LA SOMBRA DE SAN PEDRO. EL NUEVO PODER DE MICHELE SINDONA

Con el paso del tiempo, Michele Sindona fue ganando más y más poder al amparo del Vaticano. Ya no había nada fuera de su alcance, ni siquiera el glamour de la industria cinematográfica de Hollywood se le resistía. Sin embargo, todo su imperio se sustentaba en un en tramado de estafas e irregularidades, de las que, inevitablemente, la Santa Sede resultaría salpicada.

Michele Sindona no perdió tiempo en llevar a la práctica su plan para las finanzas vaticanas, a medio camino entre la evasión fiscal y el escarmiento al gobierno italiano por atreverse a gravar las inversiones de la Santa Sede. El momento culminante de esta operación fue la venta de la Societá Genérale Immobiliare (SGI), el buque insignia de las empresas del Vaticano, la más grande y, con diferencia, rentable. La Societá fue una de las piedras maestras sobre las que Bernardino Nogara edificó la compleja arquitectura de las finanzas de la Santa Sede en los años treinta. Sindona compró él mismo la empresa, al doble de su valor de mercado, con dinero de su banco, la Banca Privata Finanziaria.1

 

1. Yailop, David, op. cit.

Como suele suceder con los negocios vaticanos, la venta de la SGI se realizó en el mayor de los secretismos. Sindona estableció que las acciones de la SGI fueran transferidas en primer lugar al Paribas Transcontinental de Luxemburgo, un banco subsidiario del Banque de Paris et des Pay Bas (Paribas), y de ahí, las acciones pasaron a Fasco AG, la compañía que Sindona había fundado para administrar el dinero de la mafia. Fue poco después de esto cuando se filtró la noticia y la prensa se enteró de que la SGI había cambiado de dueño.

A través de un portavoz, la Santa Sede salió al paso de la información con la siguiente declaración: «Nuestra política es evitar mantener el control de compañías privadas como se hacía en el pasado. Deseamos mejorar el rendimiento de nuestras inversiones, de forma equilibrada, por supuesto, para lo cual es fundamental mantener una filosofía de inversión conservadora. No se puede consentir que la Iglesia pierda su patrimonio en especulaciones». Con esto, la Iglesia se desvinculaba de la trama y rubricaba su retirada de la economía italiana. Pero, en realidad, la «especulación» se mantenía, sólo cambiaba la nacionalidad de las empresas en las que se invertía. Sindona transfirió la recién adquirida liquidez de la Santa Sede a multinacionales como Procter & Gamble, General Motors, Westinghouse, Standard Oil, Colgate, Chase Manhattan o General Food.

Sindona, que no deseaba hablar con la prensa, no hizo declaraciones a pesar de la insistencia de los periodistas italianos. Lo más llamativo fue la excusa que esgrimió para mantener su silencio, ya que afirmaba que no podía hablar debido a los acuerdos de confidencialidad que había contraído con sus clientes, y que revelar información sobre la operación podría suponer un quebrantamiento de la ley.

En 1970 la Societá realizó una oferta formal para hacerse con la mitad de Paramount Pictures y entrar así en el glamouroso negocio de Hollywood.2 Suponemos que Sindona debió de sentir algún perverso placer cuando su nueva compañía comenzó el rodaje de El Padrino, una de las películas capitales de la historia del cine en la que se trataban asuntos que el financiero dominaba a la perfección.3 Lo que es menos conocido es que la vida y las peripecias de Sindona bien pudieron inspirar parte de la trilogía.
 


EL PADRINO Y SUS AMIGOS
Mientras Francis Ford Coppola y Mario Puzo trabajaban en el guión de la película en el estudio, una de las comidillas favoritas era la llegada a la empresa del que seguía siendo asesor económico de la familia Gambino. El personaje de Sindona comenzó a fascinar a Coppola, y sería en la tercera parte de la saga donde plasmaría buena parte de lo que había aprendido sobre este personaje y, muy especialmente, sobre sus tratos con el Vaticano.4 En El Padrino III, Michael Corleone se apodera de un importante consorcio propiedad de la Santa Sede, curiosamente denominado Immobiliare, que pierde tras el asesinato de un papa que lleva tan sólo un mes como pontífice. No son estas coincidencias en lo único que la realidad terminó por parecerse al arte. Resulta irónico que buena parte de los beneficios de la película definitiva sobre la mafia y su mundo fueran a parar al mayor entramado mafioso financiero de la historia.

2. Dick, Bernard E, Engulfed: The Death of Paramount Pictures ana the Birth of Corporate Hollywood, University Press of Kentucky, Lexington (Kentucky), 2001.

3. Tosches, Nick, op. cit.

4. Browne, Nick (editor), Francis Ford Coppola's. The Godfather Trilogy (Cambridge Film Handbooks), Cambridge University Press, Nueva York, 2000.

La presencia de Sindona en el cine no fue ni mucho menos casual. Era amigo y socio de Charles Bludhorn, presidente de Gulf &c Western, propietaria de Paramount Pictures. Ambos ganaron mucho dinero con un negocio de compraventa fraudulenta de acciones para alterar su valor en bolsa. La operación cesó en 1972 tras la intervención de la comisión estadounidense del mercado de valores.

Simplificando, se podría afirmar que el negocio que mantenían Sindona y Bludhorn consistía en irse vendiendo mutuamente las mismas acciones, pero a un precio cada vez más alto para, de esta manera, generar un mercado artificial. Ambos financieros lograron salir indemnes de esta historia. Sindona consiguió negociar con las autoridades estadounidenses un acuerdo gracias al cual él y su socio se comprometían a terminar con sus actividades ilícitas a cambio de la retirada de cargos contra ambos. Así se hizo y los dos socios pudieron disfrutar libremente de los inmensos beneficios generados por esta operación.

Utilizando técnicas similares, Sindona se convirtió en el virtual regente del mercado de valores italiano, y muy especialmente de la bolsa de Milán. Un día cualquiera, el 40 por 100 del volumen de negocio de la bolsa italiana era propiedad de Michele Sindona. ¿Cómo lo conseguía? Ilegalmente, por supuesto. Ni siquiera Sindona era tan rico como para invertir tanto en la bolsa, pero los clientes de sus bancos sí. Sindona utilizaba sin autorización los depósitos de aquéllos para realizar toda una compleja serie de operaciones cuyo fin era alterar el valor de determinadas acciones y enriquecerse cada vez más.


