4 - OTEADORES DEL CIELO EN LAS SELVAS
Los mayas.
Este nombre evoca el misterio, el enigma, la aventura. Una
civilización que existió y desapareció, se desvaneció, aunque sus
gentes quedaran. Ciudades increíbles que se abandonaron intactas,
engullidas por el verde dosel de la selva; pirámides que llegan
hasta el cielo, concebidas para tocar a los dioses; y monumentos,
cuidadosamente esculpidos y decorados, que se expresan con
artísticos jeroglíficos cuyo significado sigue perdido en su mayor
parte entre las nieblas del tiempo.
El misterio de los mayas captó la imaginación y la curiosidad de los
europeos desde el mismo momento en que los españoles pusieron el pie
en la península de Yucatán y vieron los vestigios de sus ciudades
perdidas en la selva. Era todo tan increíble; y, sin embargo, ahí
estaba: pirámides escalonadas, templos con plataformas, palacios
decorados, pilares de piedra grabados; y mientras contemplaban
aquellos sorprendentes restos, escuchaban los relatos de los nativos
acerca de monarquías, de ciudades-estado y de glorias que una vez
existieron.
Uno de los sacerdotes españoles más conocidos que
escribiera de Yucatán y de los mayas durante la Conquista, fray
(después obispo) Diego de Landa (Relación de las cosas de Yucatán),
decía que,
«existen en el Yucatán muchos edificios de gran belleza,
siendo esto lo más sobresaliente de todo lo descubierto en las
Indias; están todos construidos de piedra y finamente ornamentados,
aunque no se ha encontrado metal en el país con que tallarla».
Con otros intereses en mente, como el de la búsqueda de riquezas y
la conversión de los nativos al cristianismo, a los españoles les
llevó cerca de dos siglos prestar atención a aquellas ruinas. Fue ya
en 1785, cuando una comisión real inspeccionó las ruinas de
Palenque, para entonces ya descubiertas. Afortunadamente, una copia
del informe ilustrado de la comisión fue a parar a Londres; su
posterior publicación atrajo al enigma maya a un noble rico, Lord Kingsborough.
Creyendo fervientemente que los habitantes de América
Central eran descendientes de las Diez Tribus Perdidas de Israel, Kingsborough se pasó el resto de su vida, y se gastó toda su
fortuna, en la exploración y descripción de los antiguos monumentos
y escritos de México. Su Antiquities of México (1830-1848), junto
con la Relación de Landa, se han convertido en una valiosísima
fuente de información sobre el pasado maya.
Pero en la memoria popular, el honor de la publicación del
descubrimiento arqueológico de la civilización maya pertenece a un
norteamericano de Nueva Jersey, John L. Stephens. Designado como
enviado de los Estados Unidos a la Federación Centroamericana, fue a
las tierras de los mayas con su amigo Frederick Catherwood, que era
un consumado dibujante. Los dos libros que escribió Stephens e
ilustró Catherwood, Incidents of Travel in Central America, Chiapas
and Yucatán, e Incidents of Travel in Yucatán, siguen siendo de
lectura recomendada siglo y medio después de su publicación original
(1841 y 1843).
Y el propio libro de Catherwood, Views of Ancient
Monuments of Central America, Chiapas and Yucatán, aún suscitó con
posterioridad más interés en el tema. Cuando los dibujos de Catherwood se ponen junto a las actuales fotografías, uno se
sorprende al ver la minuciosidad de su trabajo (y se entristece al
darse cuenta de la erosión que ha tenido lugar desde entonces). Los
informes del equipo eran especialmente detallados en lo referente a
los grandes sitios de Palenque, Uxmal, Chichén Itzá y Copan; estando
este último, por encima de todos, asociado a Stephens pues, con el
fin de investigarlo sin interferencias, le compró el lugar a su
propietario local por cincuenta dólares.
En total, juntos exploraron
casi cincuenta ciudades mayas; tal profusión no sólo fue más allá de
todo lo imaginable, sino que también estableció más allá de toda
duda que el dosel esmeralda de la selva no había ocultado unos
cuantos asentamientos perdidos, sino toda una civilización perdida.
Particularmente importante fue la constatación de que algunos de los
símbolos y glifos grabados en los monumentos daban unas fechas, de
modo que la civilización maya se podía situar en un marco temporal.
Aunque la escritura jeroglífica maya sigue estando todavía por
descifrar en su totalidad, los expertos han conseguido leer las
inscripciones de fechas y determinar las fechas paralelas del
calendario cristiano.
Podríamos haber sabido mucho más acerca de los mayas a partir de su
amplia literatura -libros que se escribieron sobre un papel hecho
con tres cortezas de árbol y laminado con cal blanca para crear una
base para los glifos entintados. Pero estos libros, que los hubo a
centenares, fueron destruidos de forma sistemática por los
sacerdotes españoles -curiosamente por el mismo obispo Landa, que
terminó siendo el que preservó gran parte de la información «pagana»
en sus propios escritos.
Sólo quedaron tres (o cuatro, si el cuarto es auténtico) códices
(«libros-dibujo»). Las secciones que parecen más interesante a los
expertos son las que tratan de astronomía. También hay disponibles
otras dos importantes obras literarias debido a que fueron reescritas, bien de los libros de dibujos originales o bien a partir
de la tradición oral, en las lenguas nativas pero utilizando
escritura latina.
Una de estas obras es la compuesta por los libros de
Chilam Balam,
que significa los Oráculos o Pronunciamientos de Balam el sacerdote.
Muchos pueblos del Yucatán tenían copias de este libro; el mejor
conservado y traducido de ellos es el Libro de Chilam Balam de
Chumayel. Parece ser que Balam era una especie de «Edgar Cayce»
maya: los libros recogen información referente al pasado mítico y al
futuro profético, sobre ritos y rituales, astrología y consejo
médico.
