5 - FORASTEROS ALLENDE LOS MARES

Los toltecas dejaron Tollan en el 987 d.C. bajo el liderazgo de To-piltzin-Quetzalcóatl, molestos con las abominaciones religiosas y buscando un lugar donde poder dar culto como en los días de antaño. Así fue como llegaron a Yucatán. Seguramente, podrían haber encontrado un lugar más cercano, haciendo así su viaje menos arduo, teniendo que pasar por menos territorios de tribus hostiles. Sin embargo, decidieron llevar a cabo una larga caminata de más de mil quinientos kilómetros hasta una tierra diferente en todos los aspectos -llana, sin ríos, tropical- de la suya propia. No se detuvieron hasta llegar a Chichén Itzá. ¿Por qué? ¿Cuál era el imperativo para llegar a la ciudad sagrada que los mayas ya habían abandonado? Tan sólo podemos buscar una respuesta en sus ruinas.

De fácil acceso desde Mérida, la capital administrativa de Yucatán, se ha comparado a Chichén Itzá con la italiana Pompeya, en donde, después de quitar las cenizas volcánicas bajo las cuales yacía enterrada, salió a la luz una ciudad romana, con sus calles, sus casas y sus murales, con sus pintadas callejeras y todo. Aquí, lo que había que quitar era la cubierta selvática, recompensando al visitante con un doble regalo: una visita a una ciudad maya del «Imperio Antiguo», y una imagen especular de Tollan, tal como sus emigrantes la habían visto por última vez; pues cuando los toltecas llegaron, reconstruyeron y construyeron Chichén Itzá a imagen de su antigua capital.

Los arqueólogos creen que en este lugar hubo una importante población incluso en el primer milenio a.C. Las Crónicas de Chilam Balam dan fe de que hacia el 450 d.C, Chichén Itzá era la principal ciudad sagrada de Yucatán. Entonces, se le llamaba Chichén, «la boca del pozo», pues su rasgo más sagrado era un cenote o pozo sagrado al cual llegaban peregrinos de todas partes.

 

La mayor parte de los restos visibles de aquella era de dominación maya están situados en la parte sur, lo que han dado en llamar el «Viejo Chichón». Es aquí donde están ubicados la mayor parte de los edificios descritos y dibujados por Stephens y Catherwood, y llevan nombres tan románticos como Akab-Dzib («lugar de la escritura oculta»), la Casa de las Monjas, el Templo de los Umbrales, etc.

Figura 38
 

Los últimos en ocupar (o, más bien, reocupar) Chichen Itzá antes de la llegada de los toltecas fueron los itzaes, tribu que algunos consideran parientes de los toltecas y otros ven como emigrantes del sur. Fueron ellos los que le dieron al lugar su actual nombre, que significa «La boca del pozo de los itzaes», y construyeron su propio centro ceremonial al norte de las ruinas mayas; los edificios más famosos del lugar, la gran pirámide central («el Castillo») y el observatorio (el Caracol) los construyeron ellos -luego se apoderarían de éstos los toltecas, que los reconstruirían cuando recrearon Tollan en Chichén Itzá.

 

El descubrimiento fortuito de una entrada permite al visitante de hoy pasar por el espacio que queda entre la pirámide de los itzaes y la de los toltecas, que cubre a la anterior, y ascender por la antigua escalinata hasta el santuario itzá, en donde los toltecas instalaron una imagen de Chacmool y de un jaguar.

 

Desde el exterior, sólo se puede ver la estructura tolteca, una pirámide que se eleva en nueve niveles (Fig. 38) hasta una altura de unos 56 metros. Consagrada al dios de la Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl-Kukulcán, no sólo se le venera con ornamentos de serpientes emplumadas, sino también incorporando en la estructura diversos aspectos calendáricos, como la construcción en cada uno de los cuatro lados de la pirámide de una escalinata con 91 peldaños que, junto con el último «peldaño» o plataforma superior suman los días del año solar (91 x 4 + 1 = 365).

 

Otra estructura, llamada el Templo de los Guerreros, duplica literalmente la pirámide de los Atlantes de Tula, tanto por su ubicación y orientación como por su escalinata, las serpientes emplumadas de piedra que la flanquean, su decoración y sus esculturas.

Figura 39
 

Al igual que en Tula (Tollan), frente a esta pirámide-templo, al otro lado de la gran plaza, está el principal juego de pelota. Es una inmensa cancha rectangular de casi 190 metros de larga -la más grande de América Central. Altos muros se elevan a lo largo de sus costados, y en el centro de cada uno de ellos, a algo más de diez metros del suelo, sobresale un anillo de piedra decorado con tallas de serpientes entrelazadas. Para vencer en el juego, los jugadores tenían que lanzar una pelota maciza de caucho a través de los anillos.

 

Cada equipo lo componían siete jugadores; el equipo que perdía pagaba un alto precio: su líder era decapitado. Unos paneles de piedra, decorados con bajorrelieves que representaban escenas del juego, se instalaban en toda la longitud de estas largas paredes. El panel central de la pared oriental (Fig. 39) muestra todavía al líder del equipo ganador (a la izquierda) sosteniendo la cabeza cortada del líder del equipo perdedor.

