1 - UN
INTERMINABLE COMIENZO
De todas las evidencias que hemos acumulado para apoyar nuestras
conclusiones, la prueba número uno es el mismo Hombre. En muchos
aspectos, el hombre moderno -el Homo sapiens- es un extraño en la
Tierra.
Desde que Charles Darwin conmocionó al mundo de los estudiosos y los
teólogos de su tiempo con las evidencias de la evolución, la vida en
la Tierra se describe a través del Hombre y los primates, mamíferos
y vertebrados, remontándonos hasta formas de vida aún más inferiores
y llegar, al fin, miles de millones de años atrás, al punto en el
que se presume que comenzó la vida.
Pero, después de llegar a estos comienzos y de haber empezado a
contemplar las probabilidades de vida en cualquier otro lugar de
nuestro sistema solar o más allá de él, los científicos han
comenzado a sentirse intranquilos con respecto a la vida en la
Tierra, puesto que, por algún motivo, no parece ser de aquí. Si la
vida comenzó a través de una serie de reacciones químicas
espontáneas, ¿por qué la vida en la Tierra no tiene más que un único
origen, y no una multitud de orígenes posibles? ¿Y por qué toda
la materia viva de la Tierra contiene tan escasos elementos químicos
de los que abundan en la Tierra, y tantos que son tan extraños en
nuestro planeta?
¿Acaso la vida fue importada a la Tierra desde algún otro lugar?
Pero es que, además, la posición del Hombre en la escala evolutiva
ha exacerbado aún más el desconcierto. Encontrando un cráneo roto
aquí y una mandíbula allí, los estudiosos creyeron, al principio,
que el Hombre tuvo su origen en Asia hace alrededor de 500.000 años.
Pero, a medida que se iban encontrando fósiles aún más antiguos, se
hizo evidente que los molinos de la evolución molían muchísimo más
despacio. Los antepasados simios del hombre se sitúan ahora a unos
sorprendentes 25 millones de años de distancia. Los descubrimientos
de África Oriental revelan una transición a nb de características
humanas (homínidos) hace 14 millones de años. Y fue alrededor de 11
millones de años más tarde cuando aparece el primer simio-hombre
digno de la clasificación de Homo.
El primer ser considerado como verdaderamente humano -el «Australopitecus
Avanzado»- vivió en las mismas zonas de África hace unos 2 millones
de años. Y aún le llevó otro millón de años producir al Homo erectus.
Por último, después de otros 900.000 años, apareció el primer Hombre
primitivo; se le llamó Neanderthal, por el lugar donde aparecieron
por vez primera sus restos.
A pesar de los más de 2 millones de años transcurridos entre el
Australopitecus Avanzado y el Neanderthal, las
herramientas de ambos grupos -piedras afiladas- eran virtualmente
las mismas; y los mismos grupos (por el aspecto que se cree que
tenían) hubieran sido difíciles de diferenciar.
(Fig. 1)
Después, súbita e inexplicablemente, hace unos 35.000 años, una
nueva raza de Hombres e] Homo sapiens (el «Hombre pensante») aparece
como de la nada y barre al hombre de Neanderthal de la faz de la
Tierra. Estos Hombres modernos llamados Cro-Magnon- se parecían
tanto a nosotros que, si se les hubese vestido con las ropas de
nuestros tiempos, hubieran pasado desapercibidos entre las
multitudes de cualquier ciudad Europea o Americana. Al principio, se
les llamó «hombres de las cavernas» debido al magnífico arte
rupestre que dejaron. Pero la verdad es que vagaban por la Tierra
libremente, pues sabían cómo construirse refugios y hogares con
piedras y pieles de animales dondequiera que fuesen.
Durante millones de años, las herramientas del Hombre no habían sido
más que piedras con formas útiles. Sin embargo, el Hombre de Cro-Magnon
hacía armas y herramientas especializadas de madera y hueso. Ya no
era un «simio desnudo», pues usaba pieles para vestirse. Tenía una
sociedad organizada; vivía en clanes, bajo una hegemonía patriarcal.
Sus pinturas rupestres tienen impronta artística y la profundidad
del sentimiento; sus pinturas y sus esculturas evidencian cierta
forma de «religión», en apariencia, el culto de una Diosa Madre que
se representaba a veces con el signo de una Luna creciente. También
enterraba a sus muertos y, de ahí, que posiblemente tuviera algún
tipo de filosofía en lo referente a la vida, la muerte y, quizás, a
una vida después de la vida.
