11 - «¡SOY REYNA!»
El relato de Inanna/Ishtar es el relato de una «diosa que se hizo a
sí misma». Sin ser uno de los Dioses de Antaño, el grupo original de
astronautas del Duodécimo Planeta, y sin siquiera ser la primogénita
de uno de ellos, Inanna se las ingenió no obstante para alcanzar los
rangos más altos y terminar siendo miembro del Panteón de Doce. Para
conseguirlo, combinó su astucia y su belleza con su crueldad -diosa
de la guerra y diosa del amor, que contó entre sus amantes tanto a
dioses como a hombres. Y en ella se dio un verdadero caso de muerte
y resurrección.
Del mismo modo que la muerte de Dumuzi vino como consecuencia del
anhelo de Inanna por convertirse en reina en la Tierra, la prisión y
el exilio de Marduk hicieron poco por satisfacer sus ambiciones.
Ahora, tras desafiar y vencer a un dios importante, pensaba que ya
no se le podría privar de unos dominios propios. Pero, ¿dónde?
De textos como
El Descenso de Inanna al Mundo Inferior, se desprende
que el funeral de Dumuzi se celebró en el País de las Minas, en el
sur de África. Aquéllos eran los dominios de la hermana de Inanna,
Ereshkigal, y de su esposo, Nergal. Tanto Enlil como Nannar, incluso
Enki, le aconsejaron a Inanna que no fuera allí; pero ella estaba
decidida:
«Desde el Gran Arriba, tenía su mente puesta en el Gran
Abajo»; y cuando llegó a las puertas de la ciudad capital de su
hermana, le dijo al guardián de la puerta: «Di a mi hermana Mayor, Ereshkigal», que ella había venido «a presenciar los ritos
funerarios».
Se podría esperar que el encuentro entre las dos hermanas hubiera
sido cálido, pleno de simpatía por la doliente Inanna. Sin embargo,
se nos dice que ésta, que había llegado allí sin ser invitada, fue
recibida con evidentes sospechas. Cuando se le hizo pasar a través
de las siete puertas de la ciudad que llevaban al palacio de
Ereshkigal, se le obligó a entregar los emblemas y las vestiduras de
su estatus divino.
Y cuando por fin estuvo en presencia de su
hermana, se la encontró sentada en el trono y rodeada por siete
anunnaki con cargos judiciales. «Clavaron sus ojos en ella, los ojos
de la muerte». Le dirigieron airadas palabras, «palabras que
torturan el espíritu». En lugar de ser bien recibida, Inanna fue
sentenciada a ser colgada de una estaca hasta la muerte... Y fue
gracias a la intervención de Enki que se salvó y revivió.
Los textos no explican las razones de tan duro trato como se le
dispensó a Inanna, ni tampoco citan las «torturadoras palabras» que
le espetaron sus acusadores. Por el comienzo del texto sabemos que,
al mismo tiempo que iniciaba su viaje, Inanna envió a su mensajero a
«llenar el cielo con quejas en mi nombre, en la asamblea [de los
dioses] grita por mí». De modo que la asistencia al funeral no fue
más que un pretexto; lo que tenía en mente era obligar a los dioses
a satisfacer una demanda que ella deseaba dramatizar.
Desde el momento en que llegó a la primera puerta, Inanna amenazó
violentamente si no se le permitía entrar. Cuando Ereshkigal se
enteró de su llegada, «su rostro se tornó pálido... sus labios se
oscurecieron» y se preguntó en voz alta cuál era el verdadero
propósito de su visita. Cuando ambas estuvieron cara a cara,
«Ereshkigal la vio y estalló en su presencia; Ishtar, impávida, se
fue hacia ella». ¡De algún modo, las intenciones de Inanna parecían
peligrosas para Ereshkigal!
Ya hemos dicho que muchas de las leyes matrimoniales y sucesorias
eran afines a las leyes que gobernaban la conducta de los anunnaki;
las normas referentes a una hermanastra no son más que un ejemplo.
Creemos que la clave de las intenciones de Inanna las podemos
encontrar en el libro del Deuteronomio, el quinto libro de Moisés,
en el cual se especifica el código hebreo de comportamiento
personal. El capítulo 25 (versículos 5-10) trata del caso en que un
hombre casado muere sin haber tenido un hijo. Si el hombre tenía un
hermano, la viuda no podía casarse con un extraño: era deber del
hermano -aun cuando estuviera casado- casarse con su cuñada viuda y
tener hijos con ella; y el primogénito llevaría el nombre del
hermano fallecido, «para que su nombre no se borre».
Creemos que éste era el motivo de Inanna para tan arriesgado viaje.
Dado que Ereshkigal estaba casada con Nergal, hermano de Dumuzi,
Inanna llegó para hacer efectiva la Norma... Sabemos que, según esta
costumbre, la responsabilidad recaía sobre el hermano mayor, que
era, en el caso de los hijos de Enki, Marduk. Pero Marduk había
sido declarado culpable indirecto de la muerte de Dumuzi, y había
sido castigado y exiliado. ¿Podría Inanna por tanto exigir que el
siguiente en el linaje, Nergal, la tomara como segunda esposa para
que pudiera darle un heredero varón?
Se pueden imaginar los problemas personales y sucesorios que las
intenciones de Inanna le habrían causado a Ereshkigal. Se
contentaría Inanna con ser la segunda esposa, o se confabularía y
tramaría usurparle su puesto como reina de los dominios africanos?
Obviamente, Ereshkigal no estaba dispuesta a correr riesgos. Y así
fue, según creemos, que tras las duras palabras que se dijeron las
dos hermanas, Inanna fue llevada ante un tribunal reunido
urgentemente y compuesto por «siete anunnaki que juzgan», se la
encontró culpable de violar las normas y se la colgó sumariamente
para que muriera de muerte lenta.
Y sobrevivió gracias a que su
suegro, Enki, al enterarse de las terribles noticias, envió
rápidamente a dos emisarios para que la salvaran.