ESTAFA TRAS ESTAFA
La forma de actuación de Sindona en aquellos años queda per fectamente ilustrada en la compra de una pequeña empresa química llamada Pachetti. Pachetti era una compañía insignificante sobre la que Sindona edificó todo un holding, pero un holding «basura». Pachetti compró una serie de empresas, a cuál más rui nosa, que la convirtieron en el entramado financiero más atípico de todos los tiempos. Sin embargo, aquel cajón de sastre contenía un pequeño diamante oculto en su interior, la opción de compra de la Banca Católica del Véneto, un prestigioso y saneado banco católico, por 46,5 millones de dólares. La concesión la había obtenido de su amigo Paúl Marcinkus.5

 

Pachetti sirvió de tapadera para algunos de los arreglos financieros de Sindona hasta que le dejó de ser útil y la vendió, por medio de complejas operaciones de ingeniería financiera, a Roberto Calví y su Banco Ambrosiano, que rápidamente se hizo con la propiedad de la Banca Católica del Véneto. Sindona obtuvo cuarenta millones de dólares de beneficio, y Calvi y Marcinkus se repartieron seis millones y medio de comisión.6

 

5. Cornweil, Rupert, God's bunker: An account of the Ufe and death of Roberto Calvi, Victor Golancz Limited, Londres, 1984.

6. Hutchison, Robert, Their Kingdom Come: Inside the Secret Worid of Opus Dei, Thomas Dunne Books, Nueva York, 1997.


En poco tiempo, Calvi sacó importantísimos beneficios de su asociación ilícita con Sindona. En 1976 el presidente del Banco Ambrosiano tenía cuatro cuentas numeradas en Suiza con las claves 618934, 619112, Ralrov/G21 y Ehrenkranz. La suma de todas estas cuentas arrojaba más de cincuenta millones de dólares.

La venta de la Banca Católica del Véneto tuvo una víctima colateral inesperada: el patriarca de Venecia, cardenal Albino Lucia ni. El banco católico patrocinaba muchas obras pías y de caridad de la diócesis veneciana, algo que, lógicamente, dejó de ser así nada más tomar posesión la nueva gerencia. Luciani, que estaba seriamente contrariado, comenzó a sospechar que en la operación no todo había sido legal ni ético, así que decidió presentarse en el despacho de Marcinkus en el IOR.

 

Aquélla no fue una reunión en términos cordiales y marcó una antipatía inmediata entre ambos. Marcinkus se permitió tratar con brusquedad a Luciani, diciéndole que como patriarca de Venecia debería ocuparse de la salud es piritual de su rebaño y dejar los asuntos económicos de la Santa Sede en manos de quienes realmente entendían del asunto. Lo que no sabía Marcinkus es que estaba hablando con quien años después, en 1978, se convertiría en el papa Juan Pablo I.

En 1971 uno de los clientes estafados por Sindona en el asunto Pachetti, un hombre apellidado Jacometti, tuvo el valor de hacer pública su situación en una rueda de prensa que suscitó con siderable revuelo y constituyó la primera grieta en la hasta entonces intachable reputación financiera de Sindona. Cuando estalló el escándalo, Sindona se encontraba en Madrid negociando la adquisición del Banco Industrial.

 

El financiero se defendió afirmando que Jacometti no era más que un cliente que se negaba a devolver un préstamo de medio millón de dólares. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. La bolsa es un entorno en el que las apariencias cuentan casi tanto como la realidad, y ni la realidad ni las apariencias de Michele Sindona inspiraban demasiada confianza. Para intentar paliar esta circunstancia, Licio Gelli me dió para que su hermano masón Sindona adquiriera la agencia de noticias AIPE.

No es la única cosa positiva que Sindona sacó de su pertenencia a P2. Allí conoció a otros personajes influyentes, como el propio Roberto Calvi. Todo ello le abrió nuevas puertas, cada vez más influyentes, en todo el mundo, sobre todo en Estados Unidos, donde ya contaba con contactos muy poderosos. Uno de los más destacados era David Kennedy, secretario del Tesoro con Richard Nixon y presidente del Continental Illinois National Bank & Trust Company.

Ambos habían sido presentados a principios de los sesenta por Dan Porco, uno de los socios norteamericanos de Sindona.

Kennedy cayó cautivo del encanto natural de Sindona, quedando sellada la amistad entre ambos cuando el Continental Illinois adquirió el 20 por 100 de la fraudulenta Banca Privata Finanziaria. para devolverle el favor, Sindona nombró a Kennedy presidente de Fasco AG. Así las cosas, y como cabía suponer, el gobierno italiano terminó demandando, el 29 de enero de 1982, a Kennedy en Estados Unidos por sus operaciones fraudulentas y logró que fuera condenado al pago de una indemnización de cincuenta y cuatro millones de dólares.

Es muy probable que a través de Kennedy Sindona conociese al mismísimo Richard Nixon, con quien comió en diversas ocasiones. Al parecer, Nixon apreciaba mucho el talento del italiano y lo recomendaba a sus amistades como el asesor financiero perfecto. Sin embargo, esta opinión debió de variar cuando acaeció

un incidente en el que Sindona a punto estuvo de meter en un aprieto a Nixon. Todo ocurrió en 1972, cuando Sindona se presentó en el despacho de Maurice Stans, el recaudador de fondos para la campaña de Nixon, portando un maletín que contenía un millón de dólares en efectivo. Stans, muy a su pesar, tuvo que rechazarlo cuando Sindona insistió en que debía tratarse como un regalo anónimo, algo estrictamente prohibido por la legislación electoral estadounidense.
 