Tan severo fin sugiere que en este juego de pelota había algo más que juego y entretenimiento. En Chichén Itzá, como en Tula, había varias canchas para el juego de pelota, quizá para entrenarse o para juegos menos importantes. La cancha principal era única por su tamaño y esplendor, y la importancia de lo que pudo acaecer en ella viene subrayado por el hecho de que estuviera acompañada por tres templos ricamente decorados con escenas de guerreros, de enfrentamientos mitológicos, el Árbol de la Vida y una deidad alada y con barba provista de dos cuernos (Fig. 40).

Figura 40
 

Todo esto, junto con la diversidad y la vestimenta de los jugadores, nos habla de un acontecimiento intertribal, si no internacional, de gran importancia política y religiosa. El número de los jugadores (siete), la decapitación del líder del equipo perdedor y el uso de una pelota de caucho parecen remedar un relato mitológico del Popol Vuh en el que se da un combate entre dioses que adopta la forma de una competición con una pelota de caucho. En ésta, se enfrentaban el dios Siete-Macaw y sus dos hijos contra varios dioses celestes, incluidos el Sol, la Luna y Venus. El hijo Siete-Huanaphu, derrotado, era decapitado: «Se le separó la cabeza del cuerpo y cayó rodando, se le sacó el corazón del pecho.» Pero, siendo un dios, se le resucitó y se convirtió en un planeta.

Esta representación de acontecimientos divinos convertiría esta costumbre tolteca en algo parecido a las representaciones religiosas del antiguo Oriente Próximo. En Egipto, la desmembración y la resurrección de Osiris se representaba anualmente en una obra de misterios en la cual los actores, entre los que estaba el faraón, hacían los papeles de diversos dioses; y en Asiría, en una compleja representación que también se llevaba a cabo todos los años, se ponía en escena una batalla entre dos dioses en la cual el perdedor era ejecutado, para ser perdonado y resucitado más tarde por el dios del Cielo.

 

En Babilonia, se leía todos los años el Enuma elish, la epopeya que describía la creación del Sistema Solar, como parte de las celebraciones de Año Nuevo; en ésta, se representaba la colisión celeste que llevó a la creación de la Tierra (el Séptimo Planeta) como la muerte y decapitación de la monstruosa Tiamat a manos del supremo dios babilónico Marduk.

Figura 41
 

El mito maya y su representación, haciéndose eco de los «mitos» de Oriente Próximo y sus representaciones, parecen haber conservado los elementos celestiales del relato y el simbolismo del número siete, en su relación con el planeta Tierra. Es significativo que en las imágenes mayas y toltecas que hay a lo largo de las paredes del juego de pelota, algunos jugadores lleven como emblema un disco solar, mientras que otros llevan el de la estrella de siete puntas (Fig. 41).

 

Es éste un símbolo celeste y no un emblema casual, confirmado, según nuestra opinión, por el hecho de que por todas partes en Chichén Itzá se puede ver la imagen de una estrella de cuatro puntas en combinación con el símbolo del «ocho» para el planeta Venus (Fig. 42a), y que en otros lugares del noroeste de Yucatán, las paredes de los templos se decoraban con símbolos de estrellas de seis puntas (Fig. 42b).

El representar a los planetas como estrellas con diferente número de puntas es tan común que solemos olvidar cómo surgió esta costumbre: como otras tantas cosas, tuvo su origen en Sumer. Basándose en lo que habían aprendido de los nefilim, los sumerios no contaban los planetas tal como lo hacemos nosotros, desde el Sol hacia fuera, sino desde el exterior hacia el centro. Así, Plutón era el primer planeta, Neptuno era el segundo, Urano el tercero, Saturno el cuarto, Júpiter el quinto. Marte, así pues, era el sexto, la Tierra el séptimo y Venus el octavo.

 

La explicación de los expertos de por qué tanto los mayas como los toltecas consideraban a Venus el octavo es porque lleva ocho años terrestres (8 x 365 = 2.920 días) repetir un alineamiento sinódico con Venus por sólo cinco órbitas de Venus (5 x 584 = 2.920 días).

 

Pero, si esto es así, Venus debería ser el «Cinco» y la Tierra el «Ocho».

Figura 42
 

El método sumerio nos parece mucho más elegante y preciso, y sugiere que las representaciones mayas/toltecas seguían la iconografía de Oriente Próximo; pues, como se puede ver, los símbolos encontrados en Chichén Itzá y en otros muchos lugares de Yucatán son casi idénticos a aquellos mediante los que se representaba a los distintos planetas en Mesopotamia (Fig. 42c).

De hecho, el empleo de símbolos de estrellas con puntas a la manera de Oriente Próximo se hace más insistente a medida que uno se mueve hacia el noroeste de Yucatán y su costa. Allí, en un lugar llamado Tzekelna, se encontró una notabilísima escultura, que se exhibe en la actualidad en el museo de Mérida. Esculpida a partir de un gran bloque de piedra, al cual la estatua aún está unida por su parte trasera, representa a un hombre de marcados rasgos faciales, posiblemente tocado con un casco.

