores separan las letras unas de otras.
Y, por último, Gutenberg inventa los diferentes dispositivos que aún se emplean en la actualidad: la prensa, la tinta de negro animal, la aleación metálica de los caracteres. Sólo teniendo en cuenta estos dos inventos -las guarniciones modernas del caballo y la imprenta (ésta indirectamente)-, nos vemos obligados a confesar que el aporte de los mogoles a Occidente contribuyó más a la transformación de este que toda la admirable ciencia griega, al menos hasta el Renacimiento. Ahora bien, la base científica de la imprenta y de la guarnición con collera es absolutamente nula.
En los tiempo de la grandeza de Roma, las ocas, cuya cría constituía una especialidad de Gran Bretaña, eran transportadas a Italia por recuas que hacían el viaje a pata y eran conducidas por veinte intermediarios a través de la Galia, desde Calais hasta los Alpes, aproximadamente en un mes.
Con la aparición del caballo de tiro, el mismo comercio pudo realizarse en forma de pasta y de encurtidos, transportados, en parte, en embarcaciones fluviales, y en parte, en pesadas carretas que representaban el mismo papel económico que nuestros actuales ferrocarriles.
El caballo de sirga, al generalizar la tracción de pesados cargamentos en los ríos de curso lento de Alemania y de Flandes, abrió hasta tal punto el camino de la civilización a estos países, que su papel igualó muy pronto al de la Europa mediterránea y acabó por eclipsarlo. Fue, pues, en parte, gracias a los mogoles, que la civilización se implantó en el norte de Europa.
Sin embargo, ¿quién lo recuerda, y qué sitio ocupan los
mogoles en la historia oficial del progreso?
Pero estamos hasta tal punto alienados por la ideología, que creemos sinceramente que la Naturaleza permanece muda, si no tenemos sobre ella nuestras ideas actuales. Así, nuestra cultura nos separa de la realidad dinámica de los mundos desaparecidos, como nuestras ideas modernas sobre el hombre nos separan de las profundidades y de las amplitudes de la naturaleza del hombre, de las regiones oscuras en que el genio de la creación supera al genio de la reflexión, donde el hacer, indiferente al saber, se adelanta a éste.
Y considerando que la mayoría de nuestras realizaciones, si no todas, han sido efectuadas por la Naturaleza, »través de las especies vivas, diremos: el genio de la Naturaleza en el hombre pudo desarrollarse muchas veces y de diversas maneras, a lo largo de decenas de milenios enterrados.
El poder creador en bruto, lo que remueve la materia, lo que moldea la vida, pudo germinar de muchas maneras en esta tierra arable. La antigüedad del hombre retrocede sin cesar. Las excavaciones nos revelan continuamente la existencia de civilizaciones de sutileza enigmática, en un pasado que, ayer mismo, considerábamos poblado de hirsutos brutos que cascaban piedras en la húmeda oscuridad de las cavernas.
Si como pensaba Marx, los descubrimientos se realizan en el momento en que la Humanidad los necesita, ¿cuál es la necesidad que corresponde a estas exhumaciones aceleradas? Tal vez la de sentir que no estamos solos, aislados en una aventura de conquista de la Naturaleza y de nuestra propia máquina humana; que esta aventura pudo desarrollarse varias veces, en diversos grados de comprensión fundamental, de éxitos y de riesgos, de extensión en el espacio y en el tiempo.
Tal vez,
también, la de llegar a un humanismo útil para el futuro, que sólo
podremos alcanzar mediante la rehumanización de los tiempos
enterrados, en una concepción general de la
eternidad del hombre.
Debemos su exhumación a James Mellaart.
La localización de un centro semejante demostraría que, desde el Neolítico, se efectuaban intercambios entre el Asia anterior, Mesopotamia, la meseta irania, y, probablemente; diversas regiones occidentales. El joven sabio registró, pues, la región de Konya. A cincuenta kilómetros de la ciudad y a ochenta del volcán Hassali Dagh, dos tells o colinas se abrazan en la llanura. Los resultados superaron con mucho las esperanzas de Mellaart.
