33 DÍAS -
LA PREMATURA MUERTE DE JUAN PABLO I
Durante los escasos 33 días que duró el pontificado de Juan Pablo I,
la Iglesia tuvo la gran oportunidad de expiar sus pecados del pasado
y entrar en una nueva era de modernidad, transparencia y pobreza
ejemplar. Desgraciadamente, la muerte prematura de Juan Pablo I dio
al traste con sus revolucionarios proyectos. La sospecha de un
posible asesinato no ha dejado nunca de estar presente.
La última etapa del pontificado de Pablo VI estuvo presidida por los
reproches, pero lo que nunca nadie podría reconvenirle es que no
supiera cómo organizar un cónclave secreto. Como ya se ha explicado
anteriormente, la constitución Romano pontifici eligendo es la
disposición más arbitraria sobre el desarrollo de un cónclave de
cuantas se hayan hecho en los tiempos modernos por miedo a que se
repitieran los embarazosos episodios con micrófonos ocultos.1
1. Cooney, John, op. cit.
El cónclave para elegir a su sucesor iba a ser, sin duda, muy especial. Tras los muros de la Capilla Sixtina se pondrían en juego,
como nunca antes, los anhelos, deseos y esperanzas de los católicos de todo el mundo. La derecha, con el cardenal Giuseppe Siri a la
cabeza, esperaba elegir a un pontífice que devolviese a la Iglesia
al estado de rígida disciplina eclesiástica anterior al II Concilio
Vaticano; deseaban un nuevo Pío XII. La izquierda quería un papa que
reconciliase a la Iglesia con los pobres, pero no como un monarca
absoluto, sino democráticamente y contando con la opinión de los
obispos. En definitiva, un nuevo Juan XXIII.
Casi en medio de ambas posturas se encontraba el patriarca de
Venecia Albino Luciani, un hombre que conjugaba sencillez, humildad
e inteligencia. Su preocupación eran los pobres, y no estaba
interesado en la distinción entre derechas e izquierdas. Lo que
realmente le importaba eran los millones de seres humanos que
padecían la miseria en el Tercer Mundo. Sabía muy bien a quién iba a
votar, al cardenal brasileño Aloísio Lorscheider,2 un hombre que,
como él, tenía una especial sensibilidad hacia el mundo pobre.
2. Yailop, David, op. cit.
Luciani no estaba entre los papables. Ni los cardenales ni los
medios de comunicación consideraban seriamente la posibilidad de que
fuera elegido papa. De las biografías que el Vaticano distribuyó
entre la prensa antes de que se celebrase el cónclave, la suya era
la más corta.
Sin embargo, ésta era una apreciación errónea. Albino Luciani
hablaba a la perfección alemán, francés, portugués, inglés, latín y,
por supuesto, italiano. Además de ser muy popular entre los
cardenales italianos que no pertenecían a la curia, tenía grandes
amigos entre los de otros países. Los polacos Karol Wojtyla y Stefan
Wyszynski habían sido invitados suyos en Venecia. De hecho, Wojtyla influyó notablemente en él respecto a su postura so
bre el marxismo.
Los cardenales brasileños Aloísio Lorscheider y
Paulo Evaristo Arns mantenían una relación muy cordial con Lu
ciani, tanto como los cardenales León Joseph Suenens, de Bélgica,
Jan Willebrands, de Holanda, Francois Marty, de Francia, Josef
Hoeffner y Hermann Volk, de Alemania, Terence Cooke, de Nueva York,
Timothy Manning, de Los Ángeles o Humberto Sousa Medeiros, de
Bostón. Luciani, además, había viajado por medio mundo: Brasil,
Portugal, Alemania, Francia, Yugoslavia, Suiza, Austria y el África
subsahariana.
Aparte de todo esto, era un hombre de espíritu abierto que mantenía
una buena amistad tanto con judíos, anglicanos y protestantes como
con otros no católicos, en especial con su gran amigo Phillip
Potter, secretario del Consejo Mundial de Iglesias. Tampoco
menospreciaba la teología de la liberación, e intercambiaba
correspondencia y libros con el teólogo progresista Hans Küng.
EL QUE ENTRA PAPA SALE CARDENAL
Como en todos los cónclaves, en éste también había favoritos. De
todos ellos, el principal era el cardenal Giovanni Benelli, líder
del sector más moderado de la curia, lo que le valió los ataques de
varios cardenales, como Pericle Felici, administrador del patri
monio de la Santa Sede, que llegó a comentar: «Su voto será para sí
mismo».
No sería así. El 25 de agosto de 1978 comenzó uno de los cónclaves
más cortos de la historia: duró un día. Sorpresivamente, Benelli
decidió renunciar a sus posibilidades de convertirse en papa y
apoyar a un candidato que pusiese de acuerdo a ambas corrientes:
Albino Luciani, el hombre con el que nadie contaba. Luciani subió al
trono de San Pedro como Juan Pablo I (Juan por
Juan XXIII y Pablo por Pablo VI). Si algunos cardenales pensaron
que su elección debía entenderse como señal de un pontificado
continuista, pronto se llevaron una decepción.
El nuevo papa tenía el sueño de devolver a la Iglesia sus característicos rasgos de austeridad y pobreza; a las pocas horas de su
designación ya comenzó a trabajar para hacer realidad esta aspi
ración, que consideraba de vital importancia para el futuro de la
Iglesia católica. En la noche del 27 de agosto de 1978, Juan Pablo
I cenó con el cardenal Jean Villot y le confirmó a él y a los otros
miembros de la curia romana en sus cargos, a los que habían tenido
que renunciar tras el fallecimiento de Pablo VI. Pero en aquella
cena ocurrió algo más.
