Juan Garcia
Atienza
Escritor español (Valencia, 1930-), licenciado en Filología
Románica. En 1977 decidió dedicarse de lleno a la investigación
histórica y antropológica. Antropólogo de lo oculto, historiador de
las voces del pueblo, buscador de caminos, hombre experto, culto, de
senectud encendida, y ojos lacios y azules como de agua estancada.
Autor de más de 50 libros, entre ellos:
-
Leyendas mágicas de España
-
Leyendas del camino de Santiago
-
La Ruta Sagrada
-
Los Santos
paganos
-
El Legado Templario
-
La gran manipulación cósmica
-
El
Milenio llega
Para conocer
sobre cómo el ser humano es usado y mentalmente
influenciado por entidades del cosmos, el libro
La Gran
Manipulación Cósmica ofrece un tratamiento del tema muy
destacado entre todo lo que al respecto ha sido
publicado. |
La Gran Manipulación
Cósmica
10
De cómo el pez
grande vino a comerse al pez chico
La escala dimensional de la
evolución
Si intentásemos establecer la sucesión evolutiva de los seres del
cosmos a niveles de conciencia dimensional -y tendré que pedir
excusas por lo que me temo que pueda parecer una definición muy poco
ortodoxa-, deberíamos partir de una conciencia- punto, que
correspondería, en líneas generales, al que llamamos mundo mineral.
Una piedra o un grano de arena, un objeto natural o artificial
inorgánico, está en un lugar preciso, ocupa un espacio limitado y no
puede desarrollar la energía necesaria para su autodesplazamiento.
Si es que existe en este ser objeto algún tipo de conciencia -y no
hay nada que impida pensar que la posee- esa conciencia estará
constreñida al punto exacto de su ubicación. Es, pues, una
conciencia que podríamos llamar adimensional (aunque, de hecho,
sabemos que ocupa un espacio que contiene las tres dimensiones, si
bien no podrá tener conciencia de ello).
El mundo vegetal crece y se desarrolla por sí mismo, nace y muere y
crece, aunque tampoco tiene la capacidad de desplazarse. Su punto de
referencia espacial está en su contacto con la tierra y, a partir de
ella, su camino hacia arriba (tronco, ramas, hojas, flores) y hacia
abajo (raíces). Su eventual conciencia sería la línea, es decir, la
unidimensionalidad.
Avancemos la sospecha que le asaltará a más de un lector: no hay, de
hecho, un límite estricto que sirva de frontera definida a los seres
de la naturaleza. Del mismo modo, no existiría un punto en el que se
pudiera afirmar taxativamente que, antes de él, sólo hay conciencia
adimensional y, al otro lado, otra unidimensional (y así
sucesivamente). Tomo voluntariamente bloques enteros de conciencia y
pienso que cada cual podrá representarse, por su cuenta, esas zonas
de nadie en las que se produce el paso de un tipo de conciencia al
siguiente.
Continuando, pues, con
la escala iniciada, nos encontraremos ante los seres inferiores del
reino animal, que tienen conciencia primaria de desplazamiento
superficial, como podría tenerla un supuesto ser de dos dimensiones.
Un gusano de seda tiene conciencia de la hoja de moral que devora y
por la que se desplaza, pero ignora esencialmente los volúmenes. Sin
embargo, ese mismo gusano, llegado al ápice de su evolución física,
deja súbitamente de comer, se envuelve en la seda que él mismo
segrega por centenares de metros, hasta formar un capullo, y muere
materialmente, se pudre y se seca dentro de su caparazón para
resucitar -pues se trata de una auténtica resurrección y hasta he
sentido tentaciones de escribirla con letras mayúsculas- en una
mariposa de vida precaria que, durante unas horas, es casi capaz de
volar, de palpar los límites de una conciencia tridimensional.
Si continuamos analizando la conducta de los animales superiores
(incluyendo ya en ellos desde insectos y crustáceos capaces de
saltar o de volar, hasta los simios antropoides), nos daremos cuenta
de que, en ellos, como en la mariposa, hay ya una conciencia
tridimensional que les permite captar instintivamente la altura, la
profundidad o los contornos de su espacio vital, moverse entre ellos
y mantenerlos como límite de captación.
Por su parte, el ser humano, en tanto que grado evolutivo inmediato,
se mueve, lo mismo que los animales superiores, en un espacio que
sus sentidos -nuestros cinco sentidos más ese sexto sentido mental
del que hablan los orientales- dictan como tridimensional y que, por
lo tanto, limita su percepción inmediata. Sin embargo, un grado
superior de conciencia -llamémoslo su condición de animal racional-
le lleva a intuir, aunque sea de modo primario, la dimensión
inmediata, de la que en cierto modo se siente -nos sentimos tú y yo,
amigo racional- esclavo. Se trata del concepto del tiempo, de la
dimensionalidad temporal que domina el curso de nuestra existencia y
marca la pauta, tengamos o no conciencia clara de ella, de eso que
denominamos nuestra trascendencia.
Tú mi da´ una cosa a mé,
ío ti dó una cosa a té
Hace ya unos
treinta años, cuando el movimiento llamado neorrealista convirtió a
Italia en una potencia mundial en la industria cinematográfica, se
realizó una película en color, Carrusel napolitano, tal vez la
primera en aquel mundo latino de la segunda posguerra mundial, en la
cual, en clave de espectáculo musical, surgían una vez más todas las
lacras y los terribles avatares de un mundo que había aprendido algo
-no mucho, por desgracia- de los centenares de millones de muertos
que habían producido cuatro años de contienda.
En aquella película había un número -repito que se trataba de un
film musical- en el que todos los componentes jugaban al toma y daca
casi cósmico que patentizaba la mutua dependencia de los seres
humanos: "Tú me das una cosa a mí, yo te doy una cosa a ti", decían,
haciendo intercambio de las cosas más peregrinas que cabría imaginar
en el mundo.
Viene a cuento aquel recuerdo -que para muchos será ya prehistórico-
con la interdependencia que podríamos establecer y que, de hecho,
existe ya en todos los seres que pueblan el cosmos. Todo le sirve a
alguien. Nada hay que, de uno u otro modo, no sea útil a otro, que
lo habrá de tomar a cambio de algo que él, a su vez, puede
proporcionar a un tercero. El mundo, en este sentido, es un
constante intercambio de necesidades y de hartazgos entre los entes
que lo pueblan.
Los seres de conciencia unidimensional, el universo de los vegetales
(dicho de modo amplio y necesariamente inexacto, sólo
estructuralmente válido), se nutren del mundo adimensional de los
minerales, extrayéndoles directamente las sustancias necesarias para
cumplir su función vital.
Los animales primarios, por su parte, extraen su alimento principal
de las plantas, que previamente han tomado de la tierra las
sustancias nutricias. A su vez, los animales más evolucionados, lo
mismo que los seres humanos, se alimentan indistintamente de
materias vegetales y de otros animales, en una especie de síntesis
alimentaria y vital que se hace progresivamente complicada, en tanto
que ha de nutrir órganos también progresivamente más evolucionados
que hace que las funciones vitales exijan una mayor complejidad
acorde con los estudios evolutivos de seres con necesidades de
nutrición diversas, según los órganos que hayan de mantener.
El
mundo exige ese escalonamiento, del mismo modo que lo exigen todos
los seres que lo componen, de tal modo que aquello que toman de los
estadios inferiores de la evolución supone síntesis cada vez más
complejas y, a su vez, hacen entrega de elementos todavía más
complicadamente sintetizados a los que forman parte del escalón
evolutivo inmediato. Con escasas variantes, que creo que sólo
servirían para confirmar los hechos, así se establece la armonía de
la naturaleza.
El hombre en tanto que
ser que se alimenta
A medida que los seres de la naturaleza alcanzan grados superiores
de conciencia, sus necesidades alimentarias se diversifican y, sobre
todo, tienen que cubrir campos cada vez más amplios. Sí, por
ejemplo, a una planta le basta con sintetizar alimentos que le
proporciona la tierra y que toma del aire para crecer y echar hojas
y ramas y frutos, a una oruga sedera le será necesario tomar de la
hoja de la morera sustancias que no sólo le permitan alimentarse y
crecer, sino también fabricar la seda que le dará la posibilidad de
envolverse en el capullo del que habrá de salir la mariposa con toda
su complejidad orgánica. Un mamífero, por su parte, necesitará que
los alimentos ingeridos le den robustez de músculos y una vitalidad
sanguínea que le permita regar un cerebro relativamente
desarrollado, más toda una serie de vísceras con funciones
tremendamente complejas y diversificadas.
El ser humano, por su parte, posee una capacidad de raciocinio
supuestamente superior a la de cualquier animal. De hecho, el rasgo
distintivo de la especie humana es precisamente la razón. Pues bien,
esa capacidad debe también ser alimentada, porque todos sabemos que
surgen cierto tipo de taras cerebrales que son ocasionadas por la
carencia de sustancias concretas necesarias para esa particular y
compleja función y para nada más. Pensemos igualmente que, en el
caso del ser humano -lo mismo que en el de muchos otros animales y
hasta en el de las plantas- la alimentación no se lleva a cabo
únicamente por la vía digestiva (directa, podríamos decir), sino por
otros muchos caminos. Hay una alimentación producida por el sueño,
por la respiración y hasta existen -aunque no siempre se practiquen-
una alimentación emocional y una alimentación intelectual, cuya
carencia puede también causar trastornos que afecten a la
personalidad humana.