Se descubrió que éstos estaban cubiertos de frescos en su parte interior. Sin embargo, los restauradores chocaron con un escollo: una vez expuestos a la claridad solar, los colores se alteraron. Sin duda habían sido confeccionados a base de pigmentos minerales, que se deterioran bajo la acción de la luz. Los frescos fueron inmediatamente fotografiados, para conservar Su recuerdo intacto. (Después, se realizaron diversos ensayos de revestimiento para proteger los colores. El acetato de polivinilo dio resultado satisfactorio.)
Los hombres usaban camisas de lana, túnicas y abrigos de invierno, de piel de leopardo, provistos de cinturones con hebilla de hueso. En el dobladillo de los trajes femeninos, unos aros de cobre, semejantes a los de latón que daban rigidez a los miriñaques de nuestras abuelas, impedían que se levantase la falda. Los escotes, bastante pronunciados, no se parecían, empero, al de la cretense que sirvió de modelo para la estatuilla bautizada con el nombre de «La parisiense».
Joyas de plomo, metal rarísimo en aquella época, o de
cobre, con incrustaciones de piedras duras talladas o de piedras
preciosas, completaban el atavío. Unas cajitas que contenían
diferentes tintes permiten pensar que el empleo de afeites no era
desconocido, y las elegantes, para comprobar el efecto de su
maquillaje, disponían de espejos de obsidiana, con el mango
protegido con yeso, para que no se hiriesen los dedos...
En Catal Huyuk, aparecían también coloreadas. Ciertamente, sólo se puede presumir la importancia que se les otorgaba. ¿Es posible que, recién salido del período carbonífero, el hombre prestase ya un interés particular a esa parte de su cuerpo, en la cual, según los quirománticos de tantas regiones, desde Mesopotamia a China, se dibujaban los rasgos de su carácter y los acontecimientos esenciales de su vida? ¿O hay que ver, en las series de manos que se yuxtaponen en Catal Huyuk, indicaciones numéricas, en las que cada dedo representaba una unidad?
Sólo cuando las manos se posan sobre unos senos, el símbolo se hace más claro, en el sentido de una invocación procreadora...
Servían para marcar objetos de cerámica y se diferenciaban los unos de los otros, lo cual induce a pensar en una propiedad privada muy rigurosa y, también, en una estructura social fundada en la familia. Se podría compararlos con los blasones de nuestra Era; pero éstos son exclusivos de los nobles, mientras que aquéllos existían en todos los hogares.
También cabe imaginar que tales sellos servían para firmar mensajes escritos sobre materiales perecederos.
Pero, ¿cómo explicar que no se haya conservado el menor rastro de estos materiales, alterados e incluso en forma de polvo? ¿Y cómo explicar, también, que no figure ninguna inscripción en los frescos desenterrados hasta hoy? Sin embargo, los logros conseguidos en tantos campos no permiten presumir que los hombres de Catal Huyuk carecieran de toda forma de grafismo o de conservación de la palabra. ¿O seremos nosotros los que no sabemos identificar esta escritura, este registro sutil? ¿Nos hallaremos en presencia de los herederos de la escritura perdida de los primeros tiempos? ¿Fue, ésta, deliberadamente secreta o prohibida?
También podemos
preguntarnos si no utilizarían una tinta criptográfica
exclusivamente sensible a un revelador especial, sólo conocido por
los maestros iniciados.
La presencia de esta Diosa parece indicar que, en los albores de la Humanidad, existía un lazo entre todos los cultos. ¿Acaso no figura entre las estatuillas del período solutrense, descubiertas en Vilendorf (Austria), en Brassenpouy (Landas) y en la gruta Grimaldi de Menton? ¿No la encontramos en los esquimales tchukchi?
Allí se la denomina, a veces, Madre del Muerto, y otras veces se le da nombres diferentes, pero todos ellos referidos a la calidad esencial de la fecundidad.