La palabra balam significa «jaguar» en la lengua nativa, y ha
provocado mucha consternación entre los expertos, pues no parece
tener una relación aparente con los oráculos. Sin embargo, a
nosotros nos resulta muy intrigante que en el antiguo Egipto hubiera
una clase sacerdotal llamada sacerdotes Shem, que pronunciaban
oráculos durante ciertas ceremonias reales, así como fórmulas
secretas dirigidas a «abrir la boca» del faraón fallecido con el fin
de que pudiera reunirse con los dioses en la Otra Vida, que se
vestían con pieles de leopardo (Fig. 26a).
Se han encontrado representaciones mayas con sacerdotes vestidos de
forma parecida (Fig. 26b); y dado que en las Américas lo lógico
habría sido llevar una piel de jaguar, en lugar de una de leopardo
africano, eso explicaría el significado de «jaguar» del nombre de Balam. Una vez más, nos podríamos estar encontrando con un indicio
de influencia ritual egipcia.
Pero aún nos intriga más la similitud de este nombre del sacerdote
oracular maya con el del adivino Balaam, que, según la Biblia, quedó
retenido por el rey de Moab durante el Éxodo para que lanzara una
maldición sobre los israelitas, pero que terminó por pronunciar un
oráculo favorable. ¿Es sólo una coincidencia?
Figura 26
El otro libro es el
Popol Vuh, el «Libro del Consejo» del altiplano
maya. Hace un relato de los orígenes divinos y humanos y de las
genealogías reales; su cosmogonía y sus leyendas sobre la creación
son básicamente similares a las de los pueblos nahuatlacas,
indicando una fuente original común. En lo referente a los orígenes
de los mayas, el Popol Vuh afirma que sus antepasados llegaron «del
otro lado del mar». Landa escribió que los indígenas,
«han escuchado
de sus antepasados que esta tierra fue ocupada por una raza de
personas que vinieron de Oriente, a quienes Dios había liberado
abriendo doce senderos a través del mar».
Estas afirmaciones concuerdan con el relato maya conocido como
la
leyenda de Votan. De ésta dan cuenta diversos cronistas españoles,
en particular fray Ramón Ordóñez y Aguiar y el obispo Núñez de la
Vega. Más tarde, fue recogida de sus distintas fuentes por el
sacerdote E. C. Brasseur de Bourbourg (Histoire de nations
civilisées du Mexique).
La leyenda relata la llegada a Yucatán,
hacia el 1000 a.C, según los cálculos de los cronistas, del «primer
hombre al que Dios envió a esta región para poblar y distribuir la
tierra que ahora se llama América». Su nombre era Votan (se
desconoce el significado); su emblema era la Serpiente.
«Era
descendiente de los Guardianes, de la raza de Can. Su lugar de
origen era una tierra que se llamaba Chivim.»
Hizo cuatro viajes en
total. La primera vez que desembarcó, fundó una población cerca de
la costa. Después de un tiempo, avanzó tierra adentro y «en el
afluente de un gran río construyó una ciudad que fue la cuna de esta
civilización». Llamó a la ciudad Nachan, «que significa lugar de
serpientes». En su segunda visita, inspeccionó el recién fundado
país, examinando sus zonas y sus pasadizos subterráneos; se decía
que uno de estos pasadizos cruzaba en línea recta una montaña
cercana a Nachan. Cuando volvió a América por cuarta vez, se
encontró con que entre el pueblo había surgido la discordia y la
rivalidad, de manera que dividió el reino en cuatro dominios,
fundando una ciudad en cada uno para que les sirviera de capital.
Una de las que se menciona es Palenque; otra parece que estuvo cerca
de la costa del Pacífico. Las demás se desconocen.
Núñez de la Vega
estaba convencido de que la tierra de la que había llegado Votan era
fronteriza con Babilonia. Ordóñez llegó a la conclusión de que Chivim era el
país de los heveos, a quienes la Biblia (Génesis 10)
relaciona como hijos de Canaán, primos de los egipcios. Y
recientemente, Zelia Nuttal, en Papers of the Peabody Museum, de la
Universidad de Harvard, indicó que la palabra maya que significa
serpiente, Can, se correspondía con la hebrea, Canaan. Si es así, la
leyenda maya, que dice que Votan era de la raza de Can y su símbolo
era la serpiente, podría estar utilizando un juego de palabras para
afirmar que Votan provenía de Canaán. Esto justificaría,
ciertamente, nuestro asombro de que Nachan, «lugar de serpientes»,
sea virtualmente idéntico al hebreo Nachash, que significa
«serpiente».
Estas leyendas fortalecen la opinión de una escuela de expertos que
considera la Costa del Golfo como el lugar en donde se inició la
civilización yucateca -no sólo la de los mayas, sino también la de
los primitivos olmecas. Según este punto de vista, hay que otorgarle
una mayor consideración a un lugar que es muy poco conocido por los
visitantes, y que pertenece a los verdaderos comienzos de la cultura
maya, «entre el 2000 y el 1000 a.C, si no antes», según los
arqueólogos que lo excavaron, de la Universidad de Tulane y de la
sociedad National Geographic.
Este sitio, llamado Dzibilchaltún,
está situado cerca de la ciudad portuaria de Progreso, en la costa
noroccidental de Yucatán. Las ruinas, que se extienden por una
superficie de más de 50 kilómetros cuadrados, revelan que la ciudad
estuvo ocupada desde los tiempos más primitivos y a lo largo de la
época hispánica, habiendo sido construidos y reconstruidos sus
edificios una y otra vez, y habiéndose llevado sus piedras aquí y
allá tanto para construcciones hispánicas como modernas. Además de
sus inmensos templos y sus pirámides, el rasgo más llamativo de la
ciudad es el Gran Camino Blanco, una calzada pavimentada con piedras
de caliza que discurre recta a lo largo de casi dos kilómetros y
medio, siguiendo el eje este-oeste de la ciudad.
