PROLOGO DEL AUTOR
PARA LA SEGUNDA Y TERCERA EDICIONES FRANCESAS
«Las armas del enemigo no son tan mortíferas comno las mentiras con las que los
jefes de las víctimas llenan el mundo; el canto odioso del enemigo es menos
desagradable al oído que las frases que, como una saliva repugnante, manan de
los libros de los necrólogos.»
Manès SPERBER. (Et le Buisson devint cendre.)
Ambas partes de esta obra han sido publicadas separadamente:
-- la primera, o la experiencia vivida (El paso de la línea) en 1949,
-- la segunda, o la experiencia de los otros (La mentira de Ulises propiamente
dicha) en 1950, bajo la forma de un estudio crítico de la literatura de los
campos de concentración, pues pensé que, en un asunto tan delicado, convenía
administrar la verdad a pequeñas dosis.
De esta disposición de ánimo han intentado aprovecharse algunos para sembrar la
desconfianza sobre mis intenciones. Si El paso de la línea, generalmente acogido
con simpatía, sólo provocó vagos rechinamientos de dientes, y sin consecuencias,
de determinado sector, La mentira de Ulises fue causa efectivamente de una
violenta campaña de prensa cuyo origen estaba en la misma Asamblea Nacional.
Paralelamente, Albert Paraz, autor del prefacio, el editor y yo mismo, fuimos
llevados ante el Juzgado, (donde salimos absueltos, y después ante el Tribunal
de Apelación, donde fuimos condenados (27) aunque el propio fiscal general,
haciendo justicia a nuestras conclusiones, pidiese la confirmación pura y simple
del juicio de faltas.
Al Tribunal de Casación corresponde ahora el resolver el litigio,
[288] pero la opinión pública, a la que se informa en sentido único, está
desorientada, y, por poco inclinada que esté a intervenir en la polémica, se ha
hecho indispensable el desenmarañar para ella las circunstancias bastante
confusas que han creado el clima de este asunto. Así se matarán dos pájaros de
un tiro, pues no se puede dejar de poner al mismo tiempo ante los ojos del
lector las pruebas convincentes (28).
Al llegar en pleno debate sobre la amnistía, La mentira de Ulises, que la
justificaba a su manera, fue acogida por algunos como un asunto especialmente
político, y es por este lado sutil por el que se le intentó dar ese carácter
exclusivo.
Por una enfadosa casualidad, el prefacio de Albert Paraz contenía un aserto
jurídicamente insostenible (29) respecto a las circunstancias del arresto y
deportación del señor Michelet, en aquel entonces diputado y líder parlamentario
del R.P.F. El señor Guérin, entonces diputado del M.R.P. de Lyon, se aprovechó
de esto no para protestar contra la publicación de la obra, a pesar de que
hábilmente lo haya aparentado, sino para intentar desacreditar a uno de los
principales militantes que le hacía la más temible competencia electoral. Así
pues, La mentira de Ulises fue explotada primeramente por un movimiento político
contra otro, y ya había bastante para hacer desesperar al historiador...
Fue durante una intervención incidental del señor Guérin, cuando se incorporó la
acción extraparlamentaria con miras a impresionar a la opinión pública. En la
Asamblea Nacional, el diputado de Lyon me incluyó entre «los responsables de la
colaboración con el ocupante y los apologistas de la traición» (30).
Patéticamente, había exclamado:
«Parece, mis queridos colegas, como si no hubiese habido nunca cámaras de gas en
los campos de concentración... Eso es lo que se puede leer en este libro.» (J.O.
del 2 de noviembre de 1950. Debates parlamentarios.)
[289]
¡El señor Guérin no leyó la obra!
Sin leer más, todos los periódicos en los que causan estragos los periodistas
improvisados por cierta resistencia (31) tras la liberación, continuaron el tema
y me hicieron decir las cosas más inverosímiles.
Tres asociaciones de deportados, internados y víctimas de la ocupación alemana,
pidieron al Juzgado de Bourg-en-Bresse que ordenase el secuestro del libro, la
destrucción de los ejemplares ya puestos en venta, y nos condenase en conjunto a
la ligera suma de un millón de francos por daños y perjuicios. Más prudente, el
Comité de acción de la Resistencia se abstuvo de toda manifestación hostil, no
porque no tuviese el deseo, sino por temor a quedar en ridículo. El Partido
comunista, que habla iniciado una ofensiva, advirtió a liempo que se arriesgaba
nuevamente a poner a Marcel Paul, a Casanova, y al coronel Manhes en una
delicada situación y realizó una prudente retirada. Pero el Partido socialista,
al que he representado en el Parlamento, después de haber sido durante muchos
años el jefe de una de sus federaciones departamentales, me excluyó de su seno,
«a pesar del respeto que impone mi persona», dice la sentencia que me ha sido
comunicada por el Comité supremo (32).
Tales fueron las primeras escaramuzas de una ofensiva poco gloriosa y que no
tuvo mucho éxito. La mala fe que la caracterizó, no se desmintió después ni por
un instante.
* * *
Louis Martin-Chauffier, que bailó en la cuerda floja en casi todos los
movimientos ideológicos de la mitad del siglo, tomó el mando de la segunda
oleada de asalto.
Como yo había señalado - de paso - una de sus impericias de pluma, se creyó
obligado a corregirla con otra (página 163 y nota marginal), a tomar nuevamente
el tema de Maurice Guérin y a demostrar que además no sabía leer.
«Todos los deportados han mentido - afirma Paul Rassinier -, quien niega la
existencia de las cámaras de gas», escribió en cabeza de un artículo cuyo
título: «Un falsario y calumniador cogido en flagrante delito» (Droit de vivre,
15 de noviembre a 15 de diciembre de 1950), me hubiese permitido por sí solo -
si hubiese sentido el deseo de darle la respuesta en el mismo tono - el obtener
sustanciosas reparaciones de cualquier Juzgado.
