por Andreas Faber-Kaiser
1991
de
AFK Website
Debajo de la isla de Pohnpei (o
Ponape), en el océano Pacífico, se esconde una
página secreta de la historia de la Humanidad. Por esta razón, los
iniciados de la hermandad de los 'tsamoro' le dan a su isla
justamente este nombre: "Sobre el secreto". Un lugar que le sigue
ocultando al extraño gran parte, precisamente, de sus conocimientos
secretos.
El único que ha trascendido más allá de sus límites, sigue sin estar
resuelto: frente a sus costas se asientan las ruinas de la
enigmática ciudad acuática de Nan Madol, construida —nadie sabe
cuándo ni por quién— con gigantescos bloques de basalto sobre 91
islotes artificiales. Invadida por la jungla y los manglares,
continúa siendo para los nativos una ciudad prohibida, que —de
acuerdo con su tradición— acecha con la muerte a quien osa
permanecer en ella después de la caída del Sol.
En este enclave de las Carolinas orientales, en la Micronesia,
averigüé sobre el terreno cuanto allí se esconde. Acumulando
vivencias en la jungla de los montes y en los manglares de las aguas
litorales, conviviendo con los transmisores del conocimiento de la
isla, he ido recomponiendo el rompecabezas de la desafiante historia
de Pohnpei —descubierta por navegantes españoles en el siglo XVI—
que mantiene a muerte un solo principio: no revelar jamás todo lo
que alberga.
En 1939 había aparecido en la Prensa alemana una curiosa noticia:
afirmaba ésta que submarinistas japoneses habían efectuado
inmersiones en la isla carolina de Ponape (la antigua Pohnpei) y
habían sacado del lecho del mar trozos de platino. Pero no de alguna
formación natural recubierta de coral, sino de un tesoro submarino.
Noticias posteriores afirmaban que en la costa oriental de Pohnpei
se hallaban diseminadas en una amplia área misteriosas
construcciones cubiertas por la jungla: un sistema de canales, muros
ciclópeos, ruinas de fortificaciones, ruinas de palacios...
UNA CIUDAD SUMERGIDA
Ya mucho antes de la primera gran guerra —explicaron los nativos—
buscadores de perlas y comerciantes japoneses habían efectuado
sondeos clandestinos en el fondo del mar. Hasta que los
submarinistas regresaron con narraciones fabulosas: allí abajo se
habían podido pasear por calles en parte bien conservadas, si bien
recubiertas por moluscos, colonias de corales y otros habitantes
marinos, amén de algún que otro vestigio de ruinas. Desconcertante
había sido, según ellos, la visión de numerosas bóvedas de piedra,
columnas y monolitos.
Esta misteriosa ciudad submarina albergaba tesoros concretos,
debiéndose hallar en el centro de la misma una especie de panteón de
los nobles del lugar, cuyas momias yacían allí. Pero aquí viene lo
asombroso: cada una de estas momias estaría encerrada en un
sarcófago de platino. Estos son los sarcófagos que —ya en época de
la dominación japonesa de la isla, o sea entre las dos guerras
mundiales— habrían localizado los submarinistas nipones.
De acuerdo
con estos testimonios, habrían ido extrayendo platino del fondo
marino hasta el momento en que dos submarinistas ya no volvieron a
emerger. Desaparecieron sin dejar rastro, llevándose consigo su
moderno equipo de inmersión y de trabajo: jamás nadie volvió a
verlos.
RUMBO AL ENIGMA
Pohnpei se presentaba como un reto fascinante. Pero quedaba una sola
duda: ¿se trataba de comentarios fantasiosos de gente ávida de
sensacionalismo? Para despejarla, valía la pena estar volando, como
lo estábamos haciendo Miquel Amat y yo, en pos del Sol.
"Allí la gente no va". Que esto no lo hacía nadie, que la gente se
iba, pues... a Hawaii o a las Fidji, pero allí no: "Allí se comen a
la gente", me decía un oficial de inmigración en el aeropuerto
neoyorquino John F. Kennedy. Mal informado estaba el funcionario
yanqui sobre las actuales preferencias culinarias de los pohnpeyanos,
pero menos aún sabían en las agencias de viaje de la otra costa
americana: "¿Y eso dónde cae? Es la primera vez que lo oigo", me
confiesa un veterano empleado de la 'Western Airlines' en Los
Angeles. En eso, parecía evidente que el inquisidor de New York
había tenido razón: a Pohnpei la gente no iba.
Ya en pleno Pacífico, a mitad de camino entre Los Angeles y Pohnpei,
con más de 15.000 km de vuelo a las espaldas desde nuestra partida
de Barcelona y con todavía algo más de 4.200 km de sobrevuelo del
océano Pacífico por delante, tampoco habían oído hablar nunca de
Pohnpei. Ni siquiera el experimentado taxista hawaiiano que nos
llevó del aeropuerto de Honolulu a la playa de Waikiki. Únicamente
el gerente del restaurante 'Tahitian Lanai' en Waikiki supo aportar
algo concreto; conocía Pohnpei: que si lo nuestro era el masoquismo,
que fuéramos allí. Pero que el Pacífico ofrecía mil rincones para
visitar antes que éste.
