SEGUNDA PARTE
LA EXPERIENCIA DE LOS OTROS (1)
1 Aparecido en 1950 con el título de “La mentira de Ulises”.
SEGUNDA PARTE
LA EXPERIENCIA DE LOS OTROS (1)
CAPÍTULO PRIMERO
LA LITERATURA SOBRE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
En política, los campos de concentración alemanes pertenecen al pasado. En
literatura están «gastados», carecen de interés. Cediendo como a una orden
oculta y quemando alegremente las etapas, la opinión pública se ocupa ahora de
los campos rusos.
Perfectamente consciente de esta situación de hecho, he publicado sin embargo
hace poco un testimonio rigurosamente limitado a mi experiencia personal sobre
el régimen de los campos de concentración hitlerianos. Por supuesto, llegaba con
algún retraso y es esto sobre todo lo que se ha señalado. Hoy, reincido bajo
otra forma: no faltará quien diga que me obstino inconsideradamente y contra la
corriente. En consecuencia, conviene que ante todo pida perdón por ello.
En el campo, todas las conversaciones que nos permitían nuestros escasos
instantes de reposo, estaban centradas sobre tres temas: la fecha probable del
cese de las hostilidades y nuestra suerte individual o colectiva de
sobrevivirla, las recetas de cocina para los días siguientes y lo que se podría
denominar como «chismes» del campo, si la palabra tuviese alguna relación con la
trágica realidad que designa. Ninguno de los tres nos ofrecía grandes
posibilidades de evadirnos de la situación del momento. Los tres, por el
contrario, separadamente o en conjunto, según el tiempo de que dispusiésemos
para da la vuelta a nuestro universo restringido, nos volvían a él a la mener
tentativa a través del «Cuando se cuente esto...», pronunciado con un tono y
puntuado en las miradas por un fulgor tal que yo estaba asustado. Reconociendo
[130] en cierto modo mi impotencia para elevar estas rápidas tomas de
consciencia por encima del ambiente, yo me replegaba entonces en mí mismo y me
transformaba en un testigo obstinadamente silencioso.
Por instinto, me sentía trasladado a los días posteriores de la otra guerra, con
los antiguos combatientes, a sus relatos y a toda su literatura. Sin duda alguna
esta postguerra tendría, además de este, ex prisioneros y deportados que se
reintegrarían a sus hogares con recuerdos más horribles aún. Me parecía libre el
camino para el anatema y el espíritu de venganza. En la medida en que me era
posible abstraer mi suerte personal del gran dramae que se representaba, todos
los montescos, capuletos, armagnacs y borgoñones de la Historia, tomando de
nuevo sus disputas desde el comienzo, se ponían a bailar ante mis ojos una
zarabanda desenfrenada, sobre un escenario ampliado a la escala de Europa. Yo no
lograba hacerme a la idea de que la tradición de odio en vías de nacer pudiera
ser contenida cualquiera que fuese el resultado del conflicto.
Si trataba de medir las consecuencias de ello, me bastaba con pensar que tenía
un hijo, para llegar no solamente a preguntarme si no sería major que nadie
regresase sino también a esperar que las supremas autoridades del III Reich
tomarían conciencia bastante pronto de que no podrían obtener perdón más que
ofreciendo, en un inmenso y horrible holocausto para la redención de tanto mal,
lo que quedaba de la población de los campos. En esta disposición de ánimo,
decidí predicar con el ejemplo si regresaba y juré no hacer nunca la mener
alusión a mi aventura.
Durante un tiempo que me pareció muy largo, incluso cuando era demasiado tarde,
mantuve mi palabra. Esto no resultó fácil.
Por lo pronto tuve que luchar conmigo mismo. A propósito de este, nunca olvidaré
una manifestación que los deportados organizaron en Belfort en los primeras días
para indicar su regreso. Toda la ciudad se había molestado en ir a escuchar y
recoger su mensaje. La inmensa sala de la Casa del Pueblo estaba llena hasta
reventar. Delante, la explanada era una negra mancha de gente. Se había tenido
que instalar altavoces hasta en la calle. Al no permitirme mi estado de salud
asistir a esta manifestación, ni como orador ni como oyente, mi pena era grande.
Pero fue mayor todavía cuando al día siguiente los periódicos locales me
aportaron la prueba de que con todo lo que se había dicho era absolutamente
[131] imposible construir un mensaje valedero. Mis aprensiones del campo estaban
justificadas. Por otra parte, la masa no fue cándida: nunca más se la pudo
reunir en lo sucesivo con el mismo objeto.