 

Tiene el cuerpo cubierto con un traje ceñido, con escamas o costillas. Bajo el brazo doblado, sostiene un objeto que el museo identifica como «la forma geométrica de una estrella de cinco puntas» (Fig. 43). Sobre el vientre, sujeto con correas, lleva un extraño dispositivo circular; los expertos creen que, por algún motivo, identificaba a los que lo portaban como dioses de las aguas.

En un lugar cercano llamado Oxkintok, se encontraron grandes esculturas de deidades que formaban parte de enormes bloques de piedra. Los arqueólogos suponen que habrían servido como columnas de apoyo estructurales en los templos.

 

Una de ellas (Fig. 44) parece la homologa femenina del dios arriba descrito. Su escamado atuendo aparece también en varias estatuas y estatuillas de Jaina, una isla que se extiende cerca de la costa de esta parte noroccidental de Yucatán, en la cual se levantó un templo de lo más inusual.

 

La isla habría servido como necrópolis sagrada porque, según las leyendas, era el lugar del último descanso de Itzamna, el dios de los itzaes -un gran dios de antaño que habría llegado sobre las aguas para desembarcar allí, y cuyo nombre significaba «aquel cuyo hogar es el agua».

Figura 43                                           Figura 44
 

Los textos, las leyendas y las creencias religiosas se combinan, de este modo, para señalar la costa del golfo de Yucatán como el lugar en donde un ser divino o deificado habría desembarcado para crear poblaciones y una civilización en aquellas tierras. Esta potente combinación, estos recuerdos colectivos, debieron de ser el motivo que impulsó a los toltecas a emprender el camino hasta este rincón de Yucatán, y concretamente hasta Chichén Itzá, cuando emigraron en busca de una reactivación y una purificación de sus creencias originales; un regreso al lugar en donde todo había comenzado, y en donde tendría que desembarcar de nuevo aquel dios que había dicho que volvería desde el otro lado del mar.

El punto focal del culto de Itzamna y de Quetzalcóatl, y quizá también de los recuerdos de Votan, era el cenote sagrado de Chichén Itzá -el enorme pozo que le había dado su nombre a Chichén Itzá.

Situado directamente al norte de la pirámide principal y conectado con la plaza ceremonial por medio de una larga avenida procesional, el pozo tiene en la actualidad algo más de 20 metros de profundidad entre la superficie y el nivel del agua, con otros treinta metros más o menos de agua y cieno más abajo. La boca del cenote, de forma oval, mide alrededor de 87 metros de larga y 52 de ancha.

 

Existen evidencias de que el pozo se agrandó artificialmente y de que, en otro tiempo, hubo una escalinata que llevaba hacia abajo. Aún se pueden ver los restos de una plataforma y un santuario en la boca del pozo; allí, según escribe el obispo Landa, se llevaban a cabo ritos para honrar al dios del agua y las lluvias, se arrojaba a doncellas en sacrificio y los fieles que se apiñaban alrededor echaban ofrendas preciosas, preferiblemente de oro.

En 1885, Edward H. Thompson, que se había ganado una gran reputación por ser el autor del tratado titulado Atlantis Not a Myth, consiguió que se le asignara un consulado de los Estados Unidos en México. No pasó mucho tiempo antes de que comprara, por 75 dólares, más de 250 kilómetros cuadrados de selva, en donde se encontraban las ruinas de Chichén Itzá. Haciendo de aquellas ruinas su hogar, Thompson organizó para el Museo Peabody de la Universidad de Harvard una serie de inmersiones sistemáticas en el pozo con el objetivo de recuperar sus sagradas ofrendas.

Figura 45
 

Sólo se encontraron alrededor de cuarenta esqueletos humanos; pero los buzos sacaron miles de ricos objetos artísticos. Más de 3.400 estaban hechos de jade, una piedra semipreciosa que era la más apreciada por mayas y aztecas. Entre los objetos había cuentas, varillas nasales, tapones para los oído, botones, anillos, pendientes, globos, discos, efigies, figurines... Más de 500 objetos llevaban grabados en los que se representaba tanto a animales como a personas. Entre estos últimos, algunos llevaban una visible barba (Fig. 45 a, b), con un aspecto muy parecido al de las paredes del templo del juego de pelota (Fig. 45c).

Aún más significativos eran los objetos de metal que sacaron los buzos. Centenares de ellos estaban hechos de oro, y algunos de plata y de cobre -descubrimientos muy llamativos, dada la escasez de metales en la península. Algunos de los objetos estaban hechos de cobre dorado o de aleaciones de cobre, incluido el bronce, lo que indica una sofisticación metalúrgica desconocida en tierras mayas, y evidencia que los objetos se habían traído desde tierras distantes.

Pero lo más desconcertante de todo fue el descubrimiento de discos de estaño puro, un metal que no se encuentra en su estado nativo y que sólo se puede conseguir a través de un complejo refinado de minerales -minerales que están completamente ausentes en América Central.

