1. EL DORADO
En la actualidad, Toledo es una tranquila ciudad de provincias
situada al sur de Madrid, a una hora en automóvil; y, sin embargo,
nadie que visite España debería perdérsela, pues tras sus murallas
se han conservados monumentos de distintas culturas, así como
importantes lecciones de historia.
Sus comienzos, según cuentan las leyendas locales, se remontan a dos
mil años antes de la era cristiana, y su fundación se atribuye a los
bíblicos descendentes de Noe. Muchos sostienen que su nombre
proviene del hebreo Toledoth (“historias generacionales”); sus
antiguas casas y sus magníficos lugares de culto atestiguan la
cristianización de España – el auge y caída de los árabes y de su
dominio musulmán, así como el desarraigo del espléndido legado
judío.
Para Toledo, para España y para todos los demás países, 1492 fue un
año crucial, pues se escribió entonces una triple historia. Los tres
acontecimientos tuvieron lugar en España, una tierra conocida
geográficamente como “Iberia” – nombre para el cual la única
explicación que se le puede encontrar es la del termino Ibri
(“Hebreo”), por el cual pudieron ser conocidos sus antiguos
pobladores. Tras perder la mayor parte de Iberia los Musulmanes, los
fragmentados reinos contendientes de la península vieron su primera
unificación importante cuando Fernando de Aragón e Isabel de
Castilla se casaron en 1469.
Durante los diez años siguientes,
lanzaron diversas campañas militares que hicieron retroceder a los
moros y pusieron a España bajo la bandera del catolicismo; en Enero
de 1942, los árabes sufrieron una derrota decisiva con la caída de
Granada, y España se convirtió en tierra cristiana. En Marzo de
aquel mismo año, el rey y la reina firmaron un edicto para la
expulsión de España, con la fecha limite del 31 de julio de aquel
año, de todos os judíos que no se hubieran convertido al
cristianismo para entonces. Y el 3 de agosto del mismo año,
Cristóbal Colon zarpaba bajo la bandera española en busca de una
ruta occidental hacia la India.
Diviso tierra el 12 de octubre de 1942, y volvió a España en enero
de 1943, trayendo como prueba de su logro a cuatro “indios”; y para
corroborar sus argumentos a favor del envió de una segunda
expedición bajo su mando, trajo con el gran cantidad de objetos de
oro obtenidos de los nativos, así como relatos de una ciudad, una
ciudad de oro donde gente llevaba brazaletes en brazos y piernas, y
se adornaban el cuello, las orejas y la nariz con oro, un oro que
provenía de una mina fabulosa cercana a la ciudad.
Con aquel primer oro traído a España desde las nuevas tierras,
Isabel – tan piadosa que se la llamo “la Católica” – ordeno que se
forjara una elaborada custodia, que regalo posteriormente a la
catedral de Toledo, sede tradicional de la jerarquía católica de
España. Y así es que, en la actualidad, cuando un visitante de la
catedral entra a ver el tesoro – una sala protegida con pesadas
rejas y llena de objetos preciosos donados a la iglesia durante
siglos - , uno puede ver, aunque no tocar, el primer oro que trajo
Colon.
En la actualidad , se reconoce que en aquel viaje hubo mucho mas que
una simple búsqueda de una nueva ruta a la India. Existen evidencias
contundentes que indican que Colon fue judío obligado a convertirse,
y que sus mentores económicos, también conversos, quizá vieron en la
empresa una vía de escape hacia tierras mas libres. Fernando e
Isabel tuvieron visiones del descubrimiento de los ríos del paraíso
y eterna juventud. Y el mismo Colon tenia sus propias ambiciones
secretas, de las cuales solo expreso unas pocas en sus diarios
personales. Se veía a sí mismo como el que iba a dar cumplimiento a
antiguas profecías referentes a una nueva era que comenzaría con el
descubrimiento de nuevas tierras “en el extremo de la Tierra”.
Pero fue lo suficientemente realista como para reconocer que, de
toda la información que se había traído de su primer viaje, la
mención del oro seria la que le aportaría una mayor atención.
Diciendo que “el señor le mostraría” el enigmático lugar “donde nace
el oro”, consiguió convencer a Fernando e Isabel para que le
proporcionaran una flota mucho mayor en su segundo viaje, y después
en el tercero. Sin embargo, para entonces, los monarcas enviarían a
varios administradores y hombres menos conocidos por sus visiones
que por sus acciones, que supervisarían e interferirían las
operaciones y las decisiones del almirante.
Los inevitables
conflictos culminaron con el regreso de Colon a España encadenado,
con el pretexto de que había maltratado a algunos hombres. Aunque el
rey y la reina lo liberaron de inmediato y le ofrecieron una
compensación económica, ambos coincidieron en que Colon era un buen
almirante, pero un mal gobernador – y, claro esta, no era el mas
indicado para obligar a los indios a confesar la verdadera situación
de la ciudad de Oro.
Colon respondió a todo aquello con una dependencia aun mayor de las
antiguas profecías y citas bíblicas, y recopilo todos estos textos
en un libro, El Libro de las Profecías, que regalo al rey y la
reina. Pretendía convencerlos de que España estaba destinada a
reinar en Jerusalén, y que Colon era el elegido para lograr esto, al
ser el primero en encontrar el lugar de donde nace el oro.
Fernando e Isabel, también creyentes de las Escrituras, accedieron a
que Colon zarpara una vez mas, convencidos especialmente por el
argumento de que la desembocadura del rió que había descubierto
(llamado ahora “Orinoco”) era uno de los cuatro ríos del Paraíso: y
tal como en las escrituras afirmaban, uno de aquellos ríos
circundaba la tierra de Javila, “de donde viene el oro”. Pero en
este ultimo viaje, Colon se encontraría con mas infortunios y
desengaños que en cualquiera de los otros tres.
