III. LA TRANSFORMACIÓN:
CEREBROS EN CAMBIO, MENTES EN CAMBIO
Es necesario, por lo tanto, es posible.
O. A. BORGHESE
En El País del Plano, cuento popular de la época victoriana, los
personajes son formas geométricas diversas que viven en un mundo
exclusivamente bidimensional. Al comienzo de la historia, el
narrador, un Cuadrado de mediana edad, tiene un sueño inquietante en
el cual visita un reino unidimensional, el País de la Línea, cuyos
habitantes sólo pueden moverse de un punto a otro. Con creciente
frustración intenta explicar quién es él, una línea de líneas,
proveniente de un país en el que se puede uno mover, no sólo de
punto en punto, sino también de lado a lado. Los habitantes del País
de la Línea, enfadados, están a punto de atacarle cuando se
despierta.
Un poco más tarde, aquel mismo día, intenta ayudar a su nieto, un
pequeño Hexágono, en sus estudios. El nieto sugiere la posibilidad
de una tercera dimensión, un reino en el que habría arriba y abajo
además de un lado y otro. El Cuadrado tacha esta idea de estúpida e
inimaginable.
Aquella misma noche el Cuadrado tiene un encuentro extraordinario,
decisivo para su vida: recibe la visita de un habitante del País del
Espacio, el reino de las tres dimensiones. Al principio, el Cuadrado
se siente simplemente confundido por su visitante, un extraño
círculo que parece cambiar de tamaño, e incluso desaparecer. El
visitante se presenta a sí mismo como una Esfera. Parecía cambiar de
tamaño y desaparecer, tan sólo porque estaba acercándose al Cuadrado
en el espacio y descendiendo al mismo tiempo. Dándose cuenta de que
sólo con argumentos no podría llegar a convencer al Cuadrado de la
existencia de la tercera dimensión, la Esfera, exasperada, le
introduce en una experiencia de profundidad. El Cuadrado queda
fuertemente conmocionado:
Tenía una sensación confusa y mareante en la visión, era algo
distinto que ver; veía una línea que no era una línea, y un espacio
que no era espacio. Yo era y no era yo mismo al mismo tiempo. Cuando
pude recobrar la voz, lancé un grito de agonía:
«Esto es la locura o
el infierno». «No es ninguna de las dos cosas», replicó serenamente la voz de la
Esfera.
«Es conocimiento; son las tres dimensiones. Abre tus ojos
una vez más, y trata de mirar con tranquilidad. »
Tras haber tenido esa experiencia intuitiva de la tercera dimensión,
el Cuadrado se convierte en su apóstol, intentando convencer a sus
conciudadanos del País del Plano de que el Espacio es algo más que
una noción propia sólo de los matemáticos. A causa de su
insistencia, es finalmente encarcelado en beneficio público. Cada
año, en lo sucesivo, el sumo sacerdote del País del Plano, el
Círculo Jefe, acude a tantearle para comprobar si ha recobrado su
sano juicio, pero el Cuadrado continúa insistiendo testarudamente en
que hay una tercera dimensión. No puede olvidarlo, aunque no es
capaz de explicarlo.
Constituye un saber común el hecho de que los momentos
trascendentales sólo pueden ser experimentados, no comunicados. «El
Tao que puede describirse no es el Tao... » Después de todo, la
comunicación se apoya necesariamente en un terreno común. Se puede
describir el color violeta a alguien que conoce el rojo y el azul,
pero no se puede describir el color rojo a quien nunca lo ha visto.
El rojo es elemental e irreductible. Como tampoco se podría
describir, en el mismo supuesto, lo salado, lo arenoso, la luz.
En las experiencias que a veces se describen vagamente como
trascendentes, transpersonales, espirituales, alteradas, no
ordinarias, o como experiencias cumbre, hay aspectos sensoriales
irreductibles. Esas sensaciones de luminosidad, de conexión, de
amor, de atemporalidad, de pérdida de límites se ven complicadas en
paradojas que vuelven aún más confuso todo intento de descripción
lógica. Como decía el infortunado Cuadrado, al tratar de describir
la tercera dimensión, «veía una línea que no era una línea».
Por inútiles que resulten sus esfuerzos, quienes se han visto
conmovidos por experiencias extraordinarias semejantes, se ven
forzados a intentar describirlas en un lenguaje espacio-temporal. Y
así, pueden decir que sintieron algo que era elevado o profundo, que
era como un borde o como un abismo, un país lejano, una frontera,
una tierra de nadie. El tiempo puede parecerles transcurrir más
deprisa o más despacio. Sus descubrimientos no obstante, como
recordados; extraños y, sin embargo, familiares. Su perspectiva
puede cambiar bruscamente, aunque sea por un momento, superando
antiguas contradicciones y toda confusión.
Como vimos en el capítulo 2, unas cuantas personas eminentemente
cuerdas y destacadas creen que la mente humana puede haber alcanzado
un nuevo nivel en su evolución, una liberación de potencial
comparable al surgimiento del lenguaje. Esta impresionante
posibilidad, ¿constituye un sueño utópico... o es una frágil
realidad?
Hasta hace unos pocos años, las declaraciones sobre la posibilidad
de expandir y transformar la conciencia descansaban en evidencias
puramente subjetivas. De repente, a través, primero, de un puñado de
experimentos en unos cuantos laboratorios de unos pocos
investigadores pioneros, y de miles de experiencias realizadas luego
en todo el mundo, comenzó a convertirse en una evidencia innegable.
Después de todo, las experiencias de despertar, de fluir, de
libertad, de unidad, o de síntesis no suceden «sólo en la mente».
También están en el cerebro. El funcionamiento consciente puede
cambiar profundamente, de algún modo. Se han establecido
correlaciones entre lo que cuentan los sujetos y la evidencia
concreta de cambios físicos operados en ellos: niveles más elevados
de integración en el mismo cerebro, un funcionamiento más eficaz de
éste, la presencia de diferentes «armónicos» en los ritmos
eléctricos cerebrales, cambios en la capacidad de percepción...
Muchos investigadores afirman haberse sentido sacudidos por sus
propios descubrimientos en torno a cambios del funcionamiento de la
conciencia, a causa de su repercusión en un amplio cambio
sociológico. No son especulaciones baratas, son realidades firmes
que es preciso encarar.