El abanderado de la tercera oleada fue Rémy Roure, en los siguientes términos:
[290]
«Este Rassinier describe en la siguiente forma el campo de Buchenwald: "Todos
los bloques, geométrica y agradablemente puestos sobre la colina, están
comunicados entre sí por calles de hormigón; unas escaleras de cemento y en
rampa conducen a los bloques más elevados; delante de cada uno de ellos hay
pérgolas, con plantas trepadoras, pequeños jardinillos con césped de flores, por
aquí, por allá, pequeñas glorietas con surtidores o estatuillas. La plaza, que
cubre algo así como medio kilómetro cuadrado, está totalmente pavimentada, tan
limpia que en ella no se podria perder un alfiler. Una piscina central, con
trampolín, campo de deportes, frescas sombras, un verdadero campo para colonia
de vacaciones, y cualquier transeúnte al que le fuese concedido el visitarlo en
ausencia de los presos, saldría convencido de que en él se lleva una vida
agradable, llena de poesía silvestre y especialmente envidiable, en todo caso
fuera de toda medida común con los azares de la guerra que son el destino de los
hombres libres..."
»Hago un llamamiento a mis camaradas de Buchenwald: ¿reconocen ellos su campo?»
(Force ouvriè re, jueves 25 de enero de 195l.)
Rémy Roure puede hacer el llamamiento a sus camaradas de Buchenwald: esto no se
encuentra en La mentira de Ulises. Cogido en flagrante delito ante el Juzgado de
Bourg-en-Bresse, se excusó y tuvo a bien el reconocer (Le Monde, 26 de abril)
que no habiendo leído la obra solamente me citaba según Maurice Bardèche (33).
Ahora bien, si es exacto que Maurice Bardèche citó este pasaje en su Nuremberg
II no lo es menos que lo tomó de El paso de la línea - donde se encuentra para
dar una idea de la instalación material no del campo de Buchenwald sino del de
Dora en su último período - y que muy honestamente no buscó el desfigurar su
sentido aislándole de su contexto.
Añado aún, por molesto que le resulte a Rémy Roure, que considerando ausentes a
los detenidos - lo digo claramente: ¡en ausencia de los presos! - el campo de
Dora se asemejaba a la descripción que
[291] he hecho de él, y todos los que lo han conocido son del mismo parecer.
Cuando los presos volvían a él, después de una larga y agotadora jornada de
trabajo, la burocracia le daba otro aspecto diferente, y lo que precede y sigue
al pasaje que bastante a la ligera se me reprocha - ¡y que para las necesidades
de la causa Rémy Roure reemplaza hábilmente por unos puntos suspensivos! - lo
dice en términos precisos.
Le perdono de buena gana a Rémy Roure esta mala acción. Aunque sólo sea porque
en el mismo artículo ha escrito esto:
«Los mandos de los KZ (34), l os Kapos, jefes de bloque, Vorarbeiter y
Stubendienst, presos también que vivían de la muerte lenta de sus compañeros.»
que es uno de los temas principales de La mentira de Ulises, probado así de
brillante manera, y que es muy exactamente lo contrario de lo que todos los
destajistas de la literatura de los campos de concentración, con David Rousset a
la cabeza, habían escrito hasta ahora.
Pero yo planteo esta cuestión: lo que procediendo de mí fuese una calumnia y una
difamación, ¿sería palabra de evangelio y respetable procediendo de Rémy Roure?
¿O no será más bien que él no me perdona el haber sido el primero en intentar
dar a conocer esta horrible verdad?
* * *
Haré caso omiso de los venenosos sueltos en los periódicos, inspirados por las
asociaciones de deportados, que publicaron por complacencia cada ocho o quince
días periódicos como Franc-Tireur, L'Aube, L'Aurore, Le Figaro, etc., para
mantener a la opinión pública en estado de alerta. Llegaron a tomarse tales
licencias respecto a la objetividad, que el título de la obra se había
convertido en La leyenda de los campos de concentración...
En marzo, la ofensíva llevada contra nosotros creció hasta el delirio.
Un periodista de escasa categoría, prestándome generosamente la tesis, escribió
en Le Progrès de Lyon:
« ¡Los malos tratos, una leyenda! ¡Los hornos crematorios, una leyenda! ¡Las
barreras eléctricas, una leyenda! ¡Los muertos por grupos de diez, una leyenda!
»
Y el mismo Jean Kréher, el abogado que habían escogido las asociaciones de
deportados, ayudaba en el Rescapé, órgano de los deportados, con esto que según
él se deduce de mi estudio:
«... Pues si nosotros estábamos saciados de salchichón, de excelente margarina,
si todo estaba previsto para que se nos cuidase y se nos diese n las
distracciones necesarias, si el crematorio es una institución exigida por la
higiene, si la cámara de gas es un mito, si, en una palabra, los de la S.S. se
mostraban llenos de atenciones hacia nosotros, ¿de qué se queja la gente?»
[292]
El lector decidirá por sí mismo si se puede sacar esto como conclusión de lo que
yo he escrito.
Toda esta gente, por otra parte, ha hecho muchos esfuerzos para nada. La
«verdad» que ellos querían hacer prevalecer no ha prevalecido, y el descrédito
que han intentado en vano echar sobre nosotros, recae hoy sobre ellos desde el
momento en que, independientemente del sensible descalabro que les acaba de
infligir el Tribunal de Casación, en Le Figaro Littéraire del 9 de octubre de
1954, André Rousseaux, que sin embargo puso por las nubes e indistintamente a
todos los destajistas de la literatura de los campos, ya había llegado él mismo
- probablemente bajo la influencia del sentimiento del público - a plantearse
esta cuestión:
«Pero para los supervivientes del infierno, la condición de ex deportados ¿no se
ha hecho muy rápidamente análoga a la de los ex combatientes de todas las
guerras: hay muchas más víctimas que testigos?»
Pues esta manera de hablar, que visiblemente sólo usa la forma de pregunta por
una precaución de estilo, supone ante la historia una condena total, sin
apelación, y mucho más valiosa que la sentencia del Tribunal de Casación, de
todos estos testimonios tan orientados como interesados, contra los cuales he
sido el primero en poner al público en guardia.
La desgracia es - ¡ay! - que llega un poco tarde.
Y también lo es el que una literatura tan sospechosa como lo era la de los
campos de concentración en su misma inspiración, que una literatura que hoy ya
nadie toma en serio y que será un día la vergüenza de nuestro tiempo, haya
suministrado durante años sus principios fundamentales a una moral (que era la
apología del bolchevismo - ¡esto tiene su importancia! -) y a una política (35)
su garantía (que era el bandolerismo, justificado por la razón de Estado). Todo
esto viene de aquello.
* * *
[293]
Y ahora veamos el fondo de la discusión, que un ejemplo hará más accesible...
