EL PAPA DE HITLER PÍO XII Y EL TERCER REICH
Al igual que buena parte de los políticos europeos de la época, Pío
XI quiso pactar con Hitler, apaciguar a la bestia. Ésta es la
historia de los difíciles acuerdos entre Hitler y la Santa Sede, de
una encíclica perdida que podría haber cambiado la historia del
mundo y de la muerte poco clara del papa que, demasiado tarde, quiso
plantarle cara al mal que se había instalado en Alemania.
Las relaciones entre el movimiento nazi y la Iglesia no habían
empezado con buen pie. El marcado sentido pagano del que estaba
teñida buena parte de la ideología hitleriana no podía ser visto con
buenos ojos por los jerarcas de la Iglesia alemana. Según la
teoría nazi, dado que el cristianismo tenía sus raíces en el
Antiguo Testamento, quien estaba contra los judíos debía estar
igualmente contra la Iglesia católica. Los nazis invocaban «la
indispensable arma del espíritu de la sangre y de la tierra contra
la peste hebrea y el cristianismo».
En una viñeta publicada en el
periódico Der Stürmer, perteneciente a uno de los órganos del
partido nazi en 1934, un judío, ante la
imagen de Cristo en la cruz, dice: «... Le hemos matado, le hemos
ridiculizado, pero somos defendidos todavía por su Iglesia...». En
otra viñeta del mismo periódico publicada en 1939, un sacerdote
católico es presentado mientras estrecha dos grandes manos: una con
la estrella judía y la otra con la hoz y el martillo.
No obstante, esta hostilidad era mutua. Prueba de ello es lo
publicado en su día en Der Gerade Weg (El Camino Recto), el
semanario católico de mayor circulación en Alemania: «Nacionalsocialismo significa enemistad con las naciones vecinas, des
potismo en los asuntos internos, guerra civil, guerra internacional. Nacionalsocialismo significa mentiras, odio, fratricidio y
miseria desencadenada. Adolf Hitler predica la ley de las mentiras. Habéis caído víctima de los engaños de alguien obsesionado con
el despotismo. Despertad».1
1. Der Gerade Weg, núm. 37, 11 de septiembre de 1931.
Parecía evidente que el Gott mituns (Dios está con nosotros) que se
leía en el emblema de los nazis no se refería al Dios de los
católicos. Los diáconos luteranos, en cambio, habían sido mucho más
complacientes con el nuevo movimiento. Luteranos eran, por ejemplo,
los miembros del Movimiento Alemán Cristiano, de carácter
abiertamente antisemita y nacionalista, muchos de cuyos miembros
terminaron engrosando las filas del partido nazi. Es algo que no
debería sorprendernos si tenemos en cuenta que el mayor antisemita
de la historia alemana después de Adolf Hitler fue, precisamente,
Martín Lutero, el fundador del protestantismo. El consejo de
Lutero relativo a los judíos era:
«Primero, sus sinagogas o iglesias
deben quemarse... Segundo, sus casas deben asimismo ser derribadas y
destruidas... En tercer lugar, deben ser privados de sus libros de
oraciones y talmudes en los que enseñan tanta idolatría, mentiras,
maldiciones y blasfemias. En cuarto lugar, sus rabíes deben tener prohibido, bajo pena de muerte,
enseñar jamás...».2
El nombramiento de Hitler como canciller fue aplaudido por los
protestantes, mientras que los obispos católicos condenaron las
teorías nazis mediante las siguientes prohibiciones:
• Los católicos no podían pertenecer al Partido Nacionalsocialista
ni asistir a sus concentraciones. • Los miembros del partido no podían recibir los sacramentos ni
ser enterrados como cristianos. • Los nazis no podían asistir en formación a ningún acto católico,
incluidos los funerales.3
2. Encyclopedia Judaica, volumen III, McMillan, Nueva York, 1971.
Cita de Acerca de los judíos y sus mentiras, Martín Lutero, 1543.
3. Cornweil, John, op. cit.
A consecuencia de esto, el partido católico Zentrum fue apoyado y
votado en masa por los judíos.
No obstante, este panorama iba a cambiar de manera radical con el
nombramiento del arzobispo Eugenio Pacelli, antiguo nuncio de Su
Santidad en Alemania, y futuro Pío XII, como secretario de Estado
del Vaticano.
Inmediatamente después de su ordenación como obispo en 1917, Pacelli
tuvo que dejar Roma para establecerse en Alemania, donde
permaneció los siguientes trece años. Curiosamente, la nunciatura
se encontraba en Munich, frente al edificio que más tarde se
convertiría en la Casa Marrón, la cuna del nazismo.
Pacelli se encontró un país desestructurado y destruido por la
guerra. Nada más llegar fue testigo de la revolución proletaria en
Munich en 1918. En una carta a Gasparri, describió así los acontecimientos:
Un ejército de trabajadores corría de un lado a otro dando órde
medio, una pandilla de mujeres jóvenes, de dudosa apariencia
judías como todos los demás, daba vueltas por las salas con sonrisas
provocativas, degradantes y sugestivas. La jefa de esa pandilla de
mujeres era la amante de Levien [dirigente obrero de Munich], una
joven mujer rusa, judía y divorciada [...]. Este Levien es un hombre
joven, de unos 30 o 35 años, también ruso y judío. Pálido, sucio,
con ojos vacíos, voz ronca, vulgar, repulsivo, con una cara a la vez
inteligente y taimada.4
Pero la misión principal de Pacelli tenía que ver poco con su
evidente antipatía personal hacia los revolucionarios judíos. A
pesar de su mayoría protestante, Alemania contaba con una de las
mayores poblaciones del planeta. Además, la Iglesia había gozado
tradicionalmente de una amplia autonomía garantizada por una serie
de concordatos con los gobiernos regionales. Una de las principales
misiones de Pacelli en Alemania era «la imposición, a través del
código de derecho canónico de 1917, de la suprema autoridad papal
sobre los obispos católicos, clérigos y fieles».5
Para lograr este fin, tuvo que renegociar los concordatos existentes
con los Estados regionales alemanes y propiciar una alianza entre
todas las fuerzas de la derecha alemana6 con la esperanza de poder
negociar un concordato con la propia nación alemana que sirviera
para solidificar definitivamente la autoridad del Vaticano.
4. Cornweil, John, op. cit.
5. Ibid
6 Lacroix-Riz, Annie, Le Vatican, lEurope et le Reich, de la
premiere guerre mondiale a la guerre froide.Armand Colin, Paris,
tercera edición
CAMBIO DE TÁCTICA
A pesar de los incendiarios comentarios de sus correligionarios
sobre temas religiosos, el fervor fanático de Hitler no nublaba en
absoluto su juicio. Sabía perfectamente que, le gustase o no, el
éxito del Tercer Reich pasaba necesariamente por mantener unas
buenas relaciones con el Vaticano. En su obra Mein Kampf (Mi lucha)
recuerda a sus lectores como el partido católico venció al mismísimo
Bismarck cuando éste intentó hacer una política denominada
Kulturkampf (Lucha cultural).7
En aquella época, los colegios
religiosos pasaron a ser controlados por el Estado, la Compañía de
Jesús fue prohibida, comités laicos se hicieron cargo de las
propiedades de la Iglesia y los obispos que se resistieron a estas
medidas fueron multados, arrestados o tuvieron que exiliarse. Sin
embargo, el resultado fue el contrario del esperado. La oposición
católica se unió ante la amenaza común, cristalizando esta alianza
en la creación de un poderoso partido católico, el Zentrum.