En Egipto, se identifica con Maat. En Caldea, se la representa, ora esbelta como una ninfa, ora grávida. ¿Y no es ella la que aparece simbolizada por madres que amamantan a sus hijos, en las figuritas de tierra cocida de Tell-Obeid? Se ha creído reconocerla en Mohenjo Daro, en el valle del Indo, y, desde la época védica, ocupa un lugar destacado en el Panteón indio.
La Reina del Agua, en México (del agua, fuente de la vida), y la Reina de la Fecundidad de los minoicos, primero grávida y después esbelta, ora desnuda, ora vestida y engalanada, se identifican con ella. En Luristán, encontramos diversas representaciones de ella, de unos 5.500 años de antigüedad.
Y en Anatolia sigue estando presente después de 4.000 años de la desaparición de Çatal Huyuk. Faltan eslabones, pero uno se siente tentado a encontrarla de nuevo en el culto de Maya, la madre del Gautama Buda. ¿permanencia de esta Diosa-Madre del Universo?
Dos circunstancias favorecieron su conservación: el hecho de que no estuviesen en contacto con la carne en descomposición, y las condicione, higrométricas del aire. Pero también podría ser, que el suelo tuviese cualidades particulares, como el de Ispahán. Ningún estudio pedológico lo ha confirmado aún.
Y, junto a estos tenedores, se encuentran
platos, fuentes, cubiletes, vasos y copas, de cerámica muy fina.
Cabe presumir que una maternidad excesiva, como ocurría antaño en la India, provocaba esta ligera diferencia. Aparte de esto, no cabe duda de que la mujer ocupaba la primera fila en aquella sociedad.
El ama de casa tenía derecho a una cama muy grande, casi majestuosa.
Tal vez un día se descubrirá una relación entre las diferentes civilizaciones, esparcidas en el tiempo y en el espacio, que practicaron el matriarcado: predecesores de los indoeuropeos en diversas regiones del Asia Occidental y tribus indonesias o malasias, por citar solamente unos pocos ejemplos.
Pero las
condiciones geográficas de Grecia y de Creta no eran las más
adecuadas para el nacimiento de éste mito. Entonces, ¿por qué no
buscar su origen alrededor de unos cráteres antaño incandescentes?
También sembraban
cebada y lentejas, y cultivaban plantas oleaginosas y medicinales,
almendros y alfóncigos.
Y estos objetos se remontaban a 6.750 años antes de J. C. Mellaart opina que los hombres, sin dejar de ser cazadores, pero habiéndose convertido también en pastores y agricultores, debieron comprender la necesidad de abandonar sus moradas dispersas en los flancos de las montañas, para agruparse en los llanos, a fin de facilitar las operaciones agrícolas y, seguramente, la ganadería.
Entre la fecha del último Çatal Huyuk, alrededor del año 5600 antes de J. C. y las expediciones de que habla Tashin Ozguk, realizadas por los sumerios para la adquisición de cobre, ¿qué ocurrió en esta región, donde se desarrollaron tantos acontecimientos desde el principio de la era histórica y que, durante largo tiempo, se creyó que estaba desorganizada, incluso en comunidades muy primitivas, del período neolítico?
Los intercambios entre sumerios y anatolios son posteriores en más de veinte siglos a la misteriosa desaparición de la última ciudad desenterrada por Mellaart. ¿Cómo llenar esta laguna?
Habiendo empezado como un pequeño Estado en el segundo milenio, el Urartu había alcanzado su apogeo en el siglo VIII antes (y no después) de nuestra Era. En aquella época los lidios lo consideraban como mucho más poderoso e inquietante que Asiria. Al Norte, se extendía hasta más allá del Cáucaso; al Oeste, rebasaba el Éufrates. Al Este, había convertido en sus vasallos a los indoeuropeos de la región del lago Urmiah.