«Sobre el cadáver
controlaron lo que pulsaba y lo que irradiaba»; le administraron el
«agua de vida» y el «alimento de vida», e «Inanna resurgió».
De regreso a Sumer, la resucitada Inanna, sola y abatida, se pasaba
el tiempo en las riberas del Eufrates, cuidando de un árbol
silvestre y profiriendo lamentos:
¿Cuándo tendré por fin un trono sagrado,
en el que pueda sentarme?
¿Cuándo tendré por fin un lecho sagrado,
en el que pueda yacer?
De esto hablaba Inanna...
La que deja caer sus cabellos está enferma en su corazón;
¡La pura Inanna, Oh cómo llora!
El que se compadeció de ella -y le tomó cariño- fue su bisabuelo,
Anu. Por los textos sumerios se sabe que Inanna, que había nacido en
la Tierra, «subió al Cielo» al menos en una ocasión; también se sabe
que Anu visitó la Tierra en varias ocasiones. Cuándo y dónde
exactamente convirtió Anu a Inanna en su Anunitum («Amada de Anu»)
no está claro, pero fue algo más que un simple cotilleo sumerio
cuando los textos insinúan que el amor entre Anu y su bisnieta fue
algo más que un amor platónico.
Afianzada de este modo con una simpatía a tan alto nivel, Inanna
planteó la cuestión de unos dominios, un «país» sobre el cual
gobernar. Pero, ¿dónde?
Cualesquiera que fueran las razones, el tratamiento impuesto a
Inanna deja claro que lo que no podía esperar era conseguir unos
dominios en África. Su esposo, Dumuzi, había muerto, y con él habían
muerto también sus reivindicaciones sobre las tierras de los
descendientes de Enki. Si su sufrimiento y su victoria sobre un dios
importante le daban derecho a tener unos dominios para sí misma,
tendría que ser en algún otro lugar. Pero también Mesopotamia y las
tierras limítrofes con ella estaban fuera de cuestión. ¿Dónde darle
unos dominios a Inanna? Echando un vistazo por los alrededores, los
dioses dieron con una respuesta.
Los textos que tratan de la muerte de Dumuzi, así como de la
prisión
de Marduk, mencionan los nombres de algunas ciudades sumerias y de
sus pobladores. Esto quiere decir que los acontecimientos de los que
se habla tuvieron lugar después de que hubiera comenzado la
civilización urbana sumeria hacia el 3800 a.C. Por otra parte, el
fondo egipcio de los relatos no hace referencia a asentamientos
urbanos, y describe un entorno pastoril, sugiriendo así una época
previa al 300 a.C, que es cuando tuvo sus inicios la civilización
urbana en Egipto.
En los escritos de Manetón, se dice que el reinado
urbano de Menes le precedió un caótico período de 350 años. Este
período, entre el 3450 y el 3100 a. C, parece haber sido la época de
los conflictos y las tribulaciones que desencadenara Marduk, el
indigente de la Torre de Babel, así como el asunto de Dumuzi, cuando
un dios de Egipto fue capturado y asesinado, cuando se hizo
prisionero y se exilió al Gran Dios de Egipto.
Creemos que fue entonces cuando los anunnaki pusieron su atención en
la Tercera Región, la del Valle del Indo, donde poco después
comenzaría la civilización.
A diferencia de las civilizaciones mesopotámica y egipcia, que
pervivieron durante milenios y continuaron hasta el día de hoy a
través de sus civilizaciones descendientes, la civilización de la
Tercera Región duró sólo un milenio. Poco después comenzó a
declinar, y hacia el 1600 a.C. había desaparecido por completo -sus
ciudades estaban en ruinas, sus gentes dispersas.
El pillaje humano
y los estragos de la naturaleza arrasaron poco a poco los restos de
la civilización, y, con el tiempo, se olvidó por completo. Fue en la
década de 1920, cuando los arqueólogos liderados por Sir Mortimer
Wheeler comenzaron a desenterrar dos importantes centros y varios
lugares intermedios que se extendían a lo largo de más de
seiscientos kilómetros desde la costa del Océano índico hacia el
norte, a lo largo del río Indo y sus afluentes.
Ambos lugares -Mohenjo-Daro, en el sur, y
Harappa, en el
norte- demostraron ser ciudades sustanciales, con casi cinco
kilómetros de circunferencia. Altas murallas rodeaban y recorrían el
interior de las ciudades, murallas que, al igual que los edificios
públicos y los privados, fueron construidas con ladrillos de arcilla
o barro. De hecho, había tantos de estos ladrillos que, a pesar del
constante saqueo de los posteriores constructores de casas, tanto en
tiempos antiguos como más recientemente, para propósitos tales como
el de lastrar el tren de Lahore a Multan, todavía quedan suficientes
restos en pie como para revelar la ubicación de las ciudades y el
hecho de que se dispusieran según unos planes preconcebidos de
construcción urbana.
En ambos lugares, la ciudad estaba dominada por una acrópolis, una
zona elevada de ciudadelas y templos. En ambos casos, estas
estructuras tenían las mismas medidas y estaban orientadas
exactamente sobre un eje nortesur -con lo que se demuestra que sus
constructores siguieron unas reglas estrictas a la hora de erigir
los templos.
En ambas ciudades, el siguiente rasgo más destacable lo constituían
los inmensos graneros -silos de cereales de un gigantesco tamaño e
impresionantemente funcionales, situados cerca de la orilla del río.
Esto sugiere que los cereales no sólo constituían la principal
cosecha, sino también el principal producto de exportación de la
civilización del Indo.
Las ciudades y los pocos objetos que aún se encontraban entre sus
ruinas -hornos, urnas, cerámica, herramientas de bronce, cuentas de
cobre, algunos recipientes de plata y ornamentos- nos hablan de una
elevada civilización que se trasplantó súbitamente desde algún otro
lugar. Así, las dos construcciones de ladrillo más antiguas de
Mohenjo-Daro (un inmenso granero y una torre fortificada) se
reforzaron con vigas de madera, un método de construcción
completamente inadecuado para la climatología del Indo.