Pero, aun con lo misterioso e inexplicable que resulta la aparición
del Hombre de Cro-Magnon, el rompecabezas es todavía más complejo,
puesto que, con el descubrimiento de otros restos del Hombre moderno
(en lugares como Swanscombe, Steinheim y Montmaria), se hace
evidente que el Hombre de Cro-Magnon surgió de una rama aún más
antigua de Homo sapiens que vivió en Asia occidental y el Norte de
África unos 250.000 años antes que él.
La aparición del Hombre moderno sólo 700.000 años después, del Homo erectus y unos 200.000 años antes del
Hombre de Neanderthal es
absolutamente inverosímil. Es evidente también que la desviación del
Homo sapiens con respecto al lento proceso evolutivo es tan
pronunciada que muchos de nuestros rasgos, como el de la capacidad
de hablar, no tienen conexión alguna con los primates anteriores.
Una autoridad prominente en este tema, el profesor Theodosius
Dobzhansky (Mankind Evolving), estaba ciertamente desconcertado por
el hecho de que este desarrollo tuviera lugar durante un período en
el cual la Tierra estaba atravesando una glaciación, el momento
menos propicio para un avance evolutivo. Señalando que el Homo
sapiens carecía por completo de algunas de las peculiaridades de los
tipos anteriores conocidos, y que tenía algo que nunca antes se
había visto, llegó a la conclusión de que «el hombre moderno tiene
muchos parientes fósiles colaterales, pero no tiene progenitores; de
este modo, la aparición del Homo sapiens se convierte en un enigma».
Entonces, ¿cómo puede ser que los antepasados del Hombre moderno
aparecieran hace unos 300.000 años, en lugar de hacerlo dentro de
dos o tres millones de años en el futuro, tal como hubiera-sucedido
en caso de seguir el desarrollo evolutivo? ¿Fuimos importados a la
Tierra desde algún otro lugar o, como afirma el Antiguo Testamento y
otras fuentes antiguas, fuimos creados por los dioses?
Ahora sabemos dónde comenzó la civilización y cómo se desarrolló,
pero la pregunta que sigue sin ser respondida es: ¿Por qué? ¿Por qué
apareció la civilización? Pues, como muchos estudiosos admiten hoy
con frustración, todos los datos indican que el Hombre debería de
estar todavía sin ningún tipo de civilización. No existe ninguna
razón obvia por la cual debiéramos estar más civilizados que las
tribus primitivas de la selva amazónica o de los lugares más
inaccesibles de Nueva Guinea.
Pero, se nos dice, si estos indígenas viven aún como en la Edad de
Piedra, es porque han estado aislados. Pero, ¿aislados de qué? Si
ellos han estado viviendo en el mismo planeta que nosotros, ¿por qué
no han adquirido el mismo conocimiento científico y tecnológico que,
supuestamente, nosotros hemos desarrollado? Sin embargo, el
verdadero enigma no estriba en el atraso de los hombres de la selva,
sino en nuestro avance; pues se reconoce ahora que, en el curso
normal de la evolución, el Hombre debería de estar tipificado por
los hombres de la selva y no por nosotros. Al Hombre le llevó dos
millones de años avanzar en su «industria de la herramienta», desde
la utilización de las piedras tal cual las encontraba, hasta el
momento en que se percató de que podía desportillarlas y darles
forma para adaptarlas mejor a sus propósitos. ¿Por qué no otros dos
millones de años para aprender a utilizar otros materiales, y otros
diez millones de años más para dominar las matemáticas, la
ingeniería y la astronomía? Y, sin embargo, aquí estamos, menos de
50.000 años después del Hombre de Neanderthal, llevando astronautas
a la Luna.
Por tanto, la pregunta obvia es ésta: ¿Fuimos realmente nosotros y
nuestros antepasados mediterráneos los que desarrollamos tan
avanzada civilización?
Aunque el Hombre de Cro-Magnon no construyera rascacielos ni
utilizara metales, no hay duda de que la suya fue una civilización
repentina y revolucionaria. Su movilidad, su capacidad para
construirse refugios, su impulso por vestirse, sus herramientas
manufacturadas, su arte, todo ello, compuso una repentina
civilización que venía a romper un interminable comienzo de cultura
humana que venía alargándose durante millones de años y que avanzaba
a un paso sumamente lento y doloroso.