7. Hitler, Adolf, Mein Kampf, 1925.
Hitler tenía muy claro que el nacionalsocialismo no podía permitirse
el lujo de incurrir en los mismos errores que la Kulturkampf, así
que decidió incorporar el cristianismo al texto de sus discursos,
presentando a los judíos no sólo como los enemigos de la raza aria,
sino también de toda la cristiandad:
«No importa si el judío individual es decente o no. Posee ciertas
características que le han sido dadas por la naturaleza y nunca
podrá librarse de ellas. El judío es dañino para nosotros... Mis
sentimientos como cristiano me inclinan a ser un luchador por mi
Señor y Salvador. Me llevan a aquel hombre
que, alguna vez solitario y con sólo unos pocos seguidores, re
conoció a los judíos como lo que eran, y llamó a los hombres a
pelear contra ellos... Como cristiano, le debo algo a mi propio
pueblo».8
Además, no hay que olvidar que el propio Hitler era católico. De
niño asistía a clases en un monasterio benedictino, cantaba en el
coro y, según su propio relato, soñaba con ser ordenado sacerdote.9
Hitler nunca renunció a su catolicismo:
«Soy ahora, como antes, un católico, y siempre lo seré», enfatizó
a uno de sus generales.10 La Iglesia, por su parte, premió esta
fidelidad no excomulgándole a pesar de sus múltiples excesos.
Por su parte, el recién nombrado secretario de Estado, el cardenal
Pacelli, estaba igualmente interesado en mejorar las relaciones con
la Alemania de Hitler. En esta alianza, Pacelli veía dos ventajas
muy importantes. Por un lado, Hitler era una garantía de que el
comunismo no fructificaría en Alemania.
El comunismo era el gran
enemigo en la época del pontificado de Pío XI, que sostenía que
«el comunismo es intrínsecamente perverso porque socava los
fundamentos de la concepción humana, divina, racional y natural de
la vida misma y porque para prevalecer necesita afirmarse en el
despotismo, la brutalidad, el látigo y la cárcel». Por otro lado,
contar con los favores del Führer podría conducir a la firma de un
concordato tan ventajoso como el establecido con Mussolini en su
día.
8. Hitler's Third Reich: A Documentary History, editada por L.
Snyder, NelsonHall, Chicago, 1981. Cita del discurso pronunciado
el 12 de abril de 1922 e impreso en el Volkischer Beobachter el 22
de abril de 1922.
9. Shirer, William L., The Rise ana fall ofthe Third Reich, Simón &
Schuster, Nueva York, 1960.
10. Toland, John, Adolf Hitler, Doubleday, Nueva York, 1976. Cita de
Heeresadjutant bei Hitler, 1938-1943, del general G. Ángel, 1974.
LA POLÍTICA HACE EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE CAMA...
Pacelli contaba con la ventaja que le proporcionaba su período como
nuncio en Alemania y estaba sumamente familiarizado con los
entresijos políticos del país. Tenía, además, múltiples contactos
en el Zentrum; el más importante de ellos era su gran amigo Ludvig
Kaas, un sacerdote que llegó a presidente de esta formación
política. A través de Kaas, Pacelli presionó al partido para que
negociara una alianza con Hitler.
Cuando Heinrich Brüning fue
elegido canciller, Pacelli le sugirió que le ofreciera a Hitler un
puesto en el gabinete. Al quedar patente que el canciller no estaba
dispuesto a atender semejante sugerencia, tanto el Vaticano como
el presidente de su propio partido le retiraron su apoyo, dejando
al gobierno a merced de sus enemigos.
Brüning fue finalmente sustituido por Franz von Papen, que a
instancias de Kaas convenció al presidente Hindenburg, que a la
sazón miraba con recelo y desdén a los nazis, para que llamara a
Hitler para formar gobierno. Adolf Hitler fue nombrado canciller
alemán el 28 de enero de 1933. Su partido, el nacionalsocialista,
estaba en minoría, pero Hitler tardó sólo tres días en convocar
nuevas elecciones.
En la campaña electoral para las elecciones del 5 de marzo de 1933,
se hizo patente, por primera vez, la oposición entre el nacionalsocialismo y el mundo católico. El 16 de febrero de 1933, en
un comunicado recibido en la secretaría de Estado del Vaticano, el
nuncio monseñor Cesare Orsenigo decía: «La lucha electoral en
Alemania ha entrado ya en su climax [...].
Por desgracia, también la
religión católica es utilizada con frecuencia por unos y por otros
con objetivos electorales. El Zentrum cuenta naturalmente con el
apoyo de casi la totalidad del clero y de los católicos y, con tal
de lograr la victoria, actúa sin preocuparse de las
ponencias que podrían derivarse para el catolicismo penosas
consecuencias que podrían derivarse para el catolicismo
en caso de una victoria adversaria».
Fn las elecciones del 5 de marzo, los nazis lograron diecisiete
millones de votos. Pero, con todo, la mayoría seguía rechazando a
Hitler, ya que ese resultado sólo representaba un 44 por 100. Hitler
no tenía en el Reichstag los dos tercios necesarios para hacer su
revolución y establecer la dictadura con el consentimiento del
Parlamento. Decidió entonces recurrir a un procedimiento
extraordinario recogido en la Constitución alemana y pedir al
Reichstag la aprobación de una ley de plenos poderes. Esto le
conferiría a su gabinete facultades legislativas durante los siguientes cuatro años.
Sin embargo, se necesitaban dos tercios de la Cámara para aprobar
una ley como ésa. Para cumplir este trámite parlamentario, los
nazis precisaban del apoyo del Zentrum, que se había mantenido
fuerte con un 14 por 100 de los votos. Este apoyo lo condicionó el
cardenal Pacelli a la firma de un concordato con el Vaticano.
Kaas
utilizó este compromiso, que calificó como «el éxito más grande que
se haya conseguido en cualquier país en los últimos diez años»,11 y
pudo reunir los apoyos parlamentarios que necesitaba Hitler, que de
esta forma subió al poder gracias a las gestiones secretas de la
Santa Sede. Con una mayoría absoluta por escaso margen, los nazis
aprobaron la ley de plenos poderes, que supuso que las relaciones
entre los nazis y el Vaticano subieran a un nuevo nivel.
11. Lewy, Guenter, The Catholic Church and Nazi Germany, Da Capo
Press, Nueva York,2000.
A partir de ese momento, la Iglesia alemana se vio forzada a
reconsiderar su actitud anterior hacia los nazis: «Sin revocar el
juicio expresado en declaraciones previas respecto a ciertos errores éticos y religiosos, el episcopado tiene confianza en que las
prohibiciones generales y avisos no necesiten ser tenidos en cuenta más. Para los cristianos católicos, para los que la voz de la
Iglesia es sagrada, no es necesario en este momento hacer admoniciones especiales para que sean leales al gobierno legalmente
establecido y cumplir concienzudamente para con los deberes de la
ciudadanía, rechazando por principio todo comportamiento ilegal o
subversivo».
De esta manera, el potencial de oposición al nazismo de
veintitrés millones de católicos alemanes quedaba anulado. Como
muestra del cambio de clima entre la Iglesia y el nazismo se
permitió que los católicos se afiliaran al partido y se volvió a
administrar los sacramentos a los nazis, incluso a aquellos
uniformados.