Sin embargo,
este método se abandonó pronto, y todas las construcciones
posteriores evitaron los refuerzos con vigas de madera. Los expertos
han llegado a la conclusión de que los primeros constructores eran
extranjeros acostumbrados a sus propias necesidades climáticas.
Buscando los orígenes de la civilización del Indo, los expertos
llegaron a la conclusión de que no pudo haber surgido con
independencia de la civilización sumeria, que la precedió en casi
mil años. A pesar de sus notables diferencias (tales como su aún por
descifrar escritura pictográfica), por todas partes se pueden
encontrar similitudes con Mesopotamia.
El uso de ladrillos de barro
o arcilla secos para la construcción; la disposición de las calles
en las ciudades; el sistema de drenaje; los sistemas químicos
utilizados para grabar, vidriar y para la elaboración de cuentas;
las formas y diseños de dagas y tarros metálicos -todos
sorprendentemente similares a lo descubierto en Ur, Kis u otros
lugares mesopotámicos.
Incluso los diseños y los símbolos utilizados
en la cerámica, los sellos u otros objetos de arcilla, son
duplicados virtuales de los mesopotámicos. Y, curiosamente, el signo
mesopotámico de la cruz -el símbolo de Nibiru, el planeta madre de
los anunnaki- también imperaba en toda la civilización del Indo.
¿A qué dioses daban culto las gentes del valle del Indo? Las escasas
representaciones pictóricas que se han encontrado les muestran con
el divino tocado de cuernos mesopotámico.
Las figurillas de arcilla,
más abundantes, indican que la deidad predominante era una diosa,
normalmente desnuda, con el pecho al descubierto (Fig. 74 a)
o con hileras de cuentas y collares como única vestimenta (Fig. 74
b); éstas eran representaciones bien conocidas de Inanna,
encontradas abundantemente por Mesopotamia y todo Oriente Próximo.
Y
creemos que, buscando una tierra para Inanna,
los anunnaki
decidieron convertir la Tercera Región en sus dominios.
Fig. 74
Aunque, en términos generales, se sostiene que las evidencias de los
orígenes mesopotámicos de la civilización del Indo y de los
contactos entre Sumer y el valle del Indo se limitan a unos cuantos
restos arqueológicos, creemos que existen también evidencias
textuales que confirman estos lazos. De interés particular resulta
un largo texto al que los expertos llaman Enmerkar y el Señor de
Aratta, cuyo fondo es el de la subida al poder de Uruk (Erek en la
Biblia) y de Inanna.
Este texto describe Aratta como la capital de un país situado más
allá de las cadenas montañosas y más allá de Anshan, es decir, más
allá del sudeste de Irán. Ahí es, precisamente, donde se encuentra
el valle del Indo; y expertos como J. van Dijk (Oñentaüa 39,1970)
han supuesto que Aratta era una ciudad «situada en la meseta iraní o
junto al río Indo».
Pero los más sorprendente de todo es el hecho de
que, en el texto, se habla de los silos de cereales de Aratta. Era
un lugar en donde «el trigo crecía solo, y las judías también
crecían solas» -las cosechas se acumulaban y se almacenaban en los
depósitos de Aratta. Más tarde, con el fin de exportarlo, «metían el
cereal en sacos, los cargaban en cajas de carga y los ponían en los
costados de los burros de transporte».
La ubicación geográfica de Aratta, y el hecho de que sea un lugar
famoso por sus judías y sus cereales almacenados, lleva
necesariamente a pensar en la civilización del Indo. Y lo cierto es
que uno llega a preguntarse si Harappa o Arappa no será el eco
presente de la antigua Aratta.
El antiguo texto nos remonta a los comienzos del reino de Erek,
cuando un semidiós (el hijo de Utu/Shamash y de una mujer humana) se
convirtió en sumo sacerdote y rey en el sagrado recinto a partir del
cual se desarrollaría la ciudad. Hacia el 2900 a.C, le sucedió su
hijo Enmerkar, «que construyó Uruk», según las Listas Sumerias de
los Reyes, transformándola, de la morada nominal de un dios ausente
(Anu), en el principal centro urbano de una deidad reinante.
Y
consiguió esto al convencer a Inanna para que eligiera Erek como su
sede de poder, y al agrandar para ella el templo de Eanna («Casa de
Anu»). Por este antiguo texto sabemos que, primero de todo, Enmerkar
pidió de Aratta que contribuyera en la ampliación del templo con
«piedras preciosas, bronce, plomo, losas de lapislázuli», así como
con «hábiles trabajos de oro y plata», para que el Monte Sagrado que
se estaba elevando para Inanna fuera digno de la diosa.
Pero, tan pronto consiguió esto, el corazón de Enmerkar se hizo
altivo. Una gran sequía afligió a Aratta, y entonces Enmerkar no
sólo exigió materiales, sino también obediencia: «¡Que Aratta se
someta a Erek!», exigió. Para lograr su propósito, Enmerkar envió a
Aratta una serie de emisarios para dirigir lo que S. N. Kramer
(History Begins at Sumer) ha definido como «la primera guerra de
nervios».
Alabando a su rey y sus poderes, el emisario citaba
textualmente las amenazas de Enmerkar de traer la desolación sobre
Aratta y dispersar a sus gentes. Sin embargo, el soberano de Aratta,
contrarrestó su guerra de nervios con una hábil estratagema.
Recordándole al emisario la confusión de lenguas que hubo en el
pasado con el incidente de la Torre de Babel, afirmó que no podía
comprender el mensaje en sumerio.