Inmovilizado por la artritis, un fantasma de su antiguo yo, Colon
volvió a España el 7 de noviembre de 1504. Antes de que acabara
aquel mes, la reina Isabel había muerto, aunque el rey Fernando aun
sentía cierta debilidad por él, decidió dejar actuar a otros en él
ultimo memorando que preparaba Colon, en el cual recopilo evidencias
de la presencia de una importante fuente de oro en las nuevas
tierras.
“La Española proveerá a sus invencibles majestades de todo el oro
que se necesite”, aseguraba Colon a sus reales patrocinadores
hablando de la isla que, en la actualidad, comparten Haití y la
Republica Dominicana. Allí, los conquistadores españoles, utilizando
a los indígenas como esclavos, consiguieron fabulosas cantidades de
oro: en menos de dos décadas, el tesoro español recibió de La
Española el oro equivalente a 500.000 ducados.
Y, con el tiempo, la experiencia en La Española se repetiría una y
otra vez a lo largo de un inmenso continente. Pero, en solo dos
décadas, y a medida que los nativos iban muriendo o huían, y las
vetas de oro se agotaban, la euforia de los españoles se convirtió
en decepción y desesperación, por lo que se hicieron cada vez más
audaces para desembarcar en costas ignotas en busca de riquezas. Uno
de los destinos más antiguo fue el de la península de Yucatán.
Los
primeros españoles en llegar allí, en 1511, fueron los
supervivientes de un naufragio; pero en 1517, zarpo de Cuba en
dirección a Yucatán un convoy de tres barcos, bajo el mando de
Francisco Hernadez de Cordoba, con el objetivo de conseguir
esclavos. Para su sorpresa, se encontraba con construcciones de
piedra, templos e ídolos de diosas; pero, para desgracias de los
habitantes de la zona, que los españoles entendieron que se llamaban
así mismos “mayas”, los conquistadores encontraron también “ciertos
objetos de oro que tomaron”.
La crónica de la llegada y la conquista de Yucatán por parte de los
españoles se basa principalmente en un texto titulado Relación de
las Cosas de Yucatán, escrito por Fray Diego de Landa en 1566.
Hernández y sus hombres, según informa Diego de Landa, vieron en
esta expedición una gran pirámide escalonada, ídolos y estatuas de
animales, y una gran ciudad tierra adentro. Sin embargo, los
indígenas a los que intentaron capturar se les resistieron
ferozmente, mostrándose impertérritos incluso ante el fuego de
artillería de los barcos. El alto número de bajas -el mismo
Hernández fue gravemente herido- obligó a los conquistadores a
retirarse. Sin embargo, a su regreso a Cuba, Hernández recomendó que
se hicieran más expediciones, pues «esa tierra era buena y rica, a
causa de su oro».
Un año después, otra expedición dejó Cuba en dirección a Yucatán.
Desembarcaron en la isla de Cozumel, y descubrieron Nueva España,
Panuco y la provincia de Tabasco (que es como nombraron a estos
nuevos lugares). Pertrechados con una gran variedad de objetos para
el trueque y no sólo con armas, los españoles se encontraron en esta
ocasión tanto con indígenas hostiles como amistosos. Vieron más
construcciones y monumentos de piedra, sintieron la punzada de las
flechas y las lanzas de punta de obsidiana, y examinaron los objetos
que hacían los indígenas. Muchos estaban hechos de piedra, común o
semipreciosa; otros brillaban como el oro, pero al examinarlos de
cerca resultaban ser de cobre. En contra de lo esperado, había pocos
objetos de oro, y no había minas ni otras fuentes de oro, ni de
ningún otro metal, en aquella tierra.
Entonces, ¿de dónde había llegado el oro, por poco que fuera? Los
mayas decían que lo habían obtenido comerciando. Según ellos, venía
del noroeste: allí, en el país de los aztecas, había mucho.
El descubrimiento y la conquista del reino de los aztecas, en las
alturas del centro de México, está unido históricamente al nombre de
Hernán Cortés. Éste salió de Cuba en 1519, al mando de una verdadera
armada de once barcos, alrededor de seiscientos hombres y un buen
número de preciados -y escasos en América- caballos. Deteniéndose,
desembarcando y volviendo a embarcar, siguió lentamente la costa del
golfo de Yucatán. En la zona en donde la influencia maya desaparecía
y comenzaba el dominio azteca, Cortés estableció un campamento base
y lo llamó Veracruz (nombre que ha quedado hasta el día de hoy).
Fue allí donde, para asombro de los españoles, aparecieron los
emisarios del soberano azteca dándoles la bienvenida y portando
exquisitos regalos. Según un testigo presencial, Bernal Díaz del
Castillo (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España),
entre los regalos había,
«una rueda como el sol, tan grande como la
rueda de un carro, con gran cantidad de imágenes en ella, todo de
oro fino, y maravilloso para ser contemplado, que los que la pesaron
después dijeron que valía más de diez mil dólares».
Después, otra
rueda aún más grande, «hecha de plata de gran brillantez, a
imitación de la luna». También un casco, lleno hasta el borde de
pepitas de oro; y un tocado de plumas del extraño pájaro quetzal
(reliquia que aún se conserva en el Museum für Vólkerkunde de
Viena).
Los emisarios explicaron que aquellos eran los regalos de su
soberano, Moctezuma, al divino Quetzalcóatl, la «Serpiente
Emplumada», dios de los aztecas, gran benefactor que fue forzado por
el Dios de la Guerra a dejar la tierra de los aztecas mucho tiempo
atrás. Con un grupo de seguidores, fue al Yucatán, y después zarpó
en dirección este, prometiendo volver el día de su nacimiento en el
año «1 Carrizo». En el calendario azteca, el ciclo de los años se
completaba cada 52 años, y de ahí que el año del prometido retorno,
«1 Carrizo», sólo tuviera lugar una vez cada 52 años.
