8 - EL REINO
DEL CIELO
Los estudios hechos sobre «La Epopeya de la Creación» y otros textos
paralelos (por ejemplo, el de S. Langdon, The Babylonian Epic of
Creation) demuestran que, en algún momento después del 2000 a.C,
Marduk, hijo de Enki, fue el vencedor de una contienda con Ninurta,
hijo de Enlil, por la supremacía de los dioses. Los babilonios
revisaron entonces el original sumerio de «La Epopeya de la
Creación», y borraron de él todas las referencias a Ninurta y la
mayoría de las referencias a Enlil, rebautizando al planeta invasor
como Marduk.
El ascenso real de Marduk al estatus de «Rey de los Dioses» sobre la
Tierra vino acompañado, así pues, por la asignación a él, como
homólogo celeste, del planeta de los nefilim, el Duodécimo Planeta.
Así pues, como «Señor de los Dioses Celestes [los planeta-s]»,
Marduk fue también «Rey de los Cielos».
Algunos expertos creyeron al principio que «Marduk» era la Estrella
Polar, o bien alguna otra estrella brillante visible en los cielos
mesopotámicos en la época del equinoccio de primavera, dado que al
Marduk celeste se le describía como «un brillante cuerpo celeste».
Pero Albert Schott (Marduk und sein Stern) y otros acabaron
demostrando definitivamente que todos los textos astronómicos
antiguos hablaban de Marduk como de un miembro del sistema solar.
Dado que otros epítetos describían a Marduk como «el Gran Cuerpo
Celeste» y «Aquel Que Ilumina», se avanzó la teoría de que Marduk
fuera un Dios Sol babilonio, similar al dios egipcio Ra, al cual los
expertos consideraban también un Dios Sol. Los textos que describen
a Marduk como el «que explora las alturas de los distantes cielos...
llevando un halo cuyo resplandor inspira pavor» parecían apoyar esta
teoría. Pero el mismo texto seguía diciendo que «inspecciona las
tierras como Shamash [el Sol]». Si Marduk era en algunos aspectos
semejante al Sol, no podía ser, claro está, el Sol.
Pero, si Marduk no era el Sol, entonces, ¿qué planeta era? Los
antiguos textos astronómicos no conseguían ajustarse a ningún otro
planeta. Basando sus teorías en determinados epítetos, tal como Hijo
del Sol, algunos expertos indicaron a Saturno. La descripción de
Marduk como un planeta rojizo hizo candidato también a Marte. Pero
los textos situaban a Marduk en markas shame («en el centro del
Cielo»), y esto convenció a la mayoría de los estudiosos de que la
identificación más adecuada sería la de Júpiter, que está situado en
el centro de la línea de planetas:
Júpiter
Mercurio Venus Tierra
Marte Júpiter
Saturno Urano Neptuno Plutón
Pero en esta teoría había una contradicción. Los expertos que la
habían planteado eran los mismos que sostenían la idea de que los
caldeos no tenían noticia de los planetas que hay más allá de
Saturno. Por otra parte, estos expertos contaban a la Tierra como un
planeta, mientras afirmaban que los caldeos pensaban que la Tierra
era el plano centro del sistema planetario, y omitían a la Luna, que
los mesopotámicos contaban, con toda seguridad, entre los «dioses
celestes». La identificación de Júpiter como Duodécimo Planeta,
simplemente, no funcionaba.
«La Epopeya de la Creación» afirma, claramente, que Marduk era un
invasor de fuera del sistema solar, que había pasado junto a los
planetas exteriores (incluidos Júpiter y Saturno) antes de colisionar
con Tiamat. Los sumerios llamaron al
planeta NIBIRU, «el planeta
del cruce», y la versión babilonia de la epopeya conservó la
siguiente información astronómica:
Planeta NIBIRU: Las Encrucijadas del Cielo y la Tierra ocupará.
Por encima y por debajo, ellos no cruzarán; deben esperarle.
Planeta NIBIRU: Planeta que es brillante en los cielos. Ocupa la posición central; a él rendirán homenaje.
Planeta NIBIRU: Él es el que, sin cansarse, sigue cruzando por en medio de Tiamat. Que «CRUZAR» sea su nombre- Aquel que ocupa el medio.
Estas líneas nos proporcionan información adicional y concluyente
que indica que, al dividir al resto de planetas en dos grupos
iguales, el Duodécimo Planeta «sigue cruzando por en medio de Tiamat»:
su órbita pasa una y otra vez por el lugar de la batalla celeste,
donde Tiamat solía estar.
Descubrimos que los textos astronómicos que trataban, de un modo
altamente sofisticado, de los períodos planetarios, así como las
listas de planetas en su orden celeste, sugerían también que Marduk
aparecía en algún lugar entre Júpiter y Marte. Y, dado que los
sumerios conocían todos los planetas, la aparición del Duodécimo
Planeta en «la posición central» confirma nuestras conclusiones:
Mercurio Venus Luna Tierra Marte Marduk Júpiter Saturno Urano
Neptuno Plutón
Si la órbita de Marduk pasa por donde estuvo Tiamat en otro tiempo,
por un lugar relativamente cercano a nosotros (entre Marte y
Júpiter), ¿por qué no hemos visto aún a este planeta que,
supuestamente, es tan grande y brillante?