ANTES LA LEY QUE LA CONCIENCIA
Como sucedió anteriormente en Italia, el partido católico, en este
caso el Zentrum, quedaba entregado e indefenso en manos del
dictador. Hitler cumplió su parte del trato y el concordato se ter
minó de redactar el 1 de julio de 1933. Convencidas ambas partes
de las ventajas que ofrecía el acuerdo, su negociación sólo duró
ocho días. También, como en el caso italiano, los términos del
acuerdo eran sumamente favorables para la Iglesia.
Los católicos
alemanes quedaban sujetos al código de derecho canónico, las obras
sociales de la Iglesia recibirían apoyo popular y no se tolerarían
críticas públicas a la doctrina católica. Aquí también hubo un
sustancioso apartado económico que tomó forma con el establecimiento
del Kirchensteuer, un impuesto aplicable a todos los católicos
alemanes.12
12. Yailop, David, op. cit.
Este impuesto supuso un enorme caudal de recursos económicos para
la Iglesia, ya que se deducía directamente de la nómina de los
trabajadores y suponía un 9 por 100 del total del salario bruto.
Millones de marcos fluyeron en este concepto hasta casi el final de
la Segunda Guerra Mundial. Llama poderosamente la atención que este
impuesto, negociado y establecido por Hitler, aún esté vigente en
Alemania, y que constituya por sí solo entre el 8 y el 10 por 100 de
lo que recauda la hacienda germana.
A cambio de tanta generosidad, Hitler sólo pidió un pequeño favor
añadido: la disolución del Zentrum, petición que Pacelli le
concedió: «Se empeñaron en hacer un concordato a toda costa, y la
consecuencia fue la caída del partido católico Zentrum, lo que
dejaba el campo libre a Hitler».13 Además, Hitler se reservó como
garantía el artículo 16 del concordato, según el cual todos los
obispos alemanes estaban obligados a realizar el siguiente ju
ramento ante la Reichsstatthalter (la bandera del Tercer Reich):
«Juro ante Dios y sobre los Santos Evangelios y prometo, al con
vertirme en obispo, ser leal al Reich alemán y al Estado. Juro y
prometo respetar al gobierno constitucional y hacerlo respetar por
mis clérigos». El cardenal arzobispo emérito de Barcelona, Ricard
María Caries, dijo el 26 de abril de 2005, en una entrevista a
TV3, que «obedecer antes la ley que la conciencia lleva a
Auschwitz», en referencia a la obligatoriedad de los funcionarios de
celebrar bodas homosexuales. Sin meternos en el asunto de las bodas,
creemos que esa frase es perfectamente aplicable a los obispos que
realizaron aquel juramento.
13. Vivas, Ángel, «David Solar reconstruye El último día de Adolf
Hitler», El Mundo, 27 de junio de 2002.
Juramentos aparte, como ya había sucedido con Mussolini, el
entendimiento político no tenía nada que ver con la simpatía per
sonal. Como explicaba su colaboradora cercana, sor Pasqualina,
y que confirmaron otros testigos, Pacelli decía de Hitler lindezas
como:
«Este hombre está completamente exaltado; todo lo que dice y
escribe lleva la marca de su egocentrismo; es capaz de pisotear
cadáveres y eliminar todo lo que le suponga un obstáculo. No llego a
comprender como hay tantas personas en Alemania que no lo entienden
y no saben sacar conclusiones de lo que dice o escribe. ¿Quién de
éstos al menos se ha leído su espeluznante Mein Kampf?».
HORST WESSEL
Ajeno a estas opiniones, Hitler, a quien el papa piropeó diciendo
que era el estandarte más indicado contra el comunismo y el nihilismo,14 estaba encantado con el trato y «expresó la opinión de
que podía ser considerado como un gran logro. El concordato daba a
Alemania una oportunidad y creó un área de confianza que fue
particularmente significativa en el desarrollo de un frente contra
la judería internacional».15 Con el concordato, Hitler recibió el
mejor regalo que le podía hacer Roma para refrendar su golpe
parlamentario.
14. García de Cortázar, Fernando y Lorenzo Espinosa, José María, Los
pliegues de la tiara. Los Papas y la Iglesia del siglo XX, Alianza
Editorial, Madrid, 1991.
15. Cornweil, John, op. cit.
En el Consejo de Ministros celebrado el 11 de julio
de 1933, Hitler exponía ante el gabinete las ventajas del acuerdo,
que, según él, se centraban en tres aspectos principales:
• La Santa Sede se había visto finalmente obligada a negociar con un
partido al que había considerado anticristiano y enemigo de la
Iglesia. • El juramento de los obispos sometía a éstos al Estado y al
gobierno del Reich, un hecho que habría sido impensable apenas unos
meses antes. • La Iglesia renunciaba a la actividad política, dejando manos
libres a los nazis para operar a su antojo.
El acto de la firma tuvo lugar el 20 de julio de 1933. Los fir
mantes fueron Von Papen, en representación del Estado alemán, y
Pacelli, en la del Vaticano. Las declaraciones públicas fueron de
gran satisfacción por ambas partes. En una carta a los miembros del
partido fechada el 22 de julio, Hitler se congratulaba diciendo:
«El tratado muestra al mundo entero, clara e inequívocamente, que
la afirmación de que el nacionalsocialismo es hostil a la religión
es falsa».
Por su parte, el nuncio Orsenigo celebró una misa solemne
de acción de gracias en la catedral de Berlín, finalizándola con
la entonación del Horst Wessel Lied, el himno del partido nazi:
La bandera en alto, / la compañía en formación cerrada, / las S.A.
marchan / con paso decidido y silencioso. Los camaradas / caídos en el frente rojo / marchan en espíritu / en
nuestra formación. La calle libre / por los batallones marrones, / la calle libre / por
los soldados que desfilan. Millones, llenos de esperanza / miran la esvástica; / el día rompe,
/ para el pan y la libertad. Por última vez / es lanzada la llamada, / para la pelea / todos es
tamos listos. Pronto ondearán las banderas de Hitler / en cada calle / la escla
vitud / durará tan sólo un poco más.16
16. Die Fahne hoch / Die Reihen fest geschiossen / S.A. marschiert /
Mit ruhig festem Schritt.
Poco imaginaba Horst Wessel que el himno que compuso para el partido
nazi acabaría siendo entonado en una catedral católi, ca. Hijo de un
pastor protestante, abandonó sus estudios de Derecho en 1926 para
unirse a los camisas pardas de Hitler. Su notable inteligencia y
la fuerza de su convicción política hicieron que Joseph Goebbeis se
fijara en él, y en 1928 lo enviase a Viena con la misión de
organizar las juventudes del partido en la capital austríaca.
Wessel era un activista extremadamente violento. A su regreso a
Alemania organizó el ataque contra un local del Partido Comunista,
que se saldó con varios heridos. Esto provocó que Heinz Neumann,
editor del diario comunista Bandera Rofa, llamase a los miembros del
partido a «golpear a los fascistas dondequiera que se encuentren».