Y créase que no lo digo
como metáfora, sino que esas necesidades existen realmente como
tales, como energías vitales que deben cubrirse y fomentarse,
precisamente porque el ser humano, aunque muy a menudo de modo
inconsciente, es un sujeto tan inserto en su propia evolución como
pueda serlo el gusano de seda, y no podemos pensar en modo alguno
que se ha alcanzado un límite evolutivo más allá del cual no
podremos pasar. No sólo no es así, sino que esa evolución forma
parte integrante de la naturaleza humana, del mismo modo -sólo que
con mucha mayor complejidad- que forma parte de la naturaleza de los
animales inferiores la utilización o absorción de determinados
alimentos que les permitirán la conservación de la especie en su
lucha continua por sobrevivir a la selección natural. En líneas
generales, el ser que mejor y más razonablemente atienda a sus
necesidades vitales y alimentarias será siempre el que tenga mayores
probabilidades de supervivencia y, por tanto, de evolución
selectiva.
Vemos, pues, que cada especie -y el ser humano, en tanto que es
especie, hace lo mismo- se alimenta de lo que le proporcionan las
criaturas en su estadio evolutivo inferior, usa sus energías y su
capacidad primaria de síntesis de los alimentos naturales que, en
estado puro, serían ya imposibles de asimilar, y muestra su nivel
evolutivo por el uso que hace de su preponderancia sobre esos otros
seres. Pero no deja de resultar curiosa esa dificultad progresiva en
los procesos de asimilación; más que curiosa, significativa, puesto
que se acentúa en razón directa con la complejidad orgánica de los
seres a todos sus niveles y, naturalmente, al nivel mismo de su
percepción o conciencia de la dimensionalidad, agudizada al máximo
en el ser humano, que es el ser racional por excelencia.
Cualidades y
dimensiones
Partimos del hecho, universalmente admitido (a pesar de lo cual
habría que someterlo a un análisis de certeza) de que el ser humano
se distingue precisamente por su cualidad de ser racional. La razón
y sus consecuencias es lo que distingue, pues, a la humanidad. Del
mismo modo, cada estadio evolutivo de la naturaleza se distingue por
una cualidad que, curiosamente, marcha paralela con el sentido de
conciencia dimensional que antes especificábamos.
De modo que la
conciencia adimensional se corresponde con la cualidad de la
inercia, la unidimensional con el impulso, la bidimensional con el
instinto y la tridimensional con la voluntad. El ser humano, a
cuestas con su conciencia cuatridimensional -por más errada e
inexacta que tenga la concepción temporal- es el de tentador de la
razón.
En esquema, la pauta evolutiva sería así:
Especie
|
Conciencia dimensional
|
Cualidad
|
Minerales
Vegetales
animales i.
animales s.
seres humanos
… ? ...
|
adimensionalidad
unidimensionalidad
bidimensionalidad
tridimensionalidad
cuatridimensionalidad
pentadimensionalidad
|
inercia
impulso
instinto
voluntad
razón
… ? …
|
Partiendo, pues, del
grado más evolucionado racionalmente conocido -el género humano, es
decir, nosotros- cabe afirmar que cada grado sucesivo de evolución,
cada especie, está en condiciones de dominar y de manipular a todas
las que se encuentran en estadios inferiores. El vegetal domina al
mineral (a la tierra) y se alimenta de él. Y así sucesivamente hasta
el ser humano, que, provisto de su suprema arma mental (la razón en
cuestión) domina, manipula, y se aprovecha a todos los niveles de
los seres que evolutivamente le anteceden. Este factor le confiere
lógica (racional) conciencia de superioridad y le hace suponer, por
medio de esa suprema arma que tiene consigo, que se encuentra en la
cúspide del poder cósmico o, al menos, del poder planetario.
Pensemos un poco, aunque sea, de momento, al menos, para sacar
conclusiones aparentemente perogullescas. ¿Por qué cada especie es
vencida y manipulada por las que poseen la conciencia dimensional un
grado al menos superior? Creo que la respuesta es casi obvia: porque
cada una de las cualidades inferiores ignora visceralmente a las que
la siguen, aunque sepa que están ahí. Y, en consecuencia, no puede
sustraerse conscientemente a su lógica agresión. Hablando en
términos dimensionales -que son precisamente los que nos van a
servir para captar en lo sucesivo la manipulación de la que somos
nosotros mismos objeto- hemos de admitir que cada conciencia
dimensional carece de las condiciones necesarias para captar el
ataque y el dominio que se ejerce sobre ella desde otro plano
dimensional.
Si imaginamos la conciencia del gusano (bidimensional) sólo capaz de
entender a su manera la superficie sobre la que discurre su
existencia, una agresión llegada desde arriba o desde abajo la
encontrará inerme. Hagamos la prueba si queremos. Coloquemos a
nuestra oruga sedera sobre su hoja de moral. Acerquémosle un palito
desde el nivel de la superficie de la hoja; la oruga se moverá en
dirección contraria. Sin embargo, si ese acercamiento lo efectuamos
desde arriba, la oruga será incapaz de captarla y podremos
atravesarlo sin que el pobre bicho llegue a saber nunca desde dónde
le ha llegado la agresión y sin haber podido hacer absolutamente
nada para evitarla o para defenderse de ella.
La razón, ¿punto final?
Hemos tomado tan a pecho nuestra supuesta cualidad de reyes del
planeta que, echando mano de nuestra arma suprema -la consabida
razón, esa Razón que hasta hicieron Diosa Suprema los sans-culottes
de la Revolución Francesa-, y con la ayuda de todas las fuerzas de
presión de que disponemos, nos hemos fabricado a nuestra imagen y
semejanza toda una teoría del poder racional, de la que nos hemos
constituido en cúspide, cima y corona. Y hemos sido tan orgullosos y
nos hemos sentido tan satisfechos con nuestras posibilidades que,
más allá de esa cúspide sobre la que nos hemos izado, sólo admitimos
-y eso no siempre- a un Supremo Hacedor sobre el que descargamos
todo aquello que cae fuera de nuestro entendimiento.
Claro que sucede también que, ocasionalmente -y por más creyentes
que seamos o que nos hayan pretendido hacer a lo largo de nuestro ya
prolongado proceso histórico-, surgen fenómenos que, aunque resultan
incomprensibles para nosotros, resultaría también ridículo y
bochornoso adjudicárselos a esa divinidad suprema que nos hemos
fabricado a nuestra imagen y semejanza. Y entonces nos encontramos,
como dicen en los pueblos, con el culo al aire; totalmente
desasistidos, incapaces de racionalizar los hechos que no tienen
razón y sin la menor posibilidad de definirlos, es decir, de
transformarlos o de dominarlos y hasta de defendernos de su
agresión, cuando la hay. Por el contrario, son fenómenos que nos
dominan a nosotros, que juegan a pídola con nuestra suprema razón y
la enfangan y la inutilizan lo suficiente como para que empecemos a
dudar de ella en tanto que cualidad suprema en la evolución natural
de las especies.
La cosa viene a plantearse como un gran despropósito cósmico.
¿Creíamos que la razón, nuestra razón, lo podía absolutamente todo?
¡Pues toma irracionalidad a espuertas pudiendo con ella! ¿Nos
imaginábamos la cúspide de una escala evolutiva sin más límite que
nuestro Dios infantilmente infinito o nuestra no menos deificada
razón? ¡Pues toma absurdos fenómenos que se ríen de nosotros y en
nuestras propias barbas y nos dejan inermes frente a una realidad
que, deliberadamente, por orgullo supremo, habíamos tratado de
borrar!
Objetos (y conceptos)
no identificados
A lo largo de nuestra historia de seres racionales y pensantes,
inventores de tecnología y presuntos soberanos del planeta, han
estado surgiendo constantemente ante nuestras conciencias fenómenos
que la razón ha sido incapaz de explicar, aunque, siguiendo un
proceso lógico del pensamiento racional, ha tratado de encajar en
determinadas coordenadas de nuestra mente cuadriculada. La necesidad
de dar un cauce a los fenómenos evidentemente irracionales es la
que, al fin y al cabo, ha obligado al ser humano a inventarse a
Dios, pero el orgullo de sentirse propietario exclusivo de todo un
planeta es lo que, por su parte, le ha inducido a establecer escalas
serias de comunicación o estadios conscientes de relación con Él.
El ser humano, con toda
su aureola de racionalismo, se sentía en la misma cumbre que había
fabricado y todo cuanto no entraba en los límites de su entorno
racional se atribuía -o se sigue atribuyendo ocasionalmente- a la
divinidad abstracta. Y esa atribución dejaba al hombre siempre como
dueño y señor -o como inquilino privilegiado- de su propio entorno.
Dios absorberá lo que quede del ser humano después de la muerte;
Dios -y sólo Él- marcará los límites del comportamiento humano; Dios
habrá sido el fabricante de la pirámide evolutiva de la que
constituimos la cumbre y el que habrá colocado al hombre en su
puesto inamovible.
El cuanto a todos los fenómenos que escapan a la clasificación
racional y que surgen en nuestro entorno, que están ahí mismo y que
no pueden negarse, identificarse ni catalogarse (y ni siquiera
adjudicarse a la divinidad, porque son demasiado cotidianos,
demasiado "de andar por casa" para adjudicárselo directamente),
hemos optado por varios caminos, que se han sucedido a lo largo de
la historia, según haya dominado en nuestra civilización racional el
sentimiento de dependencia divina o la razón científica a ultranza,
con todos los estadios intermedios por los que hemos atravesado.