También fue preciso luchar contra los otros. Dondequiera que fuese, siempre
encontraba a los postres o ante la taza de té una cotorra distinguida en busca
de raras emociones o un amigo benévolo que creía hacerme un favor atrayendo la
atención sobre mí para llevar la conversación al tema: «¿Es verdad que...?»
«¿Cree usted que...?» «¿Qué piensa usted del libro de...?» Todas estes
preguntas, cuando no estaban inspiradas por una curiosidad malsana, traicionaban
visiblemente la duda y la necesidad de confrontación. Ellas me consumían la
paciencia. Sistemáticamente, acortaba, lo que no dejaba de provocar a veces
juicios severos.
Yo me daba cuenta de ello y, si llegaba a suceder que sintiese algún
remordimiento, hacía responsables de ello a mis compañeros de infortunio,
salvados como yo, que no terminaban de divulgar relatos frecuentemente
fantasiosos en los cuales se atribuían de buena gana la conducta de los santos,
de los héroes o de los mártires. Sus escritos se amontonaban sobre mi mesa al
igual que muchas solicitudes. Convencido de que se aproximaban los tiempos en
que me vería obligado a salir de mi reserva y a hacer perder a mis recuerdos su
carácter de santuario prohibido al público me sorprendí, más de una vez, al
pensar que la frase atribuida a Riera (2) y según la cual, después de cada
guerra, habría que matar despiadadamente a todos los ex combatientes, merecía
mejor suerte que la de una simple salida de tono.
Un día, me di cuenta de que la opinión pública se había forjado una falsa idea
de los campos alemanes, que el problema de los campos de concentración seguía en
pie pese a todo lo que se había dicho, y que los deportados, aunque no gozaban
ya de ningún crédito, no habían dejado de contribuir en gran manera a cambiar
hacia vías peligrosas las agujas de la política internacional. El asunto se
salía del marco de los salones. De repente tuve el sentimiento de que, con
obstinarme, me haría cómplice de una mala acción. Y de un tirón, sin ninguna
preocupación de orden literario, en una forma lo más simple posible, escribí mi
Passage de la ligne, para volver a poner las cosas en su punto e intentar
[132] llevar a la gente a la vez al sentido de la objetividad, y a una noción
más aceptable de la probidad intelectual.
Hoy, los mismos hombres que presentaron al público los campos de concentración
alemanes, le presentan los campos rusos y le tienden las mismas trampas. De esta
empresa ha nacido ya, entre David Rousset por una parte, Jean-Paul Sartre y
Merleau-Ponty por la otra, una controversia en la cual todo tiene que ser falso
pues descansa esencialmente sobre la comparación entre los testimonios quizás
inatacables - yo digo: quizás - de los que han salido a salvo de los campos
rusos y aquellos que no lo son, con toda seguridad, de los que han sobrevivido a
los campos alemanes... Sin duda, no hay ninguna probabilidad de volver a colocar
esta controversia en las vías que debiera haber seguido. Ya todo está hecho: los
antagonistas obedecen a unos imperativos mucho más categóricos que la propia
naturaleza de las cosas sobre las cuales disputan.
Sin embargo, podría pensarse que las discusiones del futuro en torno al problema
de los campos de concentración, harían progresos si tomasen su punto de partida
en una reconsideración general de los acontecimientos de los que fueron teatro
los campos alemanes, a través de la masa de testimonios que ellos han suscitado.
Al pasar esta idea a convicción, me obligaba a reunir y publicar los primeras
elementos de esta reconsideración. Así se explica y se justifica esta «Ojeada
sobre la literatura de los campos de concentración».
El lector comprenderá ahora que si después de haber tardado tanto en hablar,
intento todavía rejuvenecer un tema que me parece prematuramente envejecido,
cuando todo el mundo está callado y parece que nadie tiene nada más que decir,
puedo creerme con el derecho a pedirle el beneficio de las circunstancias
atenuantes y ésta será mi primera tarea.
* * *
La experiencia de los ex combatientes, tan fresca todavía aunque haya sido
gratuita, ofrece sin embargo la posibilidad de un paralelo que yo creo
significativo.
Ellos volvieron con un gran deseo de paz, jurando que pondrían todo en obra para
que ésa fuese «la última de las últimas». Se les testimonió por ello un
agradecimiento que no iba sin una
[133] cierta admiración. En la alegría y en la esperanza, en el entusiasmo, toda
una nación les dispensó una acogida afectuosa y confiada.
