2 - EL REINO PERDIDO DE CAÍN
La capital azteca, Tenochtitlán, era una impresionante metrópolis
cuando llegaron los españoles. Sus crónicas la describen como una
ciudad grande, si no más grande que la mayoría de las ciudades
europeas de su tiempo, bien diseñada y administrada. Situada en una
isla del lago Texcoco, en el valle central de las tierras altas,
estaba rodeada de agua y cruzada por canales -una especie de Venecia
del Nuevo Mundo.
Las largas y amplias calzadas que conectaban a la
ciudad con la tierra firme impresionaron enormemente a los
conquistadores, al igual que las numerosas canoas que surcaban sus
canales, las calles inundadas de gente, o los mercados repletos de
mercaderes y mercancías de todo el reino.
El palacio real tenía
numerosas dependencias llenas de riquezas, rodeado de jardines en
donde había una inmensa pajarera y un zoo. Una gran plaza, rebosante
de actividad, era el escenario de las fiestas y los desfiles
militares.
Pero el corazón de la ciudad y del imperio era su enorme centro
religioso, un inmenso rectángulo de casi cien mil metros cuadrados
rodeado por un muro trabajado para dar el aspecto de serpientes
retorcidas. Había multitud de edificios dentro de este recinto
sagrado, los más sobresalientes de los cuales eran el Gran Templo,
con sus dos torres, y el templo parcialmente circular de
Quetzalcóatl.
En la actualidad, la gran plaza -el Zócalo- de Ciudad
de México y la catedral ocupan parte de aquel antiguo recinto
sagrado, al igual que muchas calles y edificios adyacentes. Tras una
excavación fortuita que tuvo lugar en 1978, ahora es posible ver y
visitar una parte importante del Gran Templo, y en la última década
se ha podido conocer lo suficiente como para hacer una
reconstrucción a escala del recinto, tal como fue en sus tiempos
gloriosos.
El Gran Templo tenía la forma de una pirámide escalonada, elevándose
por pisos hasta una altura de alrededor de cincuenta metros con una
base de unos 45 por 45 metros. Era la culminación de varias fases de
construcción: como una muñeca rusa, la estructura externa estaba
construida sobre otra anterior más pequeña, y ésta cubría otra
estructura aún más antigua. En total, siete estructuras se
sobreponían unas a otras. Los arqueólogos pudieron acceder, capa
tras capa, hasta el Templo II, que fue construido en los alrededores
del 1400 d.C; éste, al igual que el último, ya tenía las dos torres
gemelas distintivas en su cúspide.
Simbolizando un curioso culto doble, la torre del lado norte era un
santuario dedicado a Tláloc, dios de las tormentas y los terremotos
(Fig. 3 a). La torre sur estaba dedicada a la deidad tribal azteca
Huitzilopochtli, su dios de la guerra. Se le representaba
habitual-mente con un arma mágica llamada la Serpiente de Fuego
(Fig. 3b), con la cual había derrotado a cuatrocientos dioses
menores.
Figura 3
Dos monumentales escalinatas llevaban hasta la cúspide de la
pirámide por su lado occidental, una para cada torre. Ambas estaban
decoradas en su base con dos feroces cabezas de serpiente talladas
en piedra, siendo una de ellas la Serpiente de Fuego de Huitzilopochtli, y la otra la
Serpiente de Agua que simbolizaba a Tláloc.
En la base de la pirámide se encontró un disco de piedra
grande y grueso en cuya parte superior había tallada una
representación del cuerpo desmembrado de la diosa Coyolxauhqui (Fig.
3c). Según la tradición popular azteca, se trataba de la hermana de
Huitzilopochtli, y tuvo un percance con él durante la rebelión de
los cuatrocientos dioses, en la cual se vio involucrada. Parece que
su destino fue una de las razones de la creencia azteca de que había
que aplacar a Huitzilopochtli con la ofrenda de los corazones de
víctimas humanas.
El motivo de las torres gemelas quedó realzado posteriormente en el
recinto sagrado con la erección de dos pirámides coronadas con
torres, una a cada lado del Gran Templo, y dos más algo más atrás,
hacia el oeste. Las dos últimas flanqueaban el templo de
Quetzalcóatl, que tenía la poco habitual forma de una pirámide
escalonada regular por delante, pero con una estructura escalonada
circular por detrás, desde donde seguía elevándose hasta convertirse
en una torre circular con cúpula cónica (Fig. 4). Muchos creen que
este templo servía como observatorio solar.
A. F. Aveni (Astronomy in
Ancient Mesoamerica) concluyó en 1974 que, en los días de los
equinoccios (21 de marzo y 21 de septiembre), cuando el Sol se eleva
en el este exactamente sobre el ecuador, la salida del Sol se podía
ver desde la torre de Quetzalcóatl justo entre las dos torres de la
cúspide del Gran Templo.
Y ello es posible porque los arquitectos
del recinto sagrado habían erigido los templos a lo largo de un eje
arquitectónico que no estaba alineado exactamente con los puntos
cardinales, sino con un eje desviado siete grados y medio hacia el
sudeste; así se compensaba exactamente la posición geográfica de Tenochtitlán (al norte del ecuador), permitiendo la visión del Sol
en aquellas fechas cruciales elevándose por entre las dos torres
gemelas.
Figura 4
Aunque los españoles pudieran no darse cuenta de este sofisticado
detalle del recinto sagrado, las crónicas que dejaron hablan de su
asombro al encontrarse no sólo con un pueblo cultivado, sino también
con una civilización muy similar a la española. Aquí, al otro lado
de lo que había sido un océano prohibido, a todos los efectos
aislado del mundo civilizado, había un Estado encabezado por un rey
-al igual que en Europa.
Nobles, funcionarios y cortesanos llenaban
la corte real. Había emisarios que iban y venían. Se obtenía tributo
de las tribus vasallas, los ciudadanos leales pagaban sus impuestos.
En los archivos reales se conservaban los registros escritos de la
riqueza, las dinastías y las historias tribales. Había un ejército
con un mando jerárquico y armas perfeccionadas.
Había artes y
oficios, música y danza. Había festividades relacionadas con las
estaciones y días sagrados prescritos por la religión -una religión
de Estado, al igual que en Europa. Y había un recinto sagrado con
sus templos, capillas y residencias, rodeado por un muro -al igual
que el Vaticano en Roma-, recorrido por una jerarquía de sacerdotes
que, al igual que en la Europa de su tiempo, no eran sólo custodios
de la fe e intérpretes de la voluntad divina, sino también
guardianes de los secretos del conocimiento científico. En éste, la
astrología, la astronomía y los misterios del calendario eran
fundamentales.
Algunos cronistas españoles de la época, intentando contrarrestar
las embarazosas impresiones positivas de lo que deberían haber sido
unos indios salvajes, le atribuyeron a Cortés una reprimenda a
Moctezuma por adorar «ídolos que no son dioses, sino demonios
malignos», una influencia nefasta que, supuestamente, Cortés se
ofrecía a contrarrestar construyendo en la cima de la pirámide un
santuario con una cruz «y la imagen de Nuestra Señora» (Bernal Díaz
del Castillo, Historia Verdadera).