Una sucesión de importantes ciudades mayas se extiende a lo largo
del extremo septentrional de Yucatán, con nombres bien conocidos no
sólo para los arqueólogos, sino también para millones de visitantes:
Uxmal, Izamal, Mayapán, Chichén Itzá, Tulum, por mencionar sólo los
lugares más sobresalientes. Cada una de estas ciudades jugó un papel
importante en la historia maya; Mayapán fue el centro de una alianza
de ciudades-estado, Chichén Itzá se hizo grande gracias a los
emigrantes toltecas.
Cualquiera de ellas pudo ser la capital desde
la cual, según el cronista español Diego García de Palacio, un gran
señor maya de Yucatán conquistara las tierras altas del sur y
construyera el centro maya más meridional, el de Copan. Según García
de Palacio, todo esto estaba escrito en un libro que los indígenas
de Copan le habían mostrado cuando visitó aquel lugar.
A pesar de todas estas evidencias legendarias y arqueológicas, otra
escuela de arqueólogos cree que la cultura maya -o, al menos, los
mismos mayas- tuvo su origen en las tierras altas del sur (la actual
Guatemala), extendiéndose desde allí hacia el norte. Los estudios de
la lengua maya remontan sus orígenes a «una comunidad protomaya que,
quizás alrededor del 2600 a.C, existió en lo que es ahora el
departamento de Huehuetenango, en el noroeste de Guatemala» (D. S.
Morales, The Maya World).
Sin embargo, dondequiera que se
desarrollara la civilización maya, los expertos consideran el
segundo milenio a.C. como su fase «pre-clásica», y el comienzo de la
fase «clásica» de máximo logro lo sitúan hacia el 200 d.C; para el
900 d.C, el reino de los mayas se extendía desde la costa del
Pacífico hasta el golfo de México y el Caribe.
Durante todos
aquellos siglos, los mayas construyeron multitud de ciudades cuyas
pirámides, templos, palacios, plazas, estelas, esculturas,
inscripciones y decoraciones abruman tanto a expertos como a
visitantes por su profusión, variedad y belleza, por no hablar del
monumental tamaño de su imaginativa arquitectura. Excepto unas
cuantas ciudades que estuvieron amuralladas, las ciudades mayas eran
en realidad centros ceremoniales abiertos, rodeados Por una
población de administradores, artesanos y mercaderes, y respaldados
por una extensa población rural. En estos centros, cada uno de sus
soberanos iba añadiendo nuevas estructuras o ampliando las antiguas
mediante la construcción de edificios más grandes sobre los previos,
como añadiendo nuevas capas de piel sobre una cebolla.
Y entonces, cinco siglos antes de la llegada de los españoles, por
razones desconocidas, los mayas abandonaron sus ciudades sagradas y
dejaron que la selva las cubriera.
Palenque, una de las más primitivas ciudades mayas, esta situada
cerca de la frontera entre México y Guatemala, y se puede llegar a
ella desde la moderna ciudad de Villahermosa. En el siglo VII d.C,
Palenque marcó el límite occidental de la expansión maya. Los
europeos saben de su existencia desde 1773; se han descubierto las
ruinas de sus templos y sus palacios, y sus ricas decoraciones de
estuco y sus inscripciones jeroglíficas vienen siendo estudiadas por
los arqueólogos desde la década de 1920.
Sin embargo, su fama y su
atractivo descollaron tras el descubrimiento (de Alberto
Ruiz-Lhuillier), en 1949, de que, en una pirámide escalonada llamada
el Templo de las Inscripciones, había una escalera secreta interior
que llevaba hacia abajo. Varios años de excavaciones y de extracción
de la tierra y los escombros que cubrían y ocultaban la estructura
interna rindieron al fin un descubrimiento de lo más excitante: una
cámara mortuoria (Fig. 27).
Figura 27
En el fondo de la sinuosa escalera, un
bloque de piedra triangular enmascaraba una entrada a través de una
pared lisa que aún estaba custodiada por los esqueletos de unos
guerreros mayas. Al otro lado, había una cripta abovedada con
murales en las paredes. Dentro, había un sarcófago de piedra,
cubierto con una gran losa de piedra rectangular que pesa alrededor
de 5 toneladas y tiene más de 3 metros y medio de longitud.
Cuando
se quitó esta tapa de piedra, aparecieron los restos óseos de un
hombre alto, engalanado aún con joyas de jade y perlas. Su rostro
estaba cubierto con una máscara de mosaico de jade; un pequeño
colgante de jade, con la imagen de una deidad, se encontraba entre
las cuentas de lo que una vez fue un collar de jade.
El descubrimiento era sorprendente, pues hasta entonces no se había
encontrado ninguna otra pirámide ni templo alguno en México que
sirviera de tumba. Pero el enigma de la tumba y de su ocupante tomó
mayores dimensiones por las imágenes grabadas sobre la losa de
piedra: era la imagen de un maya descalzo, sentado sobre un trono
emplumado o llameante, que parecía manipular unos instrumentos
mecánicos dentro de una elaborada cámara (Fig. 28).
La Ancient
Astronaut Society y su patrocinador, Erich von Daniken, han querido
ver en esta imagen a un astronauta dentro de una nave espacial
propulsada por unos llameantes reactores, y sugieren que es un extraterrestre el que se enterró aquí.
Figura 28
Los arqueólogos y otros expertos ridiculizan la idea. Las
inscripciones de las paredes de este edificio funerario y las
estructuras adyacentes les hacen pensar de que la persona aquí
enterrada es un soberano llamado
Pacal («Escudo»), que reinó en
Palenque entre 615-683 d.C.
Algunos ven en la escena la
representación del fallecido Pacal en el momento de ser llevado por
el Dragón del Mundo Inferior al reino de los muertos; tienen en
cuenta el hecho de que, en el solsticio de invierno, el Sol se pone
exactamente por detrás del Templo de las Inscripciones, como símbolo
añadido de la partida del rey con la puesta del Dios Sol.
