V. EL MODELO
DE TRANSFORMACIÓN
NORTEAMERICANO
En nuestra mano está comenzar el mundo de nuevo.
THOMAS PAINE
Common Sense (1776)
Aunque veladamente, es trasunto de la tierra celestial
WILLIAM BLAKE
America (1817)
El día 4 de octubre de 1976 millones de norteamericanos, unidos ante
la televisión, tuvieron una experiencia cumbre colectiva, mientras
contemplaban a una flota de airosos veleros deslizarse serenamente
por el puerto de Nueva York. Muchos se sintieron conmovidos por una
indefinible sensación de armonía y esperanza, al participar por unas
pocas horas en la visión y en las promesas tempranas de su nación,
restos de aquel sueño de unidad, de oportunidades y de servicio a la
«santa causa de la libertad», como Jefferson la llamó.
Durante aquel verano, la prensa europea no dejó de resaltar la
importancia de la «experiencia norteamericana», en palabras del
London Sunday Telegraph. De no haber alcanzado el éxito, «la idea de
la libertad individual no habría sobrevivido al siglo veinte».
En Zurich, el Neu Zürcher Zeitung decía:
«El bicentenario
norteamericano celebra el éxito del mayor suceso histórico de la
historia moderna. El faro alumbrado en 1976, vuelto a encender y
robustecido de nuevo de muchas maneras entre las que la autocrítica
puritana no fue la menos importante, ha durado hasta hoy».
El Dagens
Nyheter de Estocolmo observaba que los norteamericanos no están
ligados entre sí por lazos sociales o culturales, familiares o de
lenguaje, cuanto por el sueño norteamericano en cuanto tal.
Pero, debemos preguntarnos, el sueño norteamericano ¿de quiénes?
Porque ese sueño es como un camaleón. Ha cambiado una y otra vez.
Para los primeros inmigrantes, América era un continente por
explorar y por explotar, un puerto para los considerados indeseables
y para los disidentes un nuevo comienzo. Gradualmente, el sueño fue
convirtiéndose en una imagen ascética e idealizada de la democracia,
en correspondencia con una inveterada esperanza de justicia y
autogobierno. Pero rápidamente, demasiado rápidamente, ese sueño se
metamorfoseó en una visión expansionista, materialista, nacionalista
e incluso imperialista, de riqueza y de dominación; de paternalismo,
por un destino manifiesto. Y sin embargo, incluso entonces, no
faltaba el polo opuesto de la visión transcendentalista: dignidad,
riqueza espiritual, el despliegue de las dotes individuales.
También ha habido sueños populistas, en los que un gobierno
norteamericano benevolente consigue una igualdad duradera entre la
gente por medio de la redistribución de la riqueza y las
oportunidades. Hay asimismo sueños de rudo individualismo. E ideales
de fraternidad extendida de mar a mar.
El sueño de la Conspiración de Acuario en Estados Unidos, como el de
los padres fundadores y el de los transcendentalistas
norteamericanos de mediados del siglo pasado, es crear una
estructura favorable a una expansión no materialista: autonomía,
despertar, creatividad, y reconciliación.
Como veremos, el sueño norteamericano ha tenido siempre dos
«cuerpos». Uno, el sueño de lo tangible, centrado en la consecución
de bienestar material y de libertades prácticas cotidianas. El otro,
a la manera de un cuerpo etérico coextenso al sueño material,
persigue la liberación psicológica, meta a la vez más esencial y más
escurridiza. Los partidarios de este último sueño han provenido casi
siempre de las clases sociales acomodadas. Alcanzado el primer nivel
de libertad, ansían el segundo.
El sueño original
Hemos olvidado hasta qué punto aquel sueño original era radical,
hasta qué punto fueron realmente audaces los fundadores de la
democracia. Ellos sabían que estaban configurando una forma de
gobierno que suponía un reto a todos los presupuestos de la
aristocracia y a todas las estructuras del pesado aparato de poder
de la historia occidental.
Los revolucionarios echaron mano de todos los medios de comunicación
a su alcance. Mantenían relacionadas sus propias redes a base de un
infatigable intercambio epistolar. Jefferson llegó a diseñar un
instrumento con cinco plumas unidas entre si, con objeto de escribir
simultáneamente varias copias de sus cartas. Esparcían las nuevas
ideas por medio de panfletos, semanarios, campañas, almanaques y
sermones. Como señala el historiador James McGregor Burns,
formularon también sus protestas en forma de apelaciones al rey
«enviadas por barco a través del Atlántico después de una
conveniente publicidad doméstica en sus propios pueblos».
Casi nadie confiaba en el éxito del levantamiento norteamericano.
Millares de colonos emigraron al Canadá o se escondieron en los
bosques, seguros de que los ejércitos reales dejarían hechos trizas
a los regimientos coloniales. Ni tampoco la lucha por la
independencia contaba con la mayoría de la población, ni siquiera
teóricamente. Los historiadores estiman que alrededor de un tercio
apoyaba la independencia, otro tercio era partidario de mantener los
lazos británicos, y el otro tercio era indiferente.
«La guerra norteamericana ha terminado», escribí a
Benjamin Rush en
1787, «pero no sucede en absoluto lo mismo con la revolución
norteamericana. Por el contrario, apenas si ha terminado el primer
acto del gran drama. »
La revolución no sólo continuaba, como decía Rush; había precedido a la confrontación militar.
«La guerra no
formó parte de la revolución, reflexionaba John Adams en 1815, antes
fue solamente efecto y consecuencia de ella. »
La revolución estaba
ya en la mente del pueblo. Ese cambio radical en los principios,
opiniones, sentimientos y afectos del pueblo fue la verdadera
revolución norteamericana. Mucho antes de que sonara el primer
disparo, la revolución había comenzado. Mucho después de declararse
el armisticio, seguía trastocando las vidas.
Aunque rara vez se menciona en las historias de la revolución
norteamericana, muchos de los principales revolucionarios provenían
de una tradición de fraternidad mística. A excepción de unas pocas
huellas, como los símbolos que figuran en el reverso del Sello
Oficial de la nación y en los billetes de banco, queda poca
evidencia de ese influjo esotérico (Rosacruces, masones, tradición
hermética).1
Ese sentimiento de fraternidad y de liberación espiritual jugó un
importante papel en el ardor de los revolucionarios y en su empeño
por establecer la democracia. «Comienza un nuevo orden de cosas»,
dice el reverso del Sello Oficial, y los revolucionarios lo decían
de veras. La experiencia norteamericana fue conscientemente
concebida como un paso trascendental en la evolución de la especie.
Thomas Paine, en un panfleto inflamatorio llamado Common Sense,
afirmaba: «La causa de América es en gran medida la causa de toda la
humanidad».
Los transcendentalistas: el sueño se extiende
A principios y mediados del siglo diecinueve los transcendentalistas
reafirmaron y corroboraron ese segundo sueño. Como veremos en el
capítulo 7, repudiaron la autoridad tradicional en favor de la
autoridad interna. Autonomía quería decir para ellos «confianza en
sí». Veían el transcendentalismo como una secuencia lógica de la
revolución norteamericana; consideraban la liberación espiritual
como la contrapartida de las libertades garantizadas por la
Constitución de los Estados Unidos. La autonomía individual era para
ellos más importante que la lealtad a cualquier gobierno. Si la
conciencia no estaba de acuerdo con la ley, la desobediencia civil
era procedente, según Thoreau.
Los transcendentalistas, con sus «nuevas ideas», constituían una
supuesta amenaza para el antiguo orden de cosas; pero las ideas no
eran nuevas. Lo nuevo era el propósito de aplicarlas a la sociedad.
Los transcendentalistas eclécticos habían bebido no sólo en las
tradiciones cuákera y puritana, sino también en los filósofos
griegos y alemanes y en las religiones orientales. Aunque se les
reprochaba su desprecio por la historia, respondían que la humanidad
podía liberarse de la historia.
Pusieron en tela de juicio las concepciones de la época en todos los
dominios: religión, filosofía, ciencia, economía, arte, educación y
política. Se anticiparon a muchos de los movimientos surgidos en el
siglo veinte. Como el movimiento del potencial humano de los años
sesenta, los transcendentalistas mantenían que la mayoría de la
gente no había comenzado aún a alumbrar sus propias capacidades
naturales, ni había descubierto su unicidad ni su propio filón
creativo. Emerson decía: «Limítate a hacer lo tuyo, y te conoceré».