Pero, para asombro de los
españoles, el símbolo de la cruz ya era conocido de los aztecas, que
lo tenían por un símbolo de significado celestial, y que figuraba
como emblema del escudo de Quetzalcóatl (Fig. 5).
Figura 5
Pero, además, por entre el laberinto de un panteón de numerosas
deidades, se podía ver la creencia subyacente en un Dios Supremo, un
Creador de Todo. Algunas de las oraciones que le dedicaban
resultaban incluso familiares; he aquí unos cuantos versos de una
oración azteca, conservada en español a partir de la lengua original
náhuatl:
Tú habitas los cielos, Tú sostienes las montañas...
Tú estás en todas partes, eterno. A Ti se te suplica, se te ruega.
Tu gloria es eminente.
Sin embargo, aún con todas aquellas sorprendentes similitudes,
existía una desconcertante diferencia con la civilización azteca. No
era sólo la «idolatría», de la que las masas de frailes y padres
hacían su casus belli; ni siquiera las bárbaras costumbres de
arrancar los corazones de los prisioneros y ofrecérselos palpitando
aún a Huitzilopochtli (una práctica que, por cierto, parece que
introdujo el predecesor de Moctezuma, ya en 1486).
Se trataba, más
bien, de la escala total de esta civilización, que parecía el
resultado de un progreso al que se había puesto freno en su carrera,
o de la pátina de una cultura importada superior, como una fina
chapa sobre una burda subestructura.
Los edificios eran impresionantes y estaban ingeniosamente
diseñados, pero no se construían con piedras talladas; más bien,
semejaban las construcciones de adobe -piedras de los campos
burdamente sujetas con simple argamasa. El comercio era amplio, pero
no era más que un comercio de trueque. El tributo se pagaba en
especies; los impuestos, con servicios personales -no se conocía en
absoluto el dinero.
Las telas se confeccionaban en un telar de lo
más rudimentario; el algodón se hilaba sobre husos de arcilla,
similares a los encontrados en el Viejo Mundo, en las ruinas de
Troya (segundo milenio a.C.) y en algunos lugares de Palestina
(tercer milenio a.C). Tanto en sus herramientas como en sus armas,
los aztecas estaban en la edad de piedra, inexplicablemente
desprovistos de herramientas y armas de metal, a pesar de conocer el
oficio de la orfebrería. Para cortar, utilizaban pedacitos de
obsidiana parecidos al cristal (y uno de los objetos predominantes
de la época de los aztecas fue el cuchillo de obsidiana, que
utilizaban para sacar los corazones de los prisioneros...).
Debido al hecho de que otros pueblos de América no disponían de
escritura, los aztecas parecían un pueblo más avanzado, al menos en
este aspecto, dado que utilizaban cierto sistema de escritura. Pero
no era una escritura alfabética, ni tampoco fonética; consistía en
una serie de imágenes, como dibujos en una tira cómica (Fig. 6a).
En
comparación, en el Próximo Oriente de la antigüedad, que es donde
apareció la escritura hacia el 3800 a.C. (en Sumer) en forma de
picto-gramas, éstos se estilizaron con rapidez hasta convertirse en
la escritura cuneiforme, avanzaron hasta una escritura fonética en
donde los signos representaban sílabas, y, hacia finales del segundo
milenio a.C, apareció un alfabeto completo. La escritura con
imágenes apareció en Egipto cuando se instauró la realeza, hacia el
3100 a.C, y rápidamente evolucionó hasta convertirse en un sistema
de escritura jeroglífica.
Los estudios de los expertos, como el de Amelia Hertz (Revue de
Synthése Historique, Vol. 35), han llegado a la conclusión de que la
escritura por imágenes de los aztecas en el año 1500 d.C. era
similar a la primitiva escritura egipcia, como la de la tablilla de
piedra del rey Narmer (Fig. 6b), a quien algunos consideran el
primer rey dinástico de Egipto -cuatro milenios y medio antes. A.
Hertz se encontró con otra curiosa analogía entre el México de los
aztecas y el Egipto de las primitivas dinastías: en ambos, a pesar
de que la metalurgia del cobre aún no se había desarrollado, la
orfebrería estaba tan avanzada que los orfebres podían engastar
turquesas (una piedra semipreciosa muy valorada en ambos lugares) en
los objetos de oro.
El Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México -ciertamente,
uno de los mejores del mundo en su campo- expone el legado
arqueológico del país en un edificio con forma de U. En una serie de
salas o secciones interconectadas, lleva al visitante a través del
tiempo y el espacio, desde los orígenes prehistóricos hasta la época
de los aztecas, de sur a norte y de este a oeste. La sección central
se dedica a los aztecas; es el corazón y el orgullo de la
arqueología nacional mexicana, pues «aztecas» es un nombre que se le
dio a este pueblo con posterioridad. A sí mismos se llamaban mexica,
dando así su nombre preferido no sólo a la capital (construida donde
había estado el Tenochtitlán azteca), sino también a todo el país.
La Sala Mexica, que es como se le llama, está calificada por el
mismo Museo como «la sala más importante... Sus grandiosas
dimensiones se establecieron para enmarcar suficientemente la
cultura del pueblo mexicano». Entre sus monumentales esculturas de
piedra se incluyen el inmenso Calendario de Piedra (véase Fig. 1),
que pesa alrededor de 25 toneladas, enormes estatuas de varios
dioses y diosas, y un grueso y enorme disco de piedra grabado a su
alrededor.
Efigies de piedra y arcilla más pequeñas, utensilios de
loza, armas, ornamentos de oro y otros restos aztecas, además del
modelo a escala del recinto sagrado, llenan la impresionante sala.
Figura 6
El contraste entre los primitivos objetos de arcilla y madera y las
grotescas efigies por una parte, y las poderosas piedras talladas y
el monumental recinto sagrado por otra, es asombroso. Resulta
inexplicable para el escaso lapso de cuatro siglos de presencia
azteca en México. ¿Cómo se pueden justificar las diferencias entre
estas dos capas de civilización? Cuando se busca la respuesta en la
historia conocida, los aztecas se nos presentan como un pueblo
nómada, una burda tribu inmigrante que se introdujo en un valle
poblado por tribus de una cultura más avanzada.
Al principio, se
ganaban la vida sirviendo a las tribus pobladoras, principalmente
como mercenarios a sueldo; pero, con el tiempo, se las ingeniaron
para imponerse a sus vecinos, tomando prestada no sólo su cultura,
sino también a sus artesanos. Aún siendo seguidores de Huitzilopochtli, los aztecas adoptaron el panteón de sus vecinos,
incluido el dios de la lluvia Tláloc y al benévolo Quetzalcóatl,
dios de los oficios, la escritura, las matemáticas, la astronomía y
el cálculo del tiempo.