Acaba de aparecer en Hungría un nuevo testimonio sobre los campos de
concentración alemanes, del que Les Temps Modernes se ha encargado de divulgarlo
en Francia. Se trata de S.S.-Obersturmbannführer Doctor Mengele, por el doctor
Nyisz1i Miklos, y se refiere al campo de Auschwitz-Birkenau.
La primera idea que le viene a uno a la mente es que este testimonio no ha
podido aparecer en Hungría más que con el asentimiento de Stalin, a través de
los intermediarios, de los Martin-Chauffier de este país, cuyos poderes como
miembros directivos de la asociación equivalente a nuestro C.N.E. (36), son lo
bastante amplios para permitirles impedir que se publiquen allí obras similares
a La mentira de Ulises.
Solamente por este motivo ya resultaría sospechoso.
Pero no es ésta la cuestión.
Este doctor Nyisz1i Miklos pretende entre otras cosas que en el campo de
Auschwitz--Birkenau, cuatro cámaras de gas (37), de 200 metros de largo (sin
precisar la anchura) duplicadas con otras cuatro de idénticas dimensiones en las
que se preparaban las víctimas para el sacrificio, asfixiaban diariamente 20.000
personas; y que cuatro hornos crematorios, cada uno con 15 parrillas de tres
plazas, las incineraban a medida que iban llegando. Añade que, por otra parte,
otras 5.000 personas eran también suprimidas diariamente por medios menos
modernos, y quemadas en dos inmensas hogueras al aire libre. Incluso añade que
él ha asistido personalmente durante un año a estas matanzas sistemáticas.
Yo afirmo que todo esto es manifiestamente inexacto, y que no es necesario que
uno haya sido deportado para poder establecerlo con un poco de buen sentido.
Como el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau fue construido
efectivamente a partir de finales de 1939, y evacuado en marzo de 1945, al ritmo
de 25.000 personas diarias - si creyésemos al doctor Nyisz1i Miklos - habría que
admitir que durante cinco años habrían muerto en él unos 45 millones de
personas, de las que 36 millones habían sido incineradas después de la asfixia
en los cuatro hornos crematorios, y 9 millones en las dos hogueras al aire
libre.
Supuesto que sea perfectamente posible que las cuatro cámaras de gas hayan sido
capaces de asfixiar a 20.000 personas diariamente (a 3.000 por tanda, dice el
testigo), no lo es en absoluto que los cuatro hornos crematorios las hayan
podido incinerar a medida que las iban recibiendo. Aun cuando hubiese quince
parrillas de tres plazas. Ni siquiera aunque la operación sólo necesitase 20
minutos, como pretende el doctor Nyisz1i Miklos, lo cual también es falso.
[294]
Tomando estas cifras como base, la capacidad de absorción de todos los hornos
funcionando paralelamente no hubiese sido más que de 540 por hora, o sea 12.960
por cada día de 24 horas. Y a este ritmo sólo se hubiese podido terminar de
destruirlos algunos años después de la liberación. A condición, bien entendido,
de no perder un minuto durante cerca de diez años. Si uno se informa ahora en el
Père-Lachaise (38) sobre la duración de una incineración de tres cadáveres en
una parrilla, advertirá que los hornos de Auschwitz tendrían que quemar todavía,
y pasaría bastante tiempo antes de que se extinguiese su fuego.
Paso por alto las dos hogueras al aire libre, que tenían - dice nuestro autor -
50 metros de largo, 6 de ancho y 3 de profundidad, y en medio de las cuales se
habrían logrado quemar 9 millones de cadáveres durante los cinco años
Hay, por lo demás, otra imposibilidad, al menos en lo relativo al exterminio con
el gas: todos los que se han ocupado de este problema están de acuerdo en
declarar que «en los escasos campos donde las hubo» (como dice E. Kogon) las
cámaras de gas no estuvieron en estado de funcionar hasta marzo de 1942, y que a
partir de septiembre de 1944, algunas órdenes - que al igual que aquéllas a las
que anulaban siguen sin encontrarse - prohibieron el utilizarlas para asfixiar.
Al ritmo señalado por el doctor Nyisz1i Miklos se llega todavía a los 18
millones de cadáveres en estos dos años y medio, cifra que, no se sabe por qué
virtud de las matemáticas, Tibère Krémer, su traductor ha reducido
autoritariamente a 6 millones (39).
Y yo planteo esta nueva y doble cuestión: ¿qué interés podía haber en exagerar
así el grado del horror, y cuál ha sido el resultado de esta general manera de
proceder?
Se me ha respondido que reduciendo las cosas a sus proporciones reales, en una
teoría universal de la represión, yo no tenía otro propósito que el de reducir
al mínimo los crímenes del nazismo.
Yo tengo otra respuesta preparada, y ahora ya no hay ninguna razón para no
publicarla. Antes de darla, quisiera someter todavía a la apreciación del lector
un incidente significativo acerca de la mentalídad de nuestra época.
Como lector de Les Temps Modernes, naturalmente también he participado a esta
revista las reflexiones que me había sugerido la publicidad que ella hacía al
doctor Nyisz1i Miklos.
La respuesta que he recibido de Merleau-Ponty es la siguiente:
[295]
«Los historiadores tendrán que plantearse estas cuestiones. Pero en la
actualidad esta manera de examinar los testimonios tiene por resultado el
sembrar la desconfianza sobre ellos, como si no tuviesen la precisión que uno
tendría derecho a esperar. Y como en el momento en que nos encontramos la
tendencia es más bien a olvidar los campos alemanes, esta exigencia de verdad
histórica rigurosa estimula una falsificación en masa consistente en admitir a
grosso modo que el nazismo es una fábula.»
Encontré sabrosa esta respuesta, y no me preocupé de responderle a Merleau-Ponty
que él se olvidaba de los campos rusos e incluso... ¡de los franceses!
Pues si es necesario admitir esta doctrina, y que la exigencia de una verdad
histórica rigurosa estimula ya una falsificación masiva en la actualidad, uno se
pregunta con angustia a qué monstruosidad corre el riesgo de llevarnos la
falsificación en masa de ahora en el campo de la historia. Basta solamente con
imaginarse lo que pensarán los historiadores del futuro, acerca del abominable
proceso de Nuremberg, del cual ya es evidente que ha hecho retroceder en dos mil
años la evolución de la humanidad en el terreno cultural, es decir a la condena
de Vercingétorix por Julio César presentada como un crimen en todos los manuales
de Historia.