EL NOVENO ATERRIZAJE
Al día siguiente nos esperaba por fin nuestro noveno y definitivo
aterrizaje desde que partimos de Barcelona. El volante correo del
Pacífico nos había llevado de Honolulu al atolón de Johnston, de
allí al de Majuro, y de éste a la base de misiles de Kwajalein.
Después de haber estado sobrevolando y aterrizando en atolones que
eran superficies desérticas y absolutamente planas que a duras penas
rebasaban en algún metro el nivel del mar, el espectáculo que hora y
media más tarde se ofreció a nuestros ojos a la izquierda del avión,
cuando surgimos por debajo de la capa de nubes, fue realmente
impresionante: una lúgubre mole de montañas totalmente cubierta de
espesa jungla de un pegajoso color verde oscuro, aparecía envuelta
en sus cúspides más elevadas por neblinas y nubarrones blancos,
grises, pesados.
Sobrevolamos los arrecifes de coral del extremo
norte de la isla, e inmediatamente surgió un poco más a la izquierda
el islote sobre el que se extiende el campo de aterrizaje de Pohnpei.
Aterrizaje —huelga decirlo— sin ayudas de tierra: a ojo.
VIGILANTES SOMBRAS NOCTURNAS
Al segundo día nos instalamos en una cabaña de madera con cubierta
de hoja de palma, cuyos lados ofrecían amplias franjas abiertas por
las que pasaba el aire pero nunca la lluvia, abundante lluvia en
esta isla, que cae intermitentemente durante 300 de los 365 días del
año. A una temperatura media permanente de 27-28°C, este tipo de
alojamiento es el único idóneo para el lugar.
Tuvimos que
acostumbrarnos a compartir el interior del habitáculo con lagartos,
lagartijas, sapos, caracoles gigantes y la visita diaria de una
rata. Pero todo esto quedaba compensado por la magnífica vista
tropical que desde nuestra cabaña disfrutábamos sobre la Bahía de la
Mala Acogida, como la bautizaron cuando la descubrieron en enero de
1828 unos navegantes rusos, a causa del poco hospitalario carácter
de sus moradores.
En la primera noche de estancia en la isla ya tuvimos una clara
muestra de que allí nos preguntarían más de lo que nos dirían.
Fuimos a dar una vuelta a pie para la primera toma de contacto con
el nuevo entorno. La oscuridad, total. Solamente la tenue luz de
alguna vela o quinqué en las cabañas cercanas. Sin previo aviso
rompió a llover bastante torrencialmente, a lo cual no tardaríamos a
acostumbrarnos.
De la oscuridad surgió una figura igual de oscura
que nos invitó por señas a seguirla. Nos ofreció cobijo en la
cercana cabaña de reunión de los hombres del lugar. Estaba ocupada
por unos quince individuos que nos fueron estudiando en silencio,
mientras dos de ellos se alternaban en hacernos preguntas concretas
sobre nuestra estancia en Pohnpei: qué habíamos venido a hacer aquí,
cuándo habíamos llegado, qué lugares pensábamos visitar, y —algo que
parecía interesarles especialmente— cuándo volvíamos a abandonar la
isla. Intenté ganar tiempo con respuestas evasivas hasta que paró de
llover.
Continuamos nuestro solitario deambular de exploración nocturna del
terreno, cuando un silencioso movimiento oscuro a mi espalda
coincidió con una pregunta: "¿Me das fuego?" Volvía a ser el mismo
individuo que nos había invitado a la cabaña de los hombres, ahora
acompañado de uno de nuestros interrogadores: "¿A dónde os dirigís
por este camino?" Estaba claro que, al igual que en el Kim de
Rudyard Kipling, también la noche de Pohnpei iba a estar llena de
ojos...
SUS ANTEPASADOS APLICABAN
TECNOLOGÍAS MÁGICAS
Entre aventuras, con tiento y con paciencia, logré conectar con el
paso de los días con algunos de los transmisores del conocimiento
ancestral de la isla —a la que
James Churchward consideraba
asentamiento del santuario del supuesto
continente hundido de Mu—.
El enigma principal que ofrece son las ruinas de Nan Madol. Con
respecto a ellas, la arqueología oficial reconoce abiertamente su
desconocimiento absoluto sobre la finalidad de las más
impresionantes ruinas del océano Pacífico; es más, de la única
ciudad en ruinas que puede visitarse en los 166 millones de km2 de
dicho océano.
Pero además de este enigma principal, arqueológico, existe un foco
mágico de la isla, oculto en la abrupta espesura de la jungla de Salapwuk, en las alturas montañosas del reino de Kiti, en el
suroeste de Pohnpei. Allí y en otros puntos de la isla, la memoria
de los pohnpeyanos perpetúa hasta hoy el recuerdo de gigantes, el
recuerdo de personas que sabían volar, el recuerdo de una raza que
recurría a asombrosos poderes mágicos que permitían el transporte
aéreo de grandes bloques de piedra. El recuerdo claro de la conexión
celeste y de la realidad del vuelo posible, en la antigüedad.