Sin embargo, en vísperas de esta guerra fueron muy discutidos. Sus testimonios
eran comentados abundantemente en sentidos diversos, y lo menos que se podría
decir es que aunque la opinión no les era indulgente, se apercibió o se preocupó
de ellos. Incluso frecuentemente fue injusta. Si bien establecía una separación
entre sus discursos y sus relatos, no dejaba menos por ello de pronunciar sobre
ambos, juicios definitivos que se unían en su ligereza. Se reía irónicamente de
los primeras, por considerar que se trataba del inevitable viejo chocho - ésta
era la palabra que ella empleaba - cuyos recuerdos enfrascaban todas las
conversaciones, o bien de los líderes de las asociaciones departamentales y
nacionales, cuya misión parecía estar limitada a la reivindicación dominical.
Respecto a los segundos, era asimismo totalmente categórica, y sólo reconoció un
testimonio: Le Feu, de Barbusse.
Cuando en sus raros momentos de benevolencia llegó a hacer alguna excepción,
ésta fue para Galtier-Boissière y para Dorgelès, pero por otro título: en razón
a su pacifismo burlón e impenitente para uno, y a lo que ella interpretó por
realismo en el otro.
¿Quién podría decir las razones exactas de este cambio?
A mi juicio, todas ellas pueden ser inscritas en el marco de esta verdad
general: Los hombres están mucho más preocupados por el porvenir que les aguarda
que por el pasado del que no tienen nada por esperar. Además, es imposible
congelar la vida de los pueblos con un acontecimiento, por extraordinario que
sea, con mayor razón por una guerra, fenómeno que tiende a valgarizarse y que se
pasa muy rápidamente de moda, al menos en los caracteres que le son peculiares.
Poco antes de 1914, mi abuelo que todavía no había digerido la guerra de 1870,
se la contaba a lo largo del domingo a mi padre, que bostezaba de aburrimiento.
En vísperas de 1939, mi padre todavía no había acabado de contar la suya y, para
no quedar en deuda, cada vez que entraba en ella yo no podía remediarlo y
pensaba que Du Guesclin, surgiendo entre nosotros arrogante por las hazañas
obtenidas con su ballesta, no hubiese estado más ridículo.
De esta manera se oponen las generaciones en sus pensarnientos. También se
oponen en sus intereses. Esto me lleva a decir,
[134] para mayor detalle, que las generaciones que crecieron entre las dos
guerras tuvieron la impresión de que no les era posible intentar el menor
esfuerzo de arranque hacia la realización de su destino sin estar en oposición
al antiguo combatiente, a sus derechos preferentes. Se le habían reconocido
«derechos sobre nosotros». El los aprovechó para reclamar otros continuamente.
Pues bien, son derechos que incluso el hecho de haber sufrido una larga guerra y
haberla ganado no confiere, especialmente el de ser declarado apto para
construir una paz, o el más modesto del mérito preferente, bien se trate de un
estanco, de un empleo de guarda o de unas oposiciones.
El divorcio tuvo lugar, sin esperanza de un cambio, en los años 30, con la
crisis económica. Se agravó hacia 1935, por el olvido de los unos de sus
promesas de enmienda, así como por la extrema facilidad con la que aceptaron la
enventualidad de una nueva guerra, y por la voluntad de paz de los otros. Sigue
siendo una ley de la evolución histórica, que las jóvenes generaciones son
pacifistas, pues es por medio de ellas como a lo largo de los siglos la
humanidad se consolida progresivamente en la búsqueda de la paz universal. La
guerra es siempre, en cierta medida, la redención de la gerontocracia.
Aun exponiéndolo con la reserva necesaria, parece sin embargo que los antiguos
combatientes cometieron un error óptico aumentado por una falta de psicología.
En todo caso, tras veinte años de agitación tenaz e ininterrumpida, los
problemas de la guerra y de la paz quedaron intactos al no haber sido apenas
tratados. No obstante, es de justicia reconocérselo: contaron su guerra tal como
fue. Al leerles o al escucharles, no hay una palabra que no se sienta
profundamente verdadera, o por lo menos verosímil. No se podría decir lo mismo
de los deportados.