El 14 de enero de 1930, Wessel mantuvo una agria disputa con su
casera, que, a la sazón, era viuda de un antiguo miembro del Partido
Comunista. Las versiones de la pelea son muy diversas. Parece ser
que la casera afirmaba que Wessel se negaba a pagar la renta (o
que se la pretendió subir y aquél se negó a pagar la diferencia). La
situación pasó a mayores y la viuda afirmó que Wessel la amenazó con
golpearla. La discusión derivó hacia la novia de Wessel, que vivía
con él, y que o bien era prostituta o bien lo había sido, y el
activista nazi estaba ayudándola en su rehabilitación. En lugar de
acercarse a la policía, la rentera fue a pedir ayuda a una taberna
local frecuentada por comunistas. Es
tos vieron la oportunidad de vengarse de Wessel por el ataque
anterior.
Dos hombres, Ali Höhler y Erwin Rückert, un miembro activo
del partido, fueron al departamento de Wessel. Al abrirles éste la
puerta, Höhler le disparó en la cabeza. Horst Wessel falleció
varias semanas más tarde a causa de las heridas. El altercado fue
explotado de modo propagandístico tanto por los nazis como por los
comunistas, que presentaron a Wessel como un proxeneta y un
degenerado. Mientras tanto, los nazis organizaron un funeral
público para el nuevo mártir de la causa al que acudieron treinta
mil personas. Durante su desarrollo se cantaron unos versos que el
propio Wessel había escrito meses atrás, los mismos que unos años
después se entonarían en la catedral de Berlín.
CON PROFUNDA ANSIEDAD
Tras la firma del concordato, y con el dinero de los contribuyen
tes alemanes fluyendo ya hacia las arcas de la Santa Sede, el Vati
cano se mostró durante una larga temporada misteriosamente si
lencioso respecto a las actividades de los nazis. Ni siquiera la
Noche de los Cuchillos Largos del 30 de junio de 1934 fue sufi
ciente para romper este mutismo, a pesar de que en aquel san
griento ajuste de cuentas nazi no sólo cayeron miembros del propio
partido, sino prominentes personajes de la derecha católica
vinculados al Zentrum.
El 2 de agosto de 1934 falleció el presidente alemán, el mariscal
Hindenburg. Tan sólo una hora después se anunció que se unificaban
los puestos de presidente y canciller en la persona de Adolf Hitler.
Se convocó un plebiscito para ratificar la medida y, gracias a la
poderosa maquinaria de propaganda nazi en manos de Goebbeis, el día
19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por
abrumadora mayoría, convirtiéndose Adolf Hitler en amo absoluto de
Alemania.
A partir de ese momento
comenzó un sistemático acoso a los católicos alemanes. De hecho,
se puede decir que los únicos términos del concordato que respetó
Hitler fueron los económicos. La situación alcanzó tal extremo que
en enero de 1937 una delegación compuesta por tres cardenales y tres
obispos alemanes llegó al Vaticano para implorar el amparo del
papa ante los desmanes de Hitler.
Los delegados se encontraron con la desagradable sorpresa de un Pío
XI gravemente enfermo que los recibió en su dormitorio ante la
imposibilidad de levantarse de la cama. El papa no desconocía la
situación que venían a expresarle los prelados alemanes. En los
últimos años había tenido que firmar más de treinta notas de
protesta dirigidas al gobierno alemán.17
Tras aquella visita, Pío XI decidió que su paciencia ya se había
agotado y, pese a su precario estado de salud, decidió publicar una
encíclica —Mit brennender Sorge (Con profunda ansiedad)— que fue
leída en todos los pulpitos de Alemania el 14 de marzo de 1937. La
carta, en cuya elaboración intervinieron tanto Pacelli como el
cardenal Faulhaber, tuvo que ser introducida a escondidas en
Alemania. En ella, entre otras cosas, se denunciaba que el culto a
Dios estuviera siendo sustituido por un culto a la raza. La tesis
principal del texto era contraponer el liderazgo papal cuando se
trata de hacer frente a un régimen hostil que pretendía subordinar
la Iglesia al Estado. La primacía del papa se desarrollaba mediante
cuatro argumentos:18
1. La primacía es asignada al papa por las Sagradas Escrituras.
2. La primacía del papa es la principal garantía contra la división y la ruina.
3. Sólo la primacía del papa cualifica a la Iglesia para su misión
de evangelización universal. 4. La primacía del papa asegura que la Iglesia mantiene su carácter sobrenatural.
17. McBrien, Richard P., op. cit.
18. Alien, John L., All the Pope's Men: The Inside Story of How the
Vatican Really Thinks, Doubleday, Nueva York, 2004.
LA ENCÍCLICA PERDIDA
Sin embargo, los católicos alemanes necesitaban algo más tangible
que la primacía del papa para vivir entre los nazis. Los defensores del Vaticano suelen presentar esta encíclica como la prueba de
cargo de la condena de la Santa Sede a las actividades de Hitier.
Es posible que así sea, pero lo que no se puede discutir es que era
una condena muy tibia, en la que en ningún momento se hablaba de
manera explícita del antisemitismo, ni se mencionaba por su nombre a
Hitler o al nacionalsocialismo.
No obstante, la encíclica llegó en un momento en que los nazis
tenían la guardia baja y Hitler, enfurecido ante lo que consideró
una traición, recrudeció la represión contra los católicos alemanes.
Pacelli, en su puesto de secretario de Estado, intentó en vano
templar la situación. Pío XI miraba cada vez con mayor desagrado a
los dictadores de Alemania e Italia, y su aversión se acrecentó en
la medida en que los fascistas italianos fueron adoptando cada vez
más las doctrinas nazis, en especial en lo referente a asuntos
raciales.
En el verano de 1938, muy irritado por la confiscación de diversas
propiedades religiosas por los nazis y por su abierto acoso a los
sacerdotes católicos, el papa decidió preparar una nueva en
cíclica, Humani generis unitas (La unidad del género humano), en la
que denunció de forma mucho más decidida las tácticas terroristas
de los seguidores de Hitler. Esta encíclica habría sido elaborada
por un grupo de eruditos jesuítas en Roma dirigidos por John LaFarge
y completada el 10 de febrero de 1939.
El 15 de junio de 1938, LaFarge, de paso por Roma, fue llamado de
improviso por Pío XI. El papa le comunicó que tenía en mente
preparar una encíclica contra el racismo nazi. LaFarge no lo sabía,
pero Pío XI había leído con suma atención su Interracial Justice, un
libro donde el joven jesuíta había explicado de manera didáctica e
inapelable que la división del género humano en razas no tenía ni
fundamento científico, ni base biológica alguna, no era más que un
mito que servía para mantener los privilegios de las clases sociales
más favorecidas. La encíclica preparada por LaFarge era un
documento en el que el Vaticano plantaba cara al nazismo... El único
problema es que esa encíclica jamás vio la luz.
La historia de la encíclica perdida surgió por primera vez en
1972,19 y desde entonces ha sido motivo de polémica. Al parecer,
existe una copia que fue encontrada en 1997 entre los documentos
personales del cardenal Eugéne Tisserant. Intimo colaborador de Pío
XI, Tisserant ordenó que, tras su muerte, esta encíclica, junto con
otros papeles igualmente comprometedores para la Iglesia, fueran
custodiados en una caja de seguridad de un banco suizo.20 La
trascendencia de este documento es enorme.
De haberse publicado,
es posible que incluso hubiera podido cambiar la historia del mundo
tal como la conocemos actualmente. No sólo habría variado
drásticamente la forma en que los católicos alemanes, y del resto
del mundo, miraban el Tercer Reich, sino que posiblemente habría
servido de advertencia a Hitler, haciéndole más cauto, sobre todo
en la aplicación de su política racial, que, no lo olvidemos, tuvo
como resultado la muerte de seis millones de personas, asesinadas
en las más horribles circunstancias imaginables.