Enmerkar, frustrado, envió otro mensaje, esta vez escrito en
tablillas de arcilla -y parece que en la lengua de Aratta-, una
hazaña que sólo pudo lograr con la ayuda de Nidaba, la Diosa de la
Escritura. Además de las amenazas, se hizo una oferta de semillas de
«el grano de antaño» que se había conservado en el templo de Anu;
semillas, al parecer, muy necesarias en Aratta, a causa de la larga
sequía que había destruido sus cosechas. Y se afirmaba que la sequía
había sido la señal de que era la misma Inanna la que deseaba que
Aratta se pusiera «bajo la sombra protectora de Erek».
«El señor de Aratta tomó la tablilla cocida que le tendía el
heraldo; el señor de Aratta examinó la arcilla».
Estaba inscrita en
escritura cuneiforme: «La palabra dictada parecía como de uñas».
¿Cedería o se resistiría? Justo en aquel momento, «una tormenta,
como un gran león atacando, se desató»; la sequía terminó de repente
con un trueno que hizo que temblara todo el país, que las montañas
se estremecieran; y, una vez más, «la blanca y amurallada Aratta» se
convirtió en tierra de abundantes cereales.
Ya no hacía falta ceder ante Erek; y el señor de Aratta le dijo al
heraldo:
«Inanna, la reina de las tierras, no ha abandonado su Casa
en Aratta; no le ha entregado Aratta a Erek».
A pesar de la alegría en Aratta, las expectativas de que
Inanna no
fuera a abandonar su morada allí no eran del todo satisfactorias.
Seducida por la idea de residir en un gran templo en la Ciudad de Anu, en Sumer, Inanna se convirtió en una «diosa trabajadora», por
así decirlo, que tenía su empleo en la lejana Aratta, pero que vivía
en la metropolitana Erek.
Así pues, iba de un sitio a otro en su «Barco del Cielo». Sus
constantes vuelos fueron el motivo de múltiples representaciones en
las que se le muestra como aeronauta (Fig. 75); y, según se infiere
por algunos textos, era ella misma la que pilotaba.
Fig. 75
Por otra parte,
como a otras deidades importantes, se le asignó un piloto-navegante
para los vuelos más exigentes. Como en los Vedas, que hablan de
pilotos de los dioses (uno, Pushan, «llevaba a Indra a través de las
manchadas nubes» en la «nave de oro que viaja por las regiones
medias del aire»), en los primitivos textos sumerios se habla de los AB.GAL, que llevaban a los dioses por los cielos.
Y se nos cuenta
que el piloto-navegante de Inanna era Nungal; y se le llamó así por
haber sido transferido a la Casa de Anu en Erek:
En la época en que Enmerkar gobernaba en Uruk,
Nungal, el del corazón de león, era el Piloto que de los cielos bajaba a Ishtar al E-Anna.
Según las
Listas de los Reyes Sumerios, la realeza posterior al
Diluvio comenzó en Kis. Más tarde, «la Realeza al Eanna se llevó».
Tal como han confirmado los arqueólogos, Erek fue ciertamente en sus
inicios una ciudad templo, compuesta a partir del sagrado recinto
donde se construyó al principio el modesto santuario de Anu, sobre
una plataforma elevada (Fig. 76); este punto siguió siendo el
corazón de la ciudad, aún después de que Erek creciera y sus templos
se ampliaran, como se puede ver por las ruinas de la ciudad y de sus
murallas (Fig. 77).
Fig. 76
Fig. 77
Los arqueólogos se encontraron con los restos de un magnífico templo
dedicado a Inanna fechado en la primera parte del tercer milenio
a.C. -posiblemente, el templo que construyera Enmerkar. Es un templo
muy singular, con unas altas columnas decoradas (Fig. 78), y debió
ser tan suntuoso como impresionante, tal como lo describen los
himnos que cantan sus alabanzas:
Con lapislázuli fue adornado,
decorado con la obra de Ninagal.
En el lugar brillante... la residencia de Inanna,
la lira de Anu instalaron.
Fig. 78
Aun con todo, Erek seguía siendo una ciudad «provinciana», carente
de la estatura de otras ciudades sumerias que tenían la distinción
de haber sido reconstruidas sobre los emplazamientos de las ciudades
antediluvianas. Carecía del estatus y de los privilegios que
provenían de la posesión de los «Divinos ME». A pesar de las
constantes referencias, no está clara la naturaleza de los ME, y los
expertos traducen el término como «mandamientos divinos», «poderes
divinos» o, incluso, «virtudes míticas».
Sin embargo, se describe a
los ME como objetos físicos que uno podía coger y llevar, o incluso
ponerse, y que contenían datos o conocimientos secretos. Quizás
fueran algo parecido a nuestros actuales chips, sobre los cuales se
pueden registrar datos, programas y órdenes operativas. Sobre ellos
se codificaban los elementos esenciales de la civilización.
Estos ME estaban en posesión de Enki, científico jefe de los
anunnaki. Y los iba comunicando gradualmente, poco a poco, para
beneficio de la humanidad; y aún no le había llegado el turno a Erek
de alcanzar las alturas de la civilización, no al menos hasta que
Inanna se convirtió en su deidad residente. Impaciente, Inanna
decidió utilizar sus encantos femeninos para mejorar la situación.
En un texto que S. N. Kramer (Sumerian Mythology) titulara «Inanna y
Enki», pero cuyo título sumerio original (más poético) se desconoce,
se cuenta que Inanna fue en su «Barco del Cielo» hasta el Abzu, que
era donde Enki guardaba en secreto los ME. Al darse cuenta de que
Inanna iba a visitarle por voluntad propia -«la doncella,
completamente sola, se ha dirigido hacia el Abzu»-, Enki ordenó a su
chambelán que preparara una suntuosa comida, regada con abundante
vino de dátiles.
Tras el festín, y cuando el corazón de
Enki estuvo
feliz gracias a la bebida, Inanna sacó a relucir el tema de
los ME.
Con la cortesía del que ha bebido, Enki le regaló los ME para «el
Señorío... la Divinidad, la Exaltada y Perdurable Tiara, el Trono de
la Realeza», y «la brillante Inanna los tomó».