TODOS CONTENTOS
En uno de los informes definitivos de la comisión del Parlamento italiano que investigó en su día las actividades de Sindona se dice: «La venta de la Societá Genérale Immobiliare (SGI, sociedad de bienes raíces del Vaticano) señala el punto de partida de la desmovilización financiera vaticana y de la relación, cada vez más estrecha, entre el Istituto per le Opere di Religione (IOR) y el sistema Sindona». Las autoridades italianas comprendieron muy pronto que tras esta monumental operación económica no sólo estaba la imparable ambición del banquero, sino que existía una nueva alianza entre éste y la Santa Sede:

El efecto de la alianza, quizá convertida en simbiosis, entre el Vaticano y Sindona es doble; por una parte, legitima a Sindona en los ámbitos interno e internacional, lo que le permite avanzar hacia su objetivo de crear un imperio financiero; por otra, está el poder adquirido por Sindona ante las autoridades italianas, que ya no le consideran como un banquero privado, sino como la sombra de San Pedro. Este trasfondo es, sin duda, una de las claves para comprender el sistema de poder de Sindona.7

A Michele Sindona la vida le sonreía. Cuando en 1972 se mudó de Milán a Ginebra, ya figuraba como uno de los hombres más ricos del mundo. El 17 de febrero de 1972, el Wall Street Journal le equiparaba al Howard Hughes de Italia. En enero de 1974, John Volpe, el embajador estadounidense en Italia, le invistió con el título de «hombre del año» en una ceremonia que se celebró en el Grand Hotel de Roma. Haberse convertido en «la sombra de San Pedro» ofreció a Sindona la posibilidad real de ser el arbitro inapelable de la economía italiana, y muy en especial de sus recovecos más sórdidos, como los relacionados con la fuga de capitales:

Sus bancos, es decir, la Banca Unione y la Banca Privata Finan ziaria, de cuya fusión nace en 1974 la Banca Privata Italiana, se dedican a la exportación de capitales por cuenta de grandes, medianos y pequeños empresarios y profesionales liberales, aterrados por la progresiva depreciación de la lira.8

7. Doménech Matilló, Rossend, op. cit.

8. Ibid.


Sindona no era el único beneficiado de estas operaciones. La Santa Sede también veía incrementado su patrimonio con cada intervención del banquero. Lo que no se sabía en el Vaticano es que buena parte de este dinero procedía de los amaños personales de Sindona y sus socios sicilianos. De esta forma, Sindona siguió comprando a precio de oro, una a una, todas las grandes empresas italianas propiedad del Vaticano (como Condotte d'Acqua, la compañía italiana de suministro de agua, y Cerámica Pozzi, una compañía química y de cerámicas).9 Pablo VI pudo respirar tranquilo cuando su socio económico adquirió los laboratorios Sereno, alejando definitivamente a la Santa Sede del negocio de los anticonceptivos.

 

9. DiFonzo, Luigi, op. cit.


EL PRECIO DEL PECADO
El gobierno italiano pronto comenzó a sufrir los rigores del escarmiento de Sindona y Pablo VI. En Italia se produjo una de las mayores crisis económicas de su historia. El desempleo y la inflación se dispararon. La moneda perdía valor día a día.

Fue más o menos por aquellos días cuando Sindona, a pesar de estar felizmente casado desde hacía muchos años, vivió un apasionado romance con una estadounidense llamada Laura Turner. Se trataba de una mujer muy inteligente y de gran belleza que había trabajado en las empresas de Sindona. Destacaba por su cabello muy corto y sus grandes ojos color avellana. Siempre habló de Sindona en los términos más elogiosos, definiéndole como el único hombre del que nunca se había aburrido:

Michele tenía un tremendo coraje [...]. Era un gran campeón, un maravilloso amante y una persona amable con sus amigos. Pero, al mismo tiempo, estaba destinado a ser algo parecido a un dios. No vivía bajo las leyes y la moral de los otros. ¿Cómo podría? Él estaba por encima de todos nosotros. Él era una fantasía hecha realidad. Era como el Padrino.10

Laura sabía que su amante sólo la utilizaba para el placer y para librarse de las tensiones de su ajetreada vida. Aun así, ella estaba agradecida por haber compartido sus pensamientos y «la energía que le rodeaba». Consideraba a Sindona como un hombre con un papel que cumplir, con un destino, cuya misión era cambiar el curso de la historia. Posiblemente lo que tanto admiraba Laura era un perfil psicológico que reflejaba, uno por uno, todos los síntomas de la psicopatía: una amoralidad total en la que los conceptos del bien y del mal carecen de significado, y una falta total de remordimientos.

Pocos o ninguno debió de sentir cuando, en su calidad de asesor financiero de la Santa Sede, recomendó a su amigo Marcinkus que buena parte de la gran cantidad de dinero líquido del que disponía en ese momento el IOR tras la venta de sus empresas italianas fuera invertido en su banco suizo, el Banque de Financement en Ginebra. Marcinkus aceptó, convirtiendo, sabiéndolo o sin saberlo, al Vaticano en copropietario de una de las mayores «lavadoras» de dinero negro del planeta. Eso sí, ahora aquel dinero invertido en Suiza podría beneficiarse de la creativa contabilidad de los empleados de Sindona.

10. Ibid.

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ALTAS FINANZAS, ALTOS DELITOS. LA INCREÍBLE HISTORIA DE LOS BONOS FALSOS


Lo que hemos relatado hasta ahora sobre los asuntos financieros de la Santa Sede puede resultar moralmente reprobable, pero no delictivo. Esto iba a cambiar a principios de los setenta, cuando el Vaticano, el Instituto para las Obras de Religión y el arzobispo Marcinkus se vieron implicados en una investigación de las auto ridades federales estadounidenses respecto a un sórdido asunto de falsificación de bonos.

A comienzos de la década de los setenta hubo un relevo genera cional en la mafia. Lucky Luciano y Vito Genovese salieron de la escena pública, siendo su lugar ocupado por Matteo de Lorenzo, Tío Marty. De Lorenzo no era un jovencito, tenía por aquel entonces 62 años. Bajito y rechoncho, su cara afable y su predisposición a las bromas habían conducido a más de un error fatal sobre la verdadera peligrosidad de aquel hombre. Tío Marty constituía en sí mismo el estereotipo del italoamericano: amante de los placeres de la vida y siempre de buen humor. Pero la verdad era muy distinta.

 

Tras las bromas y las exageradas muestras de afecto se escondía uno de los capos más peligrosos de Estados Unidos. Sonreía mucho, es cierto, pero también podía ordenar una ejecución sin que aquella sonrisa se borrara de su cara. Durante treinta años había luchado como soldado de a pie en las in terminables guerras mafiosas. Los olores de la pólvora y la sangre no le eran desconocidos. Habiendo empezado desde lo más bajo, conocía todos los negocios de la mafia, los legales y los ilegales.