19. Castelli, Jim, «The Lost Encyclical», National Catholic
Repórter, 15 de diciembre de 1972.
20. Passelecq, Georges y Suchecky, Bernard, The Hidden Encyclical
ofPius XI, Harvest. Nueva York, 1998.
UN TEXTO VALIENTE
Al contrario de lo que sucedía con la encíclica anterior, este texto
no era ambiguo en lo concerniente a la condena de la persecución
de los judíos y, de haberse editado, los defensores de la política
vaticana durante el período hitleriano tendrían un sólido elemento
que mostrar a sus detractores. Algunos de los párrafos de la
encíclica son tan elocuentes como éstos:
«... Aquí proclaman rígidos ideólogos la unidad de la nación como
valor supremo. Allí ensalza un dictador las almas a través de ebrias
llamadas a la unidad de raza...» (p. 1).
«En esta hora, en la que tantas teorías contradictorias precipitan
al hombre hacia una sociedad caótica, la Iglesia se ve en la obliga
ción de hablar al mundo» (p. 2).
«La respuesta de la Iglesia al antisemitismo es clara e inequívo
ca» (p. 148).
A pesar de todo, el texto seguía, en parte, impregnado de la
tradicional inquina de la Iglesia católica hacia el judaismo.
La sección de la encíclica no publicada que trata del racismo es
irreprochable, pero las reflexiones que contiene sobre el judaismo
y el antisemitismo, pese a sus buenas intenciones, están impregnadas
del antijudaísmo tradicional entre los católicos. Los judíos,
explica el texto, fueron responsables de su destino. Dios los había
elegido como vía para la redención de Cristo, pero lo rechazaron y
lo mataron. Y ahora, «cegados por sus sueños de ganancias terrenales
y éxito material», se merecían la «ruina espiritual y terrenal»
que había caído sobre sus espaldas.
En otro apartado, el texto concede crédito a los «peligros espirituales» que conlleva «la frecuentación de judíos, en tanto
continúe su descreimiento y su animosidad hacia el cristianismo».
Así pues, la Iglesia católica, según el texto, estaba obligada
«a advertir y ayudar a los amenazados por los movimientos revolucionarios que esos desdichados y equivocados judíos han impulsado para destruir el orden social».21
La fecha prevista para la publicación del documento era el 12 de
febrero de 1939. El original esperaba en el despacho del papa para
que, en cuanto su delicada salud se lo permitiera, estampara su
firma en él, momento en el cual todo estaba ya preparado en la
imprenta vaticana para la producción de miles de copias que serían
distribuidas por todo el mundo.22 Sin embargo, en el Vaticano
había un amplio sector que miraba con aprensión la publicación de
esta encíclica, en especial debido a los imprevisibles efectos que
podría tener en las relaciones entre la Santa Sede y el gobierno
alemán, que a través del Kirchensteuer había pasado a convertirse en
uno de los principales financiadores del Vaticano.
EL PAPÁ DE CLARETTA
Desgraciadamente, el papa no vivió lo suficiente para avisar al
mundo de los peligros del fascismo, como era su deseo, y, tal vez,
evitar la guerra que se vislumbraba en el horizonte. Murió el 10 de
febrero, tan sólo dos días antes de la fecha prevista para la
publicación de la encíclica. No tuvo tiempo para pronunciar su
violento discurso contra el fascismo y el antisemitismo; su encí
clica tuvo que esperar cincuenta y seis años para ver la luz.23
21. Cornweil, John, op. cit.
22. Manhattan, Avro, Murder in the Vatican: American, Russian and
Papal Plots, Ozark Books, Springfield, 1985.
23. Meyer, Jean, «Del antijudaísmo al genocidio», Istor, revista de
historia, núm. 5, verano de 2001.
La muerte de Pío XI estuvo rodeada de una serie de circunstancias,
como poco, peculiares. Al parecer, Mussolini realizó intensas gestiones para que el doctor Francesco Petacci, padre de
Clara Petacci, la amante del Duce, fuera nombrado médico del papa.
Algunas fuentes apuntan a que la insistencia en este nombramiento
vino a raíz de una filtración a través de la cual Mussolini se
enteró de la existencia del proyecto de la encíclica. Sea como
fuere, lo cierto es que existen opiniones de que el doctor Petacci
actuó de forma sumamente irresponsable, desoyendo los consejos de
otros médicos que acudían a visitar al pontífice y negándose a
aplicar los tratamientos por ellos recomendados.
De hecho, pareció
sentirse bastante molesto con la plantilla médica que estaba al
cuidado del papa: un total de cuatro médicos y dos enfermeras, lo
que se tradujo en una visible mejoría que, sin embargo, remitió los
días 8 y 9 de febrero. A las 5.30 de la madrugada del día 10, el
papa fue declarado oficialmente muerto. Al parecer, nadie estaba
junto a él en el momento de expirar y la última persona que le vio
con vida fue, precisamente, el doctor Petacci.
Nada más producirse la muerte del papa, el doctor Petacci y el
cardenal Pacelli tomaron una determinación insólita: ordenaron el
inmediato embalsamamiento del cadáver, una práctica que había sido
abolida —como ya se vio— incluso en aquellos casos en los que las
circunstancias lo hubieran aconsejado, por ejemplo, la elevada
temperatura ambiente. También hubo un inexplicable retraso al
hacer público el fallecimiento del Santo Padre. Una hora después
de la muerte aún se rezaba en la Santa Sede por su recuperación.
Entre los papeles del cardenal Tisserant, se encuentran sus
diarios, en los que se relatan con todo lujo de detalles los
acontecimientos de aquella madrugada, así como la creencia de que el
papa había sido asesinado por medio de una inyección letal.24
24. Herfling, Ludwig, Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona,
1981.
El 2 de marzo de 1939, tras un cónclave sorprendentemente rápido de
apenas dos días de duración, el cardenal Pacelli fue elegido papa,
tomando el nombre de Pío XII. La elección de Pacelli había
coincidido con su 73 cumpleaños. La coronación de Pío XII tuvo lugar
el 12 de marzo de 1939. De la encíclica que aguardaba la firma de su
antecesor nunca más se supo.
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EL BANCO DE DIOS EL INSTITUTO PARA LAS OBRAS DE RELIGIÓN
Son muchos los que piensan que el Banco Vaticano es un mito. A fin
de cuentas, ¿para qué necesita el Vaticano un banco? Pero cerca de
la puerta de Santa Ana, en pleno corazón de la Santa Sede, se
encuentra el centro del que actualmente es la institución que más
especulaciones despierta de cuantas dependen de la Iglesia católi
ca. Se denomina oficialmente Instituto para las Obras de Religión,
aunque la religión es lo menos importante cuando hablamos de este
organismo.
Cuando pensamos en el Vaticano, la mayor parte de nosotros
imaginamos, erróneamente, que el edificio custodiado con mayor celo
es el que alberga sus archivos secretos. En las bóvedas del Archivo
Secreto descansan algunos de los documentos históricos esenciales
para entender la verdadera historia del mundo occidental. Los
archivos secretos del Vaticano fueron segregados de la Biblioteca
Vaticana en el siglo xvn por orden expresa del papa Pío IV.