En el
calendario cristiano, estos fueron los años 1363,1415,1467 y 1519,
precisamente el año en que Cortés apareció de las aguas por oriente,
a las puertas de los dominios aztecas. Barbado y con casco, al igual
que Quetzalcóatl (algunos también sostenían que el dios era de tez
clara), Cortés parecía cumplir con las profecías.
Los regalos ofrecidos por el rey azteca no se habían seleccionado de
forma casual, pues eran ricos en simbolismo. El montón de pepitas de
oro se ofrecía porque el oro era un metal divino perteneciente a los
dioses. El disco de plata que representaba a la luna se incluyó
porque algunas leyendas sostenían que Quetzalcóatl zarpó para volver
a los cielos, haciendo de la luna su morada. El tocado de plumas y
las vestimentas ricamente adornadas eran para que se las pusiese el
dios que regresaba. Y el disco de oro era un calendario sagrado que
representaba el ciclo de 52 años, e indicaba el Año del Retorno. Y
sabemos que se trataba de este calendario debido a que otros como
él, hechos no obstante de piedra en vez de oro fino, se han
descubierto posteriormente (Fig. 1).
Figura 1
No se sabe si los españoles comprendieron aquel simbolismo o no. Si
lo hicieron, no lo respetaron. Para ellos, aquellos objetos no eran
más que la prueba de las enormes riquezas que les esperaban en el
reino de los aztecas. Estos objetos irremplazables se encontraban
entre los tesoros artísticos que llegaron a Sevilla desde México el
9 de diciembre de 1519, a bordo del primer barco de tesoros que
enviara Cortés a España. El rey de España, Carlos I, nieto de
Fernando y soberano de otros países europeos como Carlos V,
emperador del Sacro Imperio Romano, estaba entonces en Flandes, de
modo que el barco fue enviado a Bruselas.
Entre todo aquel oro
había, además de los simbólicos regalos, figurillas de patos,
perros, tigres, leones y monos, y un arco con sus flechas de oro.
Pero sobrepasándolos a todos estaba el «disco de oro», de 197,5 cm
de diámetro, y grueso como cuatro reales. El gran artista Alberto Durero, que vio el tesoro que llegó de «la Nueva Tierra de Oro»,
dijo que,
«estas cosas eran todas ellas tan preciosas que se
valoraron en 100.000 florines. Pero nunca en todos mis días había
visto algo que regocijara tanto mi corazón como aquellas cosas. Pues vi entre ellas asombrosos objetos artísticos, y me maravillé de la
delicada ingenuidad de los hombres de aquellas distantes tierras.
Ciertamente, no puedo decir suficiente de las cosas que había allí,
ante mí».
Pero fuera cual fuera el singular valor artístico, religioso,
cultural o histórico que «aquellas cosas» pudieran tener, para el
rey no eran más que oro, oro con el cual poder financiar sus luchas
contra las insurrecciones internas y las guerras en el exterior. Sin
perder el tiempo, Carlos dio la orden de que éstos y todos los
objetos futuros hechos de metales preciosos fueran fundidos a su
llegada y convertidos en lingotes de oro o plata.
En México, Cortés y sus hombres adoptaron la misma actitud.
Avanzando lentamente, y venciendo cualquier resistencia que se
encontraban por la fuerza de su superioridad en armas o por medio de
la diplomacia y la traición, los conquistadores llegaron a la
capital azteca, Tenochtitlán -la actual ciudad de México- en
noviembre de 1519. A la ciudad, situada en medio de un lago, sólo se
podía acceder a través de unas calzadas de fácil defensa. Sin
embargo, todavía sobrecogidos por la profecía del dios que
regresaba, Moctezuma y sus nobles salieron de la ciudad para recibir
a Cortés y su séquito.
Sólo Moctezuma llevaba sandalias; los demás
iban descalzos y se postraron ante el dios blanco. Moctezuma recibió
a los conquistadores en su magnífico palacio; había oro por todas
partes, incluso los artículos de la mesa estaban hechos de oro; y
les mostraron un almacén lleno de objetos de oro. Por medio de un
ardid, los conquistadores apresaron a Moctezuma y lo retuvieron en
sus dependencias, exigiendo para su liberación un rescate en oro.
Ante esto, los nobles enviaron emisarios por todo el reino para que
reunieran el rescate; trajeron oro suficiente como para llenar un
barco, que zarpó de vuelta a España. (Sin embargo, fue apresado por
los franceses, con lo que se declaró la guerra.)
Consiguiendo el oro de forma astuta, y debilitando a los aztecas
sembraron cizaña entre ellos. Cortés tenía Planeado liberar a
Moctezuma y dejarle en el trono como un rey títere. Pero su segundo
en el mando perdió la paciencia y ordenó una masacre entre los
nobles y jefes aztecas . En la confusión que siguió, Moctezuma fue
asesinaos españoles se encontraron inmersos en una batalla en toda
regla. Con graves pérdidas, Cortés se retiró de la ciudad, y sólo
consiguió volver a entrar en ella en agosto de 1521, potentemente
reforzado desde Cuba y tras una serie de prolongadas batallas. Para
cuando el gobierno español se impuso irrevocablemente sobre los
sometidos aztecas, les había saqueado unos 600.000 pesos de oro,
convertidos ya en lingotes.