Sería preciso añadir otro libro, más bien una biblioteca, si
pretendiera cubrir de forma completa el tema que tratan éste y el
próximo capítulo: la evidencia del cambio que se está operando; los
detonadores, los instrumentos y los hallazgos de la transformación
personal; y las experiencias de la gente que, aquí y ahora, están
pasando por ese proceso. En cualquier supuesto, la transformación de
la conciencia no es tanto algo que deba ser estudiado, cuanto
experimentado. Conviene tener presente que estos dos capítulos
ofrecen una panorámica, una sinopsis de un dominio vasto y profundo.
Servirán a su propósito en la medida en que consigan aportar una
vislumbre de los sentimientos y las percepciones intuitivas que
conlleva el proceso transformativo, en la medida en que consigan
conectar aquí o allá con algo de la vida del lector. Nos detendremos
a examinar los cambios operados en la mente, en el cerebro, en el
cuerpo, o en la orientación vital.
Antes de todo, necesitamos contar con una definición operativa de la
transformación a que nos referimos, si queremos captar su poder
sobre las vidas de los individuos y el modo como origina un profundo
cambio social. La Conspiración de Acuario es al mismo tiempo causa y
efecto de tal transformación.
La transformación: una definición
El término transformación posee significados interesantemente
paralelos aplicados a las matemáticas, a las ciencias físicas y al
cambio humano. Literalmente, transformación significa cambio de
forma, reestructuración. Las transformaciones matemáticas, por
ejemplo, reformulan un problema en términos nuevos, de modo que
pueda ser resuelto. Como veremos más tarde, el cerebro mismo opera
sobre la base de complejas transformaciones matemáticas. En las
ciencias físicas, una sustancia, al transformarse, adopta una
naturaleza o unas características diferentes, como cuando el agua se
convierte en hielo o en vapor.
Y, por supuesto, hablamos de transformación, aplicada a la gente; en
concreto, hablamos de transformación de la conciencia. En este
contexto no se entiende por conciencia el simple hecho de estar
despierto y alerta. Se refiere aquí al estado de ser consciente de
la propia conciencia. Uno se da cuenta, con nitidez, de que se está
dando cuenta. Efectivamente es una nueva perspectiva que permite ver
otras perspectivas: es un cambio de paradigma. El poeta E. E. Cummings se alegraba en cierta ocasión de haber encontrado «el ojo
de mi ojo..., el oído de mi oído». Viendo cómo ves, decía el título
de un libro. Ese darse cuenta del darse cuenta constituye otra
dimensión.
Las antiguas tradiciones describen la transformación, de modo
significativo, como un nuevo ver. Emplean metáforas de luz y
claridad. Hablan de intuición1, de visión.
Teilhard decía que la
evolución tiende a conseguir «unos ojos cada vez más perfectos en un
mundo en el que hay siempre más que ver».
La mayoría de nosotros pasamos las horas de vigilia dándonos apenas
cuenta de los procesos del propio pensamiento: cómo se mueve la
mente, qué teme, a qué presta atención, cómo se habla a sí misma,
qué es lo que barre a un lado; cómo son nuestras sospechas, nuestros
altibajos, nuestras falsas percepciones. En la inmensa mayoría de
los casos, comemos, trabajamos, conversamos, nos preocupamos,
esperamos, planeamos, hacemos el amor o vamos de compras, todo ello
pensando mínimamente en cómo pensamos.
El comienzo de la transformación personal es absurdamente fácil. Lo
único que tenemos que hacer es prestar atención al propio flujo de
la atención. Con ello, hemos añadido, inmediatamente, una nueva
perspectiva. La mente puede ahora observar sus muchos estados, sus
tensiones corporales, el flujo de la atención, sus alternativas y
patrones, sus dolencias y deseos, y la actividad de los diversos
sentidos.
En la tradición mística se da el nombre de Testigo a esa mente
oculta tras las bambalinas, la instancia que observa al observador.
Este centro de atención, al identificarse con una dimensión más
amplia que la conciencia fragmentada ordinaria, es más libre y está
mejor informada que ésta. Como hemos de ver, esta más amplia
perspectiva tiene acceso a universos de información procesados por
el cerebro a un nivel inconsciente, reinos en los cuales de
ordinario no podemos penetrar a causa del carácter estático o del
control ejercido por la mente superficial, a la que Edward Carpenter
llamaba «el pequeño yo local».
La mente no consciente de sí misma, la conciencia ordinaria, es como
un pasajero de un aeroplano, atado a su asiento, con un antifaz
sobre los ojos, que ignorase la naturaleza del transporte, las
dimensiones del aparato, su alcance, el plan de vuelo y la
proximidad de otros pasajeros. La mente consciente de sí misma es el
piloto. Este, realmente, es sensible a las reglas de navegación
aérea, se siente afectado por el tiempo reinante, y sabe que depende
de toda una serie de ayudas a la navegación, pero, aun así, es mucho
más libre que la mente «pasajera».
Todo cuanto puede introducirnos en un estado reflexivo y vigilante
tiene el poder de transformarnos, y cualquiera que tenga una
inteligencia normal puede emprender ese proceso. De hecho, la mente,
que está de suyo preparada para deslizarse a nuevas dimensiones sólo
conque no se lo impidamos, es el vehículo de su propia
transformación. Los conflictos, las contradicciones, los
sentimientos encontrados, todo ese huidizo material que de ordinario
revolotea en torno a los bordes de la conciencia, puede ser
reordenado en niveles cada vez más elevados.
Cada nueva integración
facilita la siguiente. Algunas veces, a esa conciencia de la
conciencia, a ese nivel de Testigo, se le designa como una
«dimensión más alta», expresión que con frecuencia ha sido mal
entendida. El psiquiatra Viktor Frankl señalaba que este nivel no
implica juicio moral alguno:
"Una dimensión más alta es simplemente una dimensión que abarca más.
Si tomamos, por ejemplo, un cuadrado bidimensional y lo extendemos
en sentido vertical hasta convertirlo en un cubo tridimensional,
podemos entonces decir que el cuadrado está incluido en el cubo...
Entre los distintos niveles de la verdad no puede haber una mutua
exclusión, ni una verdadera contradicción, ya que lo más alto
incluye lo más bajo".