Pero las leyendas, lo que los expertos llaman «mitos migratorios»,
sitúan los acontecimientos bajo una luz diferente -principal-mente,
comenzando el relato en una época mucho más antigua. Las fuentes de
esta información no se basan sólo en la tradición oral, sino también
en diversos libros llamados códices. Éstos, como el Códice Boturini,
dicen que el hogar ancestral de la tribu azteca se llamaba Azt-lan
(«Lugar Blanco»).
Aquél era el hogar de la primera pareja
Patriarcal, Itzac-mixcóatl («Blanca Serpiente Nube») y su esposa
Illan-cue («Vieja Mujer»); ellos fueron los que engendraron a los
hijos de los que provendrían las tribus de habla náhuatl, entre las
que se encontraban los aztecas. Los toltecas también eran
descendientes de Itzac-mixcóatl, pero su madre era otra mujer,
siendo así hermanastros de los aztecas.
Dónde estaba situado Aztlán, nadie lo sabe con certeza. De los
numerosos estudios que tratan de este asunto (entre los que se
incluyen teorías de que se trataba de la legendaria Atlántida), uno
de los mejores es el de Eduard Seler, Wo lag Aztlan, die Heimat der
Azteken? Aztlán era un lugar que, al parecer, estaba relacionado con
el número siete, habiéndosele llamado en alguna ocasión Aztlán de
las Siete Cuevas. También se le describía en los códices como un
lugar reconocible por sus siete templos: una gran pirámide
escalonada central rodeada por seis santuarios menores.
En su elaborada Historia de las cosas de la Nueva España, fray
Bernardino de Sahagún, utilizando los textos originales en la nativa
lengua náhuatl escritos después de la Conquista, habla de la
multi-tribal migración desde Aztlán. Hubo siete tribus en total, que
dejaron Aztlán en barcos. Los libros ilustrados las muestran pasando
junto a un hito cuyo pictograma sigue siendo un enigma. Sahagún
ofrece varios nombres para las estaciones del camino, llamando al
lugar de desembarco «Panotlán», que significa, simplemente, «lugar
de llegada por el mar», pero que por diversas pistas los expertos
han concluido que se trata de la actual Guatemala.
Las tribus llevaban con ellos a cuatro hombres sabios para que les
guiaran y les dirigieran, dado que llevaban consigo manuscritos
rituales y conocían también los secretos del calendario. Desde allí,
las tribus se encaminaron hacia el Lugar de la Serpiente-Nube, donde
al parecer se dispersaron. Por fin, aztecas y toltecas llegaron a un
lugar llamado Teotihuacán, en donde construyeron dos pirámides, una
al Sol y otra a la Luna.
Los reyes gobernaron en Teotihaucán y fueron enterrados allí, pues
ser enterrado en Teotihuacán era reunirse con los dioses en la otra
vida. No está claro el tiempo que pasó hasta que se embarcaron en el
siguiente viaje migratorio, pero en algún momento las tribus
comenzaron a abandonar la ciudad sagrada. Los primeros en irse
fueron los toltecas, que se fueron para construir su propia ciudad,
Tollan. Los últimos en partir fueron los aztecas. Sus andanzas les
llevaron a diversos lugares, pero no encontraban descanso. Durante
todo el tiempo de su última migración, su líder recibió el nombre de
Mexitli, que significa «El Ungido». En él, según algunos expertos
(cf. Manuel Orozco y Berra, Ojeada sobre cronología mexicana),
estaría el origen del nombre tribal mexica («el pueblo ungido»).
La señal para la última migración se la dio a los aztecas/mexica su
dios Huitzilopochtli, quien les prometió una tierra en donde había
«casas con oro y plata, algodón multicolor y cacao de muchos tonos».
Debían seguir la dirección indicada hasta que vieran un águila
posada sobre un cactus que creciera de una roca rodeada de agua.
Allí se deberían asentar y se llamarían «mexica», pues ellos eran el
pueblo elegido, destinado a gobernar sobre el resto de tribus.
Así fue como llegaron los aztecas -según estas leyendas, por segunda
vez- al Valle de México. Llegaron a Tollan, conocida también como
«el lugar del medio», y aunque sus habitantes eran sus propios
parientes ancestrales, no les dieron la bienvenida. Durante casi dos
siglos vivieron los aztecas en las orillas pantanosas del lago
central; y, creciendo en fuerza y en conocimientos, fundaron por fin
su propia ciudad, Tenochtitlán.
Este nombre significa «ciudad de Tenoch», y algunos creen que se la
llamó así porque el líder azteca de entonces, el verdadero
constructor de la ciudad, se llamaba Tenoch. Pero, dado que se sabe
que los aztecas se consideraban tenochas -descendientes de
Tenoch-otros creyeron que Tenoch fue el nombre de un antepasado
tribal, una legendaria figura paternal muy, muy antigua.
La mayoría de los expertos sostienen en la actualidad que los mexica
o tenochas llegaron al valle hacia el 1140 d.C, y fundaron
Tenochtitlán en el 1325 d.C. Después, crecerían en influencia
gracias a una serie de alianzas con algunas tribus, y a la guerra
con otras. Algunos investigadores dudan que los aztecas llegaran a
crear un verdadero imperio. Lo cierto es que, cuando llegaron los
españoles, eran el poder dominante en el centro de México, liderando
a sus aliados y sometiendo a sus enemigos. Estos últimos les
suministraban los cautivos para los sacrificios, por lo que la
conquista de los españoles se vio facilitada por las múltiples
insurrecciones contra los opresores aztecas.
Al igual que los hebreos bíblicos, que remontaban sus genealogías no
sólo hasta las parejas patriarcales, sino también hasta el comienzo
de la humanidad, los aztecas, los toltecas y otras tribus
nahuatlacas tenían leyendas de la creación que seguían los mismos
temas. Pero, mientras el Antiguo Testamento comprimía sus detalladas
fuentes sumerias diseñando una entidad plural (Elohim) a partir de
las diversas deidades activas en los procesos creadores, los relatos
nahuatlacas conservaban los conceptos sumerio y egipcio de varios
seres divinos que actuaban bien en solitario o bien en concierto.
Las creencias tribales, predominantes desde el sudoeste de los
Estados Unidos, por el norte, hasta la actual Nicaragua, por el sur
-Mesoamérica-, sostenían que, en el principio, había un Dios
Antiguo, Creador de Todas las Cosas, del Cielo y la Tierra, cuya
morada estaba en lo más alto del cielo, el duodécimo cielo.
Las
fuentes de Sahagún atribuían el origen de estos conocimientos a los
toltecas:
Y los toltecas sabían que muchos eran los cielos. Decían que había doce divisiones superpuestas; allí moraba el dios verdadero y su consorte. Él es el Dios Celestial, Señor de la Dualidad; su consorte es la Dama de la Dualidad, la Dama Celestial. Esto es lo que significa: Él es rey, él es Señor, por encima de los doce cielos.