Mientras estaba siendo conquistado, México fue ciertamente una Nueva
Tierra de Oro; pero una vez se llevaron los objetos de oro creados y
acumulados durante siglos, si no milenios, quedó claro que México no
era la bíblica tierra de Javilá, y que Tenochtitlán no era la
legendaria Ciudad de Oro. Y así, la búsqueda del preciado metal, a
la que ni aventureros ni reyes estaban dispuestos a renunciar, se
encaminó hacia otros lugares del Nuevo Mundo.
Para entonces, los españoles habían establecido una base en Panamá,
en la costa del Pacífico, y desde allí enviaban expediciones y
delegados a América Central y del Sur. Fue allí donde escucharon la
seductora leyenda de El Dorado -abreviatura de el hombre dorado. Se
trataba de un rey que gobernaba en un reino tan rico en oro, que se
embadurnaba cada mañana de la cabeza a los pies con un aceite
previamente rociado con polvo de oro. Al llegar la noche, se
sumergía en el lago y se quitaba el oro y el aceite, para repetir
aquel ritual al día siguiente. Aquel hombre reinaba en una ciudad
que estaba en el centro de un lago, emplazada en una isla de oro.
Según una crónica titulada Elegías de Varones Ilustres de Indias, el
primer informe concreto de El Dorado lo obtuvo Francisco Pizarro en
Panamá de uno de sus capitanes, con la siguiente versión: se decía
que un indígena de Colombia había oído hablar de,
«un país rico en
esmeraldas y oro. Entre las cosas de las que se ocupaban estaba
ésta: su rey se desnudaba y, a bordo de una balsa, iba hasta el
centro de un lago para hacer oblaciones a los dioses. Su regia forma
era untada con aceite fragante, sobre el cual se esparcía una capa
de oro en polvo, desde la planta de los pies hasta la coronilla,
dejándolo resplandeciente como los rayos del sol».
Muchos peregrinos
iban para contemplar el ritual, haciendo «ricas ofrendas votivas de
objetos de oro y esmeraldas singulares, así como otros muchos
ornamentos», arrojándolos en el lago sagrado.
Otra versión, en la que se sugería que el lago sagrado estaba en
algún lugar del norte de Colombia, hacía llevar al rey dorado una
«gran cantidad de oro y esmeraldas» hasta el centro del lago. Allí,
en calidad de emisario de las multitudes que se aglomeraban gritando
y tocando instrumentos musicales en las orillas, arrojaba el tesoro
en el lago como ofrenda a su dios. Otra versión más llamaba a la
ciudad dorada Manoa y afirma que se encontraba en la tierra de
Biru
-Perú para los españoles.
La leyenda de El Dorado se difundió entre los europeos en el Nuevo
Mundo como el fuego, y no tardó mucho en llegar a Europa. Lo que
pasaba de boca en boca terminó por ponerse por escrito; comenzaron a
circular por Europa panfletos y libros en los que se describía el
país y el lago, la ciudad y el rey a quien nadie había visto aún, e
incluso el ritual mediante el cual se doraba al rey cada mañana
(Fig. 2).
Mientras algunos, como Cortés, que fue hasta California, u otros que
fueron a Venezuela, buscaban en direcciones de su propia elección,
Francisco Pizarro y sus tenientes confiaron por completo en los
informes de los indígenas. Algunos fueron hasta Colombia y buscaron
en las aguas del lago Guatavita -una búsqueda que fue tomada y
dejada durante cuatro siglos, que dio como cosecha algunos objetos
votivos de oro y deja a las posteriores generaciones de cazadores de
tesoros la convicción de que, si se pudiese secar por completo el
lago, se podrían extraer de su fondo todas aquellas riquezas.
Figura 2
Otros, como el propio Pizarro, convinieron en que Perú tenía que ser
el lugar correcto. Desde la base de Panamá, dos expediciones
recorrieron la costa del Pacífico en dirección sur, y trajeron
suficientes objetos de oro como para convencerles de que valdría la
pena centrar los esfuerzos en Perú. Tras obtener el permiso real y
conseguir los títulos de capitán general y gobernador (de una
provincia que aún no había sido conquistada), Pizarro zarpó hacia
Perú a la cabeza de dos centenares de hombres. Era el año 1530.
¿Cómo esperaba conquistar, con tan pequeño ejército, un inmenso país
protegido por miles de guerreros ferozmente leales a su señor, el
Inca, al que consideraban la personificación de un dios? El plan de
Pizarro consistía en repetir la eficaz estrategia que empleara
Cortés: atraer al soberano, apresarlo, obtener el oro como rescate
y, después, dejarlo en libertad para que fuera un títere de los
españoles.
La cuestión es que los incas, que es como terminarían llamando a
este pueblo, estaban enzarzados en una guerra civil cuando
desembarcaron los conquistadores, lo cual representó una ventaja
adicional. Se encontraron con que, tras la muerte del Inca, su
primogénito, nacido de una «esposa secundaria», estaba cuestionando
la legitimidad sucesoria de un hijo nacido de la esposa principal
del Inca. Cuando la noticia del avance de las tropas españolas llegó
a oídos del aspirante, llamado Atahualpa, éste tomó la determinación
de dejar que los conquistadores penetraran tierra adentro
(alejándose así de sus barcos y refuerzos) mientras él terminaba de
hacerse con el control de la capital, Cuzco. Cuando los españoles
llegaron a la principal ciudad de los Andes, le enviaron emisarios
con regalos y con una oferta de conversaciones de paz. Proponían que
los dos líderes se encontraran en la plaza de la ciudad, desarmados
y sin escolta militar, como muestra de buena voluntad. Atahualpa
accedió pero, cuando llegó a la plaza, los conquistadores atacaron a
su escolta y lo prendieron.