ORÍGENES INICIATICOS
Pero vayamos a los orígenes de esta isla absolutamente mágica:
Pensile Lawrence, uno de los transmisores vivos de la historia
esotérica de Pohnpei, me contó por fin, al cabo de dos interminables
semanas de evasivas y de negativas a la ansiada entrevista, esta
historia de sus orígenes:
"Nueve parejas —nueve mujeres y nueve hombres— erraban en una canoa
por el ancho mar, buscando una tierra nueva en la que establecerse.
En esto pensaban cuando se toparon con un pulpo hembra de nombre
Letakika. Cuando éste averiguó el motivo de su viaje, les indicó un
lugar del océano en el que había una roca que surgía por encima de
las olas. Las nueve parejas prosiguieron su camino y hallaron la
roca. Sobre ella comenzaron a construir la isla.
Luego, dejaron en
ella a una pareja, un hombre y una mujer, mientras que el resto
volvieron a marchar. El nombre del hombre que se quedó en la isla no
tiene importancia; no tenía nombre. Sí lo tenía el de la mujer: se
llamaba Lemuetu. Lemuetu es la primera madre de Pohnpei. Por ello
sus habitantes se asientan sobre un matriarcado. En su canoa, las
nueve parejas llevaban alimentos para comer y para plantar en la
nueva tierra."
Este escueto y a la vez completo relato iniciático sobre los
orígenes de la roca prima de Pohnpei, es un compendio de
conocimientos ocultos. Aquí, en el breve espacio de un artículo, no
ha lugar para explicaciones más amplias, que sí están recogidas en
cambio en mi libro Sobre el secreto (Plaza & Janés Editores, 1985).
Apuntaré aquí solamente que el 9 es —para las empresas de la especie
humana— el símbolo del nacimiento.
Entre otras, lo refleja así
claramente por ejemplo la cábala lingüística de las voces
"nueve-nuevo-nave-huevo" ("novem-novum-navis-ovum"), que cobra todo
su vigor en el gay saber de los argotiers, en el argot de aquellos
que construían la obra en el país del gallo, en la Galia:
"neuf-neuf-nef-oeuf". En el relato pohnpeyano reaparecen estos
mismos elementos: la nave, tripulada por nueve parejas, para
construir un país nuevo, lo cual significa un nacimiento,
simbolizado por el huevo.
EL VIAJE DE NOÉ
Ahora bien, las características de la nave-canoa, con alimentos y
plantas parta sembrar en el país nuevo, el hallazgo de una roca de
tierra firme sobre la cual establecer un nuevo núcleo humano, la
indicación de la cercanía de la nueva tierra por parte de un animal
—aquí es un pulpo—, la equiparan a la nave-arca de Noé que navega
igualmente en busca de la nueva tierra. Y en la misma cábala
lingüística de quienes construyen bajo el signo del gallo, Noé es la
radical de Noëlle, la natividad, el nacimiento. Con lo que seguimos
en la constante 9 indicada en el relato primo de Pohnpei: en 9
ciclos (=meses) se forma (= nace) el ser humano.
Y —como no podía ser menos— exactamente cada 9 meses se reunían en Salapwuk —en cuyas espesuras se conserva la roca original de la
isla, aquella que sirvió para su nacimiento—, el principal lugar de
culto de Pohnpei, todos los iniciados, para unas celebraciones a las
cuales estaba vedada la asistencia a todo extraño.
EN EL SECRETO SANTUARIO DEL PACIFICO
Aventurarse en las espesuras de los montes de Salapwuk, en el
reino
de Kiti, puede llegar a constituir una de las experiencias más
cautivantes en la vida de cualquier persona que busca. Como puede
también convertirse en un sendero sin retorno. O ser simplemente una
excursión por la jungla. Todo depende de la motivación con que uno
emprende la ascensión hasta el núcleo habitado más elevado de
Pohnpei. Allí se halla el germen inicial de todo cuanto tiene que
ver con los misterios de la isla.
La lenta ascensión a pie a través de la jungla propicia el que
solamente llegue hasta Salapwuk aquél a quien los celadores del
santuario se lo permiten. Tanto es así, que Miquel y yo fuimos los
primeros extranjeros que han llegado a pisar aquellos parajes
vírgenes. En busca del lago de agua dulce en el que, en las alturas
de Kiti, crecía la misma hierba que crece abajo en el mar.
LA AVENTURA DE LA
BÚSQUEDA
Días antes le había preguntado a Masao —uno de los iniciados de la
isla— por el significado del nombre 'Salapwuk': "Allí hay una roca.