Toleraban entre sus miembros la diversidad y las diferencias de
opinión, seguros de que la unanimidad no era posible ni deseable.
Sabían que cada uno ve el mundo con sus propios ojos, con su propia
perspectiva. Mucho antes que Einstein, creían en la relatividad de
cualquier observación. Buscaban compañeros, no discípulos. La tarea
de Emerson era abrir puertas a los que vinieran después.
Creían en la continuidad entre mente y materia. En contraste con las
ideas mecanicistas newtonianas que prevalecían en su época, veían al
universo como algo orgánico, abierto, evolutivo. Según ellos, la
forma y el sentido podían descubrirse en el flujo universal apelando
a la intuición, a la «razón trascendental». Más de un siglo antes de
que la ciencia neurológica confirmase el modo holístico de procesar
datos que tiene el cerebro, los transcendentalistas describían
percepciones súbitas y una forma de conocimiento simultáneo.
Generaciones antes que Freud, reconocían la existencia del
inconsciente. «Yacemos en el seno de una inteligencia inmensa»,
decía Emerson. Pero no rechazaban el conocimiento intelectual;
creían en la complementariedad de razón e intuición, en su mutua
capacidad de enriquecimiento. Vivir despierto en «el ahora que nos
envuelve» exigía funcionar con ambas facultades. (Emerson dijo una
vez: «Cada día es el Día del Juicio».)
Para los transcendentalistas, la reforma interior debía preceder a
la reforma social; no obstante, promovían campañas en favor del
sufragio universal, del pacifismo, o en contra de la esclavitud. Y
fueron innovadores sociales, que fundaron una comunidad cooperativa
y un colectivo de artistas. Para ayudarse a sí mismos y como medio
de difusión de sus ideas en círculos más amplios, ayudaron a lanzar
el movimiento de Liceos, viajando por todo el país, dando lo que
podría ser una temprana versión de ciclos de conferencias, a fin de
ensayar sus ideas en entornos diversos.
Su periódico, The Dial,
editado por Margaret Fuller y más tarde por Emerson (ayudado por
Thoreau), ejerció un impacto superior a su pequeña tirada de un
millar de ejemplares, de modo semejante a como los mismos
transcendentalistas tuvieron un influjo totalmente desproporcionado
a su número.
Antes de que surgiera la guerra civil, el transcendentalismo había
alcanzado las proporciones de un movimiento nacional de base
generalizado. Al parecer, muchos norteamericanos de la época se
sentían atraídos por una filosofía que ponía el acento en la
búsqueda interior de sentido. Aunque el movimiento
transcendentalista fue superado por el materialismo de finales del
siglo diecinueve, empalma con la gran corriente de la filosofía
mundial, inspirando a gigantes literarios como Whitman y Melville, y
alimentando a generaciones de reformadores sociales.
La transformación, un sueño norteamericano
El historiador Daniel Boorstin decía de Estados Unidos:
«Desde el comienzo hemos sido la Tierra de lo Distinto».
Nada hay en
nosotros más instintivo, nada nos ha hecho más indoeuropeos, que
nuestra falta de fe en las viejas y bien documentadas
imposibilidades».
Hay una especie de inocencia dinámica en la idea
norteamericana de que quien realmente se empeña puede vencer al azar
y a los elementos. Los norteamericanos tienen poco apego a la idea
de permanecer quietos en alguna parte. El mito de la transcendencia
viene perpetuado por todo un panteón de exploradores de lo
desconocido, exploradores de la luna, de nuevos récords en todos los
campos posibles, de figuras heroicas como Helen Keller y «Lucky»
Lindberg.
El carácter norteamericano, que lleva incorporado el sueño de la
renovación, ofrece un suelo fértil a la noción de transformación.
Cuando un psicólogo de Stanford, Alex Inkeles, comparó los rasgos
característicos de los norteamericanos con los de los europeos,
sobre la base de los resultados de una encuesta efectuada en 1971,
comparando luego los rasgos norteamericanos más pronunciados con los
observados en la cultura de hace doscientos años, encontró una
sorprendente continuidad en diez de esos rasgos.
2
Los norteamericanos se sienten desusadamente orgullosos de sus
libertades y de su constitución, orgullo que impresionó, a la vez
que irritó a Tocqueville, con ocasión de su visita a la nueva
república. Los norteamericanos manifiestan una mayor confianza en sí
mismos que los europeos. Como decía Inkeles, están más dispuestos
que los europeos a echarse las culpas por lo que no funciona bien.
Creen firmemente en el voluntariado, y son propensos a «unirse». Son
confiados, piensan que pueden cambiar el mundo, creen que el
esfuerzo atrae al éxito, son innovadores y abiertos. La encuesta
demostró que los norteamericanos son menos autoritarios que los
europeos, y tienen un mayor sentido de la «cualidad» del propio ser,
de la importancia del individuo.
Estos rasgos resultan claramente compatibles con el proceso y con
los descubrimientos relativos a la transformación personal que hemos
examinado en los capítulos 3 y 4: libertad, poder y responsabilidad
del propio ser, conexión con otros, redes de apoyo, autonomía,
apertura. Efectivamente, la transformación personal es la puesta en
escena del sueño original norteamericano.
La segunda revolución norteamericana
La segunda revolución norteamericana, que trata de alcanzar una
libertad de más amplios vuelos, aguardaba la aparición de un número
crítico de agentes de cambio y una mayor facilidad de comunicación
entre los mismos. En 1969, en Without Marx or Jesus, Jean Francois
Revel describía a los Estados Unidos como el prototipo de nación más
apropiado para una revolución mundial.
«En Estados Unidos, hija del
imperialismo europeo, está surgiendo hoy una nueva revolución. Es la
revolución de nuestro tiempo... y ofrece la única escapatoria
posible para la humanidad hoy en día. »
La verdadera actividad
revolucionaria, señalaba, consiste en transformar la realidad, es
decir hacer la realidad más íntimamente conforme con los propios
ideales. Cuando hablamos de revolución, tenemos que hablar
necesariamente de algo que no puede ser concebido ni comprendido en
el contexto de las viejas ideas. La materia de la revolución, y su
primer éxito, debe ser la capacidad de innovar. En ese sentido hay
hoy más espíritu revolucionario en los Estados Unidos, incluso en la
derecha, que en la izquierda de ninguna otra parte.
La relativa libertad reinante en los Estados Unidos podría hacer que
esa revolución ocurriese de forma incruenta, decía Revel. Si
sucediera así, y si, como parecía estar ocurriendo tuviera lugar un
cambio de civilización política, el impacto llegaría a sentirse por
ósmosis en todas las partes del mundo. Esta transformación radical
necesitaría llevar aparejadas otras revoluciones menores, en los
campos de la política, la sociedad, relaciones interraciales e
internacionales, valores culturales, tecnología y ciencia.
«Estados
Unidos es el único país donde estas revoluciones están progresando
de forma simultánea y orgánicamente entrelazada, de tal modo que no
forman sino una única revolución. »
Debe haber también una crítica interna de las injusticias, de la
administración de los recursos materiales y humanos, y de los abusos
del poder político. Por encima de todo, debe haber una crítica de la
misma cultura: moralidad, religión, costumbres, arte. Y debe haber
una exigencia de respeto para la singularidad individual, que
considere a la sociedad como medio para el desarrollo individual y
para la fraternidad. Lo mismo que el transcendentalismo, la
revolución de Revel comprendería «la liberación de la personalidad
creativa y el despertar de la iniciativa personal», en oposición al
horizonte cerrado de otras sociedades más represivas.
Los problemas
vendrían de las clases privilegiadas, advertía, lo cual es lógico en
toda revolución. Las revoluciones son siempre movidas por quienes se
sienten desilusionados por el sistema de últimas recompensas de una
determinada cultura. Si, más que un golpe de estado, es un nuevo
prototipo de sociedad lo que debe surgir, entonces es necesario que
haya diálogo y debates a los más altos niveles.
Ciertamente los años sesenta fueron escenario de una gran
turbulencia social; miembros de las clases media y alta sobre todo
comenzaron a criticar las instituciones existentes y a hacer cábalas
sobre un nuevo tipo de sociedad. Fuerzas sociales e históricas
poderosas convergían para crear el desequilibrio que precede a toda
revolución. Los norteamericanos se hacían cada vez más conscientes
de la impotencia de sus actuales instituciones, gobierno, escuelas,
medicina, iglesia, negocios, para afrontar colectivamente la marea
creciente de problemas.
