EPILOGO
Las grandes expectativas que tenía la madre por Nabuna’id, como
reunificador de Sumer y Acad y restaurador de los gloriosos
Días de
Antaño, no prepararon al nuevo rey para los contratiempos que de
inmediato tuvo que afrontar. Quizás hubiera esperado desafíos
militares, pero no previó el fervor religioso que haría presa en sus
dominios.
Tan pronto como estuvo en el trono real de Babilonia, por un acuerdo
entre su madre y Sin, se dio cuenta de que había que apaciguar a
Marduk, otrora destituido y luego devuelto a Babilonia, y hacer
justicia con él. En una serie de sueños-augurios verídicos o
supuestos, Nabuna’id dijo haber obtenido la bendición de Marduk (y
de Nabu) no sólo para su realeza, sino también para la prometida
reconstrucción del templo de Sin en Jarán.
Para no dejar dudas sobre la importancia de estos mensajes oníricos,
el rey dijo que Marduk
le había preguntado concretamente si había visto «la Gran Estrella,
el planeta de Marduk»,
una referencia directa a Nibiru, y qué otros planetas estaban en
conjunción con él. Cuando
el rey comentó que estaban el «Dios 30» (la Luna, homólogo celestial
de Sin) y el «Dios 15»
(Ishtar y su homólogo Venus), se le dijo:
«No hay presagios malignos
en la conjunción.»
Pero ni el pueblo de Jarán ni el pueblo de Babilonia estaban
contentos con este co-regnum
de los Dioses, ni tampoco los seguidores de Ishtar «y el resto de
Dioses». Sin, cuyo templo
en Jarán se restauró con el tiempo, exigía que su gran templo en Ur
fuera de nuevo un
centro de culto. Ishtar se quejaba de que su morada dorada en Uruk
(Erek) debía ser reconstruida, y pedía que se le diera de nuevo un
carro tirado por siete leones. Y, si uno lee entre líneas en la
inscripción del rey, éste estaba ya hastiado de tanto tira y afloja
con tantos Dioses y con sus sacerdocios.
En un texto que los expertos titularon Nabuna’id y el clero de
Babilonia (en una tablilla que se encuentra ahora en el Museo
Británico), los sacerdotes de Marduk presentan un pliego de
descargos, una lista de acusaciones contra Nabuna’id; las
acusaciones van desde materias civiles («la ley y el orden no son
promulgados por él»), pasando por negligencias económicas («los
agricultores están corruptos», «los caminos de comercio están
bloqueados») y guerras infructuosas («los nobles están muriendo en
la guerra»), hasta las acusaciones más serias: sacrilegio
religioso...
Hizo una imagen de un Dios
que nadie había visto antes en el país;
la
puso en el templo,
la elevó sobre un pedestal...
Con lapislázuli la adornó,
la coronó con una tiara...
Era la estatua de una deidad extraña (nunca antes vista, recalcaban
los sacerdotes), con «el cabello que llegaba hasta el pedestal». Era
tan inusual y tan impropia que ni siquiera Enki y Ninmah la podrían
haber concebido, tan extraña que «ni siquiera el instruido Adapa
conocía su nombre». Pero, para empeorar aún más las cosas, se
esculpieron dos extrañas bestias como guardianes suyas: una
representaba un Demonio-Diluvio y la otra un Toro Salvaje. Y para
hacer más insultante el sacrilegio, el rey puso esta abominación en
el templo del Esagil de Marduk, y anunció que la festividad del
Akitu (Año Nuevo), que era fundamental para equiparar a Marduk con
el celestial Nibiru, ya no se celebraría más.
Los sacerdotes anunciaron para que lo supiera todo el mundo que «la
deidad protectora de Nabuna’id se le había hecho hostil», que «el
otrora favorito de los Dioses había caído en desgracia». Y así,
Nabuna’id anunció que iba a dejar Babilonia «en una expedición hacia
una distante región». Nombró a su hijo Bel-shar-uzur («Bel/Marduk
protege al rey», el Baltasar del Libro de Daniel) como regente.
Su destino era Arabia, y en su entorno había, como lo atestiguan
diversas inscripciones, judíos de entre los deportados de Judea. Su
base principal estuvo en una ciudad llamada Tayma (un nombre que se
encuentra en la Biblia) y fundó seis poblaciones para sus
seguidores; cinco de ellas se relacionan, mil años después, según
fuentes islámicas como ciudades judías.
Algunos creen que Nabuna’id
estaba buscando la soledad del desierto para contemplar el
monoteísmo; un fragmento de un texto descubierto entre los
manuscritos del mar Muerto en Qumrán da cuenta de que Nabuna’id
quedó aquejado de una «desagradable enfermedad de la piel» en Tayma,
y que se curó cuando «un judío le dijo que rindiera honores al Dios
Altísimo». Sin embargo, la mayor parte de las evidencias sugieren
que estaba difundiendo el culto de Sin, el Dios Luna simbolizado por
el creciente, un símbolo que adoptarían con el tiempo los adoradores
árabes de Alá.
Fueran cuales fueran las creencias religiosas por las cuales
estuviera cautivado Nabuna’id, no cabe duda de que eran anatema para
los sacerdotes de Babilonia. Y así, cuando los reyes aqueménidas de
Persia absorbieron el reino de Media y se expandieron en
Mesopotamia, Ciro, su rey, no fue recibido en Babilonia como un
conquistador, sino como un liberador. Sabiamente, Ciro se apresuró a
ir al templo del Esagil tan pronto como entró en la ciudad y
«sostuvo las manos de Marduk con ambas manos».