Otros,
inducidos por interpretaciones modificadas por el hecho de que la
imagen está enmarcada por una Banda Celeste, una serie de glifos que
representan los cuerpos celestes y las constelaciones zodiacales,
contemplan la escena como el rey siendo llevado por la Serpiente
Celeste hasta el celestial reino de los dioses. El objeto parecido a
una cruz que el fallecido está enfrentando se reconoce ahora como un
estilizado Árbol de la Vida, sugiriendo que el rey está siendo
llevado a una vida eterna.
De hecho, se descubrió una tumba similar, conocida como
Enterramiento 116, en la
Gran Plaza de Tikal, a los pies de una de
sus principales pirámides.
A algo más de seis metros de profundidad,
se encontró el esqueleto de un hombre extraordinariamente alto. Su
cuerpo estaba ubicado sobre una plataforma de sillería, engalanado
con alhajas de jade, y rodeado (como en Palenque) de perlas, objetos
de jade y cerámica.
También se han encontrado en diversos lugares
mayas imágenes de personas llevadas en las fauces de serpientes de
fuego (a las que los expertos llaman Dioses Celestes), como ésta de
Chichén Itzá (Fig. 29).
Figura 29
Figura 30
Teniendo en cuenta todo esto, los expertos admiten que «uno no puede
evitar una comparación implícita con las criptas de los faraones
egipcios. Las similitudes entre la
tumba de Pacal y las de aquellos
que reinaron previamente a orillas del Nilo son sorprendentes» (H.
La Fay, «The Maya, Children of Time», en National Geographic
Magazine).
De hecho, la escena del sarcófago de Pacal transmite la
misma imagen que la de un faraón transportado por la Serpiente Alada
hasta una vida eterna entre los dioses que vinieron de los cielos.
El faraón, que no era un astronauta, se había convertido en uno de
ellos tras su muerte; y eso, en nuestra opinión, es lo que la escena
grabada sugiere acerca de Pacal.
No sólo se han descubierto tumbas en las selvas de América Central y
en las regiones ecuatoriales de Sudamérica. Una y otra vez, una
colina cubierta de vegetación tropical resulta ser una pirámide; y
grupos de pirámides resultan ser las cúspides de una ciudad perdida.
Hasta que comenzaron las excavaciones en El Mirador, un lugar de la
selva a caballo entre México y Guatemala, en 1978, mostrando una
importante ciudad maya de alrededor del 400 a.C, que ocupa unos 15
kilómetros cuadrados, la escuela de los inicios meridionales de los
mayas (cf. S. G. Morley, The Ancient Maya) creía que
Tikal no era
sólo la ciudad maya más grande, sino también la más antigua.
Situada
en la parte nororiental de la provincia guatemalteca de Peten, Tikal
aún eleva sus altas pirámides por encima del mar verde de la selva.
Es tan grande que sus límites parecen extenderse constantemente a
medida que se van encontrando ruinas. Tan solo su principal centro
ceremonial ocupa más de 2,5 kilómetros cuadrados; y el espacio para
esto no se le arrebató a la selva a golpe de machete, sino que se
creó físicamente en la cima de una cresta montañosa que fue
laboriosamente alisada. Los barrancos que la flanquean fueron
convertidos en embalses de agua conectados a través de una serie de
calzadas.
Las pirámides de Tikal, estrechamente agrupadas en varias secciones,
son una maravilla de la construcción. Altas y estrechas, son
verdaderos rascacielos, elevándose vertiginosamente hasta alturas
cercanas e incluso superiores a los 60 metros. Ascendiendo en
escarpados niveles, las pirámides servían como plataformas elevadas
de los templos que se erguían en sus cimas. Los templos,
rectangulares, en donde no hay más que un par de estrechas
habitaciones, estaban coronados a su vez por unas enormes
superestructuras ornamentales que aún aumentaban más la altura de
las pirámides (Fig. 30).
El resultado arquitectónico lleva a que el
santuario aparezca como suspendido entre la Tierra y el Cielo,
alcanzable a través de empinados escalones que se convertían en una
verdadera Escalera al Cielo simbólica. En el interior de cada
templo, una serie de portales llevaba desde fuera adentro, cada
portal un escalón más alto que el anterior. Los dinteles estaban
hechos de maderas poco comunes, y estaban exquisitamente grabados.
Como norma general había cinco portales exteriores y siete
interiores, totalizando doce -un simbolismo cuyo significado no ha
llamado demasiado la atención.
La construcción de una pista de aterrizaje cerca de las ruinas de
Tikal aceleró su exploración con posterioridad a 1950, y los equipos
del Museo de la Universidad de Pennsylvania han estado realizando
allí trabajos arqueológicos exhaustivos. Éstos descubrieron que las
grandes plazas de Tikal hicieron las veces de necrópolis, en donde
los soberanos y los nobles eran enterrados; también encontraron que
muchas de las estructuras menores eran, de hecho, templos funerarios
que no se habían construido sobre las tumbas, sino junto a ellas, y
que hacían el papel de cenotafios.
Sacaron a la luz también
alrededor de ciento cincuenta estelas, losas de piedra grabadas
erigidas en su mayor parte de cara al este o al oeste. Según se
determinó, también hacían retratos de los mismos soberanos, y
conmemoraban los principales acontecimientos de sus vidas y sus
reinados.
En las inscripciones jeroglíficas grabadas sobre estas
estelas (Fig. 31) se registraron las fechas exactas de estos
acontecimientos, citando al soberano a través de su jeroglífico
(aquí «Cráneo Garra Jaguar», 488 d.C), y se identificó el
acontecimiento; los expertos dicen hasta el momento que los
jeroglíficos textuales no eran meramente pictóricos o ideográficos,
«sino que también se escribían fonéticamente en sílabas, de forma
similar a como lo hacían los sumerios, los babilonios y los
egipcios» (A. G. Miller, Maya Rulers of Time).