El papa ordenó a Villot que iniciara de
inmediato una investigación que abarcase todas las operaciones del
Vaticano, especialmente las de carácter financiero. «Que no quede
excluido ningún departamento, ninguna congregación, ninguna
sección.» Debería hacerse de forma rápida, discreta y en
profundidad. Una vez que el papa recibiese el informe, lo
estudiaría y decidiría qué hacer.
Le preocupaba por encima de todo el Instituto para las Obras de
Religión, dirigido por Marcinkus. Y no era el único que compartía
esta inquietud. Cuatro días después, el 31 de agosto, el diario de
información económica II Mondo publicaba una carta abierta a Juan
Pablo I titulada «Su Santidad: ¿le parece correcto?». En ella se
le pedía que impusiera «orden y moralidad» en las finanzas del
Vaticano, inmersas, según el rotativo, «en la especulación y las
aguas insalubres». El texto se refería explícitamente a las
operaciones financieras fraudulentas del Vaticano e incluía un
recuadro sobre sus propiedades y fortuna.3
3. Panerai, Paolo, «Su Santidad: ¿le parece correcto?», II Mondo, 31
de agosto de 1978.
II Mondo planteaba, entre
otras, las siguientes preguntas:
¿Es correcto que el Vaticano opere en el mercado como especulador?
¿Es correcto que el Vaticano posea un banco cuyas operaciones
incluyen la transferencia de capitales ilegales de Italia al
extranjero? ¿Es correcto que ese banco ayude a los italianos a
evadir impuestos? ¿Por qué la Iglesia tolera la inversión en
compañías, nacionales e internacionales, cuyo único propósito es
el beneficio; compañías que, cuando es necesario, no dudan en
pisotear los derechos humanos de millones de pobres, especialmente
de ese Tercer Mundo tan cercano a vuestro corazón?
UNOS MÁS IGUALES QUE OTROS
La carta, además, atacaba con especial crudeza la figura de Marcinkus:
Es, sin duda, el único obispo que forma parte de la junta directiva de un banco legal y secular, que incidentalmente tiene una rama
en uno de los paraísos fiscales más importantes del mundo capitalista; nos referimos al Banco Cisalpino Transatlántico de Nassau, en
las islas Bahamas. El servirse de paraísos fiscales está permitido
por las leyes terrenales, y ningún banquero laico podría ser llevado
ante los tribunales por obtener ventaja de esta situación, pero
quizá esto no sea lícito bajo la ley de Dios, que debería regir todo
acto de la Iglesia. La Iglesia predica igualdad, pero no nos
parece que la mejor forma de conseguirla sea a través de la evasión
de impuestos, que constituye el medio por el cual el estado laico
busca promover esa misma igualdad.
Pese a las críticas no hubo reacción oficial de la Iglesia, lo cual
no quiere decir que no fuese asunto de conversación intramuros del
Vaticano. Entre quienes pensaban que el Instituto para las Obras de
Religión y la administración del patrimonio de la Santa
Sede estaban fuera de control (que eran muchos, aunque silenciosos) cundió una discreta satisfacción y un atisbo de esperanza. Los
que pensaban lo contrario se alarmaron, aunque, eso sí, de forma
igualmente discreta.
II Mondo abrió un frente que continuó el rotativo La Stampa, que
publicó un reportaje titulado «La riqueza y los poderes del
Vaticano», firmado por el periodista Lamberto Fumo, que mantenía
una postura mucho menos crítica con la Iglesia y calificaba de
falsas algunas de las acusaciones que se habían formulado sobre
sus finanzas. Aun así, el periodista criticaba la falta de transparencia de la Santa Sede:
La Iglesia no dispone de riquezas y recursos que excedan sus necesidades, pero es necesario dar prueba de ello [...1. En los sacos
de dinero. Nuestro Señor escribe con su propia mano «peligro de
muerte».
Una semana después de haberlo solicitado, Juan Pablo I tenía sobre
la mesa de su despacho los primeros datos del informe elaborado
por el cardenal Villot sobre el IOR. El banco, que según indicaba su
propio nombre había sido creado para fomentar las «obras de
religión», era, en la actualidad, igual que cualquier otra
institución financiera laica. De sus once mil cuentas, tan sólo
1.650 guardaban alguna relación con la Iglesia. El resto pertenecía a clientes externos, entre los que destacaban Michele Sin
dona, Licio Gelli, Roberto Caivi y el arzobispo Paúl Marcinkus.