En El País del Plano, el Cuadrado intentaba explicar su realidad a
los habitantes del País de la Línea como una «línea de líneas». Más
tarde la Esfera se describía a sí misma como un «círculo de
círculos». El proceso transformativo, como veremos, una vez que
comienza es geométrico. En este sentido, la cuarta dimensión
consiste justamente en eso: en ver las otras tres con ojos nuevos.
La evolución consciente
La idea de que el hombre tiene a su disposición un amplio abanico de
alternativas de conciencia es apenas nueva. En el amanecer del
Renacimiento, Pico della Mirandola escribía:
"En cuanto hacedor y moldeados de ti mismo, puedes revestirte a ti
mismo, con todo honor y libertad de elección, de cualquier forma que
puedas desear. Tendrás el poder de encarnarte en las formas de vida
más inferiores, como son las de los brutos. Y tendrás el poder, en
virtud del discernimiento de tu propio espíritu, de renacer en las
formas más elevadas..."
Entonces, como ahora, los filósofos discutían acerca de sí la
naturaleza humana es buena o mala. Hoy día la ciencia, en todas las
disciplinas, nos ofrece una alternativa distinta: el cerebro y el
comportamiento humano son de una plasticidad casi increíble. Es
cierto que estamos acondicionados para sentirnos miedosos y hostiles
y para ponernos a la defensiva. Pero tenemos también capacidad de
trascendencia en circunstancias extraordinarias.
Quienes creen en la posibilidad de un cambio social inminente, no
son optimistas con respecto a la naturaleza humana; confían más bien
en el proceso transformativo en cuanto tal. Habiendo experimentado
algún cambio positivo en sus propias vidas, más libertad,
sentimientos de afinidad y de unidad, mayor creatividad, mayor
capacidad para controlar el estrés, sensibilidad para captar el
sentido de las cosas, admiten que otros pueden cambiar también. Y
creen que si un número suficiente de individuos llega a descubrir
nuevas posibilidades en sí mismos, acabarán formando de manera
natural una conspiración para crear un mundo propicio a la
imaginación, el crecimiento y la cooperación humanas.
Esta probada plasticidad del cerebro y de la conciencia humanos
brinda la posibilidad de que la evolución individual pueda conducir
a la evolución colectiva. Cuando un individuo ha desarrollado una
capacidad nueva, la existencia de ésta se hace de pronto evidente a
los demás, quienes pueden así intentar a su vez desarrollarla.
Ciertas culturas, por ejemplo, desarrollan un consumado dominio de
determinadas habilidades, artes o deportes. Incluso nuestras
habilidades «naturales» tienen necesidad de ser fortalecidas. Los
seres humanos no aprenden a andar o a hablar de forma espontánea.
Los niños a los que se mantiene todo el día en su cuna en las
instituciones, sin otra cosa que hacer que mirar al techo, aprenden
a andar y a hablar muy tarde, si es que alguna vez llegan a hacerlo.
Estas capacidades, para desarrollarse correctamente, necesitan ser
liberadas a través de una interacción con otros seres humanos y con
el entorno.
Sólo podemos saber lo que el cerebro es capaz de hacer si se lo
demandamos. El repertorio genético de cualquier especie incluye un
número casi infinito de potencialidades, mayor de lo que puede
permitir cualquier único entorno o la duración de una única vida.
Tal como explicaba un especialista en genética, es como si todos
tuviéramos un gran piano en nuestro interior, pero solamente unos
pocos aprenden a tocarlo. Así como algunos individuos aprenden a
desafiar la gravedad al ejecutar determinados ejercicios
gimnásticos, o aprenden a distinguir entre varios cientos de
variedades de café, de igual forma podemos nosotros ejercitar
gimnásticamente la atención y adquirir una sensibilidad interior
sutilmente diferenciada.
Hace milenios la humanidad descubrió que podía jugar con el cerebro
para inducir en él cambios profundos de conciencia. La mente puede
aprender a mirarse a sí misma y a examinar sus propias realidades de
maneras que rara vez ocurren espontáneamente. Esos sistemas,
instrumentos de una seria exploración interior, son los que han
hecho posible la evolución consciente de la conciencia. El creciente
reconocimiento universal de semejante posibilidad y de las formas
como puede ser actualizada, constituye el mayor logro tecnológico de
nuestro tiempo.
William James, en un pasaje famoso, invitaba a sus contemporáneos a
prestar atención a tales cambios:
"La conciencia vigil normal, la conciencia racional, como la
llamamos, no es sino un tipo especial de conciencia, mientras que en
tomo a ella, separadas de ella tan sólo por una finísima pantalla,
yacen formas potenciales de conciencia enteramente diferentes.
Podemos ir por la vida sin siquiera sospechar su existencia, pero
basta aplicar los estímulos necesarios, para que al primer toque
aparezcan ahí en toda su integridad.
Ninguna descripción del universo que deje a un lado, sin
considerarlas, estas otras formas de conciencia, puede considerarse
concluyente".
Nuestras maneras de cambiar
Pueden distinguirse cuatro maneras principales de cambiar nuestras
mentes cuando reciben una información nueva y conflictiva.
-
La más
fácil, y también la más limitada, es la que podríamos llamar cambio
por excepción. El antiguo sistema de creencias permanece intacto,
pero nos autoriza a admitir un puñado de anomalías, lo mismo que un
antiguo paradigma tolera la presencia de un cierto número de
fenómenos extraños en sus zonas fronterizas, antes de que estalle su
marco dando paso a un nuevo paradigma más amplio y satisfactorio. Un
individuo que se encuentra en esta situación de cambio por excepción
puede sentir disgusto por todos los miembros de un determinado
grupo, con la excepción de uno o dos.
Puede considerar que los
fenómenos psíquicos son una estupidez, y seguir creyendo sin embargo
que los sueños de su tía abuela siempre resultaban verdaderos. Esos
casos son descartados como «la excepción que confirma la regla», en
vez de considerarlos como excepciones que desautorizan la norma.
-
El cambio paulatino sucede poco a poco, sin que el individuo se dé
cuenta de haber cambiado.
-
Está también el cambio pendular, el abandono de un sistema cerrado,
considerado como cierto, sustituyéndolo por otro al que se aferra
con la misma fuerza. El halcón se convierte en paloma, el religioso
acendrado se vuelve ateo, la persona descuidada se hace meticulosa,
y viceversa, a su vez. El cambio pendular peca al no integrar lo
bueno de lo viejo, y al no discriminar el valor de lo nuevo con
respecto a sus afirmaciones excesivas. El cambio pendular rechaza la
propia experiencia anterior, pasando de un medio saber a otro.