Los deportados, regresaron con el odio o el resentimiento en la lengua o en la
pluma. Cometieron, ciertamente, el mismo error óptico, la misma falta de
psicología que los ex combatientes. Además, no estaban curados de la guerra y
pedían venganza. Sufriendo un complejo de inferioridad - para hablar a 40
millones de habitantes, apenas se encontraban 30.000 y ¡ en qué estado! - para
inspirar con mayor seguridad la piedad y el reconocimiento, se pusieron a
cultivar con afán el horror, ante un público que había conocido Oradour y que
quería cada vez más lo sensacional.
Excitándose los unos a los otros, fueron cogidos como por un
[135] engranaje y, algunos sin saberlo pero la mayoría a sabiendas, pintaron
progresivamente el cuadro con más negros colores todavía. Así le había sucedido
a Ulises, que trabajaba en lo fantástico y añadía diariamente durante su viaje
una nueva aventura a su odisea, tanto para satisfacer el gusto del público de la
época como para justificar ante los suyos su larga ausencia. Pero si Ulises
logró crear su propia leyenda y fijar sobre ella la atención de veinticinco
siglos de historia, no es exagerado decir que los deportados fracasaron.
Todo fue bien en los primeras tiempos de la Liberación. No se podían discutir
sus testimonios sin correr el riesgo de resultar sospechoso y, si se hubiera
podido, no se hubiera tenido el gusto. Pero, lentamente, y como en el silencio
de una conspiración, la verdad tomó su desquite. Con el tiempo a favor y el
retorno a la libertad de expresión en condiciones de vida cada vez más normales,
se manifestó a la luz del día. Con la certidumbre de traducir el malestar
general y de no equivocarse, se pudo escribir:
"Quien viene de lejos puede mentir bien... Yo he leído numerosos relatos de
deportados: siempre he sentido la reticencia o el artificio. Incluso David
Rousset, nos engaña a ratos: explica demasiado.
Abate Marius Perrin, Profesor en la Facultad Católica de Lyon. (Le Pays
Roannais, 27 de octubre de 1949.)
o también:
"la última etapa es una película para imbéciles o fallida."
Robert Pernot, (Paroles françaises, 27 de noviembre de 1949.)
cosas que nadie se hubiera atrevido nunca a pensar, ni siquiera de Le Feu, de
Les Croix de Bois, de La Grande illusion, de Nada nuevo en el Oeste, o de Cuatro
de la Infantería.
Los ex combatientes tardaron quince años en perder su crédito ante la opinión
pública: bastaron menos de cuatro para que los
[136] deportados, mejor armados sin embargo, tuviesen que quemar sus naves.
Salvo esta diferencia, su sino político fue común. Tal es la importancia de la
verdad en la Historia.
* * *
Yo desearía contar aún una pequeña anécdota personal que es típica en lo que se
refiere al valor relativo que hay que conceder a los testimonios en general.
La escena tiene lugar ante un tribunal, en el otoño de 1945. Una mujer está en
el banco de los acusados. La Resistencia, que sospecha de ella por
colaboracionismo, no ha logrado matarla antes de la llegada de los
norteamericanos, pero una noche del invierno 1944-45, su marido ha caído bajo
una ráfaga de metralleta en la esquina de una sombría calle. Yo no he sabido
nunca qué es lo que había hecho la pareja, sobre la cual había oído antes de mi
detención las más inverosímiles habladurías. Al regresar, para asegurarme de la
verdad, me he dirigido a la audiencia.
En los asuntos no hay gran cosa. Por ello los testigos son más numerosos y más
despiadados. El principal de ellos es un deportado, antiguo jefe de grupo de la
Resistencia local, como él dice. Los jueces están visiblemente molestos por las
acusaciones que vienen desde la barandilla y cuya consistencia les parece muy
discutible.
El abogado defensor busca un error en las deposiciones.
Llega el principal testigo. Declara que unos miembros de su grupo han sido
denunciados a los alemanes y que este sólo pudieron hacerlo la acusada y su
marido, que vivían en íntima amistad con ellos y conocían sus actividades. Añade
que él mismo ha visto a la acusada en amable y quizá galante conversación con un
aficial de la Kommandantur que vivía en un patio, tras la tienda de sus padres,
mientras cambiaban unos papales, etc.
El abogado. -- ¿Iba usted, pues, frecuentemente a esta tienda?
El testigo. -- Sí, precisamente para vigilar ese comercio.
El abogado.-- ¿Puede usted hacerme una descripción de ella?
(El testigo se presta al juego de muy buena gana. Sitúa el mostrador, las estanterías, la ventana del fondo, dice las dimensiones aproximadas, etc., todo lo cual no provoca ningún incidente.)