Sorprendentemente, esto parece una versión de las creencias
religioso-celestiales de Mesopotamia, según las cuales a la cabeza
del panteón estaba Anu («Señor del Cielo») que, junto con su
consorte, Antu («Dama del Cielo»), vivía en el planeta más lejano,
el duodécimo miembro de nuestro Sistema Solar.
Los sumerios lo
describían como un radiante planeta cuyo símbolo era la cruz (Fig.
7a). Todos los pueblos del mundo antiguo adoptarían posteriormente
este símbolo, y lo desarrollarían hasta convertirlo en el
omnipresente emblema del Disco Alado (Fig. 7b, c). El escudo de
Quetzalcóatl (Fig. 7d) y otros símbolos que aparecen en los
primitivos monumentos de México (Fig. 7e) son extrañamente
similares.
Figura 7
Los dioses de antaño, de los que los textos nahuatlacas contaban
relatos legendarios eran descritos como hombres barbados (Fig. 8),
como correspondería a los antepasados del barbudo Quetzalcóatl. Al
igual que en las teogonias mesopotámicas y egipcias, había relatos
de parejas divinas y de hermanos que se casaban con sus propias
hermanas.
De interés prioritario y directo para los aztecas eran los
cuatro hermanos divinos, Tlatlauhqui, Tezcatlipoca-Yáotl,
Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, según su orden de nacimiento. Ellos
representaban a los cuatro puntos cardinales y a los cuatro
elementos primarios: Tierra, Viento, Fuego, Agua -un concepto de la
«raíz de todas las cosas» bien conocido en el Viejo Mundo de uno a
otro confín.
Estos cuatro dioses representaban también los colores
rojo, negro, blanco y azul, y las cuatro razas de la humanidad, a
las que se representaba a menudo (como en la primera página del
Códice Ferjervary-Mayer) con los colores correspondientes, junto con
sus símbolos, árboles y animales.
Figura 8
El reconocimiento de cuatro ramas separadas de la humanidad resulta
interesante, quizás incluso significativo, por sus diferencias con
el concepto bíblico-mesopotámico de la triple división asiática,
africana y europea surgida del linaje de Noé, de Sem, Cam y
Jafet.
Las tribus nahuatlacas -los pueblos de las Américas- habían añadido
un cuarto pueblo, el pueblo de color rojo.
Los relatos nahuatlacas hablan de conflictos e incluso de guerras
entre los dioses. Entre éstos se incluye el incidente en que
Huitzilopochtli derrotó a los cuatrocientos dioses menores y el
combate entre Tezcatlipoca-Yáotl y Quetzalcóatl. Estas guerras por
el dominio de la Tierra o de sus recursos se habían detallado
también en las tradiciones populares (los «mitos») de todos los
pueblos de la antigüedad.
Los relatos hititas e indoeuropeos de las
guerras entre Teshub o Indra con sus hermanos llegaron a Grecia a
través de Asia Menor. Los semitas cananeos y fenicios escribieron
acerca de las guerras de Baal con sus hermanos, en el transcurso de
las cuales Baal mató a centenares de «hijos de los dioses» menores
cuando se les atrajo con engaños al banquete de la victoria del
dios. Y en las tierras de Cam, África, los textos egipcios hablaban
del desmembramiento de Osiris a manos de su hermano Set, y de la
posterior guerra entre Set y Horus, hijo y vengador de Osiris.
¿Acaso los dioses de los mexicanos eran concepciones originales, o
eran los recuerdos de creencias y relatos que tenían sus raíces en
el Próximo Oriente de la antigüedad? La respuesta irá surgiendo a
medida que examinemos los aspectos adicionales de los relatos
nahuatl-acas de la creación y la prehistoria.
Nos encontramos con que el Creador de Todas las Cosas, para
continuar con las comparaciones, era un dios que «da la vida y la
muerte, la buena y la mala fortuna». El cronista Antonio de Herrera
y Tordesillas (Historia general) comentaba que los indígenas «le
invocan en sus tribulaciones, con la mirada puesta en el cielo,
donde creen que está». Este dios creó primero el Cielo y la Tierra;
después, dio forma al hombre y a la mujer a partir del barro, pero
no duraron mucho. Después de algunos esfuerzos más, se creó una
pareja humana a partir de cenizas y metales, y con ellos se pobló el
mundo.
Pero todos estos hombres y mujeres fueron destruidos en una
inundación, salvo cierto sacerdote y su mujer que, junto con
semillas y animales, lograron flotar con la ayuda de un tronco
ahuecado. El sacerdote descubrió tierra después de enviar unos
pájaros. Según otro cronista, fray Gregorio García, la inundación
duró un año y un día, durante los cuales toda la Tierra estuvo
cubierta de agua y el mundo se sumió en el caos.
Los acontecimientos primitivos o prehistóricos relativos a la
humanidad y a los progenitores de las tribus nahuatlacas se dividían
en leyendas, representaciones pictóricas y grabados en piedra, como
el Calendario de Piedra, de cuatro eras o «soles». Los aztecas
consideraban su época como la más reciente de cinco eras, la Era del
Quinto Sol. Cada uno de los cuatro soles anteriores había terminado
con una catástrofe, a veces una catástrofe natural (como un Diluvio)
y a veces por una calamidad provocada por las guerras entre los
dioses.
Se cree que el gran Calendario de Piedra azteca (que se descubrió en
la zona del recinto sagrado) es la plasmación en piedra de las cinco
eras. Los símbolos que circundan el panel central y la misma imagen
central han sido objeto de numerosos estudios. El primer anillo
interior representa, con toda claridad, los veinte signos de los
veinte días del mes azteca. Los cuatro paneles rectangulares que
rodean el rostro central se reconocen como los glifos que
representan las cuatro eras anteriores, y la calamidad que terminó
con cada una de ellas - agua, viento, terremotos y tormentas, y
jaguar.
Los relatos de las cuatro eras son valiosos por la información
relativa a la longitud de las eras y a sus principales
acontecimientos. Aunque las versiones varían, lo cual sugiere una
larga tradición oral previa a los registros escritos, todas
coinciden en que la primera era llegó a su fin con un Diluvio, una
gran inundación que arrasó la Tierra. La humanidad sobrevivió
gracias a una pareja, Nene y su mujer, Tata, que se las ingeniaron
para salvarse en un tronco vaciado.
O bien esta primera era o bien la segunda fue la era de los Gigantes
de Cabellos Blancos.
El Segundo Sol se recordó como «Tzoncuztique»,
la «Era Dorada»; terminó a causa de la Serpiente del Viento. El
Tercer Sol estaba presidido por la Serpiente de Fuego, y fue la era
de la Gente de Cabello Rojo. Según el cronista Ixtlil-xochitl, éstos
fueron los supervivientes de la segunda era, que llegaron en barco
desde el este hasta el Nuevo Mundo, asentándose en la región de Botonchán; allí se encontraron con gigantes que también habían
sobrevivido a la segunda era, y fueron esclavizados por éstos. El
Cuarto Sol fue la era de la Gente de Cabeza Negra.