Cuando la veas, sabrás por qué se llama Salapwuk", me contestó
escuetamente, para advertirme a renglón seguido:
"Si logras subir
con los contactos adecuados a las montañas, los celadores del lugar
te mostrarán algo si creen que eres merecedor de ello; pero jamás te
permitirán acceder a las cosas secretas que allí hay."
Pronto
tendría que darle la razón.
Tras el largo ascenso hacia las cabañas de Pernis Washndon —el
celador visible (que no máximo) de los selváticos montes de Kiti— la
primera condición que éste me impuso fue el mutuo silencio sobre lo
que allí hablaríamos, compromiso que por supuesto no voy a romper,
por lo cual solamente reflejaré aquí parte de aquello que no atañe
al mismo. Después de lo cual comprobaría que los distintos vigías de
la jungla montañosa estaban informados de nuestra presencia. Entrada
ya la noche, acudieron una serie de hombres, con alguno de los
cuales nos habíamos cruzado ya en nuestro camino de ascenso. Pero
otros acudieron de zonas aún más altas.
En un momento nos vimos
acosados por primero tres, e inmediatamente dos más, en total cinco
de aquellos guardianes de Salapwuk que, machete en mano y a dos
palmos de nosotros —que estábamos hombro con hombro intentando
captar aquella situación —imponían la prudencia por encima de
cualquier otra reacción.
Tuvimos el segundo justo para confirmarnos
mutuamente que aquello se salía de lo normal y podía derivar en algo
feo si dábamos un paso en falso, cuando comenzaron a someterme
alternativamente los cinco a un severo interrogatorio acerca del
motivo auténtico de nuestra presencia en Salapwuk. Sólo al cabo de
un buen rato de esfuerzos por no perder parte del terreno tan
pacientemente ganado, logré restarle gravedad a la tensión que
evidentemente se había creado.
Miquel y yo nos turnamos para dormir aquella noche tan
fascinantemente intrigante como incómoda y al día siguiente nos
internamos desarmados en las espesuras de la parte superior de
Salapwuk, guiados por lugareños armados, circunstancia que nos
impidió adoptar una postura de fuerza cuando se repitió un grave
episodio de tensión entre ellos y nosotros. "Un comentario más y os
pueden matar aquí mismo", nos avisó la bonita Carmelida, que nos
hacía de intérprete y que la víspera, advertida por Pernis Washndon
de que guardara silencio sobre el contenido de nuestra conversación,
comentó: "Si estuviera loca, hablaría."
Los guardianes cumplieron perfectamente su cometido, puesto que
regresamos después de un día de caminata a pie descalzo por la
jungla, sin haber visto el enclave que yo buscaba. El lugar en el
que, en épocas pasadas, cuando se producía alguna sequía anómala,
los chamanes invocaban la llegada de la lluvia, que no tardaba en
presentarse, después de haber clavado el sacerdote una vara en una
abertura del terreno.
Era exactamente la historia que ocho años
antes me había contado el superior del santuario de Aishmuqam, en la
antigua ruta de los mercaderes que desde el Afganistán se dirigían a
la capital de Cachemira, Srinagar. Guardaban allí el bastón de Musa
(Moisés), que solamente se usaba en aquel extremo norteño de la
India para invocar la llegada de la lluvia, o el fin de una
epidemia, siempre con inmediato resultado positivo.
EL TAPÓN DEL MISTERIO
De cuanto se puede explicar, lo más importante que me traje de las
espesuras de Salapwuk fue la explicación de su celador visible,
Pernis Washndon, de que estos montes y la isla misma no constituían
más —como su propio nombre esotérico ("Sobre el secreto") indica—
que un tapón que esconde, al tiempo que señaliza, el emplazamiento
del auténtico misterio que se oculta en sus profundidades.
No tardaría en averiguar que este misterio guardaba estrecha
relación con las noticias aparecidas a finales de los años 30 en la
Prensa alemana.
De regreso del reino de Kiti pude ya, con lo averiguado en Salapwuk,
poner todo mi empeño en averiguar el motivo de la existencia en la
isla de una ciudad construida sobre islotes artificiales,
aprovechando su arrecife coralífero.
Para ello había que remontarse a la aparición en la isla, en épocas
remotas, de una pareja de instructores llegados desde el aire, en
una nube, con la finalidad de buscar un emplazamiento idóneo para la
construcción de una ciudad-santuario.
Hallaron este emplazamiento en un lugar en el que vieron luces bajo
el agua, en el mar. Supieron por ellas que era éste el lugar en el
que debían construir una ciudad provocativamente distinta, sobre
islotes artificiales, para señalizar la singularidad de aquel lugar.
Porque las luces que vieron les indicaban la existencia, allí, de
construcciones artificiales muchísimo más antiguas, sumergidas bajo
las aguas litorales de Pohnpei. Allí estaba el inicio del ovillo que
conducía al secreto que daba nombre y significado a la isla.
Todo un reto para esoteristas, arqueólogos e historiadores.