Por aquellas mismas fechas, y a lo largo de varias reuniones
sucesivas que comenzaron el 7 de septiembre, los cardenales Be
nelli y Felici pusieron al papa al corriente sobre la historia de
las operaciones financieras que vinculaban al IOR con Sindona, de
las relaciones de éste con el blanqueo de dinero para el narcotrá
fico, de las pérdidas económicas sufridas, de cómo se evitó el es
cándalo en varias ocasiones, en especial con el sórdido asunto de
los bonos falsos, y le advirtieron de que en ese preciso instante se
estaba fraguando otro posible escándalo: el que podría producirse
si llegaran a ser descubiertos los amaños de Roberto Caivi (al
parecer, el juez Emilio Alessandrini ya estaba investigando el
asunto). El papa palidecía a medida que leía el informe. La inves
tigación del magistrado podía terminar no sólo con el procesa
miento de Caivi, sino con el del propio Marcinkus y otros fun
cionarios vaticanos:
«El Papa los miró fijamente [a Benelli y
Felici] y, con una voz que no le habían oído antes, les dijo que
aquello no podía continuar».4
Lo que el papa desconocía es que Gelli y Caivi habían pronunciado
palabras muy similares cuando recibieron la misma información a
través de sus propios contactos. Ambos estaban al corriente de la
investigación judicial y decidieron que lo más apropiado era optar
por lo que Sindona solía llamar «la solución italiana». Aprovechando
que el Renault 5 naranja del juez Alessandrini se había detenido
en un semáforo de la via Muratori de Roma, cinco pistoleros le
acribillaron a balazos.5 La investigación tuvo que comenzar de
nuevo, y el encargado para esta delicada tarea fue el nuevo
gobernador del Banco de Italia, Cario Azeglio Ciampi, actual
presidente de la República italiana.6
4. Thomas, Gordon y Morgan-Witts, Max, Pontífice, Plaza & Janes,
Barcelona, 1983.
5. Cornweil, Rupert, op. cit.
6. Jones, Tobías, op. cit.
LA IGLESIA DE LOS POBRES
Mucho antes de su elección como pontífice —desde el altercado con
Marcinkus en 1972 como consecuencia de la venta de la Banca Católica
del Véneto—, Luciani había transmitido al cardenal Villot numerosas quejas sobre las finanzas del Vaticano, la
forma en que Marcinkus dirigía el IOR, la implicación de un ma
fioso como Michele Sindona en las finanzas de la Iglesia, cómo la
influencia de éste se extendía a la administración del patrimonio de
la Santa Sede, etc.
Muchos lamentos, pero ningún resultado. Sin embargo, ahora tenía en
sus manos el poder para cambiar las cosas. Quería una revolución que
sirviera para devolver a la Iglesia a sus orígenes y a congraciarla
de nuevo con las enseñanzas de Jesucristo. Dado que el nuevo papa se
distinguía por ser un hombre que predicaba con el ejemplo, es muy
significativo uno de sus escritos:
Estamos de acuerdo en que la prudencia debe ser dinámica y ex
hortar a las personas a la acción. Pero hay tres fases que deben ser
consideradas: deliberación, decisión y ejecución. Deliberación
implica procurarnos los medios que nos llevarán al fin. Se basa en
la reflexión, la petición de consejo, el análisis cuidadoso.
Decisión significa, tras el análisis de los diversos métodos
posibles, la elección de uno de ellos... [...] Se dice que la
política es el arte de lo posible, y de alguna forma es cierto. La
ejecución es la más importante de las tres fases: la prudencia,
unida a la fuerza, evita el desánimo ante las dificultades y los
obstáculos. Es el momento en el que un hombre demuestra ser líder
y guía.7
7. Yailop, David, op. cit.
Tras leer esto nadie podrá dudar de que Juan Pablo I sabía cómo
llevar a buen término sus planes. El 28 de agosto ya había llamado
mucho la atención su negativa a recibir la tiara cargada de joyas.
El papa nunca más sería monarca coronado, sino pastor de su
rebaño, como el propio Jesucristo hubiera deseado. Acto seguido,
Juan Pablo I se dirigió al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede: «No tenemos bienes materiales que intercambiar ni intereses que discutir. Nuestras posibilidades para
intervenir en los asuntos del mundo son específicas y limitadas, y
tienen un carácter especial».
Fueron muchos los que vieron en esta declaración de intenciones el
fin del Banco Vaticano. En los mercados de valores más importantes
del mundo había auténtica expectación respecto a las decisiones que
estaba a punto de tomar el nuevo papa. Lo único que quedaba por
confirmar era hasta dónde iba a llegar Juan Pablo I en su reforma,
algo que, para los especuladores que operaban cercanos a los
intereses del Vaticano, podría significar la diferencia entre
obtener nuevas ganancias o enfrentarse a la ruina.
Además, había una
importante cuestión pendiente. Si el papa quería una Iglesia pobre,
¿qué pensaba hacer con las riquezas del Vaticano? Uno de los más
preocupados parecía ser el cardenal Villot, de carácter sumamente
conservador y al que las nuevas ideas de Juan Pablo I inquietaban
profundamente. Las diferencias entre ambos hombres eran cada vez
mayores y el papa sentía cada vez más la desaprobación de aquel al
que había confirmado en su puesto como secretario de Estado.
EL REGRESO DE LA LISTA DE LOS MASONES
En los primeros días de septiembre de 1978 comenzaron a hacerse
públicas las primeras medidas del nuevo pontífice, entre las que
destacaba su intención de variar drásticamente las relaciones del
Vaticano con el mundo del gran capital. Aparte de esto, Juan Pablo I
ya había dado los primeros pasos hacia una revisión de la postura
oficial de la Iglesia respecto al control de la natalidad, algo que
levantó ampollas en amplios sectores de la Iglesia, y, en especial,
en el cardenal Villot, contrario a los métodos anticonceptivos.
El 5 de septiembre, Juan Pablo I recibió en audiencia al cardenal
africano Bernardin Gantin, a quien pondría al frente de Cor Unum,
una organización de la Iglesia de ayuda internacional, que hasta ese
momento dependía del cardenal Villot. Juan Pablo I no tenía dudas,
la Iglesia había de dedicar una parte importante de sus recursos
financieros a apoyar planes serios de desarrollo en el Tercer Mundo.