El desencanto respecto de instituciones y
costumbres resultaba más visible en la contracultura, pero se
extendió rápidamente. El descontento social y la madurez en favor de
una nueva orientación se hicieron patentes en la rapidez con que se
asimilaban intereses, valores, conductas, modas y músicas, surgidos
en la contracultura. Oleadas sucesivas de protesta social reflejaban
un escepticismo creciente con respecto a la autoridad,3 y una mayor
sensibilidad respecto de las contradicciones de la sociedad, como la
yuxtaposición de pobreza y abundancia, de penuria y consumismo. Hubo
marchas, encierros, sentadas, conferencias de prensa, motines
callejeros.
Movimiento en pro de los derechos civiles, Movimiento
antibelicista, Movimiento en favor de la libre expresión, Movimiento
ecológico. Panteras grises, vigilias antinucleares de oración,
protestas de los contribuyentes, manifestaciones en favor y en
contra del aborto. Todos los grupos calcaban sus estrategias sobre
las de sus predecesores, incluidas toda suerte de tácticas para
llenar los periódicos de la mañana.
Entre tanto, el creciente interés por los psicodélicos venía a
ensamblarse con la cobertura informativa acerca de los nuevos
descubrimientos sobre los estados alterados de conciencia,
provenientes de la investigación sobre la meditación y el
biofeedback training.4 Los descubrimientos relativos al cuerpo-mente
que subrayaban una conexión extraordinaria entre estado mental y
estado de salud, servían de contrafuerte al interés por el potencial
humano. Otra serie de fenómenos importados, como la acupuntura,
venían a cuestionar aún más los modelos occidentales sobre el
funcionamiento de las cosas.
Un observador describía los tumultuosos sucesos de los años sesenta
como el Gran Rechazo, cuando millones de personas parecían estar
diciendo «no» a concesiones y convenciones que durante generaciones
nadie había discutido. Era como si estuvieran poniendo por obra la
profecía de Edward Carpenter de que probablemente llegaría un tiempo
en que grandes cantidades de gente se alzarían en contra del
conformismo irreflexivo, de la burocracia, de la guerra, del trabajo
deshumanizador, de las enfermedades innecesarias. Con el
descubrimiento de aquellas regiones de la mente en donde se
trasciende «el pequeño yo local», los seres humanos crearían un
programa de renovación de la sociedad.
Para el historiador William McLoughlin, los años sesenta marcaron el
comienzo del cuarto «gran despertar» de Estados Unidos, cuyo
trastrocamiento y revitalización cultural debe extenderse hasta los
años noventa.5 Estos despertares periódicos, que suceden más o menos
en cada generación, «no son períodos de neurosis sino de
revitalización social. Son terapéuticos y catárticos no
patológicos».
Son resultado de una crisis de sentido: los cauces que
ofrece la cultura ya no se ajustan a las creencias y al
comportamiento de la gente. Aunque el despertar se manifiesta
primeramente en malestares individuales, acaba por producir un
cambio en la visión global de toda la cultura.
«Los despertares
comienzan en períodos de distorsión cultural y graves tensiones
personales, en que perdemos la fe en la legitimidad de las propias
normas, en la viabilidad de las propias instituciones, y en la
autoridad de los propios líderes. »
La historia norteamericana, según McLoughlin, se comprende mejor
como un movimiento milenarista, impulsado por una visión espiritual
cambiante. Aunque siempre en trance de readaptación, a fin de acoger
nuevos acontecimientos y experiencias, hay una constante:
«La
creencia fundamental de que la libertad y la responsabilidad siempre
perfeccionarán, no sólo a los individuos, sino también al mundo».
Este sentimiento de tener un objetivo común sagrado, y que algunas
veces condujo a la agresión en el pasado, se ha transformado en este
cuarto despertar en un sentimiento de la unidad mística de todo el
género humano y del poder vital inherente a la armonía entre los
seres humanos y la naturaleza.
McLoughlin llama la atención sobre el modelo de cambio social
formulado por el antropólogo Anthony C. W. Wallace en un ensayo
aparecido en 1956. Según Wallace, la gente perteneciente a una
cultura determinada descubre periódicamente que no puede seguir
transitando por sus «trazados» específicos, que no les sirven las
pautas y senderos que hasta entonces habían guiado a sus
predecesores. Las «viejas señales» y creencias consuetudinarias no
se ajustan a la experiencia actual. Como las soluciones caen fuera
de los márgenes aceptados de pensamiento, todo deja de funcionar.
Unas pocas personas al principio, y gran cantidad de ellas después,
dejan de comportarse en la forma aceptada y comienzan a generar un
clima de intranquilidad política. A medida que crece la
controversia, los tradicionalistas o «nativistas», esto es, quienes
más han apostado por la vieja cultura o tienen creencias más
rígidas; tratan de reconducir a la gente hacia las «viejas señales».
Confundiendo los síntomas con las causas, se dedican a sancionar y
castigar los nuevos comportamientos.
Finalmente, sin embargo, en la
descripción de McLoughlin,
«las presiones acumuladas favorables al
cambio producen tensiones personales y sociales tan agudas, que la
cultura entera se ve obligada a romper su costra de costumbres, a
derruir los bloques de su antiguo trazado, y a crear nuevas avenidas
socialmente estructuradas».
El consenso se convierte entonces en la «nueva señal»; ésta es
encarnada al principio por los miembros más flexibles de la
sociedad, deseosos de experimentar nuevos trazados y estilos de
vida. En respuesta a la nueva visión, la interpretación legal, la
estructura familiar, los papeles sexuales y los programas escolares
comienzan a cambiar, arrastrando finalmente consigo de modo gradual
a los mismos tradicionalistas.
La presente transformación cultural asusta por igual a conservadores
y radicales con sus nuevas premisas radicales. Mientras que
históricamente, en períodos de turbulencia social, los conservadores
siempre han abogado por un retorno a la ley civil y al orden, ahora
los «nativistas» de ambos extremos del espectro político abogan por
un retorno a las leyes y al orden del universo.
La etiqueta a la moda que se aplica a la disidencia psicológica,
equiparable a la acusación general de antinorteamericanismo en los
años cincuenta, es la de narcisismo. Las críticas meten en un mismo
saco a quienes buscan respuestas en su interior y a hedonistas y cultistas, de un modo semejante a como los seguidores de McCarthy
equiparaban a los disidentes políticos con criminales, drogadictos y
homosexuales.
Siempre hay alguien que trata de devolvernos a alguna antigua
fidelidad: vuelta a Dios, a la antigua religión simplista de otros
tiempos. «Vuelta a lo básico», a una educación simplista. Vuelta al
patriotismo simplista. Y ahora se nos quiere devolver a una
«racionalidad» simplista, que está en contradicción con la
experiencia personal y con la vanguardia de la ciencia.
Las comunicaciones, sistema nervioso
En un período de inquietud, las cuestiones y alternativas planteadas
por una minoría, los desafíos a la autoridad y a los valores
establecidos, pueden extenderse rápidamente a toda la cultura. Las
comunicaciones de una sociedad, al servir a la vez de amplificadores
del malestar y de las nuevas opciones, actúan en forma muy semejante
a un sistema nervioso colectivo. En este sentido, la tecnología que
en un tiempo parecía traicionarnos al arrastrarnos a un futuro
deshumanizado, se convierte en un medio poderoso de interconexión
humana.
«En el momento actual, decía Gertrude Stein en 1945, Estados
Unidos es el país más viejo del mundo, porque fue el primer país en
asomarse al siglo veinte. »
Los Estados Unidos, con su sofisticada
tecnología de comunicaciones y su historial como experta en difundir
noticias y promover imágenes nuevas, ofrecían en efecto el escenario
lógico para los estadios iniciales de la revolución que Revel había
predicho.
Así como la transformación se construye sobre la base de la más
amplia conciencia e interconexión en el cerebro de cada individuo,
así también la imaginación social se ha visto exquisita, aunque
dolorosamente, vivificada por una red nerviosa de sensibilidad
electrónica. Nuestra conciencia se aúna en torno al gran drama
humano: escándalos políticos, guerra y pacificación, disturbios,
accidentes, dolor, humor. Y así como la física moderna y las
filosofías orientales están introduciendo en Occidente una visión
del mundo más integral, así también el flujo del sistema nervioso
que componen los medios de comunicación está creando conexiones en
nuestro cerebro social. «Los circuitos electrónicos están
orientalizando a Occidente», decía Marshall McLuhan no hace mucho.