Luego, pidieron un rescate por su liberación: que una gran sala se
llenara de oro hasta la altura de un hombre con la mano extendida
hacia el techo. Atahualpa creyó entender lo que significaba llenar
la sala con objetos de oro, y accedió. Por orden suya, todo tipo de
utensilios de oro se sacó de templos y palacios -copas, ánforas,
bandejas, jarras de todas las formas y tamaños-, ornamentos entre
los que había imitaciones de animales y plantas, y placas con las
que se forraban los muros de edificios públicos. Durante semanas,
acumularon aquellos tesoros para llenar la sala. Pero, entonces, los
españoles dijeron que el trato consistía en llenar la sala con oro
sólido, no con objetos huecos; y, durante un mes, los orfebres incas
se dedicaron a fundir todos los objetos artísticos y convertirlos en
lingotes.
Y dado que la historia insiste en repetirse, el destino de Atahualpa
fue exactamente el mismo que el de Moctezuma. Pizarro pretendía
liberarlo para que gobernase como un rey títere, pero sus ardorosos
tenientes y los representantes de la Iglesia, en un simulacro de
juicio, lo sentenciaron a muerte por el crimen de idolatría y el
asesinato de su hermanastro, su rival en el trono.
Según una de las crónicas de la época, el rescate obtenido por la
liberación del Inca fue el equivalente a 1.326.539 pesos de oro
-alrededor de 5.670 kilos-, tesoro que se repartieron rápidamente
Pizarro y sus hombres después de dejar la requerida quinta parte
para el rey. Pero a pesar de que lo que cada hombre recibió iba más
allá de sus sueños más fantásticos, aquello no era nada comparado
con lo que aún estaba por llegar.
Cuando los conquistadores entraron en la capital, Cuzco, vieron
templos y palacios cubiertos literalmente de oro y llenos de este
metal. En el palacio real había tres cámaras llenas de objetos de
oro y cinco con objetos de plata, y una montaña de 100.000 lingotes
de oro con un peso de 2,265 kilos cada uno, una reserva de tan
precioso metal que estaba a la espera de ser convertida en objetos
artísticos. El trono, también de oro, y equipado con un taburete de
oro, diseñado para convertirse en una litera sobre la cual pudiera
reclinarse el rey, pesaba 25.000 pesos (alrededor de 113 kilos);
incluso las varas para transportarlo estaban recubiertas de oro.
Por
todas partes había capillas y cámaras funerarias en honor a los
antepasados llenas de estatuillas e imágenes de pájaros, peces y
animales pequeños, espigas, pectorales. En el gran templo (que los
españoles llamaron el Templo del Sol), las paredes estaban cubiertas
con pesadas placas de oro, y tenía un jardín artificial en donde
todo -árboles, arbustos, flores, pájaros y una fuente- estaba hecho
de oro. En el patio, había un campo de maíz con tallos de plata y
espigas de oro, un campo que cubría una superficie de 91 por 182
metros -es decir, ¡16.562 metros cuadrados de maíz de oro!
En Perú, los conquistadores españoles vieron cómo en un corto
espacio de tiempo sus fáciles victorias iniciales dieron paso a unas
encarnizadas rebeliones de los incas, y la riqueza inicial dio paso
al azote de la inflación. Para los incas, igual que para los
aztecas, el oro era un don propiedad de los dioses, no un medio para
el intercambio. Nunca lo utilizaron como una mercancía, como dinero.
Para los españoles, el oro era un medio para adquirir todo lo que
deseaban. Atiborrados de oro, pero desprovistos de cualquier lujo o,
incluso, de necesidades cotidianas, los españoles no tardaron en
pagar sesenta pesos de oro por una botella de vino, 100 por una capa
o 10.000 por un caballo.
Pero en Europa, la afluencia de oro, plata y piedras preciosas
disparó la fiebre del oro y las especulaciones acerca de El Dorado.
A despecho de las grandes cantidades de tesoros que llegaban,
persistía la convicción de que El Dorado aún no había sido
encontrado, y que con algo de paciencia, de suerte y leyendo bien
las pistas de los indígenas y de enigmáticos mapas, alguien podría
hallarlo. Exploradores alemanes estaban seguros de que la ciudad
dorada se encontraría en las cabeceras del río Orinoco, en
Venezuela, o quizás en Colombia.
Otros llegaron a la conclusión de
que el río que había que seguir era otro, incluso el Amazonas, en
Brasil. Quizás el más romántico de todos ellos, habida cuenta de sus
orígenes y del patrocinio real con el que contó, fuera Sir Walter Raleigh, que zarpó desde Plymouth en 1595 para encontrar la
legendaria Manoa, y poner bajo la corona de la reina Isabel su
dorada gloria. En su imaginación, veía Manoa como
¡Imperial El Dorado, con tejados de oro!
Sombras a las cuales -a pesar de todos los choques del cambio,
todo asalto del caprichoso azar- Ios hombres se aferraron con anhelante esperanza
que no moriría.
Como otros antes y después que él, Raleigh aún veía El Dorado -el
rey, la ciudad, el país- como un sueño todavía no realizado, «una
anhelante esperanza que no moriría». En esto, todos y cada uno de
los que fueron en busca de El Dorado serían el eslabón de una cadena
que había comenzado antes de los faraones y continúa en nuestros
días con los anillos de boda y los tesoros nacionales.
Sin embargo, fueron aquellos soñadores, aquellos aventureros, los
que en su avaricia de oro le revelaron al hombre occidental los
pueblos y las civilizaciones desconocidas de las Américas,
reestableciendo así, sin pretenderlo, los lazos que habían existido
en tiempos ya olvidados.