Fue durante esta
era cuando Quetzalcóatl apareció en México - alto de estatura, de
luminoso semblante, con barba, y llevando una larga túnica. Su
báculo, con forma de serpiente, estaba pintado de negro, blanco y
rojo; llevaba piedras preciosas engarzadas y estaba adornado con
seis estrellas. (Quizá no sea casualidad que el báculo del obispo Zumá-rraga, el primer obispo de México, se hiciera muy parecido al
de Quetzalcóatl.) Fue durante esta era cuando se construyó Tollan,
la capital tolteca. Quetzalcóatl, señor de la sabiduría y el
conocimiento, introdujo la enseñanza, los oficios, las leyes y el
cálculo del tiempo según el ciclo de 52 años.
Hacia el final del Cuarto Sol tuvo lugar una serie de guerras entre
los dioses. Quetzalcóatl partió, de vuelta hacia el este, hacia el
lugar de donde había venido. Las guerras de los dioses causaron
estragos en el país; los animales salvajes diezmaron a la humanidad,
y Tollan quedó abandonada. Cinco años más tarde, llegaron los
pueblos chichime-cas, alias los aztecas; y el Quinto Sol, la era
azteca, dio comienzo.
¿Por qué se les llamó «soles» a las eras y cuánto duraron? El motivo
no está claro, y la extensión de las distintas eras no se ha
establecido, o difiere según la versión. Una de las que parece más
sensatas y, tal como mostraremos, asombrosamente plausible, es la
del Códice Vaticano-Latino 3738. Dice que el primer Sol duró 4.008
años, el segundo 4.010, el tercero 4.081. El cuarto Sol «comenzó
hace 5.042 años», pero no se especifica el momento de su final. Sea
como sea, tenemos aquí un relato de los acontecimientos que se
remonta 17.141 años a partir del momento en que los relatos se
anotaron.
Es un lapso de tiempo demasiado largo como para que la gente pueda
recordar algo, y los expertos, aunque aceptan que los
acontecimientos del Cuarto Sol contienen elementos históricos,
tienden a desechar lo relativo a eras anteriores como meros mitos.
¿Cómo explicar entonces los relatos de Adán y Eva, un Diluvio global
y la supervivencia de una pareja, episodios que, según H. B.
Alexander (Latin-American Mythology), son «sorprendentemente
evocadores del relato de la creación del Génesis y de la cosmogonía
babilónica»?
Algunos expertos sugieren que los textos nahuatlacas
reflejan de algún modo lo que los indígenas ya habían escuchado en
los sermones bíblicos de los españoles. Pero, dado que no todos los
códices son posteriores a la Conquista, las similitudes
bíblico-mesopotámicas sólo se pueden explicar si se admite que las
tribus mexicanas tenían lazos ancestrales con Mesopotamia.
Además, la cronología mexica-náhuatl se correlaciona con
acontecimientos y momentos con una precisión científica e histórica
que debería llevar a más de uno a detenerse y reflexionar. Fecha el
Diluvio al final del Primer Sol, unos 13.133 años antes del momento
en que se escribió el códice; es decir, hacia el 11.600 a.C. Y
resulta que en nuestro libro
El 12° planeta llegamos a la conclusión
de que el Diluvio arrasó ciertamente la Tierra hacia el 11.000 a.C;
las correspondencias entre el relato y la cronología sugieren que
hay algo más que un mito en los relatos aztecas.
También nos intriga la afirmación de los relatos de que la cuarta
era fue la época de la «gente de cabeza negra» (las anteriores eras
se tenían por la de los gigantes de cabello blanco y la de la gente
de cabello rojo). Y éste, «gente de cabeza negra», es precisamente
el término por el cual se llamaban los sumerios en sus textos.
¿Acaso los relatos aztecas sostienen que la era del Cuarto Sol fue
la época en la que los sumerios aparecieron en escena?
La
civilización sumeria comenzó hacia el 3800 a.C; y no debería
sorprendernos, al menos no ahora, encontrarnos con que, fechando el
comienzo de la Cuarta Era en 5.026 años antes de su propia época,
los aztecas lo situaban ciertamente en los alrededores del 3500 a.C.
-lo cual coincide sorprendentemente con el inicio de la era de la
«gente de cabeza negra».
La explicación reactiva (la de que los aztecas les contaron a los
españoles lo que habían escuchado de los mismos españoles)
ciertamente no se sostiene en lo referente a los sumerios; el mundo
occidental descubrió los restos y el legado de la gran civilización
sumeria cuatro siglos después de la Conquista de América. Por lo que
habrá que concluir que los pueblos nahuatlacas debían de conocer los
relatos que aparecen en el Génesis a partir de sus propias fuentes
ancestrales. Pero, ¿cómo?
Esta misma pregunta desconcertó ya a los mismos españoles.
Asombrados de haber descubierto no sólo una civilización en el Nuevo
Mundo tan similar a la de Europa, sino también «el gran número de
personas que hay allí», estaban doblemente desconcertados por las
conexiones bíblicas de los relatos aztecas. Intentando dar con una
explicación, se les ocurrió una respuesta sencilla: aquellos debían
de ser los descendientes de las Tribus Perdidas de Israel, que
fueron exiliadas por los asirios en el 722 a.C. y se desvanecieron
después sin dejar rastro (lo que quedó del reino de Judea lo
conservaron las tribus de Judá y de Benjamín).
El primero en exponer esta idea en un detallado manuscrito, si es
que no fue idea suya, fue el dominico fray Diego Duran, que fue
llevado a Nueva España en 1542, a los cinco años de edad. Sus dos
libros, uno de ellos conocido por el título inglés de Book of the
Gods and Rites and the Ancient Calendar e Historia de las Indias de
Nueva España, fueron traducidos al inglés por D. Heyden y
F. Horcasitas. En el segundo libro, Duran, haciendo una exposición de
las muchas similitudes, afirmaba enfáticamente su conclusión de que
los nativos «de las Indias y del continente de este nuevo mundo
[...] son judíos y gente hebrea». Su teoría quedaba confirmada,
según él, «por su naturaleza: estos nativos son parte de las diez
tribus de Israel que Salmanasar, rey de los asirios, capturó y llevó
a Asiria».
En sus informes de conversaciones con viejos indígenas sacaba a
colación leyendas tribales de una época en que había existido,
«hombres de monstruosa estatura que aparecieron y tomaron posesión
del país... Y estos gigantes, al no encontrar la forma de llegar al
Sol, decidieron construir una torre tan alta que su cúspide llegara
al Cielo».
Este episodio, que se parece al relato bíblico de la
Torre de Babel, igualaba en importancia a otro relato referente a
una migración similar a la del Éxodo.
No es de extrañar por tanto que, con el aumento de este tipo de
informes, la teoría de las Diez Tribus Perdidas se convirtiera en la
favorita de los siglos XVI y XVII, al suponer que, de algún modo,
yendo en dirección este a través de los dominios asirios y más allá,
los israelitas habían alcanzado América.