Entre los objetos de metal, exquisitamente trabajados, había numerosas campanas así como objetos rituales (copas, lavamanos), anillos, tiaras, máscaras; ornamentos y joyas; cetros; objetos de propósito desconocido; y, lo más importante de todo, discos grabados o estampados con escenas de enfrentamientos. En éstas, personas con diferentes atuendos y de rasgos diferentes se enfrentaban entre sí, quizás en combate, en presencia de serpientes terrestres o celestes, o de dioses celestes. El dominante o héroe victorioso se representaba siempre con barba (Fig. 46a, b).

Es evidente que éstos no eran dioses, pues a los dioses celestes o serpiente se les mostraba por separado. Su aspecto, diferente del dios celeste alado y con barba (Fig. 40), aparece en relieves grabados en paredes y columnas de Chichén Itzá junto con otros héroes y guerreros, como éste, con su larga y fina barba (Fig. 47), que alguien apodó «El Tío Sam».

Figura 46


Figura 47
 

La identidad de esta gente con barba es un enigma; lo que es seguro es que no eran indígenas nativos, puesto que no les crecía el vello facial y, por lo tanto, no podían tener barba. Entonces, ¿quiénes eran estos forasteros?

 

Sus rasgos «semitas», o más bien mediterráneo orientales (aún más destacados en los objetos de arcilla que llevan imágenes faciales), han llevado a varios investigadores a identificarlos como fenicios o «marinos judíos», que quizás perdieron el rumbo y fueron llevados por las corrientes atlánticas hasta las costas de Yucatán, cuando el rey Salomón y el rey fenicio Hiram juntaron sus fuerzas para enviar expediciones marítimas a circundar África en busca de oro (hacia el 1000 a.C); o unos cuantos siglos después, cuando los fenicios fueron ahuyentados de sus ciudades portuarias en el Mediterráneo oriental, fundaron Cartago y navegaron hasta África occidental.

A despecho de quiénes pudieran haber sido esos marinos y el momento propuesto de la travesía, los investigadores académicos más conservadores desechan radicalmente cualquier idea de una travesía deliberada. Explican las innegables barbas como barbas postizas, que los indígenas se pegaban en la barbilla, o bien dicen que se trata de supervivientes ocasionales de algún naufragio.

 

Claro está que el primer argumento (propuesto con toda seriedad por famosos expertos) no hace más que llevar a esta pregunta: si los indígenas imitaban a alguna persona barbada, ¿de quién o quiénes se trataba?

Figura 48
 

Tampoco parece válida la explicación que afirma que se trata de unos cuantos supervivientes de naufragios. Las tradiciones nativas, al igual que la leyenda de Votan, nos hablan de viajes repetidos de exploración seguidos por asentamientos (la fundación de ciudades).

 

Las evidencias arqueológicas contradicen la idea de unos cuantos supervivientes ocasionales arrojados a una playa singular. A los Barbados, a los que se les ve en diversas actividades y circunstancias, se les ha representado a lo largo de toda la costa del golfo de México, en localidades del interior y hasta en la costa del Pacífico. Y no se les representa estilizados, ni mitificados, sino retratados como gente real.

Algunos de los más sorprendentes ejemplos se han encontrado en Veracruz (Fig. 48a, b). La gente a la que inmortalizaron eran claramente idénticos a los dignatarios semitas occidentales a los que tomaban como prisioneros los faraones egipcios durante sus campañas asiáticas, tal como los representaron los vencedores en sus inscripciones conmemorativas de las paredes de los templos (Fig. 49).

Figura 49
 

¿Por qué, y cuándo, estos marinos mediterráneos llegaron a América? Las pistas arqueológicas son desconcertantes, pues llevan a un enigma aún mayor: los olmecas, y sus aparentes orígenes negros africanos; pues, como se ve en muchas representaciones -como ésta, de Alvarado, Veracruz (Fig. 50)-, los barbados y los olmecas se encontraron, cara a cara, en los mismos dominios y en la misma época.

De todas las civilizaciones perdidas de América Central, la de los olmecas es la más antigua y la más desconcertante. A todos los efectos, fue la civilización madre, la que todos copiaron y adaptaron.

 

Apareció a lo largo de la costa del golfo de México a comienzos del segundo milenio a.C., estaba en pleno florecimiento en alrededor de cuarenta lugares hacia el 1200 a.C. (algunos sostienen que hacia el 1500 a.C.) y, difundiéndose en todas direcciones, pero principalmente hacia el sur, dejó su huella por toda América Central hacia el 800 a.C.

Figura 50
 

La primera escritura en glifos de Centroamérica aparece en el reino de los olmecas; y lo mismo se puede decir del sistema numérico de puntos y barras. Las primeras inscripciones del calendario de la Cuenta Larga, con la enigmática fecha de comienzo en 3113 a.C; las primeras obras de arte escultórico grandiosas y monumentales; la primera utilización del jade; las primeras representaciones de armas o herramientas manuales; los primeros centros ceremoniales; las primeras orientaciones celestes -todo fueron consecuciones de los olmecas.