Continuando con el trabajo de sus encantos ante el anciano
anfitrión, Inanna consiguió que Enki le hiciera un segundo regalo,
el del «Exaltado Cetro y Báculo, el Exaltado Santuario, la Soberanía
Justa»; y «la brillante Inanna los tomó» también.
Prosiguiendo con el festín y la bebida, Enki se desprendió de siete
importantes ME, compuestos por las funciones y atributos de una Dama
Divina, su templo y rituales, sus sacerdotes, eunucos y prostitutas;
guerra y armas; justicia y tribunales; música y artes; construcción;
trabajo de la madera y el metal; tejidos y curtidos; escribanía y
matemáticas, etc.
Con los datos codificados de todos estos atributos de una elevada
civilización en las manos, Inanna se escabulló y emprendió el
regreso a Erek a bordo de su Barco del Cielo. Horas más tarde, el
resacoso Enki se daba cuenta de que Inanna y los ME habían partido.
El chambelán tuvo que pasar por la embarazosa situación de
recordarle a Enki que él mismo era el que le había regalado los ME a
Inanna. Muy disgustado, Enki le ordenó a su chambelán que
persiguiera a Inanna en la «Gran Cámara Celeste» de Enki, y que
recuperara los ME.
Alcanzando a Inanna en el primer punto en que se
detuvo, el chambelán le explicó a Inanna cuáles eran sus órdenes;
pero Inanna se negó a devolver los ME, inquiriendo: «¿Por qué iba
Enki a retirar la palabra que me dio?». Tras dar cuenta de lo
sucedido a Enki, éste dio orden al chambelán de que apresara el
Barco del Cielo de Inanna, lo llevara a Eridú y liberara a la diosa,
pero sin los ME.
Pero, en Eridú, Inanna le ordenó a su fiel piloto
que,
«salvara el Barco del Cielo y los ME que se le habían regalado a Inanna».
Y así, mientras ella seguía discutiendo con el chambelán
enviado por Enki, su piloto se escabullía con el barco y los
valiosos ME.
En Exaltación de Inanna, compuesto para ser leído por la
congregación, se reflejan los sentimientos del pueblo de Erek:
Dama de los ME, Reina Brillante reluce;
Justa, vestida de resplandor Amada del Cielo y la Tierra;
Esclava de Anu, Que viste las grandes adoraciones;
Para la exaltada tiara apropiada, Para el adecuado sumo sacerdocio.
Los siete ME alcanzó, En su mano los sostiene.
Dama de los grandes ME, De ellos es la guardiana...
Fue en aquellos días cuando Inanna se incorporó al
Panteón de los
Doce, y (sustituyendo a Ninharsag) se le asignó el planeta Venus
(MUL DILBAT) como homólogo celeste, y la constelación de AB. SIN
(Virgo) como hogar zodiacal; la representación de esta última ha
cambiado desde los tiempos de Sumer (Fig. 79). Para expresar su
propia satisfacción, Inanna anunció a todos -dioses y hombres-:
«¡Soy Reina!»
Fig. 79
Los himnos reconocían su nuevo estatus entre los dioses y sus
atributos celestiales:
A la que viene del cielo, a la que viene del cielo,
«¡ Salve!» decimos... La nobleza, la grandeza y la fiabilidad [son
suyas] mientras viene radiantemente en la noche, una antorcha
sagrada que llena los cielos; su imagen en el cielo es como la Luna
y el Sol... En el Cielo está segura, la buena «vaca salvaje» de Anu;
en la Tierra es perdurable, señora de las tierras. En el Abzu, desde
Eridú, ella recibió los ME; Su padrino Enki se los regaló, Señorío y
Realeza puso en su mano. Con Anu toma asiento en el gran trono, con
Enlil determina los destinos en su tierra...
Al pasar de su alta posición entre los dioses a su culto entre
los Símenos (las «Gentes de Cabeza Negra»), los himnos prosiguen:
En toda la tierra, la gente de cabeza negra se reúne , cuando la
abundancia ha llenado los depósitos de Sumer... Vienen a ella
con..., traen sus disputas ante ella. Ella juzga el mal y destruye
al malvado; favorece a los justos, decide un buen destino para
ellos... La buena dama, la alegría de Anu, es una heroína; sin duda
viene del Cielo... Es poderosa, es digna de confianza, es grande;
Sobresaliente en juventud.
El pueblo de Erek tenía todos los motivos para estar agradecido a
Inanna, pues bajo su divinidad, Erek se había convertido en un
centro floreciente de la civilización sumeria. Y, aunque alabaran su
sabiduría y su valor, el pueblo de Erek no dejaba de mencionar
también su belleza y su atractivo.
De hecho, fue más o menos por
aquella época cuando Inanna instituyó la costumbre del «Matrimonio
Sagrado», los ritos sexuales según los cuales se suponía que el
rey-sacerdote se tenía que convertir en su esposo -pero sólo por una
noche. Hay un texto, atribuido al rey Iddin-Dagan, que describe este
aspecto de la vida en el templo de Inanna- con música, hombres
dedicados a la prostitución y todo:
Los prostitutos peinan sus cabellos... decoran su cuello con bandas
de colores... adornan su costado derecho con prendas femeninas
mientras caminan ante la pura Inanna... cubren su costado izquierdo
con prendas masculinas mientras caminan ante la pura Inanna... Con
sogas de salto y cuerdas de colores compiten ante ella... Los
jóvenes, portando aros, cantan ante ella... Las doncellas,
sacerdotisas Shugia, caminan ante Inanna...
Preparan el lecho para
mi dama, purifican los juncos con el dulce aroma del aceite de
cedro; para Inanna, para el Rey, disponen el lecho... El rey se
acerca a su puro regazo orgullosamente; orgullosamente se acerca al
regazo de Inanna... Acaricia su puro regazo, ella extiende en el
lecho su puro regazo; hace el amor con él en su lecho. Ella le dice
a Iddin-Dagan: «Sin duda, tú eres mi amado».
