9 - ATERRIZAJE EN EL PLANETA TIERRA

Solamente hemos puesto el pie en la Luna y hemos explorado los planetas más cercanos a nosotros con naves no tripuladas. Más allá de nuestros relativamente cercanos vecinos, tanto el espacio interplanetario como el espacio exterior se encuentran aún fuera del alcance de hasta la más pequeña de las naves de exploración. Pero el propio planeta de los nefilim, con su inmensa órbita, ha hecho las veces de un observatorio móvil, llevándoles a través de las órbitas de todos los planetas exteriores y permitiéndoles observar de primera mano la mayor parte del sistema solar.


No es de extrañar, por tanto, que, cuando aterrizaron por vez primera sobre la Tierra, buena parte del conocimiento que traían con ellos tuviera que ver con la astronomía y con las matemáticas celestes. Los nefilim, «Dioses del Cielo» sobre la Tierra, le enseñaron al Hombre a mirar a los cielos -exactamente, lo que Yahveh le decía a Abraham que hiciera.


Tampoco resulta extraño que hasta las más primitivas y toscas esculturas y dibujos lleven símbolos celestes de constelaciones y planetas; y que, cuando había que representar o invocar a los dioses, sus símbolos celestes se utilizaran como una abreviatura gráfica. Al invocar los símbolos celestes («divinos»), el Hombre ya no estaba solo; los símbolos conectaban a los terrestres con los nefilim, a la Tierra con el Cielo, a la Humanidad con el universo.


Hay símbolos que, según creemos, transmiten también información que sólo podría estar relacionada con el viaje espacial hasta la Tierra.


Las fuentes antiguas proporcionan gran cantidad de textos y de listas que tratan de los cuerpos celestes y de sus relaciones con las distintas divinidades. El antiguo hábito de asignar varios epítetos tanto a los cuerpos celestes como a las divinidades ha hecho difícil la identificación. Aún en el caso de identificaciones establecidas, como la de Venus/Ishtar, el cuadro se confunde con los cambios en el panteón. Por ejemplo, en los primeros tiempos se asociaba a Venus con Ninhursag.


Pero algunos expertos han aclarado las cosas en gran medida, como E. D. Van Burén (Symbols of the Gods in Mesopotamian Art), que reunió y clasificó los más de ochenta símbolos -de dioses y cuerpos celestes- que se pueden encontrar en sellos cilíndricos, esculturas, estelas, relieves, murales y (con gran detalle y claridad) piedras de demarcación de territorios (kudurru en acadio). Cuando se observa la clasificación de los símbolos, se hace evidente que, además de representar a algunas de las constelaciones meridionales y septentrionales más conocidas (como la Serpiente de Mar para la constelación de la Hidra), los símbolos solían representar o bien a las doce constelaciones del zodiaco (por ejemplo, el Cangrejo por Escorpio), o a los doce Dioses del Cielo y la Tierra, o a los doce miembros del sistema solar. El kudurru erigido por Melishipak, rey de Susa (ver páginas 205-206), muestra los doce símbolos del zodiaco y los símbolos de los doce dioses astrales.


Una estela, erigida por el rey asirio Asaradón, muestra al soberano sosteniendo una Copa de la Vida mientras da la cara a los doce Dioses del Cielo y de la Tierra principales. Vemos a cuatro dioses encima de animales, de los cuales Ishtar sobre el león y Adad sosteniendo el ramificado rayo se pueden identificar con claridad. A otros cuatro dioses se les representa con las herramientas de sus atributos específicos, como al dios guerrero Ninurta, con su maza de cabeza de león. Los otros cuatro dioses se muestran como cuerpos celestes -el Sol (Shamash), el Globo Alado (el Duodécimo Planeta, la morada de Anu), la Luna creciente y un símbolo consistente en siete puntos.


Aunque, en épocas posteriores, el dios Sin estuvo asociado con la Luna, identificada por el creciente, existen evidencias que nos inducen a pensar que en «los tiempos de antaño» el creciente era el símbolo de un dios anciano y con barba, uno de los verdaderos «dioses de antaño» de Sumer. Representado a menudo en medio de varias corrientes de agua, este dios era, indudablemente, Ea. creciente estaba asociado también con la ciencia de la medida y el cálculo, de la cual Ea era el maestro divino. Por otra parte, resultaba adecuado asignar al Dios de los Mares y los Océanos, Ea, su homólogo celeste, la Luna, que provoca las mareas.


Pero, ¿qué significaba el símbolo de los siete puntos?
(Fig. 116)

Existen muchas pistas que no dejan la menor duda de que aquel era el símbolo celeste de Enlil. La representación de la Puerta de Anu (el Globo Alado) flanqueada por Ea y Enlil (ver Fig. 87), los simboliza a través del creciente y de los siete puntos. Algunas de las representaciones más claras de los símbolos celestes, que fueron meticulosamente copiadas por Sir Henry Rawlinson (The Cuneiform Inscriptions of Western Asia), asignan la posición más prominente a un grupo de tres símbolos que significan a Anu flanqueado por sus dos hijos; aquí se demuestra que el símbolo de Enlil podía ser el de los siete puntos o el de una «estrella» de siete puntas. El elemento esencial en la representación celestial de Enlil era el número siete (la hija, Ninhursag, era incluida a veces, representada por el cortador umbilical). (Fig. 117)

Los expertos no han podido comprender la afirmación de Gudea, rey de Lagash, de que «el 7 celeste es 50». Los intentos de solución aritmética -alguna fórmula según la cual el número siete se transformaba en cincuenta- fracasaron a la hora de revelar el significado de la afirmación de Gudea. Sin embargo, ahora vemos que la respuesta es sencilla: Gudea afirmaba que el cuerpo celeste que es «siete» simboliza al dios que es «cincuenta». El dios Enlil, cuyo rango numérico era cincuenta, tenía su homólogo celeste en el séptimo planeta.