Uno de los hombres de confianza de Tío Marry era Vincent Rizzo (a modo de anécdota diremos que su caracterización fue recogida en el segundo episodio de la conocida serie de televisión Los Soprano), que el 29 de junio de 1971 se reunió en el Hotel Churchill de Londres con Leopold Ledi, un eficaz y discreto intermediario financiero austríaco con un oscuro pasado de asuntos ilegales.1 Ambos hombres se conocieron gracias a la mediación del omnipresente Michele Sindona, que estaba preparando un gran negocio para el nuevo capo de la familia Genovese. Los dos intermediarios estaban negociando la compra por parte del Vaticano, presuntamente representado por Ledi, de mil millones de dólares en valores falsificados, que serían proporcionados por el siempre complaciente Tío Marty a través de Rizzo.

No obstante, Rizzo no estaba demasiado contento con aquella operación. Colaborar con el Vaticano para colocar valores financieros falsificados no era su idea de un negocio claro, pero todo aquello había venido de parte de Michele Sindona, uno de los hombres fuertes de la familia y banquero del papa, así que no había por qué dudar de que la Santa Sede estaba conforme con todo aquello.

1. Hammer, Richard, Vatican Connection: The Astonishing Account of a Billion Dallar Counterfeit Stock Deal between the Mafia and the Church, Holt, Rinehart &c Winston, Nueva York, 1982. (Buena parte de la información aportada en este capítulo procede de la magnífica investigación de Richard Hammer, antiguo reportero del New York Times.)


DOS TIPOS DUROS
Pese a sus reticencias, Vincent Rizzo era, sin lugar a dudas, el hombre indicado para aquel trabajo. Se trataba de un viejo conocido del Departamento de Policía de Nueva York, donde el expediente que contenía sus antecedentes delictivos ocupaba una voluminosa carpeta. En su juventud había sido un ratero y ladrón de coches de poca monta, pero con el paso de los años sus delitos fueron cobrando importancia: contrabando, extorsión, posesión ilícita de armas, pequeños fraudes y estafas monetarias. Sin embargo, todo aquello representaba el pasado. Desde hacía muchos años, Rizzo era uno de los prestamistas más conocidos y temidos de Manhattan. Muchos habían recurrido a él, desde jugadores sin suerte a importantes empresarios, y por elevada que fuera la cantidad solicitada Rizzo siempre disponía de ella, a cambio de un precio.

En cuanto a sus métodos, eran los habituales en estas circunstancias. Si el pago se demoraba más de la cuenta, una pareja de fornidos cobradores se lo recordaba al moroso. Al segundo retraso, los emisarios le dejaban al deudor algún que otro recuerdo doloroso para ayudarle a meditar sobre la conveniencia de pagar a tiempo. Si la deuda seguía sin saldarse, se daba por concluida, ya que, por lo general, no había nadie vivo para pagarla. Con el tiempo, la ambición de Rizzo le llevó a explorar nuevos campos en los que probar su talento, como el tráfico de armas o de divisas y bonos al portador falsificados.

El interlocutor de Rizzo en el Hotel Churchill no era tampoco alguien cuya biografía fuera desdeñable. Leopoíd Ledi era el con trapunto perfecto del rudo prestamista Rizzo. Se trataba de un elegante austríaco de hablar pausado y modales inmejorables que, al igual que Rizzo, también tenía un grueso expediente en la Interpol. Sus orígenes eran humildes, de hecho trabajó algún tiempo como carnicero y vendiendo unas brochas que él mismo patentó. Sin embargo, se trataba de uno de esos hombres que al final deben su fortuna o desgracia a una notable intrepidez.

 

A lo largo de los años se las había ingeniado para amasar una considerable fortuna mediante negocios como el contrabando de armas, el tráfico de drogas y los fraudes financieros, lo que le sirvió para hacerse con una agenda de contactos en Italia que incluía todas las esferas de la sociedad, desde el crimen organizado hasta la política. Sus mejores amigos italianos incluían a Mario Foligni, presidente de la compañía aseguradora Nuova Sirce, Tomasso Amato, el abogado que se había convertido en el ángel de la guarda de los mejores falsificadores europeos, ya fuera de obras de arte o documentos financieros, y Remigio Begni, uno de los brokers con menos escrúpulos de Roma.

Uno de los integrantes de este trío, Mario Foligni, estaba muy bien relacionado en los círculos vaticanos, aquellos con los que Ledi deseaba hacer negocios. En su entrada a los círculos internos del Vaticano también influyó su relación con Heinrich Sauter, un conocido «conseguidor» de la Santa Sede por cuya casa de la vía Cassia pasaban a diario hombres de negocios en busca de oportunidades.

 

Por medio de ambos, Ledi conoció a importantes dignatarios de la Santa Sede, como el cardenal Giovanni Benelli, sostituto de la secretaría de Estado con acceso casi diario a Pablo VI, el cardenal Egidio Vagnozzi, jefe de la oficina de asuntos económicos del Vaticano, el cardenal Amieto Giovanni Cicognani, secretario de Estado emérito, y el cardenal Eugéne Tisserant, decano del colegio de cardenales. Se ha barajado la hipótesis de que durante aquella época Ledi trabajase para la Santa Alianza, el servicio secreto del Vaticano.
 


REUNIÓN CONFIDENCIAL
Como parte de su acercamiento al mundo de los cardenales, Ledi invitó a muchos de ellos a pasar temporadas de descanso en su lujosa finca austríaca. Durante meses, y con mucha paciencia, el traficante se fue ganando la confianza de sus nuevos amigos, muchos de los cuales no desconocían su turbio pasado. Así fue discurriendo todo hasta que un día la paciencia de Ledi dio sus frutos. Entre 1968 y 1969 comenzó a hacer trabajos de poca importancia para el Vaticano, fundamentalmente en el campo de la compraventa de obras de arte bajo la supervisión de Benelli, pero su gran oportunidad llegaría poco después, cuando el cardenal Tisserant en persona convocó a Ledi a su despacho para tratar un tema delicado y urgente que requería la máxima discreción.