Esta costumbre de Inanna pudo comenzar con el mismo
Enmer-kar, unión
sexual de la cual pudo nacer el siguiente soberano de Uruk, un
semidiós conocido como «el divino Lugalbanda, el Justo Supervisor».
De Lugalbanda, al igual que de Enmerkar, se han encontrado también
varios relatos épicos. En uno de ellos (Lugalbanda y el Monte Hurum)
se habla de su peligroso viaje al «terrorífico lugar de la Tierra»
en busca del Divino Pájaro Negro.
Llegó a la Montaña Prohibida
«donde los anunnaki, dioses de la montaña, el interior de la tierra
como termitas han perforado». Con la pretensión de que se le diera
un paseo en el Pájaro del Cielo, Lugalbanda suplicaba a su custodio;
sus palabras inmortalizaron el deseo de volar del hombre:
¡Como Utu, déjame ir, como Inanna,
como los Siete Tormenteros de Ishkur en una llama deja que me eleve,
y truene!
Deja que vaya a dondequiera que mis ojos puedan ver,
a dondequiera que desee, deja que ponga mis pies, a dondequiera que mi corazón desee,
déjame ir...
Cuando llegó al Monte Hurum («cuya fachada Enlil había cerrado como
con una gran puerta»), el Guardián desafió a Lugalbanda:
«Si eres un
dios, una palabra de amistad pronunciaré que te permitirá entrar; si
eres un hombre, decretaré tu destino».
A lo cual:
Lugalbanda, el de amada simiente,
extendió la mano [y dijo]:
«Como el divino Shara soy, el amado hijo de Inanna».
Pero el Guardián del lugar sagrado rechazó a Lugalbanda con un
oráculo: ciertamente, llegaría a tierras lejanas, y se haría famoso
él y haría famosa a Erek, pero lo haría a pie.
En otro largo relato épico, al que los expertos llamaban «Lugalbanda
y Enmerkar», o, más recientemente, La Epopeya de Lugalbanda, se
afirma el carácter semidivino de Lugalbanda, pero no se identifica a
su padre; sin embargo, podemos suponer, por las circunstancias y los
acontecimientos posteriores, que su padre era Enmerkar, al confirmar
a Enmerkar como el primero de una larga lista de soberanos que, con
la apariencia de un matrimonio simbólico o sin ella, fueron
invitados por Inanna para compartir su lecho.
Esta «invitación» de Inanna se convierte en la protagonista de la
famosa
Epopeya de Gilgamesh. El quinto soberano de Erek,
Gilgamesh,
intentaba escapar de su destino mortal humano, porque, como hijo de
la diosa Ninsun y del sumo sacerdote del Kullab, «dos tercios de él
eran dios». En su búsqueda de la inmortalidad (examinada con detalle
en Escalera al Cielo), se encaminó, primeramente, al «Lugar de
Aterrizaje» en la Montaña de los Cedros -la antigua plataforma de
aterrizaje de las montañas del Líbano (a la cual, según parece,
también fue Lugalbanda).
De no ser por la ayuda de Utu,
Gilgamesh y
su compañero hubieran sido aniquilados en su combate con el monstruo
mecánico que vigilaba la zona prohibida. Exhausto tras la batalla,
Gilgamesh se quitó las sucias ropas para poder lavarse y descansar.
Y fue entonces cuando Inanna/Ishtar, que había observado el combate
desde los cielos, sintió el antojo de Gilgamesh:
Se lavó el mugriento cabello, sacó brillo a sus armas;
la trenza de sus cabellos se echó a la espalda.
Dejó a un lado las ropas sucias y se puso otras limpias,
se puso un manto orlado, se lo ciñó con una faja.
Cuando Gilgamesh se puso la tiara, la gloriosa Ishtar puso sus ojos en la belleza de Gilgamesh.
«¡Ven, Gilgamesh, sé tú mi amante!» [le dijo ella]
«Concédeme tu fertilidad; tú serás mi marido, yo seré tu esposa».
La diosa reforzó su invitación con promesas de una vida gloriosa
(aunque no eterna), si Gilgamesh aceptaba su oferta. Pero Gilgamesh
le replicó con una larga lista de amantes con los que se había
amigado a pesar de haber,
«decretado por Tammuz [Dumuzi], el amante
de su juventud, lamentos año tras año»; le dijo que, mientras se
suponía que aún estaba de duelo, tomaba y dejaba amantes «como un
calzado que pellizca el pie de su dueño... como una puerta que deja
pasar el viento... ¿A qué amante amarás para siempre?», le preguntó
al fin; «si hicieras el amor conmigo, me tratarías como a ellos».
(Y, acto seguido, la ofendida Inanna obtuvo el permiso de
Anu para
lanzar sobre Gilgamesh el Toro del Cielo; y Gilgamesh se salvó de él
en el último momento, ante las puertas de Erek).
La edad dorada de Erek no iba a durar para siempre. Otros siete
reyes siguieron a Gilgamesh en su trono. Después, «Uruk fue herida
Por las armas; su realeza a Ur fue llevada». Thorkild Jacobsen, cuyo
estudio The Sumerian King List es el más minucioso sobre el tema,
cree que la transferencia de la realeza en Sumer desde Erek a Ur
tuvo lugar hacia el 2850 a.C; otros adoptan una fecha posterior,
hacia el 2650 a.C.
(Estas discrepancias de dos siglos se han
mantenido en épocas posteriores y siguen sin tener explicación entre
los expertos.)
Los distintos reinados se fueron haciendo cada vez
más cortos, a medida que la sede de la realeza iba de aquí para allá
entre las principales ciudades de Sumer:
-
de Ur a Awan, después de
nuevo a Kis, a una ciudad llamada Hamazi, y más tarde de vuelta a
Erek y a Ur
-
a Adab y luego a Mari, y vuelta otra vez a Kis
-
a Aksak
y de nuevo a Kis
-
y, por último, una vez más a Erek
En el
transcurso de no más de 220 años, hubo, por tanto, tres dinastías
más en Kis, tres en Erek, dos en Ur, y dinastías únicas en otras
cinco ciudades.