Figura 31
Con la ayuda de estas estelas, los arqueólogos pudieron identificar
una secuencia de catorce reyes de Tikal que habían reinado desde el
317 hasta el 869 d.C. Pero se sabe con certeza que Tikal fue centro
real maya desde mucho antes: la datación por radiocarbono de los
restos de algunas de las tumbas reales ofrece fechas que se remontan
hasta el 600 a.C.
A unos 240 kilómetros al sudeste de Tikal está Copan,
la ciudad que Stephen compró. Estaba situada en el extremo suroriental del reino
maya, en la actual Honduras. Aunque carece de rascacielos
escalonados como los de Tikal, Copan quizás resultara la más típica
de las ciudades mayas por su proyección y por su diseño. Su inmenso
centro ceremonial ocupaba más de treinta hectáreas, y estaba
compuesto por templos-pirámides agrupados alrededor de varias
grandes Plazas (Fig. 32).
Las pirámides, de ancha base, pero de sólo
algo más de veinte metros de altura, se distinguían por sus amplias
y monumentales escalinatas, decoradas con trabajadas esculturas e
inscripciones jeroglíficas. Las plazas estaban salpicadas de
santuarios, altares y -lo más importante para los historiadores-
estelas de piedra grabadas que ofrecían retratos de sus reyes al
tiempo que daban sus fechas. Por las estelas se supo que la
principal de las pirámides se terminó en el 756 d.C, y que Copan
alcanzó su momento más glorioso durante el siglo IX d.C, justo antes
del repentino colapso de la civilización maya.
Pero, tal como han demostrado los descubrimientos y las excavaciones
en curso, todos los lugares arqueológicos en Guatemala, Honduras y
Belize indican la existencia de monumentos y estelas fechadas en
época tan temprana como el 600 a.C, evidenciando un desarrollado
sistema de escritura que -todos los expertos coinciden- debió de
tener una fase de desarrollo previo o una fuente más antigua.
Copan, como pronto veremos, jugó un papel muy especial en la vida y
la cultura mayas.
Figura 32
Los estudiosos de la civilización maya se han quedado
particularmente impresionados con la precisión, la ingenuidad y la
diversidad que los mayas tenían en el recuento del tiempo, y lo
atribuyen a lo avanzado de su astronomía.
Los mayas tenían, de hecho, no uno, sino tres calendarios; pero uno
de ellos -el más significativo, según nuestra opinión- no tiene nada
que ver con la astronomía. Es la llamada Cuenta Larga, y establecía
la fecha contando el número de días que habían pasado desde
determinado día de comienzo hasta el día del acontecimiento que los
mayas habían registrado en la estela o monumento. Ese enigmático Día
Uno, según dice la mayoría de los expertos, fue el 13 de agosto del
3113 a.C, según el actual calendario cristiano -un momento y un
acontecimiento que, claro está, es anterior al nacimiento de la
civilización maya.
La Cuenta Larga, al igual que los otros dos sistemas de recuento del
tiempo, estaba basada en el sistema numérico vigesimal (con base 20)
de los mayas; y, al igual que en
el antiguo Sumer, empleaban el
concepto de «lugar», de donde un 1 en la primera columna sería uno,
en la segunda sería un veinte, después cuatrocientos, y así
sucesivamente.
En la Cuenta Larga maya, en la que se utilizaban
columnas verticales en donde los valores más bajos se encontraban
abajo del todo, se le puso nombre a todos estos múltiplos y se les
identificó con glifos (Fig. 33). Comenzando con kin para los unos,
uinal para los veintes, etc., los múltiplos llegaban al glifo
alau-tun, ¡que identificaba el increíble número de 23.040.000.000
días -un período de 63.080.082 años!
Figura 33
Pero, tal como se ha dicho, en la verdadera datación de sus
monumentos, los mayas no retrocedían hasta la época de los
dinosaurios, sino hasta un día específico, un acontecimiento tan
crucial para ellos como es la fecha del nacimiento de Cristo para
los seguidores del calendario cristiano.
Así pues, la Estela 29 de Tikal (Fig. 34), que lleva la fecha más antigua que se haya
encontrado allí sobre un monumento real (292 d.C), da la fecha de la
Cuenta Larga de 8.12.14.8.15, utilizando puntos para el numeral uno
y barras para el cinco:
Figura 34
8 bak-tun (8 x 400 x 360) = 1.152.000 días 12 ka-tun (12 x 20 x 360) = 86.400 días 14tun (14 x 360) = 5.040 días 8 uinal (8 x 20) = 160 días 15kin (15 x 1) = 15 días
= 1.243.615 días
Dividiendo los 1.243.615 días por el número de días de un año solar,
365,25, la fecha de la estela indica que ésta, o el acontecimiento
que tuvo lugar en ella, sucedió 3.404 años y 304 días después del
misterioso Día Uno; i.e., después del 13 de Agosto de 3113 a.C.
Por
tanto, según la correlación reconocida por todos en la actualidad,
la fecha de la estela sería la del 292 d.C. (3.405 - 3113 = 292).
Algunos expertos ven evidencias de que los mayas comenzaron a
utilizar la Cuenta Larga en la era de Baktun 7, que se corresponde
con el siglo IV a.C; otros no desechan que empezara a utilizarse
incluso antes.
Junto a este calendario ininterrumpido, había dos calendarios
cíclicos. Uno era el Haab o año solar de 365 días, que se dividía en
18 meses de 20 días, más 5 días que se añadían a final de año. El
otro era
el Tzolkin o calendario del año sagrado, en el cual los 20
días básicos se rotaban 13 veces, dando como resultado un año
sagrado de 260 días. Después, los dos calendarios cíclicos se
encajaron, como si fueran dos engranajes que interactuaran, para
crear la gran Rueda Sagrada de 52 años solares; pues la combinación
de 13,20 y 365 no se podía repetir salvo una vez cada 18.980 días,
que equivalen a 52 años. Esta Rueda Calendárica de 52 años fue
sagrada para todos los pueblos de la antigua América Central, y
conectaban a ella tanto los acontecimientos pasados como los futuros
-como el de la expectativa mesiánica del retorno de Quetzalcóatl.