La idea de las Diez Tribus Perdidas, que en su punto álgido recibió
el respaldo de las cortes reales europeas, terminó posteriormente
siendo ridiculizada por los expertos. Las teorías actuales sostienen
que el hombre llegó al Nuevo Mundo desde Asia a través de un puente
de hielo por Alaska hace unos 20.000 o 30.000 años, extendiéndose
poco a poco hacia el sur. Existen evidencias considerables en cuanto
a objetos, lengua y evaluaciones etnológicas y antropológicas que
indican influencias de más allá del Pacífico -hindúes, del sudeste
asiático, chinas, japonesas y polinesias. Los expertos las explican
por la llegada periódica de estas gentes a las Américas, pero
insisten mucho en que esto ocurrió durante la era cristiana, sólo
unos siglos antes de la conquista y nunca antes de Cristo.
Aunque los expertos más conservadores siguen minimizando toda
evidencia de contactos transatlánticos entre el Viejo y el Nuevo
Mundo, hacen una concesión a contactos transpacíficos relativamente
recientes como explicación de los relatos similares a los del
Génesis que existieron en las Américas. De hecho, las leyendas de un
Diluvio global y de la creación del hombre a partir de arcilla o
materiales similares son temas comunes en las mitologías de todo el
mundo, y una posible ruta a las Américas desde Oriente Próximo
(donde se originaron los relatos) podría haber sido a través del
Sudeste Asiático y de las islas del Pacífico.
Pero existen elementos en las versiones náhuatl que indican una
fuente muy primitiva, más que a los relativamente recientes siglos
anteriores a la Conquista. Uno de ellos es el hecho de que los
relatos náhuatl de la creación del hombre siguen una versión
mesopotámica muy antigua, ¡que ni siquiera se abrió paso hasta el
Libro del Génesis!
La Biblia, de hecho, no tiene una, sino dos versiones de la creación
del hombre, ambas extraídas de primitivas versiones mesopotámicas.
Pero ambas ignoran una tercera versión, probablemente la más
antigua, en la cual la humanidad no se hizo de arcilla, sino de la
sangre de un dios. En el texto sumerio en el cual se basa esta
versión, el dios Ea, en colaboración con la diosa Ninti, «preparó un
baño purificador». «Que se sangre a un dios en él -ordenó-; de su
carne y de su sangre, que Ninti mezcle la arcilla.» A partir de esta
mezcla se crearon hombres y mujeres.
Resulta muy significativo que sea esta versión -que no está en la
Biblia- la que se repita en un mito azteca. El texto se conoce como
Manuscrito de 1558, y cuenta que, después del calamitoso fin del
Cuarto Sol, los dioses se reunieron en Teotihuacán.
Tan pronto como los dioses estuvieron reunidos, dijeron:
«¿Quién habitará la Tierra? El cielo ya ha sido establecido y la Tierra ha sido establecida; pero ¿quién, oh dioses, vivirá en la Tierra?»
Los dioses reunidos «se apenaron». Pero
Quetzalcóatl, un dios de
sabiduría y ciencia, tuvo una idea. Fue a Mictlán, la Tierra de los
Muertos, y anunció a la pareja divina que estaba al cargo:
«He
venido a por los preciados huesos que guardáis aquí.»
Superando las
objeciones y los engaños, Quetzalcóatl consiguió hacerse con los
«preciados huesos»:
Reunió los preciados huesos; los huesos del hombre se pusieron juntos a un lado,
los huesos de la mujer se pusieron juntos al otro lado.
Quetzalcóatl los tomó e hizo un haz.
Llevó los huesos secos a Tamoanchán, «lugar de nuestro origen» o
«lugar del cual hemos descendido». Una vez allí, le dio los huesos a
la diosa Cihuacóatl («Mujer Serpiente»), una diosa de la magia:
Ella pulverizó los huesos y los puso en una fina bañera de barro.
Quetzalcóatl sangró su órgano masculino sobre ellos.
Mientras el resto de dioses observaba, ella mezcló los huesos pulverizados con la sangre del dios; de esa mezcla arcillosa se creó a
los macehuales. ¡La humanidad había sido re-creada!
En los relatos sumerios, los creadores del hombre fueron el dios Ea
(«cuyo hogar es el agua»), también conocido como Enki («Señor
Tierra»), cuyos epítetos y símbolos suelen hacer referencia a su
talante habilidoso, metalúrgico -todo palabras que encuentran su
equivalente lingüístico en el término «serpiente». Su compañera en
la hazaña, Ninti («la que da la vida») era la diosa de la medicina
-un oficio cuyo símbolo desde la antigüedad ha sido el de las
serpientes entrelazadas. Las representaciones sumerias sobre sellos
cilindricos muestran a las dos deidades en algo parecido a un
laboratorio, con matraces y todo (Fig. 9a).
Es verdaderamente sorprendente encontrarse todos estos elementos en
los relatos náhuatl -un dios del conocimiento al que se le llama
Serpiente Emplumada, una diosa de poderes mágicos llamada Mujer
Serpiente; una bañera de marga en la cual los elementos terrestres
se mezclan con la esencia del dios (sangre); y la creación del
hombre, macho y hembra, a partir de la mezcla.
Pero aún más
sorprendente es el hecho de que el mito se representara
pictóricamente en un códice náhuatl encontrado en la región de la
tribu de los mixtéeos. En él, se muestra a un dios y a una diosa
mezclando un elemento que fluye en un enorme matraz o cuba con la
sangre de un dios que deja caer gotas dentro del matraz; de esa
mezcla, emerge un hombre (Fig. 9b).
Figura 9
Junto con los otros datos relacionados con los sumerios y de
terminología, existen indicios de contactos en épocas sumamente
tempranas. Al parecer, las evidencias desafían también a las teorías
actuales acerca de las primeras migraciones del hombre a las
Américas. Con esto, no estamos proponiendo simplemente las
sugerencias (ofrecidas ya a principios de este siglo en los
congresos internacionales de americanistas) de que la migración no
fuera desde Asia a través del Estrecho de Bering, por el norte, sino
desde Australia/Nueva Zelanda a través de la Antártida hasta
Sudamérica -idea recuperada recientemente, tras el descubrimiento en
el norte de Chile, cerca de la frontera con Perú, de momias humanas
enterradas hace 9.000 años.
El problema que nos plantean ambas teorías es que suponen largas
caminatas de hombres, mujeres y niños a través de miles de
kilómetros de tierras heladas, y nos preguntamos cómo se pudo hacer
esto hace 20.000 ó 30.000 años; además, ¿para qué iban a emprender
un viaje de este tipo? ¿Por qué hombres, mujeres y niños tendrían
que hacer un viajes de miles de kilómetros por una tierra helada
para, al parecer, no alcanzar nada salvo más hielo -a menos que
fueran conscientes de que había una Tierra Prometida más allá del
hielo?