 

Durante mucho tiempo, Ledi guardó celosamente el contenido de aquella entrevista, hasta que fue interrogado por el agente del FBI Richard Tamarro y el detective del Departamento de Policía de Nueva York Joe Coffey. Gracias a este interrogatorio y a la propia autobiografía de Ledi podemos conocer lo acontecido aquel día en el despacho del cardenal. Al parecer, éste le confesó que las finanzas de la Santa Sede no estaban atravesando por su mejor momento. Había un agujero considerable del que Tisserant culpaba a la mala gestión del arzobispo Paúl Marcinkus, que habría perdido millones de dólares de la Santa Sede en una serie de desastrosas inversiones.

Tisserant, que sabía que Ledi era un hombre de recursos curtido en los más oscuros suburbios de la economía, decidió reunirse con él para contarle el problema y buscar una solución. Por supuesto, en la mente de Ledi había muchas soluciones viables e imaginativas para solucionar el problema de la Santa Sede, aunque lo que era dudoso es que alguna de ellas pudiera interesar a la Iglesia, ya que, por desgracia, todas eran ilegales. Pese a todo, Tisserant dejó claro que, tal vez, el Vaticano podría estar dispuesto a transigir mucho más de lo que imaginaba Ledi:

—¿No tenemos entonces ninguna idea, mi amigo de Viena? Estoy seguro de que un hombre de su experiencia y contactos debe de conocer alguna forma de obtener valores que puedan ayudar al Va ticano en su presente situación.

—¿De qué clase de valores estamos hablando?

—Valores de primera clase, por supuesto, acciones y bonos de grandes compañías americanas.

—Eso estaría muy bien, desde luego, pero esa clase de valores son extremadamente caros y muy complicados de conseguir.

—¿También si son falsos?

La sugerencia del cardenal dejó a Ledi estupefacto. Aquello era lo último que podía esperar de ese hombre de larga barba blanca que más bien parecía un santo. Instintivamente, Ledi miró con suspicacia a su alrededor; luego recordó dónde se encontraba: en un despacho del Vaticano, allí no habría micrófonos ocultos ni se abalanzaría sobre él un pelotón de policías tan pronto como admitiese su implicación en algo ilegal, así que decidió que había llegado el momento de hablar seriamente de negocios.
 


MERCANCÍA DE PRIMERA

—¿De qué cantidad estaríamos hablando?

—Alrededor de mil millones de dólares; para ser exactos 950 millones.

Eso era mucho dinero y muchos bonos falsos. En principio, no debería ser muy complicado conseguirlos; de cosas peores había salido airoso anteriormente. No obstante, ciertas cosas no terminaba de verlas claras. ¿Y si alguien descubriera lo que los cardenales se traían entre manos? Aquello sería un escándalo de primera. Que una empresa o una persona como Ledi fuera sorprendido en algo así era noticia de segunda fila. Se admitiera o no, la picaresca era uno de los ingredientes del mundo de los negocios. Pero la Iglesia... Aquello no terminaba de convencerle y así se lo expresó al cardenal.

Éste escuchó las objeciones de Ledi, pero no pareció tomárselas muy en serio. ¿Quién podría enterarse? ¿El FBI? ¿Las autoridades monetarias estadounidenses? De ser así, el asunto jamás llegaría a la prensa y se solucionaría discreta y diplomáticamente entre el gobierno estadounidense y la Santa Sede. Si en cualquier otro momento alguien se enterase de la existencia de estos bonos falsos, ¿quién dudaría de que el Vaticano había sido engañado por un grupo de desaprensivos que, abusando de su buena fe, les habían colocado aquel material falso?

Ledi comprendió que todo estaba previsto y meditado hasta el último detalle. Así pues, sólo quedaba por discutir el punto esencial de cualquier transacción, el precio:

—Para que una operación de este tipo tenga un mínimo de garantías —explicó Ledi—, los títulos de los que estamos hablando deberían corresponder a inversiones seguras, los llamados blue chips, con un valor estable en bolsa y con una tendencia constante al aumento. Así pues, entre los bonos y acciones que habría que falsificar debe rían estar los de IBM, Coca-Cola, Chrysler y Boeing. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar el Vaticano por esta mercancía de «primera clase»?

—El 65 por 100 de su valor nominal, es decir, 625 millones de dólares, de los cuales habrá que descontar 150 millones en concepto de comisión para mí y para el arzobispo Marcinkus. Eso nos deja 475 millones para usted y los que proporcionen el material.

El grado de intervención del arzobispo Marcinkus en el escándalo de los bonos falsificados es todavía hoy materia de controversia entre los expertos. Para muchos, es incuestionable que como presidente del IOR tenía que estar al corriente de este trato. Otros, como Tom Biamonte, el agente del FBI que investigó en Italia el asunto, están convencidos de la inocencia de Marcinkus.2 (De hecho, la investigación oficial que realizó el FBI exoneró al arzobispo de todos los cargos, lo cual se contradice con la propia rumorología vaticana, que siempre culpó al arzobispo.)

El hecho es que la mayoría de las historias sobre él [Marcinkus] proceden del propio Vaticano. Hay allí numerosos individuos siempre dispuestos a contar a los periódicos cualquier basura sin confirmar. Lo cierto es que la gente que debería defenderle no movía un dedo porque eran conscientes de su falta de popularidad. Los italianos no le soportaban. El único que le apoyó fue Juan Pablo II. El Papa acusaba a los periodistas de estar llevando a cabo un «brutal» ataque contra Marcinkus. Esta es una palabra especialmente fuerte en italiano y mostraba su profundo desagrado ante las críticas. Un prominente arzobispo se dirigió una vez al Papa diciendo: «Hay que tener cuidado con él». El Papa le contestó con impecable autoridad:

«Dime, si tú fueras criticado con dureza y yo tomara una acción in mediata, ¿estarías complacido? Mientras no haya algo definitiva mente probado contra él, permanecerá donde está».