La primera explicación, propia de estadios deístas o de épocas
dominadas por la manipulación secundaria de los grupos de presión de
origen o de extracción religiosa, viene a atribuir cualquier
manifestación de fenómenos no identificados a emanaciones o a
enviados del dios de turno: dioses menores, sefirots, santos o
ángeles que proceden de la divinidad, que son "sus hijos" como
nosotros somos "su obra", o sus enviados, que vienen como portavoces
de sus advertencias y que -lógicamente- se presentan de manera
prodigiosa e intangible, como corresponde a su categoría de origen
divino.
A medida que la ciencia avanza en el discurrir de la historia,
muchos fenómenos que anteriormente carecían de explicación racional
ya la tienen. Consecuentemente, la cotización divina baja muchos
enteros e incluso, en numerosas ocasiones, se ha de declarar en
quiebra o, al menos, en suspensión de pagos. Una tormenta puede ser
explicada y prevista, como puede explicarse -y dicen ya que
preverse- un terremoto. Se sabe que una hierba (antes milagrosa) o
un agua (antes sagrada) pueden curar determinados males. Se sabe por
qué se producen fenómenos antes divinizados. Como consecuencia,
surge una segunda explicación a cuanto aún continúa sin ser
explicado. O debemos esperar, pues ya llegará en su día el momento
de esa explicación, en cuanto la ciencia lo descubra, o se trata de
alucinaciones que no son más que producto de mentes temporalmente (o
perennemente) afectadas por alguna conexión defectuosa en sus
circuitos racionales.
La tercera solución viene, en cierta manera, de la transferencia del
concepto divinal al mundo de la ciencia racionalista. Conociendo
-mal, por supuesto- los avances científicos y presuponiendo -todavía
peor- las perspectivas que aguardan a la ciencia en el futuro más o
menos próximo que se nos avecina, un sector cada vez más numeroso de
la humanidad se ha planteado la evidente existencia de otras
humanidades en otros sistemas planetarios del Universo, suposición
evidentemente lógica, que a estas alturas no admite duda ni
suspicacias y que incluso los remisos del deísmo religioso a
ultranza aceptan sin posibilidad de contraponer una negativa
racional.
A continuación, han
adjudicado a tales humanidades un grado de avance
tecnológico-científico ligeramente superior al nuestro (suponiendo
siglos o milenios de desfase cultural y tratándose de sólo unos
grados, a los que nosotros, sin duda, llegaremos -o llegarán
nuestros científicos, o nuestras multinacionales manipuladoras- el
día menos pensado) y nos las han traído a nuestro mundo, dispuestas
en muchos casos (demasiados) a asumir el papel de unas divinidades
abstractas y moribundas que ya no cotizan lo suficiente en la bolsa
de la credibilidad o de la credulidad humana.
Cada cosa en su sitio
Todo menos admitir -porque para eso somos nosotros, la Humanidad, la
cúspide de la evolución natural, o al menos eso nos hemos creído-
que hay o que puede haber entidades que viven una conciencia
dimensional superior a la nuestra y que, sin que nosotros tengamos
la menor posibilidad de detectarlas (a menos que ellas consientan o
provoquen la detección) conviven en nuestro mundo y con nosotros lo
mismo que nosotros convivimos con las ovejas, los cerdos, las vacas
o las orugas sederas. Y, para más exactitud, haciendo con nosotros
exactamente las mismas cosas que nosotros hacemos con los animales o
con los vegetales de los que nos servimos y nos nutrimos.
He dicho nutrimos y la palabra puede parecer incluso un poco o un
mucho caníbal o vampírica. Y no es que yo vaya ahora a negar que lo
sea y rasgarme la túnica para afirmar que dije digo donde digo
Diego. Nada de eso. He hablado de nutrición y he querido expresar
precisamente eso: nutrición, canibalismo, alimento, comida,
subsistencia, vitaminas y proteínas e hidratos de carbono… o la
materia o la energía que puede servir de sustitutivo o de
complemento nutricio a las entidades que, sin saberlo nosotros
racionalmente, están ahí y nos manipulan, porque ése es su derecho
dimensional y natural: el de manipularnos, exactamente lo mismo que
nosotros -¡los amos del mundo no lo olvidemos!- estamos o nos
consideramos en el derecho de devorar y dirigir y manipular a los
seres de conciencia dimensional inferior.
Vamos a tratar de establecer un paralelismo hipotético a modo de
ejemplo. Intentemos comprender realmente nuestra situación
trasladando, lo mismo que hacíamos en la escuela, una determinada
figura o una concreta función al plano inmediatamente inferior. Si
logramos recordar cómo, en los problemas de geometría espacial,
trasladábamos las figuras y los volúmenes a las hojas de papel
-bidimensionales y planas-, podremos hacernos cargo y captar el
problema que ahora se nos plantea. En el fondo, casi me parece
mentira la evidencia de que todo en este mundo de conciencias y de
dimensiones sea tan terriblemente simple, tan visceralmente
captable. Pero lo cierto es -y esto lo supieron ya hace muchos
siglos los heterodoxos matemáticos seguidores del místico de los
números, Pitágoras- que el universo no es más que numerología. ¡Y
pobre del científico que no sea capaz de comprenderlo y que domina
lo que, en realidad, le está dominando a él e indicándole, por
cifras y por líneas y superficies e incógnitas y volúmenes e
integrales, lo que es realmente el Universo!
El juego de la razón
produce monstruos
Nosotros somos, para el mundo de lo suprarracional, lo mismo que el
mundo de los animales superiores para nosotros. Nosotros dominamos
ese mundo con la razón, que supera al entendimiento de nuestras
bestias, pero a nosotros se nos está dominando y se nos manipula
mediante una supra-racionalidad -o irracionalidad, porque ese mundo
no tiene nada de racional ni de razonable- que jamás podríamos ser
capaces de comprender.
Si algo distingue a cualquiera de los hechos o de los fenómenos que
llamamos malditos o fortianos es precisamente el que, contra todo
pensamiento racional, carecen de un porqué y, sobre todo, se
encuentran absolutamente ajenos a nuestro fundamental concepto del
dualismo, es decir, de la perspectiva racional por excelencia.
La razón, que nos caracteriza como seres pensantes, nos hace ver el
mundo como un constante enfrentamiento de opuestos. Nos es imposible
emitir juicios de valor si carecemos de la medida que nos comparará
un hecho y nos lo situará en esa tabla que tenemos establecida para
todos los niveles vitales. Llamaremos mala a una cosa en tanto
podemos compararla con la bondad de otra. Decimos de una cosa que es
luminosa en tanto que nos la representamos como contraria a la
oscuridad. Algo es amable por contraposición con lo que es odioso y
algo es negro si no tiene nada de blanco o de color. Si vemos un
lado del rostro de una persona no vemos el otro (salvo que seamos
cubistas, pero ya volveremos sobe eso), y si decimos que algo está
frío es porque sentimos su ausencia de calor.
En cambio, nos encontramos esencialmente inquietos y sin posibilidad
alguna de reaccionar cuando surge algo que nos resulta imposible de
catalogar en las perspectivas del dualismo. Fijémonos en el fenómeno
OVNI, que es la muestra más palpable e inmediata con la que se nos
presenta, cada vez con más insistencia, el universo de lo
irracional. Nadie de los que se ha ocupado del fenómeno, nadie de
cuantos lo han vivido o lo han juzgado, han podido zafarse de una
pregunta primaria que forma parte de nuestro mundo lógico y
cuadriculado de la dualidad: ¿es el fenómeno OVNI bueno o malo para
el ser humano? Si leemos a los investigadores o preguntamos a los
testigos, seguro que todos, de un modo o de otro, tienen formada su
idea y la defienden a capa y espada. Pero sucede que esa idea nunca
es única; que las opiniones se dividen en un cincuenta por ciento.
La mitad responde: es bueno; y la otra mitad jura que es algo malo,
perverso, negativo y peligroso para la humanidad.
Los que afirman la bondad del fenómeno son quienes, de alguna
manera, lo han deificado y le han transferido la fe religiosa
perdida o apagada. Para ellos, el fenómeno OVNI es un sustituto de
ese Dios que ha muerto a manos de la tecnología científica y, como
tal, resume todo cuanto de bueno y deseable queda en las mentes
respecto a ese concepto del Paraíso Perdido que fue el cielo,
convertido por la astronomía en simple y puro cosmos. Los OVNIS y
quienes parecen ir dentro de ellos son criaturas enviadas desde un
mundo esencialmente mejor y han llegado hasta nosotros para
redimirnos de nuestros pecados, de nuestra incredulidad, de nuestra
ciencia equivocada y de los peligros que nosotros mismos estamos
provocando.
Los que se aferren a la maldad intrínseca del fenómeno, juzgan a
través de animales extrañamente desangrados, de testimonios
-ciertos- de mentes que se han dislocado definitivamente después de
un contacto, de familias rotas tras una supuesta llamada
extraterrestre. Pero, fundamentalmente, suponen malo el fenómeno
precisamente a causa de su impenetrabilidad, de su constante juego
con los parámetros racionales, de su negativa a ser explicado,
catalogado, analizado y, en consecuencia, vencido.
Ni bueno ni malo, sino
todo lo contrario
Fijémonos en un hecho que, a mi modo de ver, podría arrojar un poco
de luz -aunque no fuera mucha- a la hora de enfrentarnos con la
creencia de un encaje dualista de los hechos fortianos y, como
resumen y ejemplo de todos ellos, del fenómeno OVNI en todas sus
fases. ¿Nos hemos detenido alguna vez a pensar que nuestro concepto
del bien y del mal, del amor y del odio, de lo izquierdoso y de lo
derechista, está referido siempre a nosotros y jamás a la naturaleza
y al resto de las especies que la componen? Cuando damos muerte a
una res para comerla, o cuando arrancamos una lechuga para hacernos
con ella una ensalada, no nos planteamos en modo alguno si somos
buenos o malos con el cordero o con la hortaliza, sino que esas
cosas son buenas para nosotros.