Pero, ¿cuál era el planeta de Enlil? Recordemos los textos que hablan de los tiempos primitivos, cuando los dioses llegaron a la Tierra, cuando Anu se quedó en el Duodécimo Planeta y sus dos hijos, que habían bajado a la Tierra, echaron suertes. A Ea se le dio la «soberanía de lo Profundo», y a Enlil «la Tierra se le dio para sus dominios». Y la respuesta al enigma aparece con toda su trascendencia:


El planeta de Enlil era la Tierra. Para los nefilim, la Tierra era el séptimo planeta.

En Febrero de 1971, los Estados Unidos lanzaron una nave espacial no tripulada hacia la misión más larga que se ha hecho hasta la fecha. Durante 21 meses viajó, más allá de Marte y del cinturón de asteroides, hasta un encuentro, planificado a la perfección, con Júpiter. Después, tal como habían previsto los científicos de la NASA, la inmensa fuerza gravitatoria de Júpiter «agarró» a la nave espacial y la arrojó al espacio exterior.


Especulando con la posibilidad de que, algún día, el Pioneer 10 pudiera ser atraído por la fuerza gravitatoria de otro «sistema solar» y se estrellara en algún otro planeta del universo, los científicos pusieron en el Pioneer 10 una placa de aluminio grabada con un «mensaje».
(Fig. 118)

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El mensaje emplea un lenguaje pictográfico -signos y símbolos no demasiado diferentes de aquellos utilizados en la primera escritura pictográfica, la de Sumer. El mensaje pretende explicar a los que encuentren la placa que la Humanidad es varón y hembra, de un tamaño que se relaciona con el tamaño y la forma de la nave espacial. Representa también a dos de los elementos químicos básicos de nuestro mundo, y nuestra situación, relacionada con determinada fuente interestelar de emisiones de radio. Y representa a nuestro sistema solar como un Sol y nueve planetas, diciéndole al que lo encuentre: «La nave que has encontrado viene del tercer planeta de este Sol».


Nuestra astronomía está orientada a la idea de que la Tierra es el tercer planeta, algo que es cierto si uno comienza a contar desde el centro del sistema, el Sol.


Pero, para alguien que se acerca a nuestro sistema solar desde el exterior, el primer planeta que se encontrará será Plutón, el segundo Neptuno, el tercero Urano -no la Tierra. El cuarto Saturno, el quinto Júpiter, el sexto Marte. Y la Tierra sería el séptimo.


Nadie, salvo los nefilim, llegando a la Tierra después de pasar Plutón, Neptuno, Urano, Saturno, Júpiter y Marte, habría considerado a la Tierra «el séptimo». Aún en el caso, por el bien de la discusión, de suponer que los habitantes de la antigua Mesopotamia -en vez de unos viajeros espaciales- hubieran tenido el conocimiento o la sabiduría de contar la posición de la Tierra desde el borde del sistema solar, y no desde el centro, desde el Sol, tendríamos que concluir que aquellos antiguos pueblos conocían la existencia de Plutón, Neptuno y Urano. Y, dado que no podían tener noticia de estos planetas exteriores por sí mismos, la información, necesariamente, se la habrían proporcionado los nefilim.


Cualquiera que sea la posición que se adopte como punto de inicio, la conclusión es la misma: sólo los nefilim podían saber que había planetas más allá de Saturno, y, por consiguiente, la Tierra -si contamos desde el exterior- es el séptimo planeta.
La Tierra no es el único planeta cuya posición numérica en el sistema solar se representaba simbólicamente. Existen muchas evidencias que muestran que a Venus se le representaba como una estrella de ocho puntas: Venus es el octavo planeta, el siguiente a la Tierra, si contamos desde el exterior. La estrella de ocho puntas representaba también a la diosa Ishtar, cuyo planeta era Venus.
(Fig. 119)

Muchos sellos cilíndricos y otras reliquias gráficas representan a Marte como al sexto planeta. Un sello cilíndrico muestra al dios asociado con Marte (originalmente, Nergal, después, Nabu), sentado en un trono bajo una «estrella» de seis puntas como símbolo. (Fig. 120) Otros símbolos en el sello muestran al Sol, en gran medida como lo representaríamos hoy en día, la Luna y la cruz, símbolo del «Planeta del Cruce», el Duodécimo Planeta.

En la época asiría, la «cuenta celeste» del planeta de un dios se solía indicar con el número correspondiente de símbolos de estrella colocado a lo largo del trono del dios. Así, una placa que representa al dios Ninurta ponía cuatro símbolos de estrella en su trono. Su planeta, Saturno, es el cuarto planeta, tal como los contaban los nefilim. Se han encontrado representaciones similares para la mayoría de los demás planetas.


El acontecimiento religioso más importante de la antigua Mesopotamia, los doce días de la Festividad del Año Nuevo, estaban repletos de un simbolismo que tenía que ver con la órbita del Duodécimo Planeta, la estructura del sistema solar y el viaje de los nefilim a la Tierra. Las mejor documentadas de estas «afirmaciones de fe» eran los rituales babilonios de Año Nuevo; pero las evidencias demuestran que los babilonios sólo copiaron tradiciones que se remontaban a los inicios de la civilización sumeria.


En Babilonia, la festividad seguía un ritual muy estricto y detallado; cada parte, acto y oración tenía un motivo basado en la tradición y un significado concreto. Las ceremonias comenzaban el primer día de Nisán -por tanto, en el primer mes del año- coincidiendo con el equinoccio de primavera. Durante once días, todos los dioses con estatus celeste se unían a Marduk según un orden prescrito. El duodécimo día, todos los dioses partían hacia su propia morada, y Marduk se quedaba solo, con todo su esplendor. El paralelismo con la aparición de Marduk dentro del sistema planetario, su «visita» a los otros once miembros del sistema solar y la separación en el duodécimo día -dejando al Duodécimo Dios seguir como Rey de los Dioses, pero aislado de ellos- es obvio.


Las ceremonias de la Festividad de Año Nuevo simbolizaban el recorrido del Duodécimo Planeta. Los primeros cuatro días, que representaban el paso de Marduk por los cuatro primeros planetas (Plutón, Neptuno, Urano y Saturno), eran días de preparación. Al término del cuarto día, los rituales representaban la aparición del planeta Iku (Júpiter) ante la vista de Marduk. El Marduk celeste se acercaba al lugar de la batalla; simbólicamente, el sumo sacerdote comenzaba a recitar «La Epopeya de la Creación» -el relato de la batalla celeste.