Marcinkus no era popular. Se entendía bastante mejor con la gente corriente porque era una persona cercana y sabía cómo hablar con ellos. Ayudó a mucha gente en aquellos días, en especial a sacerdotes y monjas.3

 

2. Cornweil, John, A Thief in the Night: Life and Death in the Vatican, Penguin Books, Nueva York, 1989.

3. Ibid.

 


LA CARTA DE CONFIRMACIÓN
Leopold Ledi sabía que éste era el gran negocio de su vida. Llegó a la conclusión de que podría sacar cerca de doscientos millones de dólares de beneficio. Aunque la operación resultase complicada, sabía cómo conseguir ese tipo de material. «Pensé de inmediato en Ricky Jacobs, de Los Ángeles», un capo mafioso de la familia De Lorenzo especializado en fraudes económicos.4 Fue el propio Ledi quien, a la vista de la magnitud de la operación, decidió recurrir a Vincent Rizzo. Sin embargo, la llegada de aquel austríaco dispuesto a comprar mil millones en bonos falsos, según decía en nombre de la Iglesia, levantó muchas suspicacias. Tuvo que intervenir Michele Sindona para avalar la operación y asegurar que Ledi aportaría documentación que corroborase ser quien decía ser y actuar en nombre de quien decía actuar.5

Toda aquella reticencia por parte de los mafiosos era explicable. Un perfecto desconocido como Ledi se presenta inopinadamente en Nueva York contando una historia fantástica y proponiendo un negocio que para el proveedor del material supone una importante inversión previa. La falsificación no es un negocio fácil, sino que constituye un arte complejo en el que se barajan muchos factores. Hacen falta prensas, hábiles artesanos que manejen las planchas, comprar o producir el tipo de papel exacto al que se pretende falsificar. Demasiadas molestias y demasiado riesgo si el negocio no es seguro. Así pues, la intercesión de Sindona era necesaria.

Poco a poco se fueron limando las reticencias y finalmente se acordó un encuentro preliminar entre ambas partes en terreno neutral. El lugar escogido fue Londres. Ledi ni tan siquiera hablaba inglés, por lo que en la reunión del Hotel Churchill se tuvo que recurrir a los servicios de un intérprete llamado Maurice Ajzen. Ledi acudió a la reunión acompañado tan sólo del intérprete. Rizzo, por su parte, acudió con otros tres miembros de la familia.6

4. Clarke, Thurston y Tigue, John J. Jr., Dirty Money: Swiss Banks, the Mafia, Money Laundering, and White Collar Crime, Simón & Schuster, Nueva York, 1975.

5. Williams, Paúl L., The Vatican Exposed: Money, Murder, and the Mafia, op. cit.

6. Ledi, Leopold, Per contó del Vaticano. Rapporti con il crimine organizzato nel racconto del faccendiere dei monsignori, Tullio Pironri, Napóles, 1997.


Uno de ellos era Ricky Jacobs. Los otros pasaron por ser simples matones. Ledi nunca supo que uno de esos matones era Matteo de Lorenzo, Tío Marty, que había acudido de incógnito para supervisar la operación.

El recelo, sobre todo por parte de los italoamericanos, podía percibirse en el ambiente. Sin embargo, Ledi era un hombre experto y habituado a estas situaciones; sabía dosificar los tiempos. Tenía, además, un as en la manga. En un momento de la reunión, sacó de su maletín una carpeta que contenía un documento que tendió a los proveedores para que lo estudiaran:

Rome, Jun. 29. 1971.
 



Bajo un membrete de la Sacra Congregazione dei Religiosi, podía leerse:

A quien pueda interesar:
Tras nuestra reunión, que ha tenido lugar en el día de hoy, deseamos confirmar los siguientes puntos:

1) Es nuestra intención comprar la cantidad total de la mercancía hasta completar los 950.000.000 $.

2) Estamos de acuerdo con los términos y fechas de la entrega, tal como se indica a continuación:

  •   9.3.71  por 100

  • 10.9.71  por 200

  • 10.10.71 por 200

  • 10.11.71 por 250

  • 10.12.71 por 200

Se entiende que los dos últimos envíos lo más probable es que puedan hacerse juntos el 10.11.71.

3) Garantizamos que la mercancía no será revendida hasta después del 1.6.72.

Suyo afectísimo

[Firma ilegible]

Roma, 29 de junio de 1971.


TRATO HECHO
La existencia de este documento tiene una interesante historia detrás. El mismo 29 de junio de 1971, Ledi se reunió con Tisse rant, esta vez acompañado del cardenal Benelli. El motivo fue la reticencia de los mafiosos a aceptar al financiero austríaco como intermediario, pese a los buenos oficios de Sindona. Fue allí don de, presuntamente, se sugirió la idea de que Ledi llevase consigo un documento confirmando la transacción, documento que se improvisó en ese mismo momento en una hoja de papel de la Sagrada Congregación para los Religiosos. Con esta pequeña añagaza se pretendía calmar a los italoamerícanos mostrando la buena voluntad del Vaticano en aquel negocio.

Rizzo examinó con suma atención el papel que tenía ante él y después se lo pasó a Matteo de Lorenzo, uno de los supuestos matones que le acompañaba. Ambos se miraron a los ojos y sonrieron. Aquello no era precisamente un contrato firmado ante notario, pero unido a las garantías que les había dado Michele Sindona se convertía en una prueba más que suficiente como para confiar en su interlocutor.

 

El clima en la habitación se había suavizado considerablemente. Ahora, con toda amabilidad, Rizzo informaba a Ledi de que no habría ningún inconveniente para cumplir con los plazos establecidos en el documento. Es más, para dejar claro que eran gente seria, se comprometían a pagar una penalización del 1 por 100 de sus beneficios, alrededor de cuatro millones de dólares, en caso de que hubiera algún retraso o se presentara alguna dificultad, aunque ésta fuese fortuita. No se trataba de una práctica habitual, sino de una muestra de buena voluntad ante un cliente tan especial como la Iglesia.

La transacción podía comenzar. Ledi solicitó una muestra de los bonos falsos antes de pagar un solo dólar. La falsificación viajaría a Roma para su aprobación por los clientes del intermediario austríaco, y si éstos daban el visto bueno la operación continuaría tal como estaba previsto. Se concertó un primer envío a modo de muestra por valor de 14,4 millones de dólares, que los italoamericanos entregarían en el momento acordado. Así, los clientes podrían comprobar con sus propios ojos la calidad del trabajo. Además, se encargarían del transporte, haciendo entrega de la mercancía en el Hotel Cavalieri Hilton de Roma.