Desde
entonces, y hasta finales del siglo XIX, nadie fuera del personal de
más alto rango de la Santa Sede pudo volver a
poner su vista sobre estos documentos, lo que hizo avivar siglos de
rumores sobre su naturaleza. A día de hoy, los archivos secretos
todavía permanecen separados del resto de los fondos documentales
de la Santa Sede. Los expertos con debida acreditación pueden
consultar en la actualidad ciertos documentos del archivo, todos
ellos anteriores a 1922, final del pontificado de Benedicto XV.
Sin embargo, algo que apenas se sabe es que existen otros archivos
secretos en el Vaticano, un recinto en el que se afirma que se
guardan aquellos documentos capaces de afectar gravemente a la
Iglesia, sobre todo lo referente a asuntos doctrinales. Se trata del
conocido Penitenciario Apostólico, que contiene, al menos
oficialmente, documentos papales y textos de leyes canónicas así
como otros materiales completamente desconocidos fuera de la Santa
Sede, ya que el acceso a este lugar está prohibido. No obstante,
salvo esta y alguna que otra excepción, los archivos secretos son
la colección principal.
Los archivos secretos del Vaticano tienen unas proporciones
ciclópeas, proporcionadas por dos mil años de acumulación de
información confidencial. Se calcula que en su interior se alinean
cerca de cincuenta kilómetros de estanterías repletas de material
sobre el que hace siglos no se posa mirada humana alguna. Tan sólo
el conocido como catálogo selecto —la elaboración y publicación de
índices del archivo está prohibida— consta de más de 35.000
volúmenes.
Los archivos secretos del Vaticano albergan, además, los
servicios de conservación y restauración de documentos más
avanzados del mundo. Tanto celo no ha impedido que la totalidad de
los archivos anteriores al siglo Vffl, repletos de material tan
interesante para el estudioso como toda suerte de textos heréticos,
versiones alternativas de las Sagradas Escrituras, etc., se haya
perdido para siempre por razones que, según la propia versión
oficial del Vaticano, «no son realmente conocidas».
Sin embargo, y pese a ser este archivo uno de los principales
núcleos del secreto vaticano, no es ni el lugar custodiado con más
ahínco, ni el que posiblemente albergue los mayores y más
comprometedores hechos recientes de la Santa Sede.
En el corazón del Vaticano existe una antigua torre fortificada
construida en tiempos de Nicolás V como parte de un proyecto que
incluía una serie de edificaciones de carácter defensivo. Se
encuentra pegada al palacio Apostólico y enfrente de la imprenta del
Vaticano. En la actualidad, esta torre, perpetuamente custodiada
por la Guardia Suiza, es la sede del Istituto per le Opere di
Religione (Instituto para las Obras de Religión [IOR]). Siempre se
ha creído que en su interior se custodia todo lo referente, pasado
y presente, a las finanzas vaticanas. Pero la realidad es mucho
más sorprendente aún.
LA CASA DE LOS SECRETOS
Aun siendo muchos los secretos que custodian los gruesos muros de la
torre y quienes en ella trabajan, si algún intrépido investigador
aprendiz de agente secreto consiguiera acceder a los archivos del
IOR se llevaría una notable decepción. La documentación del
instituto con más de diez años de antigüedad es sistemáticamente
destruida, al menos eso es lo que en su día dijo el abogado del
Banco Vaticano, Franzo Grande Stevens, para justificar que no
hubiese ningún registro de la Segunda Guerra Mundial. No se
conservan facturas, memorandos o informes más allá de 1995.
Se trata
de una organización muy peculiar, ya que por un lado es una
institución financiera oficial de un Estado soberano, pero por otro
funciona como una institución de crédito ordinaria con multitud de
importantes clientes que, ante todo, incluso más allá de la
rentabilidad, valoran la discreción de un banco cuyo balance y
estado real de cuentas tan sólo es conocido por el papa y
tres de sus cardenales. Ser una institución oficial de un Estado
soberano le otorga al IOR un plus de impunidad a la hora de hacer
frente a algún tipo de repercusión legal por sus actividades.
Incriminar al instituto en un proceso judicial del tipo que sea
traspasaría las fronteras de lo meramente jurídico para constituir
un incidente diplomático de primer orden.
El IOR puede transferir fondos a cualquier parte del mundo sin
límite de cantidad o distancia, garantizando la total opacidad de
las transacciones ante cualquier mirada curiosa. Su funcionamiento
es autónomo y no tiene lazos ni está subordinado a ninguna otra
institución de la Santa Sede.1 Ningún órgano, ni dentro ni fuera
del Vaticano, ha sometido nunca al IOR a una auditoría.
La Ciudad del Vaticano alberga tres instituciones financieras:
el Patrimonio Apostólico de la Santa Sede, que hace las veces de
banco central vaticano, el Ministerio de Economía y el IOR. Re
sulta curioso que un Estado de tan sólo ochocientos habitantes
necesite de tres instituciones financieras de gran calado. El IOR no
responde ni ante el Patrimonio Apostólico ni ante el Ministerio de
Economía. Los informes del organismo son materia reservada y sólo
pueden ser revisados mediante una autorización especial del papa.2
1. Reese, Thomas J., Inside the Vatican, Harvard University Press,
Cambridge, 1996.
2. Levy, Jonathan, «The Vatican Bank», artículo en el libro
Everything You Know is Wrong: The Disinformation Cuide to Secrets
and Lies, varios autores, Disinformation Books, Nueva York, 2002.
El hermetismo del IOR llega a tal extremo que en 1996 el cardenal
Edmund Casimir Szoka, presidente de la Comisión Pontificia para el
Estado Ciudad del Vaticano, una de las mayores autoridades del
gobierno de la Santa Sede, tuvo que reconocer que carecía de
autoridad y conocimientos en todo lo referente al instituto. Para muchos inversores de alto nivel la propuesta que se les
hace desde los suntuosos salones del Vaticano no puede ser más
tentadora: la posibilidad de invertir cantidades astronómicas de
dinero a intereses que pueden alcanzar el 18 por 100, sin riesgo y
de forma totalmente confidencial.
A lo largo de su historia, el IOR se ha convertido en una in
agotable fuente de escándalos para la prensa europea. Por igual,
reporteros sensacionalistas y los más serios y abnegados periodistas de investigación han empleado miles de horas de trabajo, y
escrito centenares de artículos y libros, intentando desentrañar la
verdadera naturaleza de las actividades de esta misteriosa institución. Se ha hablado de relaciones con la mafia, con el tráfico
internacional de armas, de evasión de impuestos, de escándalos
financieros y de fondos y bienes ilimitados procedentes del ocaso
del Tercer Reich.
Muchas de estas acusaciones no han sido más que
intentos, más o menos oportunistas, de crear morbo a costa del
secreto que envuelve al instituto; otras, en cambio, parecen más
justificadas e incluso han dado lugar a acciones legales, como las
emprendidas en su momento por los supervivientes del Holocausto,
reclamando bienes y obras de arte que podrían proceder de
incautaciones hechas ilegalmente contra judíos durante el período
nazi, como el caso Alperin contra el Banco Vaticano.