Las relaciones que Merleau-Ponty, catedrático de filosofía, establece entre los
efectos y las causas, no parecen ser de un rigor excepcional, y esto prueba que
limitándose cada uno a su oficio, también en la filosofía ... . ¡las cosas
estarían mejor hechasl
* * *
Además de mi tesis sobre la burocracia de los campos de concentración, cuyo
determinante papel en la sistematización del horror ya he señalado, el nuevo
aspecto bajo el cual presento las cámaras de gas ha banderilleado
dolorosísimamente a los inventores de truculencias sobre los campos de
concentración. Ambas cosas están íntimamente ligadas y esto explica todo.
Hay un cierto número de hechos, referentes a esta irritante cuestión, que no
pueden haber escapado en absoluto a las personas honradas.
Primeramente, todos los testigos (40) están de acuerdo en este hecho evidente
que diez de ellos (41), citados contra mí por el querellante (42) han venido a
confirmar en el Juzgado de Bourg-en-Bresse: ningún deportado vivo - pido perdón
a Merleau-Ponty que responde tan a la ligera por el doctor Nyisz1i Miklos - ha
podido ver
[296] realizar exterminios por este medio. Cien veces he hecho personalmente la
experiencia, y a los insensatos que pretendían lo contrario les he confundido
públicamente: el último cronológicamente ha sido el famoso G..., del que habla
Albert Paraz. Estoy pues autorizado para decir que todos los que como David
Rousset o Eugen Kogon se han metido en minuciosas y patéticas descripciones de
la operación, no lo han hecho más que sobre habladurías (43). Esto - lo señalo
aún para evitar todo nuevo malentendido - no quiere decir en absoluto que no
haya habido cámaras de gas en los campos, ni exterminios con gas: una cosa es la
existencia de la instalación, otra su destino y otra su empleo efectivo.
En segundo lugar, merece señalarse que en toda la literatura sobre los campos, y
ante el tribunal de Nuremberg, no se pudiera presentar ningún documento que
probase que las cámaras de gas habían sido instaladas en los campos de
concentración alemanes con el propósito de emplearlas para el exterminio en masa
de los detenidos.
Algunos testigos, en su mayoría oficiales, suboficiales e incluso simples
miembros de la S.S. llegaron a decir ciertamente en el banquillo que habían
realizado exterminios con gas y que habían recibido la correspondiente orden:
ninguno de ellos ha podido presentar la orden tras la cual se amparaba, y
ninguna de estas órdenes - excepto las que recojo en esta obra y que no prueban
absolutamente nada - ha sido encontrada en los archivos de los campos tras la
liberación. Ha habido que creer pues en la palabra de estos testigos. ¿Quién me
prueba que ellos no han dicho esto para salvar la vida en la atmósfera de terror
que comenzó a reinar en Alemania desde el momento de su aplastamiento?
A propósito de esto, he aquí una pequeña historia que trata de otra orden dada
según dicen por Himmler y que se encuentra muy difundida entre la literatura de
los campos de concentración: la de hacer saltar todos los campos al aproximarse
las tropas aliadas, y exterminar de este modo a todos sus ocupantes, incluyendo
guardianes.
El médico de la S.S. jefe de la enfermería de Dora, doctor Plazza, lo confirmó
cuando fue capturado, y con ello salvó la vida (44). En el tribunal de Nuremberg
se le empleó contra los acusados que negaban. Ahora bien, en Le Figaro Litéraire
del 6 de enero de 1951, con el título de Un judío negocia con Himmler, y la
firma de Jacques Sabille, se ha podido leer:
«Fue gracias a la presión de Gunther, ejercida sobre Himmler por conducto de
Kersten (su médico personal), como la orden propia de caníbal para hacer saltar
los camp os al aproximarse los aliados - si n preocuparse de los guardianes -
quedó en letra muerta.»
[297]
Lo cual significa que esta orden, recibida por todo el mundo y comentada
abundantemente, no ha sido dada nunca.
Como suceda así con las órdenes de exterminio con gas...
Entonces, se me dirá, ¿por qué estas cámaras de gas en los campos de
concentración?
Probablemente - y sencillamente - porque la Alemania en guerra, habiendo
decidido transportar a los campos el máximo de sus industrias, para sustraerlas
a los bombardeos aliados, no tenía ningún motivo para hacer una excepción en sus
industrias químicas.
Que hayan sido realizados exterminios con gas me parece posible, aunque no
cierto: no hay humo sin fuego. Pero que hayan sido generalizados hasta el punto
en que la literatura sobre los campos de concentración ha intentado hacerlo
creer, y dentro de un sistema organizado posteriormente, es falso con seguridad.
Todos los oficiales de caballería de nuestras colonias tienen un látigo, del
cual les está permitido hacer uso, tanto según la concepción personal que tengan
de la presunción militar como según el temperamento de su caballo: la mayoría se
sirven también de él para golpear a los autóctonos de los países donde causan
estragos. Del mismo modo, puede que algunas direcciones de campos (45) hayan
empleado para asfixiar cámaras de gas destinadas para otro uso.
Una vez que hemos llegado a esto, la última cuestión que se puede plantear es la
siguiente: ¿por qué los autores de testimonios han acreditado con un espíritu de
cuerpo tan notable la versión que sobre esto circula?
Sencillamente: porque habiéndonos robado sin la menor vergüenza en lo que a
alimentos y vestidos se refiere, habiéndonos maltratado, zaberido, golpeado
hasta tal punto que no se podría describir, y que ha causado la muerte al 82 por
100 de nosotros - como dicen las estadísticas -, los supervivientes de la
burocracia de los campos de
[298] concentración han visto en las cámaras de gas el único y providencial
medio de explicar todos estos cadáveres, y de poderse disculpar de ellos (46).
Pero esto no fue lo peor: el colmo es que hayan encontrado historiógrafos
complacientes.
Por lo demás, no es nuevo en nuestra literatura el tema del ladrón que grita más
fuerte que su víctima, y ahoga su voz para desviar la atención de la multitud.
Nadie se ha preguntado nunca por qué no fue posible - salvo en la época de los
cupones suplementarios de racionamiento, que era lo único que unía entre sí a
los deportados - el constituir asociaciones viables de deportados, de tipo
departamental o nacional. Esto se debió a que la masa de supervivientes no
tiende a reunirse en agrupaciones fraternales bajo las órdenes de los aduladores
de sus antiguos guardianes, que son casualmente los promotores de los diferentes
movimientos que intentan atraerla.