Se pasaba la noche en vela. Al terminar de recitar el relato de la batalla, y con el comienzo del quinto día, los rituales representaban la dodècuple proclamación de Marduk como «El Señor», afirmando que, con posterioridad a la batalla celeste, empezó a haber doce miembros en el sistema solar. Entonces, las recitaciones nombraban a los doce miembros del sistema solar y a las doce constelaciones del zodiaco.


También durante el quinto día, el dios Nabu -hijo y heredero de Marduk- llegaba en barco desde su centro de culto, Borsippa. Pero sólo podía entrar en el complejo del templo de Babilonia al día siguiente, el sexto, pues, por entonces, Nabu era miembro del panteón babilonio de doce y el planeta que tenía asignado era Marte, el sexto planeta.


El Libro del Génesis nos dice que en seis días «el Cielo, la Tierra y toda su hueste» se terminaron. Los rituales babilonios, que conmemoraban los acontecimientos celestes que trajeron como resultado la creación del cinturón de asteroides y la Tierra, se terminaban también en los primeros seis días de Nisán.


Durante el séptimo día, la fiesta centraba su atención en la Tierra. Aunque los detalles de los rituales del séptimo día son escasos, H. Frankfort (Kingship an the Gods) cree que, en ellos, los dioses, dirigidos por Nabu, promulgaban la liberación de Marduk de su prisión en «las Montañas de la Tierra Inferior». Dado que se han encontrado textos que hablan de las épicas luchas de Marduk con otros pretendientes a la soberanía de la Tierra, podemos conjeturar


que los acontecimientos del séptimo día eran una representación de la lucha de Marduk por la supremacía en la Tierra (el «Séptimo»), sus derrotas iniciales y su victoria final y la usurpación de poderes.


Durante el octavo día de la Festividad del Año Nuevo en Babilonia, Marduk, victorioso en la Tierra, al igual que el falsificado Enuma Elish le había hecho en los cielos, recibía los supremos poderes de manos de los dioses para, después, en el noveno día, y acompañado por el rey y el populacho, se embarcaba en una procesión ritual que le llevaba desde su casa dentro del recinto sagrado de la ciudad hasta la «Casa de Akitu», que se encontraba en algún lugar en las afueras. Marduk y los once dioses visitantes permanecían en la casa hasta la undécima jornada para, al día siguiente, en la duodécima, separarse y volver cada uno a su morada, dando por finalizada la celebración.


De los muchos aspectos de la festividad babilonia que revelan sus primitivos orígenes sumerios, uno de los más significativos era el que se refería a la Casa de Akitu. En varios estudios, como el de The Babylonian Akitu Festival, de S. A. Pallis, se ha demostrado que esta casa figuraba ya en las ceremonias religiosas de Sumer en una época tan temprana como el tercer milenio a.C. Lo esencial de la ceremonia consistía en una procesión sagrada en la que el dios reinante dejaba su morada o templo e iba, atravesando varias estaciones, hasta un lugar fuera de la ciudad. Para este propósito se utilizaba una embarcación especial, un «Barco Divino». Después, cuando el dios terminaba de hacer lo que fuera que hiciese en la Casa A.KI.TI, volvía al muelle de la ciudad con el mismo Barco Divino, y desandaba el recorrido de vuelta al templo en medio de la celebración y el regocijo del rey y del populacho.


El término sumerio A.KI.TI (del cual se deriva el babilonio akitu) significaba, literalmente, «fundar la vida en la Tierra». Esto, acompañado por diversos aspectos del misterioso viaje, nos lleva a la conclusión de que la procesión simbolizaba el arriesgado pero exitoso viaje de los nefilim desde su hogar hasta el séptimo planeta, la Tierra.


Las excavaciones dirigidas durante alrededor de 20 años en la antigua Babilonia, brillantemente correlacionadas con los textos de los rituales babilonios, permitieron a los equipos de expertos dirigidos por F. Wetzel y F. H. Weissbach (Das Hauptheiligtum des Marduks in Babylon) reconstruir el sagrado recinto de Marduk, los detalles arquitectónicos de su zigurat y el Camino Procesional, partes de los cuales se reconstruyeron después en el Museo del Antiguo Oriente Próximo de Berlín oriental.


Los nombres simbólicos de las siete estaciones y el epíteto de Marduk en cada una de ellas se daban tanto en acadio como en sumerio, atestiguando con ello no sólo su antigüedad, sino también los orígenes sumerios de la procesión y su simbolismo.


La primera estación de Marduk, en la que su epíteto era «Soberano de los Cielos», se llamaba «Casa de Santidad» en acadio y «Casa de las Aguas Brillantes» en sumerio. El epíteto del dios en la segunda estación es ilegible; pero la estación se llamaba «Donde el Campo se Separa». El nombre, parcialmente mutilado, de la tercera estación comenzaba con las palabras «Situación frente al planeta...»; y el epíteto del dios cambiaba aquí a «Señor del Fuego Derramado».


La cuarta estación se llamaba «Lugar Santo de los Destinos» y Marduk recibía el nombre de «Señor de la Tormenta de las Aguas de An y Ki». La quinta estación parecía menos turbulenta. Se llamaba «La Calzada», y Marduk asumía el título de «Donde Aparece la Palabra del Pastor». También se indicaba una navegación tranquila en la sexta estación, llamada «La Nave del Viajero», donde el epíteto de Marduk cambiaba a «Dios de la Puerta Señalada».


La séptima estación era el Bit Akitu («casa de la fundación de la vida en la Tierra»). Allí, Marduk tomaba el título de «Dios de la Casa del Descanso».