Los textos mesopotámicos dicen que Marduk llega a regiones
desconocidas de los cielos, en la lejanía del universo. «Él explora
los conocimientos ocultos... ve todos los rincones del universo». Se
le describía como el «admonitor» de todos los planetas, aquel cuya
órbita le permite circundar a todos los demás. «Los abraza en sus
bandas [órbitas]», hace un «aro» a su alrededor. Su órbita era «más
elevada» y «más grandiosa» que la de cualquier otro planeta. Se le
ocurrió así a Franz Kugler (Stemkunde und Sterndienst in Babylon)
que Marduk fuera un cuerpo celeste de movimiento rápido que orbi-
tara en un gran sendero elíptico, al igual que un cometa.
Un recorrido elíptico de este tipo, sujeto al Sol como centro de
gravedad, tiene un apogeo -el punto más distante del Sol, desde
donde comienza el camino de vuelta- y un perigeo -el punto más
cercano al Sol, desde donde comienza su retorno al espacio exterior.
Descubrimos que estas dos «bases» están, ciertamente, asociadas con
Marduk en los textos mesopotámicos. Los textos sumerios decían que
el planeta iba de AN.UR («la base del Cielo») a E.NUN («la morada
elevada»). La epopeya de la Creación decía de Marduk:
Cruzó el Cielo e inspeccionó las regiones... La estructura de lo Profundo midió entonces el Señor. E-Shara él estableció como su morada prominente;
E-Shara como una gran morada en el Cielo estableció.
Una «morada» era, así
pues, «prominente» -en las regiones profundas del espacio. La otra
estaba en el «Cielo», dentro del cinturón de asteroides, entre Marte
y Júpiter. (Fig.
111)
Siguiendo las enseñanzas de su antepasado sumerio, Abraham de Ur,
los antiguos hebreos asociaron también a su deidad suprema con el
planeta supremo. Al igual que los textos mesopotámicos, muchos
libros del Antiguo Testamento dicen que el «Señor» tenía su morada
en «las alturas del Cielo», desde donde «contemplaba los principales
planetas mientras aparecían»; un Señor celestial que, invisible,
«por los cielos se mueve en un círculo». El Libro de Job, después de
describir la colisión celeste, ofrece estos significativos
versículos que nos cuentan adónde ha ido el elevado planeta:
Hacia lo Profundo marcó una órbita; donde la luz y la oscuridad [se mezclan] está su límite más lejano.
No menos explícitos, los Salmos esbozan el majestuoso curso del
planeta:
Los Cielos ensalzan la gloria del Señor;
el Brazalete Repujado proclama su obra... Él sale como un novio del dosel;
como un atleta, se regocija en hacer su carrera. Desde el fin de los cielos él emana, y su circuito está donde éstos terminan.
Reconocido como un gran viajero en los cielos, remontando el vuelo
hasta las inmensas alturas de su apogeo, para, después, «bajar,
curvándose en el Cielo» de su perigeo, se representó al planeta como
un Globo Alado.
Dondequiera que los arqueólogos descubrieran restos de pueblos de
Oriente Próximo, el símbolo del Globo Alado aparecía, dominando
templos y palacios, tallado en las rocas, grabado en sellos
cilíndricos, pintado en las paredes. Acompañaba a reyes y
sacerdotes, se colocaba por encima de sus tronos, se «cernía» por
encima de ellos en los escenarios de las batallas, se grababa en sus
cuadrigas. Objetos de arcilla, metal, piedra y madera se adornaban
con este símbolo. Los soberanos de Sumer y Acad, de Babilonia y
Asiría, de Elam y Urartu, de Mari y Nuzi, de Mitanni y Canaán,
todos, reverenciaban este símbolo. Reyes hititas, faraones egipcios,
shar's persas, todos, proclamaban la supremacía del símbolo (y
de lo que significaba). Y así fue durante milenios.
(Fig. 112)
La convicción de que el Duodécimo Planeta, «el Planeta de los
Dioses», seguía dentro del sistema solar, y que su gran órbita
volvía a pasar periódicamente por las cercanías de la Tierra, era el
punto central de las creencias religiosas y de la astronomía del
mundo antiguo. El signo pictográfico del Duodécimo Planeta, el
«Planeta del Cruce», era una cruz. Este signo cuneiforme,
, que
también significa «Anu» y «divino», evolucionó en las lenguas
semitas hasta la letra tav,
, que significaba «la señal».
Y, ciertamente, todos los pueblos del mundo antiguo considera-ban la
aproximación periódica del Duodécimo Planeta como una señal de
trastornos, grandes cambios y nuevas eras. Los textos mesopotámicos
hablaban de la aparición periódica del planeta como de un
acontecimiento anticipado, predecible y observable:
El gran planeta:
en su aspecto, rojo oscuro. El Cielo divide por la mitad y se levanta como Nibiru.