LOS GRANDES INICIADOS
El Corán, en la Sura 18, habla de Al Raqim, la tabla que contiene
las claves de la iniciación en la cueva. En Pohnpei los Sau Rakim
fueron antiguamente los grandes iniciados —ya no queda ninguno hoy
en día— que guardaban los secretos y no los compartían con las demás
personas. Los mantenían ocultos, ya que de otra forma eran
castigados con la muerte.
Cuenta la tradición que conocían todas las
antiguas historias de Pohnpei, y que cuando morían comenzaba a
llover, a relampaguear y a tronar. Algo similar —se suceden en esta
isla las conexiones planetarias— a lo que sucedió con motivo de la
crucifixión de Jesús.
LOS TSAMORO, SOCIEDAD SECRETA DE POHNPEI
Por debajo de los Sau Rakim, que eran los máximos iniciados de la
isla, existía una sociedad secreta, la sociedad de los tsamoro. Los
jefes de tribu se constituían automáticamente en miembros de esta
sociedad, mientras que a los demás tsamoro se les exigía una
demostración de sus aptitudes en el plazo de un tiempo de prueba de
varios años de duración. Esta demostración consistía en el
conocimiento de la lengua de la sociedad, que no era la del pueblo.
Era por lo tanto un argot, una lengua de los argotiers, por lo tanto
de los argo-nautas.
Los tsamoro se reunían una vez al año en un
lugar sagrado, rodeado de muros de piedra. El acceso les estaba
vedado a los no iniciados, bajo pena de muerte inmediata. Durante
sus reuniones secretas, los elegidos bebían sakau y cada uno ofrecía
un recipiente de esta bebida sagrada a los seres superiores.
Explicaré enseguida en qué consiste esta bebida. Valga decir antes
aún que el jefe de la hermandad secreta de los tsamoro tenía su sede
en estos montes de Salapwuk en cuya jungla me hallaba, y en donde
cada nueve meses se reunían todos los iniciados para un encuentro de
cuatro días de duración.
UNA VEZ MAS EL CLICHÉ DEL DILUVIO
Averigüé en las oscuras noches de la jungla que existen allí
narraciones legendarias que apuntan claramente hacia el recuerdo de
una inundación total de la isla, o sea de un diluvio (para ellos
obviamente universal). Literalmente: "Las inundaciones arrancaron
toda la tierra de la isla" — dicen las tradiciones. Después de
haberse retirado nuevamente las aguas, alguien procedió a
reconstruir un túmulo de rocas en Salapwuk, en el reino de Kiti.
Pernis Washndon (el celador de los misterios de estos montes) me
dijo en este contexto que Salapwuk no era más que el tapón que
tapaba un secreto que se encerraba debajo del lugar que estábamos
pisando. Y considerando que Salapwuk debe su razón de ser —como ya
vimos en el anterior número de "Más Allá"— a la primera piedra, a la
piedra angular, obligado es aportar aquí el dato de que en el texto
apócrifo Testamento de Salomón, la piedra angular es aquella que se
pone encima de la puerta del templo.
EL RITUAL DEL SAKAU
La ceremonia del sakau es celebrada por todos los pohnpeyanos
diariamente, al anochecer. Según ellos, es una bebida proporcionada
antiguamente por los seres superiores, como vehículo de comunicación
con ellos. Tanto es así, que en el escudo o emblema oficial del
actual estado de Pohnpei aparecen juntas las ruinas de Nan Madol y
un cuenco de coco conteniendo el sakau. Nosotros tomamos nuestro
primer trago en el marco de un festivo agasajo del que nos hizo
objeto una familia que ocupaba el pequeño islote de Takaieu, en los
arrecifes que rodean a la isla central de Pohnpei.
El ritual ancestral que seguimos para tomar la bebida de la conexión
celeste fue el siguiente: en primer lugar, durante el día fuimos
recogiendo raíces de sakau (kawa-kawa, cuyo nombre botánico es
'piper methysticum'). Al anochece, fuimos disponiendo hojas de
banana debajo de una gran piedra plana, de hecho una plancha de
piedra. La cantidad de hojas de palma depende siempre del mayor o
menor rango del personaje principal que asiste a la ceremonia.
Inmediatamente después lavamos cuidadosamente con agua las raíces y
la plancha de piedra, hasta dejarla completamente limpia.
Mientras esto hacíamos en el interior de la amplia cabaña, en el
exterior otros lugareños se encargaron simultáneamente de arrancar
largas tiras de corteza de hibisco. Inmediatamente comenzó el ritual
de ir machacando con piedras las raíces de sakau, dispuestas sobre
la plancha de piedra. Esta plancha —de basalto— tiene un sonido
metálico al golpearla con las piedras que sirven para machacar las
raíces de sakau, y los oficiantes comenzaron por golpearla para
señalar el inicio de la ceremonia en sí.