En nuestra opinión, las siete estaciones de la procesión de Marduk representaban el viaje espacial de los nefílim desde su planeta hasta la Tierra; creemos que la primera estación, la «Casa de las Aguas Brillantes», representaba el paso por Plutón; la segunda («Donde el Campo se Separa»), era Neptuno; la tercera, Urano; la cuarta -un lugar de tormentas celestes- Saturno. La quinta, donde «La Calzada» se hacía clara, «donde aparece la palabra del pastor», era Júpiter. La sexta, donde el viaje cambiaba a «La Nave del Viajero», era Marte.


Y la séptima estación era la Tierra, el final del viaje, donde se le ofrecía a Marduk la «Casa del Descanso» («la casa de la fundación de la vida en la Tierra» del dios).

¿Cómo veía el sistema solar, en términos del vuelo espacial a la Tierra, la «Administración Aeronáutica y Espacial» de los nefilim-Lógicamente -y de hecho-, veían el sistema solar en dos partes. La zona uno era la zona de vuelo, que abarcaba el espacio ocupado por los siete planetas que se extienden desde Plutón a la Tierra. El segundo grupo, más allá de la zona de navegación, lo componían cuatro cuerpos celestes -la Luna, Venus, Mercurio y el Sol. Tanto en astronomía como en genealogía divina, los dos grupos se consideraban por separado.


Genealógicamente, Sin (la Luna) era la cabeza del grupo de los «Cuatro». Shamash (el Sol) era su hijo, e Ishtar (Venus), su hija. Adad, Mercurio, era el tío, el hermano de Sin, que siempre acompañaba a su sobrino Shamash y, en especial, a su sobrina Ishtar.


Los «Siete», por otra parte, aparecían juntos en textos que hablaban de los asuntos de dioses y hombres, y de acontecimientos celestes. Eran «los siete que juzgan», «siete emisarios de Anu, su rey», y fue por ellos que se consagró el número siete. Había «siete ciudades de antaño»; las ciudades tenían siete puertas; las puertas tenían siete cerrojos; las bendiciones pedían siete años de plenitud; las maldiciones, hambres y plagas durante siete años; los matrimonios divinos se celebraban con «siete días de relaciones sexuales»; y así sucesivamente.


Durante las ceremonias solemnes, como las que se realizaban durante las raras visitas de Anu y su consorte, las deidades que representaban a los Siete Planetas tenían asignadas determinadas posiciones y ropajes ceremoniales, mientras que los Cuatro eran tratados como un grupo aparte. Por ejemplo, las antiguas normas de protocolo decían: «Las deidades Adad, Sin, Shamash e Ishtar tendrán su sede en la corte hasta el amanecer».


En los cielos, se suponía que cada grupo estaba en su propia zona celeste, y los sumerios suponían que había una «barrera celeste» que mantenía a los dos grupos separados. «Un importante texto astral-mitológico», según A. Jeremias (The Old Testament in the Light of the Ancient Near East), habla de un acontecimiento celeste excepcional, cuando los Siete «cruzaron al asalto la Barrera Celeste». En este altercado, que, según parece, fue una alineación inhabitual de los Siete Planetas, «éstos se aliaron con el héroe Shamash [el Sol] y el valiente Adad [Mercurio]» -lo cual quizás signifique que todos ejercían su atracción gravitatoria en una única dirección. «Al mismo tiempo, Ishtar, buscando un glorioso lugar para vivir con Anu, pretendía convertirse en Reina del Cielo» -Venus estaba cambiando su situación, yendo a un «glorioso lugar para vivir». El mayor efecto lo Padeció Sin (la Luna). «Los siete, que no temían las leyes... al dador de Luz, Sin, asediaron violentamente». Según este texto, la aparición del Duodécimo Planeta salvó a la ensombrecida Luna y la hizo «brillar en los cielos» de nuevo.


Los Cuatro estaban situados en una zona celeste que los sumerios llamaban GIR.HE.A («aguas celestes donde los cohetes se confunden»), MU.HE («confusión de nave espacial»), o UL.HE («banda de confusión»). Estos desconcertantes términos adquieren sentido si asumimos que los nefilim consideraban los cielos del sistema solar en función del viaje espacial. Sólo recientemente, los ingenieros de la Comsat (Communications Satellite Corporation) han descubierto que el Sol y la Luna «engañan» a los satélites artificiales y los «hacen callar». Los satélites terrestres se pueden «confundir» a causa de las lluvias de partículas de las erupciones solares o de los cambios en el reflejo que hace la Luna de los rayos infrarrojos. Los nefilim también sabían que las naves espaciales entraban en una «zona de confusión» a partir del momento en que pasaban la Tierra y se acercaban a Venus, Mercurio y el Sol.


Separados de los Cuatro por una supuesta barrera, los Siete estaban en una zona celeste para la cual los sumerios utilizaban el término UB. El ub constaba de siete partes llamadas (en acadio) giparu («residencias nocturnas»). Existen pocas dudas acerca de que éste fuera el origen de la creencias de Oriente Próximo sobre los «Siete Cielos».


Los siete «orbes» o «esferas» del ub comprendían el acadio kishshatu («la totalidad»). El origen del término se encontraba en el sumerio SHU, que implicaba también «esa parte que era la más importante», la Suprema. De ahí que a los Siete Planetas se les llamara a veces «los Siete Brillantes SHU.NU» -los Siete que «en la Parte Suprema descansan».


A los Siete se les trataba con mayores detalles técnicos que a los Cuatro. Las listas celestes sumerias, babilonias y asirías los describían con diversos epítetos, y los enumeraban en su orden correcto. La mayoría de los expertos, al suponer que los textos antiguos no podían hablar de los planetas que hay más allá de Saturno, han tenido dificultades para identificar correctamente los planetas descritos en los textos. Pero nuestros descubrimientos han hecho que resulte relativamente fácil la identificación y la comprensión de los significados de los nombres.


El primer planeta con el que se encontraban los nefilim en su viaje de aproximación al sistema solar era Plutón. Las listas mesopotámicas le llaman SHU.PA («supervisor del SHU»), el planeta que vigila la aproximación a la Parte Suprema del sistema solar.