El abogado. -- Usted ha visto, por la ventana del fondo que da al patio, darse mutuamente papales la acusada y el oficial.
[137]
El testigo. -- Exactamente.
El abogado. -- ¿Puede usted precisar entonces dónde se encontraban ellos en el patio y dónde se encontraba usted en la tienda?
El testigo. -- Los dos cómplices estaban al pie de una escalera que conduce a la habitación del oficial, la acusada reclinada en la barandilla, su interlocutor muy próximo a ella, lo que daba que pensar...
El abogado. -- Esto me basta. (Dirigiéndose al tribunal y entregando un papel): Señores, no hay ningún sitio desde el cual pueda verse la escalera en cuestión: he aquí un plano de la casa trazado por un perito geómetra.
(Sensación. El Presidente examina el documento, lo pasa a sus asesores, reconoce lo evidente, y después, al testigo):
El Presidente. -- ¿Mantiene usted su declaración?
El testigo. -- Es decir que... No soy yo quien lo ha visto... Fue uno de mis agentes quien me suministró un informe a petición mía... Yo...
El Presidente (secamente).-- Puede retirarse.
La continuación del proceso carece de importancia pues el testigo no fue
detenido en plana audiencia por ultraje al magistrado o falso testimonio, y
puesto que la acusada, habiendo reconocido que siguió los cursos franco-alemán,
lo cual le había creado, decía ella, cierto número de relaciones amistosas con
algunos de la Kommandantur, fue condenada finalmente a una pena de prisión por
un conjunto de circunstancias que no le afectaban más que implícitamente.
Pero, si se hubiera acorralado al testigo, probablemente se hubiese descubierto
que el agente al cual pretendía haber solicitado un informe era inexistante y
que su declaración sólo era un conjunto de estos "se dice" que envenenan la
atmósfera de las pequeñas poblaciones donde todos se conocen.
Lejos de mí la idea de asemejar a éste todos los testimonios que han aparecido
sobre los campos de concentración alemanes. Mi propósito aspira solamente a
establecer que hubo algunos que no tienen nada que envidiarle, incluso entre
aquellos que tuvieron la mejor fortuna en la opinión pública. Y que aparte de la
buena o mala fe, hay tantos imponderables que influyen en el narrador, que
siempre es preciso desconfiar de la historia contada, especialmente cuando está
aún a lo vivo. Les Jours de notre mort, que consagraron el prestigioso de David
Rousset, son, desde
[138] el principio hasta el final, y en la mayoría de los hechos a los que el
autor se refiere, si no un conjunto de "se dice" que corrían en todos los campos
y que nunca se podía comprobar sobre el terreno, sí al menos, una serie de
testimonios de segunda mano yuxtapuestos - armoniosamente, hay que reconocerlo -
con el designio de servir una interpretación particular.
En esta obra, donde se trata de la verdad y no del virtuosismo, no se encontrará
ningún extracto de ellos.
* * *
Los textos que cito, están transcritos literalmente. En su mayoría, van
precedidos o seguidos por un comentario personal.
Para hacer más cómoda la confrontación, he clasificado a sus autores en tres
categorías: los que no estaban preparados para ser testigos fieles y a los
cuales - por lo demás, sin ninguna intención peyorativa - yo llamaría los
testigos menores; los psicólogos víctimas de una predisposición demasiado
pronunciada por el argumento subjetivo; y los sociólogos o los estimados como
tales.
En guardia hasta conmigo mismo, para no ser acusado de hablar sobre cosas que se
situarían un poco en exceso fuera de mi propia experiencia, de caer en el
defecto que yo reprocho a los otros y de arriesgar, por mi parte, alguna
retorsión de las reglas de la probidad intelectual, he renunciado
deliberadamente a presentar un cuadro de la literatura sobre los campos de
concentración. No se trata más que de una "ojeada", insisto aún, y sólo descansa
sobre hechos o argumentos que he podido apreciar por mí mismo.
El número de los autores recogidos está pues forzosamente limitado en cada
categoría y en el conjunto: tres testigos menores (3) (el abate Robert Ploton,
el hermano Birin, de las escuelas cristianas de Epernay, el abate Jean-Paul
Renard), un psicólogo (David Rousset), un sociólogo (Eugen Kogon). Fuera de
categoría: Martin-Chauffier. Una afortunada casualidad ha querido que fuesen
ellos los más representativos, la claridad de la exposición gana con ello y las
vías de la reconsideración del problema de los campos de concentración pueden
ser señaladas mejor.