El cambio por excepción, el
cambio paulatino y el cambio pendular se
paran a las puertas de la transformación. El cerebro no puede
procesar una información conflictiva, a menos que sea capaz de
integrarla. Un simple ejemplo: si el cerebro es incapaz de fundir en
una sola imagen la doble visión, acabará por ignorar las señales
provenientes de uno de los ojos. Las células visuales del cerebro
correspondientes a ese ojo acabarán por atrofiarse, causando la
ceguera del mismo. De igual forma, el cerebro, al elegir entre
visiones conflictivas, reprime toda información que no encaje con
sus creencias dominantes.
A menos, por supuesto, que sea capaz de armonizar esas ideas en una
síntesis poderosa.
-
Eso es el cambio de paradigma,
la transformación.
Esa es la cuarta dimensión que supone el cambio: la nueva
perspectiva, la percepción intuitiva que permite integrar la
información en una nueva forma o estructura. Los cambios de
paradigma depuran e integran. Los cambios de paradigma intentan
curar del engaño del o "bien o mal", o del "esto o lo otro". En
muchos sentidos, se trata de un cambio de lo más provocativo, por lo
que supone de renuncia a toda certeza: es capaz de tolerar
diferentes interpretaciones desde perspectivas diferentes en
diferentes ocasiones.
El cambio por excepción afirma: «Yo tengo razón, salvo...». El
cambio paulatino dice: «Yo casi tenía razón, pero ahora tengo
razón». El cambio pendular sostiene: «Antes estaba equivocado, pero
ahora tengo razón». El cambio de paradigma dice: «Antes tenía razón
en parte, y ahora tengo razón en un parte algo mayor».
-
En el cambio
de paradigma; nos damos cuenta de que nuestras anteriores
concepciones eran sólo una parte del cuadro, y que lo que ahora
sabemos es sólo una parte de lo que sabremos más adelante. El cambio
ha dejado de ser amenazador. El cambio absorbe, ensancha, enriquece.
Lo desconocido se convierte en territorio amistoso e interesante.
Cada toma de conciencia ensancha el camino, facilitando la etapa
siguiente del viaje, la siguiente abertura.
También el cambio mismo cambia, exactamente como en la naturaleza la
evolución evoluciona de los procesos simples a los complejos. Todo
suceso nuevo altera la naturaleza de los que luego seguirán, como
sucede en el interés compuesto. El cambio de paradigma no es un
simple efecto lineal, como los diez pequeños indiecitos de la
canción de cuna, que van desapareciendo uno a uno. Es un cambio de
patrones repentino, una espiral, y a veces un cataclismo.
Si despertamos al flujo y a las alteraciones de la propia
conciencia, aumentamos el cambio. La síntesis engendra la síntesis.
El estrés y la transformación
Supuestas las circunstancias adecuadas, el cerebro humano tiene
ilimitadas posibilidades de cambiar de paradigma. Puede ordenarse y
reordenarse a sí mismo, y es capaz de integrar y trascender antiguos
conflictos. Todo lo que viene a dislocar el antiguo orden
establecido en nuestra vida es un desencadenante potencial de
transformación, de una puesta en movimiento hacia una mayor madurez,
hacia una apertura y un poderío acrecentados.
A veces, el elemento perturbador es el estrés que sigue
explicablemente a la pérdida de un trabajo, a un divorcio, una
enfermedad grave, dificultades financieras, la muerte de un
familiar, el encarcelamiento, e incluso a un éxito o una promoción
repentinos. O puede ser un estrés intelectual más sutil: una
relación estrecha con alguien cuyas opiniones difieren notoriamente
de aquellas que siempre habíamos mantenido, o un nuevo entorno, un
país extranjero, por ejemplo. El estrés personal, lo mismo que el
estrés colectivo de nuestra época, el tan debatido shock del futuro,
pueden convertirse en agentes transformadores, una vez que sabemos
cómo integrarlos. Por ironía de esta época nuestra, nostálgica de
otros tiempos más sencillos, puede ser la turbulencia de este siglo
veinte la que nos esté llevando a la eclosión de cambio y de
creatividad con que soñaban ya épocas pasadas.
La cultura entera está atravesando traumas y tensiones que están
reclamando un nuevo orden. El psiquiatra Frederic Flach, al poner de
relieve esta circunstancia histórica, citaba al novelista Samuel Butler, que en
The way of all Flesch decía:
«En ciertas vidas
tranquilas, en las que suceden pocas cosas, los cambios internos y
externos son tan pequeños que los procesos de fusión y acomodación
requieren poco o ningún esfuerzo. En otras vidas hay un gran
esfuerzo, pero en ellas el poder de fusión y acomodación es también
mayor».
Flach añade:
"Ese poder de fundirse y acomodarse al que se refería Butler es en
realidad la creatividad. Eso era en 1885. Hoy día hay cada vez menos
gente a quienes sus vidas les parecen tranquilas o que les suceden
pocas cosas. Los cambios tienen lugar a un ritmo acelerado y afectan
a todo el mundo de algún modo. En un mundo en el que las tensiones
personales y culturales, son crecientemente complejas, no podemos
permitirnos seguir usando nuestras habilidades creativas sólo para
resolver aquí y ahora problemas específicos. Nuestra salud física y
mental exige que aprendamos a llevar una vida genuinamente
creativa".
Nos sentimos turbados por muchas cosas que no conseguimos hacer
encajar, por las mil paradojas de la vida cotidiana. El trabajo
debería, ante todo, tener algún sentido, y debería estar bien
remunerado. Los niños deberían ser libres, y también deberían ser
controlados. Nos sentimos desgarrados entre lo que los otros quieren
de nosotros y lo que nosotros querríamos para nosotros mismos.
Queremos ser compasivos, pero honestos. Queremos tener seguridad,
pero queremos ser espontáneos.
El estrés, el dolor, las paradojas, los conflictos, las prioridades
opuestas, todos llevan en sí mismos sus propios remedios, si sabemos
prestarles toda la atención que requieren. Cuando tratamos nuestras
tensiones de forma indirecta, cuando intentamos ahogarlas o
vacilamos ante ellas, vivimos de forma indirecta. Nos escabullimos
de la transformación.