 

No es de sorprender que con tantos «primeros», algunos (como J- Soustelle, The Olmecs) hayan comparado la civilización olmeca en Centroamérica con la de los sumerios en Mesopotamia, que tienen todos los «primeros» del antiguo Oriente Próximo. Y, al igual que la civilización sumeria, los olmecas también aparecieron de repente, sin ningún precedente o período previo de avance gradual.

 

En sus textos, los sumerios describían su civilización como un regalo de los dioses, los visitantes a la Tierra que surcaban los cielos y, de ahí, que se les representara como seres alados (Fig. 51a). Los olmecas expresaron sus «mitos» en el arte escultórico, como en esta estela de Izapa (Fig. 51b) en la que un dios alado decapita a otro. Este relato en piedra es notablemente similar a otra representación sumeria (Fig. 51c).

 

¿Quiénes eran estas gentes que habían logrado tales hazañas? Apodados olmecas («pueblo del caucho»), debido a que su región en la costa del golfo era conocida por sus árboles de caucho, en realidad eran un enigma -forasteros en tierra extraña, forasteros de allende los mares, un pueblo que no sólo pertenecía a otra tierra, sino a otro continente.

 

En una zona de costas pantanosas en donde la piedra es rara, ellos crearon y dejaron tras de sí monumentos de piedra que asombran hasta en nuestros días; de éstos, los más desconcertantes son los que retratan a los propios olmecas.

Figura 51
 

Únicos en todos los aspectos, se trata de gigantescas cabezas de piedra esculpidas con una increíble habilidad y con herramientas desconocidas. El primero en ver una de estas gigantescas cabezas fue J. M. Melgar y Serrano, en Tres Zapotes, en el estado de Veracruz. La describió en el Boletín de la Sociedad Geográfica y Estadística Mexicana (en 1869) como «una obra de arte... una magnífica escultura que lo que más sorprende es que parece representar a un etíope». Unos dibujos anexos reproducían fielmente los rasgos negroides de la cabeza (Fig. 52).

Pero hasta 1925 los expertos occidentales no confirmaron la existencia de tan colosales cabezas de piedra, cuando un equipo arqueológico de la Universidad de Tulane, encabezado por Frans Blom, encontró «la parte superior de una colosal cabeza que estaba Profundamente hundida en la tierra», en La Venta, un lugar cercano a la costa del golfo, en el estado de Tabasco.

 

Cuando se desenterró la cabeza (Fig. 53), media casi 2.5 metros de alta y 6.4 de circunferencia, y pesaba alrededor de 24 toneladas. No cabe duda de que representa a un negroide africano con un visible casco. Con el tiempo, en La Venta se encontrarían mas cabezas, cada una con sus diferencias individuales y con cascos diferentes, pero con los mismos rasgos faciales.

Figura 52


Figura 53
 

Otras cinco de estas colosales cabezas se encontraron en la década de 1940 en San Lorenzo, un asentamiento olmeca a casi 100 kilometros de La Venta. El descubrimientos lo hicieron las expediciones arqueológicas dirigidas por Matthew Stirling y Philip Drucker. Y los equipos de la Universidad de Yale que les siguieron, liderados por Michael D. Coe, descubrieron más cabezas e hicieron lecturas de radiocarbono que dieron fechas en torno al 1200 a.C. Esto significa que la materia orgánica (en su mayor parte, carbón) encontrada en aquel lugar, tenía aquella antigüedad; pero el lugar mismo y sus monumentos bien podrían ser más antiguos. De hecho, el arqueólogo mexicano Ignacio Bernal, que descubrió otra cabeza en Tres Zapotes, data estas colosales esculturas hacia el 1500 a.C.

Hasta ahora se han encontrado dieciséis de estas enormes cabezas, que miden entre metro y medio y tres metros de altura, y llegan a pesar hasta 25 toneladas. Quienquiera que las esculpiera estuvo a punto de esculpir algunas más, pues, junto a las cabezas terminadas, se ha encontrado gran cantidad de «material crudo» -grandes piedras que se habían extraído ya de la cantera y se habían redondeado hasta darle la forma de una pelota. Las piedras de basalto, terminadas y sin terminar, se llevaron desde su origen hasta lugares en donde no existe la piedra, recorriendo distancias de 100 kilómetros o más, a través de selvas y pantanos.

 

Cómo se extrajeron estos colosales bloques de piedra, cómo se transportaron y, por último, cómo se esculpieron y se erigieron en su destino, sigue siendo un misterio. Sin embargo, está claro que para los olmecas era muy importante conmemorar a sus líderes de esta manera. Viendo una galería de retratos de estas cabezas, se puede ver con claridad que se trataba de personas, todas ellas de la misma estirpe negroide africana, pero con sus propias personalidades y con diferentes tocados (Fig. 54).

Figura 54
 

Las escenas de enfrentamientos grabadas en las estelas de piedra (Fig. 55a) y otros monumentos (Fig. 55b) nos ofrecen una clara imagen de los olmecas como gente alta, de constitución fuerte, con cuerpos musculosos -«gigantes» en estatura, sin duda, a los ojos de la población indígena.