LA HUCHA DEL PAPA
Uno de los más peculiares artificios de las finanzas vaticanas
consiste en que cada cierto tiempo la Santa Sede hace públicos unos
informes financieros en los que detalla los balances económicos de
todas y cada una de las instituciones del Vaticano, a excepción
del Instituto para las Obras de Religión, que ni siquiera es
mencionado. Esta circunstancia hace posible que aunque el informe financiero del Vaticano declare déficit (tal es el caso actual
sin ir más lejos), el IOR cuente con unos activos que se cuantifican en miles de millones de dólares.3
La misma titularidad del IOR
es un asunto no exento de misterio, al menos si atendemos a lo que
al respecto dice el propio Vaticano. Una de las mayores autoridades
en este asunto era el sacerdote Thomas J. Reese, autor de varios
libros muy documentados sobre la Santa Sede. En uno de ellos, Dentro
del Vaticano,4 hace una curiosa afirmación sobre a quién pertenece
realmente el instituto: «El IOR es el banco del Papa; en cierto
sentido, se puede decir que él es el único y exclusivo accionista. A
él le pertenece y él lo controla».
Esta afirmación es doblemente curiosa si tenemos en cuenta que llamó
la atención de los tribunales federales estadounidenses, que en la
época en que se publicó el libro buscaban pruebas que pudieran
señalar hacia la titularidad privada del IOR. La declaración del
padre Reese, que los abogados de la Santa Sede presentaron ante el
tribunal, es, como poco, llamativa. El sacerdote negaba tener
conocimiento alguno de las finanzas vaticanas, echaba por tierra sus
propias investigaciones y, centrándose en la expresión «en cierto
sentido», afirmaba que sus palabras habían sido malinterpretadas:
«Desconozco en calidad de qué actúa el Papa en lo referente al
Instituto».
Los documentos del Vaticano que hacen referencia o afectan al
funcionamiento de las finanzas de la Santa Sede están todos ellos
salpicados de afirmaciones como «siempre manteniendo intacto el
especial carácter del IOR», «sin incluir al IOR» o «con pleno
respeto al estatuto jurídico del IOR»,5 que subrayan la peculiaridad y autonomía del instituto. Cuando en la época de Pablo
VI el cardenal Egidio Vagnozzi, amigo personal del papa, fue
puesto al frente de la prefectura de asuntos económicos de la Santa
Sede, llegó a decir, algo molesto por el continuo secreto que
envolvía las actividades del IOR, que «sería necesaria una
combinación del KGB, la CÍA y la Interpol sólo para tener un atisbo
de dónde están los dineros».6
3. Williams, Paúl L., op. cit.
4. Reese, Thomas J., op. cit.
5. Martín, Malachi, op. cit.
6. Yailop, David, op. cit.
El particular sistema de gobierno de la institución no favorece en
absoluto su transparencia. El IOR tiene tres juntas directivas
independientes: una compuesta por cardenales, otra por banqueros
internacionales y funcionarios de la institución y una dirección
gerente que se ocupa de los asuntos del día a día.
El origen del IOR hay que buscarlo en el momento de la coronación
del cardenal Pacelli como Pío XII. Aquella ceremonia tuvo muchas
diferencias respecto a las de sus recientes predecesores. Para
empezar, se celebró en la imponente basílica de San Pedro, en
lugar de en la mucho más recogida Capilla Sixtina. El nuevo
pontífice insistió en que la ceremonia fuera retransmitida al mundo
entero a través de Radio Vaticana.
Además, fue el primer pontífice
en ser coronado con la tiara, esto es, la triple corona que
representa el triple poder del papa: padre de los reyes, rector del
mundo y vicario de Cristo. Hay otra interpretación simbólica que
dice que las tres coronas simbolizan a la Iglesia militante, la
Iglesia sufriente y la Iglesia triunfante en los últimos cien años.
Todo ello eran claros indicios de que el esplendor, la majestad y la
gloria del Vaticano habían regresado.
LA DANZA DEL SOL
La ceremonia, en la que no se reparó en gastos, fue el prólogo
perfecto del que sin duda se puede definir como uno de los pontificados más sólidos de la historia; Pío XII fue un papa fuerte que
llevó a la Santa Sede y a la Iglesia en la dirección que creyó más
conveniente. Era un hombre de gran carisma personal que condujo el
Vaticano con el rigor y la autoridad de los «papas reyes» de
antaño. Los burócratas de la Santa Sede tenían que arrodillarse si
recibían una llamada telefónica del pontífice, el personal de
servicio debía cumplir sus tareas en el más estricto silencio y los
jardineros se escondían tras los arbustos si el Santo Padre salía a
dar un paseo por los jardines.7
7. Cornweil, John, op. cit.
(Otro de los trabajos extra que
tenían los jardineros vaticanos del período de Pío XII era el de
exterminar, en la medida de lo posible, todos los insectos, de forma
que el papa no se encontrara con ninguno, ya que los detestaba
profundamente, sobre todo las moscas.)
Aparte de esta pequeña
rareza, también habría que destacar su carácter marcadamente
hipocondríaco, que trajo de cabeza a cuantos doctores le trataron.
En el terreno político, una de las primeras acciones que Pío XII
llevó a la práctica fue la de intentar evitar el estallido de la
Segunda Guerra Mundial y predicar una paz basada en el derecho.
Propuso un programa de paz de cinco puntos, entre los que destacaban
un desarme general, el reconocimiento de los derechos de las
minorías y un derecho de independencia de las naciones. Sus
esfuerzos no lograron el fruto esperado.
Otra muestra de su fortaleza de carácter la podemos encontrar en
el hecho de haber sido el único pontífice del siglo xx en ejercer el
Magisterio Extraordinario o, lo que es lo mismo, la infalibilidad
papal, cuando en 1950 declaró oficialmente el dogma de la Asunción
de la Virgen a través de su encíclica Munificentissimus Deus. Ello
fue una muestra más de su especial devoción por la Virgen, expresada
además en su iniciativa de declarar
1954 como año mariano y en su empeño personal por promover el culto
a la Virgen de Fátima.8
8. McBrien, Richard P., op. cit.
Esta afinidad con Fátima se debía, tal vez, a que, presuntamente,
él mismo presenció uno de los hechos milagrosos asociados a esta
aparición mariana: la danza del sol. El 13 de octubre de 1917, el
astro rey pareció comenzar a desplazarse por el cielo y descender
hacia las treinta mil personas que llenaban el valle de las
apariciones de Fátima, secando sus ropas, mojadas por la pertinaz
lluvia que había caído.
El sol descendió girando en zigzag, según
relatan quienes allí estaban. Pío XII aseguraba que él había
presenciado un fenómeno semejante en los jardines del Vaticano, y
que incluso había recibido en ese instante mensajes del cielo.9 El
presunto milagro ocurrió los días 30 y 31 de octubre y 1 de
noviembre de 1950, aunque, por desgracia, el papa fue el único que
presenció el sorprendente fenómeno.
9. Manhattan, Avro, Catholic Imperialism ana Worid Freedom, Watts &
Company, Londres, 1952.
FUERA LOS MILANESES
El sesgo proalemán del nuevo papa, al que sus años de nuncio en
Alemania habían influido notablemente, pronto se hizo patente a
través de un estrechamiento de los lazos con el régimen de Hitler.
Estas relaciones se mantuvieron en un cauce de concordia gracias a
la notable influencia que tuvo sobre Hitler la confirmación del papa
de que el arzobispo Cesare Orsenigo continuaría como nuncio de Su
Santidad en Berlín. Orsenigo, que llevaba años desempeñando ese
puesto y que tenía reputación de hábil diplomático, había
aprendido a moverse perfectamente en las procelosas aguas de las
estructuras de poder nazis.