El lector tratará naturalmente de situar estas posturas en el
[139] gran drama de la deportación, enfrente de sus trágicas consecuencias de
conjunto, sobre el plano humano, y quizás obtenga como conclusión que me he
detenido excesivamente en los detalles. Si yo recalco que los transportes de
Francia a Alemania se hacían a razón de cien en vagones destinados a recibir
cuarenta personas como máximo, y no a razón de ciento veinticinco como algunos
han pretendido, se observará que esto no mejora sensiblemente las condiciones
del viaje. Si yo preciso que un campo llevaba el nombre de Bergen-Belsen y no el
de Belsen-Bergen, no cambio nada, de seguro, en la suerte de los que allí se
internaba. Que la palabra "Kapo" esté formada por medio de las iniciales de las
que componen la expresión alemana "Konzentrationslager Arbeits Polizei", o
derive de la expresión italiana "Il Capo", no tiene en sí ninguna importancia. Y
los malos tratamientos, el hambre, la tortura, etc., que hayon tenido lugar en
un campo u otro, quedarán siempre como malos tratamientos, los haya visto o no
el que los refiera, hayon sido cometidos directamente por la S.S. o por una
persona interpuesta de los presos escogidos cuidadosamente.
Observaré por mi parte que un conjunto está compuesto por detalles y que un
error de detalle de buena o mala fe, además de ser susceptible de falsear la
interpretación en el espectador, le lleva lógicamente a dudar de todo si lo
descubre. A dudar solamente cuando no hay más que un error: si hay muchos...
Se me comprenderá meajor si me remito a un suceso que entretuvo a la actualidad
hace algunos años. Poco antes de la segunda guerra mundial, un estudiante
extranjero, aprovechando un momento de descuido de los guardianes, robó en el
Louvre un cuadro de Watteau conocido por el nombre de El indiferente. Algunos
días después, lo devolvió o se le encontró en su casa, pero le había hecho
sufrir una pequeña modificación: molesto por la mano que se elevaba en un ademán
que todos los especialistas consideraban incompleto, sea a causa del propio
maestro o bien por la depredación, la había apoyado sobre un bastón. Este bastón
no cambiaba en nada el personaje. Por el contrario, armonizaba maravillosamente
con su apostura. Pero él determinaba el sentido de su indiferencia y modificaba
sensiblemente la interpretación que se podía dar en sus causas o en su
finalidad. Por ejemplo, se podía sostener que esta interpretación hubiese sido
diferente si en vez del bastón se hubiese puesto en su mano un par de guantes o
se hubiese dejado caer negligentemente un ramo de flores.
[140]
A pesar de que no se pueda jurar que en el origen, si el bastón no existió
efectivamente en el cuadro, él no había estado en las intenciones de Watteau más
que el par de guantes o el ramo de flores, se le borró y se puso de nuevo el
cuadro en su sitio. Si se le hubiera dejado subsistir, nadie habría notado una
disonancia, ni en el propio cuadro, ni en el general de las galerías de pintura
del Louvre. Pero si, en vez de limitarse a la corrección de El indiferente,
nuestro estudiante se hubiese atrevido a resolver todos los enigmas de todos los
cuadros, si hubiera colocado un antifaz de terciopelo sobre la sonrisa de la
Gioconda, sonajeros en las manos de todos los Niños Jesús que reposan,
admirados, en las rodillas y en los brazos de vírgenes inmóviles, gafas a
Erasmo, etc., si se hubiera dejado subsistir todo esto, ¡imagínese el aspecto
que habría tomado el Louvre!
Los errores que se pueden censurar en los testimonios de los deportados son del
mismo orden que el bastón de El indiferente, o una máscara fortuita sobre el
rostro de la Gioconda: sin modificar sensiblemente el cuadro de los campos, han
falseado el sentido de la historia.
Pasando de un hecho al otro y asociándolos, el deportado de buena fe tiene la
misma impresión que si recorriese las galerías de un Louvre de atrocidades
totalmente revisado y corregido.
Así será también para el lector si, antes de pronunciar su juicio sobre cada uno
de los textes citados, haciendo abstracción de otras consideraciones, se
pregunta si su autor podría mantenerlo íntegramente ante un tribunal
regularmente constituido y que además fuese minucioso.
Mâcon, 15 de mayo de 1950.