Como veremos, los nefilim sólo podían aterrizar en la Tierra si sus naves espaciales eran lanzadas desde el Duodécimo Planeta bastante antes de llegar a las cercanías de la Tierra. Así pues, es posible que cruzaran la órbita de Plutón no sólo como habitantes del Duodécimo Planeta, sino también como astronautas a bordo de una nave espacial. Un texto astronómico decía que el planeta Shupa era aquel donde «la divinidad Enlil fijaba el destino del País» -donde el dios encargado de la nave espacial establecía el rumbo hacia el planeta Tierra y el País de Sumer.


Después de Shupa, estaba IRU («curva» o «rizo»). En Neptuno, la nave espacial de los nefilim comenzaba su amplia vuelta hacia su objetivo final. En otra lista se nombra al planeta como HUM.BA, que connota «vegetación de tierras cenagosas». Si algún día exploramos Neptuno, ¿descubriremos que su insistente asociación con las aguas se debe a las ciénagas que los nefilim veían en él?


A Urano se le llamaba Kakkab Shanamma («planeta que está repetido o que es el doble»). Y, ciertamente, Urano es el hermano gemelo de Neptuno, tanto en tamaño como en apariencia. Una lista sumeria le llama EN.TI.MASH.SIG («planeta de brillante vida verdosa»). ¿Acaso Urano es un planeta en el que abunda la vegetación pantanosa?


Más allá de Urano, aparecía Saturno, un planeta gigante (cerca de diez veces el tamaño de la Tierra) que se distinguía por sus anillos, que se extienden en la distancia más de dos veces el diámetro del planeta. Dotado de una tremenda atracción gravitatoria y con sus misteriosos anillos, Saturno debe haber representado muchos peligros para los nefilim y sus naves espaciales. Esto quizás explicaría por qué le llamaban TAR.GALLU («el gran destructor»). También se le llamaba KAK.SI.DI («arma de justicia») y SI.MUTU («aquel que por justicia mata»). En todo el Oriente Próximo de la antigüedad, Saturno representó al que castigaba al injusto. ¿Eran estos nombres una expresión de temor, o acaso hacían referencia a verdaderos accidentes espaciales?


Ya hemos visto que los rituales Akitu hacían referencia a «las tormentas de las aguas» entre An y Ki durante el cuarto día -cuando la nave espacial estaba entre Anshar (Saturno) y Kishar (Júpiter).


Un texto sumerio muy antiguo, que desde su primera publicación en 1912 se supone que es «un texto mágico antiguo», registra muy posiblemente la pérdida de una nave espacial y de sus cincuenta tripulantes. Cuenta que Marduk, al llegar a Eridú, acudió rápidamente hasta su padre Ea con unas terribles noticias:

«Ha sido creado como un arma;
ha atacado como la muerte...
A los anunnaki, que eran cincuenta,
los ha destruido...
Al SHU.SAR, que vuela como un ave,
lo ha herido en el pecho.»

El texto no identifica al destructor, sea quien sea, del SHU.SAR (el «cazador supremo» volante) y de sus cincuenta astronautas. Pero el temor del peligro celeste era evidente sólo en lo referente a Saturno.


Los nefilim debían sentir un gran alivio cuando pasaban Saturno y comenzaban a ver a Júpiter. Al quinto planeta le llamaban Barbaru («brillante»), así como SAG.ME.GAR («grande, donde se abrochan los trajes espaciales»). Otro nombre de Júpiter, SIB.ZI.AN.NA («guía verdadero en los cielos») describía también su probable papel en el viaje a la Tierra: era la señal para trazar una curva en el difícil paso entre Júpiter y Marte, y la entrada en la peligrosa zona del cinturón de asteroides. Por sus epítetos, parecería que éste era el punto en el que los nefilim se ponían sus mes, sus trajes espaciales.


Marte recibía el nombre, por otra parte apropiado, de UTU.KA. GAB.A («luz establecida a la puerta de las aguas»), recordándonos las descripciones sumerias y bíblicas del cinturón de asteroides como del «brazalete» celeste que separa las «aguas superiores» de las «aguas inferiores» del sistema solar. Más precisamente, a Marte se le llamaba Shelibbu («uno cerca del centro» del sistema solar).


Un dibujo poco común de un sello cilíndrico sugiere que, al pasar Marte, la nave espacial nefilim que llegaba establecía comunicación permanente con el «Control de la Misión» en la Tierra.
(Fig. 121).

El objeto central de este antiguo dibujo simula el símbolo del Duodécimo Planeta, el Globo Alado. Sin embargo, parece diferente: es más mecánico, más manufacturado que natural. Sus «alas» parecen paneles solares de los que utilizan las naves espaciales norteamericanas para convertir la energía solar en electricidad. Las dos antenas no se prestan a error.


La nave circular, con su parte superior similar a una corona y sus alas y antenas extendidas, está situada en los cielos, entre Marte (la estrella de seis puntas) y la Tierra y la Luna. En la Tierra, una divinidad extiende su mano, recibiendo a un astronauta que está todavía en los cielos, cerca de Marte. Al astronauta se le muestra portando un casco con visor y una coraza.


La parte inferior de su traje es como la de un «hombre-pez» -quizás, un requisito ante un posible amerizaje de emergencia en el océano. En una mano sostiene un instrumento; con la otra parece responder al saludo de la Tierra.


Y, después, en la navegación, estaba la Tierra, el séptimo planeta. En la lista de los «Siete Dioses Celestes» se le llamaba SHU.GI («buen lugar de descanso de SHU»). También significaba «el país de la conclusión de SHU», de la Parte Suprema del sistema solar -el destino del largo viaje espacial.


Aunque en el Oriente Próximo de la antigüedad el sonido gi se transformaba a veces en el sonido, más familiar, de ki («Tierra», «país o tierra seca»), la pronunciación y la sílaba gi perduró hasta nuestros días en su sentido original, exactamente en el sentido que tenía para los nefilim: geografía, geometría, geología.


En su forma pictográfica más antigua, el signo SHU.GI significaba también shibu («el séptimo»). Y los textos astronómicos decían:

Shar shadi il Enlil ana kakkab SHU.GI ikabbi
«El Señor de las Montañas, el divino Enlil, es idéntico al planeta Shugi».