La vía del escape
Al nivel de la conciencia ordinaria, negamos el dolor y la paradoja.
Les administramos Valium, les atontamos con alcohol, o les
distraemos con la televisión. Negar es una forma de vivir. Dicho de
manera más precisa, es un modo de disminuir la vida, de hacerla
parecer más soportable. La negación es la alternativa de la
transformación. Negación personal, negación mutua, negación
colectiva. Negación de hechos y de sentimientos. Negación de la
propia experiencia, olvido voluntario de lo que vemos y oímos.
Negación de la propia capacidad. Los políticos niegan los problemas,
los padres niegan su vulnerabilidad, los maestros niegan sus
proclividades, los niños niegan sus intenciones. Por encima de todo,
negamos lo que sabemos está en nuestro corazón.
Estamos presos entre dos mecanismos evolutivos diferentes: la
negación y la transformación. Hemos evolucionado, gracias a la
capacidad de reprimir el dolor y de excluir por filtrado la
información periférica. Ambas son estrategias muy útiles a corto
plazo, que permitían a nuestros antepasados apartar a un lado
estímulos que podían resultar excesivos en una situación de
emergencia, en que, estimulados por el síndrome de lucha o huida,
tenían que enfrentarse a un peligro físico.
La capacidad de negación es un ejemplo de la miopía de que puede a
veces adolecer nuestro cuerpo. Algunas respuestas corporales
automáticas son, a la larga, más fuente de daño que de ayuda.
La
formación de tejido cicatrizado, por ejemplo, impide que puedan
reconectarse los nervios en la médula después de un accidente. En
muchas heridas, la hinchazón resulta más dañina que el trauma
original. Y más que los virus en sí, nos pone enfermos la histérica
reacción excesiva de nuestro cuerpo frente a ellos.
La capacidad que tenemos para bloquear la propia experiencia
constituye una vía muerta evolutiva. En vez de experimentar y
transformar el dolor, el conflicto y el miedo, solemos desviarlos o
suavizarlos movidos por una especie de hipnosis involuntaria. A lo
largo de la vida, se van acumulando dosis crecientes de estrés. Al
no darle salida, la conciencia se estrecha. La claridad se estruja
hasta quedar convertida en un delgado rayo de luz salido de un
proyector. Perdemos la vívida percepción de los colores, la
sensibilidad a los sonidos, la visión periférica, la sensibilidad
hacia los otros y la intensidad emocional. El espectro de la
conciencia se estrecha cada vez más.
La verdadera alienación de nuestro tiempo no es con respecto a la
sociedad, sino con respecto al propio ser. ¿Quién puede saber dónde
empieza? Tal vez en nuestros primeros años, cuando un adulto, con
toda amabilidad, trató de distraernos con un chiste o con un dulce
de la rozadura que acabábamos de hacernos en una rodilla.
Ciertamente la cultura no favorece el hábito de experimentar a fondo
las propias experiencias. Pero quizá la negación habría hecho su
aparición en cualquier caso, dada la habilidad que tenemos para
enmascarar todo aquello que nos duele, aun a costa de una
disminución de la conciencia.
Escapar es una solución a corto plazo, como la aspirina. El escape
se decanta en favor de una sorda molestia crónica, en vez de una
breve y aguda confrontación. Su coste es la flexibilidad; toda la
amplia gama de movimiento de la conciencia entra en espasmo, igual
que un brazo o una pierna contraídos por efecto de un dolor crónico.
La negación, aunque constituya una respuesta humana y natural, exige
el pago de un precio terrible. Es como si nos hubiéramos instalado a
vivir en la antesala de la propia vida. Y, al final, no funciona.
Una parte del ser siente agudamente todo el dolor reprimido.
La mayoría de los psicólogos ha usado durante un siglo un modelo
burocrático de la mente: la mente consciente, como capitán en la
cima; el Subconsciente, como un lugarteniente poco fiable; y el
Inconsciente mucho más abajo, como un pelotón indisciplinado de
energías eróticas, arquetipos y curiosidades. Produce desconcierto
entonces, enterarse de que una instancia co-consciente ha estado
operando todo el tiempo a nuestro lado, una dimensión de conciencia
a la que Ernest Hilgard, psicólogo de Stanford, ha dado el nombre de
Observador Oculto. Experimentos de laboratorio realizados en Stanford han demostrado que el dolor y otros estímulos, que no
pueden recordar los sujetos hipnotizados, pueden ser reconocidos por
otra parte de su ser. Esta instancia consciente está siempre
presente, está siempre sintiendo en plenitud.
Y se la puede
solicitar muy fácilmente, según han demostrado los experimentos de Hilgard. Por ejemplo, una mujer hipnotizada, con una mano inmersa en
agua helada, informaba en todo momento, en una escala de dolor de 0
a 10, que el dolor que sentía en esa mano era 0. Pero la otra mano,
provista de lápiz y papel, iba informando del aumento de la
sensación de dolor: «0..., 2..., 4..., 7...» Otros sujetos daban
informes verbales contradictorios, dependiendo de a que «yo» se
dirigía el hipnotizador.
Todas las experiencias y emociones negadas resuenan incesantemente,
como discos rayados, en la otra mitad del ser. Para mantener toda
esta información circulando fuera del ámbito de la conciencia
ordinaria, se requiere dedicar una cantidad impresionante de
energía. No es de extrañar si sentimos malestar, si nos sentimos
fatigados, alienados.
Dos estrategias fundamentales están a nuestro alcance: la vía del
escape y la vía de la atención.
En su diario, escrito en 1918, Hermann Hesse recordaba un sueño en
el que oía dos voces distintas. La primera le invitaba a buscar
fuerzas para superar el sufrimiento, para encontrar la calma. Sonaba
como si fuese la voz de los padres, del colegio, de Kant o de los
curas. Pero la segunda voz, que venía de más lejos, a modo de «causa
primordial», decía que el sufrimiento solamente duele porque lo
tememos, porque nos quejamos de él, porque lo huimos.
"Sabes muy bien, en el fondo de ti mismo, que no hay más magia, ni
más poder, ni más salvación... que lo que llamarnos amor. Pues bien,
entonces ama tu sufrimiento. No le opongas resistencia, no le huyas.
Entrégate a él. Solamente te duele a causa de la aversión que le
tienes, sólo por eso".