La fecha más antigua de la Rueda Sagrada se encontró en el valle de
Oaxaca, en México, y se remonta al 500 a.C. Ambos sistemas de
recuento del tiempo, el ininterrumpido y la Rueda Sagrada, son
bastante antiguos. Uno es histórico, contando el paso del tiempo (en
días) desde un acontecimiento remoto cuya importancia y naturaleza
son todavía un misterio. El otro es cíclico, engranado con un
período peculiar de 260 días; los expertos aún están intentando
averiguar lo que sucedía, si es que sucedía algo, o si aún sucede
una vez cada 260 días.
Algunos creen que este ciclo es puramente matemático: dado que cinco
ciclos de 52 años son 260 años, por algún motivo se adoptó una
cuenta más corta de 260 días. Pero esta explicación del 260 lo único
que hace es derivar el problema a la necesidad de explicar el 52:
¿dónde, entonces, está el origen y el motivo del 52?
Otros sugieren que el período de 260 días tenía que ver con la
agricultura, como podía ser la duración de la estación lluviosa o de
los intervalos de sequía. A la vista de la propensión de los mayas
por la astronomía, otros intentan calcular de algún modo una
relación entre 260 días y los movimientos de Venus o Marte. Y habría
que preguntarse por qué la solución ofrecida por Zelia Nuttal en el
vigesimosegundo Congreso Internacional de Americanistas (Roma,
1926) no se ganó el pleno reconocimiento que se merece.
Ella indicó
que la forma más fácil que los pueblos del Nuevo Mundo encontraron
para aplicar los movimientos estacionales del Sol a su propia
localidad era determinar los días cénit, los días en que el Sol
pasaba exactamente sobre sus cabezas a mediodía. Esto sucede dos
veces al año, cuando el Sol parece viajar hacia el norte y después
hacia el sur. Nuttal sugirió que los indígenas medían el intervalo
entre los dos días cénit, y el número resultante de días se
convirtió en la base de la rueda calendárica.
Este intervalo es de medio año solar en el ecuador; pero se alarga a
medida que uno se aleja de éste, hacia el norte y hacia el sur. En
los 15 grados norte, por ejemplo, es de 263 días (desde el 12 de
agosto hasta el siguiente 1 de mayo). Ésta es la estación lluviosa,
y hasta el día de hoy los descendientes de los mayas empiezan a
plantar el 3 de mayo (convenientemente, es también el día de la
Santa Cruz en México). Y el intervalo era exactamente de 260 días en
la latitud de 14° 42' norte -la latitud de Copan.
Y que Nuttal diera con la explicación correcta de la forma en la
cual se fijó el año ritual en esos 260 días viene corroborado por el
hecho de que Copan fuera considerada la capital astronómica de los
mayas. Además de la habitual orientación celeste de los edificios,
se ha descubierto que algunas de sus estelas están alineadas con
determinadas fechas clave del calendario. En otro caso, una estela
(«Estela A») que lleva una fecha de Cuenta Larga equivalente a un
día del 733 d.C, también lleva otras dos fechas de Cuenta Larga, una
posterior en 200 días y otra anterior en 60 días (formando un ciclo
de 260 días).
A. Aveni (Skywatchers of Ancient México) supone que con
esto se intentaba realinear la Cuenta Larga (que calculaba los
verdaderos 365,25 días al año) con el Haab cíclico de 365 días. La
necesidad de reajustar o reformar los calendarios pudo ser el motivo
de un cónclave de astrónomos que se celebró en Copan en el 763 d.C.
Se conmemoró con un monumento cuadrado conocido como Altar Q, sobre
el cual se retrató a los 16 astrónomos que tomaron parte en el
cónclave, cuatro en cada lado (Fig. 35).
Como se puede observar, el
glifo de «lágrima» que hay delante de sus narices -como ya se
hiciera en la imagen de Pacal- los identifica como Guardianes
Celestes. La fecha grabada en este monumento aparece en otros
monumentos de otros lugares mayas, dando a entender que la decisión
tomada en Copan se aplicó en todo el reino.
Figura 35
La reputación de los mayas como astrónomos consumados se ha visto
potenciada por el hecho de que en sus diversos códices se han
encontrado secciones astronómicas que tratan de eclipses solares y
lunares, así como del planeta Venus. Sin embargo, un estudio más
profundo de los datos ha demostrado que éstos no eran registros de
observaciones de los astrónomos mayas, sino anuarios copiados de
alguna otra fuente más antigua que proporcionó a los mayas datos ya
hechos con los cuales ellos tenían que confrontar los fenómenos
aplicables al ciclo de 260 días. Tal como propuso E. Hadingham
(Early Man and the Cosmos), estos anuarios mostraban «una curiosa
mezcla de exactitud a largo plazo y de imprecisiones a corto plazo».
La principal tarea de los astrónomos locales consistía, según
parece, en ir verificando o ajustando el año sagrado de 260 días con
los datos de épocas precedentes que trataban de los movimientos de
los cuerpos celestes. De hecho, el observatorio más famoso de
Yucatán que aún se mantiene en pie, el Caracol de Chichén Itzá (Fig.
36), ha venido frustrando uno tras otro a todos los investigadores
que han intentado, vanamente, encontrar en su orientación y apertura
líneas de visión a los solsticios o los equinoccios. Sin embargo,
existen líneas de visión que parecen estar relacionadas con el ciclo Tzolkin (260 días).