Los otros elementos de la respuesta a la doble pregunta que planteaba hace un
momento, se encontrarán a lo largo de la obra, y más especialmente en su
conclusión.
* * *
Uno de los elementos de esta respuesta no figura sin embargo en la obra: lo
constituye el proceso del campo de Struthof, que aún no había tenido lugar en
las fechas en las cuales fueron escritas ambas partes.
Al igual que el libro del doctor Nyisz1i Miklos este proceso puso en evidencia
cierto número de inverosimilitudes respecto a las causas de la muerte de los que
estuvieron detenidos en este campo.
Al leer las conclusiones dictadas por el Comisario del gobierno contra los
acusados, que eran médicos de la Facultad de Estrasburgo a los que se acusaba de
las experiencias médicas que habían hecho con presos, me encuentro, según el
periódico Le Monde, con lo siguiente:
l. * «Que a uno de ellos, se le acusa de haber ordenado la muerte de 87
israelitas, hombres y mujeres, llegados de Auschwitz, y que fueron ejecutados en
la cámara de gas para enviar sus cadáveres rápidamente a Estrasburgo, con el fin
de proveer las colecciones anatómicas del catedrático ale mán.»
[299]
2. * Que se dice del segundo: «Convengo de buena gana en que la primera serie de
experiencias no ha provocado ninguna muerte.»
3.* Este comentario: «Se trata ahora de saber si las experiencias sobre el tifus
han provocado muertes. El capitán Henriey (es el Comisario del gobierno que
interpela) reconoce que quizá no puede presentar la prueba, pero estima que el
tribunal puede apoyar su convicción en presunciones cuando son suficientes, como
sucede en este caso. Estas presunciones las encuentra en los testimonios y en
las consideraciones del juicio de Nuremberg (47); en las mentiras de Haagen (es
el doctor encartado) y en sus disimulos durante los primeros interrogatorios.
Piensa que estos hechos deben permitir al tribunal el responder afirmativamente
a la cuestión planteada: ¿se ha hecho culpable Haagen de envenenamientos?»
Esto prueba con toda evidencia que no se han podido cargar más que 87 muertos a
causa de la cámara de gas de Struthof y de las experiencias que allí han tenido
lugar. Si este número, relativamente reducido en comparación con las
afirmaciones que la literatura ha ampliado a la generalidad de los campos, no
quita nada al horror del hecho (dando por cierto, bien entendido, que
contrariamente a los alegatos del acusado, no se trata de un incidente ajeno a
su voluntad), no puede hacer olvidar que millares y millares de presos - decenas
de millares, quizá - han muerto en este campo, ni impedir el que uno se pregunte
cómo y por qué han muerto.
El que yo haya sido poco más o menos el único en orientar a las personas sobre
este trágico aspecto del problema de los campos, suministrándoles al mismo
tiempo los elementos de apreciación, es decir los motivos que han hecho de cada
campo una gran «Balsa de la medusa» (48), dice bastante sobre la miseria de
nuestra época.
Los médicos de Struthof se han defendido alegando que las experiencias a las
cuales se dedicaron, habían sido realizadas en las mismas condiciones de
seguridad que experiencias similares hechas en Manilla por los ingleses, en
Sing-Sing por los norteamericanos (49), y en sus colonias por los franceses. Un
eminente profesor de Casablanca vino a confirmarlo ante el Tribunal, como ya
otros antes que él lo habían confirmado ante el tribunal de Nuremberg, si se
cree en lo expuesto en la magistral tesis de doctorado (Cruz gamada contra
caduceo) del médico de la Marina francesa François Bayle, publicada en Francia
[300] en 1950. Este profesor de Casablanca incluso contó cómo cierto número de
negros murieron por los efectos de una vacuna ensayada en 6.000 de ellos...
Este argumento ciertamente carece de valor: no se pueden excusar las malas
acciones propias con las de los otros.
Pero el argumento del Comisario del gobierno requiriendo la condena de los unos
por presunciones - ¡es él quien lo conflesa! - e ignorando a los otros, de los
cuales conoce hechos tan reprensibles y materialmente comprobados, carece
asimismo de valor: se diría mejor que los unos son culpables porque son
alemanes, y los otros inocentes porque son ingleses, norteamericanos o
franceses.
Es esta manera de probar y de juzgar, cuya justificación radica en el más
primitivo de los chauvinismos, la que permite declarar que seiscientas personas
quemadas en una iglesia y un pueblo destruido en Oradour-sur-Glane (Francia) son
víctimas del más abominable de los crímenes, mientras que centenas y centenas de
millares de personas - ¡también mujeres, ancianos y niños! - exterminadas en
Leipzig, Hamburgo, etc. (Alemania), en Nagasaki e Hiroshima (Japón), en las
condiciones que se sabe, es decir, igualmente atroces, constituyen una
indiscutible y heroica hazaña.
Es ella también la que permite evitar la acusación contra el verdadero y gran
responsable de todo: ¡la guerra!
La guerra: la de 1914-18, cuya consecuencia fue el nazismo, el cual utilizó - y
no inventó, como generalmente se cree (50) - los campos de concentración, en el
seno de los cuales la guerra de 1939-45 ha hecho posible contra la voluntad de
los hombres, tanto de los verdugos como de las víctimas, el atroz régimen que se
sabe.
Pero esto ya no pertenece al asunto más que incidentalmente.
* * *
Bien entendido, tendremos la elegancia o la audacia de pensar, que no depende ni
del Juzgado de Bourg-en-Bresse ni del Tribunal de Apelación de Lyon, ni siquiera
del Tribunal de Casación, el que tengamos razón o no: el abogado Dejean de la
Batie ha hecho observar muy juiciosamente en nuestro nombre, que la discusión a
la cual se nos había desafiado sólo se concebía en las sociedades de eruditos o
en cualquier otro lugar en el que los hombres estén acostumbrados a discutir de
los problemas sociales, pero no ante un tribunal.