Siguiendo la misma vía de pensamiento, planteémonos el caso del
rebaño de vacas o de cabras que cuidan nuestros pastores, tratando
de llevarlo a los mejores pastos, haciendo que coman la mejor hierba
y engorden. ¿Lo hacen acaso por altruismo? Si lo hiciera por eso el
pastor -es decir, si confesase que su único afán era proporcionar
felicidad a sus animales-, todos nosotros le tildaríamos de loco, de
absurdo, de irracional, porque -diríamos- los seres inferiores a
nosotros, en su totalidad, están ahí precisamente para servirnos o
para que nosotros nos sirvamos de ellos. Lo tonto e ilógico sería
detenernos a pensar en si obra mal el leñador con el árbol que abate
a golpe de hacha, o el fabricante de seda con las mariposas que no
dejará nacer, o el pescador dominguero que vuelve de su jornada con
media docena de truchas en la cesta.
Sólo pensamos en una
eventual mala acción hacia los demás seres de la naturaleza cuando
esa acción no reporta provecho alguno para quien la lleva a cabo.
Sutil juicio de valor, porque estamos comprobando ya, día a día -y
hoy ha llegado ya a constituir uno de los problemas fundamentales de
nuestra supervivencia- que muchos de los actos que ha cometido y
sigue cometiendo el ser humano en su supuesto beneficio y siguiendo
sus necesidades inmediatas, están comprometiendo seriamente nuestro
futuro y nuestra subsistencia. Pero no se trata de eso aquí y ahora,
sino de que hemos conformado nuestra razón y nuestra moral
(igualmente racional) a nuestro exclusivo beneficio.
Vamos ahora de nuevo con el fenómeno irracional, con la presencia
entre nosotros de lo esencialmente falto de lógica y carente de
razón. Ese fenómeno OVNI, ¿es bueno o malo, al margen de lo que
opinen los testigos y los investigadores, los contactados y los
curiosos?
Analicemos su comportamiento, al margen de juicios y al margen
también de su radical inexplicabilidad. Ante todo, trasponiendo
cuanto acabamos de apuntar respecto a nuestro propio concepto moral,
tendríamos que prescindir de que se trate de un fenómeno bueno o
malo para nosotros, del mismo modo que no nos planteamos si nosotros
somos buenos o malos con respecto a las demás especies de la
naturaleza. En todo caso (pero me imagino que sería demasiado pedir)
tendríamos que preguntarnos o tratar de saber, dentro de lo posible
y prescindiendo del pensamiento racional demasiado consciente, si se
trata de un fenómeno o de un conjunto de fenómenos que llega desde
planos dimensionales distintos y si, desde ellos, actúa sobre
nuestra especie y sobre todas las demás y nos las manipula en su
propio provecho, en la única manipulación ante la cual el ser humano
tendría que conformarse irremisiblemente a ser sujeto pasivo.
La cosa que viene de
ninguna parte
Vamos a recordar de nuevo lo que comentaba anteriormente respecto a
nuestra acción sobre la conciencia presuntamente bidimensional de la
oruga. Decía que, si nos aproximamos a ella desde su propio plano de
conciencia -la superficie de la hoja sobre la que vive- advertirá la
presencia de un elemento extraño y presuntamente agresor, mientras
que si la aproximamos desde arriba, sólo nos advertirá cuando
estemos en su propio plano dimensional. Supongo, siguiendo con la
misma experiencia, que si nos aproximamos a la oruga desde abajo y
atravesamos la hoja sobre la que se encuentra, sólo captará nuestra
presencia (o la presencia del objeto que hayamos empleado, rama,
aguja o bisturí) cuando atravesemos ese plano ¡y el ningún otro
instante distinto! E incluso entonces, sólo se dará cuenta de que
allí hay algo e ignorará qué es y de dónde procede. Y, todavía más
allá, ese agujero que eventualmente habremos perforado en su hoja no
será tal agujero para la oruga, sino un espacio de nada, puesto que,
presuntamente, carece de la capacidad de advertir los planos
dimensionales, mientras que un agujero (para nosotros) supone que
hay algo, al menos, debajo de él.
Observemos ahora el otro paralelismo que vamos a intentar dilucidar.
Un OVNI o una formación entera de OVNIs surge de nadie-sabe-dónde,
incluso muchas veces -a los testigos me remito- de esa superficie
del mar que ha hecho plantearse a tanta gente (incluso a gobiernos
concretos, aunque nunca lo hayan hecho público oficialmente) que
existen "bases submarinas" de esos presuntos ejércitos galáctico. Si
recordamos el que fue en su día célebre caso del seminarista de
Logroño, la entidad ufológica -o lo que fuera aquello- se presentó
súbitamente en su cuarto, sin venir de parte alguna, y comenzó a
manipular todos los aparatos -radio, tocadiscos y no recuerdo qué
más, supongo que hasta el reloj- como siguiendo un juego del absurdo
más sorprendente e inexplicable.
El fenómeno, pues, exactamente lo mismo que los fantasmas de la
tradición de la novela gótica inglesa o las almas del Purgatorio del
mito de don Juan, se filtran a través de la solidez de los muros
materiales y hasta parecen formarse en el cielo -podríamos decir,
parecen materializarse a partir de la nada, del ningún-lugar- y, de
la misma manera, se desintegran en la nada, después de haber
realizado acciones que -confesión de sabios científicos que a veces
parecen convertirse en locos alucinados- no podrían jamás haberse
realizado técnicamente, científicamente. O sea racional y
lógicamente. O sea, también, que los OVNIs son capaces de romper
todas las leyes establecidas a partir del comportamiento de los
cuerpos físicos, de los cuerpos tridimensionales, que son los que
estamos en disposición de apreciar, calibrar, juzgar, dominar y
entender.
El fenómeno OVNI ha de plantearse, pues, contra todos los intentos
que se han hecho y que se sigan haciendo, como una manifestación
radicalmente incomprensible e inaprehensible, al menos desde una
perspectiva física, corporal. Ni siquiera se ha podido establecer si
tales objetos están compuestos por algún tipo de materia. Aparentan
tenerla muchas veces, surgen a nuestra percepción como naves
metálicas -o plásticas, vaya usted a saber-, brillantes, con luces
muy determinadas, de colores, con unos movimientos precisos, aunque
desafían las leyes físicas de la materia. Incluso han dejado y
siguen dejando huellas en la tierra, precisas y concretas -huellas
que, por otro lado, serían paralelas a las que nosotros dejaríamos
sobre la hoja de la morera sobre la que discurre la vida de la oruga
sedera, pero falta siempre la prueba de su materialidad concreta. Y,
al decir prueba, me estoy refiriendo al objeto concretísimo, al
fragmento preciso, al pedazo o esquirla o resto material de
cualquier tipo, a no ser las señales de combustión que surgen, tan a
menudo y que sólo afectan a la materialidad del objeto -plantas o
tierra- consumido, quemado y destrozado.
No puedo evitar el recuerdo de algo que me decía una vez mi buen
amigo Juanjo Benítez, investigador incansable y pateante empedernido
del fenómeno, cuando un día me confesaba: "Mi mayor ilusión sería
lanzarle un cantazo a un OVNI y escuchar el ¡clong! de la piedra
sobre su superficie metálica. No necesitaría más pruebas de su
existencia".
Creer, no creo, pero
haberlos, háyalos
Las palabras -no sé si las ha escrito alguna vez- de Juanjo Benítez
son reveladoras de la radical inseguridad que provoca, en todos
nosotros, la presencia sentida y nunca probada de los fenómenos supradimensionales. Porque va todo un mundo desde la seguridad que
estos fenómenos "están ahí" a la prueba -imposible- de su
presencia.
En este sentido, sin embargo, yo me atrevería a sugerir una causa
-tan irracional como el fenómeno mismo- que, en cierto modo, lo
justifica, si no lo puede demostrar. Para mí, y en la mayoría de sus
manifestaciones -y no sé si atreverme a decir que en todas sus
manifestaciones-, el fenómeno es paralelo, al menos en síntesis o
estructuralmente, a todos los demás fenómenos de tipo paranormal que
se plantean en nuestro mundo de comprensiones parciales. Por
supuesto, la presencia de OVNIs es equivalente a la de las
apariciones que analizábamos en páginas anteriores, con la
diferencia de que, mientras éstas son asumidas por los grupos de
presión religiosos que manipulan las creencias -y ese hecho de
asumir el fenómeno puede tomarse (dualísticamente) en sentido
positivo o negativo, según acepten o nieguen su eventual sacralidad-,
el fenómeno OVNI está siendo acaparado por grupos de neocreyentes,
que cifran su existencia en el hecho de aceptar la presencia de
supuestos extraterrestres semidivinales -o totalmente divinizados-
que llegan a la tierra con la misión específica de salvarnos de
nosotros mismos y de nuestros evidentes y peligrosísimos errores,
que pueden dar al traste con la ecología galáctica o con un
equilibrio (supuestamente racional) establecido por las eventuales
conciencias extraterrestres, mucho más avanzadas -tecnológicamente,
claro- que nosotros.