 

Pero, para que no supongamos que se trata sólo de unos cuantos líderes y no de la verdadera población de etnia negroide africana -hombres, mujeres y niños-, los olmecas dejaron tras ellos, esparcidas por una inmensa región de Centroamérica que va desde el golfo hasta la costa del Pacífico, centenares si no miles de representaciones de sí mismos.

Figura 55

 

En esculturas, en grabados en piedra, en bajorrelieves, estatuillas, siempre vemos las mismas caras de negro africano, como en los jades del cenote sagrado de Chichén Itzá o en las efigies de oro encontradas allí; en numerosas terracotas enconadas desde la isla de Jaina (una pareja de enamorados) hasta el centro y el norte de México, e incluso como jugadores de pelota (relieves de El Tajín); en la Fig. 56, se muestran unas cuantas.

 

En algunas terracotas (Fig. 57a), y aún más en las esculturas de piedra (Fig. 57b), se retrata a los olmecas sosteniendo bebés -un acto que debió de tener un significado especial para ellos.

Figura 56
 

Pero no son menos intrigantes los asentamientos en donde se encontraron las colosales cabezas y otras representaciones de los olmecas; su tamaño, magnitud y estructuras dejan ver la obra de unos colonizadores organizados, no la de unos cuantos náufragos fortuitos.

Figura 57
 

La Venta era en realidad una pequeña isla en una pantanosa región costera, que fue artificialmente conformada, rellenada de tierra y construida según un plan preconcebido. Los principales edificios, entre los que se incluye una inusual «pirámide» cónica, montículos alargados y circulares, estructuras, patios pavimentados, altares, estelas y otros elementos de factura humana, se dispusieron con una gran precisión geométrica a lo largo de un eje norte-sur que se extendía casi cinco kilómetros.

 

En un lugar carente de piedra, se utilizó una sorprendente variedad de ésta -cada una elegida por sus cualidades especiales- en la construcción de estructuras, monumentos y estelas, a pesar de que hubo que trasladarlas desde grandes distancias. Sólo la pirámide cónica precisó de 28.300 metros cúbicos de tierra.

 

Todo esto supondría un tremendo esfuerzo físico. También precisaba de un alto nivel de experiencia en arquitectura y mampostería, de lo cual no había precedente en Centroamérica. Obviamente, todos estos conocimientos debieron aprenderlos en algún otro lugar. Entre los extraordinarios descubrimientos de La Venta había un recinto rectangular que estaba circundado o vallado con columnas de basalto (el mismo material con el que se esculpieron las enormes cabezas).

 

El recinto protegía un sarcófago de piedra y una cámara funeraria rectangular que también estaba techada y rodeada de columnas de basalto. En el interior, varios esqueletos yacían sobre una plataforma baja. En conjunto, este descubrimiento único, con su sarcófago de piedra, parece haber sido el modelo para la igualmente inusual cripta de Pacal en Palenque. Al menos, la insistencia en el empleo de grandes bloques de piedra, aun cuando tuvieran que ser traídos desde tan lejos, para monumentos, esculturas conmemorativas y enterramientos, debería servir de pista sobre el enigmático origen de los olmecas.

No menos desconcertante fue el descubrimiento en La Venta de centenares de objetos artísticamente tallados del poco común jade, incluidas unas extrañas hachas elaboradas con esta piedra semipreciosa, que no se puede encontrar en la zona. Después, para hacer aún mayor el misterio, todos estos objetos fueron enterrados deliberadamente en largas y profundas zanjas. Éstas, a su vez, se cubrieron con diferentes capas de arcilla, de diferentes clases y colores -miles de toneladas de tierra traída desde varios lugares distantes. Increíblemente, las zanjas tenían el fondo cubierto de miles de baldosas de serpentina, otra piedra semipreciosa verde azulada.

 

La mayoría de los expertos supone que las zanjas se cavaron para enterrar en ellas estos preciosos objetos de jade, pero los suelos de serpentina también podrían estar sugiriendo que las zanjas se construyeron mucho antes, con un propósito completamente distinto; pero se utilizaron para enterrar unos objetos muy apreciados, como esas extrañas hachas, una vez dejaron de necesitarlos (y de necesitar las zanjas). No existen dudas de que los olmecas abandonaron sus asentamientos hacia los comienzos de la era cristiana, y que incluso intentaron enterrar algunas de sus colosales cabezas. Quienquiera que llegara a sus poblados después, lo hizo con ansias de venganza: algunas de las cabezas fueron derribadas de sus bases, para después hacerlas rodar hasta los pantanos; otras muestran marcas que denotan haber sido golpeadas.

Como otro de los muchos enigmas de La Venta, permítasenos hablar del descubrimiento en las zanjas de unos espejos cóncavos de mineral de hierro (magnetita y hematites) cristalizado, moldeados y pulidos a la perfección. Después de estudiarlos y de hacer algunos experimentos, los expertos del Instituto Smithsoniano de Washington D.C. llegaron a la conclusión de que los espejos pudieron ser utilizados para enfocar los rayos del sol, para encender fuego o con «propósitos rituales» (ésa es la forma que tienen los expertos de decir que no saben para qué servía un objeto).