Lo fijo, lo distinto, lo separado, el legado de Occidente, está
siendo reemplazado por lo fluido, lo unificado, lo fusionado.
Esas vías nerviosas transmiten en vivos colores nuestros sobresaltos
y dolores, nuestros momentos altos y bajos, nuestros aterrizajes en
la luna y nuestros crímenes, nuestras frustraciones, tragedias y
futilidades colectivas, el hundimiento de nuestras instituciones.
Amplifican el dolor que sufren partes alienadas de nuestro cuerpo
social. Ayudan a romper el propio círculo cultural, por encima de
fronteras y husos horarios, haciéndonos vislumbrar cualidades
humanas universales que muestran a las claras la propia estrechez de
miras y la mutua interdependencia. Nos proporcionan modelos de
trascendencia: virtuosos de este o aquel instrumento, atletas,
supervivientes valerosos en incendios o inundaciones, heroísmo
cotidiano.
Nuestro sistema nervioso colectivo refleja como un espejo la propia
decadencia. Estimula a nuestro cerebro derecho con música, dramas
arquetípicos y sensaciones visuales sorprendentes. Como si llevara
un diario de los propios sueños, toma nota de nuestras fantasías y
pesadillas para ponernos delante lo que más tememos, lo que más
deseamos. Si se lo permitimos, la tecnología puede sacarnos de
nuestro secular sonambulismo. Max Lerner comparaba a la sociedad con
un gran organismo dotado de sistema nervioso propio.
«En las últimas
décadas hemos asistido a una sobrecarga nerviosa de nuestra
sociedad, a una tensión semejante a la que siente un individuo
cuando se encuentra al borde de la fatiga o de la depresión
nerviosa. »
Y sin embargo, decía, la tecnología podría ahora
aprovecharse para hacernos progresar en la exploración de los
estados de conciencia.
«Los nuevos movimientos de conciencia, la
nueva búsqueda de sí mismo, pueden ser un factor de cohesión más que
de desintegración. »
No solamente la vasta red formada por la televisión comercial, la
radio y los periódicos proporcionan las conexiones de ese sistema
nervioso en expansión, sino también ese «otro saber» que componen
las innovaciones de la televisión pública, pequeñas emisoras de
radio, pequeñas editoriales, cooperativas de revistas de pequeña
tirada. Asistimos a una proliferación de boletines, semanarios,
revistas, libros editados por sus propios autores. Los distintos
barrios cuentan con establecimientos y equipos de imprenta rápida,
las bibliotecas y supermercados ofrecen facilidades para hacer
fotocopias.
El ciudadano medio tiene acceso a cassettes y
videocasetes, a relojes electrónicos, a computadoras domésticas, al
uso en régimen cooperativo de líneas telefónicas nacionales de larga
distancia, a equipos baratos de composición electrónica. Todo el
mundo puede hoy día convertirse en Gutenberg. Nos comunicamos
incluso por medio de pegatinas y camisetas estampadas.
Además, nuestra inclinación nacional al autocuestionamiento ha
evolucionado cada vez más hacia la búsqueda interior, y esto no sólo
por medio de manuales de psicología popular o de autoayuda, siempre
al alcance de la mano, sino acudiendo incluso a las fuentes
originales, a la literatura de transformación. Los libros de
Teilhard, cuya publicación estuvo prohibida en vida de su autor, se
venden ahora por millones.
Abraham Maslow, Carl Jung, Aldous Huxley,
Hermann Hesse, Carl Rogers, Krishnamurti, Theodore Roszak y Carlos
Castañeda se venden, apenas sacados del horno, en las estanterías de
libros de bolsillo en los grandes almacenes. Y hay publicaciones de
todas clases sobre la «nueva era»: programas de radio, boletines,
listas de organizaciones y recursos, páginas amarillas, manuales y
revistas nuevas que tratan de la conciencia, los mitos, la
transformación, el futuro. Se imprimen miles de libros sobre
espiritualidad en ediciones de bolsillo.
La «declaración de intenciones» de algunas de las publicaciones
relativas a la transformación expresan claramente su línea de
compromiso. El East/West Journal, que se mueve en el área de Boston,
afirma pretender
«explorar el equilibrio dinámico que unifica
valores aparentemente opuestos: lo oriental y lo occidental, lo
antiguo y lo moderno... Creemos en la libertad de las personas para
trazar el curso de sus vidas como una aventura sin límites... Les
invitamos a unirse a nosotros en este viaje de exploración, que
parte de todos lados y tiene como meta lo ilimitado.»
La Fundación New Dimensions de San Francisco que patrocina un programa sindical
de radio dedicado fundamentalmente a visitar a los principales
portavoces del tema de la transformación, ha creado una
«audio-revista» basándose en cintas cassette seleccionadas entre los
miles de horas de entrevistas grabadas desde 1973.
New Dimensions se
propone,
«comunicar la visión y las habilidades infinitas del
potencial humano... , usar los medios de comunicación para la
presentación de nuevas ideas, oportunidades, opciones y
soluciones..., fomentar una mayor comunicación en torno a la
naturaleza del cambio personal y social».
Si hemos de soñar con un sueño norteamericano más amplio, tenemos
que ir más allá de nuestra propia experiencia, de un modo muy
semejante a como los autores de la Constitución se sumergieron en
las ideas políticas y filosóficas de otras diversas culturas, y a
como los transcendentalistas esbozaron su visión de la libertad
interna sintetizando intuiciones presentes en la literatura y en la
filosofía universal. Por encima de todo, necesitamos desprendernos
de toda actitud cínica y dualista, por inapropiada. La confianza en
la posibilidad de cambio y el sentimiento de la interconexión
existente entre todos los aspectos de la vida son esenciales para la
transformación social.
Las civilizaciones declinan, decía Toynbee,
no tanto por causa de invasiones u otras fuerzas exteriores, sino a
causa del endurecimiento interior de las ideas. La «minoría creativa
de élite», en otro tiempo vivificadora de la civilización, ha sido
gradualmente sustituida por otra minoría, aún dominante, pero que ha
dejado de ser creativa.
La creatividad requiere constante transformación, experimentación,
flexibilidad. El cinismo, como estado crónico de desconfianza, es la
antítesis de la apertura necesaria para formar una sociedad
creativa. Para el cínico, los experimentos son inútiles..., todas
las conclusiones se conocen de antemano. Los cínicos anticipan las
respuestas, sin siquiera haber calado lo suficientemente hondo como
para conocer las preguntas. Cuando se sienten desafiados por
verdades misteriosas, se dedican a ordenar los «hechos». Así como,
para ajustarnos a la realidad, necesitamos desprendernos de las
viejas ilusiones y filosofías y de la vieja ciencia, así también
todo país, para poderse transformar, todo país que quiera renovarse,
necesita poner en cuestión una y otra vez sus propias tradiciones.
Por encima del mar de fondo de las crisis, por encima de las guerras
y los movimientos sociales, las depresiones, los escándalos y las
decepciones, los Estados Unidos se han mantenido abiertos al cambio
de forma permanente. En una entrevista por televisión mantenida en
1978, Revel, valorando el potencial actual de transformación de
Estados Unidos, contestó que
«los Estados Unidos son todavía el país
más revolucionario del mundo, el laboratorio de la sociedad. Todos
los experimentos, sociales, científicos, raciales,
intergeneracionales, están teniendo lugar en los Estados Unidos».
La antigua esperanza del Viejo Mundo es un mundo nuevo, un lugar
donde poderse rehacer, donde empezar de nuevo una nueva vida, libre
del peso de identidades pasadas y de limitaciones irritantes. El
historiador C. Vann Woodward decía:
«La serie de libros europeos
relativos a Estados Unidos es enorme y sigue creciendo. Muchos de
ellos son especulativos, están mal informados, son apasionados o mitificantes. Se refieren a unos Estados Unidos en los que se
espera, en los que se sueña, a los que se desprecia, o a los que
instintivamente se teme».
Con los que se sueña... y a los que se teme. La mera posibilidad de
rehacer nuestro destino en alguna parte es, de alguna forma,
amenazadora, lo mismo que la noticia de que existen métodos de
exploración interior.