Parece que fue un período voluble; también fue un
tiempo de crecientes fricciones entre las ciudades, principalmente
por los derechos del agua y los canales de irrigación -fenómeno que
se puede explicar por un clima más seco, de un lado, y por el
crecimiento de las poblaciones, de otro. En cada caso, la ciudad que
salía perdiendo se decía que había sido «herida por las armas».
¡La
humanidad había comenzado a hacer sus propias guerras! El recurso de
las armas para zanjar disputas locales se fue haciendo más habitual.
Las inscripciones de aquellos días indican que la agobiada población
competía por el favor de los dioses a través de las ofrendas y el
realce en el culto; las ciudades-estado en pugna involucraban cada
vez más a sus dioses patrones en sus mezquinas disputas. En uno de
los casos que se recoge, Ninurta se implicó en la decisión de si una
zanja de irrigación invadía los límites de otra ciudad. También
Enlil se vio obligado a ordenar que cejaran los enfrentamientos de
las partes en pugna.
Los constantes conflictos y la falta de
estabilidad no tardaron en colmar la paciencia de los dioses. Con
anterioridad, en aquella ocasión en que el Diluvio era inminente, Enlil llegó a estar tan disgustado con la humanidad que planeó su
aniquilación a través del desastre. Más tarde, en el incidente de la
Torre de Babel, ordenó la dispersión de la humanidad y la confusión
de sus lenguas. Y ahora, una vez más, su disgusto iba en aumento.
El fondo histórico de los acontecimientos que siguieron fue el
intento final de los dioses por reestablecer en Kis, la capital
original, la sede de la realeza. Por cuarta vez devolvieron la
realeza a Kis, dando inicio a una dinastía de reyes cuyos nombres
indican su fidelidad a Sin, Ishtar y Shamash.
Sin embargo, hubo dos
soberanos cuyos nombres les delatan como seguidores de Ninurta y de
su esposa -evidencia de una reavivada rivalidad entre la Casa de Sin
y la Casa de Ninurta. La consecuencia fue la subida al trono de un
cero a la izquierda -«Nannia, un cantero»-, que reinó durante unos
escasos siete años.
En tan inestables circunstancias, Inanna se las ingenió para
recuperar la realeza para Erek. El hombre al que se eligió para esta
tarea, un tal Lugal-zagesi, conservó el favor de los dioses durante
25 años; pero, más tarde, tras atacar Kis para asegurarse su
desolación eterna, lo único que hizo fue granjearse las iras de
Enlil; y la idea de una mano dura en el timón de la realeza humana
fue cobrando fuerza.
Hacía falta alguien que no estuviera
involucrado en todas estas disputas, alguien que ofreciera un
liderazgo firme y, una vez más, realizara adecuadamente el papel de
rey como único intermediario entre los dioses y el pueblo en todos
los asuntos mundanos.
Fue Inanna la que, en uno de sus viajes, encontró a ese hombre. Y
este encuentro, hacia el 2400 a.C, dio inicio a una nueva era. Era
un hombre que había comenzado su andadura como copero del rey de
Kis. Tomó las riendas del estado en el centro de Mesopotamia, y no
tardó en extender su soberanía al resto de Sumer, a los países
vecinos e, incluso, a tierras distantes.
El nombre-epíteto de este
primer constructor de imperios fue Sharru-Kin («Soberano Justo»);
los libros de texto modernos le llaman Sargón I o Sargón el Grande
(Fig. 80). Se construyó una capital de nuevo estilo no lejos de
Babilonia, y la llamó Agadé («Unida»); la conocemos como Acad
-nombre del cual proviene el término Acadio de la primera lengua
semita.
En un texto conocido como La Leyenda de Sargón se recoge, en
palabras del propio Sargón, su sin par historia personal:
Sargón, el poderoso rey de Agadé, soy.
Mi madre fue suma sacerdotisa; no conocí a mi padre...
Mi madre, la suma sacerdotisa que me concibió, me dio a luz en secreto.
Me puso en un canasto de juncos, sellada la tapa con betún.
Me puso en el río; éste no se me tragó.
El río soportó mi peso, me llevó a Akki, el irrigador.
Akki, el irrigador, me levantó en alto cuando estaba sacando agua.
Akki, el irrigador, me trató como a su hijo y me crió.
Akki, el irrigador, me nombró su jardinero.
Fig. 80
Este relato, semejante al de Moisés (¡escrito más de mil años antes
de los tiempos de Moisés!), continúa respondiendo más tarde a una
pregunta obvia: ¿cómo pudo un hombre de padre desconocido, un simple
jardinero, convertirse en un poderoso rey?
Sargón respondía así a la
pregunta:
Siendo jardinero, Ishtar me concedió su amor,
y durante cuatro y cincuenta años ejercí la Realeza; a la gente de cabeza negra dirigí y goberné.
Esta lacónica afirmación viene desarrollada en otro texto. El
encuentro entre Sargón, el trabajador, e Ishtar, la adorable diosa,
fue accidental, pero en modo alguno inocente:
Un día, mi reina, después de cruzar el cielo, cruzar la tierra- Inanna.
Después de cruzar el cielo, cruzar la tierra- después de cruzar Elam y Shubur,
después de cruzar...
La esclava se acercó cansada,
se durmió.
Yo la vi desde el extremo del jardín;
la besé, copulé con ella.
Inanna -ya despierta, tendremos que suponer- encontró en
Sargón un
hombre de su gusto, un hombre que no sólo podía satisfacer sus
antojos de cama, sino también sus ambiciones políticas. En un texto
conocido como La Crónica de Sargón se afirma que,
«Sharru-Kin, rey de
Agadé, ascendió [al poder] en la era de Ishtar. No tuvo rival ni
oponente. Difundió su terrorífico encanto por todos los países.
Cruzó el mar por el este; conquistó el país del oeste, en toda su
extensión».