Pero los improvisados dirigentes de las asociaciones de deportados, en favor de
los cuales juegan tan complacienternente las fuerzas del Estado, no conciben
otras verdades salvo las que están decretadas, y a las cuales el gendarme da
curso obligatorio en la opinión pública. No están contra el campo de
concentración por ser tal campo, sino porque se les ha encerrado a ellos mismos
en él: apenas liberados han pedido que se meta dentro a los otros. No hay riesgo
por tanto: ¡a la sala de las sociedades de eruditos ya se guardarán de
invitarnos!
[301]
Pues bien, yo rehúso por mi parte a dejarme condenar al silencio, entre la
discusión sin salida que se nos ha propuesto ante los jueces, y la que se nos
niega ante la opinión pública.
Escribiendo La mentira de Ulises tuve la impresión de seguir a Blanqui,
Proudhon, Louise Michel, Guesde, Vaillant y Jaurés, y de volverme a encontrar
con otros como Albert Londres - Dante no vio nada - el doctor Louis Rousseau -
Un médico en presidio - Will de la Ware y Belbenoit - Los compañeros de la besa
- Mesclon - Cómo he sufrido 15 años de presidio -, etc., todos los cuales han
planteado el problema de la represión y del régimen penitenciario a partir de
las mismas averiguaciones y en los mismos términos que yo, por lo cual todos
ellos recibieron también una simpática acogida del movimiento socialista de su
época.
Que los adversarios más encarnizados de la obra se encontrasen precisamente
entre los dirigentes del Partido socialista y del Partido comunista - ¿unidad de
acción? - se explica quizá por la curiosa y supuesta ley de los vaivenes
históricos. Es indudable que Alain Sergent, habiendo considerado el régimen
penitenciario francés tomando también sus unidades de medida en el movimiento
socialista tradicional - Un anarquista de la bella época, Edic. del Seuil -, fue
sobre todo fuera del movimiento socialista donde encontró mayor aceptación.
Y que, en el debate sobre la amnistía que tuvo lugar recientemente en la
Asamblea nacional, la actitud de los representantes del Partido socialista y del
Partido comunista ha podido ser registrada como una prueba redundante, que
producía el efecto de una adopción de postura sistemática y casi doctrinal.
Siento que esta toma de posición no tenga otras referencias que los conceptos
caducos de Nación, Patria y Estado. Por este motivo los que presumen de ser los
herederos espirituales de los Partidarios de la Commune, de Jules Guesde y de
Jaurés, han sido conducidos insensiblemente a salir fiadores de una literatura
que ocultando los datos elementales del problema de la represión en un cultivo
del horror, apoyado en una falsedad histórica, ha creado a la vez una atmósfera
de homicidio en Francia y ha abierto un foso insondable entre Francia y
Alemania. Independientemente de otros resultados tan paradójicos en otros
numerosos terrenos.
En uno de sus momentos de sinceridad, David Rousset les había prevenido sin
embargo con las siguientes palabras:
«La verdad es que tanto la víctima como el verdugo eran innobles; que la lección
de los campos es la fraternidad en la abyección; que si tú mismo no te has
portado con ignominia es solamente porque te ha faltado el tiempo y las
condiciones no eran apropiadas del todo; que no existe más que una diferencia de
ritmo en la descomposición de los seres; que la lentitud del ritmo es inherente
a los grandes caracteres; pero que el sedimento, lo que hay debajo y sube, sube,
sube, es absolutamente, horriblemente, la misma cosa. ¿Quién lo creerá? Visto
que los supervivientes no lo sabrá n más. Ellos inventarán también insulsas
truculencias, simples héroes de cartón. La miseria de centenas de millares de
muertos servirá de tabú a estas estampas.» (Los días de nuestra muerte, página
488, Ed. de París, 1947.)
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Ellos ponen cara de no entenderlo.
Y él mismo, demasiado preocupado en llevar ante el Juzgado a los Comunistas de
los cuales hizo la apología, sin duda alguna lo había olvidado.
* * *
El lector todavía podrá meditar provechosamente acerca de algunos hechos del
mismo género, como son los siguientes:
-- El 26 de octubre de 1947, todos los periódicos publicaron el siguiente
suelto:
« Un italiano, Pierre Fiorelini, ha sido acusado de haber dado muerte a siete de
sus com pafñeros en la época de Bergen- Belsen.
»Era enfermero, un enfermero por lo demás con métodos sanitarios bastante
curiosos. Su placer consistía en tocar la armónica y hacer bailar al son de este
instrumento a los otros detenidos. Si ellos se negaban, les apaleaba.
»Un día que tuvo que cuidar a un teniente enfermo, le condujo al lavabo, le
lavó, y después, como el otro protestaba por la brusquedad de sus movimientos,
le mató a palos. Los compañeros de la víctima intentaron impedirlo. Fiorelini
dio muerte uno tras otro a seis de ellos.
»Hoy es acusado por los supervivientes de este bloque.»
En el periódico Le Monde del 18 de enero de 1954, Jean-Marc Théolleyre - uno de
los escasos cronistas de nuestra época cuya objetividad apenas puede ser puesta
en duda - dando cuenta del proceso de Struthof describe a uno de los escasos
presos que haya tenido que responder ante la justicia de su comportamiento en
los campos:
«De todos estos acusados había uno del cual se esperaba con curiosidad el
interrogatorio. Era Ernst Jager, que no habín sido de la S.S. Una vez preso,
perteneció a esta raza tan detestada - si no más - en los campos, la de los
Kapos. Propiamente, tuvo en Struthof el título exacto de «Vorarbeiter», es
decir, de preso responsable de un grupo de trabajo a las órdenes de un Kapo. Por
esta razón golpeó, apaleó y mató tanto o quizá más que uno de la S.S.
»Jager es la encarnación de lo que puede hacer de un hombre la vida de los
campos de concentración. ¿Cuál
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fue su vida? A los cuarenta años ha pasado veinticuatro en prisión. De la
libertad le ha quedado solamente el recuerdo de unos tiempos en los que él fue
marino, sin poder decir más, y del día de 1930 en el que en un muelle hirió
mortalmente a uno de la S.A. durante una riña. Se le condenó a siete años de
reclusión. En la cárcel tuvo vagas noticias sobre el advenimiento del nazismo.
É1 no debió descubrirlo verdaderamente hasta que, una vez cumplida la pena, fue
informado por el nuevo régimen de que continuaría detenido con la denominación
de asocial. Desde entonces llevó sobre su chaquetilla el triángulo negro, y fue
de un campo a otro. Pero antes de arrojarle en ellos, la Gestapo empezó por
esterilizarle. Del mundo de los campos de concentración ha conocido el período
más horrible. Fue en esta época en la que toda la población de los campos estaba
formada por judíos, gitanos, asociales, pederastas, chulos y ladrones. Era ya el
período del exterminio, y sólo escapaba a él el que tenía bastante valor para
hacerse lobo a fin de no ser devorado (51).