Otros analistas, mucho
más duros, han acusado al nuncio de ser un simpatizante de los nazis
y de contar entre sus amistades con un buen número de jerarcas
hitlerianos.10 En cualquier caso, todo esto forma parte de la agria
polémica que lleva años abierta respecto al papel que la Santa Sede
desempeñó durante la Segunda Guerra Mundial. Como suele suceder, es
muy posible que ninguna de las posturas enfrentadas esté en plena
posesión de la verdad.
El comienzo del pontificado de Pío XII también supuso una revisión
de la política interna del Vaticano. En aquel momento, la figura de
Bernardino Nogara empezaba a verse empañada por la acción de lenguas
envidiosas que difundían rumores de todo tipo: desde que el
financiero estaba dilapidando los bienes de la Iglesia hasta que
pertenecía a una diabólica logia masónica, pasando por la
malversación de fondos. Lógicamente, aquellos rumores terminaron
por llegar a oídos del papa, que, muy alarmado, designó a un grupo
de colaboradores para que investigaran discretamente al financiero
vaticano, tanto en su vida personal como profesional. Había otro
motivo importante para recelar de Nogara: su profunda y mal
disimulada antipatía hacia los alemanes, que se traducía en que
tan sólo una cantidad ridicula del dinero que administraba fuera
invertida en aquel país.
Sin embargo, los resultados de la investigación sirvieron para
demostrar que las lenguas envenenadas que rodeaban a Nogara no
tenían más fundamento que el rencor y la envidia. Además, el nuevo
papa era romano, y muchos romanos de la Santa Sede vieron en esta
circunstancia la oportunidad de acabar de una vez por todas con la
influencia del clan de milaneses protegidos por Pío XI, del que
Bernardino Nogara era una de las cabezas visibles.12
10. Wills, Garry, Papal Sin: Structures ofDeceit, Doubleday, Nueva
York, 2000.
11. Chernow, Ron, op. cit.
12. Pollard, John F., Money ana the Rise of the Modern Papacy:
Financing the Vatican, 1850-1950, Cambridge University Press,
Cambridge, 2005.
Se rumoreaba que monseñor Tardini, romano y número dos de la
poderosa secretaría de Estado, podía haber desempeñado algún papel
en esta campaña antimilanesa que se desarrolló al grito de «fuori i
milanesi dal Vaticano» (fuera los milaneses del Vaticano).
Bernardino Nogara llevaba una vida en la que no había espacio más
que para el trabajo. Su único pasatiempo era acudir, de vez en
cuando, al cine a ver películas estadounidenses. No tenía novia, ni
amante, ni recurría a los servicios de prostitutas, ni siquiera
veía pornografía. Era más célibe que algunos sacerdotes de Roma.
Tenía un sueldo bastante modesto para el trabajo que realizaba y
buena parte de aquel exiguo salario lo dedicaba a obras de caridad.
Sólo se relacionaba con devotos católicos, y sus amigos extranjeros
eran la flor y nata de la banca internacional, como los Rothschild
de París y Londres, o algunos altos directivos del Credit Suisse,
el Hambros Bank de Londres, el Banco J. P. Morgan, el Bankers Trust
Company de Nueva York y el Banque de Paris et des Pay Bas (Paribas).
Lo más escandaloso de su vida era que no se perdía, bajo ningún
concepto, una película de Rita Hayworth.
EL INSTITUTO PARA LAS AGENCIAS RELIGIOSAS
En cuanto a la gestión del financiero, el papa podía estar igual
mente satisfecho. Durante el período que había durado su gestión
administrativa, Nogara había casi centuplicado el patrimonio de la
donación original de Mussolini de mil setecientos cincuenta millones
de liras. No había rastro de malversación alguna y la Iglesia era
rica como nunca antes lo había sido.
El pontífice reconoció que había hecho mal desconfiando del leal
financiero y le confirmó en su puesto. No obstante, tal vez debido a
este resquemor inicial o a una simple incompatibilidad de
caracteres, la relación no fue, ni mucho menos, tan fluida
como lo fue con Pío XI. En este sentido, resulta revelador que los
diarios de Nogara sólo hagan referencia a sus encuentros con Pío XI
y no a los mantenidos con Pío XII, que fueron igual de numerosos.
En cualquier caso, la relación profesional sí que fue igual de
fructífera y, a pesar de incluir un período de gran convulsión como
fue la Segunda Guerra Mundial y los primeros compases de la guerra
fría, supuso la consolidación definitiva de la riqueza vaticana.
Ambos hombres se respetaban mutuamente y la frialdad de su trato
tal vez se debiera a que eran demasiado similares para congeniar
completamente: eran dos hombres que habían consagrado toda su vida,
sin reparar en sacrificios, a la misma causa, engrandecer a una
Iglesia a la que habían podido ver no hacía tanto tiempo en una
situación de extrema debilidad.
Nogara convenció a Pío XII de la necesidad de que el Vaticano
contara con su propio banco, una institución financiera que le
permitiera operar en los mercados financieros internacionales con
mayor autonomía. Ello les permitiría, entre otras cosas, atenuar
en gran medida la preocupante dependencia que sufría el Vaticano
respecto a Italia. El suministro eléctrico, el agua, la comida, el
teléfono y el telégrafo dependían del gobierno italiano. Incluso
Radio Vaticana estaba sometida a la censura del gobierno fascista.
Sin embargo, había una dependencia más preocupante si cabe. Tener
que guardar la totalidad de sus activos financieros en bancos
extranjeros, fundamentalmente italianos, colocaba al Estado Vaticano
en una situación sumamente anómala.
El nuevo banco extendería hasta el infinito las posibilidades de
lucro de las finanzas vaticanas, ya que podría contar con una selec
ta y exclusiva clientela a la que se le ofrecerían servicios
difícilmente disponibles en otras entidades. No hacía falta echarle
demasiada imaginación para comprender el agrado con que los
empresarios italianos verían la posibilidad de sustraer, de una
manera fácil y segura (a fin de cuentas sería el banco de la Santa
Sede), importantes cantidades de dinero del escrutinio de la
hacienda pública.
El 27 de junio de 1942, Pío XII y Bernardino Nogara firmaron el
documento con el que nació el que fue denominado Instituto para
las Agencias Religiosas, posteriormente Instituto para las Obras de
Religión. Monseñor Alberto di Jorio, que hasta ese momento había
sido la mano derecha de Nogara, fue nombrado presidente de la nueva
institución. El cargo es menos relevante de lo que parece, ya que
Nogara se reservó para sí mismo un nebuloso título de «delegado»
que le permitía mantenerse oficialmente al margen de las
operaciones del recién creado instituto, al tiempo que conservaba la
capacidad de supervisar sin límites ni restricciones todas y cada
una de sus operaciones.
No obstante, el poder supremo de la
institución recaía sobre el papa, que, aunque ya no era el rey de
antaño, capaz de reclutar enormes ejércitos y convocar cruzadas
para aplastar a sus enemigos, acababa de adquirir el arma perfecta
para combatir en otros campos de batalla, que iban a ser no menos
importantes que aquellos en los que peleaban desde hacía tres años
los soldados de la Segunda Guerra Mundial. No, el papa ya no tenía
ejércitos, pero en la batalla económica había convertido la Santa
Sede, de nuevo gracias a Bernardino Nogara, en una potencia digna de
ser tenida en
cuenta.
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