¿Por qué durante tanto tiempo se prosiguió con la búsqueda de El
Dorado, aun después del descubrimiento de tan increíbles cantidades
de oro y plata en México y Perú, por no citar otros lugares en donde
el expolio fue menor? Que la búsqueda se continuara e, incluso, se
intensificara se puede atribuir principalmente a la convicción de
que la fuente de todas aquellas riquezas aún no se había encontrado.
Los conquistadores interrogaron de forma intensiva a los nativos
acerca del origen de aquellos tesoros amasados, y siguieron cada una
de sus pistas incansablemente. Pero no tardaron en comprender que no
iban a encontrarlo en el Caribe y en el Yucatán; de hecho, los mayas
les habían dicho que ellos habían conseguido la mayor parte de su
oro comerciando con sus vecinos del sur y del oeste, y explicaron
que habían aprendido el arte de la orfebrería de antiguos pobladores
(que los expertos identifican en la actualidad con los toltecas).
Sí, decían los españoles, pero, ¿de dónde habían obtenido el oro los
toltecas?
De los dioses, era la respuesta de los mayas. En las
lenguas de la zona, el oro recibía el nombre de teocuitlatl, que
significa literalmente «excreción de los dioses», su transpiración y
sus lágrimas.
En la capital azteca, los conquistadores supieron que el oro se
consideraba el metal de los dioses, de ahí que robarlo fuera un
delito gravísimo. Los aztecas también señalaron a los toltecas como
sus maestros en el arte de la orfebrería. Pero, ¿quién les había
enseñado a los toltecas? El gran dios Quetzalcóatl, respondían los
aztecas.
Cortés, en sus informes al rey de España, decía que le
había preguntado una y otra vez a Moctezuma sobre el origen del oro,
y que Moctezuma le había dicho que éste provenía de tres provincias
de su reino, una en la costa del Pacífico, otra en la costa del
golfo, y otra tierra adentro, en el sudoeste, donde estaban las
minas.
Cortés envió a sus hombres a investigar los tres lugares
indicados. En los tres casos, se encontraron con que los indígenas
estaban obteniendo ciertamente el oro de los lechos de los ríos, o
bien recogiendo las pepitas en la superficie, donde las habían
depositado los aluviones creados por las lluvias. En la provincia
donde estaban las minas, su actividad parecía ser algo del pasado,
puesto que los indígenas con los que se encontraron los españoles no
trabajaban en ellas,
«No había minas en activo -escribió Cortés en su
informe-. Las pepitas se encontraban en la superficie; la principal
fuente era la arena de los lechos de los ríos. El oro se guardaba en
forma de polvo en pequeños tubos de caña, o se fundía en pequeñas
ollas y se convertía en barras.»
Así preparado, el oro se enviaba a
la capital, se devolvía a los dioses, a quienes siempre había
pertenecido.
Aunque la mayor parte de los expertos en minería y metalurgia
aceptan las conclusiones de Cortés -la de que los aztecas se
dedicaban exclusivamente a la minería de ribera (la recogida de
pepitas y polvo de oro en las orillas y lechos de los ríos), y no a
una verdadera minería en la que se cavan pozos y túneles en las
laderas de las montañas-, el asunto aún está lejos de haber quedado
resuelto. Tanto los conquistadores como los ingenieros de minas que
les siguieron en siglos posteriores hablaban insistentemente de
minas prehistóricas de oro que se habían encontrado en diversos
emplazamientos de México.
Pero, dado que parece inconcebible que
unos antiguos pobladores de México, como los toltecas, cuya historia
se remonta a unos cuantos siglos antes de Cristo, pudieran haber
tenido una tecnología minera más desarrollada que la de los aztecas
(posteriores a ellos y, por tanto, supuestamente más avanzados), los
investigadores han desechado la idea de las pretendidas «minas
prehistóricas», explicándolas como viejos pozos excavados y
posteriormente abandonados por los conquistadores españoles.
Expresando el punto de vista común a principios del siglo
XX,
Alexander Del Mar (A History of the Precious Metals) decía que,
«con
respecto a la minería prehistórica, hay que convenir que la falta de
conocimientos de los aztecas acerca del hierro y, por tanto, de la
minería subterránea... es algo que, prácticamente, queda fuera de
toda duda. Cierto es que algunos prospectores modernos han
encontrado en México viejos pozos y restos de obras mineras que
parecían confirmar la idea de una minería prehistórica».
Aunque
estos informes llegaron a abrirse paso hasta las publicaciones
oficiales, Del Mar creía que lo descubierto no era más que «antiguas
obras desmoronadas por la actividad volcánica, o bien con depósitos
de lava o alquitrán, algo que podría llegar a verse como evidencias
de unas gran antigüedad». Y terminaba diciendo: «Esta conclusión
tiene todas las garantías.»
Sin embargo, esto no es lo que los mismísimos aztecas habían dicho.
Los aztecas no sólo atribuían a sus predecesores toltecas el oficio,
sino también el conocimiento del lugar oculto del oro y la habilidad
para sacarlo de las montañas. En un manuscrito azteca conservado en
el Códice Matritense de la Real Academia (Vol. VIII), según la
traducción de Miguel León Portilla (Aztec Thought and Culture), se
describe a los toltecas así:
«Los toltecas eran un pueblo hábil; todos sus trabajos parecen
buenos, exactos, bien hechos y admirables... Pintando, esculpiendo,
tallando piedras preciosas, trabajando con plumas o haciendo
cerámica, hilando o tejiendo, los toltecas se mostraban hábiles en
todo lo que hacían. Ellos descubrieron la turquesa, la piedra
preciosa verde; conocían la turquesa y sus minas. Encontraban sus
minas y encontraban las montañas en donde se ocultaba la plata y el
oro, el cobre, el estaño y el metal de la luna.»