Aunque nuestros estudiosos no puedan explicar la aparición del Homo sapiens y de la civilización del
Hombre de Cro-Magnon, al menos no
hay duda, por ahora, en cuanto al lugar de origen de esta
civilización: Oriente Próximo. Las tierras altas y las cordilleras
que se extienden en un semiarco desde los Montes Zagros, en el este
(donde, en la actualidad, se encuentra la frontera entre Irán e Iraq),
pasando por el Monte Ararat y la cadena montañosa del Tauro, en el
norte, para bajar, hacia el oeste y el sur, por las colinas de
Siria, Líbano e Israel, están repletas de cavernas donde se han
conservado las evidencias de un Hombre más moderno que prehistórico.
(Fig. 2)
Una de estas cuevas, la de Shanidar, está situada en el nordeste del
semiarco de la civilización. En la actualidad, los feroces kurdos
buscan refugio en las cuevas de esta zona tanto para sí mismos como
para sus rebaños durante los fríos meses de invierno. Así debió de
ser también en una noche invernal de hace 44.000 años, cuando una
familia de siete miembros (uno de los cuales era un bebé) buscó
refugio en la cueva de Shanidar.
Sus restos -todos ellos fueron aplastados por un desprendimiento de
rocas- fueron descubiertos en 1957 por un sobrecogido Ralph Solecki,
que había ido a la zona en busca de evidencias del hombre primitivo.
Lo que encontró fue mucho más de lo que esperaba. A medida que se
iban quitando escombros, se iba haciendo evidente que la cueva había
conservado un registro claro de la vida del Hombre en aquella zona
entre unos 100.000 y 13.000 años antes.
Lo que mostró este registro fue tan sorprendente como el
descubrimiento mismo. La cultura humana no mostraba ningún progreso
sino, incluso, una evidente regresión. Comenzando desde cierto
nivel, las generaciones siguientes no mostraban niveles más
avanzados sino niveles inferiores de vida civilizada. Y entre el
27.000 y el 11.000 a.C., la regresión y la disminución de la
población llevaron al punto de la casi completa ausencia de
habitantes en la zona. Se supone que por motivos climáticos, el
Hombre casi desapareció de toda esta zona durante 16.000 años.
Y luego, alrededor del 11.000 a.C, el «Hombre pensante» volvió a
aparecer con un nuevo vigor y con un inexplicablemente alto nivel
cultural.
Fue como si un entrenador invisible, viendo el vacilante partido de
la humanidad, hubiera hecho entrar en el campo a todo un equipo de
refresco, bien entrenado, para sustituir al equipo exhausto.
A lo largo de los muchos millones de años de su interminable
comienzo, el Hombre fue el hijo de la naturaleza; sobrevivía
recolectando alimentos que crecían de forma salvaje, cazando
animales salvajes, capturando aves salvajes y peces. Pero justo
cuando los asentamientos humanos estaban casi desapareciendo, justo
cuando estaban abandonando sus hogares, cuando sus logros materiales
y artísticos estaban desapareciendo, justo entonces, de pronto, sin
motivo aparente y, que se sepa, sin ningún período previo de
preparación gradual, el Hombre se hace agricultor.
Haciendo un resumen del trabajo de muchas autoridades eminentes en
la materia, R. J. Braidwood y B. Howe {Prehistoric Investigations in
Iraqi Kurdistan) llegaron a la conclusión de que los estudios
genéticos confirman los descubrimientos arqueológicos, y no dejan
lugar a dudas de que la agricultura comenzó exactamente allí donde
el Hombre pensante había emergido antes con su primera y tosca
civilización: en Oriente Próximo. Hasta el momento, no existe duda
de que la agricultura se extendió a todo el mundo desde el arco de
montañas y tierras altas de Oriente Próximo.
Empleando métodos sofisticados de datación por radiocarbono y de
genética de las plantas, muchos estudiosos de diversos campos
científicos concuerdan en que la primera empresa agrícola del Hombre
fue el cultivo del trigo y la cebada, probablemente a través de la
domesticación de una variedad silvestre de trigo, el Triticum
dicoccum. Aceptando que, de algún modo, el Hombre pasara por un
proceso gradual de aprendizaje sobre cómo domesticar, hacer crecer y
cultivar una planta silvestre, los estudiosos siguen desconcertados
por la profusión de otras plantas y cereales básicos para la
supervivencia y el progreso humanos que siguieron saliendo de
Oriente Próximo. Entre los cereales comestibles, aparecieron en
rápida sucesión el mijo, el centeno y la escanda; el lino, que
proporcionaba fibras y aceite comestible; y una amplia variedad de
arbustos y árboles frutales.