«Os digo que el mar está dentro», decía el poeta Peter Levy, «...
que el nuevo espíritu es más azul que la historia o cualquier
conocimiento. Europa está diciendo buenas noches en nuestra vida. »
California, laboratorio de transformación
Nos protegemos frente al cambio, e incluso frente a la esperanza del
cambio, con una especie de cinismo supersticioso. Y sin embargo todo
cambio necesita alimentarse de esperanza.
Cuando los hermanos Wright estaban intentando hacer volar el Kitty
Hawk, un periodista diligente se dedicó a entrevistar a los
habitantes de su pueblo natal Dayton, en Ohio. Un viejo dijo que si
Dios hubiese querido que el hombre volase, le habría dado alas, «y
más aún, si alguna vez alguien llega a volar, ¡desde luego no será
de Dayton!».
Setenta años más tarde conseguía despegar el Gossamer
Condor, primera máquina autopropulsada por el hombre. Había sido
construido y había conseguido volar en California, pero ningún
californiano se sintió sorprendido. «Si alguna vez alguien llega a
volar, será un californiano.»
California, nombre originario de una isla mítica, ha sido realmente
la isla del mito en los Estados Unidos, un santuario protector del
sueño amenazado. «Brillante y dorado espectáculo de California», lo
llamaba Walt Whitman:
"Veo que ha de realizarse en ti con certeza la antigua promesa
milenaria que se ha ido postergando hasta ahora... La nueva sociedad, por fin...
abriendo el paso a la humanidad en toda su anchura, la verdadera
América."
Si los Estados Unidos son libres, California lo es más. Si los
Estados Unidos están abiertos a la innovación, la innovación es el
segundo nombre de California. No es tanto que California sea
diferente del resto del país, sino que lo es más, observaba un
escritor ya en 1883. California es un anticipo tanto de los cambios
de paradigma como de los gustos y modas del país.
En 1963 el crítico social Remi Nadeau predijo que California sería
pronto no ya la vanguardia, sino el manantial de la cultura
norteamericana. Si los californianos están creando una sociedad
nueva, «su repercusión en el resto del país puede ser algo más que
incidental». California le parecía una especie de «taller de forja»
del carácter nacional.
«Al haber dejado atrás las inhibiciones
sociales de sus lugares de origen, los californianos son prototípicamente norteamericanos en proceso de fabricación. Lo que
los norteamericanos comienzan a ser, los californianos ya lo son.»
California, decía Nadeau, es un espejo milagrosamente fiel, a veces
terrorífico, en el que pueden estudiarse reflejados todos los males
y todos los bienes del país.
«California no encierra solamente un
gran peligro, sino también una gran esperanza... En ninguna otra
parte los conflictos entre libertad individual y responsabilidad
social alcanzan tal grado de agudeza, ni encuentran un terreno más
abierto para su enfrentamiento.»
La esencia de la experiencia democrática se prueba en el laboratorio
de California. Custodia del mito nacional, California, también
suministradora de mitos electrónicos y de celuloide, lo transmite a
todos cuantos buscan un motivo de esperanza. Si puede funcionar en
California, tal vez sea posible adaptarlo y hacerlo funcionar en
otras partes. La idea de Estados Unidos como país de la oportunidad
es aún más visible en California, dice James Houston en su libro
Continental Drift.
«California es todavía el país donde todo es
posible, donde la gente trae sueños que no se le permiten en ninguna
otra parte. De modo que el resto del país se dedica a observar lo
que pasa aquí, pues es como una profecía.»
Un comentarista político
se refería a California, caracterizándola como «un microcosmos de
Estados Unidos a alta presión, un terreno fértil para todo aquel que
quiera comprobar su capacidad de sobresalir a nivel nacional en
cualquier campo, especialmente en política». James Wilson, en Challenge of California (El desafío de California), señalaba que la
falta de partidos organizados facilita a nuevos grupos adquirir
importancia en California.
«Estas fuerzas intentan, no tanto
arrebatar el poder a quienes lo detentan, cuanto crearlo donde antes
no existía».
David Broder, comentarista político nacional, decía en
1978 que el gobierno de California es
«más provocativo en sus
principios programáticos y muestra más talento en los máximos
niveles administrativos que cualquier otro gobierno norteamericano
actual, incluido el gobierno de Washington. La competencia en cuanto
a fama y realizaciones entre Sacramento y Washington va a continuar
en los próximos años... California es lo suficientemente grande como
para proporcionar un metro patrón con el que medir lo realizado por
Washington».
En 1949, Carey McWilliams decía en
California: The great Exception
que la diferencia principal entre California y el resto del país era
que,
«California más que crecer o evolucionar ha sido propulsada como
un cohete. Un día se encendieron todas las luces a la vez, y nunca
hasta hoy han vuelto a oscurecerse».
La riqueza de California ha
sido ciertamente un factor importante del desplazamiento del influjo
y del poder hacia la costa Oeste. California es rica, es el séptimo
«país» más rico del mundo y supone el 12 por ciento del producto
nacional bruto de los Estados Unidos. El condado de Los Ángeles
cuenta por sí solo con una población superior a la de cuarenta y uno
de los restantes estados. Cualquier fenómeno que exista «solamente
en California» puede, no obstante, ser muy considerable.
Los californianos tuvieron la oportunidad de desilusionarse antes
que los demás del espejismo de un supuesto cielo consumista. Michael Davy, director adjunto del
The Observer de Londres, y antiguo
corresponsal de ese mismo periódico en Washington, decía en 1972:
"Los californianos tienen tiempo, dinero y seguridad en el futuro en
proporciones suficientes como para no quedarles otra alternativa que
la de sentirse enfrentados a sus propias ansiedades. Hasta ahora, en
cualquier sociedad, sólo una pequeñísima élite podía preguntarse a
sí misma: ¿Qué soy yo? Los demás, o tenían ya suficiente que hacer
con mantenerse vivos, o estaban dispuestos a aceptar el sistema de
creencias que la élite les tendía. En California, no solamente no
hay ningún sistema general de creencias, sino que millones de
personas tienen la oportunidad de preocuparse de ese temible vacío,
lo que forma parte, además, de la educación de muchos de ellos."
En un artículo titulado «Anticipating America», publicado en el
Saturday Review a fines de 1978, Roger Williams decía que hay otra
California distinta de la que da nombre al lugar que Estados Unidos
entero ha llegado a imitar, a ridiculizar y a envidiar.
«Podríamos
llamar California al futuro, a la frontera; frontera, no en el viejo
sentido occidental, sino en el nuevo sentido nacional de innovación
y de apertura.»
El constante crecimiento de California refuerza su
apertura, decía, pues el estado se ve obligado a enfrentarse con
problemas cada vez más difíciles.
«Lo que hace de California el
estado más agresivo del país en su forma de atacar los principales
problemas sociales, es el sentirse un paraíso a pique de perderse
irremediablemente, unido al sentimiento ampliamente difundido de
formar una comunidad.»
Williams subrayaba el interés y el compromiso
generalizados de los californianos en los asuntos públicos, en todo
tipo de comisiones e instituciones. Según señalaba, California había
sido pionera en temas básicos legislativos como protección del medio
ambiente, conservación costera y protección nuclear. Boorstin
describía en cierta ocasión a los Estados Unidos como una nación de
naciones, internacional en base a la pluralidad de concepciones de
los inmigrantes que la han ido configurando. De modo semejante,
California está enriquecida por una diversidad de culturas, expuesta
al influjo asiático y europeo, punto de unión del este y el oeste,
horizonte de inmigración para el este, el sur y el medio-oeste
norteamericanos. Más de la mitad de sus habitantes han nacido fuera
de su suelo.
California es también una síntesis de lo que C. P. Snow ha llamado
las dos culturas: el arte y la ciencia. El físico Werner Heisenberg
atribuía la vitalidad y la «cercanía humana» de la histórica ciudad
de Munich a su propia mezcla histórica artística y científica.
California supone esa misma mezcla en los Estados Unidos. Alrededor
de un ochenta por ciento de la ciencia pura que se hace en todo el
país, se realiza en California; entre sus residentes se encuentran
más premios Nobel que en cualquier otro estado, y la mayoría de los
miembros de la National Academy of Sciences son californianos. Entre
las iniciativas más importantes de California, figuran las artes,
los negocios y la experimentación de vanguardia. Un alto funcionario
público consideraba que cerca de medio millón de personas del gran
Los Ángeles «luchan por ganarse la vida practicando algún tipo de
arte».