Al igual que las siete estaciones del viaje de Marduk, los nombres de los planetas también nos hablan de un vuelo espacial. El destino final del viaje era el séptimo planeta, la Tierra.

Nunca sabremos si, dentro de quién sabe cuántos años o siglos, alguien, en otro planeta, encontrará y comprenderá el mensaje que se puso en la placa del Pioneer 10. Del mismo modo, quizás se considere absurdo esperar que encontremos en la Tierra una placa similar, pero al revés, una placa que diera información a los terrestres sobre la localización y el rumbo del Duodécimo Planeta.


Y, sin embargo, tan extraordinaria evidencia existe.


Esta evidencia está en una tablilla de arcilla que se encontró en las ruinas de la Biblioteca Real de Nínive. Como otras muchas tablillas, es, indudablemente, una copia asiria de una tablilla sumeria anterior. A diferencia de las demás, es un disco circular; y, aunque algunos signos cuneiformes que hay en ella se han conservado excelentemente bien, los pocos expertos que se tomaron el trabajo de descifrarla terminaron diciendo de ella que era «el más desconcertante documento mesopotámico».


En 1912, L. W. King, posteriormente conservador de las antigüedades asirías y babilonias del Museo Británico, hizo una meticulosa copia del disco, que está dividido en ocho segmentos. En las partes no deterioradas, aparecen formas geométricas que no se han visto en ningún otro objeto antiguo, diseñadas y dibujadas con considerable precisión. Entre ellas hay flechas, triángulos, líneas de intersección e, incluso, una elipse -una curva geométrico-matemática que, con anterioridad al descubrimiento, se creía que no conocían en la antigüedad.
(Fig. 122)

La inhabitual y desconcertante placa de arcilla se puso por primera vez ante la mirada de la comunidad científica en un informe presentado ante la British Royal Astronomical Society el 9 de Enero de 1880. R. H. M. Bosanquet y A. H. Sayce, en uno de los primeros discursos que se hicieron sobre «La Astronomía Babilonia», se refirieron a ella como un planisferio (la reproducción de una superficie esférica en una mapa plano), y anunciaron que algunos signos cuneiformes de la placa «sugieren medidas... parecen tener algún significado técnico».


Los muchos nombres de cuerpos celestes que aparecen en los ocho segmentos de la placa dejan claro su carácter astronómico. Pero Bosanquet y Sayce estaban especialmente intrigados con los siete «puntos» de uno de los segmentos. Decían que quizás representaran las fases de la Luna, si no fuera por el hecho de que los puntos aparecían a lo largo de una línea donde se citaba a «la estrella de estrellas» DIL.GAN y a un cuerpo celeste llamado APIN.


«No cabe duda de que esta enigmática figura es susceptible de una explicación sencilla», decían. Pero sus esfuerzos por dar esa explicación no fueron más allá de la lectura correcta de los valores fonéticos de los signos cuneiformes y la conclusión de que el disco era un planisferio celeste.


Cuando la Royal Astronomical Society publicó un esbozo del planisferio, J. Oppert y P. Jensen avanzaron algo más en la lectura de los nombres de alguna estrella o planeta. En 1891, el Dr. Fritz Hommel, en un artículo publicado en una revista alemana («Die Astronomie der Alten Chaldaer»), llamó la atención sobre el hecho de que cada uno de los ocho segmentos del planisferio formaba un ángulo de 45 grados, por lo que llegó a la conclusión de que en la tablilla se representaba un barrido total del firmamento -los 360 grados de los cielos. Y sugirió también que el punto focal marcaba alguna situación «en los cielos babilonios».


Así quedó el tema hasta que Ernst F. Weidner, en un artículo publicado en 1912 (Babyloniaca: «Zur Babylonischen Astronomie») primero, y después en su principal libro de texto Handbuch der Babylonischen Astronomie (1915), analizó exhaustivamente la tablilla, sólo para concluir que no tenía sentido.


Su desconcierto vino provocado por el hecho de que, mientras las formas geométricas y los nombres de las estrellas o planetas escritos dentro de los distintos segmentos eran legibles o inteligibles (aun cuando su significado y propósito no estuvieran claros), las inscripciones a lo largo de las líneas (que discurren en ángulos de 45 grados entre sí), simplemente, no tenían sentido. Constituían, invariablemente, una serie de sílabas repetidas en la lengua asiría de la tablilla. Iban, por ejemplo, así:

lu bur di lu bur di lu bur di
bat bat bat kash kash kash kash alu alu alu alu

Weidner llegó a la conclusión de que la placa era tanto astronómica como astrológica, utilizada como tablilla mágica para exorcismos, al igual que otros textos donde aparecían sílabas repetidas. Con esto, se perdió cualquier interés posterior en una tablilla única.


Pero las inscripciones de esta tablilla muestran un aspecto totalmente diferente si probamos a leerlas no como signos lingüísticos asirios, sino como palabras silábicas sumerias; pues resulta difícil dudar de que esta tablilla es una copia asiria de un original sumerio anterior. Si observamos uno de los segmentos (al que podríamos dar el número I), sus sílabas sin sentido adquieren, literalmente, pleno significado si utilizamos el valor sumerio de estas palabras silábicas.
(Fig. 123)

na na na na a na a na un (a lo largo de la línea descendente)
sha sha sha sha sha sha (a lo largo de la circunferencia)
sham sham bur kur Kur (a lo largo de la línea horizontal)

Lo que se nos revela aquí es un mapa de ruta que marca el camino por el cual el dios Enlil «iba por los planetas», acompañado por algunas instrucciones de funcionamiento. La línea inclinada a 45 grados parece indicar la línea de descenso de la nave espacial desde un punto que está «alto alto alto alto», a través de «nubes de vapor» y una zona inferior en la que no hay vapor, hacia el punto del horizonte, donde los cielos y el suelo se encuentran.