El dolor es la aversión; la magia curativa es la atención.
Si le prestamos suficiente atención, el dolor puede dar respuesta a
nuestras más cruciales preguntas, incluso sin haber llegado a
formulárnoslas. La única forma de salir del sufrimiento es pasando a
través de él. Como dice un antiguo texto sánscrito:
«No intentes
esquivar el dolor, pretendiendo que no es real. Si buscas la
serenidad en la unidad, el dolor se desvanecerá por sí mismo».
Conflicto, dolor, tensiones, miedos, paradojas... son otras tantas
transformaciones que intentan salir a la luz. El proceso
transformativo comienza desde el momento que decidimos afrontarlos.
Quienes descubren este fenómeno, sea por azar o como resultado de
una búsqueda personal, poco a poco llegan a darse cuenta que la
recompensa bien merece el miedo a una vida no anestesiada. La
resolución del conflicto o del dolor, la sensación de liberación que
ello produce, facilita el afrontamiento de crisis y paradojas
sucesivas.
La vía de la atención
Tenemos capacidad biológica para negar el estrés, o bien para
transformarlo prestándole atención. Descubrimientos recientes sobre
el cerebro nos ayudan a comprender los aspectos tanto psicológicos
como fisiológicos de ambas opciones, y como es que la vía de la
atención supone una elección deliberada.
Los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro están en continua
interacción, pero cada uno de ellos tiene también ciertas funciones
que le son propias. Estas funciones especializadas de los
hemisferios fueron observadas por primera vez al estudiar los
efectos de traumatismos que afectaban solamente a uno u otro lado
del cerebro. Más tarde, se elaboraron técnicas más sofisticadas para
detectar las diferencias.
Por ejemplo, se proyectaban
simultáneamente imágenes diferentes sobre los campos visuales
izquierdo y derecho, o se hacía escuchar tonos diferentes al mismo
tiempo en la oreja derecha y en la izquierda. También el examen postmortem del cerebro mostró sutiles diferencias entre ambos lados.
Asimismo la investigación ha encontrado que determinadas células
cerebrales que producen ciertas sustancias químicas están más
concentradas en un lado del cerebro que en el otro.
Los hemisferios pueden operar de forma independiente, como dos
centros separados de conciencia. Durante los años sesenta y setenta,
esto pudo comprobarse dramáticamente en los veinticinco pacientes
que en todo el mundo sufrieron una intervención quirúrgica de
«división cerebral» como medio de tratamiento de la epilepsia
severa. La operación consistía en seccionar las conexiones entre
ambos hemisferios, con la esperanza de confinar los ataques a un
único lado.
Tras recobrarse de la operación, los sujetos con el
cerebro dividido, que parecían estar bastante normales, eran
sometidos a una serie de tests para determinar si había o no en
ellos una dualidad de experiencias conscientes, y para observar las
distintas funciones de cada hemisferio. ¿Qué tareas podía realizar
cada una de estas mitades del ser? ¿Qué tipo de experiencias serían
capaces de describir?
De hecho, los pacientes con el cerebro
seccionado dieron pruebas de poseer dos mentes, capaces de funcionar
con independencia mutua. A veces, la mano izquierda no sabía,
literalmente, lo que hacía la mano derecha. Por ejemplo, un paciente
al que se ha dividido el cerebro es incapaz de decir al
experimentador el nombre de un objeto que sólo es conocido por el
hemisferio derecho, que es mudo 2.
El sujeto afirma no saber de qué
objeto se trata, aunque su mano izquierda (controlada por el lado
derecho del cerebro) puede localizarlo entre un montón de objetos
situados fuera del alcance visual. Si un paciente con el cerebro
dividido intenta copiar formas simples con su mano derecha
(controlada por el lado izquierdo del cerebro, incapaz de comprender
relaciones espaciales), la mano izquierda puede echarle una mano
para finalizar la tarea.
Tenemos tendencia a identificar el «yo» con el cerebro verbal
izquierdo y con sus operaciones, es decir con la parte de nosotros
mismos que es capaz de hablar de sus experiencias y analizarlas. El
control del discurso hablado corresponde esencialmente al hemisferio
izquierdo. También le corresponde sumar, restar, relacionar, medir,
compartimentalizar, organizar, nombrar, clasificar, y consultar el
reloj. El hemisferio derecho, aunque tiene escaso control sobre los
mecanismos del lenguaje, es capaz de entenderlo de algún modo, y es
además el encargado de investirlo de inflexiones emocionales. Cuando
resulta dañada una cierta porción del hemisferio derecho, el
lenguaje se vuelve monocorde y descolorido. El hemisferio derecho es
más musical y sexual que el izquierdo. Piensa en imágenes, ve
conjuntos, detecta pautas y patrones. Acusa el dolor con más
intensidad que el izquierdo.
Usando la expresión de McLuhan, el cerebro derecho «sintoniza» la
información, y el izquierdo la "encaja". El izquierdo se ocupa del
pasado, comparando la experiencia de cada momento con experiencias
anteriores, tratando de categorizarla; el hemisferio derecho se
responsabiliza de lo nuevo, de lo desconocido. El izquierdo opera
sacando fotos; el derecho contempla películas. El cerebro derecho es
capaz de completar imágenes visuales incompletas, es decir puede
identificar una forma sugerida apenas por unas pocas líneas.
Mentalmente conecta los puntos, desvelando el patrón oculto. Como
dirían los psicólogos, el cerebro derecho completa la gestalt. Es
globalizador, holístico.
Detectar tendencias y patrones es una habilidad fundamental. Cuanto
más capaces seamos de obtener una imagen precisa a partir de una
información mínima, tanto mejor equipados estaremos para sobrevivir.
Usamos esa habilidad de detectar patrones visuales en muchas
situaciones de la vida corriente, como cuando leemos un mensaje
escrito a mano en que las letras están parcialmente deformadas. La
habilidad de entresacar patrones o pautas a partir de una
información limitada explica el éxito de algunos políticos y
comerciantes, especialmente dotados para detectar tendencias que se
esbozan; también faculta al médico para diagnosticar una enfermedad,
o permite al terapeuta apreciar una pauta insana en una persona o en
una familia.