En cada uno de estos casos, la planta fue indudablemente domesticada
en Oriente Próximo durante milenios antes de llegar a Europa. Era
como si en Oriente Próximo hubiera existido una especie de
laboratorio botánico genético, dirigido por una mano invisible, que
producía de vez en cuando una nueva planta domesticada.
Los eruditos que han estudiado los orígenes de la vid han llegado a
la conclusión de que su cultivo comenzó en las montañas del norte de
Mesopotamia, y en Siria y Palestina. Y no es de sorprender. El
Antiguo Testamento nos dice que Noé «plantó una viña» (y que incluso
se llegó a emborrachar con su vino) después de que el arca se posara
sobre el Monte Ararat, cuando las aguas del Diluvio se retiraron. La
Biblia, como los eruditos, sitúa así el inicio del cultivo de la vid
en las montañas del norte de Mesopotamia.
Manzanas, peras, aceitunas, higos, almendras, pistachos, nueces;
todos tuvieron su origen en Oriente Próximo, y desde allí se
difundieron a Europa y a otras partes del mundo. Ciertamente, no
podemos hacer otra cosa más que recordar que el Antiguo Testamento
se adelantó en varios milenios a nuestros eruditos a la hora de
identificar esta misma zona como aquella en la que se estableció el
primer huerto del mundo: «Luego plantó Yahveh Dios un jardín en
Edén, al oriente... Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de
árboles deleitosos a la vista y buenos para comer».
La localización general del «Edén» era ciertamente conocida para las
generaciones bíblicas. Estaba «al oriente» -al este de la Tierra de
Israel. Estaba en una tierra regada por cuatro grandes ríos, dos de
los cuales eran el Tigris y el Eufrates. No cabe duda de que el
Libro del Génesis sitúa el primer huerto en las tierras altas donde
tienen su origen estos ríos, en el nordeste de Mesopotamia. Tanto la
Biblia como la ciencia están completamente de acuerdo.
En realidad, si leemos el texto original hebreo del Libro del
Génesis, no como un texto teológico sino como un texto científico,
nos encontraremos con que también describe con precisión el proceso
de domesticación de la planta. La ciencia nos dice que el proceso
fue desde las hierbas silvestres hasta los cereales silvestres, para
luego llegar hasta los cereales cultivados y seguir con los arbustos
y árboles frutales. Y éste es exactamente el proceso que se detalla
en el primer capítulo del Libro del Génesis.
Y el Señor dijo:
«Produzca la tierra hierbas; cereales que por semillas produzcan semillas; árboles frutales que den fruto según su especie, que contengan la semilla en su interior».
Y así fue: La Tierra produjo hierba; cereales que por semillas producían semillas, según su especie; y árboles que dan fruto, que contienen la semilla en su interior, según su especie.
El Libro del Génesis prosigue diciéndonos que el Hombre, expulsado
del jardín del Edén, tuvo que trabajar duro para hacer crecer su
comida. «Con el sudor de tu rostro comerás el pan», le dijo el Señor
a Adán. Y fue después de eso que «fue Abel pastor de ovejas y Caín
labrador». El Hombre, nos dice la Biblia, se hizo pastor poco
después de hacerse agricultor.
Los estudiosos están completamente de acuerdo con esta secuencia
bíblica de los hechos. Analizando las diversas teorías sobre la
domesticación de los animales. F. E. Zeuner (Domesíication of
Animáis) remarca la idea de que el Hombre no pudo haber «adquirido
el hábito de la domesticación o de la cría animales en cautividad
antes de alcanzar el estadio de la vida en unidades sociales de
cierto tamaño». Estos asentamientos o comunidades, un requisito
previo para la domesticación de animales, siguieron al cambio que
supuso la agricultura.
El primer animal en ser domesticado fue el perro, y no
necesariamente como mejor amigo del Hombre sino también,
probablemente, como alimento. Se cree que esto pudo suceder
alrededor del 9500 a.C. Los primeros restos óseos de perro se han
encontrado en Irán, Iraq e Israel.