Muchos de los textos que tratan de la llegada del planeta eran
augurios que profetizaban el efecto que el acontecimiento tendría
sobre la Tierra y la Humanidad. R. Campbell Thompson (Reports of the
Magicians and Astronomers of Nineveh and Babylon) reprodujo varios
de estos textos, que describen el avance del planeta mientras
«bordeaba la posición de Júpiter» y llegaba al punto de cruce,
Nibiru:
Si, desde la posición de Júpiter, el Planeta pasa hacia el oeste, habrá un tiempo para morar en la seguridad. La amable paz descenderá sobre la tierra. Si, desde la posición de Júpiter, el Planeta aumenta en brillo y en el Zodiaco de Cáncer se convierte en Nibiru, Acad se desbordará de plenitud, el rey de Acad crecerá poderoso. Si Nibiru culmina... las tierras habitarán con seguridad, los reyes hostiles estarán en paz, los dioses recibirán las oraciones y atenderán las súplicas.
No obstante, se esperaba que la aproximación del planeta provocara
lluvias e inundaciones, debido a los fuertes efectos gravitatorios:
Cuando el Planeta del Trono del Cielo crezca en brillo, habrá inundaciones y lluvias... Cuando Nibiru alcance su perigeo, los dioses darán paz; se resolverán los problemas, las complicaciones se aclararán. Lluvias e inundaciones vendrán.
Al igual que los sabios mesopotámicos, los profetas hebreos
consideraban el tiempo de aproximación del planeta a la Tierra y el
que se hiciera visible a la Humanidad como el preludio de una nueva
era. Las similitudes entre los augurios mesopotámicos de paz y
prosperidad que debían acompañar al Planeta del Trono del Cielo, y
las profecías bíblicas de paz y justicia que se establecerían sobre
la Tierra después del Día del Señor, se pueden expresar mejor en
boca de Isaías:
Y sucederá en el Fin de los Días: ...el Señor juzgará entre las naciones y reprobará a muchos pueblos. Ellos convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en podaderas; no levantará espada nación contra nación.
Contrastando con las bendiciones de la nueva era que seguirá al Día
del Señor, el día mismo se describe en el Antiguo Testamento como un
tiempo de lluvias, inundaciones y terremotos. Si vemos estos pasajes
bíblicos, al igual que sus homólogos mesopotámicos, como los del
tránsito en las cercanías de la Tierra de un gran planeta con una
fuerte atracción gravitatoria, las palabras de Isaías se nos harán
plenamente comprensibles:
Como el ruido de una multitud en las montañas, un ruido tumultuoso como el de una gran cantidad de gente, de reinos, de naciones, agrupadas; es el Señor de los Ejércitos, comandando una Hueste en la batalla. De tierras lejanas vienen, desde el confín del Cielo el Señor y sus Armas de la ira vienen a destruir toda la Tierra... Por eso haré temblar el Cielo y se moverá la Tierra de su lugar cuando cruce el Señor de los Ejércitos, el día de su ardiente cólera.
Mientas en la Tierra «las montañas se derretirán... los valles se
agrietarán», la rotación de la Tierra se verá afectada. El profeta
Amos predijo explícitamente:
Sucederá en aquel Día, dice el Señor Dios, que haré ponerse el Sol al mediodía y oscureceré la Tierra en mitad de la mañana.
Anunciando, «¡Mirad, el Día del Señor se acerca!», el profeta
Zacarías avisó a las gentes que, en un solo día, se detendría el
giro de la Tierra alrededor de su eje:
Y sucederá en aquel Día que no habrá luz, sino frío y hielo. Y habrá un día, conocido sólo del Señor, que no habrá día ni noche, cuando en la tarde habrá luz.
Sobre el Día del Señor, dijo el profeta Joel, «el Sol y la Luna se
oscurecerán, las estrellas retraerán su fulgor»; «el Sol se volverá
oscuridad, y la Luna será como de sangre roja».
Los textos mesopotámicos ensalzaban el fulgor del planeta, y
sugerían que se podía ver incluso de día: «visible al amanecer,
desapareciendo de la vista con el ocaso». En un sello cilíndrico
encontrado en Nippur, se representa a un grupo de labradores mirando
sobrecogidos al Duodécimo Planeta (simbolizado por la cruz), visible
en
los cielos.
(Fig. 113)
Los pueblos de la antigüedad no sólo esperaban la llegada periódica
del Duodécimo Planeta, sino que seguían también su avance.
Diversos pasajes bíblicos -concretamente en Isaías, Amos y
Job-relatan el movimiento del Señor celestial a través de varias
constelaciones. «Solo, se extiende por los cielos y se remonta a las
alturas de lo Profundo; llega a la Osa Mayor, a Orion y Sirio, y a
las constelaciones del sur». O bien, «Su rostro sonríe sobre Tauro y
Aries; de Tauro a Sagitario irá». Estos versículos describen un
planeta que no sólo cruza los más altos cielos, sino que también
entra desde el sur y se mueve en el sentido de las agujas del reloj
-exactamente lo que dedujimos por los datos mesopotámicos. El
profeta Habacuc afirmó, de forma muy explícita: «El Señor vendrá del
sur... su gloria llenará la Tierra... y Venus será como luz, sus
rayos, del Señor dados».