Cuando las raíces ya estuvieron prácticamente trituradas —en cuyo
proceso intervinieron seis oficiantes sentados alredededor de la
piedra-base—, se hizo perceptible el ritmo del repiqueteo de las
piedras. Este ritmo, aplicado al unísono por todos los que están
machacando las raíces, depende a su vez también del rango de la
persona principal presente en la ceremonia, siendo el ritmo final
idéntico al que se percibe escuchando el tamborcillo de mano de
cualquier oficiante en cualquier lamasería del área Himalaya.
Cuando
ya estuvo completamente triturada la raíz de sakau, la salpicamos
con agua fresca, al igual que las tiras de corteza de hibisco.
Inmediatamente nuestros anfitriones pasaron a amasar las raíces
trituradas con agua, mientras otros ya habían dispuesto la corteza
en un extremo de la piedra de sakau, para irla rellenando con la
masa de raíces.
Esta fue envuelta —liada— completamente en la
corteza, hasta formar un largo y grueso canuto que luego uno de
ellos fue exprimiendo con lentitud y fuerza para que el jugo
resultante se escurriera en un cuenco de coco. Nos lo tendieron para
iniciar la ingestión, tras lo cual lo fuimos ofreciendo a cada uno
de los presentes, como es costumbre entre ellos.
Es un jugo espeso, marrón, amargo y refrescante, que tiene la
ventaja de no contener las fibras de la yuca masticada por las
mujeres de la tribu, que ingerí con la chicha durante mi convivencia
con los jívaros del curso alto del río Santiago, en la selva
ecuatoriana.
Lo que ingerimos aquí, en Pohnpei, es una droga adormecedora, la kawaína, cuyos efectos se comienzan a advertir en una
insensibilización de los labios y de la punta de la lengua. Es un
principio activo modificador del sistema nervioso, que produce la
parálisis de las fibras centrípedas. El abuso de su ingesta puede
conducir finalmente a una caquexia mortal. De todas formas, esto no
se da entre los habitantes de Pohnpei, que saben dosificarse
perfectamente su ración diaria de sakau. Precisamente porque no
toman el sakau por drogadicción, sino porque constituye para ellos
ancestralmente un vehículo de comunicación sagrado. De comunicación
con seres superiores.
Vayamos pues a la comunicación celeste de los antiguos habitantes de
esta pequeña isla —más pequeña que, por ejemplo, Ibiza—.
PADRE EXTRATERRESTRE Y MADRE TERRESTRE
Comienza la conexión celeste de los antiguos pohnpeyanos con un
hombre llamado Kanekin Zapatan, descendido de las alturas, de un
lugar desconocido, a Pohnpei, acompañado de un grupo de personas que
sabían volar. Kanekin Zapatan se fija en la hija de un jefe nativo.
Tenemos así a un hombre descendido del cielo que se casa con una
mujer terrestre. Ya conocemos eso de los textos bíblicos. Urgido
para el regreso por sus acompañantes, reclama sus alas y su aditivo
capilar —un casco que llevaba— para poder reunirse en las alturas
con los suyos.
Le acompaña también su mujer, y literalmente dice la
tradición:
"Metió a la mujer en el cabello y alrededor de él ajustó
el nudo".
¿Cabría en aquella remota época mejor concreción para
indicar que le puso un casco, imprescindible para levantar el vuelo?
Huye pues con la hija del jefe nativo, que en el trayecto da a luz a
un niño distinto, dotado de grandes poderes mágicos. Este niño se
llamará Luk, al que dejan en tierra mientras ellos prosiguen su
vuelo. Más adelante Luk enciende una hoguera, para ascender en su
humo, sobre un tambor, al cielo, imagen ésta que puede equipararse a
la del despegue de un cohete portador de una cápsula tripulada. Al
reencontrarse con sus padres les recuerda que "me engendrasteis en
la Tierra". La narración también afirma de él que "sabía andar sobre
el mar". Se suceden los símiles con pasajes bíblicos.
DOMINABAN LA
TÉCNICA DEL VUELO
"En aquella época" —me cuenta
Masao al pie del camino que conduce
hacia Nan Madol— "la raza de los hombres era distinta. Estaban más
dotados, ya que eran capaces de transformar la piedra y de efectuar
trabajos muy difíciles en la misma, pero esta gente habilidosa ya no
existe hoy en Pohnpei. Hoy ya no son como la gente de antes, son
distintos, ya que aquéllos poseían poderes mágicos y eran fuertes."
Un curioso invento lo constituyen los sacos voladores que aparecen
en algún que otro relato de los tiempos antiguos de la isla. Se
trataba de vehículos volantes de gran movilidad con capacidad para
un solo tripulante. Incluso quedan narraciones que refieren combates
entre varios de estos sacos voladores.
En relación con este tema, le pregunté a Masao si antiguamente
habían existido en la isla hombres voladores.
"¿Hombres volantes?
No. No volaban propiamente, sino que penetraban en grandes pájaros,
pronunciaban palabras mágicas, el pájaro se alzaba y volaba con
ellos dentro. Construyeron pájaros voladores con árboles."