La residencia más frecuentemente citada de sus soberanos, y cuyo emplazamiento exacto seguimos ignorando, era Toprak Kaleh, a orillas del lago de Van. Desconocemos el origen de los moradores, aunque se sabe que eran asiáticos y no semitas. Ignoramos, pues, el lazo que existía entre ellos y los ciudadanos de Çatal Huyuk. Pero no podemos dejar de sentirnos intrigados por diversas semejanzas.
Una parte de los textos ya descifrados nos da indicaciones sobre la manera en que eran manejados los bloques de granito de 40 toneladas, elevados y ajustados por los ingenieros a más de 60 metros de altura. Sin embargo, aunque se explique el procedimiento, nos parece asombroso que pudiese realizarse semejante hazaña en Altin Tepe de la misma manera que nos quedamos estupefactos ante las losas de Baalbek, preguntándonos de dónde vinieron y cómo pudieron ser transportadas y colocadas en su sitio.
Pero, ya en la actualidad, algunos objetos nos proporcionan valiosas informaciones: como aquel disco de oro, cuyos motivos, minuciosa y artísticamente grabados, nos permiten establecer singulares comparaciones. Pues, ¿no vemos allí a un Dios vestido con larga túnica y montado en un caballo alado, predecesor de los de la mitología griega?
Pero, ¿no se trataría más bien de algo heredado? Cuesta mucho imaginar que el arte de Catal Huyuk fuese prolongación normal del del paleolítico superior, a fines de la última era glacial. Y esto puede aplicarse igualmente a la civilización de sacerdotes técnicos recientemente descubierta en el Cáucaso, en una región ciertamente en contacto con la ciudad neolítica, que tenía, como ya hemos dicho, una importante red comercial.
Volver
al Índice
Así nos habla Dédalo, en un mensaje imaginario con que empieza el magnífico libro de ficción de Michael Ayron, pintor y escultor inglés...
Ahora bien, la Antigüedad afirma que la desaparición de la Atlántida fue brusca. Solón oyó hablar de ella durante su estancia en Egipto. Los sacerdotes de Sais decían que la Atlántida era tan vasta como Lidia y Asia juntas. Esto es, sin duda, una exageración; por otra parte, los pueblos civilizados de las orillas del Mediterráneo ignoraron durante largo tiempo las dimensiones de Asia.
Platón habla, en Critias, de una guerra que estalló, nueve mil años antes de su época, entre los soberanos de la Atlántida y los del mar Egeo. Debió tratarse, pues, de un reino mucho más antiguo que el Imperio cretense. Pero, como ninguna hipótesis ha sido, hasta hoy, confirmada o rebatida, podemos formular otras.
Por ejemplo, la siguiente: un pueblo que, en el período neolítico, vivía en una isla del Atlántico, inculcó, antes de desaparecer, a los primeros cretenses las bases de su civilización; y es también permisible imaginar que una sola catástrofe fue causa de la desaparición de la Atlántida (fuese cual fuere su emplazamiento) y la destrucción de las ciudades de la Creta minoica.
Una terrible erupción volcánica pudo hacer desaparecer una o varias islas causando solamente la devastación de otras. En la isla de Thera (o Thira), actualmente Santorín, se ha podido demostrar que una ciudad, de la que el arqueólogo griego Spiridón Marinitos descubrió vestigios en 1961, fue destruida, por la explosión de un volcán submarino, unos 1.500 años antes de J. C. Lo cual, según el sabio, no habría sido más que un episodio de la historia telúrica, particularmente agitada en esta parte del mundo.
Al mismo tiempo que Santorín, situada a 120 kilómetros de Creta y a 200 de Atenas, al sur del mar Egeo, otras islas más pequeñas del mismo archipiélago pudieron sufrir las consecuencias del cataclismo, que, según el sismólogo griego Ganalopoulos, empezó por unas sacudidas sísmicas, seguidas de un maremoto y de dos erupciones. En todo el contorno del Mediterráneo oriental se han encontrado restos de lava correspondientes a aquel siglo, y ciertos papiros hablan del oscurecimiento del sol que se produjo entonces en Egipto.