De entre los muchos textos mesopotámicos que tratan este tema, uno
es bastante claro:
El Planeta del dios Marduk: En su aparición: Mercurio. Ascendiendo treinta grados del arco celeste: Júpiter. Cuando se sitúe en el lugar de la batalla celeste: Nibiru.
Como ilustra el diagrama esquemático de la
Fig. 114, los textos
citados hasta aquí no están dando, simplemente, diferentes nombres
al Duodécimo Planeta, tal como los expertos han supuesto. Más bien
se están refiriendo a los movimientos del planeta y a los tres
puntos cruciales en los que su aparición se puede observar y seguir
desde la Tierra.
(Fig. 114)
La primera ocasión para observar al Duodécimo Planeta en su regreso
a las cercanías de la Tierra era, así pues, cuando se alineaba con
Mercurio (punto A) -según nuestros cálculos, en un ángulo de 30
grados con respecto al imaginario eje celeste de Sol-Tierra-perigeo.
Acercándose a la Tierra y, de ahí, dando la impresión de «ascender»
más aún en los cielos terrestres (otros 30 grados, para ser
exactos), el planeta cruzaba la órbita de Júpiter en el punto B. Por
último, llegando al punto donde tuvo lugar la batalla celeste, el
perigeo, o el Lugar del Cruce, el planeta es Nibiru, punto C.
Trazando un eje imaginario entre el Sol, la Tierra y el perigeo de
la órbita de Marduk, los observadores en la Tierra veían primero a
Marduk alineado con Mercurio, en un ángulo de 30° (punto A).
Progresando otros 30°, Marduk cruzaba la órbita de Júpiter en el
punto B.
Después, en su perigeo (punto C), Marduk alcanzaba El Cruce, volvía
al lugar de la Batalla Celeste, el punto más cercano a la Tierra, e
iniciaba su órbita de regreso al espacio lejano.
La anticipación del Día del Señor en los antiguos escritos
mesopotámicos y hebreos, que tuvo su eco en las expectativas de la
llegada del Reino del Cielo en el Nuevo Testamento, se basaba, de
este modo, en las experiencias reales de las gentes de la Tierra, en
el hecho de haber presenciado el regreso periódico del Planeta del
Reino a las cercanías de la Tierra.
La aparición y desaparición periódica del planeta confirma la
suposición de su permanencia en órbita solar. En este aspecto, actúa
como muchos cometas. Algunos de los cometas conocidos -como el Halley, que se acerca a la Tierra cada 75 años- desaparecían de la
vista durante tanto tiempo, que a los astrónomos les resultaba
difícil darse cuenta de que se trataba del mismo cometa. Otros de
estos cuerpos celestes sólo se han visto en una ocasión para la
memoria humana, y se supone que tienen períodos orbitales de miles
de años. El cometa Kohoutek, por ejemplo, descubierto en Marzo de
1973, llegó hasta los 120.000.000 kilómetros de la Tierra en Enero
de 1974, y desapareció por detrás del Sol poco después. Los
astrónomos calculan que volverá a aparecer en algún momento entre
los 7.500 y los 75.000 años en el futuro.
La familiaridad que se observa en los textos con respecto a las
apariciones y desapariciones del Duodécimo Planeta sugiere que su
período orbital es más corto que el calculado para el Kohoutek. Si
esto es así, ¿por qué nuestros astrónomos no son conscientes de la
existencia de este planeta? Lo cierto es que, incluso una órbita que
fuera la mitad de larga que la de la cifra más baja del Kohoutek,
llevaría al Duodécimo Planeta a una distancia seis veces superior a
la que nos separa de Plutón -una distancia que impediría que el
planeta fuera visible desde la Tierra, dado que difícilmente podría
reflejar la luz del Sol. De hecho, los planetas conocidos más allá
de Saturno se descubrieron de forma matemática, no visual. Los
astrónomos descubrieron que las órbitas de los planetas conocidos
parecían estar afectadas por otros cuerpos celestes.
Quizás, éste podría ser también el sistema para «descubrir» al
Duodécimo Planeta. Ya se ha especulado sobre la existencia de un
«Planeta X», que, aunque invisible, parece «sentirse» a través de
sus efectos sobre las órbitas de determinados cometas. En 1972,
Joseph L. Brady, del Laboratorio Lawrence Livermore de la
Universidad de California, descubrió que las discrepancias en la
órbita del cometa Halley podían deberse a un planeta del tamaño de
Júpiter que orbi-tara al Sol cada 1.800 años. A una distancia
estimada de 9.600.000.000 kilómetros, su presencia sólo se podría
detectar matemáticamente.
Aunque tal período orbital no se puede descartar, las fuentes
mesopotámicas y bíblicas ofrecen potentes evidencias de que el
período orbital del Duodécimo Planeta es de 3.600 años. El número
3.600 se escribía en sumerio como un gran círculo. El epíteto del
planeta -shar («soberano supremo»)- tenía también el significado de
«un círculo perfecto», «un ciclo completo». También significaba el
número 3.600. Y la identidad entre los tres términos
-planeta/órbita/3.600-no puede ser una mera coincidencia.