La reunión se cerró tras los preceptivos apretones de manos y una invitación a cenar por parte de Ledi, que Rizzo y sus acompañantes declinaron cortésmente, ya que partían esa misma noche. Había un gran número de preparativos que hacer.
 


LA PRIMERA PRUEBA
El regreso a Estados Unidos de la familia De Lorenzo supuso el comienzo de una frenética actividad en los entornos de falsifica dores del país. Los llamados «impresores negros», la élite de Fila delfia, Nueva York y Los Ángeles, fueron movilizados para obtener las muestras en un tiempo récord. Había nombres legendarios dentro de aquel mundillo, como Louis Milo, Ely Lubin o William Benjamín. Este último fue el encargado de dar los últimos retoques y el aprobado final al material.

 

Se decidió que el primer envío de prueba consistiría en 498 bonos de American Telephone & Telegraph (AT&T) por valor de 4,98 millones de dólares, 259 bonos de General Electric, valorados en 2,59 millones, 479 bonos de Pan American World Airways por valor de 4,78 millones y 412 bonos de Chrysler valorados en 2,06 millones.

Los bonos falsos fueron manufacturados y entregados a Ledi en Roma por correos de la familia De Lorenzo. La muestra, posteriormente, se llevó al cardenal Tisserant para que diera su conformidad. A pesar de que sólo hay constancia de que se produjeron catorce millones, muchos expertos opinan que debió de haber mucho más material en circulación. En su día, el periodista de investigación David Guyatt declaró ante los tribunales que aquella cantidad representaba «la punta del iceberg».7

 

7. Varios autores, Everything You Know is Wrong: The Disinformation Guide to Secrets and Lies, op. cit.

Sin embargo, Tisserant no era un experto en estos temas. Hacía falta una prueba convincente de que los bonos podían pasar como auténticos. Por orden del Vaticano, Mario Foligni, el presidente de Nuova Sirce, hizo un depósito de un millón y medio de dólares en el Handeisbank de Zúrich, abriendo una cuenta a nombre de monseñor Mario Fornasari, un alto funcionario de la Santa Sede. Los bonos falsos no tuvieron el menor problema para pasar la inspección de los empleados del banco. El material era de excelente calidad.8

 

8. Yailop, David, op. cit.

Aun así, se decidió hacer una nueva prueba para asegurarse. Esta vez, Foligni se dirigió al Banco de Roma e hizo un depósito de dos millones y medio de dólares a beneficio de Alfio Marchini, propietario del Hotel Leonardo Da Vinci y uno de los mejores amigos del arzobispo Paúl Marcinkus. Precisamente la implicación de Marchini es uno de los indicios que hace muy difícil creer que Marcinkus no conociera la operación. Una vez más, los empleados bancarios dieron por buenos los documentos sin poner ninguna pega.

Fue en el momento de pagar este primer envío cuando surgieron los primeros problemas, ya que los religiosos manifestaron que sólo podían efectuar el pago en liras. Aquello era una contrariedad de primer orden. Los italoamericanos se negaron. No sólo por lo complicado que resultaba para ellos manejar, transportar y cambiar aquella divisa extranjera, sino porque además sospechaban que aquellas liras provenían directamente de las familias mafiosas sicilianas, y que eran fruto de la extorsión y los secuestros; un dinero manchado que a la larga podría traer problemas.
 


CON LAS MANOS EN LA MASA
Los problemas, sin embargo, no iban a venir de aquel dinero, sino de una formalidad con la que los falsificadores no contaron. Los bancos italianos habían dado su autorización a las operaciones, pero también habían mandado muestras de los bonos a la Asociación de Banqueros de Nueva York para que los expertos de esta institución, con mejor formación y medios técnicos para la detección de falsificaciones, dictaminasen sobre su autenticidad. Y el resultado fue negativo. Los bancos italianos recibieron la noticia con sorpresa e incredulidad, pero hicieron lo que tenían que hacer y pusieron el hecho en conocimiento de la Interpol.

 

El primero en ser interrogado fue, lógicamente, el encargado de colocar los bonos en ambos bancos, Mario Foligni, a quien no hubo que presionar demasiado para que diera el nombre de Leopoíd Ledi como proveedor del material falsificado. Además, Foligni declaró que la causa por la que el Vaticano había adquirido aquellos bonos falsos era permitir que Marcinkus y Sindona pudieran comprar Bastogi, una gigantesca compañía italiana dueña de propiedades inmobiliarias, minería y productos químicos.

Foligni, para sorpresa de todos, declaró no ser imputable, ya que, al haber actuado en representación de la secretaría de Estado vaticana, gozaba de inmunidad diplomática. Se libró de la cárcel, pero Ledi no tardó en ser detenido. La historia que contó a los funcionarios de Interpol fue la que hemos relatado hasta ahora, sin omitir un solo nombre, ni de mafiosos, ni de eclesiásticos. Las detenciones se sucedieron entre los falsificadores y mafiosos estadounidenses, todos y cada uno de los cuales acabó en prisión, excepto el pobre Louis Milo, el autor de las planchas, que fue encontrado muerto en el maletero de su coche.

Las autoridades monetarias estadounidenses no se habían olvidado, ni mucho menos, del Vaticano, pero tratándose de un Estado soberano las cosas resultaban mucho más complicadas. Así, cuando tras múltiples e infructuosos intentos de conseguir una entrevista con el cardenal Tisserant parecían a punto de lograrlo, éste falleció de muerte natural dejando instrucciones detalladas a sus colabora dores sobre algunos de sus documentos personales, y muy especial mente sus diarios, como ya se ha comentado en otro capítulo.

El 25 de abril de 1973, el cardenal Benelli recibió en la Ciudad del Vaticano a William Lynch, jefe de la sección contra el crimen organizado y la extorsión del Departamento de Justicia de Estados Unidos, y a William Aronwaid, de la fuerza de choque del distrito sur de la policía de Nueva York. Les acompañaban dos agentes del FBI, Viamonte y Tammaro. William Lynch comentó al cardenal Benelli los pormenores de una investigación policial entre los círculos mafiosos de Nueva York que había conducido al Vaticano. Incluso existía una carta presuntamente emitida por el Vaticano para formalizar una operación ilícita.