El enigma final en La Venta es el lugar en sí mismo, pues está exactamente orientado según un eje norte-sur, con 8o de inclinación al oeste del verdadero norte. En diversos estudios se ha demostrado que esta orientación fue premeditada, con el objetivo de permitir la observación astronómica, quizá desde la cúspide de la «pirámide» cónica, cuyas prominencias podrían haber servido como indicadores direccionales.

 

En un estudio especial, de M. Popenoe-Hatch (Papers on Olmec and Maya Archeology N° 13, University of California), se llegó a la conclusión de que,

«el patrón de observación hecho en La Venta hacia el 1000 a.C. habría que remontarlo a un cuerpo de conocimientos desarrollado un milenio antes... El asentamiento de La Venta y su arte del 1000 a.C. parecen reflejar una tradición basada en gran parte en los tránsitos de estrellas sobre el meridiano que tuvieron lugar en los solsticios y los equinoccios de alrededor del 2000 a.C.»

Unos inicios en el 2000 a.C. harían de La Venta el «centro sagrado» más antiguo de Centroamérica, precediendo a Teotihuacán salvo por la época legendaria en que sólo los dioses moraban allí. Aún así, puede que no sea ésa la verdadera fecha en que los olmecas llegaron allí tras cruzar los mares, pues su Cuenta Larga comienza en el 3113 a.C; pero sí indica en qué medida se adelantaron a civilizaciones más famosas, como los mayas o los aztecas.

En Tres Zapotes, cuya fase previa sitúan los arqueólogos entre 1500 y 1200 a.C, se pueden ver, esparcidas por el lugar, construcciones de piedra (aunque la piedra es rara aquí), terrazas, escalinatas y montículos. Se han localizado al menos otros ocho lugares en un radio de 24 kilómetros desde Tres Zapotes, lo que nos sugiere que debió de ser un gran centro rodeado de poblaciones satélites. Además de las cabezas y de otros monumentos escultóricos, también se desenterraron gran cantidad de estelas; una de ellas («Estela C») lleva la fecha de Cuenta Larga del 7.16.6.16.18, que equivale al 31 a.C, confirmando la presencia de los olmecas en este lugar en aquella época.

En San Lorenzo, las ruinas olmecas están compuestas por estructuras, montículos y terraplenes, entremezclados con estanques artificiales. La parte central de este lugar se construyó sobre una plataforma de factura humana de alrededor de 2 kilómetros cuadrados, que fue elevada unos 56 metros por encima del terreno circundante -una Proeza que empequeñece muchas obras modernas. Los arqueólogos descubrieron que los estanques estaban interconectados a través de un sistema de conductos subterráneos «cuyo significado o función resultan aún desconocidos».

Figura 58
 

Podríamos proseguir largamente con la descripción de lugares olmecas -hasta el momento, se han descubierto alrededor de cuarenta. En todas partes, además del arte monumental y de los edificios de piedra, hay montículos por docenas y otras evidencias de movimientos de tierra deliberados.

Sin embargo, las obras de sillería, los terraplenes, las zanjas, los estanques, los conductos y los espejos deben tener algún sentido, aun cuando los expertos modernos no alcancen a comprenderlo, así como la simple presencia de los olmecas en América Central -a menos que uno suscriba la teoría de los supervivientes de un naufragio, cosa que nosotros no vamos a hacer. Los historiadores aztecas describieron a los olmecas como los remanentes de un antiguo pueblo -no unas cuantas personas- de habla no náhuatl, que crearon la civilización más antigua de México. Las evidencias arqueológicas apoyan la idea y demuestran que, desde una base o «área metropolitana» que lindaría con el golfo de México, en donde La Venta, Tres Zapotes y San Lorenzo conformarían un triángulo pivotal, la zona de asentamientos e influencia olmecas cruza por el sur hacia la costa del Pacífico de México y Guatemala.

Expertos en terraplenes, maestros de la sillería, excavadores de zanjas, canalizadores de aguas, fabricantes de espejos... Así dotados, ¿qué estaban haciendo los olmecas en Centroamérica? Las estelas los muestran emergiendo de «altares» que representan entradas a las profundidades de la tierra (Fig. 58), o en el interior de cuevas, con un desconcertante surtido de herramientas, como en esta estela de La Venta (Fig. 59), en la que es posible discernir los enigmáticos espejos, que están sujetos a los cascos de los que llevan las herramientas.

Figura 59
 

En conjunto, las capacidades, las escenas, las herramientas, parece que nos llevan a una conclusión: los olmecas eran mineros, venidos al Nuevo Mundo para extraer algunos metales preciosos -probablemente oro, quizá también algún otro mineral extraño.

Las leyendas de Votan, que hablan de túneles a través de las montañas, apoyan esta conclusión. También el hecho de que, entre los dioses de Antaño, cuyo culto adoptaron los pueblos nahuatlacas de los olmecas, estuviera el dios Tepeyolloti, que significa «corazón de la montaña». Era un dios de las cuevas con barba; su templo tenía que ser de piedra, y debía de estar construido preferiblemente en el interior de una montaña. Su símbolo jeroglífico era una montaña perforada; se le representaba (Fig. 60a) con una herramienta parecida a un lanzallamas, ¡lo mismo que habíamos visto en Tula!