Beroso, el erudito-sacerdote-astrónomo babilonio, hablaba de diez
soberanos que reinaron en la Tierra antes del Diluvio. Resumiendo
los escritos de Beroso, Alejandro Polihistor escribió: «En el
segundo libro estaba la historia de los diez reyes de los caldeos, y
los períodos de cada reinado, que sumaban en total 120 shar's, es
decir, 432.000 años; para llegar a la época del Diluvio».
Abideno, un discípulo de Aristóteles, citó también a
Beroso al
respecto de los diez soberanos antediluvianos cuyo reinado sumaba en
total 120 shar's, y aclaró que estos soberanos y sus ciudades se
encontraban en la antigua Mesopotamia:
Se dice que el primer rey del país fue Aloro... Éste reinó diez
shar's. Un shar se estima que son tres mil seiscientos años... Después de él, Alapro reinó tres shar's; a éste le sucedió Amilaro,
de la ciudad de panti-Biblon, que reinó trece shar's... Después de éste, Ammenon reinó doce shar's; él era de la ciudad de
panti-Biblon. Después, Megaluro, del mismo lugar, dieciocho shar's. Más tarde, Daos, el Pastor, gobernó por el espacio de diez shar's... Hubo después otros Soberanos, y el último de todos fue Sisithro; de
manera que, en total, la cifra asciende a diez reyes, y el término
de sus reinados asciende a ciento veinte shafs.
También Apolodoro de Atenas hablaba de las revelaciones
prehistóricas de Beroso en términos similares: diez soberanos
reinaron durante un total de 120 shar's (432.000 años), y el reinado
de cada uno de ellos se midió también en los 3.600 años de las
unidades shar.
Con la llegada de la Sumerología, los «textos de antaño» a los
cuales se refería Beroso se encontraron y se descifraron; eran las
listas de reyes sumerios que, según parece, transmitieron la
tradición de los diez soberanos antediluvianos que gobernaron la
Tierra desde los tiempos en que «el reino fue bajado del Cielo»
hasta que «el Diluvio
barrió la Tierra».
Una lista de reyes sumerios, conocida como el texto W-B/144,
documenta los reinados divinos en cinco asentamientos o «ciudades».
En la primera ciudad, Eridú, hubo dos soberanos. El texto prefija
ambos nombres con el título silábico «A», que significa
«progenitor».
Cuando el reino fue bajado del Cielo,
el reino estuvo primero en Eridú. En Eridú, A.LU.LIM se convirtió en rey; gobernó 28.800 años. A.LAL.GAR gobernó 36.000 años. Dos reyes la gobernaron 64.800 años.
El reino se transfirió después a otras sedes de gobierno, donde los
soberanos recibieron el nombre de en, o «señor» (y, en un caso, el
título divino de dirigir).
Dejo Eridú; su reino se llevó a Bad-Tibira. En Bad-Tibira, EN.MEN.LU.AN.NA gobernó 43.200 años; EN.MEN.GAL.AN.NA gobernó 28.800 años. El divino DU.MU.ZI, Pastor, gobernó 36.000 años. Tres reyes la gobernaron durante 108.000 años.
Después, la lista cita las ciudades que siguieron, Larak y Sippar,
así como sus divinos soberanos; y, por último, la ciudad de
Shuruppak, donde fue rey un humano de parentesco divino. Lo
sorprendente del caso, en cuanto a las fantásticas duraciones de
estos reinados, es que todas, sin excepción, son múltiplos de 3.600:
Alulim - 8 x 3.600 = 28.800 Alalgar -10 x 3.600 = 36.000 Enmenluanna -12 x 3.600 = 43.200 Enmengalanna - 8 x 3.600 = 28.800 Dumuzi -10 x 3.600 = 36.000 Ensipazianna - 8 x 3.600 = 28.800 Enmenduranna - 6 x 3.600 = 21.600 Ubartutu - 5 x 3.600 = 18.000
Otro texto sumerio (W-B/62) añadió Larsa y sus dos soberanos divinos
a la lista de reyes, y los períodos de reinado son también múltiplos
perfectos del shar de 3.600 años. Con la ayuda de otros textos, la
conclusión es que, ciertamente, hubo diez soberanos en Sumer antes
del Diluvio, que todos los reinados duraron demasiados shar's, y
que, en total, duraron 120 shar's, tal como informó Beroso.
La conclusión que se sugiere es que estos shar's de reinado estaban
relacionados con el período shar (3.600 años) orbital del planeta «Shar»,
el «Planeta del Reino»; que Alulim reinó durante ocho órbitas del
Duodécimo Planeta, Alalgar durante diez órbitas, etc.