Pero, ¿cómo podrían saber lo que había más allá de aquel
interminable hielo, si no habían estado allí nunca, ni nadie más
antes que ellos -pues, por definición, eran los primeros en llegar a
las Américas?
En el relato bíblico del Éxodo de Egipto, el Señor describe la
Tierra Prometida como «una tierra de trigo, cebada, vino, higueras y
granados, una tierra de olivos y miel... Una tierra cuyas piedras
son de hierro y de cuyas montañas puedes sacar cobre.» El dios de
los aztecas les describió su Tierra Prometida como una tierra de
«casas con oro y plata, algodón multicolor y cacao de muchos tonos».
¿Acaso aquellos primitivos emigrantes se habrían lanzado a su
imposible caminata si alguien -su dios- no les hubiera dicho que
fueran y les hubiera descrito lo que les esperaba allí? Y si esa
deidad no fuera una simple entidad teológica, sino un ser
físicamente presente en la Tierra, ¿pudo haber ayudado a los
emigrantes a vencer los obstáculos del viaje, del mismo modo que el
Señor bíblico había hecho con los israelitas?
Es con pensamientos de este tipo, de por qué y cómo se podría haber
emprendido un viaje imposible, como hemos leído y releído los
relatos nahuatlacas de las migraciones y de las Cuatro Eras. Dado
que el Primer Sol había terminado con el Diluvio, esa era tuvo que
ser la fase final de la última glaciación; pues, tal como concluimos
en El 12° planeta, el Diluvio fue provocado por el deslizamiento de
la capa de hielo antártico en los océanos, llevando a la última
glaciación a un brusco fin, hacia el 11.000 a.C.
¿Acaso el hogar original de los pueblos nahuatlacas, el legendario
Aztlán, «el lugar blanco», se llamaba así por la simple razón de que
eso es lo que era, una tierra cubierta de nieve? ¿Es éste el motivo
por el cual se tenía la era del Primer Sol como la época de los
«gigantes de cabellos blancos»? ¿Acaso los recuerdos históricos
aztecas, rememorando el comienzo del Primer Sol, 17.141 años atrás,
contaban en realidad una migración a América hacia el 15.000 a.C,
cuando el hielo formaba un puente con el Viejo Mundo? Y, por otra
parte, ¿sería posible que el cruce no se hiciera a través de un
puente de hielo, sino en barcos a través del Océano Pacífico, tal
como relatan las leyendas náhuatl?
Las leyendas de un desembarco prehistórico en la costa del Pacífico
no se limitan a los pueblos mexicanos. Más al sur, los pueblos
andinos conservaron recuerdos de similar naturaleza, relatados como
leyendas. Una de ellas, la leyenda de Naymlap, puede estar
remitiéndonos al primer asentamiento de gente de otro lugar en
aquellas costas. Habla de la llegada de una gran flota de balsas de
juncos (del tipo de las que utilizara Thor Heyerdahl para simular la
singladura sumeria en barcos de juncos). En la balsa que lideraba la
flota, había una piedra verde que podía pronunciar las palabras del
dios del pueblo, que daba indicaciones al jefe de los emigrantes,
Naymlap, para llevarlos hasta la playa elegida. La deidad, hablando
a través del ídolo verde, instruyó posteriormente al pueblo en las
artes de la agricultura, la construcción y la artesanía.
Algunas versiones de la leyenda del ídolo verde identifican el cabo
Santa Helena, en Ecuador, como el lugar del desembarco; allí, el
continente sudamericano se proyecta hacia el oeste, en el Pacífico.
Varios cronistas, entre ellos Juan de Velasco, relataron leyendas
nativas que decían que los primeros pobladores de las regiones
ecuatoriales fueron gigantes. Los pobladores humanos que siguieron
adoraban a un panteón de doce dioses, encabezados por el Sol y la
Luna. Y donde ahora se encuentra la capital de Ecuador, dice
Velasco que los pobladores construyeron dos templos, uno frente a
otro. El templo dedicado al Sol tenía frente a la puerta dos
columnas de piedra, y en el patio otros doce pilares de piedra en
círculo.
Llegó el momento en que el líder, Naymlap, tras completar su misión,
tuvo que partir. A diferencia de sus sucesores, Naymlap no murió: se
le dieron alas y se fue volando, para no volvérsele a ver más -se lo
llevó al cielo el dios de la piedra parlante.
Los indígenas americanos no estaban solos en la creencia de que se
podían recibir instrucciones divinas a través de una piedra
parlante: todos los pueblos antiguos del Viejo Mundo hablaban de
piedras oraculares y creían en ellas y el Arca que los israelitas
llevaron durante el Éxodo tenía en la parte superior el Dvir
-literalmente, «hablador»-, un instrumento portátil a través del
cual Moisés podía escuchar las instrucciones del Señor. Y en cuanto
a la partida de Naymlap, que fue llevado hacia el cielo, también
existen paralelismos bíblicos. En el capítulo 5 del Génesis, leemos
que en la séptima generación del linaje de Adán a través de Set, el
patriarca fue Henoc; cuando llegó a la edad de 365 años «se fue» de
la Tierra, pues el Señor se lo llevó al cielo.
Los expertos tienen un problema con la idea de cruzar el océano en
barcos hace 15.000 ó 20.000 años: el hombre, dicen, era demasiado
primitivo por aquel entonces para tener naves oceánicas y navegar en
alta mar. No fue hasta la civilización sumeria, a comienzos del
cuarto milenio a.C, que la humanidad consiguió medios terrestres
(vehículos con ruedas) y acuáticos (barcos) de transporte a largas
distancias.
Pero ése, según los mismos sumerios, fue el curso de los
acontecimientos después del Diluvio. Una y otra vez dijeron que
había existido una elevada civilización sobre la Tierra antes del
Diluvio -una civilización que habían iniciado en la Tierra aquellos
que habían venido del planeta de Anu, y que se había prolongado a
través de un linaje de «semidioses» de largas vidas, de
descendientes de los emparejamientos entre los extraterrestres (los
bíblicos
nefilim) y las «hijas del hombre». Las crónicas egipcias,
como los escritos del sacerdote Manetón, seguían la misma idea. Y lo
mismo hace la Biblia, que describe una civilización tanto rural
(agricultura, ganadería) como urbana (ciudades, metalurgia) antes
del Diluvio. Todo eso, no obstante -según todas estas antiguas
fuentes- fue borrado de la faz de la Tierra por el Diluvio, y hubo
que recomenzarlo todo desde el principio.
El Libro del Génesis
comienza con los relatos de la creación, que son versiones breves de
los mucho más detallados textos sumerios. En éstos, se habla
constantemente de «el Adán», literalmente «el Terrestre». Pero,
después, da un giro hacia la genealogía de un ancestro concreto
llamado Adán: «Éste es el libro de las generaciones de Adán»
(Génesis 5:1).
Al principio, Adán tuvo dos hijos: Caín y
Abel.