Ese mismo día ocurrió un suceso que, para los más suspicaces, debió
haber puesto en guardia al papa sobre su seguridad personal.
Recibía
a una de las mayores autoridades de la Iglesia ortodoxa, el
metropolita Nicodemo de Leningrado. Ambos hombres se sentaron a
tomar café, pero nada más dar el primer sorbo, Nicodemo se precipitó
al suelo y murió casi instantáneamente. El dictamen oficial fue
infarto, aunque era un hombre relativamente joven, 49 años, y según
todos los indicios tenía un buen estado de salud.
Con todo, aquél era un problema menor para Juan Pablo I. El 12 de
septiembre la agencia de noticias UOsservatore Político divulgó un
artículo titulado «La gran Logia del Vaticano», en el que se
reproducía, con algunos añadidos, la famosa lista de presuntos
masones del entorno de la Santa Sede —cardenales, obispos y otros
altos dignatarios de la Iglesia— que ya hemos reproducido
anteriormente. Esta agencia de noticias, dirigida por el periodista
Carmine Pecorelli, el mismo que acabó con un disparo en la boca tras
delatar a sus hermanos masones de P2, se caracterizaba por la
publicación de informaciones escandalosas cuya veracidad siempre
era contrastada.
UN SECRETO A VOCES
Al parecer, el papa se encontraba literalmente rodeado de masones,
entre ellos el secretario de Estado, cardenal Jean Villot, el
ministro de Asuntos Exteriores, monseñor Agostino Casaroli, el
cardenal Sebastiano Baggio, el cardenal Ugo Poletti, vicario de
Roma, el arzobispo Paúl Marcinkus y monseñor Donato de Bonis, otro
alto cargo del Banco Vaticano.8
8. Wilson, Robert Antón, op. cit.
Juan Pablo I no acababa de creérselo. Para él era inconcebible que
un sacerdote perteneciese a la masonería. Aunque sabía que entre los
católicos laicos no era infrecuente —también había comunistas—,
tratándose de miembros del clero la situación era muy diferente. Al
menos podía contar con que las personas en las que más confiaba en
el Vaticano, el cardenal Benelli y el cardenal Felici, no
figuraban en la relación de supuestos masones. Así que decidió
llamar a este último para tomar café y discutir la situación.
Juan Pablo I disfrutaba de la compañía de Felici, un hombre de
pensamiento conservador pero inteligente, sofisticado y espiritual. Para su sorpresa, el cardenal le comentó que conocía la
existencia de la lista. Había circulado por la Santa Sede al menos
desde 1976, y constituía un secreto a voces. El hecho de que volviera a salir ahora a la luz pública era un claro mensaje al nuevo
pontífice para que mediase en el asunto. Lo que estaban requiriéndole era una investigación y una purga de buena parte de la
curia y varios de los papables.
—¿Quieres decir que listas como esta existen desde hace más de dos
años?
—Eso mismo, Santidad.
—¿Y la prensa las conoce?
—Las conoce. Nunca ha llegado a publicarse una lista completa, pero
sí un nombre aquí, otro allá...
—¿Y cuál ha sido la reacción del Vaticano?
—La normal... o sea, ninguna.
El Papa se rió ante la observación.
—¿La lista es auténtica? —preguntó sin rodeos Juan Pablo I. Felici
se encogió de hombros.
—Esas listas parecen proceder de los allegados a Lefebvre... no
fueron elaboradas por nuestro hermano rebelde francés, más bien las
utiliza.9
9. Yailop, David, op. cit.
(Cuando se habló de los problemas por los que atravesó Pablo VI
durante la última etapa de su pontificado, habría que haber
precisado que el que más amargura le causó fue el concerniente al
obispo Marcel Lefebvre. Él era la máxima expresión del integrismo
católico, alguien que consideraba que el II Concilio Vaticano
había sido un acto herético, y, en consecuencia, actuaba como si
nunca se hubiera celebrado. Día a día, desafiaba la autoridad del
Vaticano celebrando en su diócesis misas en latín y de espaldas a
los feligreses. La condena pública de Pablo VI no le hizo la menor
mella. En cuanto al nuevo papa, sus seguidores ni siquiera le
reconocían por el hecho de haber sido elegido por un cónclave del
que se había excluido a los cardenales mayores de
ochenta años.)
La investigación siguió su curso, realizándose discretamente y con
la colaboración de las autoridades italianas, que encontraron
testigos que apoyaron la presunta pertenencia del secretario de
Estado Villot y su asistente, el cardenal Baggio, a la masonería.
Ahora estaba claro el motivo de la insistencia del cardenal Villot
en la necesidad de una «modernización» de la postura que mantenía la
Iglesia respecto a la masonería. Esto mismo podía decirse de la
práctica totalidad de los nombres que figuraban en la lista.
El 13 de septiembre, el papa llamó a Roma a uno de sus hombres de
confianza. Germano Pattaro, para que aceptase ser su consejero.