Y, más tarde, se encontraron entre los
escombros de Saint-Pierre los cadáveres de familias sentadas a la
mesa, de jinetes a caballo, de obreros trabajando, de la misma
manera que se exhumaron en Creta los esqueletos de personas
sorprendidas en su actividad cotidiana.
¿Condenada? ¿Cómo, y por qué?
Ahora bien, como también se ha demostrado que existían relaciones entre estas regiones y Anatolia, todas ellas, por mediación de ésta, tenían relación con Creta.
En esta época, su flota era ya importante. Ella les conferiría el título de «reyes del mar». Disponían igualmente de una marina de guerra, primera fuerza naval del Mediterráneo del Norte, y llegaron sin duda a Sicilia y a España. Es posible que no esclavizasen completamente a los pueblos, sino que se contentasen con prodigarles sus técnicas, mientras se perfeccionaban ellos mismos con el contacto.
Su poderío les permitió mejorar su arte y aumentar su bienestar, procurándose las materias primas de que carecían. Desde el IV milenio antes de J. C., en Tell Obeld se utilizaba el cobre, y Herzfeld nos habla, en dos obras sobre Persia, de hachas de este metal encontradas en Susa.
Esto se debió a que muchos meteoritos que cayeron sin duda durante el neolítico en diversas regiones del Globo, y que son mencionados por todas las tradiciones (lluvias de fuego), contenían hierro en estado puro, lo cual hacía innecesaria su extracción de los minerales.
En fecha tan tardía como el siglo XII de nuestra Era, Averroes refiere que se fabricaron espadas y sables excelentes con el hierro de un bloque caído del cielo cerca de Córdoba. Y, según la leyenda, Atila, y mucho más tarde Timur Lenk (Tamerlán), debieron sus victorias a que sus armas habían sido forjadas con un metal enviado por Dios.
Un
contemporáneo de Aristóteles habla de un cobre blanco y brillante,
llamado cobre de la montaña. Los mosinoeci (que habitaban sin duda
el Asia Menor) lo obtenían, dice aquél, añadiendo estaño al cobre, y
también una tierra especial, recogida en las orillas del mar Negro:
la calmia (de donde viene la palabra calamina). Plinio cita también
esta piedra, como empleada para la fabricación del aurichalcum.
Suelos embaldosados, que a veces representan acuarios de un agua tan rumorosa, por el movimiento de las plantas acuáticas, las burbujas de aire y los ágiles peces, que uno no se atreve a apoyar el pie, por miedo a caer o a despertar de su sueño al príncipe flordelisado cuya estatua impera sobre esta eternidad encantada. Pero nuestra maravilla se convierte en estupor cuando examinamos las instalaciones sanitarias.
Un sistema perfecto de desagüe. Acondicionamiento de aire mediante un sistema de calefacción central que se convierte, en verano, en fuente continua de aire fresco. Canalizaciones para la traída de aguas. Aparatos hidráulicos elevadores, que funcionaban por inercia. Sutil iluminación de las habitaciones y de las cámaras subterráneas.
Algunas calzadas tienen dos carriles paralelos que, en caso de tormenta, debían servir de canales de evacuación. En otros caminos, estos carriles servían también, quizá, para el transporte en seco de embarcaciones de un puerto a otro.
Los hombres llevaban desnudo el busto y, a veces, se tapaban con un simple suspensorio adornado o con un faldellín que recuerda el de los evzones. Su coquetería se centraba en el tocado: turbantes planos o tiaras. En cuanto a los sombreros femeninos, habrían podido rivalizar, en variedad y extravagancia, con los de las parisienses de la Belle Époque.
Por lo demás, parece que la mujer gozó de gran libertad. Aquí no podomos extendernos sobre todos los aspectos de la vida social. Además, sólo podemos adivinarlos través de las muestras pictóricas, pues, hasta hoy, sólo una pequeña parte de la escritura cretense ha podido ser descifrada.