»Todos querían vivir pero cada uno de ellos quería vivir contra los demás. A
cualquier precio, sin importarles cómo. Ellos instauraron y desarrollaron en los
campos todos los métodos del «gangster». Cuando se le nombró Vorarbeiter en
Struthof fue porque se sabía que tenía la capacidad necesaria. Contaminado por
esta existencia envilecedora, se ha ahogado en la corriente de inmundicias. Sus
nervios no han resistido. Ha debido ser - pues hubo de ellos - de los que
llegaron a tomar tal odio a esta vida en los campos, que todos los seres que
llevaban el traje, estos fantasmas famélicos y desesperados, se les hicieron
odiosos. Entonces venían los golpes, los accesos de rabia.»
Esta es una explicaclón a la que sin duda alguna no renunciaría Freud, pero no
tiene gran valor.
Por lo demás, Jean-Mare Théolleyre se equivoca, esta vez de cierto, cuando
escribe:
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«Entonces, ¿qué tenían de común con ellos estos presos políticos, estos
triángulos rojos: comunistas y socialistas alemanes, resistentes franceses,
polacos o checos? Dueños del campo, se proponían permanecer como tales. Fue
aquélla la época en la que los delincuentes comunes golpeaban y mataban en un
santiamén, en la que los «políticos» se ponían de acuerdo para organizar su
resistencia, para dejar ver su disciplina, su capacidad de mando, y acababan por
contraatacar arrebatando uno a uno los puestos clave en la vida interior del
campo.»
¿Lo que ellos tenían de común? Pero apreciado Jean-Marc Théolleyre, una vez en
el poder, en los campos, se comportaron exactamente como los delincuentes
comunes, y es Jager quien os lo dice en estos términos que, muy honestamente,
expone usted en su relación del hecho:
«Yo no he dado malos tratos. Muy al contrario, soy yo quien ha sido golpeado por
los políticos. Son ellos quienes se han mostrado como los peores, pero a ellos
nunca se les ha dicho nada. ¿Por qué se guarda hasta tal punto rencor a la gente
como nosotros, los triángulos verdes o los triángulos negros? Cuando yo llegué a
Struthof, no fueron los soldados de la S.S. los que me golpearon, sino los
políticos. Pues bien, hasta ahora nunca se ha visto a uno solo de ellos ante un
tribunal. Y sin embargo el Kapo jefe de Struthof, que era uno de ellos y que
hizo peores cosas que yo, ha conseguido el sobreseimiento.»
En otro periódico, y también a propósito del proceso de Struthof, otro cronista
de tribunales refiere:
«Otros varios testigos se han presentado para dar a conocer la muerte de un
joven polaco, que por haberse dormido no se incorporó lo bastante de prisa en la
plaza. Conducido a fuerza de golpes por Hermanntraut, fue arrojado
inmediatamente sobre la especie de mesa que servía para dar las palizas. De este
modo recibió veinticinco garrotazos terribles que otros dos presos se vieron
obligados a darle.»
En esta obra se encontrará la historia de Stadjeck, curiosa réplica en Dora del
Fiorelini de Bergen-Belsen, y las de algunos otros cuyo comportamiento fue
idéntico al de Jager o al de estos dos desdichados que fueron obligados - ¡o se
ofrecieron! - a aplicar los 25 terribles garrotazos a uno de sus compañeros de
infortunio: delincuentes comunes o políticos, situándose los segundos tras los
primeros al frente de la propia administración penitenciaria, hubo en los campos
millares y millares de Fiorelini, de Stadjeck, de Jager y de individuos
dispuestos a ofrecerse para apalear.
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Se sabe de algunos delincuentes comunes a los cuales se les pidieron cuentas.
A los políticos no se les exigieron cuentas y por eso no se conoce ninguna de
ellos. Si se quiere saber todo, no era posible pedir cuentas a los políticos:
aprovechándose de la confusión de las cosas y del desorden de aquellos tiempos,
los políticos, que ya habían tenido la habilidad de suplantar a los delincuentes
en los campos - con métodos que dependían de las leyes del medio y que
consistían en inspirar confianza al mismo tiempo a la S.S., lo cual no es de
escaso interés - tuvieron también, llegado el momento, la de transformarse en
fiscales y en jueces a la vez, resultando así que fueron los únicos a los que se
les dio el poder para exigir cuentas. En su pasión por ver culpables en todas
partes, hubiesen fusilado a todo el mundo y ni siquiera advirtieron que al
frente de los campos de concentración ellos no habían tenido otro papel - ¡sólo
que en peor! - que el que, por ejemplo, ellos reprochaban a Pétain por haberse
ofrecido a ponerse al frente de la Francia ocupada.
Tales eran aquellos tiempos, que, de momento, nadie advirtió lo que ellos habían
hecho.
La gente descubrió después que se había precipitado demasiado al reconocer al
Partido comunista el papel de un partido gubernamental, que la mayoría de los
fiscales y de los jueces eran comunistas, y que por cobardía, por inconsciencia
o por cálculo aquellos que casualmente no lo eran hacían el juego al comunismo a
pesar de todo. Por este medio indirecto de la necesidad política, se acabó por
descubrir también una parte de la verdad sobre el comportamiento de los presos
políticos en los campos de concentración. Pero esta necesidad política no es
todavía evidente más que en el espíritu de cierta clase: la clase dirigente, que
acerca del comunismo sólo guarda en la memoria lo que la amenaza de un modo
directo y a ella exclusivamente. Es por lo que todavía no se sigue conociendo
más que una parte de la verdad: sólo se la conocerá enteramente el día en que
las otras clases sociales, y especialmente la clase obrera, se hayan fijado a su
vez en los no menos oscuros designios del comunismo en lo que se refiere a ellas
y en su verdadera naturaleza.
Evidentemente esto tardará en llegar.
Sin embargo, ahora tenemos la suerte de ver multiplicarse en la literatura, las
declaraciones del mismo género que ésta que Manés Sperber pone en boca de uno de
sus personajes, ex deportado político:
«En el terreno político, no hemos flaqueado, pero, en el aspecto humano, nos
hemos encontrado del lado de nuestros guardianes. La obediencia, en nosotros,
iba al encuentro de sus decisiones ... » (Y el matorral se hizo cenizas.)