Si estos soberanos antediluvianos eran, como sugerimos, nefilim que
vinieron a la Tierra desde el Duodécimo Planeta, entonces no debería
de sorprendernos que sus períodos de «reinado» en la Tierra
guardaran relación con el período orbital del Duodécimo Planeta. Los
períodos de tales mandatos o Reinados se prolongarían desde el
momento del aterrizaje hasta el momento del despegue; cuando un
comandante llegaba desde el Duodécimo Planeta, el mandato del otro
terminaba. Dado que los aterrizajes y despegues debían guardar
relación con la aproximación a la Tierra del Duodécimo Planeta, los
mandatos sólo se podían medir en estos períodos orbitales, en shar's.
Cómo no, se podría preguntar si cualquiera de los nefilim, después
de llegar a la Tierra, podía permanecer al mando, aquí, durante los
pretendidos 28.800 o 36.000 años. No nos sorprende que los expertos
digan que la duración de estos reinados es «legendaria».
Pero, ¿qué es un año? Nuestro «año» es, simplemente, el tiempo que
le lleva a la Tierra completar una órbita alrededor del Sol. Dado
que la vida se desarrolló en la Tierra cuando ya estaba orbitando al
Sol, la vida en la Tierra sigue el patrón de esta duración orbital.
(Incluso un tiempo orbital mucho menor, como el de la Luna, o el
ciclo día-noche, tiene la fuerza suficiente como para afectar a casi
todas las formas de vida en la Tierra.) Vivimos tal cantidad de años
porque nuestros relojes biológicos están ajustados a tal cantidad de
órbitas de la Tierra alrededor del Sol.
Existen pocas dudas de que la vida en otro planeta se «temporizaría»
en función de los ciclos de ese planeta. Si la trayectoria del
Duodécimo Planeta alrededor del Sol tuviera tal extensión que una
órbita suya se llevara a cabo en el mismo tiempo que a la Tierra le
lleva hacer 100 órbitas, un año de los nefilim equivaldría a 100
años nuestros. Si su órbita fuera 1.000 veces más larga que la
nuestra, 1.000 años de la Tierra equivaldrían a sólo un año de los
nefilim.
¿Y qué ocurre si, como sugerimos, su órbita alrededor del Sol durara
3.600 años? Entonces 3600 de nuestros años serían sólo uno en su
calendario, y también un solo año en su vida. El tiempo de mandato
(reinado) del que hablan los sumerios y Beroso no sería, de este
modo, ni «legendario» ni fantástico: sólo habría durado cinco, ocho
o diez años de los nefilim.
En capítulos previos hemos mencionado que la marcha de la Humanidad
hacia la civilización -a través de la intervención de los nefilim-
pasó por tres etapas, separadas por períodos de 3.600 años: el
período Neolítitico (alrededor de 11.000 a.C) la fase de la alfarería
alrededor del 7400 a.C.) y la repentina civilización sumeria
(alrededor del 3800 a.C). No resulta improbable, por tanto, que los
nefilim revisaran periódicamente (y tomaran la resolución de
continuar) el progreso de la Humanidad, dado que podían reunirse en
asamblea cada vez que el Duodécimo Planeta se acercaba a la Tierra.
Muchos estudiosos (por ejemplo, Heinrich Zimmer en The Baby-lonian
and Hebrew Génesis) han indicado que el Antiguo Testamento
transmitía también las tradiciones de los jefes antediluvianos o
antepasados, y que, en la línea de Adán a Noé (el héroe del
Diluvio), se enumeraba a diez soberanos. Viendo en perspectiva la
situación previa al Diluvio, el Libro del Génesis (Capítulo 6)
describe el desencanto divino con la Humanidad. «Le pesó al Señor
haber hecho al Hombre en la Tierra... y
el
Señor dijo: Destruiré al Hombre, al que he creado».
Y el Señor dijo: Mi espíritu no protegerá al Hombre para siempre; después de errar, él no es más que carne. Y sus días eran ciento veinte años.
Generaciones de eruditos han leído este versículo, «Que sus días
sean ciento veinte años», como la concesión de Dios al hombre de un
lapso vital de 120 años. Pero esto no tiene sentido.
Si el texto trata de la pretensión de Dios de destruir a la
Humanidad, ¿por qué, en la misma frase, le iba a ofrecer al Hombre
una larga vida? Y nos encontramos con que, tan pronto pasó el
Diluvio, Noé vivió bastante más del supuesto límite de 120 años, al
igual que sus descendientes, Sem (600), Arpaksad (438), Sélaj (433),
etc.
Intentando aplicar el lapso de 120 años al Hombre, los eruditos
ignoran el hecho de que el lenguaje bíblico no emplea un tiempo
verbal futuro -«Sus días serán»- sino pasado -«Y sus días eran
ciento veinte años». La pregunta obvia, por tanto, es la siguiente:
¿Al lapso de vida de quién se refieren aquí?
Nuestra conclusión es que la cantidad de 120 años se entendía que se
aplicaba a la Deidad.
El fijar un acontecimiento trascendental en su adecuada perspectiva
temporal es un rasgo común de los textos épicos sumerios y
babilonios. «La Epopeya de la Creación» comienza con las palabras
Enuma elish («cuando en las alturas»). El relato del encuentro del
dios Enlil y la diosa Ninlil se sitúa en el tiempo «cuando el hombre
aún no había sido creado», etc.