Si se ha podido reconstituir un gran número de elementos de la vida y de la historia de los cretenses, hay puntos esenciales que permanecen en 1a sombra. Lo malo, cuando consideramos los mitos y leyendas, es que no poseemos datos sobre el nacimiento de éstos, es decir, sobre los acontecimientos que los provocaron.
Pues no solamente es muy probable que todos los mitos que implican hechos técnicos o históricos estén basados en la realidad, sino que nos han proporcionado ya numerosas informaciones, que inspiraron las investigaciones de exploradores como Schlieman, que redescubrió el emplazamiento de Troya, o de sabios como Victor Bérard, que reconstituyó la Odisea.
Y ésta se enamora de un toro, como su suegra Europa. En este momento, Dédalo trabaja ya en la Corte de Minos. Como es escultor, esculpe una ternera de madera. Después vacía la estatua. Pasifae se introduce en ella y, de este modo, puede satisfacer su pasión. Desenlace: el hijo que nace de este amor tiene cuerpo de hombre y cabeza de toro. Es el Minotauro. Para ocultar a las miradas del pueblo ese hijo bastardo que le avergüenza, Minos pide a Dédalo que construya el Laberinto.
También volveremos a encontrar el toro en Egipto y en la India. Pero, ¿qué hace Dédalo, escultor, mecánico, ingeniero, investigador? Se puede interpretar el mito en función de la psicología profunda. También podemos imaginarnos a Dédalo practicando experimentos de genética; buscando la manera de producir seres híbridos con el animal-dios; realizando ensayos de inseminación.
La musa popular bordará en seguida un relato fabuloso a base de esos hechos. Pero, mirándolo de otro modo, ¿quién es Dédalo? Así como hubo, no un soberano llamado Minos, sino todo un linaje de reyes que llevaron este nombre, ¿por qué no se puede imaginar una corporación de Dédalos, varias generaciones de Dédalos, pertenecientes a alguna hermandad de investigadores y técnicos, cuyos trabajos revisten, para los no iniciados, un aspecto mágico?
Pero tiene un punto débil: el tobillo.. Si sufre una herida en el tobillo, se escapa por ella la savia vital. ¿Será ésta el líquido del depósito? ¿Funcionaría con nafta la máquina inventada poor los Dédalos? Los antiguos conocían la nafta. Leemos en Teofrasto que algunos pueblos quemaban piedras que desprendían vapor.
Este vapor, conducido por gasoductos, imprimía movimientos a ciertas máquinas. El fuego que encendían los «rinagos» zoroastrianos, y sin duda, antes que ellos, los sacerdotes de otras religiones pirólatras, en la meseta irania y en las cercanías de Mosul, procedía de la inflamación de gases naturales brotados de la tierra. En las orillas del Golfo Pérsico se recogía, desde la más remota antigüedad, el «mumyja», especie de betún solidificado, dotado de virtuides terapéuticas y dinámicas. El término «nafta»> no figura en los textos que describen el robot Talos.
Podemos imaginar otras fuentes de energía,. Podemos también soñar en una máquina que detecta la proximidad de los barcos y los bombardea sin fallar jamás la puntería. Medea, protectora de los Argonautas, hiere a Talos en el tobillo. La máquina queda averiada. Medea es el espía saboteador de las instalaciones de defensa.
También podemos, sin arriesgarnos tanto, considerar a los cretenses como depositarios de anteriores y desarrolladas civilizaciones y que el depósito se confió a la sociedad de los Dédalos. En los frescos de Cnossos encontramos representaciones de una «balanza para pesar las almas», y, en los palacios y talleres, restos de aparatos enigmáticos. ¿Acaso los Dédalos o sus vecinos, jugando a aprendices de brujos, trataron de captar la energía volcánica e hicieron saltar, por ambición, su mundo tan extrañamente conseguido?
FIN
|