En los cielos cercanos a la línea horizontal, las instrucciones a los astronautas cobran sentido: se les dice «preparen preparen preparen» sus instrumentos para la aproximación final; después, cuando se acercan al suelo, los «cohetes, cohetes» se encienden para detener la nave que, según parece, se elevaría («remontar») antes de alcanzar el punto de aterrizaje, dado que tenía que pasar por encima de terrenos altos o escabrosos («montaña montaña»).


La información que nos proporciona este segmento pertenece, claramente, a un viaje espacial del mismo Enlil. En este primer segmento, se nos da un esbozo geométrico preciso de dos triángulos conectados por una línea que gira en ángulo. La línea representa una ruta, pues la inscripción afirma con claridad que el esbozo muestra cómo «la deidad Enlil iba por los planetas».


El punto de salida es el triángulo de la izquierda, que representa las partes más alejadas del sistema solar; la zona objetivo está a la derecha, donde todos los segmentos convergen hacia el punto de aterrizaje.


El triángulo de la izquierda, que aparece con la base abierta, se parece a un conocido signo de la escritura pictográfica de Oriente Próximo; su significado se puede interpretar como «el dominio del soberano, el país montañoso». El triángulo de la derecha viene identificado por la inscripción shu-ut il Enlil («Camino del dios Enlil»); este término, como ya sabemos, identifica a los cielos septentrionales de la Tierra.


La línea angulada, por tanto, conecta lo que creemos que debió ser el Duodécimo Planeta -«el dominio del soberano, el país montañoso»- con los cielos de la Tierra. La ruta pasa entre dos cuerpos celestes -Dilgan y Apin.


Algunos expertos sostienen que estos eran los nombres de estrellas distantes o partes de constelaciones. Si las actuales naves espaciales, tripuladas y no tripuladas, navegan a través de situaciones «fijas» predeterminadas por brillantes estrellas, no se puede descartar que los nefilim utilizaran una técnica de navegación similar.


Sin embargo, la idea de que estos dos nombres se aplicaran a tales estrellas distantes no parece encajar con el significado de sus nombres: DIL.GAN significa, literalmente, «la primera estación», y APIN, «donde se establece el curso correcto».
Los significados de los nombres indican estaciones en el camino, puntos por los que hay que pasar. Estamos más de acuerdo con autoridades como Thompson, Epping y Strassmaier, que identificaron a Apin con el planeta Marte. Si es así, el significado del esbozo se aclara: la ruta entre el Planeta del Reino y los cielos de la Tierra pasaba entre Júpiter («la primera estación») y Marte («donde se establece el curso correcto»).


Esta terminología, por la cual se relacionaban los nombres descriptivos de los planetas con su papel en el viaje espacial de los nefilim, se adecua a los nombres y epítetos de las listas de los Siete Planetas Shu. Como si se hubiera hecho para confirmar nuestras conclusiones, la inscripción que afirma que ésta era la ruta de Enlil aparece debajo de un fila de siete puntos -los Siete Planetas que hay entre Plutón y la Tierra.


No sorprende, por tanto, que los cuatro cuerpos celestes que restan, los de la «zona de confusión», se muestren por separado, más allá de los cielos septentrionales de la Tierra y de la banda celeste.


En el resto de segmentos no deteriorados de la tablilla, se hace evidente también que nos encontramos ante un mapa del espacio y un manual de vuelo. Siguiendo en la dirección opuesta a las manecillas del reloj, la parte legible del siguiente segmento lleva la inscripción: «tomar tomar tomar lanzar lanzar lanzar lanzar completar completar». En el tercer segmento, donde se ve una parte de la inusual forma elíptica, las inscripciones legibles son «kakkab SIB.ZI.AN.NA ... enviado de AN.NA ... divinidad ISH.TAR», y la intrigante sentencia: «Deidad NI.NI supervisor del descenso».


En el cuarto segmento, que tiene lo que parecen ser indicaciones sobre cómo establecer el destino de uno en función de cierto grupo de estrellas, la línea de descenso se identifica, concretamente, con la línea de horizonte: la palabra cielo se repite once veces bajo la línea.


¿Acaso este segmento no representará una fase del vuelo cercana a la Tierra, cercana al lugar de aterrizaje? Éste podría ser, de hecho, el sentido de la leyenda que aparece sobre la línea horizontal: «colinas colinas colinas colinas cima cima cima cima ciudad ciudad ciudad ciudad». La inscripción que hay en el centro dice: «kakkab MASH.TAB.BA [Géminis] cuyo encuentro está fijado; kakkab SIB.ZI.AN.NA [Júpiter] proporciona el conocimiento».


Si, como parece ser el caso, los segmentos se disponen en una secuencia de aproximación, uno casi puede compartir la excitación de los nefilim cuando se acercaban al espaciopuerto de la Tierra. El siguiente segmento, que identifica de nuevo la línea de descenso como «cielo cielo cielo», dice también:

nuestra luz nuestra luz nuestra luz
cambio cambio cambio cambio
observa el sendero y el alto suelo ...tierra llana...

La línea horizontal tiene, por vez primera, cifras:

cohete cohete cohete ascenso
40 40 40
40 40 20 22 22
planear

La línea superior del siguiente segmento ya no dice «cielo cielo», sino «canal canal 100 100 100 100 100 100 100». Se puede discernir un patrón en este segmento, en gran medida deteriorado. A lo largo de una de las líneas, la inscripción dice: «Ashshur», que puede significar «El que ve» o «ver».


El séptimo segmento está demasiado deteriorado para poder examinarlo; las pocas sílabas discernibles que tiene significan «distante distante ... avistar avistar», y las instrucciones dicen «presionar abajo». El octavo y último segmento, sin embargo, está casi completo. Las líneas direccionales, las flechas y las inscripciones marcan un sendero entre dos planetas. Las indicaciones de «remontar montaña montaña», muestran cuatro grupos con cruces, donde pone dos veces «combustible agua grano» y dos veces «vapor agua grano».