A la larga, estas confesiones saldrán a la luz, liberándose de la contradicción
que consiste en pensar que se puede flaquear en el terreno humano sin ceder en
el plano político, y no quedará más que: «Nos hemos encontrado del lado de
nuestros guardianes.»
[306] Sin duda habrán perdido entonces este carácter de excusa voluntaria que
ellos mismos se querían dar, pero habrán ganado en el sentido de una sinceridad
tan conmovedora que la disculpa absolutoria vendrá del público, lo cual será
mucho mejor.
Otra cosa extraña: mientras que la literatura en su conjunto, y no sólo la
relativa a los campos, no siempre busca esta explicación más que superándose
ella misma en la descripción de las crueldades de todo tipo del enemigo,
mientras que los historiadores, cronistas y sociólogos ceden a este fetichismo
del horror que es el signo característico de nuestra época, el sentimiento
popular, por el contrario, ya se manifiesta por reacciones de una inesperada
circunspección, como atestigua este extracto de la carta de un lector, publicada
por Le Monde el 17 de julio de 1954:
«El que haya podido suceder todo esto no se explica solamente por la bestialidad
de los hombres. La bestialidad está limitada, sin saberlo ella, por la
moderación del instinto. La naturaleza es ley sin saberlo. El terror que nos ha
sobrecogido nuevamente al leer las reseñas de Metz ha sido engendrado por
nuestras paradojas de intelectuales, por nuestro aburrimiento de antes de la
guerra, por nuestra pusilánime decepción ante la monotonía del mundo sin
violencia, por nuestras curiosidades nietzscheanas, por nuestro hastiado
semblante con respecto a las «abstracciones» de Montesquieu, de Voltaire, de
Diderot. La exaltación del sacrificio por el sacrificio, de la fe por la fe, de
la energía por la energía, de la fidelidad por la fidelidad, del ardor por la
vehemencia que proporciona, la llamada al acto desinteresado, es decir, heroico:
he aquí el origen permanente del hitlerismo.
»El romanticismo de la fidelidad por sí misma, de la abnegación por sí misma,
unía a est os hombres que ó verdaderamente - no sabían lo que hacían, a no
importa quién y para cualquier tarea. La razón consiste precisamente en saber lo
que se hace, en pensar un contenido. El principio de la sociedad militar en el
que la disciplina suple al pensamiento, en el que nuestra conciencia está fuera
de nosotros, pero que en un orden normal se subordina a un pensamiento político,
es decir universal, y de él extrae su razón de ser y s u nobleza, se encontraba
solo - ante la desconfianza general con respecto al pensamiento razonable sup
uestamente ineficaz e impotente - para gobernar el mundo.
»Desde entonces pudo hacer todo del hombre. El proceso de Struthof nos trae a la
memoria, frente a las metafísicas demasiado orgullosas, que la libertad del
hombre sucumbe en el sufrimiento físico y en la mística. Con tal que aceptase su
muerte, hace poco todo hombre podía pretender ser libre. Vemos por consiguiente
que la tortura física, el hambre, el frío o la disciplina, más fuertes que
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la muerte, rompen esta libertad. Incluso en sus últimas posiciones, allí donde
se consuela de su impotencia de actuar, de permanecer como pensamiento libre, la
voluntad ajena penetra en ella y la esclaviza. La libertad humana se reduce de
este modo a la posibilidad de prever el peligro de su propia decadencia, y a
defenderse contra ella. Hacer leyes, crear instituciones racionales que le
ahorrarían las pruebas de la abdicación, ésta es la única oportunidad favorable
del hombre. El romanticismo de lo heroico, la pureza de los estados de ánimo que
se bastan a sí mismos, hay que sustituirlos nuev amente, colocando en su lugar -
que es el primero - la contemplación de las ideas que hace posibles las
repúblicas. Estas ú1timas se desmoronan cuando ya no se lucha más por algo sino
por alguien.
Emmanuel Levinas
Con esto está dicho todo: el principio de la sociedad militar en la que la
disciplina suple al pensamiento que se encontraba solo para gobernar el mundo;
la libertad del hombre que sucumbe en el sufrimiento físico y en la mística; la
bestialidad limitada solamente por la moderación del instinto; las leyes y las
instituciones racionales necesarias que son susceptibles de ahorrar al hombre
las pruebas de la abdicación, leyes que no existían, que no existen y que son su
única oportunidad favorable...
El razonamiento, ciertamente, sólo està hecho sobre el hombre que ha abdicado y
se transforma en verdugo. Pero también vale para la víctima:
«Respecto a la cuestión de saber si el sufrimiento prue ba aIgo para el que lo
padece - escribe aún Manés Sperber - me parece sumamente dificil. En cambio, me
parece cierto que el sufrimiento no refuta a su autor, al menos en la historia.»
(Y el matorral se hizo cenizas.)
Esto es tan cierto, que las víctimas de ayer son los verdugos de hoy y
viceversa.
* * *
Ahora ya sólo me queda el agradecer indistintamente y en su conjunto a todos los
que han hablado animosamente en favor de La mentira de Ulises.
Se me ha dicho que entre ellos habla fascistas y he sonreido ligeramente: al ser
precisamente los que me lo echaban en cara, aquellos que reclamaban
paralelamente el secuestro de la obra y pedían, en todos sus periódicos, que
fuesen decretadas contra casi todo el mundo, prohibiciones de escribir, de
hablar e incluso de desplazarse, ¿cómo no iba yo a pensar que eran ellos los que
se comportaban como fascistas?
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También se me ha dicho que había colaboracionistas de la época de la ocupación,
y me he consolado al comprobar qué más bien eran reputados como tales, y que en
todo caso, tenían buenas relaciones con un impresionante número de resistentes
auténticos!
Finalmente, he observado, sobre todo en el amplió campo de la opinión que va de
la extrema derecha a la extrema izquierda, que muchas personas siguen pensando o
vuelven a pensar en todos estos problemas, no con arreglo a las estrechas normas
de las sectas, capillas y partidos, sino con referencia a los valores humanos.
Y esto me parece que justifica todas las esperanzas.
Paul Rassinier.
Mâcon, diciembre de 1954.
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