Las diversiones del país provienen en buena parte de
California. Actores, escritores, músicos, pintores, arquitectos y
diseñadores forman una industria de primera magnitud. Para bien o
para mal, son en gran medida los creadores de la cultura nacional.
Para el historiador William Irwin Thompson, California, más que un
estado de la Unión, es un estado mental, «una Imaginación que hace
tiempo se separó de nuestra realidad».
Como líder mundial de la
transición de la sociedad industrial a la postindustrial, del
maquinismo del hardware, a la lógica del software, del acero al
plástico, del materialismo al misticismo, «California fue la primera
en descubrir que es la fantasía quien guía a la realidad, y no al
contrario». Tenemos el poder de convertir nuestras visiones en
realidad.
El sueño del sol y de libertad económica de California, lo mismo que
el sueño expansionista norteamericano ha tenido desde siempre un
segundo cuerpo: la visión trascendental de una luz y una libertad de
una especie diferente. «Los transcendentalistas californianos» es el
término aplicado por el crítico Benjamin Mott a escritores como
Robinson Jeffers, John Muir y Gary Snyder.
«No es sólo eso: como Frost y Emerson, los
transcendentalistas californianos exigen de
nosotros una cierta altura. Es así. A veces parece que sean los
únicos escritores que queden en este país con una idea clara de lo
que significa la elevación... Su auténtica región está en todas
partes. Desde el punto de vista literario, son indispensables.»
Si hay algo común entre los californianos, sugería
Michael Davy en
1972, es «la búsqueda de una nueva religión»; concepción que podría
estar surgiendo de «esa mezcolanza compuesta de pensamiento estilo
Esalen, lenguaje revolucionario y misticismo a lo Huxley». Provengan
de donde provengan, todos estos movimientos podrían muy bien llegar
a repercutir en todo el país.
«Siempre hay un cierto orientalismo en
el más infatigable de los pioneros, decía una vez Thoreau y el
lejano oeste no es sino el lejano oriente.»
También Flaubert
asociaba el lejano oeste con el lejano oriente:
«Yo no dejaba de
soñar con viajar por Asia, con llegar hasta la China, no dejaba de
soñar con imposibles, con las Indias o con California».
Cuando Thoreau y Flaubert escribían esas palabras, en el siglo diecinueve,
la costa oeste ya estaba salpicada de centros y grupos de estudio
buceando en las enseñanzas hindúes y en el budismo. Hoy en día el
influjo del pensamiento oriental es perceptible en toda California.
California «es una especie diferente de conciencia y de cultura», ha
dicho el historiador Page Smith, posiblemente a causa del amplio
espacio geográfico que tenían que atravesar los inmigrantes en el
siglo pasado.
«La gente tenía que cruzar auténticas barreras desde Nebraska y Kansas hasta la costa del Pacífico, unas mil quinientas
millas, y durante un tiempo hubo un cierto grado de aislamiento.»
Hubo también la influencia del largo período español, y hay que
contar además la proximidad de México, el clima suave, la fresca
sensación de comienzo común a todas las poblaciones inmigrantes y la
ausencia de tradición.
Era lógico que la Conspiración de Acuario se hiciese más evidente en
un entorno pluralista favorable a la experimentación y al cambio,
con gentes que, por su relativa abundancia, han tenido ocasión de
desilusionarse del sueño materialista en su forma más hedonista, en
un pueblo con pocas tradiciones que derrocar, tolerante con el
disentimiento, en una atmósfera de experimentación e innovación, y
con una larga historia de interés por la filosofía oriental y los
estados alterados de conciencia.
California y la Conspiración de Acuario
En 1962 la revista Look envió un equipo con el antiguo editor
George
Leonard a la cabeza para preparar un número especial sobre
California. Las informaciones aparecidas en Look ponen al
descubierto las tempranas raíces de la Conspiración de Acuario en
California. Recogían una cita de un dirigente no profesional de San
Francisco:
«En California se están echando abajo los viejos
compartimentos sociales, y estamos creando una nueva aristocracia:
la de quienes se preocupan por las cosas. La única condición para
pertenecer a ella es poder interesarse».
La revista informaba que en
California parecía estar creciendo «un nuevo tipo de sociedad, e
incluso tal vez un nuevo tipo de persona capaz de entenderse bien
con ella». Uno de los fenómenos mencionados en el artículo era la
aparente profundidad de las relaciones entre amigos, lo que se
atribuía al hecho de tener pocos parientes en las cercanías.
El artículo de Look apuntaba a Aldous Huxley como una de las
personas residentes en California partidarios de convocar una nueva
asamblea nacional para cambiar la Constitución.
«Muchos
californianos están celebrando de algún modo asambleas
constituyentes, decía la revista, en centros como el de Santa
Bárbara (Centro para el Estudio de las Instituciones Democráticas),
el Centro para el Estudio Avanzado de las Ciencias del
Comportamiento de Palo Alto, y el Instituto de Investigación de Stanford; en los consejos directivos de grandes corporaciones y
equipos de planificación; a nivel oficial estatal y municipal, y a
veces incluso en los cuartos de estar de urbanizaciones habitadas
por gentes venidas no hace mucho tiempo de Iowa, Maine o Georgia.»
Los californianos están convencidos de que todo aquel que quiere
intentarlo puede ayudar a modelar el futuro, seguía la revista, que
citaba a Alan Watts:
«Los moldes tradicionales de relación, basados
en la cercanía local, están fuera de lugar. Los viejos modos de
pensar están siendo demolidos. Lo que no se puede apreciar desde el
este, es que se están creando otros nuevos patrones».
Por los años cincuenta y sesenta, Aldous Huxley, que vivía entonces
en Los Angeles, figuraba entre quienes animaron a Michael Murphy y a
Richard Price a tomar la decisión de abrir Esalen en 1961, centro
residencial en el área de Big Sur en California, y entre quienes
ayudaron a alumbrar en buena parte lo que luego se conoció como
movimiento del potencial humano. Entre quienes dirigieron seminarios
en Esalen en los tres primeros años figuraban Gerald Heard, Alan
Watts, Arnold Toynbee, Linus Pauling, Norman O. Brown, Carl Rogers,
Paul Tillich, Rollo May y un joven estudiante recién graduado
llamado Carlos Castañeda.
Ejemplo típico de la profunda tranquilidad de aquellos días, la
niebla caída una tarde de 1962 sobre la traicionera autopista de la
costa que atravesaba Big Sur, obligaba a Abraham Maslow, que había
partido de vacaciones, a buscar refugio en la casa más cercana.
Maslow se metió por un camino lateral sin señalizar, entre una
maraña de arbustos, en busca de alojamiento para pasar la noche.
Llegaba justamente a tiempo a Esalen, donde un grupo de estudio se
disponía a desembalar una caja que contenía veinte copias de su
último libro.
La vinculación de Maslow con Esalen supuso un importante enlace
entre redes de una y otra costa. Y en 1965 George Leonard y
Michael Murphy unían sus fuerzas. El relato de Leonard del primer encuentro
de ambos y su colaboración subsiguiente delata el entusiasmo
intelectual y el cariz visionario de los primeros días del
movimiento. Y revela también la génesis de muchos malentendidos
sobre su significado.
En 1964 y 1965 Leonard estuvo viajando por todo el país, trabajando
en lo que pensaba iba a ser el tema más importante de su carrera.
Pensaba reflejarlo en dos o tres números consecutivos de Look, y
pensaba titularlo «El Potencial Humano»6 :
" Mucha gente me había mencionado a un joven bastante misterioso
llamado Michael Murphy, que dirigía un instituto aparentemente
inclasificable en la costa salvaje de Big Sur, en el centro de
California. Me habían dicho que Murphy, como el protagonista de “El
filo de la navaja”, de Maugham, había ido a la India en busca de la
iluminación, y que había vivido dieciocho meses en el Ashram de
Aurobindo en Pondichery.
El Instituto era, al parecer, una especie
de foro de nuevas ideas, especialmente aquellas que combinan la
sabiduría de Oriente y Occidente. Oí decir que el primer libro
publicado por Esalen había aparecido con el título de un ciclo de
conferencias dado por Aldous Huxley en 1961: Potencialidades
Humanas."
Leonard recordaba así su primer encuentro:
"La cena fue mágica. Murphy tenía un conocimiento enciclopédico de
la filosofía oriental, y hablaba de ella como si fuese una historia
deliciosa de suspenso y aventuras. Tenía un acusado sentido
histórico y una visión convincente del futuro. Pero Murphy no era de
esa clase de buscadores de gurú que se pueden reconocer a veces en
la vaga mirada de sus ojos... Su sadhana7 tenía un sabor
decididamente norteamericano. Podía vérsele con frecuencia llevando
un traje abrigado, pero nunca una airosa túnica blanca...