El hemisferio derecho está profusamente conectado con el antiguo
cerebro límbico, conocido como cerebro emocional. Las misteriosas
estructuras límbicas tienen que ver con los procesos de memoria, y
cuando se les estimula eléctricamente, se producen muchos fenómenos
de alteración de los estados de conciencia. En el sentido clásico de
«mente y corazón», puede decirse que este compuesto hemisferio
derecho-circuito límbico es el cerebro-corazón. Si decimos, por
ejemplo, «el corazón tiene sus razones», nos estamos refiriendo a la
respuesta, en términos de sentimientos profundos que ha sido
procesada por «el otro lado del cerebro».
Por razones tanto culturales como biológicas, en la mayoría de
nosotros la conciencia parece estar dominada por el cerebro
izquierdo. Los investigadores informan que, en algunos casos, el
cerebro izquierdo puede incluso asumir tareas que de suyo son
propias del hemisferio derecho. Limitamos de hecho buena parte
nuestro potencial consciente a la simple función cerebral
consistente en reducir las cosas a sus elementos componentes. Y
saboteamos con ello la pura estrategia de detección de sentido que
poseemos, porque el cerebro izquierdo, habituado como está a cortar
todo conflicto que pueda provenir del derecho, se priva también con
ello de la habilidad de éste para detectar pautas y patrones y ver
el conjunto.
Sin necesidad de bisturí, nos hacemos a nosotros mismos
una operación de división del cerebro. Aislamos uno de otro la mente
y el corazón. Cortado de la fantasía, los sueños, las intuiciones y
los procesos holísticos del cerebro derecho, el izquierdo se vuelve
estéril. Y el cerebro derecho, al no integrarse con las facultades
organizadoras de su compañero, se ve condenado a reciclar
inútilmente una y otra vez su propia carga emocional.
Los
sentimientos, dañados, pueden degenerar, en perjuicio del individuo,
en fatiga, enfermedad, neurosis, una difusa sensación de que algo
anda mal, de que algo falta, una especie de nostalgia cósmica, en
una palabra. Esa fragmentación hace que se resienta nuestra salud y
nuestra capacidad de intimidad. Como veremos en el capítulo 9,
también hace que se resienta nuestra capacidad de aprendizaje, de
creación, de innovación.
Conocer y nombrar
La materia prima de la transformación humana está en torno y dentro
de nosotros, omnipresente e invisible como el oxígeno. Nadamos en un
mar de conocimientos que no reconocemos, al venir mediatizados por
el campo del cerebro que es incapaz de dar nombre a lo que sabe.
Existen técnicas capaces de ayudarnos a poner nombre a todos
nuestros sueños y pesadillas. Están diseñadas especialmente para
volver a abrir al tráfico el puente que separa la derecha de la
izquierda, y para aumentar en el cerebro izquierdo la conciencia
respecto de su correlato. La meditación, el canto y técnicas
similares aumentan la coherencia y armonía de las frecuencias
cerebrales; introducen una mayor sincronía entre los hemisferios, lo
que sugiere un orden más elevado de funcionamiento.
En ocasiones, el
nuevo orden parece reclutar un número creciente de células
nerviosas, hasta que todas las regiones del cerebro parecen latir al
unísono, como por efecto de una coreografía o una orquestación. Las
frecuencias cerebrales de uno y otro lado, generalmente
asincrónicas, comienzan a marchar de la mano y al mismo paso.
Incluso la actividad eléctrica cerebral de las estructuras más
antiguas del cerebro pueden mostrar también una inesperada sincronía
con el neocórtex.
Un ejemplo de estas técnicas, desarrollado por Eugene Gendlin,
psicólogo de la Universidad de Chicago, consiste en enfocar la
atención. La gente que usa esta técnica aprende a sentarse
tranquilamente, dejando que brote el sentimiento o el «aura» anejo a
un tema particular. De hecho, le piden que se manifieste y se
identifique. Normalmente, después de medio minuto o cosa así, acude
a la mente una palabra o una frase. Si es lo que corresponde, el
cuerpo responde infaliblemente.
Gendlin lo describe así:
"Según afluyen esas palabras extrañas, uno percibe una sensación
aguda, como de alivio, o de cambio, antes de poder decir, por lo
general, en qué consiste ese cambio. A veces, esas palabras no son
en sí mismas especialmente impresionantes o nuevas, pero son
justamente esas palabras, y no otras, las que producen el efecto
experimental".3
La investigación demuestra que esas «sensaciones de cambio» van
acompañadas de un cambio pronunciado de los armónicos de las ondas
cerebrales. Una pauta específica y compleja parece correlacionarse
con esa experiencia intuitiva. La actividad del cerebro se integra a
un nivel superior. Y cuando alguien anuncia que se siente
«atascado», puede detectarse el colapso de esos mismos armónicos en
el EEG.
Todo aquello que alza las barreras, permitiendo emerger material no
reconocido, es transformador. El reconocimiento, literalmente,
«volver a conocer», tiene lugar cuando el cerebro analítico, con su
poder de nombrar y clasificar, admite con plena conciencia la
sabiduría de su otra mitad.
La parte organizativa del cerebro sólo puede comprender lo que
encaja en su marco anterior de conocimientos. El lenguaje trae a la
luz de la plena conciencia lo extraño, lo desconocido, y decimos
«por supuesto... ». En la filosofía griega, el logos (la «palabra»)
era el principio divino de ordenación, capaz de encajar lo nuevo o
extraño en el esquema general de las cosas. Siempre que damos un
nombre a las cosas, estructuramos la conciencia. Mirando a la gran
transformación social que se aproxima, podemos observar una y otra
vez que nuevos nombres despiertan nuevas perspectivas: nacimiento
sin violencia, simplicidad voluntaria, tecnología apropiada, cambio
de paradigma.
El lenguaje rescata del limbo lo desconocido, expresándolo de tal
modo que todo el cerebro pueda entenderlo. Los cantos, los mantras,
la poesía y las palabras sagradas secretas son otros tantos puentes
tendidos entre ambos cerebros. El artista se enfrenta a una forma,
decía una vez Martín Buber:
«Si acierta a conferir la palabra
primordial, sacada de su interior, a la forma que aparece, entonces
la corriente de poder fluye eficazmente y la obra surge».