DOS HERMANOS CON PODERES
MÁGICOS
Es hora ya de que me refiera al principal enigma que plantea esta
isla: la ciudad muerta de Nan Madol. Para ello hay que remontarse
nuevamente a los relatos tradicionales de los nativos. Cuentan éstos
que muchísimo tiempo después de la llegada de la primera canoa con
las nueve parejas (ver "Más Allá" n°...), hacen aparición en la isla
dos hermanos: Olosipe y Olosaupa. Con ellos comienza el enigma de la
ciudad de Nan Madol. El único recuerdo ancestral que los nativos
conservan sobre la construcción de dicha ciudad, es el que refiere
su origen a la actuación, absolutamente mágica, de estos dos
personajes.
Nadie sabe de dónde vinieron; llegaron en una nube y descendieron en Sokehs, en el norte de la isla. Eran constructores, ingenieros,
arquitectos extraordinariamente inteligentes y dotados de poderosos
recursos mágicos. Pero además sacerdotes e instructores, que sacaron
a los pohnpeyanos de su ignorancia y de su primitivismo. Llegaron a
Pohnpei para edificar allí un santuario consagrado a un protector de
la tierra y del mar: la anguila, desde entonces el animal totémico
por excelencia de Pohnpei.
Hay que tener en cuenta que el pohnpeyano
no adora a la anguila misma como animal, sino por lo que éste
representa: en su cuerpo habita el espíritu, la divinidad. La
anguila es así un vehículo de la divinidad. Como lo es la serpiente
para los aborígenes australianos y para los pueblos mesoamericanos,
entre otros. ¿Y por qué en Pohnpei no aparece la figura de la
serpiente, cobrando vigor, en su lugar, la de la anguila? Pues
porque es el único animal que el nativo pohnpeyano puede asimilar a
la imagen de una serpiente, por la sencilla razón de que en su
pequeña isla las serpientes no existen.
Pero volvamos al propósito de Olosipe y Olosaupa: erigirle un
santuario a esta anguila sagrada. Siendo la anguila una serpiente
acuática, el santuario debía erigirse en un lugar que fuera a la vez
mar y tierra: el arrecife coralífero que rodea a la isla.
EL FEUDO DE LOS REYES DEL SOL
Recorrieron, pues, la costa de la isla desde el promontorio de
Sokehs, en el Norte, en busca de un lugar idóneo. Lo hallaron en un
lugar llamado Sau Nalan, cuyo significado era el Sol. El santuario
debía recibir el nombre de Nanisounsap, que significa "lugar del rey
del Sol". Pensile Lawrence, transmisor ya citado del conocimiento
esotérico de Pohnpei, me confesaría:
"Se decidieron por el actual
enclave de Nan Madol, puesto que en aquel lugar preciso observaron
luces extrañas en el mar."
De acuerdo también con la versión esotérica,
debajo de Nan Madol
yace Kanimeiso, la "ciudad de nadie". Por ende, cabe comentar aquí
que todo el simbolismo de la construcción del santuario apunta hacia
el feudo de los reyes del Sol: Nan Tauas, la construcción principal
del conjunto, se halla en el vértice oriental (hacia donde sale el
Sol) de Nanisounsap (el lugar del rey del Sol), erigido a su vez en
el extremo oriental de Sau Nalan (el Sol), que a su vez constituye
el flanco oriental, o sea de la salida del Sol, de la isla de
Pohnpei.
TRANSPORTE
AÉREO
Cuando regresamos de la jungla de Salapwuk, nos instalamos pues en
el minúsculo y paradisíaco islote de Joy Island (antiguamente
Nahnningi, el "pedazo de tierra pescado del fondo del mar", o sea un
trozo del paraíso, puesto que eso es para los pohnpeyanos el fondo
del mar). En el islote sólo vivía Nahzy Susumu.
Con él, con nuestra
compañera, guía e intérprete Carmelida Gargina, con los grandes
cangrejos cocoteros, dos perros y algunos cerdos, con las rayas y
con las crías y algún que otro padre de tiburón y con la desdichada
morena que pescó Carmelida a golpe limpio de mi machete para cocerla
luego aún medio viva en las brasas de nuestra hoguera, compartimos
las inolvidables y solitarias noches de este mágico arrecife
coralífero del Pacífico.
¿Mágico?: Absolutamente mágico. De día, íbamos a visitar desde allí
las cercanas ruinas de Nan Madol: 91 islotes artificiales
construidos sobre el arrecife, a base de la superposición —única en
el mundo— de enormes columnas de basalto. Analizamos todas las
posibilidades que podían ofrecerse de transportar estas columnas
desde la cantera que se hallaba al norte de la isla, hasta el
enclave en que habían sido apiladas en Nan Madol. Por tierra,
imposible, dado que la espesa jungla que cubría toda la isla, y los
intrincados manglares que se extendían a lo largo de la costa,
hacían imposible el transporte de estos enormes bloques de piedra.