Después de cenar fuimos en coche hasta mi casa y seguimos hablando
durante horas. La confluencia de mentes y de ideas era
extraordinaria: cada uno aportaba, de sus conocimientos acumulados,
justamente lo necesario para encajar con lo que el otro decía.
Mientras Murphy había estudiado filosofía oriental y psicología
humanística, yo me había dedicado a estudiar los movimientos
sociales y políticos en los Estados Unidos."
Su encuentro tuvo lugar en un momento especialmente vivido de la
historia de la nación, recuerda Leonard: Lyndon Johnson estaba
intentando sacar adelante un idealista proyecto de ley sobre los
derechos civiles, así como su «guerra contra la pobreza». El país
vivía una sensación de cambio de conciencia a medida que
proliferaban los movimientos sociales: liberación sexual, Movimiento
en favor de la Libre Expresión, interés por los derechos de los
chicanos y los indios norteamericanos, y sobre todo el movimiento de
los derechos civiles encabezado por Martin Luther King.
"En el espíritu de aquella época, resultaba natural pensar en
términos de «movimientos». Así como el movimiento de los derechos
civiles iba a derribar las barreras entre las razas, y con ello
también otros tipos de barreras, el movimiento del potencial humano
ayudaría a derribar las barreras entre la mente y el cuerpo, entre
la sabiduría oriental y la actividad occidental, entre el individuo
y la sociedad, y de esa forma también entre la limitación y la
potencialidad del propio ser."
Pronto Leonard, Murphy y otros estaban no sólo organizando cursos en
régimen de estancia en Esalen, sino buscando la manera de aplicar a
la sociedad, en su más amplia acepción, las intuiciones del nuevo
movimiento del potencial humano.
Percibían su importancia para la
educación, para la política, para el cuidado de la salud, para las
relaciones interraciales, y para la planificación urbana.
Personalidades notables de muy distinta mentalidad como B. F. Skinner y S.I. Hayakawa dirigieron seminarios en Esalen a finales de
1965, junto a Watts, Carl Rogers, J. B. Rhine y otros.
Leonard
decía:
"Fue una época de gran actividad. Will Schutz y Fritz Perls se
vinieron a vivir a Esalen. Proliferaron nuevos métodos. La
residencia de Esalen se convirtió en un carnaval de innovaciones...
En 1967 el instituto abrió una sucursal en San Francisco para
ocuparse de problemas urbanos. Uní mis fuerzas con las del destacado
psiquiatra negro Price Cobbs y organizamos maratones de
confrontación interracial. Y lo mejor de todo, !oh días dichosos y
dorados! es que todo esto sucedía sin que apenas nadie se preocupase
de observarnos.
Luego llegaron los medios de comunicación, los reportajes por radio
y televisión, los artículos de revistas, los libros y hubimos de
enfrentarnos con las contradicciones, las paradojas y los dolores de
corazón que inevitablemente acompañan a cualquier desafío serio a la
homeostasis cultural".
La sección educativa del Times incluyó a fines de 1967 un artículo
de Leonard sobre Esalen, considerado por él bastante objetivo, y la
United Press International informó de la mudanza de Esalen a San
Francisco.
"Pero lo que vino a provocar la avalancha fue un notable artículo
aparecido en el número del New York Times Sunday Magazine del día 31
de diciembre de 1967.
Yo sabía para entonces que buena parte del mundo de la información
recurría a un método muy simple de comprobación y certificación de
la realidad: No podía afirmarse que fuera real hasta que no hubiera
aparecido en el New York Times. Y si ese algo aparecía en el Times
con tintes favorables, podía apostarse que no sólo era real sino que
era merecedor de ulterior información.
De modo que ahí estaba «El gozo como precio» de Leo Litwak, artículo
en el que su autor hablaba de su propia experiencia personal en un
grupo de encuentro de cinco días de duración dirigido por Will
Schutz, y especulaba sobre las ideas de Esalen. El artículo cumplía
con el tono de escepticismo inicial e ironía final requeridos, pero
en general resultaba positivo... A los pocos días de su publicación,
todos los editores de Nueva York eran bombardeados con peticiones de
hacer una historia, una muestra o un libro sobre ese extraño lugar
de la costa de California y sobre el «movimiento» al que estaba
sirviendo de base."
En Esalen, la publicidad no fue bienvenida. Su criterio en este
aspecto había sido cooperar con los periodistas, pero evitar lo más
posible toda cobertura informativa.
Aunque solamente un quince por ciento de los programas de Esalen
eran grupos de encuentro, Litwak había escrito sobre un grupo de
encuentro, lo que hizo que otros periodistas y el público en general
identificaran para siempre a Esalen con ese tipo de grupos. Algunos
periodistas, confusos ante la abundancia de ideas nuevas de Esalen,
que sobrepasaban su capacidad de esquematización, optaban por el
escepticismo. Otros, en cambio, se convirtieron en auténticos
adeptos, decía Leonard, con lo que «indujeron a crear falsas
expectativas que desembocaban al final en desencantos».
Los centros de potencial humano comenzaron a brotar por todo el país
de forma inevitable. En diversas ocasiones Murphy y Price eran
abordados por personas que querían afiliarse a Esalen y hacer uso
así de este nombre en sus propios centros. Ellos rehusaban, pero les
animaban activamente a hacerles la competencia.
La nueva sociedad en formación tenía pilares espirituales difíciles
de identificar. Jacob Needleham, reflexionando en 1973 sobre sus
primeros años en California, decía:
"Tal como era yo entonces, nunca podría haberme puesto a escribir
este libro (The New Religions)... Incluso aparte de mis convicciones
intelectuales, estaba toda la cuestión de California. Como toda
persona trasplantada del este, me sentía constreñido a no tomar
demasiado en serio nada de California. Desde luego no sentía ninguna
necesidad de comprender a California.... Para mí era un lugar con
una falta absoluta de experiencia de limitación...
Todavía no pretendo comprender a California, pero sí estoy seguro de
que no se la puede juzgar con ligereza desde ningún punto de
vista... Hay algo aquí que lucha por nacer.
Me gustaría poder afirmar con claridad qué es lo que sucede en
California, qué hace que tanta gente en ella, y no sólo los jóvenes
sean tan sensibles a la dimensión cósmica de la vida humana... Pero
el hecho innegable es que a lo ancho y a lo largo de toda la costa
Oeste no se aprecia esa especie de intelectualismo que se encuentra
en las ciudades del este, intelectualismo enraizado en la concepción
europea de la mente humana como algo autónomo, exterior a la
naturaleza.
En cualquier caso, lo que los californianos han dejado atrás no es
la realidad, sino Europa... Empecé a darme cuenta que mi idea de la
inteligencia era una noción europea moderna: la mente, desvinculada
de la emoción, desencarnada, aristocráticamente estructurada... Me
di cuenta que había juzgado a California por su carencia del
elemento europeo."
La Conspiración de Acuario, no hace falta decirlo, se nutre sobre
todo de California.8 Sus «agentes» del área de Boston, Cambridge, de
Nueva York y Washington, London, Denver, Minneapolis, Houston,
Chicago, y de otros cientos de ciudades más pequeñas, se reagrupan
de vez en cuando en California en busca de ánimo y apoyo.
La magna conferencia sobre la «conciencia», inventada en California
a principios de los años setenta, fue un instrumento perfecto al
servicio de esa interfecundación nacional. A comienzos de 1975,
diversos grupos de California empezaron a organizar ciclos
itinerantes de conferencias y seminarios por todo el país.9
A raíz de ello, en muchas ciudades quedaron establecidos fuertes
vínculos locales, y personas de la misma localidad siguieron
organizando programas por cuenta propia. Los presupuestos de la
conferencia intentaban asegurar la continuidad de los lazos creados.
Los pequeños «talleres» resultaron ser una estrategia aún más
flexible para movilizar a la población por todo el país. En todas
estas reuniones, los conspiradores solían intercambiarse nombres de
amigos y contactos de diverso orden, con lo que las redes se
ensanchaban y entrelazaban rápidamente. Las ponencias de la
conferencia se distribuían por millares grabadas en cassette.