La enigmática referencia a la «Era de Ishtar» ha desconcertado a los
expertos; pero sólo puede significar lo que significa: en aquel
momento, por las razones que fueran, Inanna/Ishtar podía elegir a un
hombre, ponerlo en el trono y que éste creara un imperio para ella:
«Él derrotó a Uruk y echó abajo sus murallas... Venció en la batalla
con los habitantes de Ur... invadió toda la tierra, desde Lagash
hasta el mar...... También hubo conquistas más allá de las antiguas
fronteras de Sumer: «Mari y Elam rinden obediencia a Sargón».
La magnificencia de Sargón y la grandeza de
Inanna iban de la mano,
y se expresaron en la construcción de una nueva capital, Agadé; y,
en ella, el templo UL.MASH («Reluciente, Lujoso»), para Inanna.
«En aquellos días», nos dice un
texto historiográfico sumerio, «los
moradores de Agadé estaban repletos de oro; sus relucientes casas
estaban llenas de plata. En sus almacenes se acumulaban cobre, plomo
y losas de lapislázuli; sus graneros rebosaban por los costados. Sus
ancianos eran sabios, sus ancianas elocuentes; los hombres jóvenes
estaban dotados con la Fuerza-de-las-Armas, los niños con alegres
corazones... Había música en toda la ciudad».
En tan hermosa y feliz ciudad,
«en Agadé erigió la sagrada Inanna un
templo como noble morada suya; en el Ulmash puso su trono».
Fue el
templo que culminaba toda una serie de santuarios dedicados a ella
en las principales ciudades de Sumer. Diciendo que «en Erek, el
E-Anna es mío», Inanna hacía una lista de santuarios en Nippur, Ur,
Girsu, Adab, Kis, Der, Akshak y Umma, para acabar con el Ulmash de
Agadé. «¿Acaso hay algún dios que pueda competir conmigo?»,
preguntaba la diosa.
Sin embargo, aunque patrocinado por Inanna, el ascenso de Sargón a
la realeza sobre lo que a partir de entonces se conoció como Sumer y
Acad no podría haber acaecido sin el consentimiento y la bendición
de Anu y de Enlil. En un texto bilingüe (sumerio-acadio), inscrito
originariamente en una estatua de Sargón que estaba situada delante
de Enlil en su templo de Nippur, se afirmaba que Sargón no era sólo
«Supervisor al Mando» de Ishtar, sino también «sacerdote ungido de
Anu» y «gran regente de Enlil». Y fue Enlil, según dejó escrito
Sargón, el que «le dio el señorío y la realeza».
En las crónicas de las conquistas de Sargón, Inanna aparece de forma
activa en los campos de batalla, pero se le atribuyen a Enlil las
decisiones generales respecto al alcance de las victorias y la
extensión de los territorios:
«Enlil no permitía que nadie se
opusiera a Sargón, el rey del país; desde el Mar Superior hasta el
Mar Inferior, Enlil se lo dio todo».
Invariablemente, las posdatas
de las inscripciones de Sargón invocaban a Anu, Enlil, Inanna y
Utu/Shamash como sus «testigos».
A medida que se analiza en profundidad este inmenso imperio, que se
extendía desde el Mar Superior (el Mediterráneo) hasta el Mar
Inferior (el Golfo Pérsico), se va haciendo evidente que las
conquistas de Sargón se limitaron, en un principio, a los dominios
de Sin y de sus hijos (Inanna y Utu) y que, incluso en su apogeo, se
mantuvieron dentro de los límites de los territorios enlüitas.
Sargón llegó a Lagash, la ciudad de Ninurta, y conquistó el
territorio desde Lagash hacia el sur, pero no la misma Lagash; ni se
expandió hacia el noreste de Sumer, que estaba bajo el dominio de
Ninurta.
Sobrepasando las fronteras de la antigua Sumer, entró por
el sudeste en el país de Elam -zona bajo influencia de Inanna desde
mucho tiempo atrás. Pero, cuando Sargón estaba entrando en las
tierras del oeste, entre el Eufrates y la costa mediterránea, en
dominios de Adad,
«Sargón se postró en oración ante el dios... [y]
le dio en la región superior Mari, Yarmuli y Ebla, hasta el bosque
de cedros y la montaña de plata».
En las inscripciones de Sargón queda claro que ni se le dio Tilmun
(la Cuarta Región, la de los dioses), ni Meluhha (Etiopía), en la
Segunda Región, en los dominios de los descendientes de Enki; con
estos países, tan sólo mantenía relaciones comerciales pacíficas. En
Sumer, se mantuvo al margen de la zona controlada por Ninurta y de
la ciudad que reclamaba Marduk.
Pero, más tarde, «en su ancianidad», Sargón cometió un error:
Se llevó tierra de los cimientos de Babilonia
y construyó sobre aquella tierra otra Babilonia junto a Agadé.
Para hacernos una idea de la gravedad de su acción, deberíamos
recordar el significado de «Babilonia» -Bab-Ili, «Puerta de los
Dioses». Título y función que el desafiante Marduk reclamaba para
Babilonia, y que venían simbolizados por su sagrada tierra. Ahora,
instigado por Inanna y dirigido por las ambiciones de ésta, Sargón
se había llevado tierra sagrada para esparcirla entre los cimientos
de la nueva Bab-Ili, con la audaz intención de transferir aquel
título y aquella función a Agadé.
Aquello resultó ser un buen pretexto para que Marduk, del que no se
sabía nada desde hacía siglos, se reafirmará:
Por causa del sacrilegio perpetrado por Sargón,
el gran señor Marduk se enfureció y destruyó a su pueblo con el hambre.
Del este al oeste, los fue distanciando de Sargón;
y a él le infligió como castigo que no pudiera descansar.
Ocupado en aplastar desesperadamente una revuelta tras otra,
Sargón
«no podía descansar»; desacreditado y afligido, murió tras un
reinado de 54 años.
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