La oveja fue domesticada más o menos por la misma época; en la cueva
de Shanidar se encontraron restos de ovejas de alrededor de 9000 a.C,
que demostraban que gran parte de las ovejas jóvenes de cada año se
sacrificaban por su carne y por sus pieles. Las cabras, que también
dan leche, no tardaron en seguirlas; y los cerdos, y el ganado con
cuernos y sin ellos fueron los siguientes en ser domesticados.
En todos estos casos, la domesticación se inició en Oriente Próximo.
Este abrupto cambio en el devenir de los asuntos humanos, ocurrido
alrededor del 11000 a.C. en Oriente Próximo (y alrededor de 2.000
años después en Europa) ha llevado a los estudiosos a marcar esta
época como la del fin de la Edad de Piedra Antigua (el Paleolítico)
y el comienzo de una nueva era cultural, la Edad de Piedra Media (el
Mesolítico).
El nombre sólo es apropiado si se considera la principal materia
prima del Hombre, que sigue siendo la piedra. Sus moradas en las
zonas montañosas seguían siendo de piedra, sus comunidades se
protegían con muros de piedra y su primera herramienta agrícola -la
hoz- estaba hecha de piedra. Honraba y protegía a sus muertos
cubriendo y adornando sus tumbas con piedras, y utilizaba la piedra
para hacer imágenes de los seres supremos, o «dioses», cuya benigna
intervención buscaban. Una de tales imágenes, encontrada en el norte
de Israel y datada en el noveno milenio a.C, muestra la cabeza
tallada de un «dios» cubierta por un casco rayado y portando una
especie de «gafas».
(Fig. 3)
Sin embargo, observando las cosas en su conjunto, sería más adecuado
denominar a esta era que comienza en los alrededores del 11000 a.C.
como la Edad de la Domesticación, más que como la Edad de Piedra
Media. En el lapso de no más de 3.600 años -una noche, para los
lapsos temporales de ese comienzo interminable-, el Hombre se hizo
agricultor, y se domesticó a las plantas y a los animales salvajes.
Después, no podía ser de otro modo, vino una nueva era. Los eruditos
la llaman la Edad de Piedra Nueva (Neolítico), pero el término es
completamente inadecuado, pues el cambio principal que tuvo lugar
alrededor del 7500 a.C. fue el de la aparición de la cerámica.
Por razones que todavía eluden nuestros eruditos -pero que se
aclararán a medida que expongamos nuestro relato sobre sucesos
prehistóricos-, la marcha del Hombre hacia la civilización se
confinó, durante los primeros milenios a partir del 11000 a.C, a las
tierras altas de Oriente Próximo. El descubrimiento de los múltiples
usos que se le podía dar a la arcilla tuvo lugar al mismo tiempo que
el Hombre dejó sus moradas en las montañas para instalarse en los
fangosos valles.
Sobre el séptimo milenio a.C, el arco de civilización de Oriente
Próximo estaba inundado de culturas de la arcilla o la cerámica, que
elaboraban un gran número de utensilios, ornamentos y estatuillas.
Hacia el 5.000 a.C, en Oriente Próximo se estaban realizando objetos
de arcilla y cerámica de excelente calidad y diseño.
Pero, una vez más, el progreso se ralentizó y, hacia el 4500 a.C,
según indican las evidencias arqueológicas, hubo una nueva
regresión. La cerámica se hizo más simple, y los utensilios de
piedra -una reliquia de la Edad de Piedra- volvieron a predominar.
Los lugares habitados revelan escasos restos. Algunos de los lugares
que habían sido centros de la industria de la cerámica y la arcilla
comenzaron a abandonarse, y la manufactura de la arcilla
desapareció. «Hubo un empobrecimiento generalizado de la cultura»,
según James Melaart (Earliest Civilizations of the Near East), y
algunos lugares llevan claramente la impronta de «una nueva época de
necesidades».
El Hombre y su cultura estaban, claramente, en declive.
Después, súbita, inesperada e inexplicablemente, el Oriente Próximo
presenció el florecimiento de la mayor civilización imaginable, una
civilización en la cual estamos firmemente enraizados.
Una mano misteriosa sacó, una vez más, al Hombre de su declive, y lo
elevó hasta un nivel de cultura, conocimientos y civilización aún
mayor.
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