Curiosamente, no sin ironía, mientras que el este de los Estados
Unidos tendía a considerar a la costa Oeste como a un pariente raro,
la televisión belga enviaba a Los Ángeles un equipo para filmar un
documental sobre la influencia de la contracultura de los años
sesenta en los años setenta, sobre la base de que «lo que ocurre en
California acaba ocurriendo finalmente en Europa».
Si California se ha anticipado una vez más a dar el paso siguiente,
las perspectivas de un cambio nacional son realmente fuertes.
Desesperación y renovación
James Alan McPherson, un joven negro ganador del premio Pulitzer de
literatura ficción, describía no hace mucho el avance de las
libertades desde la Carta Magna hasta la Carta de las Naciones
Unidas.
«En la elaboración gradual de los derechos humanos, decía,
ha comenzado a delinearse algo mucho más complejo que el hecho de
ser "blanco" o "negro".»
Se está haciendo posible una nueva
ciudadanía, en la que «todo ciudadano de los Estados Unidos podría
intentar encarnar los ideales de la nación, relacionarse al menos a
nivel conversacional con toda su diversidad, y portar la corriente
cultural de la nación dentro de sí mismo». Todo norteamericano sería
una síntesis de lo alto y lo bajo, de blanco y de negro, de urbano y
rural, de provincial y universal.
«Caso de poder vivir con todas
estas contradicciones, sería sencillamente un verdadero
norteamericano.»
Citaba también al filósofo español Miguel de Unamuno, quien había
llamado la atención sobre la adopción en inglés de la palabra
desesperado:
«Lo que engendra la heroica, la absurda y la loca
esperanza es la desesperación y sólo la desesperación».
McPherson
añadía:
"Creo que los Estados Unidos son lo suficientemente complejos como
para inducir esa especie de desesperación capaz de engendrar una
heroica esperanza. Creo que si alguien es capaz de experimentar su
diversidad, conocer una muestra variada de sus gentes, reír con sus
locuras, destilar sabiduría de sus tragedias, e intentar sintetizar
todo esto dentro de sí mismo sin volverse loco, ese alguien se habrá
ganado el derecho de llamarse «ciudadano de los Estados Unidos»...
Porque habrá iniciado en sí mismo el movimiento necesario."
Ese paso de ser una persona sin esperanza a ser un desesperado «es
la única dirección nueva que conozco», decía McPherson.
La sociedad norteamericana tiene al alcance de la mano todos los
factores capaces de producir una transformación colectiva: una
libertad relativa, una relativa tolerancia, suficiente abundancia
para estar desencantado de ella, logros suficientes para saber que
lo que se necesita es otra cosa. Temperamentalmente siempre hemos
sido innovadores, audaces y confiados. De acuerdo con el mito
nacional, la alternativa es posible si tenemos suficiente
imaginación y voluntad.
Según el crítico social y literario Leslie Fiedler,
«ser
norteamericano consiste precisamente en imaginar el destino, no en
heredarlo. Siempre hemos habitado en el mito más que en la
historia».
Imaginar el destino, trascender el pasado... . No tenemos mucho que
perder por el hecho de remodelar nuestras instituciones familiares.
Hemos empezado a conocernos en toda nuestra complejidad: nuestras
raíces, la crisis colectiva de nuestro modo de vida medio, nuestra
idea de la sexualidad, de la muerte y de la renovación, nuestras
ansias paradójicas de libertad y de orden a la vez, lo costoso de
nuestras adicciones. Sentimos los límites de nuestra vieja ciencia,
los peligros de nuestras más altas jerarquías, y vemos el contexto
de todo nuestro planeta.
Hemos comenzado a apreciar la conexión espiritual que nos une con
otras culturas. Hemos despertado nuestra capacidad de aprender y de
cambiar. Y tenemos ideas.
Con miedo o sin él, parece que hemos dejado atrás la puerta de
entrada a la auténtica transformación; atrás quedan el choque
cultural, la violencia, la fascinación y los excesos, el miedo a lo
nuevo y a lo inexplorado. Hemos comenzado a imaginar una sociedad
posible.
1. La familia Adams, de la que salieron dos presidentes
norteamericanos, pertenecía a una secta druídica que había sido
perseguida en Inglaterra. En el período revolucionario
norteamericano, la francmasonería estaba más cercana a sus orígenes
medievales, y era más bien una fraternidad mística, que no la logia
social en que se convirtió después de ser ampliamente perseguida en
el siglo diecinueve.
Entre los masones de las colonias figuraban George Washington,
Benjamin Franklin y Paul Revere. Cincuenta de los cincuenta y seis
firmantes de la Declaración de Independencia se supone que eran
masones. El historiador Charles Ferguson describía al ejército de
Washington como una «convención masónica», señalando que los
revolucionarios se apoyaban en la fraternidad para la mayoría de las
comunicaciones. Franklin obtuvo ayuda de Francia por medio de sus
contactos masónicos en aquel país, y Washington mismo inició a
Lafayette como masón.
Como se suponía que la fraternidad trascendía toda lealtad política
o nacional, se dice que ciertos papeles perdidos por una logia
británica fueron cuidadosamente devueltos por los soldados
revolucionarios; y la aparente laxitud de algunos generales
británicos fue atribuida a su esperanza en un acuerdo rápido e
incruento, que pudiera evitar el enfrentamiento entre masones de uno
y otro bando.
2. Tres cambios principales se han observado en el carácter
norteamericano durante el mismo periodo: una tolerancia creciente
frente a la diversidad, una erosión de la ética basada en la idea de
frugalidad y trabajo duro, y una preocupación por la pérdida de
control sobre el sistema político.
3. El uso cada vez más extendido de la marihuana supuso un golpe
para la autoridad médica, legal y paterna. Cientos de miles de
jóvenes procedentes de ambientes rurales o de pequeñas ciudades, que
en tiempo de paz jamás se habrían tropezado probablemente con la
marihuana, tuvieron ocasión de conocer la droga en Vietnam.
Curiosamente, y por ironía, la introducción de otras drogas mayores
como el LSD en los años sesenta se debe en buena medida a las
investigaciones realizadas por la CIA (Central Intelligence Agency)
sobre sustancias de posible utilización con fines militares.
Los
experimentos llevados a cabo en más de ochenta campus
universitarios, con nombres supuestos tras los que se ocultaba la
CIA, vinieron a popularizar, sin pretenderlo, el consumo del LSD.
Miles de estudiantes y graduados sirvieron de cobayas. Muy pronto
ellos mismos habían aprendido a sintetizar su propio «ácido». Hacia
1973, según la Comisión Nacional sobre el Abuso de Drogas y de
Marihuana, casi el 5 % de la población norteamericana adulta había
probado al menos una vez el LSD o alguna otra droga fuerte
semejante.
4. En el capítulo siguiente se hace una referencia más amplia a este
sistema de aprendizaje. (N. del T.)
5. El despertar del puritanismo (1610-1640) fue anterior al
establecimiento de la constitución monárquica inglesa. El primer
gran despertar en América (1730-1760) condujo a la creación de la
república norteamericana. El segundo (1800-1830), a la consolidación
de la Unión y al surgimiento de la democracia participativa jacksoniana. El tercero (1890-1920), al rechazo de la explotación
capitalista indiscriminada y al comienzo del Estado del bienestar.
Este cuarto parece dirigido al rechazo de la explotación
indiscriminada de la humanidad y de la naturaleza y a la
conservación y optimización de los recursos naturales del mundo.
6. El artículo de Leonard, que tenía al final cerca de veinte mil
palabras, no llegó a publicarse nunca. Look decidió que era
«demasiado largo y teórico».
7 Sadhana: itinerario espiritual. (N. del T.)
8. Aunque casi la mitad de cuantos respondieron al cuestionario de
la Conspiración de Acuario viven ahora en California, la mayoría
nacieron en el este o en el medio oeste. El papel de California y
sus inmigrantes como catalizadores de la transformación social se
admitía claramente en la invitación a la conferencia sobre «El
Renacimiento de California», celebrada en Sacramento en 1979 bajo
los auspicios de la Asociación de Psicología Humanística. Los
participantes debían atender al «significado, promesas y peligros
inherentes a la experiencia de California» en orden a la evolución
personal y planetaria.
9. Dos de las primeras conferencias semejantes, es interesante
notarlo, fueron patrocinadas por la Lockheed Corporation. Tuvieron
lugar en 1971 en la zona de San José, e intervinieron científicos y
físicos.
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