Cabía la posibilidad de un transporte por mar, a lo largo del
arrecife. Miquel Amat, experto navegante, me comentó sin embargo que
la única posibilidad habría sido, en época tan lejana, el sujetar
cada columna de piedra debajo de una enorme balsa, para evitar que
esta zozobrara y se hundiera.
Pero entonces, ¿cómo habrían podido
salvar la barrera coralífera con la que habrían topado? El
transporte era a todas luces imposible. Excepto para los iniciados,
aquellos privilegiados isleños que conocían la historia auténtica de
su tierra.
A la luz de la hoguera, en noche de plenilunio, un descendiente de tsamoro me confió que para ellos no es ningún secreto el que
Olosipe
y Olosaupa, los dos hermanos constructores, estaban dotados de un
extraordinario poder mágico:
"Convocaron a todas las piedras para que vinieran por sí solas y
formaran las imponentes construcciones. Olosipe y Olosaupa llamaron
a las piedras que estaban en Sokehs. Estas oyeron su llamada mágica
y acudieron volando junto a los dos hermanos. Por procedimientos
mágicos éstos ordenaron a cada uno de los grandes bloques de piedra
que ocupara su sitio correspondiente en las construcciones. Tal es
la forma en que se construyó Nan Madol."
Quien se sonría ante mi ingenuidad, recuerde las palabras del
jefe hopi White Bear, cuando explica —sin tener ni la más remota idea de
lo que cuentan los transmisores del conocimiento en Pohnpei— que
exactamente este corte y trasporte de enormes bloques de piedra es
lo que
los katchinas —seres que dominaban el secreto del vuelo—
enseñaron a los antepasados de los
indios hopi, hoy asentados en
Arizona, y que por su parte afirman proceder del Pacífico.
Es más:
vimos que en la relación solar de todo el simbolismo construccional
y de emplazamiento del santuario del rey del Sol —Nanisounsap— el
edificio principal, Nan Tauas, ocupaba el vértice más oriental, o
sea dirigido al Sol naciente. Pues bien, Tauas significa en lenguaje
hopi exactamente esto mismo: Sol.
EL MISTERIO ESTA DEBAJO
Todo esto no son más que los testimonios visibles y averiguables
—cuando se pregunta con tiento— de los enigmas que presenta la isla
de Pohnpei. Ocultos quedan sus auténticos misterios. O su auténtico
misterio. Aquél que está implícito en el propio nombre de Pohnpei:
"Sobre el secreto".
Tuve que desandar la selva monte arriba para que en lo alto del
reino de Kiti, en Salapwuk, uno de los principales celadores del
secreto me dijera que la isla que estábamos pisando no era más que
el tapón puesto encima de un gran secreto que se escondía debajo,
razón y origen de la sociedad secreta que allí funcionaba.
Tuve que
cruzar luego los manglares y navegar hasta Nahnningi, y por ende
explorar las ya devastadas ruinas de la ciudad prohibida de Nan
Madol, para ir arrancándoles a algunos nativos iniciados la
confesión de que Nan Madol no es más que una señal en forma de
desafiante ciudad que indica que frente a su muralla externa, allí
donde moran los tiburones, se esconde bajo las aguas otra ciudad de
construcción muchísimo más antigua.
Sendas expediciones australiana, norteamericana y japonesa confirman
que allí, a nueve metros de profundidad, descubrieron los vértices
superiores de diez columnas verticales de 20 metros de altura cada
una. Nadie explica lo que ha encontrado agua abajo de estas diez
columnas submarinas, de una cultura absolutamente distinta a la de
los constructores de Nan Madol: éstos dispusieron la totalidad de
los bloques de basalto en forma horizontal, mientras que las
mencionadas columnas submarinas se hallan todas en posición
vertical.
Pero eso es solamente el principio de lo que allí se esconde. Quedan
para el recuerdo más reciente los sarcófagos de platino extraídos de
allí entre las dos guerras mundiales por los buzos japoneses. Y para
el más remoto, las luces vistas en este punto del mar por los
instructores y constructores Olosipe y Olosaupa, que supieron así en
dónde debían erigirle un santuario a la anguila sagrada.
El motivo de este artículo ahora, al cabo de siete años de haber
visitado la isla, no es otro que el de remozar la memoria y dejar
constancia de este misterio para las generaciones futuras, para las
que Pohnpei no será más que una diminuta isla en el Pacífico,
invadida por el moderno turismo motorizado japonés. Les debía este
homenaje a los Sau Rakim de Pohn Pei, que supieron desaparecer sin
haber narrado más que una parte de su saber, testimoniando así su
pertenencia a la universal comunidad de iniciados.
El buen amigo, periodista, viajero, buscador y aventurero catalán
Jorge Juan Sánchez García, que visitó Pohnpei en el mes de octubre
de 1990, me comunica que desde mi estancia en la isla murió el
celador de Salapwuk, Pernis Washndon, y se suicidó el joven y
solitario Nahzy Susumu, que registraba el paso de cualquier
extranjero a Nan Madol. La sociedad secreta de los tsamoro no
traiciona sus principios.
|