Lo más curioso de este enredo es cómo, en un mundo dominado por la
tecnología, que cifra el progreso -confundiéndolo por desgracia con
la evolución- en los logros mecánicos de las grandes compañías
multinacionales, que son la pauta de nuestra medida presuntamente
evolutiva, y en sus equipos de investigación (recordemos y tengamos
en cuenta las esperanzas absurdas de la informática, puestas como
meta de nuestros próximos años), la mente de muchísimos seres
humanos se desvía peligrosamente, asociando la presencia y hasta los
presuntos mensajes del mundo supradimensional a humanoides
tecnólogos que vienen de otros planetas a contarnos (y,
naturalmente, a convencernos) de una superioridad mental y
científica que nosotros tendríamos la obligación de deificar e
incluso de adorar y convertir prácticamente en rito religioso, en
acto mágico, en materialísima manipulación salvífica proporcionada
por quienes, supuestamente, llegan a este mundo para sacarnos de
nuestros errores integrales y enseñarnos el camino de nuestra
redención.
Un camino que, en
esencia, no difiere un ápice de aquel otro que les trazara un día
Yavé a los israelitas mosaicos, cuando les lanzó a tumba abierta por
el desierto del Sinaí para sufrir todas las penalidades posibles que
el hombre-piara-ganado puede resistir a mayor gloria de su presunto
dueño y salvador.
Pastores y ovejas
Por mi parte, estoy absolutamente convencido de que no es gratuito,
ni mucho menos, el paralelismo, simbólico en el Evangelio, del
pastor y de las ovejas, del mismo modo que no es casual ni
arbitrario el que yo mismo, líneas más arriba, haya colocado a los
pastores como ejemplo de nuestra condición de "ganado" apto para
servir a las supuestas o sospechadas necesidades de determinadas
entidades supradimensionales que nos utilizan de un modo que a
nosotros nos ha de resultar, esencial y visceralmente,
inaprensible, al menos mientras nos empeñemos en aferrarnos a
nuestro racionalismo a ultranza y no seamos capaces, en tanto que
especie, de reconocer nuestro puesto exacto en el orden establecido
en el cosmos.
(Naturalmente, me estoy
refiriendo estrictamente a un puesto que nosotros no hemos elegido,
sino que, en cierto modo, nos ha sido asignado. Y del mismo modo que
la cabra o la oveja no han elegido libremente su inserción en el
contexto del rebaño, pero tienen que aceptarla, porque hay una
entidad -el pastor- que las manipula irremisiblemente y al que
tienen que obedecer, en persona o a través de sus ayudantes los
perros, así nosotros hemos de asumir nuestro papel de ganado
alimentario de conciencias situadas dimensionalmente por encima de
nosotros).
Atención, porque creo que es importante señalar que todas estas
apreciaciones son meramente objetivas. Quiero decir que atañen a la
humanidad como masa y sólo en tanto que tal humanidad no adquiera
conciencia clara y definida de que existe efectivamente una
auténtica -y no meramente supuesta- evolución, a la que cósmicamente
tiene todo el derecho de acceder. Pensemos que el ser humano, desde
el hombre de Pekín o el australopiteco de hace dos o tres millones
de años, ha pasado efectivamente del estadio evolutivo que hoy
adjudicamos, con muy pocas variantes, a los animales superiores -con
una conciencia dimensional caracterizada únicamente por el
predominio de la voluntad- y que llegó a la conciencia racional
definida como propia de la humanidad tras una síntesis de la
evolución natural de la especie: de todas las especies. Hoy, ese
mismo hombre se cree señor absoluto del planeta. Pues bien, pensemos
que esa evolución existe, que es un hecho y que tenemos derecho a
ella, en tanto que seres naturales que formamos parte de un Universo
en expansión (o sea, en evolución). Sólo fuerzas muy determinadas,
que nosotros mismos podríamos alcanzar si no nos vence la
manipulación cósmica, pueden oponerse a que esos estadios evolutivos
sean una realidad alcanzable.
¿Por qué?
Por un motivo que podríamos comprender claramente si fuéramos
capaces de transferir, una vez más, el problema planteado sobre la
conciencia bidimensional. Pensemos en el pastor una vez más:
¿consentiría en que sus ovejas, sus cabras, sus vacas o sus cerdos
comenzasen a expresar su deseo de libertad y de independencia, y se
negasen a obedecer sus órdenes o las órdenes secundarias de los
perros? ¿Comprendería acaso que esos seres tienen derecho (cósmico
derecho, si queremos) a elegir el momento, la circunstancia y el
lugar de su propia evolución hacia estados de conciencia
superiores?
Supongo yo que en todo el universo existe una ley de estabilización
(digo si será dimensional), que induce a sus entidades a intentar en
su momento la propia superación, pero sin consentir que las
entidades inmediatamente inferiores tengan acceso al estadio que
lógicamente, con su paso, quedaría vacío. Supongo también -y la
experiencia humana viene a demostrarlo en cierto modo- que ese paso
evolutivo no se produce de modo total, ni siquiera masivo. Y que es
absolutamente necesario que una minoría abra lentamente el camino,
antes de que, poco a poco, a lo largo posiblemente de unos cuantos
miles de años, el resto de los componentes de la familia con
conciencia dimensional común alcance el siguiente escalón
evolutivo.
¿Cómo se comporta la entidad llamada OVNI o, en general, el
fenómeno
paranormal en su más amplio sentido, con respecto a la posible
evolución humana y a los intentos más o menos conscientes del hombre
por alcanzarla?
Conciencia evolutiva y
avance cultural
Distingamos, ante todo, la evidente diferencia que existe entre el
concepto que tenemos de avance cultural y el auténtico sentido de lo
que llamamos evolución, y esto aunque ambos términos hayan sido
demasiado a menudo confundidos y, consecuentemente, tergiversados.
El avance cultural, en términos generales, es una radical y
constante afirmación de las coordenadas científicas, por las que el
ser humano se mueve en tanto que conciencia racional y razonante. La
cultura es sólo afirmación teórica de un racionalismo que confirma
al ente humano en sus esquemas lógicos y en la sublimación -nunca
negativa- del mundo sensorial sobre el que se basan los parámetros
de la conciencia racionalista.
La evolución supone, de hecho, el salto del ser humano hacia
estratos más reales del entendimiento integral; hacia la superación,
en fin, de ese racionalismo que caracteriza al hombre como especie,
para el que ni siguiera nos hemos preocupado de buscar un nombre
apropiado, pero que supone la liberación de las percepciones
sensoriales y la comprensión del universo a partir de otras fuentes
superiores de conciencia.
Quiero decir con estas distinciones que, en su raíz, nada tiene que
ver (o, al menos, no tiene por qué tener la menor relación) la
altura cultural con el grado de evolución real que pueda alcanzar un
individuo o un grupo humano determinado. Un gran científico
racionalista puede encontrarse en un estadio evolutivo infinitamente
inferior, como ente consciente, al de un bonzo de un monasterio
japonés o un anacoreta copto, que tal vez ni siquiera sepan escribir
su propio nombre. Lo cual no impide que, en términos generales, una
conciencia culturalmente desarrollada esté en mejores condiciones
para emprender el camino hacia el siguiente peldaño evolutivo que un
cerebro obtuso o insuficientemente preparado en las lides
intelectuales.
A partir de esta afirmación, en cualquier caso, tendremos que sacar
la conclusión de que, no teniendo nada específico en común la vía
evolutiva del ser humano con la altura cultural alcanzada a niveles
personales, del grupo o área económica, social o étnica, esas áreas
serán tratadas a distintos niveles de manipulación por las entidades
que en esa manipulación dimensional adopta según los sujetos
culturales sobre los que haya de actuar o los grupos sociológicos en
los que tenga que influir.
Estructura manipuladora
del fenómeno de las apariciones
Las llamadas apariciones constituyen, seguramente, el nivel más
inmediato de manipulación dimensional que se ejerce sobre el
individuo humano a niveles culturales. Y no me refiero únicamente a
las que, con plácemes o rechazos de los poderes religiosos
establecidos, se manifiestan como contactos divinales de raíz
cristiana o de cualquier otro credo, sino a aquellas otras que
surgen como presencia de entidades supuestamente extraterrestres que
vienen, lo mismo que las vírgenes y los arcángeles, como aparentes
portadoras de mensajes de salvación.
En todos los casos se da, por parte de los sujetos receptores, un
grado precario de cultura. Suele tratarse de analfabetos, jóvenes
pueblerinos de escuela primaria o parroquial -catecismo, palo y
tentetieso- o seres con escaso grado de formación que, curiosamente,
parecen adquirir un baño de cultura después del contacto. En todos
estos seres se da igualmente una enorme dosis de credulidad, que se
manifiesta inmediatamente, sin dudas y sin ningún tipo de
planteamiento crítico. La aparición es asumida en su aparente
realidad desde el primer instante y sus mensajes son transmitidos en
cuanto comienzan a revelarse. Las órdenes -porque siempre hay
órdenes e incluso, en muchos casos, órdenes que no admiten réplica-
se aceptan sin rechistar y sin poner en duda su autenticidad, y del
mismo modo se reemiten a todos cuantos quieran oírlas, presuntamente
el mundo entero, aunque su influencia sea generalmente restringida.
Por parte de la entidad contactante, hay diversos niveles de
acercamiento, que suelen darse de modo sucesivo y en un orden
perfectamente establecido de antemano. Surge, en primer lugar, una
presentación de credenciales: yo soy Tal. La tarjeta de identidad
está avalada por el mismo modo de presentarse y por el grado de
manipulación secundaria del receptor. Al creyente se presentará como
celestial, al no creyente -racionalista ateo, a su modo- como
entidad extraterrestre. Y hasta el disfraz irá acorde con el show
representado.