Según las propias palabras de Pattaro, el papa estaba viviendo «un
mes de infierno», un vía crucis: «Comienzo a entender ahora cosas
que no había comprendido antes. Aquí cada uno habla mal del otro. Si
pudieran, hablarían mal hasta de Jesucristo». La curia, indecisa y
dividida, acosaba al papa constantemente y la relación con
Marcinkus y Villot era cada vez más tensa. La antipatía de Marcinkus
queda patente en unas declaraciones que realizó tras el
fallecimiento del pontífice:
Ese pobre hombre, el papa Juan Pablo I, llega de Venecia, una
diócesis pequeña, de gente mayor, donde no hay más que 90.000
personas en la ciudad y los sacerdotes son viejos. De repente lo me
ten en un sitio como éste, sin saber siquiera dónde está cada despacho. No tiene ni idea de a qué se dedica la secretaría de Estado
[...]. La suya era una sonrisa muy nerviosa [...]. Además, hay que
tener en cuenta que no era una persona de mucha salud... No hay más
que coger el periódico todos los días y ver cómo hay mucha gente
joven que consigue un buen puesto de trabajo y al poco tiempo se
muere. Y no por eso va uno a pensar que los mataron.10
10. Cornweil, John, A Thiefin the Night: Ufe and Death in the
Vatican, op. cit.
El propio Marcinkus era consciente de que sus días al frente del IOR
acabarían pronto: «No me queda mucho», le comentó a un amigo. A
partir del 20 de septiembre ya se rumoreaba en Roma que el papa se
disponía a expulsar a algunos de los hombres más representativos
de la Santa Sede. El número de cigarrillos fumados por el cardenal
Villot, fumador empedernido, puede servirnos de barómetro para
medir su agitación nerviosa.
Desde la coronación de Juan Pablo I,
las dos cajetillas diarias de
Galois que fumaba el cardenal habían subido a tres, y algunos días
llegaban incluso a cuatro. Se sentía traicionado por la Santa
Sede. Él y no otro se había mantenido firme al frente del Vaticano
durante los agónicos últimos años de Pablo VI, cuando se le empezaba
a llamar el «Papa Hamiet». El y no otro había mantenido la Iglesia
en funcionamiento mientras Pablo VI vagaba por los pasillos del
palacio de Letrán. La prensa francesa le llamaba el «De Gaulle de
Dios».12
11. Manhattan, Avro, Murder in the Vatican, op. cit.
12. Alien, John L., Conclave: The Politics, Personalities, and
Process of the Next Papal Election, Doubleday, Nueva York, 2002.
SOLO ANTE EL PELIGRO
Uno de los hombres más preocupados era Roberto Calvi, cuyos negocios
con Marcinkus y el Banco Vaticano podrían llevarle a la cárcel de
por vida. Las noticias que recibía de sus informadores en el
Vaticano no podían ser más inquietantes. El banquero milanos estaba
convencido de que el papa quería vengarse por la compra de la Banca
Católica del Véneto. Si no, ¿para qué tanta investigación en el
Instituto para las Obras de Religión?
Si era la ira lo que motivaba
la forma de actuar de Juan Pablo I, tal vez se le pudiera calmar de
alguna forma (ofreciéndole, por ejemplo, una generosa donación para
obras de caridad). Pero según iba recibiendo informes, Calvi se daba
cuenta de que tenía ante sí a una persona con la que no estaba
acostumbrado a tratar: Juan Pablo I era incorruptible, insobornable
y, en definitiva, honrado.
Calvi se jugaba mucho. Se había apropiado ilegalmente de más de 400
millones de dólares mediante la evasión fiscal y la creación de
varias sociedades fantasma. Era demasiado lo que
dependía de que el ahora investigado Marcinkus siguiera en su
puesto. La única y remota posibilidad de que todo continuase como
hasta ese momento era que el papa muriese antes de destituir a los
hombres de confianza del anterior pontífice y pusiese en su lugar a
alguien menos partidario de reformar las finanzas vaticanas. Un mes
después de ser elegido papa, Juan Pablo I había conseguido llevar
el temor y la incertidumbre al corazón de los principales
responsables de la corrupción vaticana.
El 23 de septiembre, Juan Pablo I tomó posesión como obispo de Roma.
Su homilía no contribuyó a tranquilizar las posibles conciencias
culpables que hubiera en la Santa Sede, sobre todo porque en un
momento del discurso se volvió hacia Marcinkus y dijo:
Aunque durante más de veinte años he sido obispo de Vittorio Véneto
y Venecia, reconozco que no he aprendido el oficio demasiado bien.
En Roma, me adscribiré a la escuela de san Gregorio el Grande, que
escribió que un pastor debe, con compasión, estar cercano a cada
uno de los que le han sido encomendados; independientemente de su
puesto se debe considerar al mismo nivel que el rebaño, pero no
debe temer ejercer los derechos de su autoridad contra los
inicuos...13
13. Yailop, David, op. cit.
Dado que la mayoría de los presentes no tenían la menor idea de las
turbias corrientes que recorrían el subsuelo del Vaticano, se
limitaron a asentir ante tan sabias palabras. Para los iniciados,
aquel mensaje era una suave y discreta declaración de guerra. El
final de la corrupción estaba próximo.
Para entonces, los rumores de la existencia del informe solicitado
al cardenal Villot por el papa ya habían llegado al prestigioso semanario estadounidense Newsweek, que daba por segura la
destitución de Marcinkus. En la Ciudad del Vaticano, se barajaban
decenas de nombres que, tras Marcinkus y Villot, abandonarían la
Santa Sede.
EL CARDENAL ARROGANTE
También había que solucionar el asunto del Banco Ambrosiano,
desvincularse de Caivi y sus negocios sucios a la mayor brevedad,
salvar lo que se pudiera, tanto en prestigio como en dinero, y
buscar un nuevo banquero para la Santa Sede. El principal can
didato era Lino Marconato, director del Banco San Marco, que fue
llamado a los aposentos del papa para celebrar una reunión
confidencial el 25 de septiembre.