Después, Caín mató a su hermano y fue desterrado por Yahvé. «Y Adán
conoció a su mujer de nuevo y le dio un hijo, y le puso por nombre
Set». Es este linaje, el linaje de Set, el que sigue la Biblia a
través de una genealogía de patriarcas hasta Noé, el protagonista de
la historia del Diluvio. Después, el relato se concentra en los
pueblos asiáticos, africanos y europeos.
Pero, ¿qué pasó con el linaje de Caín? Todo lo que tenemos en la
Biblia es una docena de versículos.
Yahvé castigó a Caín a
convertirse en nómada, «fugitivo y vagabundo sobre la Tierra».
Y Caín se apartó de la presencia de Yahvé y moró en la tierra de Nod, al este del Edén. Y Caín conoció a su mujer y ella concibió y engendró a Henoc;
y él
construyó una ciudad y le puso a la ciudad el nombre de su hijo, Henoc.
Varias generaciones después, nació Lámek. Éste tuvo dos esposas. De
una de ellas tuvo a Yabal; «él fue el padre de los que habitan en
tiendas y tienen ganado». De la otra, tuvo dos hijos. Uno, Yubal,
«fue el padre de los que tocan la cítara y la flauta». El otro hijo,
Túbal-Caín, fue «forjador de oro, cobre y hierro».
Tan escasa información bíblica se ve ampliada por el
pseudo-epigráfico Libro de los Jubileos, que se cree que se escribió
en el siglo II a.C. a partir de fuentes más antiguas. Relacionando
los acontecimientos con el pasaje de los Jubileos, dice que,
«Caín
tomó a su hermana Awan para que fuera su esposa, y ella le dio a
Henoc a finales del cuarto jubileo. Y en el primer año de la primera
semana del quinto jubileo, se construyeron casas en la tierra, y
Caín construyó una ciudad y le puso por nombre el nombre de su hijo,
Henoc».
Los eruditos bíblicos llevan mucho tiempo desconcertados con el
nombre de Henoc, que significa «fundamento», «fundación», y que se
le aplica tanto a un descendiente de Adán a través de Set como a
otro de sus descendientes a través de Caín, así como con otras
similitudes en los nombres de los descendientes. Sea cual sea el
motivo, es evidente que las fuentes sobre las cuales se basaron los
compiladores de la Biblia atribuyen hazañas extraordinarias a ambos
Henoc -que quizá no fuera más que una persona prehistórica.
El Libro
de los Jubileos afirma que Henoc,
«fue el primero entre los hombres
que nació en la Tierra que aprendió a escribir, y los conocimientos
y la sabiduría, y que escribía los signos del cielo según sus meses
en un libro».
Según el Libro de Henoc, a este patriarca le enseñaron
las matemáticas y los conocimientos de los planetas, así como el
calendari-o durante su viaje celestial, y se le mostró la ubicación
de las «Siete Montañas de Metal» en la Tierra, «en el oeste».
Los prebíblicos textos sumerios conocidos como las
Listas de los
Reyes relatan también la historia de un soberano antediluviano al
que los dioses le enseñaron todo tipo de conocimientos. Su
nombre-epíteto era EN.ME.DUR.AN.KI -«Señor del Conocimiento de los
Fundamentos del Cielo y la Tierra»- y es muy probable que sea un
prototipo de los Henocs bíblicos.
Los relatos nahuatlacas de las andanzas y la llegada a un destino
final, del asentamiento y la construcción de una ciudad; de un
patriarca con dos esposas, cuyos hijos son el origen de pueblos; de
uno que se hizo famoso por ser forjador de metales... ¿No resultan
demasiado semejantes a los relatos bíblicos? Incluso la importancia
que los náhuatl le dan al número siete se refleja en los relatos
bíblicos, pues el séptimo descendiente del linaje de Caín, Lámek,
proclamó enigmáticamente que «hasta siete veces será vengado Caín, y
Lámek setenta y siete».
¿No nos estaremos encontrando en las leyendas de las siete tribus nahuatlacas -en sus antiguos recuerdos- con el desterrado linaje de
Caín y su hijo Henoc?
Los aztecas pusieron el nombre de Tenochtitlán a su ciudad, la
Ciudad de Tenoch, llamada así en honor de su antepasado. Si tenemos
en cuenta que, en su dialecto, los aztecas prefijaban muchas
palabras con el sonido T, Tenoch podría haber sido en su origen
Enoch, si se le quita el prefijo T.
Un texto babilónico, basado, según los expertos, en un primitivo
texto sumerio del tercer milenio a.C, cuenta enigmáticamente una
disputa, que termina con un asesinato, entre un labrador y su
hermano pastor, al igual que los bíblicos Caín y Abel. Condenado a
«vagar con pesar», el infractor, llamado Ka'in, emigró a la tierra
de Dunnu, y allí «construyó una ciudad con torres gemelas».
Unas torres gemelas en la cúspide de las pirámides era el sello
distintivo de la arquitectura azteca. ¿Conmemoraría esto la
construcción a cargo de Ka'in de una «ciudad con torres gemelas»? ¿Y
Tenochtitlán, la «ciudad de Tenoch», no se llamaría así debido a que
Caín, milenios atrás, «construyó una ciudad y le puso por nombre el
nombre de su hijo, Henoc»?
¿No nos habremos encontrado en América Central el reino perdido de
Caín, la ciudad a la que pusiera por nombre Henoc? En realidad, esta
posibilidad ofrece respuestas plausibles al enigma de los comienzos
del hombre en estos dominios.
Pero también puede arrojar luz sobre otros dos enigmas -el de la
«marca de Caín», y el del rasgo hereditario común a todos los
amerindios: la ausencia de vello facial.
Según el relato bíblico, Caín, tras ser desterrado de las tierras
pobladas por el Señor y condenado a vagar por Oriente, comenzó a
preocuparse por la posibilidad de ser asesinado por alguien que
buscara venganza. Y así, el Señor, para indicar que Caín andaría
errante bajo Su protección, «puso una señal a Caín, para que si
alguien lo encontrara, no lo matara».
Aunque nadie sabe en qué pudo
consistir esta «señal» distintiva, generalmente se acepta que fue
algún tipo de tatuaje en la frente. Pero, por lo que se dice
posteriormente en la Biblia, parece que la cuestión de la venganza y
de la protección contra ella tuvo su continuidad hasta la séptima
generación y más allá. Un tatuaje en la frente no habría durado
tanto, ni hubiera podido transmitirse de generación en generación.
Sólo un rasgo genético, transmitido de forma hereditaria, podía
cumplir con las afirmaciones bíblicas.
Y, a la vista de este particular rasgo genético de los amerindios
-la ausencia de vello facial- uno se pregunta si la «marca de Caín»
y sus descendientes no sería este cambio genético. Si nuestra
conjetura es correcta, América Central -Mesoamérica-, como punto
focal desde el cual se expandieron los amerindios hacia el norte y
hacia el sur en el Nuevo Mundo, sería, de hecho, el Reino Perdido de
Caín.
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