La mayoría de los historiadores coinciden en que los toltecas
llegaron a las tierras altas del centro de México en los siglos
anteriores a la era cristiana -al menos, mil años antes, quizás mil
quinientos, de que los aztecas aparecieran en escena.
¿Cómo puede
ser que conocieran la minería, la minería auténtica del oro y de
otros metales, así como de piedras preciosas como la turquesa,
siendo que los que les siguieron -los aztecas- no hacían más que
recoger pepitas de oro de las orillas de los ríos? ¿Y quién enseñó a
los toltecas los secretos de la minería?
La respuesta, como hemos visto, estaba en Quetzalcóatl, el dios
Serpiente Emplumada.
El misterio de la gran acumulación de oro de los aztecas por una
parte, y su limitada capacidad para obtenerlo, por otra, se repitió
en el caso de los incas.
En Perú, al igual que en México, los nativos obtenían el oro a
partir de las pepitas que depositaban los ríos en las orillas. Pero
la producción anual de oro a través de este sistema no da cuenta de
los inmensos tesoros que se encontraron en manos de los incas. La
inmensidad de estas riquezas se hace obvia por las anotaciones que
se guardaron en Sevilla, puerto de entrada oficial de las riquezas
del Nuevo Mundo.
En los Archivos de Indias -todavía disponibles- se
registró la llegada de 134.000 pesos de oro en los cinco años que
van de 1521 a 1525. En los cinco años siguientes (¡los del botín de
México!), se registraron 1.038.000 pesos. De 1531 a 1535, cuando los
embarques de Perú comenzaron a sobrepasar a los de México, la
cantidad se incrementó hasta llegar a 1.650.000 pesos. Entre 1536 y
1540, cuando Perú se había convertido en la fuente principal, los
registros anotaron 3.937.000 pesos; y en la década de 1550, las
recepciones totalizaron casi 11.000.000 de pesos.
Uno de los principales cronistas de entonces, Pedro de Cieza de León
(Crónicas de Perú), comenta que, en los años que siguieron a la
conquista, los españoles «extrajeron» del imperio inca unas 15.000
arrobas de oro al año, y 50.000 de plata; es decir, ¡el equivalente
a más de 170 toneladas de oro y 567 toneladas de plata al año!
Aunque Pedro de Cieza no menciona durante cuántos años se estuvieron
«extrayendo» estas fabulosas riquezas, las cifras nos dan una idea
de la cantidad de metales preciosos que los españoles fueron capaces
de llevarse del país de los incas.
Las crónicas cuentan que, después de conseguir el gran rescate
pedido por el señor de los incas, después del saqueo de Cuzco y del
templo sagrado de Pachacamac en la costa, los españoles se hicieron
expertos en la «extracción» de oro de las provincias en cantidades
igualmente ingentes. En todo el imperio inca, los palacios y los
templos estaban ricamente decorados con oro. También obtuvieron oro
de los objetos de los enterramientos, y supieron de la costumbre
inca de sellar las residencias de los nobles y los soberanos
fallecidos, dejando allí sus cuerpos momificados junto con todos los
objetos preciosos que habían poseído en vida.
Los conquistadores
sospecharon también, acertadamente, que los indígenas se habían
llevado algunos tesoros a lugares ocultos; unos fueron escondidos en
cuevas, otros enterrados, y otros más arrojados a los lagos. Y
también estaban las huacas, lugares apartados de culto o de uso
divino, en donde se amontonaba el oro y se guardaba a la disposición
de sus verdaderos propietarios, los dioses.
Los relatos de descubrimientos de tesoros, logrados frecuentemente
después de torturar a los indígenas para que revelaran los lugares
ocultos, llenan las crónicas de los cincuenta años que siguieron a
la conquista, llegando incluso hasta los siglos XVII y XVIII. Así,
Gonzalo Pizarro encontró el tesoro escondido de un señor inca que
había reinado un siglo antes, y un tal García Gutiérrez de Toledo
descubrió una serie de montículos que cubrían unos tesoros sagrados
de los cuales se extrajeron alrededor de un millón de pesos de oro
entre 1566 y 1592.
En fecha tan tardía como 1602, Escobar Corchuelo
se apropió en la huaca La Tosca de gran cantidad de objetos
valorados en 60.000 pesos. Y cuando se desvió el curso del río
Moche, se encontró un tesoro valorado en unos 600.000 pesos; también
había allí, según informan los cronistas, «un gran ídolo de oro».
Hace un siglo y medio, y por tanto mucho más cerca de los
acontecimientos de lo que podemos estar hoy, dos exploradores (M. A.
Ribero y J. J. von Tschudi, Peruvian Antiquities) describían la
situación así:
«En la segunda mitad del siglo XVI, en el corto lapso
de 25 años, los españoles exportaron desde Perú a la madre patria
más de cuatrocientos millones de ducados de oro y plata, y bien se
puede decir que las nueve décimas partes de todo esto no era más que
el botín tomado por los conquistadores; en este cálculo, dejamos de
lado las inmensas cantidades de metales preciosos enterrados por los
nativos para ocultarlos de la avaricia de los invasores, así como la
famosa cadena de oro que el inca Huayna Capac ordenó se hiciera con
motivo del nacimiento de su primogénito, Inti Cusi Huallapa Huáscar,
y que dicen que fue arrojada al lago Urcos.»
(Se dice que la cadena
medía 213 metros, y que era tan gruesa como la muñeca de un hombre.)
«Tampoco se incluyen aquí las once mil llamas cargadas de vasijas
preciosas llenas de oro en polvo, con las que el desgraciado
Atahualpa intentó comprar su vida y su libertad, y que los arrieros
sepultaron en el Puna tan pronto supieron del castigo al que su
adorado monarca había sido traicioneramente condenado.»