Tres días más tarde, el 28 de septiembre, fue la fecha elegida para
dar comienzo a la purga. El primero en ser convocado al despacho del
papa fue el cardenal Baggio. A pesar de lo que dijera la doctrina,
el papa no pensaba excomulgarle, ya que sólo había en su contra
pruebas circunstanciales y, aun teniendo la certeza de su
vinculación a la masonería, castigar a un cardenal hubiera sido un
escándalo que no se podía permitir una ya muy debilitada Iglesia.
Sin embargo, lo que sí tenía claro Juan Pablo I es que no quería a
su lado a un hombre en el que no confiaba, así que tomó una solución
salomónica. Dado que desde que fue elegido papa Venecia estaba sin
patriarca, decidió ofrecerle el puesto a Baggio.
Lo que sucedió a continuación no estaba en los planes del papa.
Baggio se negó, y lo hizo en un tono poco apropiado para dirigirse a
un pontífice. De hecho, estaba furioso. No quería cambiar Roma por
una diócesis periférica donde nadie iba a contar con él. Le
gustaba Roma y le gustaban los manejos políticos del Vaticano.
Dentro de poco iba a presidir la conferencia de Puebla, en México, y
quería capitalizar aquel protagonismo.
La negativa, y sobre todo el tono de protesta de Baggio, des
concertaron al papa, que consideraba la obediencia como uno de los
valores fundamentales del sacerdocio. Él mismo había aceptado sin
rechistar en su vida muchas decisiones de la Santa Sede que no
compartía. Es más, incluso durante su actual etapa de pontificado,
caracterizada por el descubrimiento de una corrupción tras otra,
solía excusar a los culpables pensando que sus acciones,
probablemente, tuvieran su origen en la obediencia debida. No
obstante, aquel cardenal arrogante que por razones egoístas se
negaba a acatar una decisión del papa era algo inconcebible. Aun
así, el pontífice mantuvo la calma. Despidió a Baggio y se fue a
almorzar, meditando una solución para el problema.
Tras una corta siesta, el papa dio un paseo por los corredores de
palacio. A las 15.30 volvió a su despacho e hizo algunas llamadas
telefónicas: llamó a Padua al cardenal Felici, a Florencia al
cardenal Benelli y llamó a Villot, a quien convocó a una reunión
unas horas más tarde. A sus dos hombres de confianza les contó lo
que había sucedido y les pidió consejo. Al secretario de Estado le
comunicó el resto de sus decisiones.
Al caer la tarde, refrescó un poco. El cardenal Villot se sentó a
tomar el té con el papa, aunque en el ambiente se notaba una
tensión que dejaba claro que aquella no iba ser una reunión de
cortesía. Como siempre, Juan Pablo I se dirigió al cardenal en
francés y le pidió que antes de veinticuatro horas destituyera a
Marcinkus como máximo responsable de la banca vaticana. Ni siquiera
deseaba que el obispo permaneciera en el Vaticano; en su tierra
natal, como obispo auxiliar de Chicago, sería mucho más útil a la
Iglesia. A Marcinkus le sustituiría monseñor Giovanni Angelo Abbo,
secretario de la prefectura de asuntos económicos de la Santa Sede,
un hombre con una sólida formación financiera y que contaba con
toda la confianza del pontífice. Además, Juan pablo I anunció otros cambios en el seno del Instituto para las Obras de
Religión:
Mennini, De Strobel y monseñor De Bonis serán apartados. In
mediatamente. De Bonis será reemplazado por monseñor Antonetti.
Discutiré cómo cubrir las otras vacantes con monseñor Abbo. Quiero
que todos nuestros vínculos con el grupo del Banco Ambrosiano
terminen lo más deprisa posible. En mi opinión, esto será imposible
de seguir con las personas que actualmente están al cargo.14
EL CASTIGO A LOS INICUOS
Villot tomó nota en silencio de estas disposiciones. Sabía que
Marcinkus y su grupo habían especulado con las finanzas del Va
ticano durante años. No era asunto suyo, él se había limitado tan
sólo a mirar para otro lado. El segundo punto del orden del día era
el futuro del cardenal Baggio. El papa había meditado todo el día
sobre el tema y finalmente llegó a una resolución. Baggio iría donde
se le dijese, no había discusión posible. El papa no tenía ninguna
intención de volver a hablar con él, sería Villot quien le
comunicase su nuevo destino en Venecia:
Venecia no es un tranquilo mar de rosas. Precisa de un hombre con la
fuerza de Baggio. Nos gustaría que usted conversase con él. Dígale
que todos debemos hacer algún sacrifico en este momento. Tal vez sea
bueno recordarle que yo no tengo la menor intención de volver a
asumir ese puesto.15
14. Ibid.
15. Ibid.
Asimismo, el papa comunicó a su secretario de Estado el resto de
cambios que tenía planeados, entre los que se encontraba la
inmediata sustitución de todos los presuntos masones del Vaticano
por hombres de su confianza. Los destituidos serían destinados a
puestos de segunda fila y sus actividades estarían supervisadas
por «verdaderos católicos».