El segundo paso vendrá dado por una manifiesta preocupación ante el
estado en que se encuentra el planeta. Y, en general, esa
preocupación vendrá a responder a la preocupación presente en el
inconsciente colectivo de los individuos. Ahí entra de lleno el mensaje antibolchevique de Fátima o la
profunda preocupación por el
avance del peligro nuclear en los extraterrestres.
Tercer paso: la entidad viene a resolver este caos político, bélico,
prebélico, o simplemente tecnológico, que puede terminar con la vida
del hombre sobre la tierra (o con la fe ciega en los valores
religiosos reconocidos, que viene a ser lo mismo: muerte del cuerpo,
muerte del alma). Mas para que la misión obtenga resultados
satisfactorios, los seres humanos tienen que colaborar intensamente.
¿Cómo? Volviendo a las costumbres buenas, a las creencias
convenientes, a la oración positiva, al sacrificio redentor,
rechazando de plano al mismo tiempo los malos sistemas políticos,
las nefastas teorías racionalistas y los negativos pensamientos que
apartan de las viejas y sanas creencias.
Es decir, que se trata
de meter en los seres humanos la idea del moralismo dualista a todos
los niveles, hacerles ver que existe algo muy malo que se contrapone
a lo esencialmente bueno, que es lo que se debe mantener a toda
costa. Hay que promover amor frente al odio, hay que aprender a
distinguir (o hay que mantener, cueste lo que cueste) el valor de
los contrarios; sostener, fomentar, conservar y defender unos
principios esencialmente dualistas que son, no lo olvidemos, la base
misma de la realidad sensorial propia del grado evolutivo que hemos
recalcado al principio como propio e inherente a la conciencia
tridimensional del ser humano.
Sólo entonces se emprende el cuarto paso: llevar a la práctica la
supuesta redención del género humano. Las órdenes son entonces
tajantes. Hay que sufrir por los demás, hay que sacrificarse, hay
que lanzar plegarias a coro (y mejor cuanto más numeroso y
heterogéneo sea ese coro), hay que convertir el lugar preciso de la
aparición en un auténtico ombligo del mundo, en el que se concentren
al máximo las energías de toda una humanidad que clame al unísono
por la salvación redentora (espiritual y física). Unos prodigios
sabiamente dosificados y ciertos, como los que ya comentábamos,
bastarán para mantener, durante el tiempo que haga falta, la
concentración masiva de un conjunto humano que se dará cita allí del
mismo modo -y no es metáfora gratuita- que las ovejas se concentran
a su hora y bajo las órdenes del pastor, en el redil o en el
aprisco.
Hay, pues, en este asunto de las apariciones, una doble vertiente
que no debemos pasar por alto. Por un lado, se condiciona a los
fieles -y doy a la palabra su sentido más amplio- para el
mantenimiento a ultranza de los principios del dualismo propios de
la conciencia dimensional del género humano, es decir, para el
mantenimiento a ultranza del status de dependencia frente a
cualquier deseo o cualquier intención de evolución. Por otro lado,
se provoca una fortísima corriente de energía colectiva -enfermos,
penitentes, disciplinantes y corifeos- en un centro presuntamente
divinizado que parece apto, a juzgar por su secular implantación
mágica, para canalizar esa energía hacia un destino que no podemos
en modo alguno adivinar, pero que, sin duda alguna, resulta útil
para alguien o para algo.
Casos, modos y maneras
del contacto personal
Hace unos años se dio en Gran Canaria un caso que no es seguramente
único, pero que tuvo un resultado que resume, por su carácter
violento, otros muchos que tienen consecuencias menos
espectaculares. Fue la historia de dos muchachos de poco más de
quince años que, desde tiempo atrás, aseguraban mantener contactos
con entidades extraterrestres mentoras por medio de la ouijá. En el
verano de 1979, los mensajes se hicieron progresivamente
esperanzadores para ambos, porque anunciaban la inmediatez de un
posible contacto personal con los presuntos maestros. Un día, la
ouijá concretó una cita en uno de los parajes más solitarios y
desolados del noroeste de la isla. Allí acudieron los dos chicos en
un día tórrido de agosto, recorrieron bajo el sol kilómetros de
tierra calcinada sin que llegara a producirse el esperado contacto,
hasta que uno de ellos, ya entrada la tarde, comenzó a sentir serios
trastornos que, ya anochecido, le obligaron a pedir a su compañero
que fuera a buscar ayuda, porque él no podía siquiera moverse.
El pueblo más cercano,
San Nicolás, quedaba a unos quince kilómetros, lo cual supuso tres
horas largas de camino hasta llegar a él. Ya de madrugada, el chico
regresó con un médico y algunos vecinos donde se encontraba su
compañero. No encontraron de él más que un montón de despojos
carbonizados, que la guardia civil tuvo que recoger con palas,
porque se deshacían al menor contacto. El forense dictaminó muerte
por insolación aguda y el muchacho superviviente pasó, al poco
tiempo, a un hospital psiquiátrico.
He dado cuenta de un caso límite, en el que lo trágico sustituyó a
toda una serie de características dramáticas que, rozando
alternativamente lo mágico y lo -aparentemente- lógico, lo serio y
el chiste, el sainete y el teatro del absurdo, conforman todo un
mundo de contactos en el que se dan visitas a planetas desconocidos,
aparición de cualidades paranormales, invitaciones a tortitas de
maíz, curaciones inexplicables e ilógicas, redención de alcohólicos
y de drogadictos, profecías que nunca o muy pocas veces se cumplen,
nombramiento de representantes galácticos en la tierra (que se
convierten automáticamente en mesías creadores de nuevas sectas),
rupturas de vínculos familiares, coitos intergalácticos,
traslaciones prodigiosas, actos de vampirismo con bestias y
personas, suicidios rituales y un montón de variantes que harían la
lista interminable e inútil para cuantos siguen, más o menos de
cerca, el proceso o la investigación de estos fenómenos.
¿Qué hay de común en todos estos contactos? Aparentemente, nada. En
realidad, el absurdo esencial del hecho en sí mismo, la dependencia
aparentemente voluntaria del contactado para el resto de sus días,
como propagandista directo o indirecto de unas entidades que han
surgido precisamente para que él las proclame y sirva de testigo de
su existencia y de emisor de energías, que, como en las
concentraciones masivas de fieles creyentes, pueden resultar útiles.
Porque, sea cual sea la variante del contacto, existe
fundamentalmente una emisión de emociones por parte del contactado,
aunque sean mínimas y, en muchos casos, inconscientes. Pero hay,
sobre todo, una creación o un intento de creación de cierto ambiente
general, que tiende a implantar en las conciencias que lo captan el
convencimiento -o eventualmente la prueba- de que hay algo o alguien
muy por encima de ellos, algo que deben tener en cuenta para
siempre, como entidad superior que domina irremisiblemente al ser
humano, física y psíquicamente, más allá de su voluntad.
Algo o alguien que puede
hacer de ese ser humano en cuestión lo que le venga en gana en
cuanto quiera o en cuanto ese ser humano se desmande e intente
ejercer libremente su propia voluntad. Algo o alguien que, además de
todo eso, resulta inaprensible, incomprensible e imprevisible,
tres factores fundamentales de dependencia que dan al hombre la
misma inseguridad en sus propias posibilidades evolutivas que la que
procede de un dios arbitrario premiador de sus buenos y castigador
de sus malos, en épocas de predominio de fe y de poder religiosos.
Aquí se trata también de fe, tan fuerte y tan fanática como la otra,
pero la diferencia estriba, aparte las presuntas pruebas, en que el
objeto de la fe no es ningún espíritu intangible, sino unas
entidades que se patentizan como poseedoras de un grado sumo de
conocimiento y de poder emanado de un aparente y colosal e
incomprensible avance en el campo de una tecnología científica
imposible de asimilar.
En estos casos, aparte dramatismos absurdos y crueldades en
apariencia gratuitas, cabe destacar que los contactados son, por
regla general, gentes de inteligencia media, de estudios medios y,
bien por su personalidad o por la circunstancia personal anterior al
contacto (el ejemplo de alcohólicos o drogadictos redimidos), seres
con una cierta merma en su capacidad de discernimiento personal. En
estos casos, el choque del contacto directo y dramático,
eminentemente emocional, tiene efectos prolongados y, aunque no
tenga como consecuencia una concentración de seguidores histéricos o
dolientes (los mesías contactados suelen reunir en torno suyo grupos
relativamente reducidos, pero profundamente fieles y convencidos),
el efecto consecuente del contacto marca, lo sepan ellos o no, todos
los actos de la existencia.
Los sembradores de
inquietud
Si cualquiera de estos contactos citados en el apartado anterior
llega ante una mente científica clara y fría, la sensación que
produce es la de un ser que o bien ha tenido alucinaciones, o ha
fabricado, con ánimo de llamar la atención, todos los elementos de
su historia, o intenta justificar una actitud o unas determinadas
cualidades personales forjándose un entorno mítico particular.
Incluso cabe pensar que si esa mente analítica y fríamente
científica se tropezase en un momento de su vida con un intento de
contacto como los que relatábamos, lo rechazaría como alucinación
momentánea y simplemente interna que habría que evitar a toda
costa.