Figura 36
Pero, ¿por qué el número 260? ¿Simplemente, porque era igual al
número de días entre cénits en Copan? ¿Por qué no, por ejemplo, un
número más fácil, el 300, si se hubiera elegido un lugar cercano a
la latitud 20° norte, como hubiera sido el caso de
Teotihuacán?
El número 260 parece haber sido una decisión arbitraria, deliberada;
la explicación que resulta de multiplicar un número natural, 20 (el
número de los dedos de manos y pies), por 13, no hace más que llevar
el problema a la pregunta de: ¿por qué y de dónde el 13? La Cuenta
Larga contiene también un número arbitrario, el 360:
inexplicablemente, abandona la pura progresión vigesimal y, después
del kin (1) y el uinal (20), introduce el tun (360) en el sistema.
El calendario Haab considera también los 360 como su duración
básica, dividiendo este número en 18 «meses» de 20 días; y redondea
el año añadiendo 5 «días malos» para completar el ciclo solar de 365
días.
Así pues, los tres calendarios están basados en números que no son
naturales, números deliberadamente seleccionados. Y demostraremos
que tanto el 260 como el 360 llegaron a América Central desde
Mesopotamia -a través de Egipto.
Todos estamos familiarizados con el número 360: es el número de
grados de un círculo. Pero pocos saben que debemos este número a los
sumerios, y que proviene de su propio sistema matemático sexagesimal
(con base 60). El primer calendario conocido fue el calendario
sumerio de Nippur; se diseñó dividiendo el círculo de 360o en 12
partes, siendo el 12 el número sagrado celestial del cual provienen
los doce meses del año, las doce casas del Zodiaco, los doce dioses
del Olimpo, etc. El problema del déficit de 5,25 días se resolvió
intercalando un decimotercer mes después de cada cierto número de
años.
Aunque el sistema aritmético egipcio no era sexagesimal, adoptaron
el sistema sumerio de 12 x 30 = 360. Pero, incapaces de seguir los
complejos cálculos implícitos en la intercalación de ese
decimotercer mes, simplificaron el asunto redondeando cada año con
un «mes» corto de cinco días a final de año. Y fue este mismo
sistema el que se adoptó en Centroamérica. El calendario Haab no
sólo era similar al egipcio, era idéntico. Además, del mismo modo
que los centroamericanos tenían un año ritual a lo largo del año
solar, los egipcios tenían un año ritual relacionado con la
aparición de la estrella Sirio y la elevación, al mismo tiempo, de
las aguas del Nilo.
La huella sumeria en el calendario egipcio y, por tanto, en el
centroamericano, no se limitó al número sexagesimal 360. Diversos
estudios, principalmente de B. P. Reko, en los antiguos números de
El México antiguo, dejan pocas dudas de que los trece meses del
calendario Tzolkin eran ciertamente un reflejo del sistema de doce
meses de los sumerios más el decimotercer mes intercalado, salvo que
en Egipto (y por tanto en Centroamérica) el decimotercer mes se
redujo hasta los cinco días anuales. El término tun aplicado al 360
significaba en el idioma maya «celestial», una estrella o planeta
dentro de la franja zodiacal. Curiosamente, un «montón de estrellas»
-una constelación- se decía Mool, virtualmente el mismo término,
MUL, que los sumerios utilizaban para decir «cuerpo celeste».
La relación del calendario centroamericano con el Viejo Mundo se
hará aún más evidente cuando veamos el número más sagrado, el 52, en
el cual se engranaban todos los grandes acontecimientos de América
Central. Los múltiples intentos que se han hecho por explicarlo
(como el de que es 13 veces 4) ignoran su fuente más obvia: las 52
semanas del calendario de Oriente Próximo (y, posteriormente, del
europeo). Sin embargo, a este número de semanas sólo se puede llegar
si se adopta la semana de siete días. Pero éste no era siempre el
caso.
El origen de la semana de siete días ha sido objeto de estudio
durante casi dos siglos, y la mejor teoría es la que la hace derivar
de las cuatro fases de la Luna. Lo que sí que es seguro es que
emergió como un período de tiempo decretado desde las alturas en
tiempos bíblicos, cuando Dios ordenó a los israelitas durante su
éxodo de Egipto que observaran el séptimo día como el Shabat.
Entonces, ¿fue el ciclo de 52 el más sagrado debido a que acabó
siendo el común denominador de los calendarios centroamericanos, o
se adoptó el ciclo sagrado de 260 debido a que éste (en vez de,
digamos, el 300) era un múltiplo de 52 (52 x 5 = 260)?
Aunque una deidad cuyo epíteto era «Siete» fue un importante dios
sumerio, se le honró con lugares teofónicos (p. ej. Beer-Sheba, El
Manantial de Siete) o nombres personales (Elisheva, Mi Dios es
Siete), principalmente en las tierras de Canaán. El número 7 tan
solo aparece como número venerado en los relatos de los patriarcas
hebreos después de que Abraham fuera a Egipto y se quedara en la
corte del faraón. El número 7 impregna el relato bíblico de José, el
sueño del faraón y los posteriores acontecimientos en Egipto. Y, en
la medida en que el 52 surge de la consideración del 7 como unidad
calendárica básica, demostraremos que el más sagrado de los ciclos
centroamericanos tuvo un origen egipcio.
Concretamente: el 52 era un número mágico que estaba asociado al
dios egipcio Thot, dios de la ciencia, de la escritura, las
matemáticas y el calendario.
Un antiguo cuento egipcio conocido como «Las aventuras de
Satni-Khamois con las momias» -un relato de magia, misterio y
aventuras que no tiene nada que envidiar a los modernos relatos de
suspense- emplea la asociación del número mágico 52 con Thot y con
los secretos del calendario como escena clave de la trama. Se
escribió sobre un papiro (Cairo 30646) descubierto en una tumba de
Tebas fechada en el siglo III a.C. También se han encontrado
fragmentos de otros papiros con el mismo relato, lo que indica que
fue un libro conocido en la antigua literatura egipcia,
perteneciente al ciclo de relatos de dioses y hombres.