Dada la complejidad del cerebro, pueden transcurrir generaciones
antes de que la ciencia llegue a comprender los procesos que nos
permiten saber sin saber que sabemos. Pero no importa; lo que cuenta
es que hay algo dentro de nosotros que es más sabio y está mejor
informado que nuestra conciencia ordinaria. Y si tenemos un aliado
semejante en nuestro propio interior, ¿por qué empeñarnos en caminar
en solitario?
Descubrir el centro
La unión de las dos mentes crea algo nuevo. Conocer con todo el
cerebro va mucho más allá que la suma de sus partes, y es algo
diferente de una y otra. Según John Middleton Murry, crítico
literario británico, la reconciliación de mente y corazón es «el
misterio central de toda religión elevada». En los años cuarenta,
Murry escribía que un número creciente de hombres y mujeres, a
través de la fusión del intelecto y la emoción, se estaban
convirtiendo en una «nueva especie de ser humano».
La mayoría de la
gente, decía, huye del conflicto interior, y se refugia en la fe, en
la actividad o en la negación.
"Pero siempre había algunos en quienes estos opiáceos se negaban a
funcionar... Su mente y su corazón insistían cada uno por su lado en
sus derechos, sin poder llegar a reconciliarse. En el centro de su
ser se instalaba un punto muerto, que los llevaba paulatinamente a
un estado de aislamiento, abandono y desesperación. Su división
interior era completa.
Surgía entonces, de esa división extremada y absoluta, una repentina
unidad, que creaba en ellos una nueva especie de conciencia. La
mente y el corazón, hasta entonces enemigos irreconciliables,
quedaban unidas en el alma, que podía amar cuanto conocía. La
división interior quedaba curada."
Murry llamaba alma a este nuevo saber.4 A través de los siglos, los
relatos de experiencias trascendentes lo describen a menudo como un
«centro» misterioso, como penetrar en un reino central y
desconocido.5 Este centro trascendente se encuentra en el acervo de
todas las culturas, representado en mandalas, en la alquimia, en la
cámara real de las pirámides («un fuego en el medio»), en el sancta
sanctorum (el santo de los santos).
«Nosotros nos sentamos en un
círculo y suponemos, escribía Robert Frost, pero el Secreto se
sienta en el medio y sabe.»
Escapar de la prisión de las dos mentes, tarea específica de la
transformación, es el gran tema que atraviesa las novelas de Hesse:
El lobo estepario, Narciso y Goldmundo, El juego de abalorios,
Demian y Siddharta. En 1921 confesaba su esperanza de que la ola de
espiritualidad proveniente de la India pudiera aportar a la cultura
occidental «un correctivo refrescante emanado del polo opuesto». Los
europeos, desdichados en medio de un clima intelectual super
especializado, no se estaban volviendo tanto a Buda o a Lao Tse,
decía, cuanto hacia la meditación,
«técnica cuyo más alto resultado
es la pura armonía, en una cooperación igual y simultánea del
pensamiento lógico y el intuitivo».
Mientras Oriente contempla el
bosque, Occidente se dedica a contar los árboles. No obstante, la
aspiración a la plenitud resurge como tema mítico en todas las
culturas. Todas aspiran al todo, y muchas de ellas trascienden la
división.
El poder del verdadero centro es con toda probabilidad el
instrumento de sabiduría humana más frecuentemente relegado. Es como
un mismo mensaje que arriba a la playa una y otra vez, sin que nadie
rompa la botella y, menos aún, descifre la clave. Ciertamente, como
decía Hesse, muchos profesores alemanes temían nerviosos que la
intelectualidad occidental pudiera ahogarse en medio de un diluvio
budista. «Pero Occidente, comentaba secamente, no se va a ahogar.»
De hecho, a todos los efectos, Occidente no ha hecho sino comenzar a
percatarse, hace bien poco tiempo, de las botellas que siguen
meciéndose en la orilla y de las mareas que las han arrastrado hasta
aquí.
Al enumerar la diversidad de caminos espirituales, Aldous Huxley
recomendaba «la puerta central», por encima de los caminos puramente
intelectuales o puramente prácticos. «El mejor de ambos mundos... el
mejor de todos los mundos». No se trata tanto de sustituir, señalaba
recientemente un pensador oriental, cuanto de equilibrar.
El atractivo de la nueva perspectiva no puede mantenerse por un
período indefinido. Inevitablemente, y con frecuencia, el individuo
recae en sus antiguas posiciones, en sus viejas polaridades, en sus
viejas maneras. En Mount Analog, René Daumal describía así el salto
atrás:
"No puedes permanecer en la cima para siempre; tienes que descender
de nuevo. De modo que, primeramente, ¿Para qué preocuparse? Sólo
esto: lo que está arriba conoce a lo que está debajo, pero lo que
está debajo no conoce lo que está arriba.
Uno trepa, uno ve, uno desciende; uno ya no ve, pero uno ha visto".
Existe el arte de orientarse en las regiones bajas con el recuerdo
de lo que uno vio allá arriba:
«Cuando uno ya no puede ver, puede
uno al menos todavía saber».
Como veremos en el próximo capítulo, vivimos de lo que hemos visto.
1. Intuere, en latín, significa mirar, ver. En inglés, insight;
sight significa vista. (N. del T.)
2. Estas funciones están invertidas en mucha gente, particularmente
en muchos zurdos. Es decir, el lenguaje reside en el hemisferio
derecho más que en el izquierdo, la comprensión espacial en el
izquierdo con más frecuencia que en el derecho, etcétera.
3. Un ejemplo de sensación de cambio: sales de viaje con esa
sensación molesta y conocida de que estás olvidando algo. Sentado en
el avión, te pones a repasar las posibilidades. Puede que te
acuerdes de algo que realmente has olvidado, pero no se produce la
sensación de alivio; tú sabes que no es eso. Cuando lo que es acude
a la mente, hay un súbito reconocimiento, un cambio tangible, la
certeza de que era eso lo que te estaba inquietando.
4. Nikos Kazantzakis hablaba de armonizar y modular «las dos fuerzas
opuestas del cerebro». Desde una cumbre trascendente, decía, puede
contemplarse la batalla del cerebro; necesitamos situar cada una de
las células del cerebro, porque ahí es donde Dios está encarcelado,
«tratando, intentando, martilleando para abrir una puerta en la
fortaleza de la materia».
5. Charles Lindberg, al describir una experiencia mística
extraordinaria que tuvo durante su famoso vuelo, decía que se sentía
«cogido en el campo gravitacional formado por dos planetas».
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