El lenguaje y el propósito del Capítulo 6 del Génesis tenían el
mismo objetivo: situar los acontecimientos trascendentes de la gran
Inundación en su correcta perspectiva temporal. La primera palabra
del primer versículo del Capítulo 6 es cuando:
Cuando los terrestres
comenzaron a crecer en número sobre la faz de la Tierra, y les nacieron hijas.
Éste, prosigue la narración, fue el momento en que
Los hijos de los dioses vieron que las hijas de los terrestres eran compatibles; y tomaron para sí por esposas a las que eligieron.
Momento en el cual...
Los nefilim estaban en el país en aquellos días, y también después; cuando los hijos de los dioses cohabitaron con las hijas de los terrestres y concibieron. Ellos fueron los Poderosos que eran de Olam, el Pueblo del Shem.
Fue entonces, en aquellos días, cuando el Hombre estaba a punto de
ser barrido de la faz de la Tierra por el Diluvio.
¿Cuándo fue exactamente eso?
El versículo 3 nos dice, inequívocamente: cuando su edad, la de la
Deidad era de 120 años. Ciento veinte «años», no del Hombre ni de la
Tierra, sino de los poderosos, el «Pueblo de los Cohetes», los
nefilim. Y su año era el shar -3.600 años terrestres.
Esta interpretación no sólo aclara los desconcertantes versículos
del Génesis 6, sino que también demuestra de qué modo se ajusta a la
información sumeria: 120 shar 432.000 años terrestres, habían pasado
entre la llegada a la Tierra de los nefilim y el Diluvio.
Antes de volver a los antiguos documentos sobre los viajes de los
nefilim a la Tierra y su asentamiento en ella, habría que responder
a dos cuestiones básicas: ¿Podrían evolucionar en otro planeta unos
seres que, obviamente, no son muy diferentes de nosotros? Y también,
¿dispusieron estos seres, hace medio millón de años, de la
posibilidad del viaje interplanetario?
La primera pregunta nos lleva a otra aún más fundamental: ¿Existe
vida, tal como la conocemos, en alguna otra parte además de en
nuestro planeta? Los científicos saben ahora que existen
innumerables galaxias como la nuestra, que tienen incontables
estrellas como nuestro Sol, con cantidades astronómicas de planetas
que pueden proporcionar todas las combinaciones imaginables de
temperatura, atmósfera y componentes químicos, ofreciendo miles de
millones de posibilidades para la Vida.
Los científicos también han descubierto que nuestro propio espacio
interplanetario no está vacío. Por ejemplo, existen moléculas de
agua en el espacio, los restos de lo que se cree que hayan sido
nubes de cristales de hielo que, según parece, envolvían a las
estrellas en sus primeros estadios de desarrollo. Este
descubrimiento da apoyo a las insistentes referencias mesopotámicas
a las aguas del Sol, que se mezclaron con las aguas de Tiamat.
También se han encontrado moléculas básicas de materia viva
«flotando» en el espacio interplanetario, haciendo saltar en pedazos
la creencia de que la vida sólo puede existir dentro de determinado
rango de atmósferas o temperaturas. Además, también se ha descartado
la idea de que la única fuente de energía y calor disponible para
los organismos vivos es la que emite el Sol. Así, la nave espacial
Pioneer 10 descubrió que Júpiter, a pesar de estar mucho más lejos
del Sol que la Tierra, era tan cálido que debía de tener sus propias
fuentes de energía y calor.
Un planeta con abundancia de elementos radiactivos en sus
profundidades no sólo generaría su propio calor, sino que también
experimentaría una sustancial actividad volcánica. Esta actividad
volcánica proporciona una atmósfera. Si el planeta es lo
suficientemente grande como para ejercer una fuerte atracción
gravitatoria, podrá conservar su atmósfera casi indefinidamente.
Esta atmósfera, a su vez, generará un efecto invernadero: protegerá
al planeta del frío del espacio y evitará que el calor del planeta
se disipe en el espacio -del mismo modo que la ropa nos mantiene
calientes, al no dejar que el calor del cuerpo se disipe. Si tenemos
esto en cuenta, las descripciones del Duodécimo Planeta en los
textos antiguos en las que se dice que iba «vestido con un halo»
asumen algo más que un significado poético. Siempre se refieren a él
como a un planeta radiante -»el más radiante de los dioses es»- y en
las representaciones gráficas se le muestra como un cuerpo que emite
rayos. El Duodécimo Planeta podía generar su propio calor y
retenerlo gracias a su capa atmosférica.
(Fig. 115)
Los científicos han llegado también a la inesperada conclusión de
que la vida no sólo evolucionó en los planetas exteriores (Júpiter,
Saturno, Urano, Neptuno), sino que, probablemente, evolucionó allí
de hecho. Estos planetas están compuestos de los elementos más
ligeros del sistema solar, tienen una composición más parecida a la
del universo en general y ofrecen profusión de hidrógeno, helio,
metano, amoniaco y, probablemente, neón y vapor de agua en sus
atmósferas -todos los elementos necesarios para la producción de
moléculas orgánicas.