Se supone que fue monseñor Pavel Hnilica —supuestamente relacionado con los servicios de inteligencia vaticanos— quien en su momento avisó a Marcinkus sobre el peligro que suponía colocar en los mercados financieros tal cantidad de títulos falsos, por mucha protección de la Santa Sede con que se contara. Aquello suponía enfrentarse al poderoso Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Hnilica recordó también a Marcinkus su nacionalidad estadounidense, vigente a pesar de su pasaporte vaticano. «Si los norteamericanos quieren, pueden pedir al Santo Padre su extradición.»

 

Marcinkus, en su calidad de responsable del IOR, no estaba dispuesto a arriesgarse a ser imputado por un delito federal en su país natal, sobre todo sabiendo la dureza con que trataban semejantes asuntos y sabiendo también que de poco iba a ayudarle el alzacuello. Así que decidió cooperar con las autoridades y recibir en su despacho, el 26 de abril de 1973, a los funcionarios estadounidenses que el día antes se habían entrevistado con Benelli.
 


ASUNTOS INSIGNIFICANTES
Durante aquella cita el arzobispo intentó derrochar encanto e inocencia, de los que no andaba sobrado. Ofreció a sus visitantes un par de sus carísimos habanos, que fueron rechazados con cortesía. El, en cambio, sí se encendió uno. Michele Sindona fue uno de los primeros asuntos por los que preguntaron:

—Estoy alterado por la gravedad de las acusaciones. En vista de ello, responderé a todas y cada una de sus preguntas lo mejor que pueda.

—Háblenos de Michele Sindona...

—Michele y yo somos buenos amigos. Nos conocemos desde hace muchos años. Mis asuntos comerciales con él, sin embargo, son insignificantes. Él es, como ustedes ya sabrán, uno de los indus triales más ricos de Italia. Está adelantado a su tiempo en lo referente a asuntos comerciales.

—¿Y en qué consisten esos asuntos comerciales «insignificantes»?

—No creo necesario quebrantar las leyes de secreto bancario para defenderme a mí mismo.

—Si en el futuro se hace necesario un careo entre usted y Mario Foligni, ¿estaría dispuesto a tenerlo?

—Sí, por supuesto, siempre y cuando sea absolutamente necesario. Espero que no lo sea.

—¿Tiene usted alguna cuenta numerada de carácter privado en las Bahamas?

—No.

—¿Tiene usted una cuenta ordinaria en las Bahamas?

—No, tampoco.

—¿Está usted seguro, arzobispo?

—El Vaticano mantiene intereses financieros en las Bahamas, pero se trata únicamente de negocios y transacciones como tantas otras mantenidas por el Vaticano. No están para beneficio económico de ninguna persona en particular.

—No, nosotros estamos interesados en las cuentas personales de usted.

—Yo no tengo ninguna cuenta privada o personal ni en las Bahamas ni en ningún otro lugar.

Al final del interrogatorio, Marcinkus se reafirmó en su inocencia y en su absoluto desconocimiento de los asuntos por los que estaba siendo interrogado. Sin embargo, los agentes federales eran conscientes de que el arzobispo o bien les estaba mintiendo o bien tenía una memoria extraordinariamente frágil. Sin duda, olvidaba que desde 1971 pertenecía, junto con Michele Sindona y Roberto Caivi, a la junta directiva del Banco Ambrosiano Transatlántico, con sede en Nassau, capital de las Bahamas, y que era propietario del 8 por 100 del mismo.

 

Con frecuencia, Marcinkus se desplazaba a las Bahamas para alternar las reuniones de la junta directiva con unas bien merecidas vacaciones. Eso sin olvidar que los negocios «insignificantes» que tenía con Sindona le hacían mantener cuentas en muchos de los bancos de su amigo.9
 

9. Yailop, David, op. cit.

 


EXTRADICIÓN FRUSTRADA
Sea como fuere, el caso es que los agentes salieron del despacho muy poco impresionados con la sinceridad del arzobispo, tanto que iniciaron los preparativos para un proceso de extradición. La advertencia de monseñor Hnilica comenzaba a convertirse en profética según las autoridades federales empezaban a tener cada vez más interés en que aquel ciudadano estadounidense terminara declarando ante los tribunales de su país.

Sin embargo, cuando parecía seguro que el secretario de Estado Henry Kissinger iba a solicitar la extradición de Marcinkus, la administración Nixon dio marcha atrás. Se han barajado varias explicaciones para ello: presiones del lobby católico, que no hubiera suficientes pruebas incriminatorias contra el arzobispo, no querer enrarecer aún más el ambiente político, tras salir a la luz el escándalo Watergate, las conexiones de Marcinkus con P2 y, por tanto, con la Operación Gladio de la CÍA...10

 

10. Wiison, Robert Antón, op. cit.

 

La investigación no se frustró por la falta de empeño de los agentes federales, que se dedicaron con ahínco a esclarecer la verdad. Simplemente, fueron un tanto ingenuos a la hora de evaluar las dificultades añadidas de una investigación que comienza en un país y termina en otro. Al gobierno estadounidense le pareció más conveniente pasar por alto la implicación del Vaticano en la trama de los bonos falsos. Lo que en principio era un asunto meramente policial, mal manejado podría convertirse en un incidente diplomático de primer orden.

El simple hecho de que los agentes consiguieran traspasar los muros de la Santa Sede para interrogar a algunos de sus más altos funcionarios es una muestra de su tenacidad. Si el Vaticano hubie ra estado en territorio estadounidense, la carta con el membrete de la Sacra Congregazione dei Religiosi habría sido la prueba de cargo fundamental, se habría podido interrogar a todos los miembros de la congregación, tomar huellas de todo el mundo para contrastarlas con las que se encontraron en el documento e incluso se habría podido obtener una orden de registro para intentar encontrar la máquina de escribir con que fue redactada.

 

El único problema radicaba en que todo eso era imposible. Sobre la implicación de Marcinkus, William Aronwaid, uno de los investigadores del caso que estuvo presente en la reunión en el despacho del arzobispo, comentó al periodista de investigación David Yailop:

Lo máximo que se puede decir es que la investigación no ha re velado pruebas concretas suficientes para confirmar o negar su im plicación.11

11. Yailop, David, op. cit.

 

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