Para estos casos, la manipulación irracional adopta métodos muy
distintos: uno de ellos, que ya está extendiéndose de modo
alarmante, aunque sus protagonistas suelen guardar silencio por
temor a perder el crédito científico de que gozan, se ejerce sobre
los investigadores que acceden a estudiar el comportamiento de los
contactados del grado anteriormente descrito. Estos científicos
comienzan a encontrar extrañas y presuntamente lógicas relaciones de
causa a efecto, constatan que los contactos guardan en su
inconsciente toda una serie de experiencias y de datos que no
salieron a la luz en sus declaraciones aparentemente alucinadas.
Comprueban que se dan
coincidencias no tan absurdas, que hay un encadenamiento de hechos
que, aun dentro de su contexto esencialmente ilógico, guarda
indudables raíces de verosimilitud y, sobre todo, de sinceridad y de
experiencia "sin trampa ni cartón". Y esos hechos, si bien no les
afectan (al menos en apariencia) hasta el punto de proclamar sin más
la presencia entre nosotros de los "poderosos extraterrestres", les
colocan en un estadio de conciencia inquieta y expectante, propicia
al fin y al cabo para que, en un instante dado, puedan entregarse de
lleno a la convicción de que hay, efectivamente, unas entidades que
pueden dominarnos y a cuya voluntad o conocimiento o poderes no hay
más solución que plegarse. Dejarse manipular, a la postre.
El otro método, paralelo en cierto modo al que acabo de exponer,
sólo que todavía sin cobayas contactados que sirvan (como los niños
de las apariciones) de receptores-emisores, es el de los contactos
"oficiales", representados fundamentalmente por un caso conocido ya
a nivel internacional como el asunto Ummo.
En líneas generales, puesto que un conocimiento más profundo del
caso puede encontrarse ya publicado en varios libros, se trata de
una serie limitada de intelectuales, artistas, científicos y hombres
de letras, todos ellos serios y con un prestigio indudable en
círculos que no pueden dudar de su palabra, que reciben
periódicamente comunicaciones escritas, llegadas desde los más
distintos lugares, en las que se les va dando cuenta de la
existencia y de la presencia en la tierra y entre ellos de un grupo
impreciso de personas casi humanas, procedentes de un lugar
perfectamente localizable en el mapa celeste. Estos seres, no se
sabe con exactitud con qué fines concretos (aunque, oficialmente, lo
explican absolutamente todo), cuentan la historia de su llegada, las
circunstancias de su permanencia entre nosotros, sus conocimientos,
sus creencias y hasta su estructura fisiológica y vital.
Narran su cosmogonía y
su teogonía, su nivel de civilización, el sistema sociopolítico por
el que se rigen presuntamente, sus relaciones, sus apuros entre los
humanos para no delatarse, su aspecto físico, su idioma (que emplean
a menudo, hasta el punto de que ya casi podría confeccionarse una
gramática ummita), su sistema numérico y métrico, los principios
científicos y tecnológicos de sus naves espaciales incluso -aunque
de un modo un tanto críptico- su manera de actuar y sus métodos para
establecer relación con los seres humanos de la tierra. Muy
probablemente olvido algo -tal vez sus relaciones con otros seres de
la galaxia- pero, en líneas generales, eso es todo y sólo queda
adentrarse en los mensajes para comprobar en lo posible qué revelan,
más allá de lo que los presuntos
ummitas han intentado contar. Así
vemos:
a) una
estricta e indudable coherencia lógica y tremendamente racional,
sin cabos sueltos que pongan súbitamente sobre la pista de una
eventual mentira que podría hacer que todo el sistema creado se
tambalease
b) una muestra palpable -aparentemente al menos- e
incontrovertible de que hay razas extraterrestres a las que
nuestra ciencia y nuestra tecnología tardarán probablemente
siglos enteros en alcanzar.
Cada acto, cada
interrogante, cada sospechado absurdo, cada una de las actitudes
tiene una respuesta para los presuntos ummitas, de tal modo que, sin
apenas resquicios y basándose únicamente en las numerosas
comunicaciones que llevan enviadas hasta la fecha -aunque hay
temporadas de silencio-, se podría reconstruir, al menos en sus
hitos principales, todo el proceso cultural, histórico, social e
incluso psíquico de una raza humanoide de algún punto de la galaxia,
que se ha colado de rondón en nuestro entorno para observarnos y
-dicho con todo disimulo, evitando palabras directas y aprovechando
incluso presuntas dificultades de expresión que dejan las cosas
ligerísimamente nubladas- manipularnos, dominarnos, influir sobre
nosotros y sobre nuestros esquemas vitales. Y ello a pesar de que
los presuntos mensajes ummitas están haciendo constante alusión a
sus intenciones manifiestas de no influir un ápice en los destinos
de la humanidad terrestre.
La grieta
El impacto ummita sobe los destinatarios de sus mensajes es
indudable. Y lógico. Nadie puede quedar indiferente ante ellos. Todo
cuanto se deduce de esa ya numerosísima correspondencia es
perfectamente coherente y, por si fuera poco, cuando científicos de
toda solvencia -físicos, matemáticos, ingenieros- han sido
requeridos para contrastar datos, fórmulas o sistemas expuestos en
los mensajes, han corroborado, sin lugar a dudas razonables, que ese
supuesto mundo tecnológicamente avanzadísimo sobre nuestros actuales
logros científicos es perfectamente posible, que nada se opone a su
existencia.
La pregunta, la duda, la sospecha visceral ante una trama epistolar
tan perfectamente tejida surge, sin embargo, cuando nos planteamos
una serie de preguntas que sólo tienen respuestas vagas o carecen
simplemente de respuestas. (Porque, ante todo, hay que advertir que
la comunicación con los presuntos ummitas es unilateral y que nadie
-al menos que yo sepa- ha logrado establecer contacto con ellos por
propia voluntad).
Una pregunta: ¿por qué tanta proclama repetida de respeto a la
independencia y el libre albedrío del género humano y,
paralelamente, ese bombardeo de pruebas que nadie, en principio
parece haber pedido?
Otra: ¿por qué tantas reticencias y tantas promesas de no
inmiscuirse en nuestros asuntos y tantas rogativas a los
destinatarios para que no se dejen influir por un supuesto sistema
que, en realidad, está metido a tornillo en sus mentes, hasta el
punto de que no hay uno solo de ellos -entre los que yo conozco, al
menos- que no se conozca de memoria la vida y milagros (sí, dije
milagros) de
los ummitas y no los haya tomado como presunto ejemplo,
o hasta como posible historia del futuro inmediato de la humanidad
terrestre?
(Una historia que, en
líneas generales, no es evolutiva, naturalmente, sino de triunfo más
o menos disimulado de ese racionalismo que a nosotros mismos nos
está encarcelando dentro de nuestra misma conciencia dimensional. Y
fíjese quien esto lea cómo, en una de sus últimas misivas -última a
la hora de redactar estas líneas- felicitan a los humanos por los
últimos vuelos espaciales norteamericanos y olvidan, porque eso hay
que olvidarlo, que suenan mejor mentar otras cosas, los millones de
seres humanos que se mueren de hambre mientras se dilapidan dólares
y rublos en la carrera espacial).
Y todavía unas preguntas más, dirigidas a todos mis amigos que
reciben periódicamente mensajes telefónicos y epistolares de Ummo
(aunque sé que no han de hacerme caso): ¿por qué organizáis
reuniones periódicas para intercambiar noticias y lucubraciones con
ummíticos motivos? ¿No os dais cuenta de que eso -no entro en lo que
realmente sea- está ejerciendo la más increíble manipulación de
vuestra curiosidad, de vuestra dependencia, de vuestro interés -tan
sano y objetivo como queráis verlo- hacia algo que os está
extorsionando, dirigiendo inconscientemente vuestras vidas hacia
donde le place, mientras os muestra una realidad que los
investigadores convertís en libros, los periodistas en noticia y los
artistas en obra de arte, "ad maiorem gloriam Ummi"?
Ummo -yo sólo lo llamaría componente número N de la gran
manipulación cósmica a la que el ser humano está sometido desde los
albores de la historia, del mismo modo que él ha sometido a las
conciencias dimensionales inferiores- es una fuerza que actúa sobre
un sector intelectual y culto de la sociedad humana a niveles
propios de éste, del mismo modo que actúa sobre los niños de Fátima
o del Palmar de Troya a sus correspondientes niveles mentales. Y tan
inteligente es manipular así como tonto sería hacer llegar cartas
metafísicas de Ummo a las niñas de Garabandal o hacer aparecerse a
la Virgen María y al arcángel Miguel ante cualquiera de los actuales
destinatarios de los mensajes ummitas.
Cada contacto se lleva a cabo, por parte de las conciencias
manipuladoras, de acuerdo con las coordenadas mentales o culturales
de sus víctimas (aunque las llamo víctimas en un sentido amplísimo),
y de ese modo se alcanza un espectro excepcionalmente amplio de la
sociedad recipiendaria. En el fondo, es el mismo método que el ser
humano sigue con su ganado: no trata del mismo modo a los inquilinos
de un corral de gallinas que a un rebaño de vacas, ni le damos el
mismo alimento o administramos los mismos estímulos a un perro y a
un loro. Cada especie, como cada estrato cultural en el género
humano, necesita una estimulación muy determinada y distinta y
específica, acorde con la personalidad y la conciencia de cada grupo
genérico o cultural.