Nuestra impresión es que el lanzallamas que se ve aquí (el mismo que sostenían los atlantes y que se representaba en una columna) se utilizaba probablemente para cortar la piedra, no sólo para tallarla. Esto resulta manifiesto en un relieve conocido como Daizu N° 40, que se descubrió en el Valle de Oaxaca. En él, se muestra a una persona en un lugar estrecho, utilizando el lanzallamas contra la pared que tiene delante (Fig. 60b). El símbolo del «diamante» que hay en la pared significa un mineral, pero aún no se ha descifrado cuál.

Figura 60

 

Tal como atestiguan gran cantidad de representaciones, el enigma de los «olmecas» africanos se entremezcla con el enigma de los barbados del Mediterráneo oriental. Se les plasmó en multitud de monumentos de todos los asentamientos olmecas, en retratos individuales o en escenas de enfrentamientos.

 

Curiosamente, algunos de los enfrentamientos se representan como si hubieran tenido lugar en el interior de cavernas; en uno de Tres Zapotes (Fig. 61), aparece incluso un ayudante que lleva un dispositivo luminoso (en un tiempo en que, supuestamente, sólo se utilizaban antorchas).

 

No menos sorprendente es una estela de Chalcatzingo (Fig. 62) en donde aparece una mujer «caucásica» manipulando lo que parece un sofisticado equipo técnico; en la base de la estela hay un revelador signo de «diamante». Todo parece establecer una relación con los minerales.

Figura 61


Figura 62
 

¿Acaso los barbados del Mediterráneo llegaron a América Central al mismo tiempo que los africanos olmecas? ¿Eran aliados, se ayudaban entre sí, o competían por los mismos minerales o metales preciosos? Nadie puede decirlo con certeza, pero creemos que los africanos olmecas llegaron allí primero, y que las raíces de su llegada hay que buscarlas en esa misteriosa fecha de comienzo de la Cuenta Larga: el 3113 a.C.

No importa cuándo y por qué comenzó la relación, pero parece que terminó con una convulsión.


Los expertos se preguntan por qué en muchos asentamientos olmecas existen evidencias de una destrucción deliberada -monumentos deformados (incluidas las colosales cabezas), objetos rotos, monumentos derribados-, todo ello con vehemencia, como si de una venganza se tratara. Y no parece que toda esta destrucción tuviera lugar de una vez; parece como si los poblados olmecas se hubieran ido abandonando gradualmente, primero el «centro metropolitano» más antiguo, cercano al Golfo, hacia el 300 a.C, para más tarde ir abandonando los lugares más al sur.

 

Hemos visto la evidencia de una fecha equivalente al 31 a.C. en Tres Zapotes, que sugiere que el proceso de abandono de los centros olmecas, seguido por la vengativa destrucción, pudo durar varios siglos, a medida que los olmecas iban cediendo terreno y retirándose hacia el sur.

Las imágenes de este turbulento período y de esa zona meridional de los dominios olmecas los muestran cada vez más como guerreros, con máscaras aterradoras de águila o de jaguar. En uno de estos grabados en la roca de las regiones meridionales se ve a tres guerreros olmecas (dos de ellos con máscaras de águila) con lanzas en las manos.

 

En la escena se puede ver también a un cautivo desnudo y con barba. Lo que no queda claro es si los guerreros están amenazando al cautivo, o lo están salvando. Lo cual deja sin aclarar esta intrigante pregunta:

¿estaban en el mismo bando los negroides olmecas y los barbados del Mediterráneo oriental cuando aquellos tiempos turbulentos hicieron añicos la primera civilización de América Central?

Figura 63


Figura 64
 

Al menos, parece que compartieron el mismo destino.

En uno de los asentamientos más interesantes que hay cerca de la costa del Pacífico, en Monte Albán -levantado sobre un inmenso surtido de plataformas de factura humana y con extrañas estructuras construidas con fines astronómicos-, existen docenas de losas, erigidas en un muro conmemorativo, que llevan las imágenes grabadas de estos negroides africanos en posiciones un tanto retorcidas (Fig. 63)

 

Durante mucho tiempo, se les llamó Danzantes, pero los expertos coinciden ahora en que representan los cuerpos mutilados y desnudos de olmecas, supuestamente muertos durante alguna sublevación violenta de los indígenas de la zona. Entre estos cuerpos, se puede ver también el de un hombre con barba y una nariz semita (Fig. 64), que, como es obvio, compartió el mismo destino de los olmecas.

Se cree que Monte Alban se pobló hacia el 1500 a.C., y que fue un centro importante desde el 500 a.C. Así, en unos cuantos siglos de grandeza, sus constructores terminaron como cuerpos mutilados, honrados en las piedras, victimas de aquellos a los que habían enseñado.

Y así sucedió con los milenios, la edad de oro de los forasteros de allende los mares, que se convirtió poco menos que en una leyenda.

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