¿Sería en este segmento donde se hablaría de la preparación para el vuelo hacia la Tierra, o trataría del abastecimiento para el vuelo de regreso al Duodécimo Planeta? Quizás se tratase de lo último, pues la línea con la flecha puntiaguda que apunta hacia el lugar de aterrizaje en la Tierra tiene, en su otro extremo, otra «flecha» apuntando en dirección opuesta, y con la leyenda «Regreso».
(Fig. 124)

Cuando Ea se las ingenió para que el emisario de Anu «hiciera tomar a Adapa el camino del Cielo» y Anu descubrió el ardid, éste exigió saber:

¿Por qué Ea, a un despreciable humano,
le había revelado el plano de Cielo-Tierra-
y lo distinguió prestándole
un Shem para él?

En el planisferio que acabamos de descifrar vemos, realmente, este mapa de ruta, «un plano de Cielo-Tierra». Con el lenguaje de signos y con palabras, los nefilim nos esbozaron la ruta desde su planeta hasta el nuestro.


Textos que, por lo demás, son inexplicables y que ofrecen datos de distancias celestes, adquieren sentido también si los leemos en términos del viaje espacial desde el Duodécimo Planeta. Uno de tales textos, encontrado en las ruinas de Nippur y que se cree que tiene unos 4.000 años de antigüedad, se conserva ahora en la Colección Hilprecht de la Universidad de Jena, en Alemania. O. Neugebauer (The Exact Sciences in Antiquity) afirmaba que la tablilla era, indudablemente, una copia «de una composición original más antigua»; en ella, se dan proporciones de distancias celestes, comenzando por la distancia que hay entre la Luna y la Tierra, para después cruzar el espacio hasta otros seis planetas.


La segunda parte del texto parece haber proporcionado las fórmulas matemáticas para resolver cualquier problema interplanetario, planteando (según algunas lecturas):

40 4 20 6 40 x 9 es 6 40
13 kasbu 10 ush mul SHU.PA
eli mul GIR sud
40 4 20 6 40 x 7 es 5 11 6 40
10 kasbu 11 ush 61/2 gar 2 u mul GIR tab
eli mul SHU.PA sud

Los expertos nunca se han puesto del todo de acuerdo a la hora de leer las unidades de medida de esta parte del texto (el Dr. J. Oelsner, custodio de la Colección Hilprecht de Jena, nos sugirió una nueva lectura). Sin embargo, está claro que las distancias medidas en la segunda parte del texto son de SHU.PA (Plutón).


Sólo los nefilim, atravesando órbitas planetarias, podrían haber elaborado estas fórmulas, pues sólo ellos necesitaban estos datos.


Tomando en consideración que tanto su propio planeta como su objetivo, la Tierra, se encontraban en movimiento constante, los nefilim tenían que apuntar su nave no adonde la Tierra estaba en el momento del lanzamiento, sino adonde estaría en el momento de la llegada. Se puede suponer, sin riesgo de error, que los nefilim elaboraban sus trayectorias de forma muy similar a como los científicos actuales planifican las misiones a la Luna y a otros planetas.


Probablemente, la nave espacial de los nefilim se lanzaría en la dirección de la propia órbita del Duodécimo Planeta, pero bastante antes de su llegada a las cercanías de la Tierra. Basándonos en esto, y en una miríada de factores más, hemos elaborado, junto con Amnon Sitchin, doctor en aeronáutica e ingeniería, dos trayectorias alternativas para la nave espacial.

 

La primera de ellas supondría el lanzamiento de la nave desde el Duodécimo Planeta antes de que alcanzara su apogeo (el punto más lejano de su órbita). Ciertamente, con pocas necesidades energéticas, la nave no tendría que cambiar tanto su curso como aminorar la velocidad. Mientras que el Duodécimo Planeta (un vehículo espacial, también, aun cuando fuera enorme) continuaba en su vasta órbita elíptica, la nave espacial seguiría un rumbo elíptico mucho más corto, y alcanzaría la Tierra bastante antes que el Duodécimo Planeta. Esta alternativa puede haber tenido para los nefilim tanto ventajas como inconvenientes.


El período total de 3.600 años terrestres, que se aplicaba al ejercicio de cargos y otras actividades de los nefilim en la Tierra, sugiere que, probablemente, prefirieran la segunda opción, la de un viaje corto y la estancia en los cielos de la Tierra coincidiendo con la llegada del Duodécimo Planeta mismo. Esto hubiera supuesto el lanzamiento de la nave espacial (C) cuando el Duodécimo Planeta se encontrara, más o menos, a mitad de camino de regreso desde su apogeo. Con la creciente velocidad del planeta, la nave espacial precisaría de potentes motores para adelantar a su planeta madre y alcanzar la Tierra (D) unos cuantos años antes que el Duodécimo Planeta.
(Fig. 125)

Basándonos en complejos datos técnicos, así como en las pistas encontradas en los textos mesopotámicos, parece que los nefilim adoptaron para sus misiones a la Tierra el mismo enfoque que utilizó la NASA para sus misiones a la Luna: cuando la nave principal se acercaba al planeta de destino (la Tierra), se situaba en órbita alrededor de él sin llegar a aterrizar. Y era una nave más pequeña la que se liberaba desde la nave nodriza y realizaba el verdadero aterrizaje.


Por difíciles y precisos que tuvieran que ser los aterrizajes, los despegues desde la Tierra deben haber sido aún más complicados. La nave de aterrizaje tendría que reunirse con la nave madre, que, a su vez, tendría que encender entonces sus motores y acelerar hasta velocidades altísimas para poder dar alcance al Duodécimo Planeta, que estaría atravesando entonces su perigeo entre Marte y Júpiter en su punto de máxima velocidad orbital. El Dr. Sitchin ha calculado que debían de haber tres puntos en la órbita de la nave espacial sobre la Tierra que les concederían la propulsión suficiente para alcanzar al Duodécimo Planeta. Estas tres alternativas les ofrecerían a los nefilim la posibilidad de alcanzar su planeta en el plazo de 1.1 a 1.6 años terrestres.


Precisarían de un territorio adecuado, de la buena dirección desde la Tierra y de una perfecta coordinación con el planeta madre para tener éxito en las llegadas, los aterrizajes, los despegues y las partidas desde nuestro planeta.
Como veremos, los nefilim cumplían con todos estos requisitos.

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