El cardenal Pericle Felici sería el
nuevo vicario de Roma, en sustitución del cardenal Ugo Poletti,
que reemplazaría, a su vez, al cardenal Benelli como obispo de
Florencia. Benelli se convertiría en el nuevo secretario de
Estado, relevando al propio Villot, cuya renuncia debería ser
presentada en breve para así poder regresar a su Francia natal. El
cardenal pareció encajar la noticia bastante mal, aunque su protesta
fue en términos más respetuosos que los de Baggio.
El papa le recordó un episodio de la historia vaticana por si podía
sacar alguna enseñanza de él. Pío X destituyó al cardenal Rampolla,
secretario de Estado con León XIII, porque existía la sospecha de
que era masón. No es que aquella historia tuviera nada que ver con
él, era sólo un ejemplo histórico para demostrarle que los
secretarios de Estado no tenían por qué serlo de por vida. El golpe
de gracia para Villot fue la confirmación de que sería el Santo
Padre quien recibiera al comité norteamericano sobre el control de
población el 24 de octubre. Esta delegación del gobierno
estadounidense trataba de modificar la posición de la Iglesia
sobre la pildora anticonceptiva, algo a lo que el papa no pondría
demasiados reparos.
La reunión con Villot finalizó a las 19.30. Después, el papa se
retiró a orar y tomó una cena ligera, servida por la hermana Vin
cenza, su cocinera y ama de llaves desde hacía años. A las 21.30,
después de cenar y haber visto las noticias de la televisión, el
papa, que parecía de buen humor, se despidió de sor Vincenza y sus
asistentes: «Buonanotte. A domani. Se Dio vuole» (Buenas noches.
Hasta mañana. Si Dios quiere).
LA MUERTE DEL PAPA
A la mañana siguiente, sor Vincenza, siguiendo la rutina habitual,
llamó a la puerta del papa a las cuatro de la madrugada y dejó una
bandeja con el café en la puerta. Media hora después, cuando volvió
a pasar, la bandeja estaba intacta, lo cual extrañó a la reli
giosa. Insistió en su llamada, pensando que el pontífice se había
quedado dormido. Al no obtener respuesta decidió entrar. La escena
que vio no podía ser más impactante.
La luz estaba encendida y el
papa sentado en la cama, aparentemente revisando unos papeles, de
hecho tenía las gafas puestas. Sin embargo, al acercarse más, la
religiosa apenas pudo contener una exclamación de horror. En la
cara del pontífice se dibujaba una sonrisa macabra y grotesca. Sus
ojos, muy abiertos, parecían salirse de las órbitas.
Como pudo, teniendo en cuenta que padecía del corazón y que estaba
impresionada por lo que acababa de ver, la monja corrió en busca
del padre Magee, uno de los asistentes del papa. Tras comprobar que
éste estaba muerto, telefoneó al cardenal Villot, que formuló una
pregunta que sorprendió un poco al joven sacerdote: «¿Sabe alguien
más que el Santo Padre ha muerto?». Nadie, excepto él y sor
Vincenza, lo sabía. Villot ordenó que nadie accediera a la
habitación del papa. Apenas unos minutos después, apareció
perfectamente afeitado, despierto e impecablemente vestido con
todos los ornatos de cardenal.
La Santa Sede comenzó entonces una confusa campaña de mentiras
mezcladas con medias verdades sobre la muerte del papa que
levantaron las primeras sospechas de asesinato. Y no era porque no
hubiera enemigos suficientemente poderosos y con motivos dentro del
Vaticano como para recurrir a la más terrible de las soluciones.
Desde luego, un atentado contra el papa en medio de la plaza de San
Pedro era impensable. La muerte tenía que producirse de forma
aparentemente accidental, sin investigaciones ni complicaciones
para la Iglesia.
La mejor forma de plantear un hipotético atentado contra el papa era
mediante un veneno que después de administrado no dejara ninguna
señal externa. El autor debía ser, además, una persona familiarizada
con la rutina del Vaticano. En este sentido, la actitud del cardenal
Villot ha sido calificada por múltiples analistas de llamativa.
Cuando llegó junto al cuerpo, al lado de la cama del papa, en la
mesilla de noche, estaba el frasco con el medicamento que Juan Pablo
I tomaba para sus problemas de presión arterial baja. Villot se lo
guardó en la sotana y arrancó de las manos del cadáver los apuntes
sobre las designaciones de las que habían conversado la tarde
anterior. Vació su escritorio de papeles e incluso se llevó sus
gafas y sus zapatillas. Ninguno de estos objetos ha vuelto a ser
visto jamás.
Una vez hecho esto, el cardenal llamó por teléfono al doctor
Buzzonettí, el médico del papa, y procedió a administrar la extre
maunción al cadáver. Luego, Villot impuso el voto de silencio a la
hermana Vincenza, enviándola de vuelta a su convento en Venecia, e
instruyó a todos para que la muerte del pontífice fuera silenciada
hasta que él ordenara lo contrario. El doctor Buzzonettí llegó
antes de las seis de la mañana y dictaminó que la causa de la
muerte había sido una oclusión cardíaca ocurrida alrededor de las
22.30. Según el médico, el fallecimiento fue instantáneo y el
pontífice no sufrió. Los enemigos del papa tuvieron su «milagro», el
pontífice había muerto.
«ALBINO LUCIANI, ¿ESTÁS MUERTO?»
Villot procedió a realizar la ancestral ceremonia de la certificación de la muerte. Sacó de su sotana un pequeño martillo de plata,
y golpeando levemente la frente del cadáver preguntó tres veces:
«Albino Luciani, ¿estás muerto?». Tras esto, dictaminó oficialmente
la muerte del papa. Villot decidió que el difunto
Juan Pablo I debía ser embalsamado de inmediato, sin dar posi
bilidad a ningún tipo de autopsia.