Era el año 539 a.C; marcó el profetizado fin de la existencia
independiente de Babilonia.
Una de sus primeras acciones fue promulgar una proclamación que
permitía el regreso a Judea de los deportados judíos y la
reconstrucción del Templo de Jerusalén. El edicto, registrado en el
Cilindro de Ciro que se conserva ahora en el Museo Británico,
corrobora la información bíblica según la cual Ciro «fue encargado
para ello por Yahveh, el Dios del Cielo».
La reconstrucción del Templo, bajo el liderazgo de Ezra y Nehemías,
se culminó en 516 a.C, setenta años después de su destrucción, tal
como lo había profetizado Jeremías.
La historia del fin de Babilonia se cuenta en la Biblia en uno de
sus libros más enigmáticos, el Libro de Daniel. Este libro, en donde
se presenta a Daniel como uno de los deportados judíos llevados a la
cautividad en Babilonia, cuenta cómo se le seleccionó, junto con
otros tres amigos, para servir en la corte de Nabucodonosor y cómo
(al igual que José en Egipto) fue elevado a un alto cargo tras
interpretar los sueños-augurios del rey acerca de acontecimientos
futuros.
El libro pasa después a acontecimientos de la época de Baltasar,
cuando, durante un gran banquete, una mano apareció en el aire y
escribió en la pared MENE MENE TEKEL UPHARSIN. Ninguno de los
adivinos ni de los magos del rey pudo descifrar la inscripción. Como
último recurso, llamaron a Daniel, que ya hacía tiempo que se había
retirado de escena. Y Daniel le explicó el significado al rey babilonio: Dios ha contado los días de tu reino; se te ha pesado y
se te ha encontrado falto; tu reino vendrá a su fin repartido entre
medas y persas.
Después de aquello, el propio Daniel empezó a tener sueños-augurios y
visiones del futuro, en los que el «Anciano de los Días» y sus
arcángeles jugaban papeles clave. Desconcertado por sus propios
sueños y visiones, Daniel pidió una explicación a los ángeles.
En
todos los casos, resultaban ser predicciones de acontecimientos
futuros que iban más allá de la caída de Babilonia, incluso más allá
del cumplimiento de la profecía de los setenta años de la
reconstrucción del Templo. Se predijo el auge y la caída del Imperio
persa, la llegada de los griegos bajo Alejandro, la escisión de sus
dominios tras su muerte y lo que vino después.
Aunque muchos expertos modernos (pero no los sabios judíos ni los
Padres de la Iglesia cristiana) creen que estas profecías (sólo
correctas en parte) se realizaron a posteriori, indicando a un autor
muy posterior (o incluso a varios autores), el punto central de los
sueños, las visiones y los augurios que experimentara Daniel es su
preocupación con la pregunta: ¿cuándo? ¿Cuándo acaecerá el último
reino, el único que sobrevivirá y perdurará?
Será uno que sólo los seguidores del Dios Altísimo, el «Anciano de
los Días», vivirán para ver (incluso los muertos entre ellos, que se
levantarán). Pero, una y otra vez, Daniel insiste en preguntarles a
los ángeles: ¿cuándo?
En una de las ocasiones, el ángel le responde que una fase en los
acontecimientos futuros, un tiempo en el que un rey impío intentará
«cambiar los tiempos y las leyes», durará «un tiempo, tiempos y
medio tiempo»; después de eso «los reinos bajo el cielo se le darán
al pueblo, los santos del Altísimo».
En otra ocasión, el ángel de la revelación le dice:
«Setenta semanas
de años se han
decretado para tu pueblo y tu ciudad hasta que la medida de la
trasgresión se cumpla y la
visión profética se ratifique.»
Una vez más, Daniel le pregunta al divino emisario:
«¿Cuánto tiempo
pasará hasta el fin de estas cosas terribles?»
Y le dan otra
respuesta enigmática:
El cumplimiento de todo lo profetizado llegará
después de «un tiempo, tiempos y medio tiempo».
«Escuché y no comprendí -escribe Daniel-. De modo que dije: “Señor
mío, ¿cuál será la última de estas cosas?”»
Todavía con un lenguaje
codificado, el ser divino responde:
«Contando desde el momento en que la ofrenda habitual sea abolida y
se levante la
abominación de la desolación pasarán mil doscientos noventa días.
Dichoso aquel que sepa
esperar y alcance a mil trescientos y treinta y cinco días.»
Y como Daniel siguiera desconcertado, el
Ángel de Dios añade:
Tú, Daniel, descansarás y te levantarás
a tu destino en el Fin de los Días... Pero guarda en secreto las palabras,
y sella el libro hasta el Fin del Tiempo.
En el Fin del Tiempo, cuando las naciones de la Tierra se reúnan en
Jerusalén, hablarán
todas «en una lengua clara», decía el profeta Zefanías (cuyo nombre
significaba
«Codificado por Yahveh»), ya no habrá necesidad de confundir
lenguas, letras que se lean
hacia atrás y códigos ocultos.
Y, al igual que Daniel, nosotros seguimos preguntando: ¿cuándo?
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