Nosotros, los seres
humanos, lo sabemos y del mismo modo hemos de presumir que lo saben
(y cabe que incluso mucho mejor que nosotros) las entidades de
conciencia dimensional inmediatamente superior, que se sirven de
nosotros a su placer y hacen que les seamos útiles y que les
sirvamos de alimento, tal como nosotros buscamos la utilidad y el
alimento en las especies que nos anteceden. Y, del mismo modo
exactamente que no admitiríamos en modo alguno la rebelión de
nuestros cerdos si pidieran la reivindicación y el derecho a abolir
la festividad de San Martín -que, como todo el mundo sabe, es la
fecha fija de ejecución masiva de puercos en los pueblos
peninsulares-, tenemos que comprender que nuestros presuntos
pastores traten a toda costa de impedir nuestro rechazo a la
sumisión en la que necesitan mantenernos para dar sentido y razón a
su propia, particular y desconocida -para nosotros- existencia.
La cuestión que ahora se plantea es si nosotros, efectivamente,
debemos plegarnos a esa exigencia y permitir que todo siga
exactamente igual como hasta ahora, sin tomarnos la oportunidad de
acceder al grado de evolución al que -supongo yo que lógicamente-
tenemos derecho en tanto que conciencia cósmica.
Los arduos caminos hacia la
libertad
12
El hombre al
encuentro de sí mismo
Decía Gurdjieff a sus
discípulos -y lo recoge Ouspensky en una vasta exposición de las
enseñanzas de su maestro - que la humanidad, en tanto que entidad
total, es incapaz de evolucionar.
«Lo que nos parece ser progreso o
evolución es una modificación parcial que puede ser contrabalanceada
por una modificación correspondiente en la dirección opuesta».
Para
este insólito maestro caucasiano, extrañamente estructuralista, que
constituye uno de los ejemplos más recios e independientes de la
enseñanza trascendente del siglo XX, el ser humano, en tanto que
especie, está irremisiblemente condenado a ser máquina durante su
existencia y a dejarse arrastrar por los acontecimientos que se le
imponen -por lo que aquí he llamado la manipulación a todos sus
niveles- sin que nunca sea capaz de levantarse sobre sus propios
condicionamientos para alcanzar estadios evolutivos de la conciencia
que puedan colocarle en condiciones de vivir una Realidad acorde con
sus presuntas necesidades evolutivas.
En tanto que máquina, los individuos de la especie humana no pueden
evolucionar conjunta y masivamente, porque -dice Gurdjieff-
«no
existe evolución mecánica. La evolución del hombre es la de su
conciencia. Y la conciencia no puede evolucionar inconscientemente.
La evolución del hombre es la de la voluntad, y la voluntad no puede
evolucionar "involuntariamente". La evolución del hombre es la
evolución de su poder de "hacer", y el hacer no puede ser el
resultado de lo que "sucede"»
Sin embargo, Gurdjieff admite y proclama una evolución a niveles
individuales.
«Las posibilidades de evolución existen y se pueden
desarrollar en individuos aislados, con la ayuda de los
conocimientos y de los métodos apropiados…(…) … Un hombre tiene que
comprender esto: que su evolución no interesa sino a él. A ningún
otro le interesa. Y no debe contar con la ayuda de nadie. Porque
nadie está obligado a ayudarle y nadie tiene la intención de
hacerlo. Por el contrario -por favor, ruego echar una mirada menos
superficial sobre los capítulos precedentes-, las fuerzas que se
oponen a la evolución de las grandes masas humanas también se oponen
a la evolución de cada hombre. Toca a cada uno chasquearlas. Mas si
un hombre puede chasquearlas, la humanidad no puede hacerlo.»
Individuo y humanidad
Vayamos por partes. Lentamente. Con la tranquilidad de un tiempo que
existe únicamente como dimensión espacial desconocida o
inaprensible.
Sucede a veces que los conceptos referidos a esa constante y perenne
necesidad del ser humano por saber y vivir lo que existe más allá de
la frontera de su comprensión se tergiversa. Sucede también, en
consecuencia, que los maestros -y Gurdjieff lo era y dio muestras
patentes de su condición- se sienten a menudo desbordados por la
humanidad misma, exactamente igual que el repartidor municipal de
caramelos en las fiestas de los pueblos, que tiene en sus manos la
milésima parte de los dulces que podrían satisfacer a los niños de
la aldea y opta por tirarlos al aire para que los recoja quien sea
más listo, o más despierto… o más fuerte, o más bruto y dispuesto a
merendarse a los demás.
(Recordemos el ejemplo agárthico,
tergiversado y asumido a su imagen y semejanza -léase conveniencia
manipuladora- por un nazismo visceral consecuentemente convertido en
partido dogmático y mesiánico).
No creo que nadie abrigue duda alguna respecto a que la posibilidad
de una evolución existe. Pero entre el hecho de que esa evolución, o
superación, o paso a siguientes niveles de percepción de la Realidad
-con el consiguiente poder que ello puede implicar- sea cosa de
individuos aislados o de la humanidad entera, va todo un mundo de
matices, de motivos y hasta de condicionamientos que se atornillan,
desde tiempos perdidos de la historia, a circunstancias
condicionadoras del comportamiento de los seres humanos hacia sus
semejantes. Porque, queramos o no reconocerlo, existe una diferencia
de años luz entre el hombre que busca alcanzar la trascendencia en
beneficio propio y para el ejercicio del poder sobre los demás, y
aquel otro que se adentra por los entresijos de la propia superación
para entregar sus resultados al prójimo, como ayuda para un mundo
menos condicionado por las innumerables manipulaciones que le
acosan.
Me parece importante esta distinción porque, como ya hemos tenido
oportunidad de ir comprobando a lo largo de las páginas precedentes,
la manipulación cósmica actúa indefectiblemente sobre la humanidad,
haciendo uso de una ley vital y sirviéndose de su situación de
ventaja en el proceso evolutivo de las especies, mediante el
ejercicio de un poder omnímodo sobre ella y nutriéndose de su
energía, de sus deseos, ¡e incluso de su razón sensorial!, para su
propia pervivencia, exactamente lo mismo que nosotros, los seres
humanos, ciframos nuestro contexto vital en el poder que nuestra
conciencia dimensional -la razón- ejerce sobre los seres inferiores
que nos siguen en el ciclo evolutivo.
Las dos caras de la
moneda
No se trata ahora de sacar a la luz conceptos morales más o menos
periclitados y, sobre todo, inútiles en un contexto en el que la
dualidad racional ha de quedar necesariamente eliminada. Se trata,
simplemente, de luchar un poco con las palabras con las que hemos de
expresarnos -creadas en un contexto dualista, como todo nuestro
sistema mental- y extraer de ellas y a pesar de ellas un sentido de
solidaridad con la especie humana (y no sólo con un determinado
sector elegido de la misma), a la hora de calibrar el porqué de que
un determinado individuo o un grupo de individuos aspire a alcanzar
el nivel evolutivo que realmente le corresponde a toda la especie y
que únicamente las fuerzas manipuladoras, creadoras de la tecnología
por un lado y de creencias ciegas por otro, han logrado y siguen
intentando impedir con todas sus fuerzas, desde su estrato de
potencia abstracta supradimensional.
Creo que, a la hora de razonar (si tal cosa es realmente posible)
sobre el estado dimensional que sigue a la conciencia racionalista
en la que estamos inmersos, todos estaríamos de acuerdo en convenir
en la inoperancia de un factor del que hemos dado cuenta cumplida y
sobrada en estas páginas: el dualismo. Un dualismo que forma parte y
es consecuencia directa de nuestra percepción sensorial y que ha
venido a constituir todo el germen de nuestros sentimientos morales
y estéticos, de nuestras ideas religiosas y políticas, y hasta de
nuestros principios científicos, afectivos y trascendentes (puesto
que, aun sin propósito previo aparente, hemos conferido a nuestra
idea -falsa- de la trascendencia unos signos de reconocimiento
dualista que son los que han contribuido esencialmente a la
incomprensión última del concepto).
Partiendo, pues, de esa inoperancia dualista, tendríamos que
convenir en que ese paso evolutivo, que Gurdjieff a su modo y otros
maestros al suyo calificaron de necesariamente individual (y creo
que no cabe ponerse en desacuerdo con la idea), tiene que estar
condicionado, para ser válido, a un propósito de servir de cabeza de
puente al resto de la humanidad y de ningún modo a ser utilizado
como barca con la que vadeemos el río de la dimensionalidad para
luego hundirla y apedrear desde la otra orilla, con armas mucho más
poderosas, al personal que se quedó al otro lado.
Si sucede lo segundo, el
ser humano individual o el grupo que ha dado el salto no será en
modo alguno una entidad evolucionada en el sentido más amplio y
justo del término, sino un vampiro o una secta vampírica que
utilizará su posición privilegiada para alimentarse, mediante
cualquier tipo de manipulación, de la energía de sus congéneres, del
mismo modo que el resto de la humanidad se alimenta de la de los
seres reconocidamente inferiores. Y no caben ahí protestas
orgullosas de un supuesto dualismo definitivamente abolido y
superado, ni echar mano de estados de conciencia presuntamente
superiores que se encuentran ya «más allá del bien y del mal».
El hombre «fuerte»
(pienso en el hombre evolucionado, en el que es definitivamente
capaz de dar el salto dimensional de su propia evolución) lo es
mientras su brazo puede izar a los débiles, no mientras su pie pueda
aplastarlos o hundirlos todavía más en el fango de la manipulación.
Usando un ejemplo que sólo el budismo ha expresado con claridad,
aunque esa claridad haya sido tergiversada repetidamente, no es el
auténtico evolucionado el místico que alcanza el nirvana y se libera
definitivamente de las reencarnaciones, sino el boddhisattva que,
pudiéndolo alcanzar, regresa voluntariamente con los hombres para
empujarles y señalizarles en camino que él ya ha recorrido.
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