Para el desarrollo de la vida, tal como la conocemos, es esencial el
agua. Los textos mesopotámicos no ofrecen dudas al respecto de que
el Duodécimo Planeta era un planeta acuoso. En «La Epopeya de la
Creación», en la lista de los cincuenta nombres del planeta, aparece
un grupo de ellos que ensalzan sus aspectos acuosos. Basándose en el
epíteto A.SAR («rey acuoso»), «el que establece los niveles del
agua», los nombres describen al planeta como A.SAR.U («rey acuoso
noble y brillante»), A.SAR.U.LU.DU («rey acuoso noble y brillante
cuya profundidad es abundante»), etc.
Los sumerios no dudaban de que el Duodécimo Planeta fuera un planeta
verdoso de vida; de hecho, le llamaban NAM.TIL.LA.KU, «el dios que
mantiene la vida». También era «el que concede el cultivo», «creador
del grano y las hierbas que hacen que la vegetación crezca... que
abre los pozos, repartiendo agua en abundancia» -el «irrigador del
Cielo y la Tierra».
Los científicos han llegado a la conclusión de que la vida no
evolucionó sobre los planetas terrestres, con sus pesados
componentes químicos, sino en los bordes exteriores del sistema
solar. Desdeahí, el Duodécimo Planeta vino hasta el centro, un
planeta rojizo, refulgente, que generaba e irradiaba su propio
calor, ofreciendo en su propia atmósfera los ingredientes necesarios
para la química de la vida.
Si existe un enigma, es el de la aparición de la vida sobre la
Tierra. La Tierra se formó hace unos 4.500.000.000, y los
científicos creen que las formas más simples de vida se encontraban
ya presentes pocos centenares de millones de años después. Esto es,
simplemente, demasiado pronto para conseguirlo. Según diversos
indicios, las formas de vida más antiguas y sencillas, con más de
3.000 millones de años de antigüedad, tenían moléculas de origen
biológico, no no-biológico. Esto significa, dicho de otra manera,
que la vida que había en la Tierra tan poco tiempo después de que el
planeta naciera tenía que ser, necesariamente, descendiente de
alguna forma de vida previa, y no el resultado de la combinación de
elementos químicos y gases sin vida.
Lo que sugiere todo esto a los desconcertados científicos es que la
vida, que no pudo evolucionar fácilmente en la Tierra, no
evolucionó, de hecho, en la Tierra. En la revista científica ícaro
(Septiembre de 1973), el Premio Nobel Francis Crick y el Dr.
Leslie
Orgel avanzaron la teoría de que «la vida en la Tierra puede haber
surgido a partir de minúsculos organismos de un planeta distante».
Ellos dieron a conocer sus estudios debido a la conocida incomodidad
entre los científicos acerca de las teorías en curso sobre los
orígenes de la vida en la Tierra. ¿Por qué hay sólo un código
genético para toda la vida terrestre? Si la vida comenzó en un
«caldo» de cultivo primigenio, como creen la mayoría de los
biólogos, debería de haberse desarrollado cierta variedad de códigos
genéticos. Y, también, ¿por qué el molibdeno juega un papel clave en
las reacciones enzimáticas que son esenciales para la vida, siendo
el molibdeno un elemento químico tan raro en la Tierra? ¿Por qué
elementos tan abundantes en la Tierra, como el cromo o el níquel,
son tan poco importantes en las reacciones bioquímicas?
Pero lo más singular de la teoría planteada por estos dos
científicos, Crick y Orgel, no era sólo que toda la vida en la
Tierra pudiera haber surgido de un organismo de otro planeta, sino
que tal «inseminación» fuera deliberada -que seres inteligentes de
otro planeta lanzaran «la semilla de la vida» desde su planeta a la
Tierra en una nave espacial, con el propósito expreso de comenzar la
cadena de la vida en la Tierra.
Sin la ventaja de los datos que se proporcionan en este libro, estos
dos eminentes científicos se acercaron mucho a la realidad. No hubo
una inseminación «premeditada»; lo que hubo fue una colisión
celeste. Un planeta portador de vida, el Duodécimo Planeta y sus
satélites, colisionaron con Tiamat y la partieron en dos, «creando»
la Tierra con una de sus mitades.
Durante esta colisión, el aire y el suelo portadores de vida del
Duodécimo Planeta «inseminaron» la Tierra, dándole las primitivas y
complejas formas de vida biológicas para cuya temprana aparición no
existe otra explicación.
Sólo con que la vida en el Duodécimo Planeta comenzara un 1 por
ciento antes que en la Tierra, habría comenzado unos 45 millones de
años antes. Aún con éste mínimo margen, seres tan desarrollados como
el Hombre estarían viviendo ya sobre el Duodécimo Planeta cuando los
primeros mamíferos acababan de aparecer sobre la Tierra.
Si aceptamos este comienzo anterior para la vida sobre el Duodécimo
Planeta, pudo existir la posibilidad de que sus gentes fueran
capaces de viajar por el espacio hace sólo 500.000 años.
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