Todo empezó como en un cuento de hadas. Siguiendo la corriente del
Niño, algunas embarcaciones en forma de balsa viajaban hacia el sur.
La navegación, iniciada en la costa occidental de México proseguía
serena y regular sobre la clara inmensidad del océano
Pacífico. Encabezaba el grupo la nave del jefe: un inmenso abanico de
plumas multicolores adornaba su proa.
Sobre el puente de mando se
erguía un hombre de elevada estatura, aspecto aristocrático y altivo
,tez clara y facciones netamente semitas; envolvía un voluminoso
turbante rematado por una diadema de plumas, sujeta a su vez por una
magnífica turquesa.
Naymlap-éste era su nombre-, el héroe divinizado, guiaba su flota
hacia la región que más tarde se llamaría Perú. Tras algunos días de
navegación, al avistar una playa que le pareció adecuada para sus
proyectos, emitió una orden. Las naves viraron hacia el éste. Poco
después, la proa de la nave capitana encallaba dulcemente en la
arena.
Un nuevo ciclo histórico estaba a punto de comenzar
Junto a la playa había centenares de embarcaciones quietas, en las
que se amontonaban miles de hombres, mujeres y niños; pero nadie se
movía.
Poco más tarde, un hombre bajó de la nave capitana: era
Pitazofi, encargado de hacer sonar la trompa real, un instrumento
construido con un caracol llamado Spondylus. Avanzó algunos pasos y
luego, llevándose a los labios el nacarado cuerno , la arrancó un
sonido ronco y potente.
Acto seguido el jefe de los portadores de la litera real,
Nicacolla,
bajó a tierra seguido de sus ayudantes. Ellos también se quedaron
inmóviles apenas pisaron la playa, mientras resonaba otro toque de
trompeta y descendía de la nave otro viajero, con un pesado cofre a
cuestas.
Se trataba de Fongasidas, cuya función
consistía en esparcir por el
suelo, delante del cortejo real, puñados de piedrecillas rojas a fin
de proteger de al augusto ocupante de la litera.
Volvió a escucharse la trompa y, seguido por seis hombres que
transportaban enormes cajas, desembarcó LLapchilully, encargado del
guardarropas real; luego le tocó el turno a
Ochocali,¨cocinero-jefe¨,junto con sus ayudantes.
Por último desembarcó
Allopoopo, cuya misión era preparar el baño del
rey a cada etapa del viaje.
Todos aguardaban inmóviles.
Y he aquí que, sin que resonara la trompa, cuatro individuos
lujosamente ataviados y con sendas coronas de oro sobre las
sienes, desembarcaron con paso solemne llevando a hombros una litera
sobre cuyos cojines estaba muellemente recostada la princesa
Ceterni, esposa del rey.
De pronto, una voz ronca dejó oír una orden y todos los pasajeros de
la nave capitana se ordenaron en fila sobre la cubierta: Naylamp
avanzó entre ellos, estrechando contra el pecho un gigantesco
Spondylus. Apenas hubo desembarcado, se postró ante su dios.
Todos los demás pasajeros a tierra ...
¿Cuál fue la primera orden del rey? Tal como harían más tarde los
conquistadores, ordenó que se erigiese, en el lugar exacto del
desembarco, una señal tangible de su llegada, un monumento que
celebrase, de acuerdo con sus intenciones, la alianza entre el mar y
la tierra, es decir, entre sus respectivas divinidades: Chia (la luna) y
Ra, el dios solar generador de mieses...
Por último, vale la pena recordar que a orillas del
lago del Guatavita se celebraba todos los años una ceremonia religiosa que
consistía en arrojar al agua algunos trozos de arcilla verde; dichos
trozos habían de transformarse, en el interior del palacio
lacustre, en una estatuilla que representaba a una rana, naturalmente
de jadeíta.
La ciudad de LLampallec está ya edificada, la religión ha arraigado
sólidamente, y la economía de la nueva nación es segura y
estable. Entonces, tal como ya lo habían hecho Quetzalcóalt y
Viracocha, el primero respecto a mayas y aztecas, y el segundo
respecto a los pueblos andinos, Naymlap decide partir y dejar a su
gente.
Acercándose a la orilla del mar, despliega las alas y pronto
desaparece tras el horizonte.
Quedaba su hijo, Si-Um, quien reinó sobre el país durante muchos
largos años. Antes de morir se hizo encerrar en un subterráneo para
dejarle a su descendencia, a manera de legado, el mito de la
inmortalidad.
Tres de sus hijos crearon pequeños principiados locales. La dinastía
propiamente dicha tuvo aún once representes, el último de los
cuales, Fempellec, quiso trasladar a otro sitio la estatua de
Naymlap, que, por aquel entonces, estaba en el templo de Chia, la
Luna.
Sin embargo, por alguna causa desconocida, no pudo llevar a término
su proyecto: cuentan que se le apareció un "demonio" bajo el aspecto
de una joven que lo sedujo y le convenció que renunciase a su
propósito.
Estalló entonces una terrible tempestad que duró treinta días, y, cual
auténtico diluvio, arrasa con las cosechas casi por completo.
El pueblo, desorientado y preso de irritación ,se reveló contra el
soberano, y, tras sumar a su causa a nobles y sacerdotes, los
rebeldes capturaron a Fempellec, lo amarraron fuertemente,
arrojándole al mar.
Así, por extraña fatalidad, la mítica dinastía de
Naymlap, que había
llegado del mar, concluyó también en mar. Nadie volvió a ocupar
aquel trono hasta que el Gran Chimú de Chan Chan extendió su dominio
sobre casi todas las regiones occidentales de América del Sur.