De hecho, poco después de las
seis se presentaron los embalsamadores Ernesto y Arnaldo Signo racci, a los que Villot había llamado desde su aposento nada más
recibir la llamada del padre Magee. Los hermanos Signoracci comenzaron inmediatamente su trabajo, lo cual es llamativo, puesto
que, como recordaremos, era tradición que los papas no fuesen
embalsamados (esta costumbre había provocado algunas situaciones
embarazosas y grotescas).
Una consecuencia directa del embalsamamiento es que imposibilita
cualquier intento de realizar la autopsia a un cadáver, sobre
todo, en los casos de envenenamiento. Los hermanos Signoracci
hicieron un magnífico trabajo, en especial en el rostro del
pontífice, del que desapareció la horrible mueca con que fue en
contrado y volvió a adquirir la serenidad que tuvo en vida. Mientras
los embalsamadores trabajaban, Villot habló con el padre Magee.
Para el mundo, sería él y no sor Vincenza quien habría encontrado
el cadáver. Nunca se volvieron a mencionar los papeles ni ninguno de
los objetos que se había llevado Villot de la habitación del
pontífice. En su lugar, se dijo que el papa estaba leyendo un libro
religioso. El siguiente paso de Villot fue comunicar la muerte del
papa al decano del Sacro Colegio cardenalicio, al jefe del cuerpo
diplomático y al comandante de la Guardia Suiza.
A las 6.45 el arzobispo Marcinkus llegó a la Santa Sede, donde fue
informado de la muerte del papa por un miembro de la Guardia Suiza.
(Este dato es revelador porque Marcinkus no era madrugador y nunca
llegaba a su despacho antes de las nueve de la mañana.) A las 7.27
Radio Vaticana informaba al mundo del fallecimiento del pontífice.
Nada más conocerse la noticia, un sector de la prensa italiana
comenzó a sospechar de la versión oficial. El primer hecho refutado
fue el «libro religioso» que presuntamente se había encontrado en
las manos del papa. Aquel
volumen estaba entre las pertenencias personales del Santo Padre que
aún se hallaban en Venecia. El 5 de octubre, el Vaticano tuvo que
admitir que en el momento de su muerte Juan Pablo I repasaba
«ciertas designaciones en la curia y el episcopado italiano».
Otro asunto difícil de explicar era el embalsamamiento. La ley
italiana prohibía que un cadáver fuera embalsamado antes de
cumplirse las veinticuatro horas del fallecimiento. El 1 de octubre,
el Corriere della Sera publicaba un reportaje titulado «¿Por qué no
una autopsia?», en el que su autor, Cario Bo, reflexionaba:
La Iglesia no tiene nada que temer, por tanto, no tiene nada que
perder. Más bien al contrario, tendría mucho que ganar. Saber a
causa de qué murió el Papa es un hecho histórico legítimo, parte de
nuestra historia viviente, y no afecta de ninguna manera el misterio
espiritual de su muerte. El cuerpo que dejamos atrás cuando morimos puede ser estudiado por nuestros pobres instrumentos, no es más
que un residuo. El alma está ya, o mejor, siempre estuvo, sometida
a otras leyes, que no son humanas, que todavía permanecen inescrutables. No transformemos en misterio un secreto que hay que
guardar por razones terrenales. Debemos reconocer el significado de
nuestros secretos. No declaremos sagrado lo que no lo es.
Las sospechas se hicieron más intensas si cabe al hacerse público
por parte de los médicos personales del papa que éste se encontraba en un magnífico estado de salud; sólo estaba aquejado de un
ligero problema de presión sanguínea baja. Esta afirmación obligó
a Villot a inventarse una historia que hizo circular entre los
cardenales que reclamaban una autopsia. Según la nueva versión, el
pontífice habría fallecido a causa de una sobredosis de Efortil, el
medicamento que tomaba para regular su presión sanguínea.
Si se
descubría esta circunstancia era probable que se corriese el bulo de
que Juan Pablo I se había suicidado. Cuando esta historia tampoco
pareció apaciguar a los partidarios de realizar una autopsia a Juan Pablo I, Villot recurrió al derecho canónico, diciendo que era la ley la que prohibía la autopsia de un
pontífice, lo cual también era mentira; de hecho, en 1830, el cuerpo
de Pío VIII fue sometido al análisis del forense.
Más tarde se descubrió también que había sido sor Vincenza quien
encontró el cadáver, e incluso se especuló con la presencia de
vómito en el lugar de la muerte, indicador de un posible envenenamiento.
El nuevo cónclave para elegir sucesor al papa comenzó el domingo
15 de octubre de 1978, y desde el principio se hizo patente que no
iba a ser tan rápido ni sencillo como el último. El favorito era
el cardenal Benelli, que estaba dispuesto a continuar con las
reformas de su antecesor, pero a Benelli le faltaron nueve votos
para alzarse como Sumo Pontífice. El vencedor resultó ser un
candidato de compromiso, el cardenal Karol Wojtyla, de Polonia, en
el polo opuesto de las ideas de Juan Pablo I, a pesar de haber
elegido el mismo nombre. Si realmente la muerte de Juan Pablo I fue
fruto del asesinato, a los conspiradores todo les había salido a
pedir de boca.
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