El héroe del cuento, hijo de un faraón, «estaba bien instruido en
todas las cosas». Era dado a deambular por la necrópolis de Menfis
(por entonces, la capital), estudiando las escrituras sagradas en
las paredes y estelas del templo, e investigando en antiguos libros
de magia. Con el tiempo, se convirtió en «un mago sin igual en las
tierras de Egipto». Un día, un misterioso anciano le habló de una
tumba «donde está depositado el libro que el dios Thot escribió de
su propia mano», en el cual se revelaban los misterios de la Tierra
y los secretos de los Cielos, entre los que estaban los
conocimientos divinos concernientes a «las salidas del Sol y las
apariciones de la Luna, y los movimientos de los dioses [planetas]
que se encuentran en el ciclo del Sol» -los secretos de la
astronomía y el calendario.
La tumba era la de Nenoferkheptah, hijo de un antiguo faraón (que,
según los expertos, reinó hacia el 1250 a.C). Cuando Satni, como
sería de esperar, se mostró interesado en la ubicación de la tumba,
el anciano le advirtió que, aunque momificado, Nenoferkheptah no
estaba muerto, y podía fulminar a cualquiera que se atreviera a
tomar el libro, que estaba a sus pies. Impertérrito, Satni partió en
busca de la tumba, que no era fácil de encontrar porque estaba bajo
el suelo. Pero, tras llegar al lugar correcto, Satni «recitó una
fórmula sobre él y se abrió un hueco en el suelo; y Satni bajó al
lugar en donde se encontraba el libro».
En el interior de la tumba, Satni vio las momias de Nenoferkheptah,
de su esposa-hermana, y del hijo de ambos. El libro, que estaba,
cómo no, a los pies de Nenoferkheptah, «desprendía una luz como si
el sol brillara allí». Cuando Satni se adelantó, la momia de la
esposa habló, advirtiéndole que no fuera más allá. Le contó a Satni
las aventuras que había arrostrado Nenoferkheptah cuando fue en
busca del libro, pues Thot lo había ocultado en un lugar secreto, en
el interior de una caja de oro que estaba dentro de una caja de
plata que, a su vez, estaba dentro de una serie de cajas más, siendo
las últimas de bronce y de hierro.
Ignorando todas las advertencias
y superando todos los obstáculos, Nenoferkheptah encontró el libro y
se hizo con él, tras lo cual fueron condenados por Thot a la
animación suspendida: aunque vivos, fueron enterrados, y aunque
momificados, podían ver, oír y hablar. La mujer le advirtió a Satni
que la maldición de Thot caería también sobre él si osaba tocar
siquiera el libro.
Pero, después de ir tan lejos, Satni estaba determinado a hacerse
con el libro, y en el momento de dar un paso más en dirección a
éste, la momia de Nenoferkheptah le dijo que había una forma de
poseer el libro sin incurrir en la ira de Thot: consistía en jugar y
ganar en el Juego del Cincuenta y Dos, el número mágico de Thot.
Satni aceptó de buen grado. Perdió la primera partida, y se encontró
de pronto medio hundido en el suelo. Perdió la segunda y la tercera,
hundiéndose cada vez más. Sobre cómo se las ingenió para hacerse con
el libro, sobre las calamidades que cayeron sobre él como
consecuencia de ello y sobre cómo lo devolvió al final a su lugar
secreto, componen el resto de esta antigua versión de En busca del
Arca perdida.
La moraleja del cuento era que ningún hombre, por entendido que
pueda ser, podría aprender los misterios de la Tierra, el Sol, la
Luna y los planetas sin el permiso divino; desautorizado por Thot,
el hombre perderá en el juego del Cincuenta y Dos. Y también lo
perdería si intentara descubrir los secretos abriendo las capas
protectoras de los minerales y los metales de la Tierra.
Creemos que fue el mismo Thot, alias Quetzalcóatl, el que otorgó el
Calendario del Cincuenta y Dos, y el resto de conocimientos, a los
pueblos de América Central. En Yucatán, los mayas lo llamaron Kukulcán; en las regiones del Pacífico de Guatemala y El Salvador se
le llamó Xiuhtecuhtli; todos estos nombres significan lo mismo:
Serpiente Emplumada o Alada.
La arquitectura, las inscripciones, la iconografía y los monumentos
de las ciudades perdidas de los mayas no sólo han permitido a los
expertos describirlas y reconstruirlas, así como reconstruir las
historias de sus reyes, sino también las de sus cambiantes conceptos
religiosos. En un principio, los templos se elevaban en las cimas de
las pirámides escalonadas para adorar al Dios Serpiente, y se
observaban los cielos para controlar los ciclos celestes clave. Pero
llegó un momento en que el dios -o todos los dioses celestiales-
partió. Al no verlo más, supusieron que se lo había tragado el
soberano de la noche, el jaguar; y la imagen del gran dios se cubrió
a partir de entonces con una máscara de jaguar (Fig. 37) a través de
la cual seguían saliendo las serpientes, su antiguo símbolo.
Pero, Quetzalcóatl, ¿no prometió que volvería? Con fervor, los
oteadores del cielo de las selvas consultaban los antiguos anuarios.
Los sacerdotes propusieron la idea de que las deidades que se habían
desvanecido volverían si se les ofrecían los corazones palpitantes
de víctimas humanas.
Pero en una fecha calendárica crucial del siglo IX d.C, un
acontecimiento que había sido profetizado no tuvo lugar. Se juntaron
todos los ciclos, y se sumaron al fracaso. Y así se abandonaron los
centros ceremoniales y las ciudades dedicadas a los dioses, y la
selva extendió su verde manto sobre los dominios de los Dioses
Serpiente.
Figura 37
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