Pero estas ingentes cantidades de oro venían como resultado del
saqueo de las riquezas acumuladas, y no de una producción sostenida,
como queda claro no sólo por las crónicas, sino también por los
números. En unas cuantas décadas, después de agotar las fuentes de
tesoros visibles y ocultas, la recaudación de oro en Sevilla
disminuyó hasta las 6.000-7.000 libras de oro al año. Sólo entonces
los españoles comenzaron a utilizar sus herramientas de hierro y se
pusieron a reclutar nativos para que trabajaran en las minas.
Aquel
trabajo era tan duro que, para cuando finalizaba el siglo, el país
estaba casi despoblado, y la Corte de España se vio obligada a
imponer restricciones en la explotación de los trabajadores nativos.
Se descubrieron y se explotaron grandes filones de plata, como el de
Potosí; pero la cantidad de oro obtenida nunca pudo competir con los
ingentes tesoros acumulados antes de la llegada de los españoles ni
explicar su origen.
Buscando una respuesta al enigma, Ribero y Von Tschudi escribieron:
«El oro, aunque era el metal más estimado por los peruanos, lo
poseían en una cantidad mayor que cualquier otro metal. Si se
compara su abundancia en tiempo de los incas con la cantidad que, en
el lapso de cuatro siglos, pudieron extraer los españoles de las
minas y los ríos americanos, se hace evidente que los indígenas
disponían de unos conocimientos acerca de las vetas de este metal
precioso que ni los conquistadores ni sus descendientes llegaron
nunca a descubrir.»
(También predecían que «llegará el día en que
Perú retirará de su seno el velo que cubre ahora riquezas más fabulosas que aquéllas que se ofrecen en la actualidad en
California». Y cuando la fiebre del oro de finales del siglo XIX
dominó Europa, muchos expertos en minería llegaron a creer que el
famoso «filón madre», la fuente última de todo el oro de la Tierra,
se encontraría en Perú.)
Al igual que en México, la idea generalmente aceptada acerca de las
Tierras de los Andes era (en palabras de Del Mar) que «los metales
preciosos que los peruanos obtuvieron antes de la conquista española
estaban compuestos en su mayor parte de oro obtenido a través del
lavado de las arenas de los ríos. No se encontraron pozos nativos,
aunque hicieron unas cuantas excavaciones en las laderas de las
colinas, en afloramientos de oro y plata». Esto es cierto en lo que
se refiere a los incas de los Andes (y a los aztecas de México);
pero en tierras andinas, al igual que en México, la cuestión de la
minería prehistórica -la extracción del metal a partir de rocas
ricas en vetas-no ha quedado demostrada.
La posibilidad de que, mucho tiempo antes que los incas, alguien
tuviera acceso a las vetas de oro (en lugares que los incas no
desvelaran o, incluso, ni siquiera conocieran), sigue siendo una
explicación plausible de los tesoros acumulados.
De hecho, según uno
de los mejores estudios contemporáneos sobre el tema (S. K. Lothrop,
Inca Treasure As Depicted by Spanish Historians),
«las minas
modernas se ubican en lugares de actividad aborigen. Se informa con
frecuencia de antiguos pozos, y se descubren también herramientas
primitivas, incluso los cadáveres de mineros enterrados».
Pero la acumulación de oro por parte de los nativos de América, a
despecho de su forma de obtención, presenta aún otra cuestión
básica: ¿para qué?
Tanto los cronistas como los expertos contemporáneos, después de
siglos de estudio, coinciden en que aquellas gentes no daban un uso
práctico al oro, excepto el del adorno de los templos de los dioses
y de aquellos que gobernaban al pueblo en nombre de los dioses. Los
aztecas derramaron literalmente su oro a los pies de los españoles,
creyendo que representaban a la deidad que regresaba.
Y los incas,
que al principio también vieron en la llegada de los españoles el
cumplimiento de la promesa de retorno de su deidad desde más allá de
los mares, nunca llegaron a comprender por qué los españoles habían
llegado tan lejos y se habían comportado tan mal por un metal al
cual el hombre no daba uso. Todos los expertos coinciden en que ni
incas ni aztecas utilizaban el oro con propósitos monetarios, ni le
daban un valor comercial. Sin embargo, a las naciones sometidas les
hacían pagar un tributo en oro. ¿Por qué?
En las ruinas de la cultura preincaica de Chimú, en la costa de
Perú, el gran explorador del siglo XIX Alexander von Humboldt
(ingeniero de minas de profesión) descubrió gran cantidad de oro
(ingeniero de minas de profesión) descubrió gran cantidad de oro
enterrado junto con los muertos en las tumbas. Aquello le hizo
preguntarse por qué enterraban con oro a sus muertos, si éste no se
estimaba por su valor práctico. ¿Se creía que, de algún modo, lo
iban a necesitar en la otra vida, o que al reunirse con sus
antepasados podrían utilizar el oro del mismo modo en que ellos lo
habían hecho una vez?
¿Quién había introducido tales costumbres y creencias, y cuándo? ¿Quién había hecho que se valorara tanto el oro, y quizá fuera a
buscarlo a sus fuentes? La única respuesta que les dieron a los españoles fue «los dioses». De las lágrimas de los dioses se había formado el oro, decían los
incas. Y así, señalando a los dioses, repetían sin saberlo la afirmación
del Señor de la Biblia a través del profeta Ageo: La plata es mía y el oro es mío, Así dice el Señor de los Ejércitos.
Creemos que en esta afirmación se encuentra la clave que desvela los
misterios, los enigmas y los secretos de dioses, hombres y
civilizaciones de la antigua América.
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